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“Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Juan 5:40
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermon #52 – El Libre Albedrío: Un Esclavo
Este es uno de los poderosos cañones de los arminianos, colocado sobre sus murallas, y a menudo disparado con un terrible ruido contra los pobres cristianos llamados calvinistas Yo pretendo silenciar ese cañón el día de hoy, o, más bien, dispararlo en contra del enemigo, pues nunca les perteneció a ellos. El cañón no fue construido en la fundición de los arminianos, y más bien su objetivo era la enseñanza de una doctrina totalmente opuesta a la que los arminianos sostienen.
Usualmente, cuando se explica este texto, las divisiones son: primero, que el hombre tiene voluntad. Segundo, que es enteramente libre. Tercero, que los hombres deben decidir venir a Cristo por ellos mismos, de lo contrario no serán salvos.
Pero nosotros no lo dividiremos de esa manera, sino que nos esforzaremos por analizar de manera objetiva este texto, sin concluir apresuradamente que enseña la doctrina del libre albedrío, simplemente porque contiene palabras tales como “querer” y “no querer.”
Ya se ha demostrado más allá de toda controversia, que el libre albedrío es una insensatez. La voluntad no tiene libertad como tampoco la electricidad tiene peso. Son cosas completamente diferentes. Podemos creer en la libertad de acción del individuo, pero el libre albedrío es algo sencillamente ridículo. Todo mundo sabe que la voluntad es dirigida por el entendimiento, que es llevada a la acción por motivos, que es guiada por otras partes del alma, y que es una potencia secundaria.
Tanto la filosofía como la religión descartan de inmediato la pura idea del libre albedrío; y yo estoy de acuerdo con la rotunda afirmación de Martín Lutero que dice: “Si algún hombre atribuye una parte de la salvación, aunque sea lo más mínimo, al libre albedrío del hombre, no sabe absolutamente nada acerca de la gracia, y no tiene el debido conocimiento de Jesucristo.” Puede parecer un concepto duro, pero aquel que cree con plena convicción que el hombre se vuelve a Dios por su propio libre albedrío, no puede haber recibido esa enseñanza de Dios, pues ese es uno de los primeros principios que aprendemos cuando Él comienza a trabajar en nosotros: que no tenemos ni voluntad ni poder, sino que ambos los recibimos de Él; que Él es “el Alfa y la Omega” en la salvación de los hombres.
Nuestras consideraciones el día de hoy serán las siguientes: primero: todos los hombres están muertos, porque el texto dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Segundo: que hay vida en Jesucristo: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Tercero: que hay vida en Jesucristo para todo aquel que viene por ella: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida,” implicando que todos los que vengan, tendrán vida. Y cuarto: la sustancia del texto radica en esto, que ningún hombre por naturaleza vendrá jamás a Cristo, pues el texto dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Lejos de afirmar que los hombres por su propia voluntad harán alguna vez eso, lo niega de manera abierta y categórica, diciendo: “Y NO QUERÉIS venir a mí para que tengáis vida.” Entonces, queridos hermanos, estoy a punto de gritar: ¿Acaso los que creen en el libre albedrío no están conscientes que se están atreviendo a desafiar la inspiración de la Escritura? ¿No tienen ningún entendimiento, aquellos que niegan la doctrina de la gracia? Se han apartado tanto de Dios que retuercen el texto para demostrar el libre albedrío; en cambio, el texto dice: “Y NO QUERÉIS venir a mí para que tengáis vida.”
I. Entonces, en primer lugar, nuestro texto indica QUE LOS HOMBRES ESTÁN MUERTOS POR NATURALEZA. Ningún ser necesita buscar la vida si tiene vida en sí mismo. El texto habla de manera muy fuerte cuando afirma: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Aunque no lo dice con las palabras, efectivamente está afirmando que los hombres necesitan otra vida que la que tienen. Queridos lectores, todos nosotros estamos muertos a menos que seamos engendrados a una esperanza viva.
Todos nosotros, por naturaleza, estamos legalmente muertos: “el día que de él comieres, ciertamente morirás,” le dijo Dios a Adán; y aunque Adán no murió en ese momento físicamente, murió legalmente; es decir, su muerte quedó registrada en su contra. Tan pronto como en Old Bailey (famosa corte criminal de Londres) el juez se cubre la cabeza con una gorra negra y pronuncia la sentencia, el reo es considerado muerto según la ley. Aunque pueda transcurrir todavía un mes antes de que sea llevado al cadalso para que se cumpla la sentencia, la ley lo considera un hombre muerto. Es imposible que ese hombre realice ninguna transacción. No puede heredar nada ni puede hacer un testamento; él no es nada: es un hombre muerto. Su país considera que no tiene ninguna vida. Si hay elecciones, él no puede votar porque está considerado como muerto. Está encerrado en su celda de condenado a muerte, y es un muerto vivo.
¡Ah! Ustedes, pecadores impíos, que nunca han tenido vida en Cristo, ustedes están vivos hoy, por una suspensión temporal de la sentencia, pero deben saber que ustedes están legalmente muertos; que Dios los considera así, que el día en que su padre Adán tocó el fruto, y cuando ustedes mismos pecaron, Dios, el Eterno Juez, se puso una gorra negra de Juez y los ha condenado.
Ustedes tienen opiniones muy elevadas acerca de propia posición, y de su bondad, y de su moralidad. ¿Dónde está todo eso? La Escritura dice que “ya han sido condenados.” No tienen que esperar el día del juicio para escuchar la sentencia (allí será la ejecución de la sentencia) ustedes “ya han sido condenados.” En el instante en que pecaron, sus nombres fueron inscritos en el libro negro de la justicia; cada uno ha sido sentenciado a muerte por Dios, a menos que encuentre un sustituto por sus pecados en la persona de Cristo.
¿Qué pensarían ustedes si entraran en la celda de un condenado a muerte, y vieran al reo sentado en su celda riéndose muy feliz? Ustedes dirían: “Ese hombre es un insensato, pues ya ha sido condenado y va a ser ejecutado; sin embargo, cuán feliz está.” ¡Ah! ¡Y cuán insensato es el hombre del mundo, quien, aunque tiene una sentencia registrada en su contra, vive muy contento! ¿Piensas tú que la sentencia de Dios no se cumplirá? ¿Piensas tú que tu pecado, que está escrito para siempre con una pluma de hierro sobre las rocas, no contiene horrores en su interior? Dios dice que ya has sido condenado. Si tan sólo pudieras sentirlo, esto mezclaría gotas amargas en tu dulce copa de gozo; tus bailes llegarían a su fin, tu risa se convertiría en llanto, si recordaras que ya has sido condenado. Todos nosotros deberíamos llorar si grabáramos esto en nuestras almas: que por naturaleza no tenemos vida ante los ojos de Dios; que estamos en realidad, positivamente condenados; que tenemos una sentencia de muerte en contra nuestra, y que somos considerados por Dios tan muertos, como si en realidad ya hubiésemos sido arrojados al infierno. Aquí ya hemos sido condenados por el pecado. Aun no hemos sufrido el correspondiente castigo, pero la sentencia ya está escrita y estamos legalmente muertos. Tampoco podemos encontrar vida a menos que encontremos vida ante la ley en la persona de Cristo, de lo que hablaremos más adelante.
Pero además de estar legalmente muertos, también estamos muertos espiritualmente. Porque además de que la sentencia fue registrada en el libro, también se registró en el corazón; entró en la conciencia; obró en el alma, en la razón, en la imaginación, en fin, en todo. “El día que de él comieres, ciertamente morirás,” se cumplió, no solamente por la sentencia que fue registrada, sino por algo que ocurrió en Adán. De la misma forma que en un momento determinado, cuando me muera, la sangre se detendrá, cesará de latir el pulso, los pulmones dejarán de respirar, así el día que Adán comió del fruto, su alma murió. Su imaginación perdió su poder maravilloso de elevarse hacia las cosas celestiales y ver el cielo, su voluntad perdió el poder que tenía para elegir siempre lo bueno, su juicio perdió toda la habilidad anterior de discernir entre el bien y el mal, de manera decidida e infalible, aunque algo de eso fue retenido por la conciencia; su memoria quedó contaminada, sujeta a recordar lo malo y olvidar lo bueno; todas sus facultades perdieron el poder de la vitalidad moral. La bondad, que era la vitalidad de sus facultades, despareció. La virtud, la santidad, la integridad, todas estas cosas, eran la vida del hombre; pero cuando desaparecieron, el hombre murió.
Y ahora, todo hombre, está “muerto en sus delitos y pecados” espiritualmente. En el hombre carnal el alma no está menos muerta de lo que está un cuerpo cuando es depositado en la tumba; está real y positivamente muerta: no a la manera de una metáfora, pues Pablo no está hablando de manera metafórica cuando afirma: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.”
Pero, queridos lectores, nuevamente quisiera poderles predicar a sus corazones en relación a este tema. Ha sido algo penoso tener que recordarles que la muerte ya está registrada; pero ahora tengo que hablarles y decirles que la muerte ya ha ocurrido, efectivamente, en sus corazones. Ustedes no son lo que antes eran; ustedes no son lo que eran en Adán, ni son lo que eran cuando fueron creados. El hombre fue creado puro y santo. Ustedes no son las criaturas perfectas que algunos presumen ser; ustedes están completamente caídos, completamente extraviados, llenos de corrupción y suciedad. ¡Oh! Por favor no escuchen el canto de la sirena de quienes les hablan de su dignidad moral, o de su elevada capacidad en los asuntos de la salvación. Ustedes no son perfectos; esa terrible palabra “ruina,” está escrita en sus corazones; y la muerte está sellada en su espíritu.
No pienses, oh hombre moral, que tú serás capaz de comparecer ante Dios sólo con tu moralidad, pues no eres otra cosa que un cadáver embalsamado en legalidad, un esqueleto vestido elegantemente, pero finalmente putrefacto a los ojos de Dios. ¡Y tampoco pienses tú, que posees una religión natural, que tú puedes hacerte aceptable ante Dios mediante tu propia fuerza y poder! ¡Vamos, hombre! ¡Tú estás muerto! Y tú puedes maquillar a un muerto tan gloriosamente como te plazca, pero no dejará de ser una solemne burla.
Allí está la reina Cleopatra: con una corona sobre su cabeza, vestida con sus mantos reales, siendo velada en la sala mortuoria. ¡Pero qué escalofríos recorren tu cuerpo cuando pasas junto a ella! Aun en su muerte, se ve bella. ¡Pero cuán terrible es estar junto a un muerto, aun si se trata de una reina muerta, muy celebrada por su belleza majestuosa! Así también tú puedes tener una belleza gloriosa y ser atractivo, amable y simpático; te pones sobre tu cabeza la corona de la honestidad, y te vistes con los vestidos de la rectitud, pero a menos que Dios te haya dado vida ¡oh, hombre! a menos que el Espíritu haya obrado en tu alma, tú eres a los ojos de Dios tan desagradable, como ese frío cadáver es desagradable para ti.
Tú no elegirías vivir con un cadáver para que comparta tu mesa; tampoco a Dios le agrada tenerte ante sus ojos. Él está airado contigo cada día, pues tú estás en pecado: tú estás muerto. ¡Oh! Debes creer esto; deja que penetre en tu alma; aplícalo a ti, pues es muy cierto que estás muerto, tanto espiritualmente como legalmente.
El tercer tipo de muerte es la consumación de las otras dos. Es la muerte eterna. Es la ejecución de la sentencia legal; es la consumación de la muerte espiritual. La muerte eterna es la muerte del alma; tiene lugar después que el cadáver ha sido colocado en la tumba, después que el alma ha salido de él. Si la muerte legal es terrible, es debido a sus consecuencias; y si la muerte espiritual es espantosa, es debido a todo lo que viene después. Las dos muertes de las que hemos hablado son la raíz, y esa muerte que vendrá es la flor que nace de esa raíz.
¡Oh! quisiera tener las palabras apropiadas para poder describirles lo que es la muerte eterna. El alma se ha presentado ante su Hacedor; el libro ha sido abierto; la sentencia ha sido pronunciada: “Apartaos de mí, malditos” ha sacudido el universo y ha oscurecido a los astros con el enojo del Creador; el alma ha sido arrojada a las profundidades donde permanecerá con otros en muerte eterna. ¡Oh! cuán horrible es su condición ahora. ¡Su cama es una cama de fuego; los espectáculos que contempla son de tal naturaleza que aterran a su espíritu; los sonidos que escucha son gritos sobrecogedores, y quejidos y gemidos y lamentos; y su cuerpo sólo conoce un dolor miserable! Está sumido en un dolor indecible, en una miseria que no conoce el descanso.
El alma mira hacia arriba. La esperanza no existe, se ha ido. Mira hacia abajo llena de terror y miedo; el remordimiento se ha adueñado de su alma. Mira hacia la derecha y las paredes impenetrables del destino la mantienen dentro de sus límites para torturarla. Mira hacia su izquierda y allí los muros de fuego ardiente descartan la menor posibilidad de colocar una escalera para poder escapar. Busca en sí misma el consuelo, pero un gusano que muerde dolorosamente ha penetrado en su alma. Mira a su alrededor y no encuentra a ningún amigo que le pueda ayudar, ni a ningún consolador, sino sólo atormentadores en abundancia. No tiene a su disposición ninguna esperanza de liberación; ha escuchado la llave eterna del destino girar en su terrible cerradura, y ha visto que Dios toma la llave y la lanza al fondo del abismo de la eternidad donde no podrá ser encontrada nunca. No tiene esperanza, no tiene escape, no hay posibilidad de liberación; desea ardientemente la muerte, pero la muerte es su encarnizada enemiga y no vendrá; anhela que la no-existencia lo trague, pero esta muerte eterna es peor que la aniquilación. Anhela la exterminación como el trabajador ansía el día de descanso. Espera ser tragado por la nada de la misma manera que un preso anhela su libertad. Pero nada de esto sucede: está eternamente muerta.
Cuando la eternidad haya recorrido muchísimas veces sus ciclos eternos, estará todavía muerta. La eternidad no tiene fin; la eternidad sólo puede deletrearse con la eternidad. Y después de todo eso, el alma verá un aviso escrito sobre su cabeza: “Tú estás condenada para siempre.” Escucha aullidos que durarán por toda la eternidad; ve llamas que no se pueden extinguir; sufre dolores que no pueden mitigarse; oye una sentencia que no retumba como los truenos de la tierra, que pronto se desvanecen, sino que va en aumento, más y más, sacudiendo los ecos de la eternidad, haciendo que miles de años se sacudan nuevamente con el horrible trueno de su terrible sonido: “¡Apartaos de mí! ¡Apartaos de mí! ¡Apartaos de mí! ¡Malditos!” Esta es la muerte eterna.
II. En segundo lugar, EN CRISTO JESÚS HAY VIDA, pues Él dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” No hay vida en Dios Padre para un pecador; no hay vida en Dios Espíritu Santo para un pecador, aparte de Jesús. La vida de un pecador está en Cristo. Si piensas que en el Padre puedes encontrar la vida aparte del Hijo, aunque Él ame a Sus elegidos, y decrete que vivirán, no es así; la vida está solamente en el Hijo. Si tomas a Dios el Espíritu Santo aparte de Jesucristo, a pesar de que es el Espíritu quien nos da vida espiritual, sin embargo la vida está en Cristo, la vida está en el Hijo. Ni nos atreveríamos ni podríamos pedir la vida espiritual a Dios el Padre o a Dios el Espíritu Santo. Lo primero que se nos ordena hacer cuando Dios nos saca de Egipto es comer la Pascua. Eso es lo primero. El primer medio por el que recibimos la vida es comiendo la carne y la sangre del Hijo de Dios; viviendo en Él, confiando en Él, creyendo en Su gracia y Su poder.
Nuestra segunda consideración es: hay vida en Cristo. Les mostraremos que hay tres tipos de vida en Cristo, de la misma manera que hay tres tipos de muerte.
En primer lugar hay vida legal en Cristo. De la misma manera que todos los hombre considerados en Adán tenían una sentencia de condenación dictada contra ellos en el momento que Adán pecó, y más especialmente en el momento de su propia primera trasgresión, así también, yo, si soy un creyente, y tú, si confías en Cristo, hemos recibido una sentencia legal absolutoria, dictada a nuestro favor por medio de la obra de Jesucristo.
¡Oh, pecador condenado! Tú puedes estar aquí hoy, condenado como el prisionero de Newgate (famosa prisión de Londres para los condenados a muerte); pero antes de que pase este día, tú puedes estar tan libre de culpa como los ángeles del cielo. Hay vida legal en Cristo, y, ¡bendito sea Dios! algunos de nosotros la tenemos. Sabemos que nuestros pecados son perdonados porque Cristo sufrió el castigo merecido por esos pecados; sabemos que nosotros mismos no podremos ser castigados, pues Cristo sufrió en lugar nuestro. La Pascua ha sido sacrificada por nosotros; el dintel y los postes de la puerta han sido rociados y el ángel exterminador no puede tocarnos jamás. Para nosotros no hay infierno, aunque esté ardiendo con terribles llamas. No importa que Tofet esté preparado desde hace mucho tiempo, y tenga un buen suministro de leña y mucho humo, nosotros nunca iremos allí: Cristo murió por nosotros, en nuestro lugar. ¿Qué importa que haya instrumentos de horrible tortura? ¿Qué importa si hay una sentencia que produce los más horribles ecos de sonidos atronadores? ¡Sin embargo, ni los tormentos, ni la cárcel, ni el trueno, son para nosotros! En Cristo Jesús hemos sido liberados. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.”
¡Pecador! ¿Estás tú, legalmente condenado esta mañana? ¿Sientes que es así? Entonces déjame decirte que la fe en Cristo te hará saber que has sido absuelto legalmente. Amados hermanos, no es una fantasía que estamos condenados por nuestros pecados, es una realidad. Tampoco es una fantasía que hemos sido absueltos, es una realidad. Si un hombre va a morir en la horca, pero recibiera un perdón de última hora, sentiría que es una grandiosa realidad. Diría: “he sido perdonado completamente, ya no pueden condenarme otra vez.” Así me siento yo—
“Libre de pecado ahora, camino en libertad,
La sangre del Salvador es mi completo perdón,
A sus amados pies me arrojo,
Para rendirle homenaje, siendo un pecador redimido.”
Hermanos, hemos ganado una vida legal en Cristo, y no podemos perder esa vida legal. La sentencia fue dictada en contra nuestra una vez: pero ahora ha sido anulada. Está escrito: “AHORA, PUES, NINGUNA CONDENACIÓN HAY,” y esa anulación es tan válida para mí dentro de cincuenta años, como lo es ahora. No importa cuántos años vivamos, siempre estará escrito: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”
Continuando, en segundo lugar, hay vida espiritual en Cristo Jesús. Como el hombre está muerto espiritualmente, Dios tiene una vida espiritual para él, pues no hay ninguna necesidad que no pueda ser suplida por Jesús, no hay ningún vacío en el corazón, que Cristo no pueda llenar; no hay ningún lugar solitario que Él no pueda poblar, no hay ningún desierto que Él no pueda hacer florecer como una rosa.
¡Oh, ustedes pecadores que están muertos! que están muertos espiritualmente, hay vida en Cristo Jesús, pues hemos visto ¡sí! estos ojos lo han visto, que los muertos reviven; hemos conocido al hombre cuya alma estaba totalmente corrompida, pero que por el poder de Dios ha buscado la justicia; hemos conocido al hombre cuya visión era completamente carnal, cuya lujuria lo dominaba plenamente, y cuyas pasiones eran muy poderosas, pero que, de pronto, por un irresistible poder del cielo, se ha consagrado a Cristo, y se ha convertido en un hijo de Jesús.
Sabemos que hay vida en Cristo Jesús de un orden espiritual; sí, y más aún, nosotros mismos, en nuestras propias personas, hemos sentido esa vida espiritual. Recordamos muy bien cuando estábamos en la casa de oración, tan muertos como el propio asiento en el que estábamos sentados. Habíamos escuchado durante mucho, mucho tiempo el sonido del Evangelio, sin que surtiera ningún efecto, cuando de pronto, como si nuestros oídos fuesen abiertos por los dedos de algún ángel poderoso, un sonido penetró en nuestro corazón. Creímos escuchar a Jesús que decía: “El que tenga oídos para oír, oiga.” Una mano irresistible apretó nuestro corazón hasta arrancarle una oración. Nunca antes habíamos orado así. Clamamos: “¡Oh Dios!, ten misericordia de mí, pecador.”
¿Acaso algunos de nosotros no hemos sentido una mano que nos apretaba como si hubiésemos sido sorprendidos en un vicio, y nuestras almas derramaban gotas de angustia? Esa miseria era el signo de una nueva vida. Cuando una persona se está ahogando no siente tanto dolor como cuando logra sobrevivir y está en proceso de recuperación. ¡Oh!, recordamos esos dolores, esos gemidos, esa lucha encarnizada que nuestra alma experimentaba cuando vino a Cristo. ¡Ah!, podemos recordar cuando recibimos nuestra vida espiritual tan fácilmente como puede hacerlo un hombre que ha resucitado de su sepulcro. Podemos suponer que Lázaro recordaba su resurrección, aunque no recordara todas las circunstancias que la rodearon. Así nosotros también, aunque hayamos olvidado mucho, ciertamente recordamos cuando nos entregamos a Cristo. Podemos decir a cada pecador, sin importar cuán muerto esté, que hay vida en Cristo Jesús, aunque esté podrido y lleno de corrupción en su tumba. El mismo que levantó a Lázaro nos ha levantado a nosotros; y Él puede decir, aún a ti pecador: “¡Lázaro!, ven fuera.”
En tercer lugar, hay vida eterna en Cristo Jesús. ¡Oh!, y si la muerte eterna es terrible, la vida eterna es bendita; pues Él ha dicho: “Y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor.” “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria.” “Yo les doy vida eterna; y no perecerán para siempre.” Entonces, cualquier arminiano que quiera predicar acerca de ese texto debe comprar algo que le ayude a estirar sus labios de manera especial; nunca podría decir toda la verdad sin retorcerla de una manera muy misteriosa. La vida eterna: no una vida que se pueda perder, sino la vida eterna. Si perdí mi vida en Adán, la recobré en Cristo; si me perdí a mí mismo eternamente, me he encontrado a mí mismo en Jesucristo. ¡Vida eterna! ¡Oh pensamiento bendito! Nuestros ojos brillan de gozo y nuestras almas se encienden en un éxtasis al pensar que tenemos vida eterna.
¡Estrellas, apáguense!, dejen que Dios ponga Su dedo sobre ustedes: pero mi alma vivirá en el gozo y la bienaventuranza. ¡Oh sol, oscurece tu ojo!, mi ojo verá “al Rey en su hermosura” mientras que tu ojo no hará sonreír más a la verde tierra. ¡Y tú, oh luna, enrojece de sangre! Pero mi sangre nunca dejará de ser; este espíritu vivirá cuando tú hayas dejado de existir. ¡Y tú, grandioso mundo!, tú puedes desaparecer por completo tal como la espuma desaparece sobre la ola que la transporta; sin embargo, yo tengo vida eterna. ¡Oh tiempo!, tú puedes ver a las gigantes montañas morir y esconderse en sus tumbas; puedes ver a las estrellas como higos remaduros caer del árbol, pero nunca, nunca, verás morir mi espíritu.
III. Esto nos lleva al tercer punto: LA VIDA ETERNA ES DADA A TODO AQUEL QUE VENGA BUSCÁNDOLA. Nunca hubo nadie que haya venido a Cristo buscando la vida eterna, la vida legal, la vida espiritual, que no la haya recibido antes, en algún sentido, habiéndole sido manifestado que la tenía tan pronto como vino. Tomemos uno o dos textos: “por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.” Todo hombre que venga a Cristo encontrará que Cristo puede salvarle: no solamente puede salvarlo un poco, liberarlo de un pequeño pecado, librarlo de un pequeño juicio, llevarlo por un trecho para luego soltarlo: sino que puede salvarlo completamente de todo pecado, protegerlo durante todo el juicio, hasta las mayores profundidades de sus aflicciones, durante toda su existencia.
Cristo le dice a todo el que viene a Él: “Ven, pobre pecador, no necesitas preguntar si tengo poder para salvar. Yo no te voy a preguntar qué tan hundido estás en el pecado; Yo puedo salvarte plenamente.” Y no hay nadie en la tierra que pueda traspasar ese “plenamente.”
Ahora, otro texto: “El que a mí viene (noten que las promesas son casi siempre para los que vienen) no lo echo fuera.” Todo aquel que venga encontrará abierta la puerta de la casa de Cristo, y la puerta de Su corazón también. Todo aquel que venga (lo digo en el sentido más amplio) encontrará que Cristo tiene misericordia de él. La cosa más absurda del mundo es querer tener un Evangelio más amplio que el que está contenido en la Escritura. Yo predico que todo hombre que cree será salvo: que todo hombre que viene hallará misericordia.
La gente me pregunta: “Pero supongamos que un hombre que no es elegido viene, ¿será salvo?” Tú estás suponiendo una cosa sin sentido y no te la voy a responder. Si un hombre no es elegido, nunca vendrá. Cuando en efecto viene, esa es la mejor prueba de su elección. Alguien dice: “Supongamos que alguien viene a Cristo sin ser llamado por el Espíritu.” Detente, hermano mío, esa no es una suposición válida, pues algo así no puede suceder; dices eso sólo para enredarme, y no lo vas a lograr. Yo afirmo que todo aquel que viene a Cristo será salvo. Puedo decir eso como calvinista o como hipercalvinista, tan sencillamente como tú. Yo no tengo un Evangelio más limitado que el tuyo; mi único Evangelio está colocado sobre un cimiento sólido, mientras que el tuyo está construido sobre arena y podredumbre. “Todo aquel que venga será salvo; porque ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere.”
“Pero,” objeta alguien, “supongamos que todo el mundo quisiera venir, ¿los recibiría Cristo a todos?” Ciertamente sí, si vinieran todos; pero no quieren venir. Les digo que a todos los que vengan, ay, aun si fueran tan malos como los diablos, Cristo los recibirá; si todo tipo de pecado y de suciedad fluyera de sus corazones como de un sumidero común utilizado por todo el mundo, Cristo los recibirá. Otro dice: “Quiero saber acerca del resto de la gente. ¿Puedo salir y decirles: Jesucristo murió por cada uno de ustedes? ¿Puedo decir: hay justicia para cada uno de ustedes, hay vida para cada uno de ustedes?” No; no puedes. Puedes decir: hay vida para todo el que viene. Pero si tú dices que hay vida para alguno de esos que no creen, estarías diciendo una mentira muy peligrosa. Si les dices que Jesucristo fue castigado por sus pecados, y sin embargo se pierden, estarías diciendo una vil falsedad. Pensar que Dios pudo castigar a Cristo y luego castigarlos a ellos: ¡me sorprende que te atrevas al descaro de decir eso!
Un buen hombre predicaba una vez que había arpas y coronas en el cielo para toda su congregación; y luego concluyó de la manera más solemne: “Mis queridos amigos, hay muchos para quienes están preparadas estas cosas que nunca llegarán allá.” De hecho, inventó esa historia lamentable, y pudo haber sido cualquier otra historia. Pero les diré por quiénes debió haber llorado. Debió haber llorado por los ángeles del cielo y por todos los santos, pues eso arruinaría al cielo completamente.
Tú sabes cuando te reúnes en Navidad, que si has perdido a tu hermano David y su asiento está vacío, dirás: “Bien, siempre disfrutamos de la Navidad, pero ahora no es igual; ¡el pobre David está muerto y enterrado!” Imagínense a los ángeles diciendo: “¡Ah!, este es un cielo hermoso, pero no nos gusta ver todas esas coronas que están allá cubiertas de telarañas; no podemos soportar esa calle deshabitada: no podemos contemplar aquellos tronos vacíos.” Y entonces, pobres almas, tal vez comenzarían a hablar entre sí, diciendo: “ninguno de nosotros está seguro aquí pues la promesa fue: ‘Yo doy vida eterna a mis ovejas,’ y hay muchas de esas ovejas en el infierno a las cuales Dios dio vida eterna. Hay muchas personas por las que Cristo derramó su sangre que están ardiendo en el abismo, y si ellos pueden ser enviados allí, nosotros también podemos ir. Si no podemos confiar en una promesa, tampoco podemos confiar en la otra.” Así el cielo perdería sus cimientos, y caería. ¡Largo de aquí con ese evangelio que no tiene sentido! Dios nos da un Evangelio seguro y sólido, construido sobre un pacto sellado con hechos y bien ordenado en sus relaciones, sobre eternos propósitos y cumplimientos seguros.
IV. Llegamos ahora al cuarto punto, QUE POR NATURALEZA NINGÚN HOMBRE VENDRÁ A CRISTO, pues el texto dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Yo afirmo con base en la autoridad de la Escritura por medio de este texto, que no quieren venir a Cristo para que puedan tener vida. Les digo, podría predicarles por toda la eternidad, podría pedir prestada la elocuencia de Demóstenes o de Cicerón, pero ustedes no querrían venir a Cristo. Podría pedirles de rodillas, con lágrimas en mis ojos, y mostrarles los horrores del infierno y los gozos del cielo, la suficiencia de Cristo, y su propia condición perdida, pero ninguno de ustedes querría venir a Cristo por ustedes mismos a menos que el Espíritu que descansó en Cristo los traiga. Es una verdad universal que los hombres en su condición natural no quieren venir a Cristo.
Pero me parece que escucho a uno de estos charlatanes que hace una pregunta: “Pero, ¿no podrían venir si quisieran?” Amigo mío, te voy a responder en otra ocasión. Ese no es el tema que estamos analizando hoy. Estoy hablando de si quieren, no acerca de si pueden. Ustedes se darán cuenta, siempre que hablan acerca del libre albedrío, que el pobre arminiano en dos segundos comienza a hablar acerca del poder, mezclando dos conceptos que deben mantenerse separados. Nosotros no vamos a tratar esos dos temas conjuntamente; rehusamos tener que pelear con dos a la vez, si me lo permiten. En otra ocasión voy a predicar sobre este texto: “Ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere.” Pero hoy sólo estamos hablando acerca del querer; y es un hecho que los hombres no quieren venir a Cristo, para que puedan tener vida.
Podríamos demostrar esto por medio de muchos textos de la Escritura, pero sólo vamos a tomar una parábola. Ustedes recuerdan la parábola en la que un cierto rey preparó una fiesta para su hijo, e invitó a un gran número de personas para que vinieran; los bueyes y los animales engordados fueron preparados y envió a sus mensajeros para invitaran a muchos a la cena. ¿Fueron a la fiesta los invitados? Ah, no; sino que todos ellos, como si se hubieran puesto de acuerdo, comenzaron a poner pretextos. Uno dijo que se había casado, y por lo tanto no podría asistir, aunque muy bien pudo haber traído a su esposa con él. Otro había comprado una yunta de bueyes y quería ver cómo trabajaban; pero la fiesta era en la noche, y no podía probar a sus bueyes en la oscuridad. Otro había comprado un pedazo de terreno, y quería verlo; pero es difícil pensar que fue a verlo con una linterna. Así que todos pusieron pretextos y no quisieron asistir. Pero el rey estaba decidido a tener la fiesta; por eso dijo: “Vé por los caminos y por los vallados e” invítalos; ¡alto! no invítalos; fuérzalos a entrar;” pues ni aun los mendigos harapientos en los vallados habrían querido venir si no hubieran sido forzados.
Tomemos otra parábola: Un cierto hombre tenía una viña; y en el momento oportuno envió a uno de sus siervos para cobrar su renta.
¿Qué le hicieron? Golpearon al siervo. Entonces envió a otro siervo; y lo apedrearon. Todavía envió a otro y lo mataron. Y, finalmente, dijo: “Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto.” Pero ¿qué hicieron? Dijeron: “Éste es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra.” Y así lo hicieron. Lo mismo sucede con todos los hombres por naturaleza. Vino el Hijo de Dios, y sin embargo los hombres lo rechazaron. “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Nos tomaría mucho tiempo mencionar más pruebas de la Escritura. Sin embargo, nos vamos a referir ahora a la gran doctrina de la caída. Cualquiera que crea que la voluntad del hombre es enteramente libre, y que puede ser salvo por medio de esa voluntad, no cree en la caída. Como se los he repetido a menudo, muy pocos predicadores de la religión creen en verdad completamente en la doctrina de la caída, o bien creen que cuando Adán cayó se fracturó su dedo meñique, y no se rompió el cuello arruinando a toda su raza. Pues bien, amados hermanos, la caída destruyó al hombre enteramente. No dejó de afectar ni una sola potencia; todos fueron hechos pedazos, fueron contaminados y envilecidos; como si en un grandioso templo, los pilares todavía están allí, partes de la nave, alguna pilastra y una que otra columna todavía permanecen allí; pero todo está destruido, aunque algunos elementos todavía retienen su forma y su posición.
La conciencia del hombre algunas veces retiene mucho de su sensibilidad, pero eso no significa que no esté caída. La voluntad tampoco se escapó. Y aunque es el “Alcalde de Alma-humana,” como Bunyan la llama, el Señor Alcalde se ha descarriado. El Señor “Obstinado” ha estado continuamente haciendo lo malo. La naturaleza caída de ustedes no funciona; su voluntad, entre otras cosas, se ha apartado claramente de Dios. Pero les diré la mejor prueba de ello; es el grandioso hecho que nunca han conocido en la vida a un cristiano que les haya dicho que vino a Cristo sin que mencionara que Cristo vino primero a él.
Me atrevería a decir que ustedes han oído muchos buenos sermones arminianos, pero nunca han oído una oración arminiana, pues cuando los santos oran, son una misma cosa en palabra, obra y mente. Un arminiano puesto de rodillas oraría desesperadamente igual que un calvinista. No puede orar sobre el libre albedrío: no hay espacio para eso. Imagínenlo orando así: “Señor, te doy gracias porque no soy como esos pobres calvinistas presumidos. Señor, yo nací con un glorioso libre albedrío; yo nací con el poder de ir a ti por mi propia voluntad; yo he aprovechado mi gracia. Si todos hubieran hecho lo mismo con su gracia como lo he hecho yo, todos podrían haber sido salvos. Señor, yo sé que Tú no puedes hacernos querer si nosotros mismos no lo queremos así. Tú das la gracia a todo mundo; algunos no la utilizan, pero yo sí .Hay muchos que irán al infierno a pesar de haber sido comprados con la sangre de Cristo al igual que yo; a ellos les fue dado el Espíritu Santo también; tuvieron una muy buena oportunidad, y fueron tan bendecidos como lo he sido yo. No fue tu gracia lo que hizo la diferencia; acepto que sirvió de mucho, pero fui yo el que hizo la diferencia; yo hice buen uso de lo que me fue dado, en cambio otros no lo hicieron así; esa es la diferencia principal entre ellos y yo.”
Esa es una oración diabólica, pues nadie más que Satanás podría orar así. ¡Ah!, cuando están predicando y hablando cuidadosamente, puede entrometerse la doctrina errónea; pero cuando se trata de orar, la verdad salta, no pueden evitarlo. Si un hombre habla muy despacio, puede hacerlo muy bien; pero cuando se pone a hablar rápido, el viejo acento de su terruño, donde nació, se revela.
Les pregunto otra vez, ¿han conocido alguna vez a algún cristiano que haya dicho: “Yo vine a Cristo sin el poder del Espíritu?” Si en efecto alguna vez han conocido a un hombre así, no deben dudar en responderle: “Mi querido señor, yo verdaderamente lo creo, pero también creo que saliste también sin el poder del Espíritu, y que no sabes nada acerca del tema del poder del Espíritu, y que estás en hiel de amargura y en prisión de maldad.” ¿Acaso escucho a algún cristiano diciendo: “Yo busqué a Jesús antes que Él me buscara a mí?” No, amados hermanos; cada uno de nosotros debe poner su mano en su corazón y decir—
“La gracia enseñó a orar a mi alma,
Y también hizo que mis ojos derramaran lágrimas;
Es la gracia la que me ha guardado siempre,
Y nunca me abandonará.”
¿Hay aquí alguien, alguien solitario, hombre o mujer, joven o viejo, que pueda decir: “Yo busqué a Dios antes que Él me buscara a mí?” No; y aun tú que eres un poco arminiano vas a cantar—
“¡Oh, sí!, verdaderamente amo a Jesús,
Sólo porque Él me amó primero.”
Y ahora otra pregunta. ¿Acaso no nos damos cuenta, aun después de haber venido a Cristo, que nuestra alma no es libre, sino que es guardada por Cristo? ¿Acaso no nos damos cuenta, aun ahora, que el querer no está presente en nosotros? Hay una ley en nuestros miembros, que está en guerra contra la ley de nuestras mentes. Ahora, si quienes están vivos espiritualmente sienten que su voluntad es contraria a Dios, ¿qué diremos del hombre que está “muerto en delitos y pecados”? Sería una cosa maravillosamente absurda poner ambos al mismo nivel; y sería aun más absurdo poner al que está muerto antes del que está vivo. No; el texto es verdadero, la experiencia lo ha grabado en nuestros corazones. “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Ahora, debemos decirles las razones por las que los hombres no quieren venir a Cristo. Primero, porque ningún hombre por naturaleza considera que necesita a Cristo. Por naturaleza el hombre considera que no necesita a Cristo; considera que está vestido con sus ropas de justicia propia, que está bien vestido, que no está desnudo, que no necesita que la sangre de Cristo lo lave, que no está rojo ni negro, y que no necesita que ninguna gracia lo purifique. Ningún hombre se da cuenta de su necesidad hasta que Dios no se la muestre; y hasta que el Espíritu Santo no le haya mostrado la necesidad que tiene de perdón, ningún hombre buscará el perdón. Puedo predicar a Cristo para siempre, pero a menos que sientan que necesitan a Cristo, jamás vendrán a Él. Puede ser que un doctor tenga un consultorio muy bueno, y una farmacia bien surtida, pero nadie comprará sus medicinas a menos que sientan la necesidad de comprarlas.
La siguiente razón es que a los hombres no les gusta la manera en que Cristo los salva. Alguien dice: “No me gusta porque Él me hace santo; no puedo beber o jurar si Él me ha salvado.” Otro afirma: “Requiere de mí que sea tan preciso y puritano, y a mí me gusta tener mayor libertad.” A otro no le gusta porque es tan humillante; no le gusta porque la “puerta del cielo” no es lo suficientemente alta para pasar por ella con la cabeza erguida, y a él no le gusta tener que inclinarse. Esa es la razón principal por la que no quieren venir a Cristo, porque no pueden ir a Él con las cabezas erguidas; pues Cristo los hace inclinarse cuando vienen. A otro no le gusta que sea un asunto de la gracia desde el principio hasta el final. “¡Oh!” dice:”si yo pudiera llevarme algo del honor.” Pero cuando se entera que es todo de Cristo o nada de Cristo, un Cristo completo o sin Cristo, dice: “no voy a ir,” y gira sobre sus talones y se va. ¡Ah!, pecadores orgullosos, ustedes no quieren venir a Cristo. ¡Ah!, pecadores ignorantes, ustedes no quieren venir a Cristo, porque no saben nada acerca de Él. Y esa es la tercera razón.
Los hombres desconocen Su valor, pues si lo conocieran, querrían venir a Él. ¿Por qué ningún marinero fue a América antes de que Cristóbal Colón fuera? Porque no creían que América existiera. Colón tenía fe, y por tanto él sí fue. El que tiene fe en Cristo viene a Él. Pero ustedes no conocen a Jesús; muchos de ustedes nunca han visto su hermosísimo rostro; nunca han visto cuán valiosa es su sangre para un pecador, cuán grande es su expiación; y que Sus méritos son absolutamente suficientes. Por tanto “no queréis venir a Él.”
Y ¡oh!, queridos lectores, mi última consideración es muy solemne. He predicado que ustedes no quieren venir. Pero algunos dirán: “si no vienen es su pecado.” ASÍ ES. Ustedes no quieren venir, pero entonces esa voluntad de no venir es una voluntad pecaminosa. Algunos piensan que estamos tratando de poner “colchones de plumas” a la conciencia cuando predicamos esta doctrina, pero no hacemos eso. Nosotros no afirmamos que es parte de la naturaleza original del hombre, sino que decimos que pertenece a su naturaleza caída.
Es el pecado el que te ha sumido en esta condición de no querer venir. Si no hubieras caído, querrías venir a Cristo en el momento en que te es predicado; pero no vienes por tus pecados y crímenes. La gente se excusa a sí misma porque tiene un corazón malo. Esa es la excusa más débil del mundo. ¿Acaso el robo y el hurto no vienen de un corazón malo? Supongan que un ladrón le dice a un juez: “No pude evitarlo, tenía un mal corazón.” ¿Qué diría el juez? “¡Bandido!, si tu corazón es malo, voy a darte una mayor sentencia, pues tú eres ciertamente un villano. Tu excusa no sirve para nada.” El Todopoderoso “se reirá de ellos, se burlará de todas las naciones.” Nosotros no predicamos esta doctrina para excusarlos a ustedes, sino para que se humillen. La posesión de una mala naturaleza es tanto mi culpa como mi terrible calamidad.
Es un pecado que siempre será achacado a los hombres. Cuando no quieren venir a Cristo es el pecado lo que los aleja. Quien no predica eso, me temo que no es fiel a Dios ni a su conciencia. Vayan a casa, entonces, con este pensamiento; “soy por naturaleza tan perverso que no quiero venir a Cristo, y esa perversidad impía de mi naturaleza es mi pecado. Merezco ir al infierno por eso.” Y si ese pensamiento no te humilla, a pesar de que el Espíritu lo está usando, ninguna otra cosa podrá hacerlo. Este día no he ensalzado la naturaleza humana, sino que la he humillado. Que Dios nos humille a todos. Amén.
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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery, en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet. Sermón #52 – Volumen 1 Free Will: A Slave
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