“Entonces Jesús le dijo: Si no viereis señales y prodigios, no creeréis”
Juan 4:48
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Recordarás que Lucas, en su carta a Teófilo, habla de cosas que Jesús empezó a hacer y a enseñar, como si hubiera una conexión entre sus obras y sus enseñanzas. De hecho, había una relación del tipo más íntimo. Sus enseñanzas eran la explicación de sus obras; sus obras, la confirmación de sus enseñanzas. Jesucristo nunca tuvo ocasión de decir: “Haced lo que yo digo, pero no lo que yo hago”. Sus palabras y Sus acciones estaban en perfecta armonía. Puedes estar seguro de que Él fue honesto en lo que dijo, porque lo que hizo forzó esa convicción en tu mente.
Más aún, fuisteis inducidos a ver que lo que Él os enseñaba debía ser verdad, porque hablaba con autoridad, una autoridad probada y demostrada por los milagros que realizaba.
Oh, hermanos míos en Cristo, cuando por fin se escriban nuestras biografías, Dios quiera que no sean sólo dichos, sino que sean una historia de nuestros dichos y hechos. Y que el buen Espíritu habite en nosotros de tal manera que al final se vea que nuestros hechos no chocaron con nuestros dichos.
Una cosa es predicar, y otra cosa es practicar, y a menos que la predicación y la práctica vayan juntas, el predicador se condena a sí mismo, y su mala práctica puede ser el medio de condenar a multitudes al extraviarlas. Si haces profesión de ser siervo de Dios, vive de acuerdo con esa profesión, y si crees necesario exhortar a otros a la virtud, ten cuidado de dar el ejemplo. No tienes derecho a enseñar, si tú mismo no has aprendido la lección que quieres enseñar a otros.
Hasta aquí el prefacio, y ahora el tema en sí. La narración que tenemos ante nosotros me parece sugerir tres puntos, y cada uno de esos puntos es triple. En primer lugar, señalaré en esta narración las tres etapas de la fe; en segundo lugar, señalaré las tres enfermedades a las que está sujeta la fe; y luego, en tercer lugar, haré tres preguntas acerca de su fe.
I. Comencemos, pues, por el primer punto. Me parece que tenemos ante nosotros la fe en tres de sus etapas.
Sin duda, la historia de la fe podría dividirse con la misma exactitud en cinco o seis etapas diferentes de crecimiento, pero nuestra narración sugiere una división triple, y por lo tanto nos atenemos a ella esta mañana.
Hay un noble que vive en Cafarnaúm, oye el rumor de que un célebre profeta y predicador recorre continuamente las ciudades de Galilea y Judea, y se le da a entender que este poderoso predicador no se limita a embelesar a todos los oyentes con su elocuencia, sino que se gana el corazón de los hombres con milagros singularmente benévolos que realiza como confirmación de su misión. Guarda estas cosas en su corazón, sin pensar que alguna vez le serán de utilidad práctica.
Cierto día, su hijo cae enfermo, quizá su único hijo, uno muy querido para el corazón de su padre, y la enfermedad, en lugar de disminuir, aumenta gradualmente. La fiebre exhala su aliento caliente sobre el niño, y parece secar toda la humedad de su cuerpo, y borrar el rubor de su mejilla. El padre consulta a todos los médicos a su alcance, que miran al niño y lo declaran francamente desahuciado. No hay cura posible. Ese niño está a punto de morir, la flecha de la muerte casi se ha hundido en su carne, casi ha penetrado en su corazón, no está sólo cerca de la muerte, sino a punto de morir, ha sido forzado por la enfermedad a recibir las flechas de púas de ese arquero insaciable.
El padre recapacita y recuerda las historias que había oído sobre las curaciones de Jesús de Nazaret. Hay un poco de fe en su alma, aunque muy poca, pero suficiente para que se esfuerce en comprobar la veracidad de lo que ha oído. Jesucristo ha llegado de nuevo a Caná, está a unas quince o veinte millas.
El padre viaja a toda prisa, llega al lugar donde está Jesús, su fe ha llegado a tal punto, que en cuanto ve al Maestro, empieza a gritar: “Señor, baja antes de que muera mi hijo”. El Maestro, en vez de darle una respuesta que pudiera consolarlo, lo reprende por la pequeñez de su fe y le dice: “Si no veis señales y prodigios, no creeréis”. El hombre, sin embargo, presta poca atención a la reprimenda, pues hay un deseo que ha absorbido todas las fuerzas de su alma. Su mente está tan abrumada por una ansiedad que es ajeno a todo lo demás.
“Señor”, dijo, “baja antes de que mi hijo muera”. Su fe ha llegado a tal punto que suplica en oración y ruega encarecidamente al Señor que venga a curar a su hijo. El Maestro le mira con ojos de inefable benevolencia y le dice: “Vete, tu hijo vive”. El padre sigue su camino alegre, rápido, contento, confiando en la palabra que hasta ahora ninguna evidencia había confirmado.
Ha llegado a la segunda etapa de su fe, ha salido de la etapa de búsqueda para entrar en la etapa de confianza. Ya no clama ni suplica por algo que no tiene, sino que confía y cree que se le ha concedido, aunque todavía no haya percibido el don.
De camino a casa, los criados le salen al encuentro con alegre premura, le dicen: “Amo, tu hijo vive”. Pregunta rápidamente a qué hora le dejó la fiebre. La respuesta le es dada: hacia la séptima hora la fiebre se calmó, es más, siguió su curso.
Entonces llega a la tercera etapa. Vuelve a casa, ve a su hijo perfectamente restablecido. El niño salta a sus brazos, lo llena de besos, y cuando lo ha levantado una y otra vez para ver si era realmente el pequeño que yacía tan débil, pálido y enfermo, triunfa en un sentido aún más elevado. Su fe ha pasado de la confianza a la plena seguridad, y entonces toda su casa ha creído tanto como él.
Les he dado sólo estos bosquejos de la narración para que puedan ver las tres etapas de la fe. Examinemos ahora cada una más minuciosamente.
Cuando la fe comienza en el alma, es como un grano de mostaza. El pueblo de Dios no nace gigante. Al principio son bebés, y así como son bebés en la gracia, sus gracias están como en su infancia. La fe es como un niño pequeño, cuando Dios la da por primera vez, o para usar otra figura, no es un fuego, sino una chispa, una chispa que parece que debe apagarse, pero que sin embargo se aviva y se mantiene viva hasta que llega a una llama, como el vehemente calor del horno de Nabucodonosor.
El pobre hombre de la narración, cuando le fue dada la fe, la tuvo pero en un grado muy pequeño. Era una fe de búsqueda. Esa es la primera etapa de la fe. Ahora fíjense que esta fe buscadora incitó su actividad. Tan pronto como Dios le da a un hombre la fe buscadora, ya no está ocioso acerca de la religión, no se cruza de brazos con el malvado antinomiano y clama: “Si he de ser salvo, seré salvo, y me quedaré quieto, pues si he de ser condenado, seré condenado”.
No es descuidado e indiferente, como solía ser, en cuanto a si debe subir a la casa de Dios o no. Tiene fe que busca, y esa fe lo hace asistir a los medios de gracia, lo lleva a escudriñar la Palabra, lo lleva a ser diligente en el uso de cada medio ordenado de bendición para el alma.
Hay un sermón que escuchar, no importa que haya que caminar cinco millas, buscar la fe pone alas en los pies. Hay una congregación donde Dios está bendiciendo almas, el hombre, si entra, probablemente tendrá que pararse entre la multitud, pero eso no importa, buscar la fe le da fuerza para soportar la inquietud de su posición, pues “Oh”, dice, “si tan sólo pudiera oír la Palabra.”
Vean cómo se inclina hacia adelante para no perder ni una sílaba, pues “Tal vez”, dice, “la frase que pierda sea la misma que quiero”. Cuán ferviente es su deseo de estar no sólo algunas veces en la casa de Dios, sino muy a menudo. Se convierte en uno de los oyentes más entusiastas, en uno de los hombres más serios que asisten a ese lugar de adoración. Buscar la fe le da al hombre actividad.
Más que esto, buscar la fe, aunque sea muy débil en algunas cosas, da a un hombre gran poder en la oración. Cuán sincero era este noble: “Señor, baja antes que muera mi hijo”. Ay, y cuando se busca que la fe entre en el alma, hace orar al hombre. Ya no se contenta con murmurar unas cuantas palabras cuando se levanta por la mañana, y luego, medio dormido, repicar las mismas campanadas por la noche cuando se acuesta, sino que se escapa; roba un cuarto de hora a sus asuntos, si puede, para clamar a Dios en secreto. Todavía no tiene la fe que le permite decir: “Mis pecados son perdonados”, pero tiene la fe suficiente para saber que Cristo puede perdonar sus pecados, y lo que quiere es saber que sus pecados son realmente colocados a las espaldas de Jehová.
A veces este hombre no tiene ninguna conveniencia para la oración, pero la búsqueda de la fe le hará orar en un desván, en un pajar, en un pozo de sierra, desde detrás de un seto, o incluso caminando por la calle. Satanás puede poner mil dificultades en el camino, pero la búsqueda de la fe obligará al hombre a llamar a la puerta de la misericordia.
Ahora bien, la fe que has recibido todavía no te da paz, no te pone donde no hay condenación, pero sin embargo es una fe tal que si crece llegará a eso. Sólo tiene que ser alimentada, cuidada, ejercitada, y la pequeña se hará poderosa, la fe que busca llegará a un grado más alto de desarrollo, y tú que llamaste a la puerta de la misericordia entrarás y encontrarás una bienvenida a la mesa de Jesús.
Y me gustaría que notaran además que la búsqueda de la fe en el caso de este hombre no lo hizo simplemente ferviente en la oración, sino importuno en ella. Pidió una vez, y la única respuesta que recibió fue un aparente desaire. No se apartó enfadado y dijo: “Me reprende”. No. “Señor”, dijo, “baja antes de que muera mi hijo”.
No puedo decirles cómo lo dijo, pero no me cabe duda de que lo expresó en términos conmovedores, con lágrimas brotando de sus ojos, con las manos juntas en actitud de súplica. Parecía decir: “No puedo dejarte marchar si no vienes a salvar a mi hijo. Oh, ven. ¿Hay algo que pueda decir que pueda inducirte? Que el afecto de un padre sea mi mejor argumento, y si mis labios no son elocuentes, que las lágrimas de mis ojos suplan las palabras de mi boca. Baja antes de que mi hijo muera”.
Y ¡oh! ¡qué poderosas oraciones son aquellas que la búsqueda de la fe hará que un hombre pronuncie! He oído a veces al buscador suplicar a Dios con todo el poder que Jacob pudo haber tenido en el arroyo de Jaboc. He visto que el pecador, bajo la angustia de su alma, parece asirse de los pilares de la puerta de la misericordia, y sacudirlos de un lado a otro, como si prefiriera arrancarlos de sus profundos cimientos antes que irse sin lograr entrar. Lo he visto tirar y jalar, y esforzarse y pelear y luchar, antes que no entrar en el reino de los cielos, porque sabía que el reino de los cielos sufría violencia, y que los violentos lo tomarían por la fuerza.
No es de extrañar que no tengas paz, si has estado llevando ante Dios tus frías oraciones. Caliéntenlas al rojo vivo en el horno del deseo, o piensen que nunca arderán en su camino hacia el cielo. Ustedes que simplemente dicen en la fría forma de la ortodoxia: “Dios, sé propicio a mí, pecador”, nunca encontrarán misericordia. Es el hombre que clama en la ardiente angustia de la conmoción del corazón: “Dios, sé propicio a mí, pecador, sálvame o pereceré”, el que obtiene su favor. Es el que concentra su alma en cada palabra, y pone la violencia de su ser en cada frase, el que gana su camino a través de las puertas del cielo. Buscar la fe que una vez se da puede hacer que un hombre haga esto.
Sin duda hay algunos aquí que ya han llegado tan lejos. Me pareció ver que las lágrimas que brotaban de muchos ojos ahora mismo eran borradas muy apresuradamente, pero pude ver como un índice de que algunos decían en sus almas: “Ay, yo sé el significado de eso, y confío en que Dios me ha traído hasta aquí”.
Una palabra debo decir aquí con respecto a la debilidad de esta fe buscadora. Puede hacer mucho, pero comete muchos errores. El defecto de la fe que busca es que sabe demasiado poco, pues observarán que este pobre hombre dijo: “Señor, desciende, desciende”. Bien, pero Él no necesita bajar. El Señor puede obrar el milagro sin bajar. Pero nuestro pobre amigo pensó que el Señor no podía salvar a su hijo a menos que viniera y lo mirara, y pusiera Su mano sobre él, y se arrodillara por él tal vez como lo hizo Elías. “Oh, desciende”, dijo.
Lo mismo pasa contigo. Le has estado dictando a Dios cómo ha de salvarte. Quieres que Él te envíe algunas convicciones terribles, y entonces piensas que podrías creer, o quieres tener un sueño o una visión, o escuchar una voz que te hable, diciendo: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Como puedes ver eso es culpa tuya. Tu fe buscadora es lo suficientemente fuerte como para hacerte orar, pero no es lo suficientemente fuerte como para desechar de la mente tus propias fantasías necias. Estás deseando ver señales y maravillas, o de lo contrario no creerás.
Oh noble, si Jesús decide pronunciar la palabra y tu hijo es sanado, ¿no te parecerá eso tan bien como que baje? Y así, pobre pecador, si Jesús decide darte paz esta mañana en esta sala, ¿no te parecerá eso tan bien como estar un mes bajo el látigo de la ley?
Si al salir de estas puertas eres capaz simplemente de confiar en Cristo, y así encuentras la paz, ¿no será eso una salvación tan buena como si tuvieras que pasar por el fuego y por el agua, y todos tus pecados pasaran por encima de tu cabeza?
Aquí, entonces, está la debilidad de tu fe. Aunque hay mucha excelencia en ella porque te hace orar, hay alguna falla en ella porque te hace estipular imprudentemente como el Todopoderoso te bendecirá, te hace en efecto impugnar Su soberanía, y te lleva ignorantemente a dictarle en qué forma vendrá la bendición prometida.
Pasemos ahora a la segunda etapa de la fe. El Maestro extendió la mano y dijo: “Vete; tu hijo vive”. ¿Ves el rostro de aquel noble? Esos surcos que había allí parecen alisados en un momento, todo ha desaparecido. Esos ojos están llenos de lágrimas, pero ahora son de otro tipo: son lágrimas de alegría. Da una palmada, se retira en silencio, con el corazón a punto de estallar de gratitud, con toda su alma llena de confianza.
“¿Por qué estáis tan feliz, señor?” “Porque mi hijo está curado”, dice él. “No, pero tú no lo has visto curado”. “Pero mi Señor dijo que lo estaba, y yo le creo”. “Pero puede ser que cuando vuelvas a casa descubras que tu fe es un engaño y tu hijo un cadáver. “No”, dice él, “creo en ese hombre. Una vez le creí y le busqué, ahora le creo y le he encontrado”. “Pero no tienes prueba alguna de que tu hijo esté curado”. “No,” dice él, “no quiero ninguna. Me basta la palabra pura de aquel divino profeta. Él lo dijo y yo sé que es verdad. Me dijo que siguiera mi camino, mi hijo vivió, yo sigo mi camino y estoy en paz y tranquilo”.
Ahora fíjate, cuando tu fe llegue a una segunda etapa en la que seas capaz de tomarle la palabra a Cristo, entonces comenzarás a conocer la felicidad de creer, y entonces es cuando tu fe salva tu alma. Toma a Cristo en Su palabra, pobre pecador. “El que creyere en el Señor Jesucristo será salvo”. “Pero”, dice uno, “no siento ninguna evidencia”. Créelo de todos modos. “Pero”, dice otro, “no siento gozo en mi corazón”. Créelo, aunque tu corazón esté sombrío, que el gozo vendrá después.
Esa es una fe heroica que cree en Cristo a pesar de mil contradicciones. Cuando el Señor te da esa fe, puedes decir: “No consulto con carne y sangre; Aquel que me dijo: ‘Cree y serás salvo’, me dio gracia para creer, y por tanto confío en que soy salvo. Cuando una vez arrojo mi alma, nade o se hunda, sobre el amor, la sangre y el poder de Cristo, aunque la conciencia no dé testimonio a mi alma, aunque las dudas me angustien y los temores me atormenten, sin embargo es mi parte honrar a mi Señor creyendo en Su Palabra, aunque sea contradictoria al sentido, aunque la razón se rebele contra ella, y el sentimiento presente se atreva a darle la mentira”.
Es algo honorable cuando un hombre tiene un seguidor, y ese seguidor cree implícitamente en ese hombre. El hombre propone una opinión que está en contradicción con la opinión recibida del universo, se levanta y la dirige a la gente, y ellos silban y abuchean, y lo desprecian, pero ese hombre tiene un discípulo que dice: “Yo creo a mi Maestro, yo creo que es verdad lo que ha dicho”.
Hay algo noble en el hombre que recibe un homenaje como ese. Parece decir: “Ahora soy dueño de un corazón al menos,” y cuando tú, a pesar de todo lo que es conflictivo, te pones de pie ante Cristo y crees en Sus palabras, le rindes un homenaje mayor que el de los querubines y serafines ante el trono. Atrévete a creer, confía en Cristo, te digo, y serás salvo.
En esta etapa de la fe es cuando el hombre comienza a disfrutar de tranquilidad y paz mental. No estoy muy seguro del número de millas que hay entre Caná y Cafarnaúm, pero varios expositores excelentes dicen que son quince, algunos veinte. Supongo que la longitud de las millas puede haber variado últimamente. Sin embargo, a este buen hombre no le llevó mucho tiempo volver a casa con su hijo.
Fue a la hora séptima cuando el Maestro dijo: “Tu hijo vive”. Es evidente por este texto, que no se reunió con sus siervos hasta el día siguiente, porque dicen: “Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.” ¿Qué deduces de eso? Por qué saco esta deducción, el noble estaba tan seguro de que su hijo estaba vivo y bien, que no tenía ninguna prisa violenta para volver. No se fue a casa inmediatamente, como si tuviera que llegar a tiempo para conseguir otro médico si Cristo no había tenido éxito, sino que siguió su camino pausada y tranquilamente, confiado en la verdad de lo que Jesús le había dicho.
Bien dice un viejo padre de la iglesia: “El que cree no se apresura”. En este caso era cierto. El hombre se tomó su tiempo. Es posible que pasara doce horas o más antes de llegar a su casa, aunque probablemente sólo tuviera que recorrer quince millas. Quien toma la palabra desnuda de Cristo como la base de su esperanza, está parado sobre una roca, mientras que todo otro terreno es arena que se hunde.
Hermanos y hermanas míos, algunos de ustedes han llegado hasta aquí. Ahora le están tomando la palabra a Cristo, no pasará mucho tiempo antes de que lleguen a la tercera y mejor etapa de la fe. Pero si tarda mucho, permaneced aquí, creed todavía en vuestro Señor y Maestro, confiad todavía en Él. Si Él no te lleva a Su casa de banquetes, sigue confiando en Él. No, si te encierra en el castillo o en el calabozo, sigue confiando en Él. Di: “Aunque me mate, confiaré en Él”. Si dejara que las flechas de la aflicción se clavaran en tu carne, sigue confiando en Él, si te hiciera pedazos con su mano derecha, sigue confiando en Él, y tu justicia saldrá a la luz como la luz, tu gloria como una lámpara encendida.
Ahora debemos apresurarnos a pasar a la tercera y mejor etapa de la fe. Los criados se reúnen con el noble: su hijo está curado. Llega a su casa, abraza a su hijo y lo ve perfectamente restablecido. Y ahora, dice la narración: “Creyó él y toda su casa”. Y sin embargo, habrán notado que en el versículo cincuenta, dice que él creyó. “El hombre creyó a la palabra que Jesús le había hablado”.
Ahora bien, algunos expositores han estado muy desconcertados, porque no sabían cuándo creyó este hombre. El buen Calvino dice, y sus observaciones son siempre de peso, y siempre excelentes: (No vacilo en decir que Calvino es el más grandioso expositor que jamás haya pensado en aclarar la Palabra de Dios. En sus comentarios, a menudo lo he encontrado cortando en pedazos sus propios institutos, no tratando de dar a un pasaje un significado calvinista, sino siempre tratando de interpretar la Palabra de Dios como él la encuentra). Creyó la palabra que Cristo había hablado. Después tuvo una fe que llevó a Cristo a su alma, para convertirse en Su discípulo, y confiar en Él como el Mesías.
Creo que no me equivoco al utilizar esto como ilustración de la fe en su estado más elevado. Encontró a su hijo curado en el mismo momento en que Jesús dijo que lo estaría. “Y ahora”, dice, “creo”, es decir, creyó con plena certeza de fe. Su mente estaba tan libre de todas sus dudas, creía en Jesús de Nazaret como el Cristo de Dios, seguro de que era un profeta enviado de Dios, y las dudas y los recelos ya no ocupaban su alma.
Conozco a muchas pobres criaturas que quieren llegar a este estado, pero quieren llegar todos a la vez. Son como un hombre que quiere subir una escalera sin subir los peldaños más bajos. “Oh”, dicen, “si tuviera la plena certeza de la fe, entonces creería que soy hijo de Dios”. No, no, cree, confía en la palabra pura de Cristo, y entonces llegarás después a sentir en tu alma el testimonio del Espíritu de que eres nacido de Dios.
La certeza es una flor; primero debes plantar el bulbo, el bulbo descubierto y tal vez mal visto de la fe; plántalo en su grano, y pronto tendrás la flor. La semilla marchita de un poco de fe brota hacia arriba, y entonces tienes el maíz maduro en la espiga de la plena certeza de la fe.
Pero aquí quiero que noten que cuando este hombre llegó a la plena certeza de la fe, se dice que su casa también creyó. Hay un texto que se cita a menudo, y no creo haberlo oído citar correctamente todavía. Por cierto, hay algunas personas que no saben más de autores que lo que oyen citar, y algunos que no saben más de la Biblia que lo que han oído citar también.
Ahora, está ese pasaje: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”; ¿qué han hecho las últimas tres palabras para que sean cortadas? “Cree y serás salvo, y tu casa”. ¿La fe del padre salva a la familia? Sí. Sí, de alguna manera, la fe del padre le hace orar por su familia, Dios escucha su oración y la familia se salva. No, la fe del padre no puede sustituir la fe de los hijos, ellos también deben creer. En ambos sentidos de la palabra, digo “Sí, o No”. Cuando un hombre ha creído, hay esperanza de que sus hijos se salven. Es más, hay una promesa, y el padre no debe descansar satisfecho hasta que vea a todos sus hijos salvos. Si lo hace, todavía no ha creído correctamente.
Hay muchos hombres que sólo creen para sí mismos. A mí me gusta, si recibo una promesa, creerla tan amplia como ella. ¿Por qué no habría de ser mi fe tan amplia como la promesa? Ahora, así es: “Cree y serás salvo, y tu casa”. Tengo un derecho ante Dios por mis pequeños. Cuando voy delante de Dios en oración, puedo argumentar: “Señor, yo creo, y Tú has dicho que seré salvo, y mi casa, Tú me has salvado, pero no has cumplido Tu promesa hasta que hayas salvado también a mi casa”.
Sé que a veces se piensa que quienes creemos que el bautismo de infantes es una herejía, y que ni un solo texto de las Escrituras le da siquiera un apoyo inferencial, descuidamos a nuestros hijos. Pero, ¿podría haber una calumnia mayor? Por el contrario, pensamos que estamos haciendo a nuestros hijos el mayor servicio que podemos hacerles, cuando les enseñamos que no son miembros de la iglesia de Cristo, que no se convierten en cristianos el día en que son bautizados, que deben nacer de nuevo, y que ese nuevo nacimiento debe ser en ellos algo que puedan realizar conscientemente, y no podemos hacer nada por ellos en su infancia, mientras todavía llevan sus ropas largas, rociándoles un puñado de agua en la cara.
Creemos que es mucho más probable que se conviertan que aquellos que son educados en la noción engañosa que se les enseña en esa expresión del catecismo, una expresión sumamente perversa, blasfema y falsa: “En mi bautismo fui hecho miembro de Cristo, hijo de Dios, heredero del reino de los cielos”. El Papa de Roma nunca pronunció una frase más impía que esa, nunca dijo una sílaba más contradictoria con todo el tenor de la Palabra de Dios.
Los niños no se salvan por el bautismo, ni tampoco los adultos. “El que creyere, será salvo; y el que creyere y fuere bautizado, será salvo”; pero el bautismo no precede a la fe. Tampoco coactúa u obra en nuestra salvación, pues la salvación es obra de la gracia, asida por la fe y sólo por la fe. Bautizado o no bautizado, si no crees, estás perdido, pero sin ser bautizado y si crees eres salvo. Y nuestros niños que mueren en su infancia sin ningún rito profano o supersticioso, se salvan a pesar de ello.
II. Y ahora llegamos al segundo punto de nuestro tema, las tres enfermedades a las que la fe está muy sujeta, y estas tres enfermedades brotan en diferentes etapas.
En primer lugar, con respecto a la búsqueda de la fe. El poder de la búsqueda de la fe reside en que impulsa al hombre a la oración. Y aquí está la enfermedad, porque es muy probable que, cuando estamos buscando comenzar, suspendamos la oración. Cuántas veces el diablo susurra al oído de un hombre: “No ores, no sirve de nada. Sabes que serás excluido del cielo”. O cuando el hombre piensa que ha obtenido una respuesta a la oración, entonces Satanás le dice: “No necesitas orar más, ya tienes lo que pedías”. O si después de un mes de clamar no ha recibido ninguna bendición, entonces Satanás le susurra: “¡Necio eres por quedarte a la puerta de la misericordia! ¡Vete! ¡Vete! Esa puerta está clavada y atrancada, y nunca serás escuchado”.
Oh, amigos míos, si están sujetos a esta enfermedad mientras buscan a Cristo, les pido que clamen contra ella, y trabajen contra ella, y nunca dejen de orar. Un hombre nunca puede hundirse en el río de la ira mientras pueda clamar. Mientras puedan clamar a Dios por misericordia, la misericordia nunca se retirará de ustedes.
No permitas que Satanás te aleje de la puerta del cuarto, sino que te empuje hacia dentro, lo quiera o no. Renuncia a la oración y sellarás tu propia condenación, renuncia a la súplica en lo secreto y renunciarás a Cristo y al cielo. Continúa orando, y aunque la bendición se demore, debe llegar, en el tiempo de Dios debe llegar.
La enfermedad que más probablemente caerá sobre los que están en la segunda etapa, es decir, los que confían implícitamente en Cristo, es la enfermedad de querer ver señales y prodigios, pues de lo contrario no creerán. En la primera etapa de mi ministerio, en medio de una población rural, solía encontrarme continuamente con personas que se creían cristianas porque, según imaginaban, habían visto señales y maravillas, y desde entonces, historias de lo más ridículas me han sido contadas por personas serias y sinceras, como razones por las que pensaban que se habían salvado.
He oído una narración más o menos así: “Creo que mis pecados han sido quitados”. ¿Por qué? “Bueno, señor, estaba en el jardín trasero y vi una gran nube, y pensé, ahora Dios puede hacer que esa nube se vaya si le place, y se fue, y pensé que la nube y mis pecados se habían ido también, y no he tenido una duda desde entonces”. He pensado, bueno, tienes buenas razones para dudar, porque eso es totalmente absurdo. Si te dijera los caprichos y fantasías que a algunas personas se les meten en la cabeza, te sonreirías y eso no te beneficiaría. Es cierto que los hombres inventan cualquier historia ociosa, cualquier extraña fantasía, para hacerles creer que entonces pueden confiar en Cristo.
Oh, queridos amigos, si no tienen una mejor razón para creer que están en Cristo que un sueño o una visión, es tiempo de que comiencen de nuevo.
Les reconozco que ha habido algunos que han sido alarmados, convencidos, y tal vez convertidos, por extraños fenómenos de su imaginación; pero si confían en ellos como si fueran promesas de Dios, si los consideran como evidencias de que son salvos, les digo que estarán descansando en un sueño, en un engaño. Bien podrías tratar de construir un castillo en el aire, o una casa sobre la arena.
No, el que cree a Cristo, cree a Cristo porque Él lo dice, y porque aquí está escrito en la Palabra, no lo cree porque lo soñó, o porque oyó una voz que probablemente podría ser un mirlo cantando, o porque creyó ver un ángel en el cielo, que era tan probable que fuera niebla de una forma peculiar como cualquier otra cosa.
No, debemos acabar con este deseo de ver señales y prodigios. Si vienen, estén agradecidos; si no vienen, confíen simplemente en la Palabra que dice: “Todo pecado será perdonado a los hombres”. No deseo decir esto para herir ninguna tierna conciencia, la cual tal vez haya encontrado algún consuelo en tan singulares maravillas, sólo digo esto honestamente, para que ninguno de ustedes sea engañado, les advierto solemnemente que no confíen en nada de lo que crean haber visto, soñado u oído.
Este volumen es la palabra segura del testimonio, a la cual hacéis bien si prestáis atención, como a una luz que alumbra en lugar oscuro. Confía en el Señor, espérale pacientemente, deposita toda tu confianza donde Él puso todos tus pecados, es decir, sólo en Cristo Jesús, y serás salvo, con o sin ninguna de estas señales y prodigios.
Me temo que algunos cristianos de Londres han caído en el mismo error de querer ver señales y prodigios. Se han estado reuniendo en reuniones especiales de oración para buscar un avivamiento, y como la gente no ha caído desmayada, ni ha gritado ni hecho ruido, tal vez han pensado que el avivamiento no ha llegado. ¡Oh, si tuviéramos ojos para ver los dones de Dios en la forma en que Dios elige darlos!
No queremos el avivamiento del Norte de Irlanda, queremos el avivamiento en su bondad, pero no en esa forma particular. Si el Señor lo envía en otra forma, nos alegraremos tanto más de prescindir de esas obras excepcionales en la carne. Donde el Espíritu obra en el alma, siempre nos alegramos de ver una verdadera conversión, y si Él decide obrar también en el cuerpo en Londres, nos alegraremos de verlo.
Si los corazones de los hombres son renovados, qué importa que no griten. Si sus conciencias son vivificadas, qué importa que no caigan en un ataque, si sólo encuentran a Cristo, ¿quién va a lamentar que no permanezcan inmóviles y sin sentido durante cinco o seis semanas? Tómenlo sin las señales y maravillas. Por mi parte, no los deseo.
Permítanme ver la obra de Dios hecha a la manera de Dios, un verdadero y completo avivamiento, pero podemos prescindir de las señales y los prodigios, porque ciertamente no son exigidos por los fieles, y sólo serán el hazmerreír de los incrédulos.
Habiendo hablado así de estas dos enfermedades, sólo mencionaré la otra. Hay una tercera, pues, que se interpone en nuestro camino para alcanzar el más alto grado de fe, es decir, la plena certeza, y es la falta de observación. El noble de nuestro texto hizo cuidadosas averiguaciones acerca del día y la hora en que su hijo fue sanado. Así obtuvo su seguridad. Pero nosotros no observamos la mano de Dios tanto como deberíamos.
Nuestros buenos antepasados puritanos, cuando llovía, solían decir que Dios había destapado las botellas del cielo. Cuando llueve hoy en día, pensamos que las nubes se han condensado. Si tenían un campo de heno cortado, solían suplicar al Señor que hiciera brillar el sol. Tal vez seamos más sabios de lo que pensamos, y consideramos que apenas vale la pena orar por tales cosas, pensando que vendrán en el curso de la naturaleza.
Creían que Dios estaba en cada tormenta, es más, en cada nube de polvo. Solían hablar de un Dios presente en todo, pero nosotros hablamos de cosas como las leyes de la naturaleza, como si las leyes fueran alguna vez algo, excepto que hubiera alguien para llevarlas a cabo, y algún poder secreto para poner toda la máquina en movimiento.
No obtenemos nuestra seguridad porque no observamos lo suficiente. Si observaras la bondad providencial día a día, si notaras las respuestas a tus oraciones, si anotaras en algún lugar del libro de tus recuerdos, las continuas misericordias de Dios hacia ti, creo que llegarías a ser como este padre que fue llevado a la plena certeza de la fe porque notó que la misma hora en que Jesús habló, fue la misma hora en que vino la sanidad. Sé vigilante, cristiano. Al que busca providencias nunca le faltará una providencia que mirar.
Guardaos, pues, de estas tres enfermedades, de dejar de orar, de esperar ver señales y prodigios, y de la negligencia en observar la mano manifiesta de Dios.
III. Y ahora llego a mi tercer y último encabezado, sobre el cual solemnemente, aunque brevemente, hay tres preguntas que se le deben hacer acerca de su fe.
Primero, entonces, dices: “Tengo fe”. Que así sea. Hay muchos hombres que dicen tener oro y no lo tienen, hay muchos que se creen ricos y aumentados en bienes, que están desnudos y son pobres y miserables. Os digo, pues, en primer lugar, ¿vuestra fe os hace orar? No la oración del hombre que pronuncia como un papagayo las oraciones que ha aprendido, sino ¿lloras con el llanto de un niño vivo? ¿Le dices a Dios lo que quieres y lo que deseas? ¿Buscas Su rostro y pides Su misericordia?
Hombre, si vives sin orar, eres un alma sin Cristo, tu fe es un engaño, y la confianza que resulta de ella, es un sueño que te destruirá.
Despierta de tu sueño de muerte, pues mientras estés mudo en oración, Dios no podrá responderte. No vivirás para Dios si no vives en el cuarto, el que nunca está de rodillas en la tierra, nunca estará de pie en el cielo, el que nunca lucha con el ángel aquí abajo, nunca será admitido en el cielo por el ángel de arriba.
Sé que hoy hablo con algunos que no oran. Ustedes tienen mucho tiempo para su negocio, pero no tienen ninguno para su oración privada. Nunca han orado en familia, pero no les hablaré de eso. Has descuidado la oración privada. ¿No te levantas a veces por la mañana tan cerca de la hora en que debes cumplir con tus compromisos, que te arrodillas, es cierto, pero dónde está la oración? Y en cuanto a las ocasiones adicionales de súplica, nunca se entregan a ellas. La oración con ustedes es una especie de lujo demasiado caro para permitirse a menudo.
Pero quien tiene verdadera fe en su corazón, está orando todo el día. No quiero decir que esté de rodillas, sino que a menudo, cuando está negociando, cuando está en su tienda o en su casa de contabilidad, su corazón encuentra un pequeño espacio, un vacío por un momento, y salta al seno de su Dios, y vuelve a bajar, refrescado para seguir con sus asuntos y encontrarse con el rostro del hombre.
Oh, esas breves oraciones emocionantes, no simplemente llenar el incensario por la mañana con incienso, sino echar pequeños trozos de canela e incienso durante todo el día, para mantenerlo siempre fresco, esa es la manera de vivir, y esa es la vida de un verdadero creyente genuino. Si tu fe no te hace orar, no tengas nada que ver con ella, deshazte de ella, y que Dios te ayude a comenzar de nuevo.
Pero tú dices: “Tengo fe”. Te haré una segunda pregunta. ¿Esa fe te hace obediente? Jesús dijo al noble: “Vete”, y él se fue sin decir palabra, por mucho que hubiera deseado quedarse a escuchar al Maestro, obedeció. ¿Tu fe te hace obediente? En estos días tenemos una clase de cristianos de lo más lamentable, hombres que no tienen la honestidad común.
He oído observar a comerciantes que conocen a muchos hombres que no tienen el temor de Dios ante sus ojos, que son hombres muy justos y rectos en sus tratos, y por otro lado, conocen a algunos cristianos profesantes que no son realmente deshonestos, pero pueden retroceder y cubrirse un poco, no son caballos que no andan, pero de vez en cuando dudan,
no parecen mantenerse al día si tienen una cuenta que pagar, no son regulares, no son exactos, de hecho algunas veces, y ¿quién ocultará lo que es verdad?, se ve a los cristianos realizando acciones sucias, y a los profesantes de la religión ensuciándose con actos que los hombres meramente mundanos despreciarían.
Ahora, señores, doy mi testimonio esta mañana como ministro de Dios, demasiado honesto para alterar una palabra con el fin de complacer a cualquier hombre que viva, no sois cristianos si podéis actuar en los negocios por debajo de la dignidad de un hombre honesto. Si Dios no te ha hecho honesto, no ha salvado tu alma. Ten por seguro que, si puedes seguir adelante, desobedeciendo las leyes morales de Dios, si tu vida es inconsistente y lasciva, si tu conversación está mezclada con cosas que incluso un mundano podría rechazar, el amor de Dios no está en ti.
No abogo por la perfección, pero sí abogo por la honestidad, y si tu religión no te ha hecho cuidadoso y orante en la vida común, si no has sido hecho una nueva criatura en Cristo Jesús, tu fe no es más que un nombre vacío, como bronce que resuena o címbalo que retiñe.
Te haré una pregunta más sobre tu fe y habré terminado. Dices: “Tengo fe”. ¿Le ha llevado su fe a bendecir su hogar? El buen Rowland Hill dijo una vez, a su pintoresca manera, que cuando un hombre se volvía cristiano, su perro y su gato debían ser mejores por ello, y creo que era el señor Jay quien siempre decía que un hombre, cuando se volvía cristiano, era mejor en todas las relaciones. Era mejor marido, mejor amo, mejor padre que antes, o su religión no era genuina.
Ahora bien, ¿han pensado alguna vez, mis queridos hermanos y hermanas cristianos, en bendecir a su familia? ¿Oigo decir a alguien: “Yo guardo mi religión para mí”? Entonces no se preocupen mucho de que alguna vez se la roben, no necesitan ponerla bajo llave, no hay suficiente para tentar al mismo diablo para que venga y se la quite. Un hombre que puede guardar su piedad para sí mismo tiene una pequeña proporción de ella, me temo que no será ningún crédito para sí mismo, y ninguna bendición para otras personas.
Pero a veces, por extraño que parezca, te encuentras con padres que no parecen interesarse por la salvación de sus hijos más de lo que se interesan por los niños pobres de los barrios bajos de St. Giles. Les gustaría que el niño saliera bien, y les gustaría que la niña se casara cómodamente, pero en cuanto a que se conviertan, no parece preocuparles.
Es cierto que el padre ocupa su asiento en una casa de culto, y se sienta con una comunidad de cristianos, y espera que sus hijos salgan bien. Tienen el beneficio de su esperanza; ciertamente, un legado muy grande; sin duda, cuando muera, les dejará sus mejores deseos, y que se enriquezcan con ellos.
Pero nunca parece haber hecho de la cuestión de si serán salvos o no, un asunto de ansiedad del alma.
¡Aléjate de una religión como esa! Echadla en el estercolero, arrojadla a los perros, que sea enterrada como Conías, con el entierro de un asno, arrojadla fuera del campamento, como una cosa inmunda. Esa no es la religión de Dios. El que no cuida de su propia casa, es peor que un pagano y un publicano.
No os contentéis nunca, hermanos míos en Cristo, hasta que todos vuestros hijos se salven. Poned la promesa delante de vuestro Dios. La promesa es para vosotros y para vuestros hijos. La palabra griega no se refiere a los niños, sino a los hijos, a los nietos y a todos los descendientes que tengáis, sean adultos o no. No dejes de suplicar, hasta que se salven no sólo tus hijos, sino también tus bisnietos, si los tienes.
Estoy aquí hoy como prueba de que Dios no es infiel a Su promesa. Puedo mirar hacia atrás cuatro o cinco generaciones, y ver que Dios se ha complacido en escuchar las oraciones del abuelo de nuestro abuelo, que solía suplicar a Dios que sus hijos vivieran ante él hasta la última generación, y Dios nunca ha abandonado la casa, sino que se ha complacido en llevar primero a uno y luego a otro para temer y amar Su nombre.
Así sea contigo, y al pedir esto no estás pidiendo más de lo que Dios está obligado a darte. Él no puede negarse a menos que se retracte de su promesa. No puede negarse a darte tu alma y la de tus hijos como respuesta a la oración de tu fe.
“Ah”, dice uno, “pero usted no sabe qué hijos son los míos”. No, mi querido amigo, pero sé que si eres cristiano, son hijos que Dios ha prometido bendecir. “Oh, pero son tan revoltosos que me rompen el corazón”. Entonces ruega a Dios que les rompa el corazón, y ya no te lo romperán a ti. “Pero llevarán mis canas con tristeza a la tumba”. Ruega entonces a Dios que lleve sus ojos con dolor a la oración, y a la súplica, y a la cruz, y entonces no te llevarán al sepulcro.
“Pero”, dices, “mis hijos tienen el corazón tan duro”. Mirad los vuestros. Creéis que ellos no pueden salvarse, miraos a vosotros mismos, Aquel que os salvó a vosotros puede salvarlos a ellos. Vayan a Él en oración y díganle: “Señor, no te dejaré ir a menos que me bendigas”, y si su hijo está a punto de morir, y como ustedes piensan, a punto de condenarse a causa del pecado, supliquen todavía como el noble: “Señor, desciende antes que mi hijo perezca, y sálvame por tu misericordia”.
Y oh, Tú que habitas en lo más alto de los cielos, nunca rechazarás a Tu pueblo. Lejos de nosotros soñar que Tú olvidarás Tu promesa. En nombre de todo tu pueblo, ponemos solemnemente nuestra mano sobre tu palabra y te comprometo a tu pacto. Tú has dicho que tu misericordia es para los hijos de los que te temen y guardan tus mandamientos. Tú has dicho que la promesa es para nosotros y para nuestros hijos, Señor, Tú no te retractarás de Tu propio pacto, desafiamos Tu Palabra por santa fe esta mañana: “Haz lo que has dicho”.
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