SERMÓN #60 – Soberanía y Salvación – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 8, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon60.html


“Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.”
Isaías 45:22

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Hace seis años, hoy, casi a esta misma hora del día, me encontraba “en hiel de amargura y en prisión de maldad.” Sin embargo, por la gracia divina, había sido ya conducido a sentir la amargura de esa servidumbre, y a clamar en razón de la maldad de esa esclavitud. Buscando el descanso sin hallarlo, entré en la casa de Dios y me senté allí, temiendo que si alzaba mi mirada, podía ser cortado y consumido completamente por Su severa ira. El ministro subió al púlpito y, al igual que acabo de hacerlo yo, leyó este texto: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.” Yo miré al instante y la gracia de la fe me fue otorgada allí; y ahora creo que puedo afirmar verdaderamente—

“Desde que vi por fe el torrente,

Que es alimentado por Sus heridas sangrantes,

El amor redentor ha sido mi tema,

Y lo será hasta que muera.

Nunca olvidaré ese día, mientras conserve mi memoria; tampoco podré dejar de repetir este texto cada vez que recuerde aquella hora, cuando conocí por primera vez al Señor. ¡Fue un encuentro sorprendentemente lleno de gracia! Y ahora es una experiencia portentosa y maravillosa para quien oyó estas palabras hace tan poco tiempo, para provecho de su propia alma, que pueda dirigirme a ustedes hoy, como oyentes del mismo texto, con la plena esperanza y confianza que algún pobre pecador, dentro de estas paredes, oiga también para sí las buenas nuevas de salvación, y que hoy, 6 de Enero, pueda “abrir sus ojos, para que se convierta de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios.”

Si estuviera dentro del alcance de la capacidad humana, concebir un tiempo en el que Dios moraba solo, sin Sus criaturas, poseeríamos entonces una de las ideas más grandiosas y estupendas de Dios. Hubo una época cuando el sol no había recorrido todavía su ruta, ni había comenzado a proyectar sus dorados rayos a través del espacio para alegrar la tierra. Hubo una era en la que ninguna estrella brillaba en el firmamento, pues no había ningún mar de azur en el que pudiera flotar. Hubo un tiempo en el que todo lo que ahora contemplamos del grandioso universo de Dios, no había nacido todavía, sino que dormitaba, increado e inexistente, en la mente de Dios; sin embargo, Dios existía y Él era “sobre todas las cosas, bendito por los siglos.” Aunque ningún serafín cantaba todavía los himnos de Su alabanza; aunque ningún querubín de potentes alas se apresuraba como el rayo para cumplir Sus órdenes; aunque Él no tenía todavía un séquito, se sentaba como un rey en su trono, Dios todopoderoso, a ser por siempre adorado: el Augusto Supremo moraba solo en la vasta inmensidad en solemne silencio, haciendo de las plácidas nubes Su dosel, y la luz de Su propio rostro formaba el lustre de Su gloria.

Dios era, y Dios es. Desde el principio Dios era Dios; antes que los mundos tuvieran un principio, Él era “desde el siglo y hasta el siglo.” Pero cuando le agradó crear a Sus criaturas, ¿no creen ustedes que esas criaturas debieron haber estado infinitamente por debajo de Él? Si ustedes fueran alfareros y diseñaran una vasija en la rueda, ¿creen que esa pieza de barro podría arrogarse una igualdad de condición con ustedes? No, sino que estaría a una gran distancia, ya que ustedes habrían sido en parte sus creadores.

Así, cuando el Todopoderoso formó a Sus criaturas, ¿no fue acaso un consumado atrevimiento que se aventuraran a compararse por un instante con Él? Sin embargo, ese architraidor, ese líder de los rebeldes, Satanás, buscó elevarse al trono de Dios en las alturas, para pronto descubrir que su meta era demasiado elevada, y que el propio infierno no era lo suficientemente profundo para escapar de la venganza divina. Él sabe que Dios es “único Dios.” Desde que el mundo fue creado, el hombre ha imitado a Satanás; la criatura de un día, la cosa efímera de una hora, ha buscado igualarse con el Eterno. Por esta razón, uno de los objetivos del grandioso Jehová siempre ha sido enseñar a la humanidad que Él es Dios, y no hay más. Esta es la lección que Él ha estado enseñando al mundo desde que se descarrió. Ha estado ocupado en derribar los lugares altos, en exaltar los valles, en humillar las imaginaciones y las miradas altivas, para que todo el mundo pueda—

“Saber que sólo el Señor es Dios,

Que puede crear y puede destruir.”

Esta mañana intentaremos mostrarles, en primer lugar, cómo ha estado enseñando Dios al mundo esta grandiosa lección: que Él es Dios, y no hay más; y luego, en segundo lugar, la manera especial en que quiere enseñarla en lo relativo a la salvación: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.”

I. En primer lugar, entonces, ¿CÓMO HA ESTADO ENSEÑANDO DIOS ESTA LECCIÓN A LA HUMANIDAD?

Nosotros respondemos que la ha enseñado primero que nada a los dioses falsos, y a los idólatras que se han inclinado ante ellos. El hombre, en su perversión y pecado, ha establecido que un pedazo de madera y piedra sea su hacedor, y se ha inclinado ante él. Ha moldeado para sí, labrándola de un árbol frondoso, una imagen hecha a semejanza de hombre mortal, o de los peces del mar, o de las criaturas que se arrastran sobre la tierra, y ha postrado su cuerpo y también su alma ante esa criatura salida de sus propias manos, llamándola Dios, ¡aunque no tuviera ni ojos para ver, ni manos para sujetar, ni oídos para oír!

Pero cómo ha derramado Dios Su desprecio sobre los antiguos dioses de los paganos. ¿Dónde están ahora? ¿Acaso son siquiera conocidos? ¿Dónde están esas deidades falsas ante quienes se postraban las multitudes de Nínive? Pregunten a los topos y a los murciélagos que son sus compañeros; o pregunten a los montículos de arena bajo los cuales están enterrados; o vayan donde el visitante ocioso camina por todo el museo, contemplándolos como curiosidades, y sonriendo al pensar que hayan existido hombres que se inclinaban ante dioses como ésos.

Y, ¿dónde están los dioses de Persia? ¿Dónde están? Los fuegos están apagados y el adorador del fuego casi ha desaparecido de la tierra. ¿Dónde están los dioses de Grecia: esos dioses adornados con poesía, y celebrados en las más sublimes odas? ¿Dónde están? Han desaparecido. ¿Quién los menciona ahora, a no ser como cosas del pasado? Júpiter: ¿acaso se inclina alguien ante él? Y, ¿quién adora a Saturno? Todos ellos han pasado y están olvidados. Y, ¿dónde están los dioses de Roma? ¿Acaso Jano gobierna en el templo? ¿Alimentan las vírgenes vestales sus fuegos perpetuos? ¿Hay alguien que todavía se incline ante esos dioses? No, han perdido sus tronos.

Y, ¿dónde están los dioses de las Islas de los Mares del Sur: esos demonios sangrientos ante los que desventuradas criaturas postraban sus cuerpos? Todos ellos están casi extintos. Pregunten a los habitantes de China y de Polinesia, dónde están los dioses ante los que se inclinaban. Pregunten, y el eco que repite, será su única respuesta: pregunten, y pregunten de nuevo. Ellos han sido derribados de sus tronos; han sido arrojados de sus pedestales; sus carrozas están destrozadas, sus cetros fueron consumidos por el fuego, y sus glorias se han apartado; Dios ha obtenido la victoria sobre los falsos dioses, y ha enseñado a sus adoradores que Él es Dios, y no hay más.

¿Hay dioses que todavía son adorados, o hay ídolos ante los que se inclinan las naciones? Esperen nada más por muy poco tiempo, y los verán caer. Cruel Gigante, cuyo carro aplasta todavía en su movimiento a los insensatos que se arrojan ante él, pronto será objeto de escarnio; y los ídolos más notables, tales como Buda, Brama y Vishnu, caerán a tierra, y los hombres los pisarán como el lodo de las calles; pues Dios enseñará a todos los hombres que Él es Dios, y no hay más.

Observen, además, cómo Dios ha enseñado esta verdad a los imperios. Los imperios han surgido y se han convertido en los dioses de su época; sus reyes y sus príncipes han asumido títulos elevados, y han sido adorados por multitudes de personas. Pero pregunten a los imperios si aparte de Dios, hay alguien más. ¿No creen escuchar el soliloquio altivo de Babilonia: “Yo estoy sentada como reina, y no soy viuda, y no veré llanto; yo soy dios, y no hay más”? Y no piensen ahora que si caminan sobre la Babilonia en ruinas, encontrarán algo, excepto el espíritu solemne de la Biblia, de pie como un profeta de cabellos grises por la edad, diciéndoles que hay un Dios, y no hay más.

Vayan a Babilonia, cubierta de arena, la arena de sus propias ruinas; párense en los montículos de Nínive, y escuchen cómo se eleva una voz: “Hay un solo Dios, y los imperios se hunden ante Él; hay solo un potentado, y los príncipes y los reyes de la tierra con sus dinastías y tronos son aplastados por la planta de Su pie.” Vayan, y siéntense en el templo de Grecia; vean allí las arrogantes palabras que una vez pronunció Alejandro; pero ahora, ¿dónde está él, y dónde está también su imperio? Siéntense en los arcos en ruinas del puente de Cartago, o caminen dentro de los desolados teatros de Roma, y oirán una voz llevada por el viento salvaje en medio de las ruinas: “Yo soy Dios, y no hay más.” “Oh, ciudad, tú te llamabas eterna; Yo he hecho que te derritas como rocío. Tú dijiste: ‘yo estoy sobre siete colinas, y voy a permanecer para siempre;’” Yo te he aplastado y ahora eres un sitio miserable y despreciable, comparado con lo que antes fuiste. Una vez fuiste una piedra, pero te hiciste mármol; yo te he vuelto piedra nuevamente, y te he humillado.” ¡Oh, cómo ha enseñado Dios a las monarquías y a los imperios que se han establecido como nuevos reinos celestiales, que Él es Dios, y no hay más!

Además: ¡cómo ha enseñado Él, esta gran verdad a los monarcas! Hay algunos que han sido muy orgullosos, y han tenido que aprenderla de una manera más dura que otros. Tomen, por ejemplo, a Nabucodonosor. Su cabeza muestra una corona, y sobre sus hombros lleva un manto de púrpura; camina a lo largo de la insolente Babilonia, diciendo: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?” ¿Ven a esa criatura allá en el campo? Es un hombre. “¿Un hombre?” preguntas tú; su pelo ha crecido como plumas de águila, y sus uñas son como las de las aves; camina a cuatro patas, y come hierba como los bueyes; fue echado de entre los hombres. Ese es el monarca que preguntó: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?” Pero luego fue restablecido al palacio de Babilonia, para que pudiera “bendecir al Altísimo que puede humillar a los que andan con soberbia.”

Recuerden a otro monarca. Miren a Herodes. Él se sienta en medio de su pueblo, y habla. ¿Escuchan su impío clamor? Ellos gritan: “¡Voz de Dios, y no de hombre!” El orgulloso monarca no glorifica a Dios; se constituye en dios y parece sacudir las esferas celestes, imaginándose divino. Pero un gusano se arrastra al interior de su cuerpo, y otro más, y otro, y antes de que el sol se oculte, es comido de los gusanos. ¡Ah! ¡Monarca! ¡Pensaste que eras un dios, y los gusanos te comieron! Pensaste que eras más que hombre; y, ¿qué eres? Menos que hombre, pues los gusanos te consumen y eres presa de la corrupción. Así humilla Dios al orgulloso; así abate al poderoso.

Podríamos darles ejemplos tomados de la historia moderna; pero la muerte de un rey sería más que suficiente para enseñar esta lección, si los hombres quisieran aprenderla. Cuando los reyes mueren y son llevados a la tumba en medio de pompas fúnebres, se nos está enseñando la lección: “Yo soy Dios, y no hay más.” Cuando oímos acerca de revoluciones y de la caída de los imperios; cuando vemos que tiemblan las viejas dinastías y los monarcas de cabellos grises son depuestos de sus tronos, entonces es que Jehová parece poner Su pie sobre tierra y mar, y con Su mano en alto clama: “¡Oigan, todos los moradores del mundo! Ustedes no son sino langostas; ‘Yo soy Dios, y no hay más.’”

Además, nuestro Dios ha tenido que hacer mucho para enseñar esta lección a los sabios de este mundo; pues así como el rango, la pompa, y el poder se colocan en el lugar de Dios, también lo ha hecho la sabiduría; y uno de los peores enemigos de la Deidad ha sido siempre la sabiduría del hombre. La sabiduría del hombre no quiere ver a Dios. Profesando ser sabios, los hombres sabios se han convertido en necios. Pero, ¿acaso no han observado, al leer la historia, cómo Dios ha abatido la arrogancia de la sabiduría? En épocas remotas, Él envió mentes poderosas al mundo, que idearon sistemas de filosofía. “Estos sistemas,” afirmaron ellos, “permanecerán para siempre.” Sus alumnos los consideraron infalibles, y por tanto registraron sus expresiones en pergaminos duraderos, diciendo: “Este libro permanecerá para siempre; generaciones sucesivas de hombres lo leerán, y, hasta el último hombre, este libro será transmitido como el compendio de la sabiduría.” “¡Ah!” dijo Dios, “pero ese libro será considerado una necedad antes de que hayan transcurrido otros cien años.” Y así, los poderosos pensamientos de Sócrates, y la sabiduría de Solón, están completamente olvidados ahora; y si los pudiéramos escuchar, el niño más pequeño de cualquiera de nuestras escuelas elementales, se reiría al pensar que entiende más de filosofía que ellos.

Pero cuando el hombre ha descubierto la vanidad de un sistema, de inmediato sus ojos se han deslumbrado ante el siguiente; si Aristóteles no es suficiente, tiene a Bacon; se dice a sí mismo: ahora lo sabré todo; y se pone a trabajar, y afirma que esta nueva filosofía va a durar para siempre. Coloca, una sobre otra, sus piedras de hermosos colores, y piensa que cada verdad que amontona es una preciosa verdad imperecedera. Pero, ¡ay!, llega otro siglo, y se descubre que es, “madera, heno, y hojarasca.” Se levanta una nueva secta de filósofos que refutan a sus predecesores. De la misma manera tenemos sabios en nuestros días: sabios según el mundo, y personas semejantes, que se imaginan que han alcanzado la verdad; pero dentro de otros cincuenta años (y fíjense bien en mis palabras), mi cabello no habrá encanecido todavía, antes que el último individuo de esa raza haya perecido, y ese hombre sea considerado un necio por haber sostenido las creencias del grupo.

Los sistemas de infidelidad pasan como gotas de rocío bajo el sol; pues Dios dice: “Yo soy Dios, y no hay más.” La Biblia es la piedra que hará polvo a la filosofía; es el ariete que despedazará todos los sistemas filosóficos; es la piedra que una mujer puede arrojar sobre la cabeza de cada Abimelec, y será destruido por completo. ¡Oh, Iglesia de Dios!, no temas; tú harás maravillas; los sabios serán confundidos, y tú sabrás, y ellos también, que Él es Dios, y no hay más.

“Ciertamente,” dirá alguien, “la iglesia de Dios no necesita que se le enseñe esto.” Nosotros respondemos que sí lo necesita, pues de todos los seres, aquellos a quienes Dios ha hecho objeto de Su gracia, son tal vez los más inclinados a olvidar esta verdad cardinal: que Él es Dios, y no hay más. Cómo lo olvidó la iglesia de Canaán, cuando se inclinaron ante otros dioses, y por esa razón Dios trajo contra ellos reyes y príncipes poderosos, y los afligió muy dolorosamente. ¡Cómo lo olvidó Israel! Y Él los llevó cautivos a Babilonia. Y lo que Israel hizo en Canaán, y en Babilonia, eso hacemos nosotros ahora. Nosotros también, con demasiada frecuencia, olvidamos que Él es Dios, y no hay más.

¿Acaso no sabe el cristiano lo que quiero decir, cuando le menciono este importante hecho? ¿Acaso no ha hecho él lo mismo alguna vez? En ciertos tiempos, la prosperidad lo ha visitado, y suaves brisas han propulsado su barca, exactamente al lugar donde quería dirigirse su indómita voluntad; y ha dicho para sí: “ahora tengo paz, ahora soy feliz, ahora el objeto que anhelaba está a mi alcance, ahora diré: alma, siéntate y repósate; come, bebe, regocíjate, pues estas cosas te contentarán; conviértelas en tu dios; sé próspero y feliz.” Pero, ¿no hemos visto a nuestro Dios arrojar la copa al suelo, derramar el dulce vino y en su lugar llenarla de hiel? Y al entregarnos la copa, nos ha dicho: “Bébela, bébela: has pensado encontrar un dios en la tierra, pero apura la copa y conoce su amargura.” Cuando hemos tomado la copa, nos damos cuenta que el trago es nauseabundo, y hemos exclamado: “¡Ah!, Dios, no beberé más estas cosas; Tú eres Dios, y no hay más.”

Y, ¡ah, cuán a menudo hemos trazado esquemas para el futuro, sin pedir permiso a Dios! Los hombres han dicho como esos necios que menciona Santiago: “Hoy y mañana iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y traficaremos, y ganaremos.” Pero ellos no sabían lo que sería el mañana, pues mucho antes que viniera la mañana no pudieron ni vender ni comprar: la muerte los había reclamado, y un pequeño palmo de tierra contenía todos sus restos mortales.

Dios enseña a Su pueblo cada día, por medio de la enfermedad, la aflicción, la depresión espiritual, el abandono de Dios, la pérdida del Espíritu por un tiempo, y la falta de alegría en su rostro: le enseña que Él es Dios, y no hay más. Y no debemos olvidar que hay algunos siervos especiales de Dios, levantados para grandes obras, que deben aprender esta lección de manera especial. Por ejemplo, tomemos a un hombre llamado a la grandiosa obra de predicar el Evangelio. Tiene éxito; Dios le ayuda; miles de personas aprenden a sus pies, y multitudes están pendientes de sus labios; tan seguro como que es humano, tendrá una tendencia a ser exaltado sin medida, y empezará a mirarse demasiado, y mirar demasiado poco a Dios. Que los hombres que sepan sean los que hablen, y que digan lo que sepan; y ellos dirán: “es cierto, es muy cierto.” Si Dios nos da una misión especial, generalmente comenzamos a darnos honor y gloria a nosotros mismos. Pero al considerar a los eminentes santos de Dios, ¿acaso no han observado jamás, cómo Dios los ha llevado a sentir que Él es Dios, y no hay más? El pobre Pablo pudo haberse considerado un dios, y haberse engreído con desmesura, en razón de la grandeza de su revelación, si no le hubiera sido dado un aguijón en su carne, y los dioses no podían tener aguijones en su carne.

Algunas veces Dios enseña al ministro negándole la ayuda en ocasiones especiales. A veces subimos al púlpito, y decimos: “¡Oh, que tuviera un buen día hoy!” Y comenzamos a esforzarnos; hemos sido muy ardientes e incansables en nuestra oración; pero somos semejantes al caballo al que vendan los ojos para que dé vueltas al molino, o como Sansón con Dalila: sacudimos nuestras vanas extremidades con gran sorpresa, “presentamos un débil combate,” y no obtenemos ninguna victoria. Somos conducidos a ver que el Señor es Dios, y no hay más.

Muy frecuentemente, Dios le enseña esto al ministro llevándolo al punto que vea su propia naturaleza pecaminosa. Tendrá tal discernimiento acerca de su propio corazón perverso y abominable, que sentirá, cuando suba al púlpito, que no merece ni siquiera sentarse en una de las bancas de la iglesia, y muchos menos predicar a sus compañeros. Aunque siempre sentimos gozo al declarar la Palabra de Dios, sin embargo, hemos sabido lo que es vacilar al subir los escalones del púlpito, bajo el sentido que el primero de los pecadores no debería tener permiso para predicar a los demás.

¡Ah!, amados, no creo que alguien tenga éxito como ministro, si no es llevado a las profundidades y tinieblas de su propia alma, al punto de tener que exclamar: “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo.”

Hay otro antídoto que Dios aplica en el caso de los ministros. Si no los trata de manera personal, Él levanta un ejército de enemigos para que se pueda ver que Él es Dios, y sólo Dios. Un estimado amigo me envió ayer un valioso manuscrito de uno de los himnos de George Whitfield, que fue cantado en Kennington Common. Se trata de un espléndido himno, completamente al estilo de Whitfield de principio a fin. Muestra que su confianza descansaba enteramente en el Señor, y que Dios estaba en su interior. ¿Cómo se sujetaría un hombre a las calumnias de la multitud; cómo se afanaría y trabajaría cada día innecesariamente; cómo subiría al púlpito cada domingo para predicar el Evangelio, y se expondría a que su nombre fuera calumniado y difamado, si no tuviera en él la gracia de Dios? En cuanto a mí, puedo decir que si no fuera porque el amor de Cristo me constriñe, este momento sería el último en el que predicara, en lo relativo a la comodidad de hacerlo. “Porque nos es impuesta una necesidad; y ¡ay de nosotros si no anunciáremos el evangelio!”

Pero la oposición a través de la cual Dios conduce a Sus siervos, los hace ver de una vez que Él es Dios, y no hay más. Si todos aplaudieran, si todos fueran gratificados, pensaríamos que somos Dios; pero cuando se burlan e insultan, nos volvemos a nuestro Dios, y clamamos—

“Si en mi rostro, por causa de Tu amado nombre,

Dan azotes la vergüenza y el reproche,

Aclamaré al reproche, y daré la bienvenida a la vergüenza,

Siempre y cuando Tú te acuerdes de mí.”

II. Esto nos conduce a la segunda parte de nuestro sermón. La salvación es la mayor obra de Dios; por eso, en Su obra más grande, Él nos enseña especialmente esta lección: que Él es Dios, y no hay más. Nuestro texto nos informa acerca de LA MANERA EN QUE LO ENSEÑA: Él dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.” Él nos muestra que Él es Dios, y no hay más, de tres maneras. Primero, por la persona hacia quien nos dirige: “Mirad a mí, y sed salvos.” En segundo lugar, por los medios que nos indica usar para obtener misericordia: “Mirad,” simplemente “Mirad.” Y, en tercer lugar, por las personas a quienes llama a “mirar:” “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.”

1. En primer lugar, ¿a quién nos indica Dios que miremos para salvación? ¡Oh!, ¿acaso no se humilla el orgullo del hombre, cuando escucha que el Señor dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra?” No es: “Miren a su sacerdote, y sean salvos:” si lo hicieran así, habría otro Dios, habría alguien más. No dice: “Mírense a ustedes:” si así fuera, entonces habría un ser que se podría arrogar parte del mérito de la salvación. Pero es: “Mirad a mí.” Con cuánta frecuencia ustedes que están viniendo a Cristo se miran a ustedes mismos. “¡Oh!, dirán, “yo no me arrepiento lo suficiente.” Eso es mirarse a uno mismo. “Yo no creo lo suficiente.” Eso es mirarse a uno mismo. “Yo soy demasiado indigno.” Eso es mirarse a uno mismo. “Yo no puedo encontrar,” afirma otro, “que tenga alguna justicia.” Es muy correcto que digas que no tienes ninguna justicia; pero es muy incorrecto que busques alguna justicia en ti. Es “Mirad a mí.” Dios quiere que apartes tus ojos de ti y que lo mires a Él. Lo más difícil del mundo es que el hombre aparte el ojo de sí mismo; en tanto que viva, siempre siente la predilección de volver sus ojos hacia dentro para mirarse a sí mismo; en cambio, Dios dice: “Mirad a mí.”

De la Cruz del Calvario, donde las sangrantes manos de Jesús gotean misericordia y del huerto de Getsemaní, donde los sangrantes poros del Salvador sudan perdones, sube el clamor: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.” De la cima del Calvario, donde Jesús exclamó: “Consumado es,” oigo un grito: “Miren y sean salvos.” Pero de nuestra alma surge una vil exclamación: “No, ¡mírate a ti mismo! ¡Mírate a ti mismo!” Ah, querido lector, mírate a ti mismo y te condenarás. Esa será ciertamente tu suerte. En tanto que te mires a ti mismo, no hay esperanza para ti. No es una consideración de lo que eres, sino una consideración de lo que Dios es, y de lo que Cristo es, lo que puede salvarte. Es transferir la mirada de ti a Jesús. ¡Oh!, hay hombres que entienden mal el Evangelio; ellos creen que su justicia los califica para venir a Cristo; pero el pecado es la única calificación para que un hombre venga a Jesús. El buen viejo Crisp dice: “La justicia me mantiene apartado de Cristo: el sano no tiene necesidad de un médico, sino los que están enfermos; el pecado, cuando es reconocido, me conduce a Cristo, y al venir a Cristo, entre más pecado tenga, mayor motivo poseo para esperar misericordia.”

David dice, y por cierto es algo sorprendente lo que dijo: “Perdonarás también mi pecado, que es grande.” Pero, David, ¿por qué no dijiste que era pequeño tu pecado? Porque David sabía que entre mayores fueran sus pecados, mayor razón tendría para pedir misericordia. Entre más vil es un hombre, con mayor ahínco lo invito a creer en Jesús. Como ministros, todo lo que tenemos que buscar es un sentido de pecado. Nosotros predicamos a los pecadores; y si nos enteramos que un hombre asume el título de pecador para sí, entonces le decimos: “Mira a Cristo, y serás salvo.” “Mira,” esto es todo lo que Él demanda de ti, y aun esto Él te lo proporciona. Si te miras a ti mismo, estás condenado; tú eres un sinvergüenza vil, lleno de cosas repugnantes, corruptas y que corrompen a otros.

¡Pero mira aquí! ¿Ves a aquel hombre que cuelga de la cruz? ¿Puedes contemplar Su cabeza moribunda inclinada con mansedumbre sobre Su pecho? ¿Ves esa corona de espinas, que hace brotar gotas de sangre que se escurren por Sus mejillas? ¿Ves Sus manos, traspasadas y rasgadas, y Sus benditos pies, soportando el peso de Su cuerpo, partidos casi completamente en dos por los clavos crueles? ¡Pecador!, ¿lo oyes gritar?: “Elí, Elí, ¿lama sabactani?” ¿Acaso no lo escuchas clamar: “Consumado es”? ¿Puedes ver Su cabeza inclinada por la muerte? ¿Ves ese costado traspasado por la lanza, y el cuerpo bajado de la cruz?

¡Oh, ven aquí! Esas manos fueron clavadas por ti; esos pies vertieron sangre por ti; ese costado fue abierto por ti; y si quieres saber cómo puedes encontrar misericordia, ¡allí está! “¡Mirad!” “¡Mirad a mí!” No mires más a Moisés. No mires más al Sinaí. Ven aquí y mira al Calvario, y a la víctima del Calvario, y al sepulcro de José. Y mira hacia allá, al hombre que junto al trono se sienta con Su Padre, coronado de luz y de inmortalidad. “Mira, pecador,” te dice Él, el día de hoy, “Mírame, y sé salvo.” De esta forma, Dios nos enseña que no hay nadie más; porque Él nos lleva a mirar únicamente a Él, y a mirar totalmente lejos de nosotros.

2. El segundo pensamiento es: los medios de salvación. Es, “Mirad a mí, y sed salvos.” Ustedes han observado a menudo, estoy seguro, que muchas personas gustan de una adoración intrincada, (una religión complicada), que difícilmente pueden comprender. No pueden soportar una adoración tan simple como la nuestra. Por eso deben tener a un hombre vestido de blanco, y a un hombre vestido de negro; luego deben tener lo que llaman un altar y un presbiterio. Después de poco tiempo eso ya no es suficiente, y deben tener floreros y velas. Entonces el clérigo se vuelve un sacerdote, y debe tener un vestido de vivos colores, mostrando una gran cruz. Y así sucesivamente: lo que es simplemente una bandeja se convierte en una patena, y lo que una vez fue una copa se vuelve un cáliz; y entre más complicadas sean las ceremonias, más les agradan a ellos.

Les gusta que su ministro tenga la posición de un ser superior. ¡Al mundo le gusta la religión que no puede comprender! Pero ¿acaso no han observado nunca cuán gloriosamente sencilla es la Biblia? No acepta ninguna de las tonterías de ustedes; habla muy claro y solamente cosas claras. “¡Mirad!” No hay ningún inconverso al que le guste esto: “Mira a Cristo, y sé salvo.” No, él viene a Cristo como Naamán vino a Elías; y cuando se le dice: “¡Ve y lávate en el Jordán!” él responde: “yo decía para mí: Saldrá él luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y alzará su mano y tocará el lugar; pero la idea de decirme que me lave en el Jordán, es una cosa muy ridícula. ¡Cualquiera podría hacer eso!” Si el profeta le hubiera ordenado hacer algo grandioso, ¿acaso no lo habría hecho? ¡Ah!, ciertamente lo habría hecho. Y si esta mañana yo dijera que cualquiera que camine de aquí a Bath sin zapatos ni calcetines, o que hiciera cualquier otra cosa imposible, será salvo, ustedes saldrían hacia allá mañana mismo, después del desayuno.

Si me tomara siete años describir el camino de salvación, estoy seguro que todos ustedes anhelarían oír acerca de él. Si únicamente un doctor muy letrado pudiera definir el camino al cielo, ¡cómo lo seguirían todos! Y si fuera descrito con palabras difíciles, y con palabras intercaladas tomadas del latín y del griego, sería todavía mucho mejor.

Pero el Evangelio que debemos predicar es muy sencillo. Únicamente es: “¡Mirad!” “¡Ah!” dirá alguien, “¿acaso eso es el Evangelio? Yo no le voy a prestar ninguna atención a eso.” Pero, ¿por qué te ha ordenado Dios hacer una cosa tan sencilla? Precisamente para doblegar tu orgullo, y para mostrarte que Él es Dios, y no hay más. Oh, vean cuán simple es el camino de salvación. Es: “¡Mirad, mirad, mirad!” ¡Cinco letras en total! “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.”

Algunos teólogos necesitan una semana para decirte lo que debes hacer para ser salvo: pero Dios el Espíritu Santo sólo necesita cinco letras para hacerlo. “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.” ¡Cuán sencillo es ese camino de salvación! Y, ¡oh, cuán instantáneo! Nos toma algún tiempo mover nuestra mano, pero una mirada no requiere ni un momento. Así, el pecador cree en un instante; y en el momento en que ese pecador cree y confía en su Dios crucificado para perdón, de inmediato recibe la plena salvación a través de Su sangre.

Podría haber alguien hoy que haya venido injustificado en su conciencia, pero que saldrá de aquí justificado, mientras que otros no lo harán. Puede haber algunas personas aquí, que son personas inmundas un instante, y perdonadas al siguiente. Todo es hecho en un instante. “¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad!” ¡Y, cuán universal es! Porque en cualquier lugar en que me encuentre, sin importar cuán lejos esté, simplemente dice: “¡Mirad!” No dice que voy a ver; sólo dice: “¡Mirad!”

Si tratamos de ver una cosa en la oscuridad, no podemos hacerlo; pero habremos hecho lo que se nos dijo que hiciéramos. Así, si un pecador sólo mira a Jesús, Él lo salvará; pues Jesús en la oscuridad es tan eficaz como Jesús en la luz, y Jesús, cuando no pueden verlo, es tan eficaz como Jesús cuando pueden verlo. Se trata únicamente de “¡mirar!”

“¡Ah!”, dirá alguien, “yo he estado tratando de ver a Jesús todo este año, pero no he podido verlo.” No dice que lo veas, sino “¡Míralo a Él!” Y dice que los que miraron, fueron iluminados. Aunque haya un obstáculo frente ti, si únicamente miras en la dirección correcta, eso es suficiente. “¡Mirad a mí!” No se trata tanto de ver a Cristo, sino de mirar hacia Él. El querer a Cristo, el desear a Cristo, el anhelar a Cristo, el confiar en Cristo, el aferrarse a Cristo, eso es lo que se necesita. “¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad!” ¡Ah!, si el hombre mordido por la serpiente hubiese vuelto sus ojos sin visión hacia la serpiente de bronce, aunque no la hubiera visto, habría recibido la restauración de su vida. Es el mirar y no el ver, lo que salva al pecador.

Repetimos esto: ¡cómo humilla esto al hombre! Hay un caballero que dice: “Bien, si se hubiesen requerido mil libras esterlinas para mi salvación, yo hubiera considerado que eso era insignificante.” Pero tu oro y tu plata están corrompidos; no sirven para nada. “Entonces ¿debo ser salvo de la misma manera que mi sirvienta Beatriz?” Sí, exactamente igual; no hay un camino especial de salvación para ti. Eso es para mostrarle al hombre que Jehová es Dios, y no hay más. El sabio dice: “si se tratara de resolver el problema más maravilloso, o descubrir el más grande misterio, yo lo haría. ¿No podría tener yo algún evangelio misterioso? ¿No podría creer en alguna religión misteriosa?” No, se trata de “¡Mirar!” “¡Cómo!” ¿Voy a ser salvado de la misma manera que ese colegial salido de un hospicio, que no tiene ninguna preparación?” Sí, debes serlo, pues no serás salvo de ningún otro modo.

Otro afirma: “yo he sido muy moral y recto; he guardado todas las leyes de mi país; y si hay algo más que deba hacer, lo haré; voy a comer únicamente pescado los viernes, y voy a guardar todos los ayunos de la iglesia, y eso va a salvarme.” No señor, eso no te va a salvar; tus obras buenas no sirven para nada. “¡Cómo!” ¿Debo ser salvo de la misma manera que la prostituta o el borracho?” Sí señor, sólo hay un camino de salvación para todos. “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.” Él ha dictado una sentencia condenatoria para todos, para que pudiera venir la gracia inmerecida de Dios sobre muchos, para salvación. “¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad!” Este es el sencillo método de salvación. “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.”

3. Observen cómo Dios ha humillado el orgullo del hombre, y Se ha exaltado a Sí mismo, por las personas que ha llamado a mirar. “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.” Cuando los judíos oyeron que Isaías decía eso, “¡ah!”, exclamaron, “deberías haber dicho: Mira a mí, Jerusalén, y sean salvos. Eso habría sido lo correcto. Pero esos perros gentiles, ¿acaso van a mirar y serán salvos?” “Sí,” dice Dios, “les voy a mostrar, judíos, que aunque les he dado muchos privilegios, voy a exaltar a otros por encima de ustedes; Yo puedo hacer con lo mío lo que me agrade.”

Ahora, ¿cuáles son los términos de la tierra? Pues, hay pobres naciones paganas que están a pocos grados de distancia de las bestias, que son incivilizadas e incultas; pero si pudiera ir y caminar por el desierto, o encontrara al selvático de Australia en su choza, o recorriera los mares del Sur, y encontrara a un caníbal, le diría a él o al selvático: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.” Esos son algunos de “los términos de la tierra,” y el Evangelio es enviado a ellos, tanto como a los cultos griegos, a los romanos refinados o a los educados británicos.

Pero yo pienso que “los términos de la tierra” también quiere decir aquellos que se han alejado de Cristo. ¡Me refiero a ti, borracho! Has ido degradándote hasta alcanzar los términos de la tierra; casi has sufrido de delirium tremens; no puedes ser peor; no hay hombre que respire que sea peor que tú. ¿Acaso lo hay? ¡Ah!, pero Dios, para doblegar tu orgullo, te dice: “Mírame a mí, y sé salvo.” Hay otra persona que ha vivido una vida de infamia y pecado, hasta destruirse a sí misma, que hasta parece que Satanás la barre para sacarla por la puerta trasera; pero Dios le dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.”

Me parece que veo aquí a alguien que tiembla y que dice: “¡Ah!, yo no he sido uno de éstos, señor, pero he sido algo peor, pues he asistido a la casa de Dios, y he ahogado convicciones, y he desechado todos los pensamientos de Jesús, y ahora creo que Él nunca tendrá misericordia de mí.” Tú eres uno de esos “¡términos de la tierra!” En tanto que encuentre a alguien que sienta así, puedo decirle que es uno de “los términos de la tierra.” “Pero,” afirma otro, “yo soy tan peculiar; si no sintiera lo que siento, todo estaría bien; pero siento que mi caso es muy peculiar.” Eso está bien; son gente muy especial. Pero si miras, lo podrás alcanzar.

Pero otro dice: “No hay nadie en el mundo como yo; no creo que encuentren un ser bajo el sol que haya tenido tantos llamamientos, y los haya desechado, y tantos pecados sobre su cabeza; además, tengo tanta culpa que no me gustaría confesarla a ningún ser viviente.” Nuevamente, él es uno de “los términos de la tierra;” por tanto, todo lo que tengo que hacer es clamar en el nombre del Señor, “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.”

Pero tú dices que el pecado no te permitirá mirar. Yo te respondo, tu pecado te será quitado en el momento en que mires. “Pero no me atrevo; Él me condenará; me da miedo mirar.” Él te condenará más, si no miras.

Teme, entonces, y mira; pero no permitas que tu miedo te impida mirar. “Pero Él me echará fuera.” Pruébalo. “Pero no puedo verlo.” Te digo que no es ver, sino mirar. “Pero mis ojos están tan pegados a la tierra, tan terrenales, tan mundanales.” ¡Ah!, pero, pobre alma, Él da poder para mirar y vivir. Él dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra.”

Tomen esto, queridos amigos, como texto para el nuevo año, tanto ustedes que aman al Señor, como ustedes que están únicamente mirando por primera vez. ¡Cristiano!, en todas tus aflicciones de este año, mira a Dios y sé salvo. En todas tus pruebas y dolores mira a Cristo, y encuentra salvación. En toda tu agonía, pobre alma, en todo tu arrepentimiento por tu culpa, mira a Cristo, y encuentra perdón. Este año recuerda volver tus ojos al cielo, y mantén tu corazón orientado al cielo. Recuerda hoy que has atado a tu alrededor una cadena de oro, y has puesto uno de sus eslabones en la armella del cielo. Miren a Cristo y no teman. No hay tropiezo cuando un hombre camina con su mirada en alto, dirigida Jesús. El que miraba las estrellas cayó en la zanja; pero quien mira a Cristo camina con seguridad. Mantengan sus ojos en alto, todo el año. “Mirad a Él, y sed salvos,” y recuerden que “Él es Dios, y no hay más.” Y tú, pobre individuo que tiemblas, ¿tú, qué dices? ¿Comenzarás el año mirándolo a Él? Tú sabes cuán lleno de pecado te encuentras hoy; tú sabes cuán inmundo eres; y sin embargo, es posible que antes que te pongas de pie y llegues al pasillo, estarás tan justificado como los apóstoles lo están ante el trono de Dios. Es posible que antes que tu pie pise el umbral de la puerta de tu casa, hayas perdido la carga que has soportado en tu espalda, y proseguirás tu camino, cantando: “he sido perdonado, he sido perdonado; soy un milagro de la gracia; hoy es mi cumpleaños espiritual.” ¡Oh!, que lo fuese para muchos de ustedes, para que al fin yo pueda decir: “Heme aquí, y los hijos que me has dado.” ¡Escucha esto, pecador convicto! “Este pobre clamó a Jehová en su angustia, y lo libró de todas sus aflicciones.” ¡Oh!, ¡Gustad, y ved que es bueno Jehová!

¡Crean en Él ahora; ahora dejen que su alma culpable descanse en Su justicia; ahora sumerjan su alma negra en el baño de Su sangre; ahora pongan su alma desnuda a la puerta del ropero de Su justicia; ahora traigan su alma hambrienta a la fiesta de la plenitud! ¡Ahora “miren”! ¡Cuán simple parece! Y sin embargo, es la cosa más difícil que un hombre pueda hacer. Ellos no lo harán nunca, mientras la gracia no los constriña a hacerlo. ¡Sin embargo, allí está: “miren”! Regresen a sus casas con ese pensamiento. “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.”


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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery, en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet. Sermón #60 – Volumen 2 SOVEREIGNTY AND SALVATION

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