SERMÓN #77 – La Soberanía Divina – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 12, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon77.html


“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”
Mateo 20:15

Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #77 – La Soberanía Divina

El padre de familia dice: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” y de la misma manera el Dios del cielo y de la tierra les hace esta pregunta a ustedes el día de hoy, “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” No hay ningún atributo de Dios que sea más consolador para Sus hijos que la doctrina de la Soberanía Divina. Bajo las más adversas circunstancias, en medio de las tribulaciones más severas, ellos creen que la Soberanía ha ordenado sus aflicciones, que la Soberanía los gobierna y que la Soberanía los va a santificar a todos.

No hay nada por lo que los hijos de Dios deban contender con más ahínco que por el dominio de su Señor sobre toda la creación; el reinado de Dios sobre todas las obras de Sus propias manos; el trono de Dios, y Su derecho a sentarse sobre ese trono. Por otra parte, no hay doctrina más odiada por los hombres del mundo, y no hay otra verdad que hayan convertido en una pelota de fútbol, como la grandiosa, estupenda, y muy cierta doctrina de la Soberanía del infinito Jehová.

Los hombres permitirán que Dios esté en cualquier lugar excepto en Su trono. Ellos le permitirán que esté en Su taller para formar mundos y hacer estrellas. Le permitirán que esté en Su casa de caridad repartiendo limosnas y entregando Sus tesoros. Le permitirán que sostenga la tierra y mantenga firme sus pilares, o que encienda las lámparas del cielo, o que gobierne las olas del océano, que siempre están en movimiento; pero cuando Dios asciende a Su trono, entonces Sus criaturas rechinan los dientes; y cuando nosotros proclamamos a un Dios entronizado, y el derecho que tiene de hacer lo que quiera con lo suyo, a disponer de Sus criaturas como lo crea conveniente, sin consultarlos en la materia, entonces es cuando se burlan de nosotros y somos execrados, y entonces es cuando los hombres prestan oídos sordos a nuestras palabras, pues el Dios en Su trono no es el Dios que ellos aman. Lo aman mejor en cualquier otro lugar de lo que lo hacen cuando Él se sienta con el cetro en Su mano y Su corona sobre Su cabeza. Pero nosotros amamos predicar a Dios en Su trono. Es el Dios en Su trono en quien confiamos. Es el Dios en Su trono a quien hemos estado cantando este día; y es el Dios en Su trono de quien hablaremos en este sermón. Sin embargo, voy a predicar únicamente acerca de una parte de la Soberanía de Dios, y esa es la Soberanía de Dios en la distribución de Sus dones. En este respecto yo creo que Él tiene el derecho de hacer lo que quiera con lo suyo, y que Él ejerce ese derecho.

Debemos admitir, antes de comenzar nuestro sermón, algo muy cierto, es decir, que todas las bendiciones son dones y que nosotros no tenemos ningún derecho a ellos por mérito propio. Yo pienso que cualquier mente razonable concederá esto. Y habiendo admitido lo anterior, nos esforzaremos para demostrar que Él tiene un derecho, viendo que esos dones le pertenecen, para hacer lo que quiera, para retenerlos por completo si así le agrada, o para distribuirlos si así decide hacerlo, para dárselos a algunos pero no a otros, para no dárselos a nadie o dárselos a todos, conforme parezca bien a Sus ojos. “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”

Vamos a dividir los dones de Dios en cinco clases. En la primera clase tendremos los dones temporales; en la segunda, los dones salvadores; en la tercera, los dones honorables; en la cuarta clase, los dones útiles; y en la quinta clase, los dones consoladores. De todos ellos diremos: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”

I. Entonces, en primer lugar, tenemos LOS DONES TEMPORALES. Es un hecho indisputable que Dios no ha dado lo mismo a todos los hombres en los asuntos temporales; que Él no ha distribuido a todas Sus criaturas la misma cantidad de felicidad o la misma posición en la creación. Hay diferencias. Observen qué diferencia hay en los hombres en lo personal (pues vamos a considerar principalmente a los hombres); uno nace como Saúl, que del hombro arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo; otro vivirá toda su vida como Zaqueo, un hombre de corta estatura. Uno tiene un cuerpo escultural y es bello, y otro es débil y está lejos de tener una figura hermosa. A cuántos no encontramos cuyos ojos nunca se han gozado en la luz del sol, cuyos oídos nunca han escuchado los encantos de la música, y cuyos labios nunca han pronunciado sonidos inteligibles o armoniosos.

Camina por la tierra y encontrarás hombres superiores a ti en vigor, salud, y figura, y encontrarás a otros que son tus inferiores en estas mismas cosas. Algunos de los aquí presentes son preferidos muy por encima de sus semejantes por su aspecto físico, y otros caen muy abajo en la balanza y no cuentan con nada que los pueda llevar a gloriarse en la carne. ¿Por qué Dios ha dado a un hombre belleza y a otro no se la ha dado? A uno le ha dado todos sus sentidos mientras que a otro sólo unos cuantos? ¿Por qué en algunos Él ha despertado el sentido del entendimiento, mientras que otros están obligados a cargar con un cuerpo terco y lento?

Nosotros respondemos y que los demás digan lo que quieran, que no se puede dar ninguna otra respuesta excepto ésta: “Sí, Padre, porque así te agradó.” Los viejos fariseos preguntaban: “¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” Sabemos que no fue a causa del pecado de sus padres ni del pecado del hijo que éste haya nacido ciego, o que otros hayan sufrido desgracias similares, sino que Dios ha hecho como ha querido en la distribución de Sus beneficios terrenales, y así ha dicho al mundo: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”

Observen, también, qué diferencia existe en la distribución de los dones mentales. No todos los hombres son como Sócrates; sólo hay unos cuantos como Platón; eventualmente, por aquí y por allá, nos encontramos con un Bacon; muy de vez en cuando conversaremos con un Sir Isaac Newton. Algunos tienen estupendos intelectos con los que pueden descubrir los secretos: sondear las profundidades de los océanos; medir la altura de los montes; desdoblar los rayos del sol y pesar las estrellas.

Otros no tienen sino mentes superficiales. Tú puedes intentar educarlos y educarlos, pero nunca lograrás que sean grandes. No puedes mejorar lo que no está allí. No tienen talento y tú no puedes dárselo. Cualquiera puede ver que hay una inherente diferencia en la gente desde el mismo nacimiento. Algunos, con tan solo un poco de educación sobrepasan a quienes han recibido una preparación elaborada. Tenemos a dos muchachos educados en la misma escuela, enseñados por el mismo maestro, y que se han aplicado a sus estudios con la misma diligencia, pero uno de ellos destacará muy por encima del otro. ¿Por qué ocurre esto? Porque Dios afirma Su soberanía tanto sobre la mente como sobre el cuerpo.

Dios no nos ha creado iguales, sino que ha diversificado Sus dones. Un hombre puede ser tan elocuente como Whitfield; otro tartamudea aunque sólo hable tres palabras en su idioma natal. ¿Qué es lo que ocasiona estas tremendas diferencias entre hombre y hombre? Respondemos que debemos referirlo todo a la Soberanía de Dios, que hace como quiere con lo suyo.

De nuevo observen cuáles son las diferencias de las condiciones de los hombres en este mundo. Se descubren de tiempo en tiempo mentes poderosas en hombres cuyos miembros arrastran las cadenas de la esclavitud, y cuyas espaldas son descubiertas para recibir latigazos; tienen su piel negra pero en la mente son muy superiores a sus brutales amos.

De la misma manera también en Inglaterra descubrimos hombres sabios que a menudo son muy pobres, y hombres ricos que con frecuencia son ignorantes y vanos. Uno viene al mundo para ser cubierto de inmediato con púrpura imperial; otro solamente podrá usar las humildes ropas del campesino. Uno habita en un palacio y tiene una mullida cama para reposar, mientras que otros difícilmente encuentran un lugar de descanso y nunca poseerán una cubierta más suntuosa que la paja de su propia choza. Si nos preguntamos la razón de esto, la respuesta todavía es: “Sí, Padre, porque así te agradó.”

Y así de otras maneras, al pasar por la vida, ustedes observarán cómo se manifiesta esa soberanía. A un hombre Dios le da una larga vida y buena salud, de tal forma que escasamente conoce lo que es un día de enfermedad, mientras que otro hombre se tambalea y encuentra una tumba casi a cada paso, y temiendo a la muerte siente que se muere mil veces. Un hombre aun en su extema vejez, como Moisés, tiene un ojo vigoroso; y aunque su cabello sea gris, él se mantiene tan firme sobre sus pies como cuando era joven en la casa de su padre. Nuevamente preguntamos: ¿cuál es la causa de esta diferencia? Y la única respuesta adecuada es que es el efecto de la Soberanía de Jehová.

Encontrarán también que algunos hombres son arrancados en la flor de su vida, apenas en la mitad de sus días, mientras otros alcanzan los setenta años y más. Uno parte antes de haber cubierto la primera etapa de su existencia, y otro ve que su vida se alarga tanto que se convierte en una carga; estoy convencido que debemos atribuir la causa de todas estas diferencias en la vida al hecho de la Soberanía de Dios. Él es Soberano y Rey y ¿no hará lo que quiera con lo suyo?

Vamos a dejar este punto, pero antes de hacerlo debemos deternos un instante para terminar de reflexionar sobre él. Oh, tú, que has recibido el don de una noble figura, de un hermoso cuerpo, no te jactes de ello, pues tus dones te vienen de Dios. Oh, no te gloríes, pues si tú te glorías te vuelves feo en un instante. Las flores no se jactan de su belleza, ni tampoco los pájaros cantan a su plumaje. No sean vanas, hijas de la belleza; ustedes hijos, no se exalten por su hermosura; y, oh, ustedes hombres de poder y de intelecto, recuerden que todo lo que tienen es otorgado por un Soberano Señor; Él ciertamente creó; Él puede destruir. No hay muchos pasos que separen al más poderoso intelecto del idiota más desvalido; el pensamiento profundo casi toca la locura. Tu cerebro puede ser trastornado en cualquier momento, y estarías condenado desde ese momento a vivir como un loco. No te jactes de todo lo que sabes, pues aun el pequeño conocimiento que tienes te ha sido dado. Por tanto, digo, no te exaltes por encima de toda medida, sino que usa lo que Dios te ha dado para el servicio de Dios, pues es una dádiva real, y no debes despreciarla.

Pero si el Soberano Señor te ha dado un talento, y nada más, no lo escondas en una servilleta, sino que úsalo bien, y entonces puede suceder que Él te dé más. Bendice al Señor porque tienes más que otros, y dale gracias porque te ha dado menos que otros, pues tú tienes menos que acarrear sobre tus hombros; y entre más ligera sea tu carga menos motivos tendrás para gemir mientras prosigues tu camino hacia una tierra mejor. Entonces bendice a Dios si tú posees menos que tus semejantes, y contempla Su bondad tanto en el retener como en el dar.

II. Hasta este momento, la mayoría estará de acuerdo con lo que hemos dicho; pero cuando llegamos al segundo punto, LOS DONES SALVADORES, habrán muchos que ya no estarán de acuerdo, ya que no pueden aceptar nuestra doctrina. Cuando aplicamos esta doctrina concerniente a la Soberanía Divina a la salvación del hombre, entonces vemos que los hombres se levantan para defender a sus pobres semejantes a quienes consideran como perjudicados por la predestinación de Dios. Pero no he sabido de alguno que se alzara para defender al diablo; y sin embargo, yo creo que si algunas criaturas de Dios tienen un derecho de quejarse de Sus tratos son los ángeles caídos. Por su pecado fueron arrojados del cielo de inmediato, y no podemos leer en ningún lado que alguna vez se les haya enviado algún mensaje de misericordia. Una vez echados fuera, su condenación fue sellada; mientras que a los hombres se les dio una tregua, la redención fue enviada a su mundo, y un gran número de ellos fue elegido para vida eterna. ¿Por qué no contender con la Soberanía tanto en un caso como en el otro?

Decimos que Dios ha elegido un pueblo escogido de la raza humana, y Su derecho de hacer esto es negado. Pero yo pregunto, ¿por qué no se discute igualmente el hecho que Dios ha elegido a los hombres y no a los ángeles caídos, o Su justicia en tal elección? Si la salvación fuera un asunto de derecho, ciertamente los ángeles tendrían tanto derecho como los hombres. ¿Acaso no estaban colocados en una dignidad superior? ¿O acaso pecaron más? Creemos que no. El pecado de Adán fue tan deliberado y completo que no podemos imaginar un pecado mayor que el que cometió. Si los ángeles expulsados del cielo hubieran sido restaurados, ¿no habrían prestado un mayor servicio a su Hacedor del que nosotros podremos prestar jamás? Si se nos hubiera permitido juzgar este asunto, habríamos liberado a los ángeles y no a los hombres. Admiren, pues, el amor y la Soberanía Divinos, ya que mientras los ángeles fueron hechos pedazos, Dios ha levantado un número de elegidos de la raza de los hombres para ponerlos entre príncipes, por medio de los méritos de Jesucristo nuestro Señor.

Observen de nuevo la Soberanía Divina en el hecho que Dios eligió a la raza de los israelitas y dejó a los gentiles en la oscuridad durante años. ¿Por qué Israel fue instruido y salvado mientras que a Siria se le dejó para que pereciera en la idolatría? ¿Acaso era esa raza más pura en su origen y mejor en su carácter que la otra? ¿Acaso los israelitas no tomaron miles de veces falsos dioses para ellos y provocaron la ira y el aborrecimiento del Dios verdadero? ¿Por qué fueron favorecidos por encima de sus semejantes? ¿Por qué el sol del cielo brilló sobre ellos mientras que todas las naciones de los alrededores fueron dejadas en la oscuridad, y millones fueron hundidos en el infierno? ¿Por qué? La única respuesta que puede darse es ésta, que Dios es un Soberano, y “de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece.”

Y ahora también ¿por qué Dios nos ha enviado Su palabra mientras que una multitud de personas permanece todavía sin Su palabra? ¿Por qué cada uno de nosotros viene al tabernáculo de Dios, domingo tras domingo, gozando del privilegio de escuchar la voz del ministro de Jesús, mientras que otras naciones no han sido bendecidas de esa manera? ¿Acaso Dios no pudo haber hecho que la luz resplandeciera en las tinieblas allí al igual que aquí? ¿No hubiera podido Él, si así lo hubiera querido, haber enviado mensajeros ligeros como la luz, para proclamar Su Evangelio por toda la tierra? Podía haberlo hecho si hubiera querido. Como sabemos que no lo ha hecho así, nos inclinamos en mansedumbre, confesando el derecho que Él tiene de hacer lo que quiera con lo suyo.

Pero permítanme que recalque la doctrina una vez más. Contemplen cómo Dios despliega Su Soberanía en que de la misma congregación, entre quienes escuchan al mismo ministro, y oyen la misma verdad, uno es tomado y el otro es dejado. ¿Por qué es que para una de las personas que me escucha y que se sienta en aquella banca, y para su hermana que está sentada a su lado, el efecto de la predicación es diferente? Ellas han sido alimentadas sobre la misma rodilla, han sido mecidas en la misma cuna, educadas bajo los mismos sistemas, oyen al mismo ministro con la misma atención, ¿por qué es que la una será salvada y la otra será dejada? Lejos esté de nosotros tejer alguna excusa para el hombre que es condenado: no sabemos de ninguno: pero también, lejos esté de nosotros el restarle gloria a Dios. Nosotros afirmamos que Dios es quien hace la diferencia; que la hermana que es salva no tendrá que agradecerlo a sí misma sino a su Dios.

Habrá también dos hombres que son borrachos. Alguna palabra predicada traspasará a uno de ellos de lado a lado, mientras que el otro se quedará sentado inconmovible, aunque en todos los aspectos ambos sean exactamente lo mismo, tanto en constitución como en educación. ¿Cuál es la razón? Tú responderás que tal vez porque uno acepta y el otro rechaza el mensaje del Evangelio. Pero entonces deberías preguntarte, ¿quién hizo que uno lo aceptara y quién hizo que el otro lo rechazara? Te reto a que digas que el hombre mismo hizo la diferencia. Debes admitir en tu conciencia que es Dios el único a quien pertenece este poder. Pero a quienes no les gusta esta doctrina están sin embargo levantados en armas en contra nuestra; y ellos se preguntan, ¿cómo puede Dios en justicia hacer tal acepción entre los miembros de Su familia?

Supongan que un padre tiene un cierto número de hijos, y que a uno de ellos diera todos sus favores, y a los demás los dejara sumidos en la miseria, ¿no diríamos nosotros que se trata de un padre duro y cruel? Yo respondo que así es. Pero los casos no son los mismos. No es un padre con quien tienes que tratar sino con un juez. Tú dices que todos los hombres son hijos de Dios; te exijo que demuestres eso. Yo nunca lo he leído en mi Biblia. Yo no me atrevo a decir: “Padre nuestro que estás en los cielos,” mientras no sea regenerado. No puedo deleitarme en la paternidad de Dios para conmigo mientras no sepa que soy uno con Él, y coheredero con Cristo. No me atrevo a reclamar la paternidad de Dios siendo un hombre sin regenerar. No se trata de una relación de padre e hijo, pues el hijo tiene un derecho sobre su padre, sino de Rey y súbdito; y ni siquiera una relación tan elevada como esa, pues hay un derecho entre el súbdito y el Rey.

Una criatura, una criatura pecadora, no puede argumentar algún derecho sobre Dios; pues eso equivaldría a que la salvación sea por obras y no por gracia. Si los hombres pudieran merecer la salvación, entonces salvarlos sería únicamente el pago de una deuda, y Él no les estaría dando nada más de lo que debería. Pero nosotros afirmamos que la gracia establece diferencias para que sea verdaderamente gracia. Oh, pero algunos preguntarán: ¿acaso no está escrito: “a cada uno le es dada medida de gracia para provecho?” Si a ustedes les gusta repetir esa maravillosa cita que a menudo se me viene a la cabeza, pueden hacerlo, pues no es una cita de la Escritura a menos que fuera de una edición arminiana. El único pasaje que se asemeja de alguna manera a este, se refiere a los dones espirituales de los santos y únicamente de los santos.

Pero yo afirmo que, admitiendo la suposición de ustedes, si a cada uno le es dada una medida de gracia para provecho, sin embargo Él ha dado a ciertos una medida de gracia particular para que sea realmente provechosa. Pues, ¿qué entienden ustedes por gracia que sea provechosa? Yo puedo entender los adelantos del hombre en el uso de grasa perfeccionada, pero no puedo entender una gracia perfeccionada y usada por el poder del hombre. La gracia no es algo que yo uso; la gracia es algo que me usa a mí. Pero la gente habla de gracia como si fuera algo que ellos pueden usar, y no como una influencia que tiene poder sobre ellos. La gracia no es algo que yo pueda perfeccionar, sino algo que me perfecciona, que me emplea, que obra en mí; y que la gente hable lo que quiera acerca de la gracia universal, todo eso es absurdo, no existe tal cosa ni puede existir.

Pueden hablar correctamente de bendiciones universales, ya que vemos que los dones naturales de Dios están esparcidos por todas partes, más o menos, y los hombres pueden recibirlos o rechazarlos. Sin embargo, no sucede lo mismo con la gracia. Los hombres no pueden tomar la gracia de Dios y emplearla para transportarse ellos mismos de las tinieblas a la luz. La luz no viene a las tinieblas diciendo: úsame; sino que la luz viene y ahuyenta a las tinieblas. La vida no viene al hombre que está muerto diciéndole: úsame, y sé restaurado a la vida; sino que viene con un poder propio y restaura la vida. La influencia espiritual no viene a los huesos secos diciéndoles: usen este poder y revístanse de carne; sino que viene y los reviste de carne, y la obra está hecha. La gracia es algo que viene y ejerce una influencia sobre nosotros.

“Únicamente la voluntad soberana de Dios
Nos convierte en herederos de la gracia;
Nacidos a imagen de Su Hijo,
Una raza creada de nuevo.”

Y nosotros les decimos a todos ustedes que rechinan sus dientes al oír esta doctrina, ya sea que lo sepan o no, que ustedes tienen una buena dosis de enemistad contra Dios en sus corazones; pues hasta que no sean conducidos a conocer esta doctrina, hay algo que todavía no han descubierto, que los opone a la idea de un Dios absoluto, un Dios sin límites, un Dios sin cadenas, un Dios inmutable, y un Dios con un libre albedrío que a ustedes les encanta demostrar que poseen las criaturas. Estoy persuadido que la Soberanía de Dios debe ser sostenida por nosotros si queremos gozar de un saludable estado mental. “La salvación es de Jehová.” Entonces denle toda la gloria a Su santo nombre, a Quien pertenece toda la gloria.

III. En tercer lugar, vamos a considerar ahora las diferencias que Dios a menudo establece en Su iglesia en cuanto a DONES HONORABLES. Hay una diferencia hecha entre los propios hijos de Dios, cuando son Sus hijos. Fíjense en lo que quiero decir: uno tiene el don honorable del conocimiento, mientras que otro sabe muy poco. Me encuentro de vez en cuando con un amado hermano cristiano con quien podría hablar durante un mes, y le aprendería algo cada día. Ha tenido profunda experiencia (él se ha asomado a las cosas profundas de Dios) y toda su vida ha sido un perpetuo estudio dondequiera que ha estado. Él parece haber recogido pensamientos, no simplemente de los libros, sino también de los hombres, de Dios y de su propio corazón. Él conoce todos los recodos y los embrollos de la experiencia cristiana: él entiende las alturas, las profundidades, las longitudes, y las anchuras del amor de Cristo, que exceden a todo conocimiento. Él ha conseguido una idea grande, un íntimo conocimiento del sistema de gracia, y puede defender los tratos del Señor con Su pueblo.

Luego te encuentras con otro que ha pasado por muchos problemas, pero que no tiene un profundo conocimiento de la experiencia cristiana. No aprendió ni un solo secreto en todas sus tribulaciones. Salía a tropiezos de un problema para meterse de inmediato en otro, pero nunca se detuvo para levantar alguna de las joyas que estaban enterradas en el lodo; nunca intentó descubrir las preciosas perlas escondidas en sus aflicciones. Sabe apenas un poco más acerca de las alturas y de las profundidades del amor del Salvador de lo que sabía cuando vino por primera vez al mundo. Puedes conversar con un hombre así tanto como quieras, pero no obtendrás nada de él. Si te preguntas por qué ocurre eso, yo respondo que hay una Soberanía de Dios que otorga conocimiento a algunos y no a los otros.

El otro día iba caminando con un cristiano anciano, que me comentaba cuánto se ha beneficiado por mi ministerio. No hay nada que me humille más que el pensamiento de que ese anciano creyente recibiera experiencia en las cosas de Dios y recibiera instrucción en los caminos del Señor de un simple bebé en la gracia. Pero yo espero, cuando yo sea un anciano, si vivo y llego a ser uno, que algún bebé en la gracia me instruya. Dios cierra la boca del viejo algunas veces y abre la boca del niño.

¿Por qué somos maestros de cientos de personas que son, en muchas áreas, más capaces de enseñarnos a nosotros? La única respuesta que podemos encontrar está en la Soberanía Divina, y debemos inclinarnos ante ella, pues ¿acaso no tiene Él el derecho de hacer lo que quiera con lo suyo?

En lugar de envidiar a los que tienen el don del conocimiento, deberíamos procurar obtenerlo, si es posible. En lugar de sentarnos a murmurar diciendo que no tenemos más conocimiento, debemos recordar que el pie no puede decirle a la cabeza, ni la cabeza al pie, no tengo necesidad de ti, pues Dios nos ha dado talentos conforme ha querido.

De nuevo observen, al hablar de dones honorables, que no sólo el conocimiento sino también el servicio es un don honorable. No hay nada más honorable para un hombre que el oficio de diácono o ministro. Nosotros engrandecemos nuestro oficio, pero no nos engrandecemos a nosotros mismos. Sostenemos que no hay nada que dignifique más a un hombre que el ser nombrado para un oficio en una iglesia cristiana. Yo prefiero ser un diácono de una iglesia que ser alcalde de la ciudad de Londres. Yo considero que ser un ministro de Cristo es un honor infinitamente más elevado que cualquier honor que el mundo pueda otorgar. Mi púlpito es para mí más deseable que un trono, y mi congregación es un imperio lo suficientemente grande; un imperio ante el cual los imperios de la tierra se reducen a nada en cuanto a la importancia eterna.

¿Por qué envía Dios, por el Espíritu Santo, un llamamiento especial a un hombre para que sea un ministro, y pasa por alto a otro? Hay otro hombre más dotado, tal vez, pero nosotros no nos atrevemos a ponerlo en un púlpito porque él no tiene un llamado especial. Lo mismo sucede con el diaconado; el hombre que todos piensan que es el adecuado para ese oficio es pasado por alto, y otro es elegido.

Hay una manifestación de la Soberanía de Dios en Sus nombramientos para los diversos oficios: al poner a David en un trono, al convertir a Moisés en líder de los hijos de Israel a través del desierto, al elegir a Daniel para que estuviera entre príncipes, al elegir a Pablo para que fuera ministro de los gentiles, y a Pedro para que fuera el apóstol de la circuncisión. Y ustedes que no tienen el don de un servicio honorable, deben aprender la grandiosa verdad contenida en la pregunta del Señor: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”

Hay otro don honorable, el don de la expresión. La elocuencia tiene mayor poder sobre los hombres que todos los demás dones juntos. Si un hombre quiere tener poder sobre la multitud, debe buscar tocar sus corazones, y encadenar sus oídos. Hay hombres que son semejantes a vasijas llenas de conocimiento hasta el borde, pero que no tienen los medios para transmitir ese conocimiento al mundo. Ellos poseen todas las gemas del saber, pero desconocen cómo engarzarlas en el anillo de oro de la elocuencia. Pueden cortar las flores más bellas, pero no saben cómo tejerlas en una dulce guirnalda para presentarlas al ojo del admirador. ¿Cómo es esto? Nuevamente decimos que la Soberanía de Dios está desplegada aquí, en la distribución de dones honorables.

Aprende aquí, oh hombre cristiano, si tú tienes dones, a arrojar el honor de ellos a los pies del Salvador, y si no los posees, aprende a no murmurar; recuerda que Dios es igualmente bondadoso cuando retiene como cuando distribuye Sus favores. Si alguien de entre ustedes es exaltado, que no se envanezca; si alguien es humillado, que no sea despreciado; pues Dios da a cada vasija su medida de gracia. Sírvale cada uno según su medida, y adore al Rey del Cielo que hace lo que quiere.

IV. En cuarto lugar notamos el don de UTILIDAD. A menudo he hecho mal al censurar a mis hermanos ministros por no ser útiles, le he dicho a alguno: tú podrías haber sido tan útil como yo si hubieras sido diligente. Pero seguramente hay otros que todavía son más diligentes y más eficientes y que trabajan de manera constante, pero con muy poco efecto. Y, por lo tanto, permítanme retirar mi acusación, y en lugar de eso, afirmar que el don de la utilidad es el resultado de la Soberanía de Dios. No está en el hombre ser útil, sino que es de Dios hacer al hombre útil. Nosotros podremos trabajar con toda nuestra fuerza, pero únicamente Dios puede hacernos útiles. Podemos desplegar todas nuestras velas cuando sopla el viento, pero no podemos hacer que sople el viento.

La Soberanía de Dios es vista también en la diversidad de los dones ministeriales. Te acercas a un ministro y eres alimentado con abundancia de alimento bueno: el otro ministro no da lo suficiente ni para alimentar a un ratón; tiene abundancia de censura, mas no tiene alimento para el hijo de Dios. Otro puede consolar al hijo de Dios, pero no puede reprender al rebelde. No tiene suficiente fuerza mental para dar esos azotes que son necesarios algunas veces. ¿Y cuál es la razón? La Soberanía de Dios.

Uno puede blandir el martillo pero no podría sanar un corazón quebrantado. Si llegara a intentarlo, vendría a tu mente la imagen de un elefante tratando de ensartar un hilo en una aguja. Un hombre así puede reprender, pero no puede aplicar aceite y vino en una conciencia herida. ¿Por qué? Porque Dios no le ha dado ese don.

Hay otro que siempre predica sobre la teología práctica; y muy raramente se refiere a temas doctrinales. Otro es todo doctrina, y no puede predicar mucho acerca de Jesucristo y Él crucificado. ¿Por qué? Dios no le ha dado el don de doctrina. Otro siempre predica a Jesús, bendito Jesús; hombres de la escuela de Hawker; y muchos dicen, ¡oh!, ellos no nos dan suficiente experiencia; ellos no se internan en la profunda experiencia de la corrupción que aflige a los hijos de Dios. Pero nosotros no les echamos la culpa por esto. Ustedes notarán que del mismo hombre brotarán a veces arroyos de agua viva, mientras que en otros momentos estará totalmente seco. Un día domingo te retiras de la iglesia refrescado por la predicación, y el domingo siguiente no recibes ningún bien. Hay Soberanía Divina en todo esto, y debemos aprender a reconocerla y admirarla.

En una ocasión, la semana pasada, estaba yo predicando a una gran multitud de personas, y en una parte del sermón la gente estaba muy conmovida; yo sentí que el poder de Dios estaba allí; una pobre criatura gritó de manera audible debido a la ira de Dios contra el pecado; pero en otro momento las mismas palabras pudieran haber sido expresadas y pudo haber existido el mismo deseo en el corazón del ministro, sin que se produjera ningún efecto. Yo digo que debemos identificar la Soberanía Divina en todos esos casos. Debemos reconocer la mano de Dios en todo. Pero la presente generación es la más impía que haya pisado la tierra jamás, lo creo verdaderamente. En los días de nuestros padres, tan pronto caía un chaparrón, ellos declaraban que era obra de Dios que cayera; y tenían oraciones para que lloviera, oraciones para que hiciera sol, y oraciones para la cosecha; oraban cuando una gavilla se incendiaba, así como cuando el hambre desolaba la tierra; nuestros antepasados decían: el Señor lo ha hecho. Pero ahora nuestros filósofos tratan de explicarlo todo, y atribuyen todo los fenómenos a segundas causas. Pero hermanos, nosotros debemos atribuir el origen y la dirección de todas las cosas al Señor, y únicamente al Señor.

V. Finalmente, LOS DONES CONSOLADORES son de Dios. Oh, qué dones de consolación gozamos algunos de nosotros en las ordenanzas de la casa de Dios, y en un ministerio que es productivo. Pero cuántas iglesias no tienen un ministerio de ese tipo; y entonces, ¿por qué lo tenemos nosotros? Porque Dios ha establecido esa diferencia. Algunos de los que me escuchan tienen una sólida fe, y se pueden reír de los imposibles; somos capaces de cantar una canción en medio del mal tiempo: tanto en la tempestad como en la calma. Pero hay otra persona con poca fe que está en peligro de tropezar con cada brizna de paja. Nosotros atribuimos la fe eminente enteramente a Dios.

Uno nace con un temperamento melancólico, y ve que una tempestad siempre se está generando en medio de la calma; mientras que otro está contento, y ve bordes de plata en cada nube, no importa cuán negra sea, y es un hombre feliz. ¿Pero por qué sucede ésto? Los dones consoladores provienen de Dios.

Y luego observen que nosotros mismos diferimos a ratos. Durante un tiempo podremos tener un bendito intercambio con el cielo, y nos es permitido mirar al interior del velo. Pero súbitamente, estos gozos deleitables se esfuman. ¿Acaso murmuramos por causa de eso? ¿No puede hacer Él lo que quiera con lo que es suyo? ¿No puede quitar lo que ha dado? Los consuelos que poseemos fueron Suyos antes que fueran nuestros.

“Y aunque me quitaras todo,
Yo no me quejaría,
Antes que yo lo poseyera,
Todo era enteramente Tuyo.”

No hay gozo del Espíritu, ni abundante esperanza bendita, ni una gran fe, ni un deseo ardiente, ni una cercana comunión con Cristo, que no sean un don de Dios, y que no debamos atribuirlo a Él. Cuando estoy en tinieblas y sufro desilusiones, miro a lo alto y digo: Él da cánticos en la noche; y cuando soy conducido al regocijo, digo, mi monte permanecerá firme para siempre. Dios es un soberano Jehová; y, por tanto, me postro a Sus pies, y si perezco, voy a perecer allí.

Pero déjenme decir, hermanos, que esta doctrina de la Soberanía Divina está muy lejos de hacer que ustedes se sienten con pereza, sino que espero en Dios que tendrá la tendencia de humillarlos, y de conducirlos a decir: “yo soy indigno de la más pequeña de todas Tus misericordias. Siento que Tú tienes el derecho de hacer conmigo lo que quieras. Si Tú me aplastas a mí, pobre gusano indefenso, no serás afrentado; no tengo el derecho de pedirte que tengas compasión de mí, excepto esto, que necesito Tu misericordia. Señor, si Tú quieres, Tú puedes perdonar, y jamás diste Tu gracia a alguien que la necesitara más ardientemente. Puesto que estoy vacío, lléname con el pan del cielo; puesto que estoy desnudo, vísteme con Tu manto; puesto que estoy muerto, dame la vida.”

Si suplicas así, con toda tu alma y con toda tu mente, aunque Jehová es Soberano, el extenderá Su cetro y salvará, y vivirás para adorarlo en la belleza de Su santidad, amando y adorando Su Soberanía llena de gracia. “El que creyere,” es la declaración de la Escritura “y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” El que cree únicamente en Cristo, y es bautizado con agua en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, será salvo, pero el que rechace a Cristo y no crea en Él, será condenado. Ese es el decreto Soberano y la proclamación del cielo: inclínate ante él, reconócelo, obedécelo, y que Dios te bendiga.

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