“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”
Juan 14:26
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Hay muchos dones selectos comprendidos en el pacto de gracia, pero el primero y el más rico de ellos son estos dos: el don de Jesucristo para nosotros y el don del Espíritu Santo para nosotros. Confío en que no subestimemos el primero de ellos. Nos deleita oír hablar de ese “don inefable”: el Hijo de Dios, que llevó nuestros pecados, cargó con nuestros dolores y soportó nuestro castigo en Su propio cuerpo sobre el madero. Hay algo tan tangible en la cruz, los clavos, el vinagre, la lanza, que no somos capaces de olvidar al Maestro, especialmente cuando tan a menudo disfrutamos del delicioso privilegio de reunirnos alrededor de Su mesa y partir el pan en memoria de Él.
Pero el segundo gran don, de ninguna manera inferior al primero, el don del Espíritu Santo para nosotros, es tan espiritual y nosotros somos tan carnales, es tan misterioso y nosotros somos tan materiales, que somos muy propensos a olvidar su valor, ay, e incluso a olvidar el don por completo. Y sin embargo, hermanos míos, recordemos siempre que Cristo en la cruz no tiene ningún valor para nosotros sin el Espíritu Santo en nosotros. En vano fluye esa sangre, a menos que el dedo del Espíritu aplique la sangre a nuestra conciencia; en vano se forja esa vestidura de justicia, una vestidura sin costuras, tejida de arriba abajo, a menos que el Espíritu Santo nos envuelva y nos atavíe en sus finos pliegues.
El río del agua de la vida no puede saciar nuestra sed hasta que el Espíritu presente la copa y la lleve hasta nuestro labio. Todas las cosas que hay en el mismo paraíso de Dios nunca podrían ser dichosas para nosotros mientras seamos almas muertas, y almas muertas somos hasta que ese viento celestial venga de los cuatro puntos cardinales y sople sobre nosotros que estamos muertos, para que vivamos. No dudamos en decir que debemos tanto a Dios Espíritu Santo como a Dios Hijo. De hecho, sería un gran pecado y una falta intentar anteponer una persona de la Divina Trinidad a otra.
Tú, oh, Padre, eres la fuente de toda gracia, de todo amor y misericordia hacia nosotros. Tú, oh, Hijo, eres el canal de la misericordia de tu Padre, y sin Ti el amor de tu Padre nunca podría fluir hacia nosotros. Y Tú, oh Espíritu, Tú eres el que nos permite recibir esa virtud divina que fluye de la fuente, el Padre, a través de Cristo, el canal, y por Tu medio entra en nuestro espíritu, y allí permanece y produce su fruto glorioso. Magnificad, pues, al Espíritu, vosotros que sois partícipes de él, alabad, loar y amad siempre su nombre, porque es justo hacerlo.
Mi trabajo esta mañana es exponer la obra del Espíritu Santo, no como Consolador, ni como Vivificador, ni como Santificador, sino principalmente como Maestro, aunque tendremos que tocar estos otros puntos de pasada.
El Espíritu Santo es el gran Maestro de los hijos del Padre. El Padre nos engendra por su propia voluntad mediante la palabra de verdad. Jesucristo nos toma en unión consigo mismo, de modo que nos convertimos en un segundo sentido en hijos de Dios. Entonces Dios Espíritu Santo sopla en nosotros el “espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba, Padre.”
Habiéndonos dado ese espíritu de adopción, Él nos entrena, se convierte en nuestro gran Maestro, quita nuestra ignorancia, y revela una verdad tras otra, hasta que al fin comprendemos con todos los santos cuáles son las alturas, las profundidades, las longitudes y las anchuras, y conocemos el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento, y luego el Espíritu introduce a los instruidos en la asamblea general y en la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo.
Con respecto a este Maestro, diremos estas tres cosas: primero, lo que enseña; segundo, Sus métodos de enseñanza; y tercero, la naturaleza y características de esa enseñanza.
I. En primer lugar, lo que el Espíritu Santo nos enseña.
Y aquí, en efecto, tenemos un amplio campo extendido ante nosotros, porque Él enseña al pueblo de Dios todo lo que ellos hacen que sea agradable al Padre, y todo lo que saben que es provechoso para ellos mismos.
1. Yo digo que Él les enseña todo lo que hacen. Ahora bien, hay algunas cosas que tú y yo podemos hacer naturalmente, cuando no somos más que niños, sin ninguna enseñanza. ¿Quién le ha enseñado a un niño a llorar? Es natural para él. La primera señal de su vida es su agudo y débil llanto de dolor. Después, no hace falta enviarlo a la escuela para enseñarle a emitir el llanto de dolor, la conocida expresión de sus pequeñas penas.
Ah, hermanos míos, pero ustedes y yo, como infantes espirituales, tuvimos que ser enseñados a clamar, pues ni siquiera podíamos clamar por nosotros mismos, hasta que hubiéramos recibido “el espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba, Padre”.
Hay clamores y gemidos que no pueden expresarse con palabras ni con el habla, por sencillo que parezca este lenguaje de la nueva naturaleza. Pero aun estos más débiles gemidos, suspiros, llantos, lágrimas, son señales de educación. Debemos ser enseñados a hacer esto, o de lo contrario no somos suficientes para hacer incluso estas pequeñas cosas en y por nosotros mismos.
Como sabemos, a los niños hay que enseñarles a hablar y, poco a poco, son capaces de pronunciar primero las palabras más cortas y después las más largas. A nosotros también se nos enseña a hablar. Ninguno de nosotros ha aprendido todavía todo el vocabulario de Canaán. Confío en que seamos capaces de decir algunas de las palabras, pero nunca seremos capaces de pronunciarlas todas hasta que lleguemos a esa tierra donde veremos a Cristo, y “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.
Los dichos de los santos, cuando son buenos y verdaderos, son las enseñanzas del Espíritu. ¿No recuerdan ese pasaje: “Nadie puede decir que Jesús es el Cristo, sino por el Espíritu Santo”? Puedes decir lo mismo con palabras muertas, pero el dicho del espíritu, el dicho del alma, nunca puedes alcanzarlo, a menos que sea enseñado por el Espíritu Santo.
Aquellas primeras palabras que usamos como cristianos: “Dios, sé propicio a mí, pecador”, nos fueron enseñadas por el Espíritu Santo, y ese cántico que cantaremos ante el trono: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos”, no será sino el fruto maduro de ese mismo árbol del conocimiento del bien y del mal, que el Espíritu Santo ha plantado en el suelo de nuestros corazones.
Además, así como somos enseñados a clamar y enseñados a hablar por el Espíritu Santo, así todo el pueblo de Dios es enseñado a caminar y actuar por Él. “No está en el hombre que camina dirigir sus pasos”. Podemos prestar la mejor atención a nuestra vida, pero tropezaremos o nos extraviaremos a menos que Aquel que nos puso primero en el camino nos guíe en él. “También a Efraín enseñé a andar, tomándolos por los brazos”. “En verdes praderas me hace descansar; junto a aguas de reposo me conduce”. Extraviarse es natural, mantener el camino recto es espiritual. Errar es humano, ser santo es divino. Caer es el efecto natural del mal, pero permanecer es el glorioso efecto del Espíritu Santo obrando en nosotros, tanto para querer como para hacer lo que le place.
Nunca hubo todavía un pensamiento celestial, nunca hubo todavía una obra santificada, nunca hubo todavía un acto consagrado aceptable a Dios por Jesucristo, que no fuera obrado en nosotros por el Espíritu Santo. Ha obrado todas nuestras obras en nosotros. “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.”
Ahora, así como sucede con las simples acciones del cristiano, su clamor, su hablar, su caminar, su actuar, todas estas son enseñanzas del Espíritu Santo, así sucede con los esfuerzos más elevados de su naturaleza. La predicación del Evangelio, cuando se hace correctamente, sólo se logra mediante el poder del Espíritu Santo.
Ese sermón que se basa en el intelecto humano no vale nada, ese sermón que se ha obtenido mediante el conocimiento humano, y que no tiene otra fuerza en él que la fuerza de la lógica o de la oratoria, se gasta en vano. Dios no obra con instrumentos como éstos. No limpia los espíritus con el agua de las cisternas rotas, ni salva las almas por los pensamientos que salen de la mente de los hombres, aparte de la influencia divina que los acompaña.
Podríamos tener toda la erudición de los sabios de Grecia, no, mejor aún, todo el conocimiento de los doce apóstoles juntos, y entonces podríamos tener la lengua de un serafín, y los ojos y el corazón de un Salvador, pero aparte del Espíritu del Dios viviente, nuestra predicación todavía sería vana, y nuestros oyentes y nosotros mismos todavía permaneceríamos en nuestros pecados.
Predicar correctamente sólo puede ser realizado por el Espíritu Santo. Puede haber una cosa llamada predicación que es de fuerza humana, pero los ministros de Dios son enseñados por el Santo, y cuando su palabra es bendecida, ya sea a un santo o a un pecador, la bendición no viene de ellos, sino del Espíritu Santo, y a Él sea toda la gloria, porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.
Lo mismo ocurre con el canto sagrado. ¿De quién son las alas con las que me elevo hacia los cielos en sagrada armonía y alegría? Son Tus alas, ¡Oh, Santa Paloma! ¿De quién es el fuego con el que arde mi espíritu en los momentos de consagración sagrada? Tuya es la llama, ¡oh Espíritu ardiente! Tuya. ¿De quién es la lengua de fuego que se posó en el labio apostólico? Tuya fue esa lengua hendida, Santo de Israel.
¿De quién es ese rocío que cae sobre la hoja marchita y la hace sonreír y vivir? Tuyas son esas gotas santas, Tú Rocío de Dios, Tú eres ese nacer de la mañana de donde proceden estas bellezas de santidad. Tú lo has obrado todo en nosotros, y a Ti te daremos merecidas gracias. Así pues, todas las acciones del cristiano, tanto las pequeñas como las grandes, son enseñanzas del Espíritu Santo.
2. Pero ahora, además, todo lo que el creyente sabe verdaderamente que es provechoso para sí mismo le es enseñado por el Espíritu Santo. Podemos aprender mucho de la Palabra de Dios moral y mentalmente, pero el filósofo cristiano entiende que hay una distinción entre el alma y el espíritu, que la mera alma natural o intelecto del hombre puede instruirse lo suficientemente bien de la Palabra de Dios, pero que las cosas espirituales son sólo para ser discernidas espiritualmente, y que hasta que ese tercer principio superior, el espíritu, sea infundido en nosotros en la regeneración, no tenemos ni siquiera la capacidad o la posibilidad de conocer las cosas espirituales.
Ahora bien, es de este tercer principio superior del que habla el apóstol cuando habla de “cuerpo, alma y espíritu”. Los filósofos mentales declaran que no existe la tercera parte: el espíritu. Pueden encontrar un cuerpo y un alma, pero no un espíritu. Tienen toda la razón, no existe tal cosa en los hombres naturales. Ese tercer principio, el espíritu, es una infusión del Espíritu Santo en la regeneración, y no ha de ser detectado por la filosofía mental, es en conjunto una cosa más sutil, una cosa demasiado rara, demasiado celestial, para ser descrita por Dugald Stewart, o Reid, o Brown, o cualquiera de esos poderosos hombres que podían analizar la mente, pero que no podían entender el espíritu.
Ahora, el Espíritu de Dios primero nos da un espíritu, y después educa ese espíritu, y todo lo que ese espíritu sabe es enseñado por el Espíritu Santo. Tal vez lo primero que aprendemos es el pecado, Él nos reprende del pecado. Ningún hombre conoce la excesiva pecaminosidad del pecado, sino por el Espíritu Santo. Puedes castigar a un hombre, puedes hablarle de la ira de Dios y del infierno, pero no puedes hacerle saber cuán malo y amargo es el pecado hasta que el Espíritu Santo se lo haya enseñado. Es una lección terrible de aprender, y cuando el Espíritu Santo nos hace sentar en el taburete de la penitencia, y comienza a taladrarnos esta gran verdad, que el pecado es condenación que está floreciendo, que el pecado es infierno en germen, entonces cuando comenzamos a percibirlo, exclamamos: “Ahora sé cuán vil soy; mi alma se aborrece a sí misma en polvo y ceniza”.
Ningún hombre, lo repito, conocerá jamás la pecaminosidad del pecado por medio de argumentos, castigos, disciplina moral, o por cualquier otro medio aparte de la enseñanza del Espíritu Santo. Es una verdad más allá del alcance del intelecto humano saber cuán vil es el pecado. Sólo el espíritu, injertado y dado por el Espíritu Santo, puede aprender la lección, y sólo el Espíritu Santo puede enseñarla.
La siguiente lección que el Espíritu nos enseña es la total ruina, depravación e impotencia del yo. Los hombres pretenden saber esto por naturaleza, pero no lo saben, sólo pueden decir las palabras de la experiencia como los loros hablan como hombres. Pero conocerme completamente perdido y arruinado, conocerme tan perdido, “que en mí (es decir, en mi carne) no mora nada bueno”, es un conocimiento tan desagradable, tan odioso, tan abominable al intelecto carnal, que el hombre no lo aprendería si pudiera, y si lo ha aprendido, es una prueba clara de que Dios el Espíritu Santo lo ha hecho dispuesto a ver la verdad, y dispuesto a recibirla.
Cuando a veces oímos a grandes predicadores que nos dicen que todavía queda algo grandioso en el hombre, que cuando Adán cayó pudo haberse quebrado el dedo meñique, pero no se arruinó por completo, que el hombre es un ser grandioso, de hecho una criatura noble, y que todos estamos equivocados al decirles a los hombres que están depravados, y al declararles la ley de Dios, ¿me asombro de que hablen así? No, hermanos míos, es el lenguaje de la mente carnal en todo el mundo y en todas las épocas.
No es de extrañar que un hombre sea elocuente sobre este punto, todo hombre necesita ser elocuente cuando tiene que defender una mentira. No es de extrañar que se hayan pronunciado frases gloriosas y se hayan levantado períodos floridos de una abundancia de elocuencia sobre este tema. Un hombre necesita agotar toda la lógica y toda la retórica para defender una falsedad, y no es de extrañar que trate de hacerlo, pues el hombre se cree rico, y aumentado en bienes, y que no tiene necesidad de nada, hasta que el Espíritu Santo le enseña que está desnudo, y pobre, y miserable.
Una vez aprendidas estas lecciones, el Espíritu procede a enseñarnos algo más: la naturaleza y el carácter de Dios. A Dios se le oye en cada viento y se le ve en cada nube, pero no todo es Dios. La bondad y la omnipotencia de Dios, el mundo nos las manifiesta claramente en las obras de la creación, pero ¿dónde leo de Su gracia, dónde leo de Su misericordia, o de Su justicia? Hay líneas que no puedo leer en la creación. Los que pueden oír las notas de la misericordia o de la gracia susurrando en el vendaval de la tarde deben tener oídos muy agudos.
No, hermanos, estas partes de los atributos de Dios sólo se nos revelan en este precioso Libro, y allí están tan reveladas que no podemos conocerlas hasta que el Espíritu abra nuestros ojos para percibirlas.
Conocer la inflexibilidad de la justicia divina, y ver cómo Dios impone el castigo por cada jota y tilde de pecado, y sin embargo saber que esa justicia plena no eclipsa Su misericordia igualmente plena, sino que ambas se mueven una alrededor de la otra, sin entrar ni por un solo instante en choque o conflicto, ver cómo Dios es justo y, sin embargo, el justificador de los impíos, y conocer a Dios de tal manera que mi espíritu ame su naturaleza, aprecie sus atributos y desee ser como Él, éste es un conocimiento que la astronomía no puede enseñar, que todas las investigaciones de las ciencias nunca podrán darnos. Debemos ser enseñados de Dios, si es que alguna vez aprendemos de Él; debemos ser enseñados de Dios, por Dios el Espíritu Santo.
Oh, que aprendamos bien esta lección, que seamos capaces de cantar acerca de Su fidelidad, de Su amor de pacto, de Su inmutabilidad, de Su misericordia sin límites, de Su justicia inflexible, que seamos capaces de hablar unos con otros acerca de Aquel incomprensible, y que podamos verlo incluso como un hombre ve a su amigo, y que podamos llegar a caminar con Él como lo hizo Enoc, todos los días de nuestra vida. Esta debe ser una enseñanza que nos dé el Espíritu Santo.
Pero para no detenernos en estos puntos, aunque son prolíficos en pensamientos, observemos que el Espíritu Santo nos enseña especialmente a Jesucristo. Es el Espíritu Santo quien nos manifiesta al Salvador en la gloria de Su persona, el carácter complejo de Su humanidad y de Su deidad, es Él quien nos habla del amor de Su corazón, del poder de Su brazo, de la claridad de Su ojo, de la preciosidad de Su sangre y de la prevalencia de Su llamamiento.
Saber que Cristo es mi Redentor es saber más de lo que Platón podría haberme enseñado. Saber que soy un miembro de Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos, que mi nombre está en Su pecho y grabado en las palmas de Sus manos, es saber más de lo que las Universidades de Oxford o Cambridge podrían enseñar a todos sus alumnos, quienes nunca aprenderían tan bien.
Pablo no aprendió a decir a los pies de Gamaliel: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”. No en medio de los rabinos, ni a los pies de los miembros del Sanedrín, aprendió Pablo a clamar: “Lo que consideraba ganancia, ahora lo considero pérdida por amor de Cristo”. “Dios me libre de gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. No, esto debe haber sido enseñado como él mismo confiesa: “no de carne y sangre, sino del Espíritu Santo”.
Sólo necesito mencionar que también es el Espíritu quien nos enseña nuestra adopción. De hecho, todos los privilegios del nuevo pacto, comenzando desde la regeneración, pasando por la redención, la justificación, el perdón, la santificación, la adopción, la preservación, la seguridad continua, hasta una entrada abundante en el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, todo es la enseñanza del Espíritu Santo, y especialmente ese último punto, porque “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló por su Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.”
Él nos conduce a la verdad de las alegrías venideras, lleva nuestro espíritu hacia arriba, y nos da…
“Esa calma interior dentro del pecho,
la prenda más segura del descanso glorioso,
que para la iglesia de Dios permanece,
el fin de las preocupaciones, el fin de los dolores”.
II. Y ahora llego al segundo punto, que es este: los métodos por los cuales el Espíritu Santo enseña a los hijos de Dios estas cosas preciosas.
Aquí debemos señalar que no sabemos nada de la forma precisa de operación, porque el Espíritu es misterioso, no sabemos de dónde viene ni adónde va. Pero aun así, describamos lo que podemos percibir. Y primero, al enseñar al pueblo de Dios, una de las primeras cosas que hace el Espíritu es despertar interés en sus mentes.
Con frecuencia encuentro que cuando los hombres están siendo educados para el ministerio, lo más difícil es ponerlos en marcha. Son como murciélagos en el suelo, una vez que un murciélago llega a la tierra no puede volar hasta que se arrastra a la cima de una piedra y se pone un poco por encima de la tierra, y entonces consigue volar y puede hacerlo bastante bien. Así que hay muchos que no han despertado sus energías, tienen talento pero está dormido, y queremos una especie de silbato de ferrocarril para soplar en sus oídos para hacerlos arrancar y descubrir el velo de sus ojos para que puedan ver.
Ahora bien, lo mismo sucede con los hombres cuando el Espíritu de Dios comienza a enseñarles. Él despierta su interés en las cosas que desea que aprendan, les muestra que estas cosas tienen una relación personal con el bienestar presente y eterno de sus almas. Les hace comprender de tal manera la preciosa verdad, que lo que el hombre pensaba que era completamente indiferente ayer, ahora comienza a considerarlo inestimablemente precioso. “¡Oh!”, dijo, “¡teología! ¿de qué me puede servir?”. Pero ahora el conocimiento de Cristo y de Él crucificado se ha convertido para él en la más deseable y excelente de todas las ciencias. El Espíritu Santo despierta su interés.
Hecho esto, Él le da al hombre un espíritu enseñable. Hay hombres que no aprenderán. Profesan que quieren saber, pero nunca has encontrado la manera correcta de enseñarles. Enséñales poco a poco, y dirán: “¿Crees que soy un niño?”. Diles mucho de una vez, y dicen: “¡No tienes la capacidad de hacerme comprender!” Hasta que a veces me he visto obligado a decirle a un hombre, cuando he estado tratando de hacerle comprender, y él ha dicho: “No puedo entenderte”: “Bien, señor, agradezco que no sea mi deber darle una comprensión si usted no la tiene”.
Ahora bien, el Espíritu Santo hace que un hombre esté dispuesto a aprender de cualquier forma. El discípulo se sienta a los pies de Cristo, y deja que Cristo le hable como pueda, y le enseñe como quiera, ya sea con la vara o con una sonrisa, está muy dispuesto a aprender. Las lecciones son desagradables, pero el discípulo regenerado ama aprender más las mismas cosas que antes odiaba.
Cortantes para su orgullo pueden ser las doctrinas del Evangelio cada una de ellas, pero por eso mismo las ama, pues clama: “Señor, humíllame; Señor, abáteme; enséñame aquellas cosas que me harán cubrir la cabeza de polvo y ceniza; muéstrame mi nada; enséñame mi vacío; revélame mi inmundicia”. De modo que el Espíritu Santo procede así con su obra: despertando el interés y encendiendo un espíritu enseñable.
Hecho esto, el Espíritu Santo en el siguiente lugar pone la verdad en una luz clara. Cuán difícil es a veces exponer un hecho que uno mismo comprende perfectamente, de tal manera que otro hombre pueda verlo. Es como el telescopio, hay muchas personas que se decepcionan con un telescopio porque cada vez que entran en un observatorio y ponen el ojo en el cristal, esperando ver los anillos de Saturno, y los cinturones de Júpiter, han dicho: “¡No veo nada en absoluto, un trozo de cristal, y un grano o dos de polvo es todo lo que puedo ver!”. “Pero”, dice el astrónomo cuando llega, “puedo ver a Saturno en toda su gloria”.
¿Por qué no puede? Porque el enfoque no se adapta al ojo del observador. Con un poco de habilidad, el enfoque puede modificarse para que el observador pueda ver lo que antes no veía. Lo mismo ocurre con el lenguaje, es una especie de telescopio con el que permito que otro vea mis pensamientos, pero no siempre puedo darle el enfoque correcto.
Ahora bien, el Espíritu Santo siempre da el enfoque correcto a cada verdad. Él derrama una luz tan fuerte y enérgica sobre la Palabra, que el espíritu dice. “Ahora lo veo, ahora lo entiendo”. Porque incluso aquí, en este precioso Libro, hay palabras que he mirado cien veces, pero no podía entenderlas, hasta que en alguna hora favorecida, la palabra clave parecía como si saltara de en medio del versículo y me dijera: “Mira el versículo a mi luz”, y al instante percibí, no siempre por una palabra del versículo mismo, sino a veces por el contexto, percibí el significado que antes no podía ver. Esto también es parte del entrenamiento del Espíritu: arrojar luz sobre la verdad.
Pero el Espíritu no sólo ilumina la verdad, sino que ilumina el entendimiento. Es maravilloso también, cómo el Espíritu Santo enseña a hombres que parecía que nunca podrían aprender. No quisiera decir nada que pudiera afligir a mi hermano, pero conozco a algunos hermanos, no diré que están aquí hoy, pero no están fuera del lugar, algunos hermanos cuya opinión no aceptaría nada mundano bajo ningún concepto.
Si se tratara de algo que tuviera que ver con libras, chelines y peniques, cualquier cosa que tuviera que ver con el juicio humano, no los consultaría, pero esos hombres tienen un conocimiento más profundo, más verdadero y más experiencial de la Palabra de Dios, que muchos que la predican, porque el Espíritu Santo nunca trató de enseñarles gramática, y nunca quiso enseñarles negocios; nunca quiso enseñarles astronomía, pero les ha enseñado la Palabra de Dios, y ellos la entienden.
Otros maestros se han esforzado por inculcarles los elementos de la ciencia, pero sin éxito, porque sus cerebros están tan cagados y confundidos, como es posible, pero el Espíritu Santo les ha enseñado la Palabra de Dios, y allí están suficientemente claros.
Estoy en estrecho contacto con algunos jóvenes. Cuando tomamos nuestras lecciones ilustrativas de las ciencias, parecen estar todos confundidos, y cuando les hago una pregunta para ver si han entendido, están perdidos, pero fíjense, cuando llegamos a leer un capítulo de algún viejo libro puritano, vamos a la teología, esos hermanos me dan las respuestas más inteligentes y agudas de toda la clase.
Cuando una vez llegamos a tratar con cosas experienciales y controversiales, encuentro que esos hombres son capaces de doblar a sus oponentes y vencerlos de inmediato, porque están profundamente entendidos en la Palabra de Dios. El Espíritu les ha enseñado las cosas de Cristo, pero no les ha enseñado nada más. He percibido también, que cuando el Espíritu de Dios ha ensanchado el entendimiento para recibir la verdad bíblica, ese entendimiento se vuelve más capaz de recibir otras verdades.
Hace algún tiempo escuché de un hermano ministro, cuando estábamos comparando notas, la historia de un hombre que había sido la criatura más torpe que se conocía. No era más que un grado por encima de un tonto, pero cuando se convirtió a Dios, una de las primeras cosas que quiso hacer fue leer la Biblia. Le costó mucho trabajo enseñarle un versículo, pero lo aprendería, lo dominaría. Se empeñó tanto como pudo, hasta que pudo leer: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”.
A aquel hombre le pidieron que orara. Al principio apenas articulaba una frase. Con el tiempo llegó a un grado considerable de fluidez, porque quería hacerlo. Decía que no podía quedarse quieto en la reunión de oración sin decir una palabra en favor de su Maestro. Empezó a leer mucho la Biblia y a orar con gran provecho y aceptación por parte de los que le oían y, al cabo de un tiempo, empezó a hablar en las aldeas, convirtiéndose poco después en un pastor honrado y aceptable de una de nuestras iglesias bautistas.
Si no hubiera sido porque el Espíritu de Dios expandió primero el entendimiento para que recibiera la verdad religiosa, ese entendimiento podría haber estado encogido, encadenado y atornillado hasta este mismo día, y el hombre podría haber sido un tonto para siempre, y así haberse ido a la tumba, mientras que ahora se levanta para contar a los pecadores de alrededor, en lenguaje ardiente, la historia de la cruz de Cristo. El Espíritu nos enseña iluminando el entendimiento.
Para no cansarles, permítanme que me apresure a repasar los demás puntos. También nos enseña refrescando la memoria. “Él os recordará todas las cosas”. Él pone todos esos viejos tesoros en el arca de nuestra alma, y cuando llega el momento, la abre y saca estas cosas preciosas en orden, y nos las muestra una y otra vez.
Él refresca la memoria y cuando esto se hace, Él lo hace mejor, Él nos enseña la Palabra, haciéndonos sentir su efecto, y esa, después de todo, es la mejor manera de aprender. Puedes intentar enseñar a un niño el significado del término “dulzura”, pero las palabras no servirán de nada, dale un poco de miel y nunca lo olvidará. Puedes intentar hablarle de las gloriosas montañas y de los Alpes, que atraviesan las nubes y envían sus cumbres nevadas, como embajadores vestidos de blanco, a los atrios del cielo; llévale allí, deja que las vea, y nunca las olvidará. Podrías intentar pintarle la grandeza del continente americano, con sus colinas, lagos y ríos, como el mundo no ha visto antes; déjale ir y verlo, y sabrá más de la tierra de lo que podría saber con toda tu enseñanza cuando está sentado en casa.
Así que el Espíritu Santo no sólo nos habla del amor de Cristo, sino que lo derrama en el corazón. No sólo nos habla de la dulzura del perdón, sino que nos da un sentido de no condenación, y entonces lo sabemos todo, mejor de lo que podríamos haberlo sabido por cualquier enseñanza de palabras y pensamientos.
Nos lleva a la casa de los banquetes y ondea sobre nosotros el estandarte del amor. Nos manda visitar el jardín de las nueces, y nos hace yacer entre los lirios. Nos da ese manojo de alcanfor, nuestro amado, y nos ordena que lo coloquemos toda la noche entre nuestros pechos. Nos lleva a la cruz de Cristo, y nos pide que pongamos nuestro dedo en la huella de los clavos, y nuestras manos en Su costado y nos dice que no seamos “incrédulos, sino creyentes”, y así de la manera más elevada y eficaz nos enseña a sacar provecho.
III. Pero ahora llegaré a mi tercer punto, aunque siento como si deseara que mi tema fuera algo menos extenso, pero en verdad es una falta que no sucede a menudo: tener demasiado en vez de muy poco de qué hablar, excepto cuando llegamos a un tema en el que Dios ha de ser glorificado, y aquí en verdad nuestra lengua debe ser como la pluma de un escritor presto, cuando hablamos de las cosas que tocantes al Rey.
Ahora voy a hablarles de las características y naturaleza de la enseñanza del Espíritu Santo.
Y en primer lugar, me gustaría señalar que el Espíritu Santo enseña soberanía. Él enseña a quien le place. Toma al necio y le hace conocer las maravillas del amor agonizante de Cristo, para rebajar la sabiduría imponente y hacer que el orgullo del hombre se humille y se abaje.
Y así como el Espíritu enseña a quien quiere, así también enseña cuando quiere. Él tiene Sus propias horas de instrucción, y no será limitado ni atado por nosotros. Además, enseña como quiere: a unos por aflicción, a otros por comunión, a otros por la Palabra leída, a otros por la Palabra hablada, a otros por ninguna de las dos cosas, sino directamente por su propia acción.
Y así también el Espíritu Santo es un soberano en el sentido de que enseña en el grado que le place. Él hará que un hombre aprenda mucho, mientras que otro comprende muy poco. Algunos cristianos llevan sus barbas muy pronto; llegan a un rápido y alto grado de madurez, y eso de repente, mientras que otros se arrastran lentamente hacia la meta, y tardan mucho en alcanzarla.
Algunos cristianos en sus primeros años entienden más que otros cuyos cabellos se han vuelto grises. El Espíritu Santo es un soberano. Él no tiene a todos Sus alumnos en una clase, y les enseña a todos la misma lección mediante una instrucción simultánea, sino que cada hombre está en una clase separada, cada hombre aprende una lección separada. Algunos comienzan al final del libro, otros al principio, y otros a la mitad; algunos aprenden una doctrina y otros otra, algunos van hacia atrás y otros hacia adelante.
El Espíritu Santo enseña soberanamente, y da a cada hombre según quiere, pero luego, dondequiera que enseña, enseña eficazmente. Nunca dejó de hacernos aprender. Ningún alumno ha salido incorregible de la escuela del Espíritu. Él enseña a todos Sus hijos, no a algunos de ellos: “Todos tus hijos serán enseñados por Jehová, y grande será la paz de tus hijos,” siendo la última frase una prueba de que han sido enseñados eficazmente.
Ni una sola vez llevó el Espíritu la verdad al corazón sin que éste la recibiera. Él tiene modos de tocar los manantiales secretos de la vida, y poner la verdad en el centro mismo del ser. Él arroja Sus mezclas curativas en la fuente misma, y no en los arroyos. Nosotros instruimos al oído, y el oído está muy lejos del corazón; Él enseña al corazón mismo, y por eso cada una de sus palabras cae en buena tierra y produce frutos buenos y abundantes; Él enseña eficazmente.
Querido hermano, ¿te sientes a veces un gran ignorante? Tu gran Maestro hará de ti un buen erudito. Él te enseñará de tal manera, que podrás entrar en el reino de los cielos sabiendo tanto como los santos más brillantes.
Enseñando así soberana y eficazmente, puedo añadir, Él enseña infaliblemente. Les enseñamos errores por falta de precaución, a veces por exceso de celo, y de nuevo por la debilidad de nuestra propia mente. En el más grande predicador o maestro que jamás haya existido había algún grado de error, y por eso nuestros oyentes siempre deben llevar lo que decimos a la ley y al testimonio, pero el Espíritu Santo nunca enseña error, si has aprendido algo por el Espíritu de Dios, es la verdad pura, no adulterada, no diluida. Ponte diariamente bajo Su enseñanza, y nunca aprenderás una palabra equivocada, ni un pensamiento erróneo, sino que llegarás a ser infaliblemente enseñado, bien enseñado en toda la verdad, tal como es en Jesús.
Además, donde el Espíritu enseña así infaliblemente, enseña continuamente. A quienes enseña una vez, nunca los deja hasta que ha completado su educación. Sigue, y sigue, y sigue, por muy torpe que sea el erudito, por muy frágil que sea la memoria, por muy viciada que esté la mente, Él continúa con su obra de gracia hasta que nos ha entrenado y nos ha hecho “aptos para participar de la herencia de los santos en luz”.
Tampoco nos deja hasta que nos haya enseñado completamente, pues como dice nuestro texto: “Él os enseñará todas las cosas”. No hay una verdad tan alta que todavía no sea dominada, ni una doctrina tan dura que todavía no sea recibida. Muy alto, muy alto, se elevan las alturas del monte del conocimiento, pero allí, cuando estén allí, permanecerán tus pies.
Puede que el camino sea fatigoso, y que tus rodillas sean débiles, pero subirás hasta allí, y un día, con tu frente bañada por la luz del sol del cielo, tu alma se pondrá de pie y mirará hacia abajo sobre las tempestades, las nieblas, y todas las nubes y el humo de la tierra, y verá al Maestro cara a cara, y será como Él, y lo conocerá tal como Él es. Este es el gozo del cristiano, que será completamente enseñado, y que el Espíritu Santo nunca lo abandonará hasta que le haya enseñado toda la verdad.
Me temo, sin embargo, que esta mañana os canso. No es probable que un tema como éste sea adecuado para todas las mentes. Como ya he dicho, la mente espiritual es la única que recibe las cosas espirituales, y la doctrina de la acción del Espíritu nunca será muy interesante para quienes son completamente ajenos a ella. Yo no podría hacer comprender a otro hombre la fuerza de una descarga eléctrica a menos que la haya sentido. No sería probable en absoluto que creyera en esas energías secretas que mueven el mundo, a menos que tuviera algún medio de comprobarlo por sí mismo.
Y aquellos de ustedes que nunca sintieron la energía del Espíritu, son tan extraños a ella como lo sería una piedra. Están fuera de su parte cuando oyen hablar del Espíritu. No sabéis nada de Su poder divino, nunca se os ha enseñado de Él, y, por tanto, ¿cómo habéis de tener cuidado de saber qué verdades enseña?
Concluyo, pues, con esta dolorosa reflexión. Ay, ay, mil veces ay, que haya tantos que no conocen su peligro, que no sienten su carga, y en cuyo corazón nunca ha brillado la luz del Espíritu Santo. ¿Es tu caso, mi querido oyente, esta mañana? No les pregunto si han sido educados alguna vez en la escuela de la erudición; puede que lo hayan sido, y puede que hayan obtenido su título y hayan sido de primera clase en honores, pero puede que todavía sean como el potro del asno montés que no sabe nada acerca de estas cosas. La religión y su verdad no se aprenden con la cabeza. Años de lectura, horas de estudio asiduo, nunca harán de un hombre un cristiano. “El Espíritu es el que vivifica; la carne para nada aprovecha”.
¿Estás destituido del Espíritu del Dios viviente? Si en tu alma nunca se ha derramado la influencia misteriosa y sobrenatural del Espíritu Santo, eres un completo extraño a todas las cosas de Dios. Las promesas no son tuyas, el cielo no es tuyo, estás en camino a la tierra de los muertos, a la región de los cadáveres, donde su gusano no muere, y su fuego no se apaga.
¡Oh, que el Espíritu de Dios descanse sobre ti ahora! Piensa que dependes absolutamente de Su influencia. Hoy estás en las manos de Dios para ser salvado o para perderte; no en tus propias manos, sino en las Suyas. Estás muerto en pecados; a menos que Él te vivifique, debes permanecer así. La polilla que está debajo de tu dedo no está más absolutamente a tu merced de lo que tú estás ahora a merced de Dios. Si Él quiere dejarte como estás, estás perdido; pero, ¡oh! si la misericordia habla y dice: “Deja que ese hombre viva,” estás salvado.
Ojalá pudieras sentir el peso de esta tremenda doctrina de la soberanía. Es como el martillo de Thor, puede sacudir tu corazón por más robusto que sea, y hacer que tu alma rocosa tiemble hasta su base.
“Vida, muerte e infierno, y mundos desconocidos,
penden de Su firme decreto”.
Tu destino pende de ahí ahora, y ¿te rebelarás contra el Dios en cuyas manos descansa ahora el destino eterno de tu alma? ¿Levantarás la insignificante mano de tu rebelión contra Aquel que es el único que puede revivirte, sin cuyo poder amable estás muerto y debes ser destruido? ¿Pecarás hoy contra la luz y contra el conocimiento? ¿Irás hoy y rechazarás la misericordia que se te anuncia en Cristo Jesús? Si es así, ningún necio estuvo jamás tan loco como tú para rechazar a Aquel sin quien estás muerto, perdido y arruinado.
Oh, que en su lugar se oiga el dulce susurro del Espíritu que dice: “Obedeced el mandamiento divino, creed en Cristo y vivid”. Oíd la voz de Jehová, que clama: “Este es el mandamiento, que creáis en Jesucristo, a quien él ha enviado”. Así obediente, Dios dice en su interior: “He puesto en él mi amor, por eso lo libraré. Lo pondré en alto porque ha conocido mi nombre”, y aún vivirás para cantar en el cielo aquella soberanía que, cuando tu alma temblaba en la balanza, decidió por tu salvación, y te dio luz y gozo indecibles.
Jesucristo, el Hijo de Dios, murió en la cruz del Calvario, “y todo el que crea en Él se salvará”. “Para vosotros, pues, los creyentes, Él es precioso; pero para los desobedientes, la piedra que desecharon los edificadores, ésa es hecha cabeza del ángulo, piedra de tropiezo y roca de que hace caer”. Crean que ese registro es verdadero, arrojen sus armas, sométanse a la soberanía del Espíritu Santo, y Él les demostrará con seguridad que, en ese mismo ceder, había una prueba de que Él los había amado, pues los hizo ceder, los hizo estar dispuestos a inclinarse ante Él en el día de Su poder. Que el Espíritu Santo repose ahora sobre la palabra que he pronunciado, por amor de Jesús.
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