“Con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo”
Colosenses 1:12-13
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Este pasaje es una mina de riquezas. Puedo anticipar la dificultad en la predicación y el pesar al concluir que experimentaremos esta noche porque no somos capaces de extraer todo el oro que yace en esta preciosa veta. Carecemos del poder para captar y del tiempo para explayarnos sobre ese volumen de verdades que aquí se condensan en unas cuantas frases breves.
Se nos exhorta a “dar gracias al Padre”. Este consejo es a la vez necesario y saludable. Creo, hermanos míos, que apenas necesitamos que se nos diga que demos gracias al Hijo. El recuerdo de ese cuerpo sangrante colgado en la cruz está siempre presente en nuestra fe. Los clavos y la lanza, Sus penas, la angustia de Su alma, y Su sudor de agonía, hacen tan tiernos llamados conmovedores a nuestra gratitud, éstos nos impedirán siempre cesar nuestros cánticos, y a veces encenderán nuestros corazones con reavivado ánimo en alabanza del hombre Cristo Jesús. Sí, te bendeciremos, amadísimo Señor, nuestras almas están ardiendo. Al contemplar la maravillosa cruz, no podemos sino gritar…
“Oh, por este amor rompan rocas y colinas
su silencio duradero,
y todas las armoniosas lenguas humanas
las alabanzas del Salvador hablan”.
En cierta medida, sucede lo mismo con el Espíritu Santo. Creo que estamos obligados a sentir cada día nuestra dependencia de Su constante influencia. Él permanece con nosotros como un Consolador y Consejero presente y personal. Por tanto, alabamos al Espíritu de gracia, que ha hecho de nuestro corazón Su templo, y que obra en nosotros todo lo que es amable, virtuoso y agradable a los ojos de Dios.
Si hay una persona en la Trinidad a la que somos más propensos a olvidar que a otra en nuestras alabanzas, es a Dios Padre. De hecho, hay algunos que incluso se hacen una idea equivocada de Él, una idea calumniosa de ese Dios cuyo nombre es amor. Se imaginan que el amor habitó en Cristo, más que en el Padre, y que nuestra salvación se debe más bien al Hijo y al Espíritu Santo, que a nuestro Padre Dios. No seamos del número de los ignorantes, sino recibamos esta verdad. Somos tan deudores del Padre como de cualquier otra persona de la Santa Trinidad. Él nos ama tanto y tan verdaderamente como cualquiera de las adorables Tres Personas. Él es tan verdaderamente digno de nuestra más alta alabanza como el Hijo o el Espíritu Santo.
Un hecho notable, que debemos tener siempre presente, es el siguiente, en las Sagradas Escrituras, la mayoría de las operaciones que se establecen como obras del Espíritu, en otras Escrituras se atribuyen a Dios Padre. ¿Decimos que es Dios el Espíritu quien vivifica al pecador que está muerto en pecado? es cierto, pero encontrarán que en otro pasaje se dice: “El Padre vivifica a quien él quiere”. ¿Decimos que el Espíritu es el santificador, y que la santificación del alma es obrada por el Espíritu Santo? Encontrarás un pasaje en el comienzo de la epístola de San Judas, en el que se dice: “Santificados por Dios Padre”.
Ahora bien, ¿cómo se explica esto? Creo que puede explicarse así. Dios el Espíritu viene de Dios el Padre, y por lo tanto, cualquier acto realizado por el Espíritu es verdaderamente realizado por el Padre, porque Él envía al Espíritu. Y además, el Espíritu es a menudo el instrumento, aunque no digo esto de ninguna manera para menoscabar Su gloria, Él es a menudo el instrumento con el que obra el Padre.
Es el Padre quien dice a los huesos secos, vivid; es el Espíritu quien, saliendo con la Palabra divina, los hace vivir. La vivificación se debe tanto a la Palabra como a la influencia que acompañó a la Palabra, y como la Palabra vino con toda la generosidad de la gracia gratuita y la buena voluntad del Padre, la vivificación se debe a Él.
Es verdad que el sello en nuestros corazones es el Espíritu Santo, Él es el sello, pero es la mano del Padre Eterno que estampa el sello, el Padre comunica al Espíritu para sellar nuestra adopción. Las obras del Espíritu son, muchas de ellas, lo repito otra vez, atribuidas al Padre porque El obra en, por y a través del Espíritu.
Las obras del Hijo de Dios, debo observar, están cada una de ellas en íntima conexión con el Padre. Si el Hijo viene al mundo, es porque el Padre lo envía; si el Hijo llama a su pueblo, es porque su Padre lo entregó en sus manos. Si el Hijo redime a la raza elegida, ¿no es el Hijo mismo el don del Padre, y no envía Dios a Su Hijo al mundo para que vivamos por medio de Él?
De modo que el Padre, el gran Anciano de días, es siempre digno de alabanza, y nunca debemos omitir el pleno homenaje de nuestros corazones a Él cuando cantamos esa doxología sagrada,
“Alabado sea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.
Con el fin de despertar su gratitud hacia Dios Padre esta noche, me propongo extenderme un poco sobre este pasaje, según Dios el Espíritu Santo me lo permita. Si observan el texto, verán dos bendiciones en él. La primera tiene que ver con el futuro, es una reunión para la herencia de los santos en luz. La segunda bendición, que debe ir con la primera, pues de hecho es la causa de la primera, la causa efectiva, tiene relación con el pasado. Aquí leemos acerca de nuestra liberación del poder de las tinieblas. Meditemos un poco sobre cada una de estas bendiciones, y luego, en tercer lugar, trataré de mostrar la relación que existe entre las dos.
I. La primera bendición que se nos presenta es ésta: “Dios el Padre nos ha hecho aptos para participar de la herencia de los santos en luz”. Es una bendición presente.
No es una misericordia guardada para nosotros en el pacto, que todavía no hayamos recibido, sino que es una bendición que todo verdadero creyente ya tiene en su mano. Esas misericordias en el pacto de las cuales tenemos las arras ahora, mientras esperamos la plena posesión, son tan ricas y tan seguras como las que ya nos han sido otorgadas con abundante bondad, pero aun así no son tan preciosas en nuestro disfrute.
La misericordia que tenemos guardada, y en la mano, es después de todo, la fuente principal de nuestro consuelo presente. Y ¡oh qué bendición es ésta! “Hechos aptos para la herencia de los santos en luz”. El verdadero creyente es apto para el cielo, es apto para ser partícipe de la herencia, y eso ahora, en este mismo momento. ¿Qué significa esto? ¿Significa que el creyente es perfecto, que está libre de pecado?
No, hermanos míos, ¿dónde encontraréis jamás tal perfección en este mundo? Si ningún hombre puede ser creyente sino el hombre perfecto, entonces ¿qué tiene que creer el hombre perfecto? ¿No podría andar por vista? Cuando sea perfecto, puede dejar de ser creyente. No, hermanos, no es tal perfección lo que se quiere decir, aunque la perfección está implícita, y ciertamente se dará como resultado.
Mucho menos significa esto que tengamos derecho a la vida eterna por nuestras propias acciones. Somos aptos para la vida eterna, estamos preparados para ella, sin que nos falte nada de esta. No merecemos nada de Dios incluso ahora, en nosotros mismos, sino Su ira eterna y Su infinito desagrado.
¿Qué significa entonces? Pues bien, significa precisamente esto, que somos tan aptos que somos aceptados en el Amado, adoptados en la familia, y aptos por la aprobación divina para morar con los santos en luz.
Hay una mujer elegida para ser novia, está preparada para casarse, preparada para entrar en el honorable estado y condición del matrimonio, pero por el momento no tiene puesto el traje nupcial, no es como la novia ataviada para su esposo. Todavía no la ves vestida con su elegante atuendo, con sus ornamentos sobre ella, pero sabes que está preparada para ser una novia, es recibida y acogida como tal en la familia de su destino.
Así que Cristo ha escogido a su iglesia para que se case con él; ella no se ha puesto todavía su vestido nupcial, ni todo ese hermoso atavío con el que se presentará ante el trono del Padre, pero, no obstante, hay tal aptitud en ella para ser la esposa de Cristo, cuando se haya lavado por un poco de tiempo, hay tal aptitud en su carácter, tal adaptación dada por la gracia en ella para llegar a ser la esposa real de su glorioso Señor, y llegar a ser partícipe de los goces de la bienaventuranza, que puede decirse de la iglesia en su conjunto, y de cada miembro de ella, que son “aptos para la herencia de los santos en luz”.”
La palabra griega, además, tiene algún significado como este, aunque no puedo dar el modismo exacto, siempre es difícil cuando una palabra no se usa a menudo. Esta palabra sólo se utiliza dos veces, que yo sepa, en el Nuevo Testamento. La palabra puede emplearse para “adecuado”, o creo que para “suficiente”. “Nos ha hecho aptos”, suficientes, “para participar de la herencia de los santos en luz”.
Pero no puedo dar mi idea sin tomar prestada otra figura. Cuando nace un niño, se le dota inmediatamente de todas las facultades de la humanidad. Si esas facultades están ausentes al principio, no estarán presentes después. Tiene ojos, tiene manos, tiene pies y todos sus órganos físicos. Estos, por supuesto, están como en el embrión. Los sentidos, aunque perfectos al principio, deben desarrollarse gradualmente, y el entendimiento madurar gradualmente. Puede ver muy poco, no puede discernir distancias; puede oír, pero al principio no puede oír con suficiente claridad como para saber de qué dirección viene el sonido; pero nunca encontrarás una nueva pierna, un nuevo brazo, un nuevo ojo o una nueva oreja creciendo en ese niño.
Cada una de estas facultades se expandirá y crecerá, pero aun así, al principio está allí el hombre completo, y el niño es suficiente para llegar a ser hombre. Si Dios en su infinita providencia hace que se alimente y le da fuerza y crecimiento, tiene lo suficiente para ser un hombre. No necesita ni brazo ni pierna, ni nariz ni oreja, no se le puede hacer crecer un nuevo miembro, ni tampoco necesita un nuevo miembro, todos están allí.
De la misma manera, en el momento en que un hombre es regenerado, hay cada facultad en su nueva creación que habrá luego, incluso cuando llegue al cielo. No tendrá un nuevo poder, no tendrá una nueva gracia, tendrá las que tenía antes, desarrolladas y puestas de manifiesto.
Así como nos dice el observador cuidadoso, que la semilla está en embrión para cada raíz, y cada rama, y cada hoja, del futuro árbol, que sólo requiere ser desarrollado y llevado a su plenitud. Así, en el verdadero creyente, hay una suficiencia o idoneidad para la herencia de los santos en luz. Todo lo que requiere no es que se implante algo nuevo, sino que lo que Dios ha puesto allí en el momento de la regeneración, sea cuidado y nutrido, y hecho crecer y aumentar, hasta que llega a la perfección y entra en “la herencia de los santos en luz”. Este es, tan cerca como puedo dártelo, el significado exacto y la interpretación literal del texto como yo lo entiendo.
Pero ustedes me dirán: “¿En qué sentido esta idoneidad para la vida eterna es obra de Dios Padre? ¿Estamos ya preparados para el cielo? ¿Cómo es esto obra del Padre?”. Mira el texto un momento y te responderé de tres maneras.
¿Qué es el cielo? Leemos que es una herencia. ¿Quiénes son aptos para una herencia? Los hijos. ¿Quién nos hace hijos? “Mirad qué amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Un hijo es apto para una herencia. En el momento en que el hijo nace, está preparado para ser heredero. Todo lo que se necesita es que crezca y sea capaz de poseer. Pero al principio es apto para la herencia. Si no fuera hijo no podría ser heredero.
Ahora bien, desde el momento en que nos convertimos en hijos estamos preparados para heredar. Hay en nosotros una adaptación, un poder y una posibilidad para que tengamos una herencia. Esta es la prerrogativa del Padre, adoptarnos en Su familia, y “engendrarnos de nuevo a una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de los muertos”. ¿Y no ven ustedes que como la adopción es realmente la idoneidad para la herencia, es el Padre quien “nos ha hecho idóneos para participar de la herencia de los santos en luz”?
Una vez más, el cielo es una herencia, pero ¿de quién es la herencia? Es una herencia de los santos. No es una herencia de pecadores, sino de santos, es decir, de los santos, de aquellos que han sido hechos santos al ser santificados. Vayan entonces a la epístola de Judas, y verán de inmediato quién es el que santifica. En el momento en que fijen sus ojos en el pasaje, observarán que es Dios el Padre. En el primer versículo lees: “Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Santiago, a los santificados por Dios Padre”.
Es una herencia para los santos, ¿y quiénes son los santos? En el momento en que un hombre cree en Cristo, puede saber que ha sido verdaderamente apartado en el decreto del pacto, y encuentra esa consagración, si se me permite hablar así, verificada en su propia experiencia, pues ahora se ha convertido en “una nueva criatura en Cristo Jesús”, separada del resto del mundo, y entonces se manifiesta y se da a conocer que Dios lo ha tomado para ser Su hijo para siempre.
La idoneidad que debo tener para gozar de la herencia de los santos en luz, es el haberme hecho hijo. Dios me ha hecho hijo a mí y a todos los creyentes, por lo que somos aptos para la herencia, de modo que esa aptitud procede del Padre. Por tanto, ¡con cuánta justicia reclama el Padre nuestra gratitud, nuestra adoración y nuestro amor!
Sin embargo, observarás que no se dice simplemente que el cielo es la herencia de los santos, sino que es “la herencia de los santos en la luz”. Así pues, los santos habitan en la luz: la luz del conocimiento, la luz de la pureza, la luz de la alegría, la luz del amor, puro amor inefable, la luz de todo lo que es glorioso y ennoblecedor.
Allí moran, y si he de parecer apto para esa herencia, ¿qué pruebas debo tener? Debo tener luz brillando en mi alma. Pero, ¿dónde puedo obtenerla? ¿Acaso no leo que “toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto”? ¿Del Espíritu? No, “del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. La preparación para entrar en la herencia de la luz es la luz, y la luz viene del Padre de las luces, por lo tanto mi aptitud, si tengo luz en mí mismo, es obra del Padre, y debo alabarle.
¿Ves, entonces, que así como hay tres palabras usadas aquí: “la herencia de los santos en luz”, así tenemos una triple aptitud? Somos adoptados y hechos hijos. Dios nos ha santificado y apartado. Y luego, de nuevo, Él ha puesto luz en nuestros corazones. Todo esto, digo, es obra del Padre, y en este sentido, somos “aptos para participar de la herencia de los santos en luz”.
Algunas observaciones generales. Hermanos, estoy persuadido de que si un ángel del cielo viniera esta noche y señalara a cualquier creyente de la multitud aquí reunida, no hay un solo creyente que no sea apto para ser llevado al cielo. Puede que no estés listo para ser llevado al cielo ahora, es decir, si yo previera que vas a vivir, te diría que no eres apto para morir, en cierto sentido.
Pero si murieras ahora en tu banca, si crees en Cristo, eres apto para el cielo. Incluso ahora tienes una idoneidad que te llevaría allí de inmediato, sin ser enviado al purgatorio por un tiempo. Incluso ahora eres apto para ser “partícipe de la herencia de los santos en luz”.
Sólo tienes que exhalar tu último suspiro y estarás en el cielo, y no habrá un espíritu en el cielo más apto para el cielo que tú, ni un alma más adaptada para el lugar que tú. Serás tan apto para este lugar como los que están más cerca del trono eterno.
Ah, esto hace que los herederos de la gloria piensen mucho en Dios Padre. Cuando reflexionamos, hermanos míos, acerca de nuestro estado por naturaleza, y cuán aptos somos para ser brasas en las llamas del infierno; sin embargo, pensar que somos aptos esta noche, en este mismo momento, si Jehová lo quisiera, para tocar las arpas de oro con dedos gozosos, que esta cabeza es apta esta misma noche para llevar la corona eterna, que estos lomos son aptos para ser ceñidos con ese hermoso manto blanco por toda la eternidad, digo, esto nos hace pensar con gratitud en Dios Padre, esto nos hace aplaudir con alegría y decir: “Gracias sean dadas a Dios Padre, que nos ha hecho aptos para ser partícipes de la herencia de los santos en luz”.
¿No recuerdan al ladrón penitente? Pocos minutos antes había estado maldiciendo a Cristo. No dudo que se había unido al otro, pues se dice: “Los que estaban crucificados con él le injuriaban”. No uno, sino los dos, lo hicieron. Y entonces un resplandor de gloria sobrenatural iluminó el rostro de Cristo, y el ladrón vio y creyó. Y Jesús le dijo: “En verdad te digo que hoy”, aunque el sol se esté poniendo, “hoy estarás conmigo en el paraíso”. No se requiere una larga preparación, ni sofocarse en fuegos purificadores.
Y lo mismo sucederá con nosotros. Podemos haber estado en Cristo Jesús, según nuestro propio conocimiento, sólo tres semanas, o podemos haber estado en Él durante diez años, o sesenta años; la fecha de nuestra conversión no hace ninguna diferencia en nuestra idoneidad para el cielo, en cierto sentido. Es cierto que entre más envejecemos, más gracia hemos probado, más maduros nos volvemos, y más aptos para ser alojados en el cielo, pero eso es en otro sentido de la palabra, la idoneidad que da el Espíritu.
Pero con respecto a esa idoneidad que el Padre da, repito, la brizna de maíz, la brizna de trigo lleno de gracia que acaba de aparecer sobre la superficie de la convicción, es tan apta para ser llevada al cielo como el maíz completamente crecido en la espiga. La santificación con la que somos santificados por Dios el Padre no es progresiva, es completa de una vez, ahora estamos adaptados para el cielo, ahora somos aptos para él, y de aquí a un tiempo estaremos completamente listos para él, y entraremos en el gozo de nuestro Señor.
Podría haber profundizado más en este tema, pero no tengo tiempo. Estoy seguro de que he dejado algunos nudos sin atar, y ustedes mismos deben desatarlos si pueden, y permítanme recomendarles que los desaten de rodillas, los misterios del reino de Dios se estudian mucho mejor cuando se está en oración.
II. La segunda misericordia es una misericordia que mira hacia atrás.
A veces preferimos las misericordias que miran hacia adelante, porque despliegan una perspectiva tan brillante.
“Dulces campos más allá de la inundación.”
Pero aquí hay una misericordia que mira hacia atrás, que da la espalda, por decirlo así, al cielo de nuestra anticipación, y mira hacia atrás al sombrío pasado, y a los peligros de los que hemos escapado. Leamos su relato: “El cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo”. Este versículo es una explicación del anterior, como tendremos que mostrarlo en unos cuantos minutos. Pero ahora examinemos esta misericordia por sí misma.
Ah, hermanos míos, qué descripción tenemos aquí de la clase de hombres que solíamos ser. Estábamos bajo “el poder de las tinieblas”. Desde que he estado meditando sobre este texto, he dado vueltas a estas palabras una y otra vez en mi mente: “el poder de las tinieblas”. Me parece una de las expresiones más horribles que el hombre haya intentado jamás exponer. Creo que podría pronunciar un discurso a partir de ella, si Dios el Espíritu me ayudara, que haría temblar cada hueso de su cuerpo. “¡El poder de las tinieblas!”
Todos sabemos que hay una oscuridad moral que ejerce su horrible hechizo sobre la mente del pecador. Donde Dios no es reconocido, la mente está vacía de juicio. Donde Dios no es adorado, el corazón del hombre se convierte en una ruina. Los aposentos de ese corazón en ruinas son acechados por temores sombríos y supersticiones degradantes. Los lugares oscuros de esa mente réproba están habitados por viles lujurias y pasiones nocivas, como alimañas y reptiles, de los que a plena luz del día nos apartamos con repugnancia. E incluso la oscuridad natural es tremenda. En el confinamiento solitario que se practica en algunas de nuestras penitenciarías, se producirían los peores resultados si el tratamiento fuera prolongado.
Si a uno de ustedes lo tomaran esta noche, lo llevaran a una caverna oscura y lo dejaran allí, puedo imaginar que por un momento, sin conocer su destino, sentiría un interés infantil; tal vez se reiría al encontrarse en la oscuridad, tal vez por un momento, debido a la novedad de la situación, sentiría algún tipo de curiosidad. Podría haber, tal vez, un arrebato de necia alegría.
En poco tiempo podrías tratar de conciliar el sueño, posiblemente podrías dormir, pero si despertaras y aún te encontraras en lo profundo de las entrañas de la tierra, donde ni un rayo de sol ni la luz de una vela podrían alcanzarte, ¿sabes cuál sería el siguiente sentimiento que te invadiría? Sería una especie de irreflexión absurda. Te resultaría imposible controlar tu desesperada imaginación.
Tu corazón diría: “Oh Dios, estoy solo, solo, solo, en este lugar oscuro”. Como estarías mirando a todas partes sin alcanzar un destello de luz, tu mente comenzaría a fallar.
La siguiente etapa sería de terror creciente. Creerías ver algo, y entonces exclamarías: “¡Ah! ¡Ojalá pudiera ver algo, fuera enemigo o amigo!”. Sentirías los lados oscuros de tu calabozo. Comenzarías a “garabatear en las paredes”, como David ante el rey Aquis. La agitación dejaría de apoderarse de ti, y si te retuvieran allí mucho más tiempo, el delirio y la muerte serían la consecuencia.
Hemos oído hablar de muchos que han sido llevados de la penitenciaría al manicomio, y la locura es producida en parte por el confinamiento solitario, y en parte por la oscuridad en la que son colocados. En un informe escrito recientemente por el capellán de Newgate, hay algunas reflexiones sorprendentes sobre la influencia de la oscuridad en la disciplina.
Su primer efecto es encerrar al culpable en sus propias reflexiones, y hacerle comprender su verdadera posición en el férreo entendimiento de la ley ultrajada. Creo que el hombre que ha desafiado a sus guardianes, y ha entrado allí maldiciendo y jurando, cuando se ha encontrado solo en la oscuridad, donde ni siquiera puede oír el traqueteo de los carruajes por las calles, y no puede ver luz alguna, en seguida se acobarda, se rinde, se amansa. “El poder de las tinieblas” es, literalmente, algo terrible.
Si tuviera tiempo, me extendería sobre este tema. No podemos describir adecuadamente lo que es “el poder de las tinieblas”, ni siquiera en este mundo. El pecador está sumido en las tinieblas de sus pecados, y no ve nada, no sabe nada. Déjenlo permanecer allí un poco más, y ese gozo de curiosidad, ese gozo agitado que tiene ahora en el camino del pecado, se apagará y vendrá sobre él un espíritu de sueño. El pecado lo adormecerá, de modo que no oirá la voz del ministerio, que le grita que escape por su vida.
Déjenlo continuar en ello, y esto lo convertirá en un necio espiritual. Llegará a estar tan metido en el pecado, que la razón común se perderá en él. Todos los argumentos que un hombre sensato recibiría, sólo serían desperdiciados en él. Déjenlo seguir, y procederá de mal en peor, hasta que adquiera la manía delirante de un desesperado en el pecado, y dejen que la muerte intervenga, y la oscuridad habrá producido su efecto completo, él entrará en la locura delirante del infierno. No se necesita más que el poder del pecado para hacer a un hombre más verdaderamente horrible de lo que el pensamiento humano puede imaginar o el lenguaje pintar. ¡Oh “el poder de las tinieblas”!
Ahora, hermanos míos, todos nosotros estuvimos bajo este poder alguna vez. Hace sólo unos cuantos meses, unas cuantas semanas para algunos de ustedes que estuvieron bajo el poder de las tinieblas y del pecado.
Algunos de ustedes sólo habían llegado hasta la curiosidad, otros habían llegado hasta la somnolencia, muchos de ustedes habían llegado hasta la apatía, y no sé, pero algunos de ustedes habían llegado casi hasta el terror. Habíais maldecido y jurado tanto, gritado tanto vuestras blasfemias, que parecíais estar madurando para el infierno, pero alabado y bendito sea el nombre del Padre, Él os ha “trasladado de la potestad de las tinieblas al reino de Su amado Hijo”.
Habiendo explicado así este término, “el poder de las tinieblas”, para mostrarles lo que eran, tomemos la siguiente palabra, “y nos ha trasladado”. Qué palabra tan singular es ésta: “trasladó”. Me atrevo a decir que creo que significa el proceso por el cual se interpreta una palabra, cuando se conserva el sentido, mientras que la expresión se traduce a otro idioma. Ese es uno de los significados de la palabra “traducción”, pero no es el significado aquí.
Josefo utiliza la palabra en este sentido: llevarse a un pueblo que ha estado viviendo en un determinado país y plantarlo en otro lugar. A esto se le llama traslado. A veces oímos que un obispo es trasladado o removido de una sede a otra. Ahora, si quieren que les explique la idea, préstenme atención mientras les presento un ejemplo asombroso de una gran traslación.
Los hijos de Israel estaban en Egipto bajo capataces que los oprimían muy duramente, y los llevaron a una esclavitud de hierro. ¿Qué hizo Dios por este pueblo? Eran dos millones. No atenuó la tiranía del tirano, no influyó en su mente, para darles un poco más de libertad, sino que trasladó a Su pueblo, tomó a los dos millones enteros en cuerpo, con mano alta y brazo extendido, y los condujo a través del desierto, y los trasladó al reino de Canaán, y allí se establecieron.
¡Qué hazaña fue aquella, cuando, con sus rebaños y sus manadas, y sus pequeños, todo el ejército de Israel salió de Egipto, cruzó el Jordán, y entró en Canaán! Mis queridos hermanos, todo eso no se compara al logro de la poderosa gracia de Dios, cuando saca a un pobre pecador de la región del pecado para llevarlo al reino de la santidad y de la paz.
Fue más fácil para Dios sacar a Israel de Egipto, dividir el Mar Rojo, hacer un camino a través del desierto sin senderos, dejar caer maná del cielo, enviar el torbellino para expulsar a los reyes, fue más fácil para la Omnipotencia hacer todo esto, que trasladar a un hombre del poder de las tinieblas al reino de Su amado Hijo. Este es el mayor logro de la Omnipotencia.
El sustento de todo el universo, creo yo, es aún menos que esto, el cambio de un corazón malo, el sometimiento de una voluntad de hierro. Pero gracias al Padre, Él ha hecho todo eso por ti y por mí. Nos ha sacado de las tinieblas, nos ha trasladado, ha levantado el viejo árbol que nunca había echado raíces tan profundas; lo ha levantado, bendito sea Dios, con raíces y todo, y lo ha plantado en buena tierra.
Tuvo que cortar la copa, es cierto, las altas ramas de nuestro orgullo, pero el árbol ha crecido mejor en el nuevo suelo que antes. ¿Quién ha oído hablar de mover una planta tan grande como la de un hombre que ha envejecido cincuenta años en el pecado?
¡Oh, qué maravillas ha hecho nuestro Padre por nosotros! Ha tomado al leopardo salvaje del bosque, lo ha domado hasta convertirlo en cordero, y le ha quitado sus manchas. Él ha regenerado al pobre etíope; oh, cuán oscuros éramos por naturaleza; nuestra negrura era más profunda que la piel, llegaba hasta el centro de nuestros corazones; pero, bendito sea Su nombre, Él nos ha lavado hasta estar blancos, y todavía está llevando a cabo la operación divina, y todavía nos librará completamente de toda mancha de pecado, y finalmente nos introducirá en el reino de Su amado Hijo. Aquí entonces, en la segunda misericordia, discernimos de qué fuimos liberados, y cómo fuimos liberados: Dios el Padre nos ha “trasladado”.
Pero, ¿dónde estamos ahora? ¿A qué lugar es llevado el creyente cuando es sacado del poder de las tinieblas? Es traído al reino del amado Hijo de Dios. ¿A qué otro reino desearía ser llevado el cristiano? Hermanos, una república puede sonar muy bien en teoría, pero en asuntos espirituales, lo último que queremos es una república.
Queremos un reino. Quiero tener a Cristo como Monarca absoluto en el corazón, no quiero tener ni una duda al respecto. Quiero entregarle toda mi libertad, pues siento que nunca seré libre hasta que mi autocontrol desaparezca, que nunca tendré mi voluntad verdaderamente libre hasta que esté atada con los grilletes dorados de Su dulce amor.
Somos introducidos en un reino, Él es Señor y Soberano, y nos ha hecho “reyes y sacerdotes para nuestro Dios”, y reinaremos con Él. La prueba de que estamos en este reino debe consistir en nuestra obediencia a nuestro rey. Aquí, tal vez, podamos plantear muchas causas y preguntas, pero seguramente podemos decir después de todo, aunque hayamos ofendido a nuestro Rey muchas veces, sin embargo, nuestro corazón es leal a Él.
“¡Oh, Tú, Jesús precioso! Te obedeceríamos, y rendiríamos sumisión a cada una de Tus leyes, nuestros pecados no son pecados voluntarios y queridos, pero aunque caigamos podemos decir verdaderamente que seríamos santos como Tú eres santo, nuestro corazón es fiel hacia Tus estatutos, Señor, ayúdanos a correr en el camino de Tus mandamientos”.
Así que, como ven, esta misericordia que Dios el Padre nos ha dado, esta segunda de estas misericordias presentes, es que “nos ha trasladado del poder de las tinieblas al reino de Su amado Hijo”. Esta es la obra del Padre. ¿No amaremos a Dios Padre a partir de hoy? ¿No le daremos gracias y le cantaremos nuestros himnos, exaltaremos y nos gozaremos en Su gran nombre?
III. Sobre el tercer punto, seré lo más breve posible, se trata de mostrar la conexión entre los dos versos.
Cuando tengo un pasaje de la Escritura para meditar, me gusta, si puedo, ver su sentido, luego me gusta examinar sus diversas partes, y ver si puedo entender cada cláusula por separado, y luego quiero volver de nuevo y ver lo que una cláusula tiene que ver con otra. Miré y volví a mirar este texto, y me pregunté qué conexión podría haber entre los dos versículos. “Dando gracias a Dios Padre, que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz”. Bueno, eso es bastante correcto, podemos ver cómo esta es la obra de Dios Padre, hacernos aptos para ir al cielo.
Pero el versículo siguiente, el decimotercero, ¿tiene algo que ver con nuestro encuentro? “El cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo”. Bueno, lo revisé y dije que lo leería de esta manera. Veo que el versículo doce me dice que la herencia del cielo es la herencia de la luz. ¿Es el cielo luz? Entonces puedo ver mi aptitud para ello como se describe en el versículo decimotercero, Él me ha librado del poder de las tinieblas. ¿No es lo mismo? Si soy librado del poder de las tinieblas, ¿no es eso ser hecho apto para morar en la luz? Si ahora soy sacado de las tinieblas a la luz y ando en la luz, ¿no es esa la misma aptitud de la que se habla en el versículo anterior?
Entonces volví a leer. Dice que son santos. Bien, los santos son un pueblo que obedece al Hijo. Aquí está mi aptitud entonces en el verso trece, donde dice “Me trasladó de la potestad de las tinieblas al reino de su amado Hijo”. De modo que no sólo tengo la luz, sino también la filiación, porque estoy en “el reino de su amado Hijo”.
Pero, ¿qué hay de la herencia? ¿Hay algo al respecto en el versículo decimotercero? Es una herencia, ¿encontraré allí algo acerca de la aptitud para ella? Sí, encuentro que estoy en el reino de Su amado Hijo. ¿Cómo llegó Cristo a tener un reino? Por herencia. Entonces parece que estoy en Su herencia, y si estoy en Su herencia aquí, entonces estoy preparado para estar en ella arriba, pues ya estoy en ella. Incluso ahora soy parte de ella y copartícipe de ella, puesto que estoy en el reino que Él hereda de Su Padre, y por lo tanto allí está la aptitud.
No sé si lo he expuesto con suficiente claridad. Si son tan amables de mirar su Biblia, lo recapitularé. Verán, el cielo es un lugar de luz, cuando somos sacados de las tinieblas, eso, por supuesto, es la aptitud para la luz. Es un lugar para hijos, cuando somos traídos al reino del amado Hijo de Dios, somos por supuesto hechos hijos, de modo que hay la aptitud para ello. Es una herencia, y cuando somos introducidos en el reino heredado del amado Hijo de Dios, disfrutamos de la herencia ahora, y en consecuencia estamos preparados para disfrutarla para siempre.
Habiendo mostrado así la conexión entre estos versículos, me propongo concluir con algunas observaciones generales. Me gusta exponer la Escritura de tal manera que podamos sacar algunas inferencias prácticas de ella. Por supuesto, la primera inferencia es ésta, de esta noche en adelante, nunca omitamos a Dios el Padre en nuestras alabanzas. Creo que ya he dicho esto seis veces en el sermón. Lo repito con tanta frecuencia para que nunca lo olvidemos.
Martín Lutero dijo que predicaba sobre la justificación por la fe todos los días de la semana, y entonces la gente no lo entendía. Hay algunas verdades, creo yo, que necesitan ser dichas una y otra vez, ya sea porque nuestros necios corazones no las recibirán, o porque nuestras traicioneras memorias no las retendrán. Cantad, os lo ruego, habitualmente, las alabanzas del Padre que está en los cielos, como cantáis las alabanzas del Hijo que está colgado en la cruz. Ama tan verdaderamente a Dios, el Dios siempre vivo, como amas a Jesús el Dios-hombre, el Salvador que una vez murió por ti. Esa es la gran deducción.
Surge otra inferencia. Hermanos y hermanas, ¿esta noche sois conscientes de que ya no sois lo que erais? ¿Estáis seguros de que el poder de las tinieblas no descansa ahora sobre vosotros, de que amáis el conocimiento divino, de que suspiráis en pos de las alegrías celestiales? ¿Estás seguro de que has sido “trasladado al reino del amado Hijo de Dios”? Entonces nunca te preocupes por pensamientos de muerte, porque, venga la muerte cuando venga, estás preparado para ser “participante de la herencia de los santos en luz”.
Que ningún pensamiento te angustie acerca de que la muerte venga a ti a una hora intempestiva. Si viniera mañana, si viniera ahora, si tu fe está fija en nada menos que la sangre y la justicia de Jesús, verás el rostro de Dios con aceptación.
Tengo esa conciencia en mi alma, por el testimonio del Espíritu Santo, de mi adopción en la familia de Dios, que siento que aunque no volviera a predicar, sino que tuviera que entregar mi cuerpo y mi carga juntos, antes de llegar a mi hogar, y descansar en mi lecho, “sé que mi Redentor vive”, y más aún, que seré “partícipe de la herencia de los santos en luz”.
No siempre se siente eso, pero quisiera que nunca estuvieras satisfecho hasta que lo estés, hasta que conozcas tu aptitud, hasta que seas consciente de ello, hasta que, además, estés suspirando por irte, porque sientes que tienes capacidades que nunca pueden ser suplidas sin el cielo, capacidades que sólo el cielo puede conceder.
Queda una reflexión más. Hay algunos de ustedes aquí que no pueden ser considerados por la mayor caridad de juicio, como “aptos para la herencia de los santos en luz”. Si un hombre malvado fuera al cielo sin convertirse, el cielo no sería cielo para él. El cielo no está adaptado para los pecadores, no es un lugar para ellos.
Si llevaras a un khoikhoi que ha vivido largo tiempo en el ecuador hasta donde habitan los esquimales, y le dijeras que le mostrarías la aurora y todas las glorias del Polo Norte, el pobre infeliz no podría apreciarlas, diría: “¡No es lo mío, no es el lugar donde podría descansar feliz!”.
Y si se llevara, por otra parte, a algún pequeño morador del norte, a la región donde los árboles crecen hasta una altura estupenda, y donde las especias dan sus olores balsámicos al vendaval, y se le propusiera vivir allí bajo la zona tórrida, no podría disfrutar de nada, diría: “Este no es el lugar para mí, porque no se adapta a mi naturaleza”.
O si cogieras al buitre, que nunca se ha alimentado más que de carroña, y lo pusieras en la morada más noble que pudieras hacerle, y lo alimentaras con las comidas más finas, no sería feliz porque no es comida adaptada para él.
Y tú, pecador, no eres más que un buitre carroñero, nada te hace feliz excepto el pecado, no quieres demasiado canto de salmos, ¿verdad? El domingo es un día aburrido para ti, te gusta que se acabe, no te importa tu Biblia, preferirías que no hubiera Biblia en absoluto. Encuentras que ir a una casa de reuniones o a una iglesia es un trabajo muy aburrido.
Oh, entonces no te preocuparás por eso en la eternidad, no te agites. Si no amas a Dios, y mueres como eres, irás con tu propia compañía, irás con tus alegres compañeros, irás con tus buenos compañeros, aquellos que han sido tus compañeros en la tierra serán tus compañeros para siempre, pero tú irás al Príncipe de esos buenos compañeros, a menos que te arrepientas y te conviertas. Donde está Dios no podéis llegar. No es su parte. Es lo mismo colocar a un pájaro en el fondo del mar, o a un pez en el aire, que colocar a un pecador impío en el cielo.
¿Qué hay que hacer entonces? Debes tener una nueva naturaleza. Ruego a Dios que te la dé. Recuerden que si ahora sienten la necesidad de un Salvador, ese es el comienzo de la nueva naturaleza. “Cree en el Señor Jesucristo”, arrójate simplemente a Él, no confíes en nada más que en Su sangre, y entonces la nueva naturaleza se expandirá, y serás hecho apto por las operaciones del Espíritu Santo para ser “participante de la herencia de los santos en luz”.
Hay muchos hombres que han venido a esta casa de oración, muchos hombres están ahora presentes, que han venido aquí como unos desenfrenados, sin temer ni a Dios ni al diablo. Muchos hombres han venido de la taberna a este lugar. Si hubiera muerto entonces, ¿dónde habría quedado su alma? Pero el Señor salió a su encuentro aquella misma noche. Hay triunfos de esa gracia presentes aquí esta noche. Podéis decir: “Gracias sean dadas al Padre, que nos sacó del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino de su amado Hijo”.
Y si Dios ha hecho eso por algunos, ¿por qué no puede hacerlo por otros? ¿Por qué tienes que desesperar, oh pobre pecador? Si estás aquí esta noche, el peor pecador del infierno, recuerda, la puerta de la misericordia está abierta de par en par y Jesús te ruega que vengas. Consciente de tu culpa, huye, corre a Él. Mira a Su cruz y encontrarás perdón en Sus venas, y vida en Su muerte.
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