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“Le veremos tal como él es.”
— 1 Juan 3:2.
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Uno de los deseos más naturales del mundo es querer ver a alguien cuando nos enteramos que se trata de una persona grandiosa y buena. Cuando leemos las obras de cualquier autor eminente, solemos revisar la portada para ver su retrato. Cuando nos enteramos de algún portentoso acto de bravura, nos apretujamos junto a nuestras ventanas para ver al guerrero en cuestión mientras cabalga por las calles. Si nos llegan noticias de alguien santo y entregado de manera eminente a su labor, no nos importa esperar en cualquier parte, con tal de que alcancemos a ver a ese hombre que Dios ha bendecido tan grandemente.
Este sentimiento se vuelve doblemente poderoso cuando tenemos alguna conexión con ese hombre. Cuando sentimos, no sólo que es grande, sino que es grande para nosotros. No simplemente que es bueno, sino que es bueno para con nosotros. No únicamente que es benevolente, sino que ha sido nuestro benefactor.
Entonces el deseo de verle se convierte en un deseo insaciable, y el deseo es insaciable hasta que pueda ser satisfecho al ver a ese donador desconocido e invisible hasta ese momento, que ha realizado actos prodigiosamente buenos para con nosotros.
Yo estoy seguro, hermanos míos, que todos ustedes confesarán que este fuerte deseo ha surgido en sus mentes en relación al Señor Jesucristo. A nadie le debemos tanto como a Él; de nadie hablamos tanto, de nadie esperamos tanto, en nadie pensamos tanto como en Él: de cualquier manera, nadie piensa tan constantemente en nosotros. Yo creo que todos aquellos que amamos Su nombre, tenemos un deseo sumamente insaciable de contemplar Su persona. La cosa que pido por encima de todo lo demás, es poder contemplar por siempre Su rostro, poner por siempre mi cabeza en Su pecho, saber por siempre que soy Suyo, y morar por siempre con Él.
Ay, un breve atisbo, una visión transitoria de Su gloria, una rápida mirada a Su desfigurada pero ahora exaltada y resplandeciente faz, recompensaría con creces casi un mundo de tribulaciones. Tenemos un fuerte deseo de verle. Y no creo que sea un deseo indebido. El propio Moisés pidió poder ver a Dios. Si hubiese sido un deseo indebido surgido de la vana curiosidad, no le habría sido concedido, pero Dios le concedió a Moisés su deseo: le puso en la hendidura de la roca, le cubrió con la sombra de Sus manos y le ordenó que mirara el borde de Sus vestiduras, porque no podría ver Su rostro.
Sí, y aún hay más: el deseo sincero de los mejores hombres ha estado orientado en la misma dirección. Job dijo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios.” Ése era su deseo. Y el santo Salmista dijo: “Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza”; “Veré tu rostro en justicia.” Y la mayoría de los santos, encontrándose en el lecho de muerte, han expresado su más vivo, bendito y caro anhelo del cielo, resumido en el vehemente deseo: “estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.” Y nuestro dulce cantor de Israel entretejió con primor las palabras cuando dijo humildemente, pero también dulcemente—
“Durante millones de años mis ojos asombrados
Recorrerán Tus hermosuras;
Y por edades sin fin adoraré
Las glorias de Tu amor.”
Nos regocijamos al encontrar un verso como este, pues nos dice que nuestra curiosidad será satisfecha, nuestro deseo se verá consumado y nuestra bienaventuranza será perfeccionada. “LE VEREMOS TAL COMO ÉL ES.” El cielo será nuestro, y todo aquello que soñamos alguna vez acerca de Él, será algo más que una posesión nuestra.
Con la ayuda del poderoso Espíritu de Dios, que es el único que puede poner palabras en nuestras bocas, hemos de hablar primero de todo lo concerniente a la gloriosa posición: “TAL COMO ÉL ES”; en segundo lugar, de Su identidad personal: “Le veremos tal como Él es”; en tercer lugar, la visión positiva: “LE VEREMOS tal como Él es”; y en cuarto lugar, las personas involucradas: “Le VEREMOS tal como Él es.”
I. Primero, entonces, LA GLORIOSA POSICIÓN. A menudo nuestras mentes se vuelven a Cristo como era, y como tal hemos deseado verle. ¡Ah, con cuánta frecuencia hemos deseado ver al bebé que dormía en Belén! ¡Cuán sinceramente hemos deseado ver al hombre que habló con la mujer junto al pozo! ¡Cuán frecuentemente hemos deseado que pudiéramos haber visto al bendito Médico caminando en medio de los enfermos y de los moribundos, dando vida con Su tacto, y sanando con Su aliento! ¡Cuán frecuentemente también nuestros pensamientos se han retirado a Getsemaní, y hemos deseado que nuestros ojos fueran lo suficientemente fuertes para atravesar a través de mil ochocientos cincuenta años que nos separan del prodigioso espectáculo, para verle como era! Nunca le veremos así; las glorias de Belén han partido para siempre; las lobregueces del Calvario han sido despejadas; la escena de Getsemaní está disuelta; e incluso los esplendores del Tabor están apagados en el pasado. Son como cosas que fueron, y no tendrán nunca una resurrección. La corona de espinas, la lanza, la esponja y los clavos, ya no existen. El pesebre y el sepulcro de piedra ya no están. Los lugares están allí, pero no son hollados por pies cristianos, ni son bendecidos y santificados por la presencia de su Señor.
Nunca le veremos como era. En vano intenta pintarle nuestra fantasía, o figurarle nuestra imaginación. No podemos ni debemos verle como era; tampoco deseamos hacerlo, pues tenemos una mejor promesa: “Le veremos tal como él es.” Vamos, consideremos eso por unos cuantos momentos a manera de contraste, y entonces estoy seguro de que preferirán ver a Cristo como es, a contemplarle como era.
Consideren, antes que nada, que no le veremos humillado en Su encarnación, sino exaltado en Su gloria. No hemos de ver al infante de un palmo de longitud; no hemos de admirar al juvenil muchacho; no hemos de dirigirnos al hombre incipiente; no hemos de conmiserarnos del hombre que se limpia el sudor cálido de Su frente ardiente; no hemos de contemplarle tiritando de frío en el aire de la medianoche; no hemos de verle estando sujeto a los dolores, y debilidades, y aflicciones y achaques como los nuestros. No hemos de ver el ojo fatigado por el sueño; no hemos de contemplar las manos cansadas por la labor; no hemos de contemplar los pies sangrantes por las arduas jornadas, demasiado largas para su fortaleza. No hemos de verle con Su alma turbada; no hemos de contemplarle humillado y afligido. ¡Oh, la visión es todavía mejor! Hemos de verle exaltado. Veremos la cabeza, pero no con su corona de espinas—
“La cabeza que una vez fue coronada de espinas,
Está ahora coronada de gloria.”
Veremos la mano, y la señal del clavo también, pero no veremos el clavo; fue quitado y quitado para siempre. Veremos Su costado, y la herida con la que fue traspasado, pero no manará sangre de ella. No le veremos con los vestidos de un campesino, sino con el imperio del universo sobre Sus hombros. No le veremos con una caña en Su mano, sino sosteniendo un cetro de oro. No le veremos siendo escarnecido y escupido e insultado, ni siendo hueso de nuestro hueso en todas nuestras agonías, aflicciones y zozobras, sino que le veremos exaltado. No será más Cristo, el varón de dolores, experimentado en quebranto, sino Cristo, el Hombre-Dios, radiante de esplendor, refulgente de luz, vestido con arcoíris, ceñido con nubes, envuelto en relámpagos, coronado de estrellas, con el sol bajo Sus pies. ¡Oh gloriosa visión! ¿Cómo podríamos adivinar lo que Él es? ¿Qué palabras podrían explicárnoslo? ¿O, cómo podríamos hablar de ello? Sin embargo, sea lo que fuere, con todo su esplendor descubierto, todas Sus glorias despejadas, y Él mismo sin velo ni reboso: le veremos tal como Él es.
Recuerden además que no hemos de ver a Cristo como era, el despreciado, el tentado. No veremos nunca a Cristo sentado en el desierto cuando el architraidor le dice: “Si eres Hijo de Dios, dí que estas piedras se conviertan en pan.” No le veremos parado firmemente sobre el pináculo del templo, desafiando al maligno que le pide que se eche abajo desde esa elevada altura. No le veremos erguido sobre el monte de la tentación, con la tierra siéndole ofrecida si solamente se postrara a los pies del demonio. No; tampoco le veremos escarnecido por los fariseos, tentado por los saduceos, ridiculizado por los herodianos. No le contemplaremos siendo señalado por el dedo del escarnio. Nunca le veremos siendo llamado un “hombre comilón y bebedor de vino.” Nunca veremos al calumniado, al insultado, al vejado, al despreciado Jesús. Él no será visto como uno de quien esconderemos nuestros rostros, que “fue menospreciado, y no lo estimamos.” Estos ojos nunca verán esas benditas mejillas chorreando saliva; estas manos no tocarán nunca esa bendita mano Suya mientras estaba siendo manchada por la infamia. No le veremos menospreciado por los hombres y oprimido: sino que “le veremos tal como él es.”—
“Ya no estará la lanza sangrienta,
Ni la cruz ni los clavos estarán;
Pues el propio infierno tiembla ante Su nombre,
Y todos los cielos adoran.”
No habrá un demonio tentador cerca de Él, pues el dragón está debajo de Sus pies. No habrá hombres insultadores, pues ¡he aquí!, los redimidos echan sus coronas delante de Sus pies. No hay demonios asediadores, pues los ángeles hacen resonar Su excelsa alabanza a lo largo de las calles de oro; los príncipes se inclinan delante de Él; los reyes de las islas traen tributo; todas las naciones le rinden homenaje, en tanto que el grandioso Dios del cielo y de la tierra brilla sobre Él y le concede honor poderoso. Le veremos, amados, no aborrecido, ni despreciado y rechazado, sino adorado, honrado, coronado, exaltado, servido por espíritus flámeos, y adorado por querubines y serafines. “Le veremos tal como él es.”
Observen, además, que no veremos al Cristo que lucha con el dolor, sino al Cristo que es un vencedor. Nunca le veremos pisar solo el lagar, sino que le veremos y exclamaremos: “¿Quién es éste que viene Edom, de Bosra, con vestidos rojos? ¿Éste hermoso en su vestido, que marcha en la grandeza de su poder?” No le veremos cuando estuvo luchando cuerpo a cuerpo con el enemigo: pero le veremos cuando Su enemigo esté debajo de Sus pies. Nunca le veremos al tiempo que el sudor sangriento brota de todo Su cuerpo; pero le veremos cuando todas las cosas estén sujetas bajo Sus pies, y cuando haya vencido al infierno mismo. Nunca le veremos como el luchador, pero le veremos tomar el premio. Nunca le veremos escalando la muralla, pero le veremos blandiendo la espada de la victoria en su cima. No le veremos luchar, pero le veremos regresar victorioso del combate, y exclamaremos: “¡Corónenle! ¡Corónenle! Las coronas son apropiadas para la frente del vencedor.” Le veremos tal como él es.”
Además, nunca veremos a nuestro Salvador bajo el desagrado de Su Padre, sino que le veremos honrado por la sonrisa de Su Padre. La hora más tenebrosa de la vida de Cristo fue cuando Su Padre le desamparó, esa hora sombría cuando la mano sin remordimientos de Su Padre llevó la copa a los propios labios de Su Hijo, y a pesar de lo amarga que era, le dijo: “Bebe, Hijo mío; ay, bebe”; y cuando el trémulo Salvador, resentido en Su naturaleza humana exacerbada por la agonía del momento, dijo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa.” ¡Oh, fue un momento tenebroso cuando los oídos del Padre fueron sordos a las peticiones de Su Hijo, cuando los ojos del Padre se mantuvieron cerrados frente a las agonías de Su Hijo! “Padre mío”, dijo el Hijo, “¿no podrías quitar la copa? ¿No hay otra opción para Tu severa justicia? ¿No hay otro medio para la salvación del hombre?” ¡No hay otro! ¡Ah, fue un momento terrible cuando probó el ajenjo y la hiel! Y ciertamente fue todavía más tenebrosa esa triste medianoche de mediodía, cuando el sol ocultó su faz en oscuridad, mientras Jesús clamaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Creyente, tú no verás nunca ese rostro triste; tú no verás nunca esa pálida, pálida frente; tú no verás nunca esas pobres sienes cubiertas de cicatrices; tú no verás nunca esos ojos llenos de lágrimas; tú no verás nunca ese pálido cuerpo enjuto; tú no verás nunca ese desfallecido, desfallecido corazón; tú no verás nunca ese espíritu sumamente afligido, pues el Padre no aparta nunca Su rostro ahora.
Pero, ¿qué es lo que verás? Verás a tu Señor iluminado por la luz de Su Padre así como por la suya propia; le verás acariciado por Su amante Padre; le verás sentado a la diestra de Su Padre, glorificado y exaltado para siempre. “Le veremos tal como él es.”
Tal vez no he mostrado con suficiente claridad la diferencia entre las dos visiones: la visión de lo que era y de lo que es. Entonces, concédanme unos momentos más, y voy a procurar establecer más claramente la diferencia. Cuando vemos a Cristo como era, ¡cuán asombrados nos quedamos! Uno de los primeros sentimientos que deberíamos haber tenido, si hubiéramos podido ir al Monte de los Olivos y ver a nuestro Salvador sudando allí, habría sido el asombro. Cuando se nos informa que era el Hijo de Dios en agonías, habríamos alzado nuestras manos, y nos hubiéramos quedado sin habla ante ese pensamiento.
Pero entonces, amados, aquí está la diferencia. El creyente estará tan asombrado cuando vea las glorias de Jesús sentado en Su trono, como habría estado al haber visto Sus sufrimientos terrenales. Un sentimiento habría sido el asombro, seguido por el horror; pero cuando vemos a Jesús como es, será asombro sin horror. No nos sentiremos horrorizados ni por un instante ante esa visión, sino más bien—
“Nuestras dichas harán rondas eternas,
Más allá de los límites de los cielos,
Y de las fronteras más remotas de la tierra.”
Si pudiéramos ver a Jesús como era, le veríamos con gran temor. Si le hubiéramos visto caminando sobre el agua, ¡qué espanto habríamos sentido! Si le hubiéramos visto resucitando a los muertos, le habríamos considerado un Ser sumamente augusto. Así nos sentiremos sobrecogidos cuando veamos a Cristo en Su trono; pero el primer tipo de sobrecogimiento es un sobrecogimiento mezclado con temor, pues cuando vieron a Jesús andando sobre el agua, dieron voces y tuvieron miedo; pero cuando veamos a Cristo tal como es, diremos—
“Majestuosa dulzura está entronizada Sobre Su terrible sien.”
No habrá temor mezclado con el sobrecogimiento, sino que habrá sobrecogimiento sin temor. No nos inclinaremos delante de Él con temblor, sino que será con gozo; no nos estremeceremos ante Su presencia, sino que nos regocijaremos con indecible gozo.
Además, si hubiéramos visto a Cristo como era, habríamos sentido un gran amor por Él; pero ese amor habría tenido un componente de conmiseración. Habríamos estado mirándole, y diciendo—
“¡Ay!, ¿y sangró mi Salvador,
Y murió mi Salvador? ¿Entregaría esa sagrada cabeza
Para un gusano tal como soy yo?”
Le amaremos tanto cuando le veamos en el cielo, y más, también, pero será un amor sin conmiseración; no diremos: “¡ay!,” sino que exclamaremos—
“Aclamemos todos el poder del nombre de Jesús;
Los ángeles caigan postrados:
Traigan la diadema real,
Y corónenle Señor de todo.”
Además, si hubiésemos visto a Jesucristo como era aquí abajo, habríamos tenido gozo al pensar que vino para salvarnos; pero habríamos experimentado tristeza mezclada con ese gozo al pensar que necesitábamos ser salvados. Nuestros pecados nos harían dolernos porque tuviera que morir; y el “¡ay!,” brotaría de nosotros conjuntamente con un canto de gozo. Pero cuando le veamos, tendremos gozo sin aflicción; el pecado y la aflicción se habrán ido; nuestro gozo habrá de ser puro, sin mezcla, sin adulteración.
Aun más, si hubiésemos visto a nuestro Salvador como era, habría sido un triunfo ver cómo venció, pero todavía habría estado circundado de suspenso. Habríamos temido que no pudiera vencer. Pero cuando le veamos allá arriba, será triunfo sin suspenso. Envainen la espada; la batalla ha sido ganada. Ya terminó. “Consumado es,” se ha dicho. El sepulcro es cosa del pasado; las puertas han sido abiertas; y ahora, en lo futuro y para siempre, Él está sentado a la diestra de Su Padre, desde donde vendrá para juzgar a vivos y muertos.
Aquí, entonces, radica la diferencia. “Le veremos tal como él es.” Sentiremos asombro sin horror, sobrecogimiento sin temor, amor sin conmiseración, gozo sin aflicción, triunfo sin suspenso. Esa es la gloriosa posición. Pobres palabras, ¿por qué me fallan? Pobres labios, ¿por qué no hablan de mejor manera? Si pudieran lo harían; pues ustedes están hablando de cosas gloriosas. “Le veremos tal como él es.”
II. Ahora, en segundo lugar, tenemos una IDENTIDAD PERSONAL. Tal vez, mientras he estado hablando, algunos hayan comentado: “¡Ah!, pero yo quiero ver al Salvador, al Salvador del Calvario, al Salvador de Judea, al mismo que murió por mí. Yo no deseo con tanta ansia ver al glorioso Salvador del que has hablado; quiero ver a ese mismo Salvador que hizo las obras de amor, al Salvador sufriente, pues yo le amo.”
Amados, ustedes le verán. Es el mismo. Hay una identidad personal. “Le veremos.” “Mis ojos lo verán, y no otro.” “LE veremos tal como él es.” Que veremos al propio, al mismo Cristo, es un pensamiento encantador; y el poeta cantó bien cuando dijo—
“¡Oh!, cómo el pensamiento de que conoceré
Al hombre que sufrió aquí abajo,
Para manifestar Su favor
Por mí, y por mis seres más queridos,
O aquí, o con Él mismo en lo alto,
Mueve mi extasiada pasión,
Ante esa dulce palabra: “por siempre.”
Contemplarle resplandeciente por siempre,
Llamarle mío sempiternamente,
Y verle siempre ante mí.
Contemplar por siempre Su Faz
Y recibir Sus rayos concentrados en pleno
Mientras el Padre exhibe todo,
A todos los santos por siempre.”
Esto es lo que queremos: ver al mismo Salvador. Ay, será el mismo Señor el que veremos en el cielo. Nuestros ojos le verán a Él y no a otro. Estaremos seguros de que se trata de Él, pues cuando entremos en el cielo le conoceremos por Su humanidad y Deidad. Descubriremos que es un hombre, tal como era en la tierra. Encontraremos que es un hombre y Dios también, y estaremos muy seguros de que nunca hubo otro Hombre-Dios; nunca leímos ni soñamos de otros. No supongan que cuando lleguen al cielo tendrán que preguntar: “¿Dónde está el hombre Cristo Jesús?” Le verán justo enfrente de ustedes en Su trono, un hombre como ustedes mismos—
“Esplendoroso como un hombre se sienta el Salvador;
El Dios, cuán resplendente brilla.”
Pero entonces le conocerán por Sus heridas. ¿Nunca han oído sobre algunas madres que han tenido que reconocer a sus niños años después de que se perdieron, por las señales y heridas de sus cuerpos? ¡Ah!, amados, si vemos alguna vez a nuestro Salvador, le conoceremos por Sus heridas. “Pero”, dirán, “han desaparecido todas.” Oh, no; pues Él—
“Parece un Cordero que fue una vez inmolado,
Y todavía lleva Su sacerdocio.”
Las manos están todavía traspasadas, aunque los clavos no están allí; los pies tienen todavía las horadaciones que los perforaron; el costado está todavía ampliamente hendido, y le reconoceremos por Sus heridas. Nos hemos enterado de algunas personas que han buscado a los muertos en el campo de batalla; han alzado sus rostros y los han mirado, pero no los reconocieron. Pero ha llegado la tierna esposa, y había alguna profunda herida, algún corte hecho por el sable que su esposo recibió en su pecho, y dijo: “es él; lo reconozco por esa herida.” De igual manera en el cielo detectaremos al instante a nuestro Salvador por Sus heridas, y diremos: “es Él; es Él, el mismo que dijo una vez: ‘Horadaron mis manos y mis pies.’”
Pero, hermanos, Cristo y nosotros no somos extraños, pues le hemos visto a menudo en el espejo de la Palabra. Cuando nuestros pobres ojos han sido ungidos por el Espíritu Santo con colirio, algunas veces hemos tenido una suficiente vislumbre de Cristo para conocerle por su medio. Nunca le hemos visto excepto de manera refleja. Cuando hemos contemplado la Biblia, Él ha estado sobre nosotros y la ha mirado; y hemos mirado allí como a un espejo, y le hemos visto “por espejo, oscuramente.” Pero hemos visto lo suficiente de Él para conocerle. Y, oh, me parece que cuando le vea, diré: “Ese el esposo del que leí en el Cantar de Salomón; estoy seguro de que es el mismo Señor del quien David solía cantar. Sé que ese es Jesús, pues ahora se parece a Jesús, el que le dijo a la pobre mujer: “Ni yo te condeno,” es como ese bendito Jesús que dijo: ‘Talita cumi’, ‘Niña, a ti te digo, levántate.’” Le conoceremos porque será tan parecido al Jesús de la Biblia, que le reconoceremos de inmediato.
Pero, además, le hemos conocido mejor que por las Escrituras algunas veces: por una cercana e íntima comunión con Él. Vamos, nos encontramos con Jesús en la oscuridad alguna veces; pero sostenemos una dulce conversación con Él, y Él pone Sus labios junto a nuestro oído, y nuestro labio se acerca en gran manera a Su oído, cuando sostenemos una conversación con Él. ¡Oh!, le conoceremos muy bien cuando le veamos. Pueden confiar que el creyente conocerá a su Señor cuando le encuentre. No necesitaremos que Jesucristo nos sea presentado cuando vayamos al cielo, pues si estuviera fuera de Su trono y estuviese sentado con todo el resto de los benditos espíritus, iríamos directo a Él, y diríamos: “Jesús, yo te conozco.” El diablo le conocía, pues dijo: “Sé quién eres”; y yo estoy seguro de que el pueblo de Dios le conocerá. “Jesús, sé quién eres,” diremos de inmediato, cuando nos dirijamos a Él. “¿Cómo me conoces?,” pregunta Jesús. “Bien, dulce Jesús, no somos desconocidos. Tú te has manifestado a mí como no lo has hecho con el mundo; Tú me has dado algunas veces grandes muestras de Tu afecto inmerecido; ¿piensas que te he olvidado? Vamos, he visto algunas veces Tus manos y Tus pies por la fe, y he puesto mi mano en Tu costado, como Tomás, en tiempos antiguos; ¿y piensas que soy un extraño para contigo? No, bendito Jesús; si fueras a poner Tu mano delante de Tus ojos, y ocultaras Tu rostro, te conocería en esa condición. Si fueras vendado una vez más, mi ojo te reconocería, pues te he conocido durante demasiado tiempo para dudar de Tu personalidad.”
Creyente, llévate este pensamiento contigo: “Le veremos,” a pesar de todos los cambios en Su posición. Será la misma persona. Veremos las mismas manos que fueron horadadas, los mismos pies que experimentaron el cansancio, los mismos labios que predicaron, los mismos ojos que lloraron, el mismo corazón que palpitó en agonía; positivamente el mismo, excepto en lo relativo a Su condición. Escriban la palabra ÉL en las mayores mayúsculas posibles. “Le veremos tal como él es.”
III. Esto nos conduce al tercer punto: LA NATURALEZA POSITIVA DE LA VISIÓN, “Le veremos tal como él es.” Esta no es una tierra de vista; es demasiado oscuro para verle a Él, y nuestros ojos no son lo suficientemente buenos. Aquí andamos por fe, y no por vista. Es placentero creer en Su gracia, pero preferimos verla. Bien, “Le veremos.” Pero tal vez piensen que cuando dice: “Le veremos,” quiere decir que sabremos más acerca de Él; pensaremos más en Él; tendremos mejores perspectivas de Él por la fe.
Oh, no, no significa eso para nada. Significa lo que dice: vista positiva. Tan sencillamente como puedo ver a mi hermano aquí, tan sencillamente como puedo ver a cualquiera de ustedes, veré también a Cristo con estos mismos ojos. Con estos mismos ojos que los están mirando a ustedes, veré al Salvador. No es una fantasía que le veremos. No comiencen a desmenuzar estas palabras. ¿Ven la lámpara de gas? Verán al Salvador de la misma manera: naturalmente, positivamente, realmente, efectivamente. No le verán como en sueños, no le verán en el sentido poético de la palabra ver, no le verán en el sentido metafórico de la palabra; sino que, positivamente, “Le verán tal como él es.”
“Le veremos”: fíjense en eso. No pensaremos acerca de Él, y soñaremos acerca de Él, sino que positivamente “Le veremos tal como él es.” Cuán diferente será esa visión de Él de la que tenemos aquí. Pues aquí le vemos por reflejo. Ya se los he dicho antes: ahora vemos a Cristo “por espejo, oscuramente”; entonces le veremos cara a cara.
El buen doctor John Owen, en uno de sus libros, explica este pasaje: “aquí vemos por espejo,” y dice que eso significa: “aquí vemos a través de un telescopio, y vemos a Cristo sólo oscuramente a través de él.” Pero el buen hombre se olvidó de que los telescopios no fueron inventados sino hasta cientos de años después de que escribió Pablo; así que Pablo no tenía a los telescopios en mente. El hecho es que el cristal no fue usado nunca para ver a través de él en aquella época. Usaban el cristal para ver por, pero no para ver a través. El único cristal que tenían para ver era el espejo. Tenían un tipo de cristal que no era más brillante que nuestro común cristal oscuro de botella. “Ahora vemos por espejo, oscuramente.” Esto significa, por medio de un espejo. Tal como les he dicho, Jesús es retratado en la Biblia; allí está Su retrato; estudiamos la Biblia y lo vemos. Le vemos “por espejo, oscuramente.” Igual que algunas veces, cuando están viendo en su espejo, ven a alguien que pasa por la calle, mas no ven a la persona en sí, únicamente la ven reflejada. Ahora, nosotros vemos a Cristo reflejado, pero entonces no le veremos en el espejo, veremos positivamente Su persona. No veremos a Cristo reflejado, no veremos a Cristo en el santuario, no veremos al Cristo brillando desde la Biblia, no veremos a Cristo reflejado desde el púlpito sagrado, sino que “le veremos tal como él es.”
Además: cuán parcialmente vemos aquí a Cristo. El mejor creyente sólo obtiene un atisbo a medias de Cristo. Mientras está aquí, un cristiano ve la gloriosa cabeza de Cristo, y se deleita mucho en la esperanza de Su venida; otro contempla Sus heridas, y predica siempre sobre la expiación; otro mira dentro de Su corazón, y se gloría más en la inmutabilidad y en la doctrina de la elección; otro mira sólo la humanidad de Cristo, y habla mucho en lo concerniente a la identificación de Cristo con los creyentes; otro piensa más en Su Deidad, y siempre le oirán aseverando la divinidad de Cristo. No creo que haya un creyente que haya visto el todo de Cristo.
No. Nosotros predicamos en la medida que podemos hacerlo, sobre el Señor, pero no podemos pintarle enteramente. Ustedes saben que algunas de las mejores pinturas, únicamente presentan la cabeza y los hombros; no dan un cuadro completo. No hay un creyente, no hay un teólogo selecto que pudiera pintar un cuadro completo de Cristo. Algunos de ustedes no podrían pintar algo más que Su dedo meñique; y fíjense, si pudiéramos pintar bien el dedo meñique de Jesús, será digno del tiempo de toda una vida para hacer eso. Aquellos que pueden pintar mejor, no pueden pintar ni siquiera Su rostro completo.
¡Ah!, Él es tan glorioso y maravilloso que no podemos retratarlo íntegramente. No le hemos visto más que parcialmente. Vamos, amados; ¿cuánto saben de Cristo? Ustedes dirán: “¡Ah!, yo conozco un poco sobre Él; puedo unirme a la esposa cuando ella declara que todo Él es codiciable. Pero yo no le he inspeccionado de la cabeza a los pies, y no puedo enfatizar Sus prodigiosas glorias.” Aquí vemos parcialmente a Cristo; allá le veremos enteramente, cuando “le veremos tal como él es.”
Aquí, también, ¡cuán oscuramente vemos a Cristo! Es a través de muchas sombras que ahora contemplamos a nuestro Maestro. La visión aquí es bastante oscura, pero allá “Le veremos tal como él es.” ¿No han estado nunca en la cima de los montes cuando la niebla se dispersa en el valle? Han dirigido su mirada abajo para ver la ciudad y el riachuelo al pie del monte, pero sólo podían divisar algún campanario, y observar algún pináculo; podían ver un domo en la distancia; pero todo eso estaba tan envuelto en la niebla que con dificultad podían discernirlos. Súbitamente el viento dispersó la neblina que cubría la parte baja, y han podido ver el hermoso, hermoso valle.
¡Ah!, sucede lo mismo cuando el creyente entra en el cielo. Aquí se pone de pie y mira a Cristo velado en la niebla, a Jesús que está cubierto. Pero cuando llegue a lo alto, a la cima del Pisga, y más alto aún, hasta donde está su Jesús, entonces no le verá oscuramente, sino que le verá brillantemente. Veremos a Jesús entonces “sin un velo que interfiera,” no oscuramente, sino cara a cara.
Aquí, también, ¡cuán distantemente vemos a Cristo! ¡Casi tan lejanamente como a la lejana estrella! Le vemos, pero no de cerca; le contemplamos, pero no junto a nosotros; tenemos un atisbo de Él, pero, ¡oh!, ¡qué longitudes y distancias se extienden de por medio! ¡Qué montes de culpa: una pesada carga! Pero entonces le veremos cercanamente; le veremos cara a cara; como un hombre habla con su amigo, así hablaremos entonces con Jesús. Ahora estamos lejos de Él; entonces estaremos cerca de Él. Lejos en las tierras altas, donde Jesús mora, allí estarán nuestros corazones también, cuando corazón y cuerpo estén “presentes al Señor.”
Y ¡oh!, ¡cuán transitoria es nuestra visión de Jesús! Es únicamente un breve espacio de tiempo cuando tenemos un atisbo de Cristo, y luego pareciera apartarse de nosotros. Nuestros carros han sido a veces como los de Aminadab; pero, en breve, las ruedas se han ido, y perdemos al bendito Señor. ¿No han sentido en algunas horas de su vida que han estado de tal manera en la presencia de Cristo, que casi no sabían donde se encontraban? No hablemos de los carros de Elías y de los caballos de fuego; ustedes mismos ardían; podrían haberse convertido en un caballo y en un carro de fuego, e ir al cielo sin ningún problema. Pero entonces, súbitamente, ¿nunca sintieron como si un bloque de hielo hubiera caído en su corazón, y apagado el fuego, y han exclamado: “Adónde se ha ido mi amado? ¿Por qué ha ocultado su rostro? ¡Oh, que oscuro! ¡Qué sombrío!”
Pero, ¡cristianos, no habrá rostros ocultos en el cielo! ¡Bendito Señor Jesús! Tus ojos no estarán cubiertos en la gloria. ¿No es tu corazón un mar de amor, donde discurren todas mis emociones? Y no hay marea baja en tu mar, dulce Jesús, allí. ¿No eres Tú todo? Allí no te perderemos, no pondrás Tu mano delante de Tus ojos allí; pero sin una sola alteración, sin cambio o disminución, nuestros ojos descansados, despejados, te contemplarán perpetuamente a través de la eternidad. “Le veremos tal como él es.”
¿Saben?, además habrá otra diferencia. Cuando “le veamos tal como él es,” ¡cuánto mejor será esa visión de la que tenemos aquí! Cuando vemos a Cristo aquí, lo vemos para nuestro beneficio; cuando le veamos allá, le veremos para nuestra perfección. Doy testimonio de mi Señor, que todavía no le he visto sin resultar beneficiado por Él. Hay muchos hombres en este mundo a quienes vemos muy a menudo, pero que no obtenemos ningún bien de ellos, y entre menos les veamos, mejor. Pero de nuestro Jesús podemos decir que nunca nos acercamos a Él sin recibir un bien de Él. No he tocado todavía Sus vestiduras sin sentir que mis dedos olían a mirra, y áloes y casia, desde palacios de marfil. Nunca me acerqué a Sus labios sin que Su propio aliento derramara perfume sobre mí. No he estado nunca cerca de mi Señor, sin que haya eliminado algún pecado para mí. No me he acercado nunca a Él sin que Sus benditos ojos no quemaran una lascivia en mi corazón. Nunca me he acercado para oírle hablar, sin que sintiera que me derretía cuando el Amado hablaba, siendo conformado a Su imagen.
Pero, entonces, amados, cuando le veamos allá, no será para mejorarnos, será para perfeccionarnos. “Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.” ¡Oh, esa primera dulce mirada a Cristo, cuando abandonemos el cuerpo! Estoy recubierto de harapos: Él me mira, y entonces vestiré ropas de luz. Soy negro; Él me mira, y olvido la tiendas de Cedar y me vuelvo blanco como las cortinas de Salomón. Estoy manchado; el pecado me ha mirado, y hay inmundicia en mis vestidos: he aquí, soy más blanco que la nieve apretada, porque Él me ha mirado. Tengo malos deseos y malos pensamientos, pero han huido como el demonio delante de Su rostro, cuando dijo: “Vete, Satanás; te mando que salgas de ese hombre.” “Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.”
Yo sé, amados, que el Salvador les parece como un gran barco, y yo como un pequeño bote, tratando de remolcar al barco fuera de la bahía. Así me siento yo. Tengo los remos, y estoy tratando de jalar; pero se trata de un barco tan grande y glorioso que no puedo remolcarlo. Hay algunos temas cuyo timón puedo asir y guiar a cualquier parte; saldrán de cualquier bahía, por estrecho que sea el paso; pero este es un noble barco; tan grande que es muy difícil sacarlo al mar. Se requiere que el Espíritu Santo sople las velas para ustedes, y que su alma entera lo considere con detenimiento, y desee pensar en este maravilloso cuadro; y luego espero que no salgan satisfechos con el predicador, porque sentirán que el tema los había dominado por completo a él y a ustedes también.
IV. Por último, aquí están LAS PERSONAS INVOLUCRADAS: “Nosotros le veremos tal como él es.” ¡Vamos, ahora, amados! No me gusta dividirlos; parece un trabajo duro que ustedes y yo tengamos que ser separados por completo, cuando estoy seguro de que nos amamos con todo nuestro corazón. Diez mil actos de amor recibidos de parte de ustedes, diez mil actos de sincero amor y simpatía, unen a mi corazón con mi pueblo. Pero, ¡oh amados!, ¿no es obvio que cuando decimos: “nosotros le veremos,” esa palabra “nosotros” no quiere decir todos nosotros, no incluye a todos los aquí presentes? “¡Nosotros le veremos tal como él es!” Vamos, dividamos ese “nosotros” en “yos.” ¿Cuántos “yos” hay aquí, que le verán tal como él es”?
Hermano, con nieve sobre tu cabeza, ¿querrás verle “tal como él es”? Tú has tenido muchos años de luchas, y pruebas y tribulaciones: si le ves alguna vez “tal como él es,” eso recompensará todo. “Sí”, respondes, “yo sé a quién he creído.” Bien, hermano, tus viejos ojos apagados no necesitarán lentes en breve. Verle “tal como él es,” te devolverá el ojo resplandeciente de tu juventud, con todo su lustre y su fuego. Pero, ¿están tus canas llenas de pecado? Y, ¿permanece la lujuria en tu vieja sangre fría? ¡Ah, tú le verás, pero no de cerca; tú serás echado de Su presencia! Dios quisiera que este brazo mío fuera lo suficientemente fuerte para arrastrarte al Salvador; pero no lo es. Te dejo en Sus manos. ¡Que Dios te salve!
Y tú, querido hermano, y tú, querida hermana, que has llegado a la mitad de tu vida, batallando con las faenas de la vida, involucrado en todas sus batallas, soportando sus males, tú te estás preguntando, pudiera ser, si le verás. El texto dice: “Le veremos”; y ¿podemos ustedes y yo poner nuestras manos en nuestro corazón y conocer nuestra unión con Jesús? Si es así, “Nosotros le veremos tal como él es.” ¡Hermano, sigue luchando! ¡Arriba contra el diablo! ¡Pégale duro! ¡No tengas miedo! Esa visión de Cristo te recompensará. Soldado de la cruz, afila tu espada de nuevo, y haz que corte profundo. ¡Obrero, trabaja de nuevo, penetra más profundo, alza el hacha más alto, con un brazo más fornido y más robusto, pues la visión de tu Señor al final, te agradará mucho! ¡Arriba, guerrero! ¡Escala la muralla, pues la victoria espera sonriendo en la cima, y tú encontrarás a tu Capitán allí! Cuando tu espada esté humeante con la sangre de tus pecados, será una gloria, en verdad, reunirte con tu Señor, cuando estés revestido de triunfo, y entonces “verle tal como él es.”
Mi hermano joven en edad, el texto dice: “Nosotros le veremos tal como él es.” ¿Acaso “nosotros” significa aquel joven que está en el pasillo? ¿Se refiere a ti, hermano mío, que estás allá arriba? ¿Le veremos nosotros tal como él es? No nos avergonzamos de llamarnos entre nosotros hermanos en esta casa de oración. Joven, tú tienes una madre y su alma chochea por ti. Si tu madre pudiera venir a ti esta mañana, te tomaría por el brazo y te diría: “Juan, ‘le veremos tal como él es’; no soy yo, Juan, quien le verá sola por mí misma, sino que tú y yo le veremos juntos, ‘nosotros le veremos tal como él es’.” ¡Oh, qué amargo, amargo pensamiento acaba de atravesar mi alma! ¡Oh cielos, si fuéramos separados alguna vez de quienes amamos tan entrañablemente, cuando llegue el último día de rendir cuentas! ¡Oh, si no le viéramos tal como Él es! Me parece que para el alma de un hijo no hay algo más lacerante que el pensamiento de que podría suceder que algunos de los hijos de su madre verán a Dios, ¡pero que él no le verá!
Acabo de recibir una carta de una persona que agradece a Dios porque leyó el sermón basado en el texto: “Vendrán muchos del oriente y del occidente,” y confía que le ha traído a Dios. Dice: “soy miembro de una familia numerosa, y todos ellos aman a Dios excepto yo; no creo haber pensado antes en ello, pero tomé este sermón suyo, y me ha conducido al Salvador.”
¡Oh, amados, piensen en traer al último de nueve al Salvador! ¿No tengo una madre que salta de gozo? Pero, ¡oh!, si ese joven entre nueve se hubiera perdido, y hubiera visto a sus ocho hermanos y hermanas en el cielo, mientras él mismo era echado fuera, me parece que hubiera tenido nueve infiernos: sería nueve veces más infeliz en el infierno, viendo a cada uno de ellos, y a su madre y a su padre, también, aceptos, y él mismo echado fuera. No habría sido “nosotros” allí con la familia entera.
¡Cuán agradable pensamiento es que podamos reunirnos hoy, algunos de nosotros, y podamos poner nuestras manos alrededor de quienes amamos, y estar como una familia sin divisiones: padre, madre, hermana, hermano, y todos los demás que nos son queridos, y poder decir por medio de una humilde fe: “Nosotros le veremos tal como él es,” todos nosotros, sin que nadie quede fuera!
Oh, amigos míos, sentimos que somos una familia en la Capilla de Park Street. Yo siento, cuando estoy lejos de ustedes, que no hay nada como este lugar, que no hay nada sobre la tierra que pueda recompensar el dolor de la ausencia de este sagrado recinto. ¡De alguna manera u otra nos sentimos unidos por tales lazos de amor!
El domingo pasado fui a un lugar en el que el ministro nos dio el material más vil que haya sido producido jamás. Yo deseaba haber estado de regreso aquí, para poder predicar un poco de la piedad, o de lo contrario oírla. ¡Pobre predicador wesleyano! Predicó sobre obras de principio a fin, con base en ese hermoso texto: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán,” diciéndonos que sin importar lo que sembráramos, debíamos cosechar, sin mencionar jamás la salvación para los pecadores y el perdón requerido incluso por los santos. Era algo semejante a esto: “sean buenas personas, y obtendrán el cielo gracias a ello. “Lo que siembren, con seguridad cosecharán; si son muy buenas personas y hacen lo mejor que puedan, todos irán al cielo, pero si son muy malos y perversos, entonces tendrán que ir al infierno; siento tener que decirles eso, pero cualquier cosa que siembren, eso cosecharán.” Ni un solo bocado acerca de Jesucristo, de principio a fin; ni un mendrugo. “Bien”, pensé, “afirman que soy más bien duro con estos sujetos arminianos; pero si no atravieso mi vieja espada en ellos más que nunca, ahora que los he escuchado otra vez, entonces no soy un hombre que vive.” Yo pensé que pudieran haber cambiado un poco, y no predicar tanto sobre obras; pero estoy seguro de que nunca hubo un sermón más lleno de salvación por obras predicado por el propio Papa, que ese sermón. Ellos creen en realidad en la salvación por obras, independientemente de lo que digan, e independientemente de la forma en que lo nieguen cuando los conduces a un escrutinio cercano; pues te están diciendo de manera tan permanente que seas bueno y recto y piadoso y nunca te dirigen a que mires primero a las sangrantes heridas de un Salvador agonizante; nunca te dicen acerca de la gracia inmerecida de Dios, que te ha sacado de enormes pecados, sino que siempre están hablando acerca de esa bondad, bondad, bondad que no será encontrada nunca en la criatura.
Bien, amados, de alguna manera u otra, doquiera que vayamos, nos parece que debemos regresar aquí—
“Aquí moran nuestros mejores amigos, nuestra parentela;
aquí reina Dios nuestro salvador.”
Y el pensamiento de perder a uno de ustedes me aflige casi tanto como el pensamiento de perder a uno de mis parientes. ¡Con cuánta frecuencia nos hemos mirado unos a otros con placer! ¡Cuántas veces nos hemos reunido, para cantar los mismos viejos himnos con las mismas viejas melodías! ¡Cuán a menudo hemos orado juntos! Y cuán encarecidamente amamos todos nosotros el sonido de la palabra “¡Gracia, gracia, gracia!”
Y, sin embargo, hay algunos de ustedes que yo conozco en mi corazón, y que ustedes mismos conocen, que no le verán, a menos que experimenten un cambio, a menos que tengan un nuevo corazón y un espíritu recto. Bien, ¿les gustaría encontrarse con su pastor en el día del juicio, y sentir que deben ser separados de él porque sus advertencias permanecieron sin ser escuchadas y su invitación fue arrojada al viento? ¿Piensas, joven amigo, que te gustaría reunirte conmigo en el día del juicio, para recordar allí lo que has oído, y lo que has despreciado? Y, ¿piensas tú que te gustaría estar delante de tu Dios, y recordar cómo te fue predicado el camino de salvación: “Cree y sé bautizado y serás salvo,” y que tú desechaste el mensaje? Eso sería en verdad muy triste.
Pero dejamos este pensamiento con ustedes, y para que no piensen que si no son dignos no le verán, si no son buenos no le verán, si no hacen tales y tales cosas buenas, no le verán, permítanme decirles, quienquiera que seas, aunque seas el peor pecador bajo el cielo, quienquiera que seas, aunque tu vida sea la más inmunda y la más corrupta, quienquiera que seas, aunque hasta ahora hayas sido el más descuidado y el más libertino: el que crea en el Señor Jesucristo tendrá vida eterna, pues Dios borrará sus pecados, le dará justicia por medio de Jesús, le hará acepto en el amado, le salvará por Su misericordia, le guardará por Su gracia, y al final le presentará sin mancha y sin arrugas delante de Su presencia con gozo grande y sumo.
Mis queridos amigos, para concluir aquí tenemos un dulce pensamiento: que junto con una gran porción de ustedes puedo decir: “Nosotros le veremos tal como él es.” Pues ustedes saben que cuando nos sentamos a la mesa del Señor, ocupamos todo el sótano de esta capilla, y yo creo que la mitad de nosotros somos del pueblo de Dios de aquí, pues yo sé que muchos miembros no pueden asistir a la mesa del Señor en la noche. Hermanos, tenemos un solo corazón, una sola alma: “un Señor, una fe, un bautismo.” Podemos ser separados por un poco tiempo, aquí abajo; algunos podrían morir antes que nosotros, tal como nuestro querido hermano Mitchell ha muerto; algunos podrían cruzar el río antes que nos corresponda a nosotros; pero nos reuniremos de nuevo al otro lado del río, y “Le veremos tal como él es.”
http://www.spurgeon.com.mx/sermones.html
Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery, en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet. Sermóns #61, 62—Volume 2 THE BEATIFIC VISION
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