“¡Ojalá fueran sabios, que comprendieran esto, y se dieran cuenta del fin que les espera!”
Deuteronomio 32:29
Puedes descargar el documento con el sermón aquí
El hombre no está dispuesto a considerar el tema de la muerte. La mortaja, el azadón y la tumba, se esfuerza por mantenerlos continuamente fuera de su vista. Viviría aquí siempre si pudiera, y ya que no puede, al menos apartará de su vista toda señal de la muerte en la medida de lo posible. Tal vez no haya tema tan importante en el que se piense tan poco. El proverbio común que usamos es sólo la expresión de nuestros pensamientos: “Debemos vivir”. Pero si fuéramos más sabios, lo alteraríamos y diríamos: “Debemos morir”. Necesidad por vivir no hay, la vida es un prolongado milagro. La necesidad de la muerte ciertamente existe, es el fin de todas las cosas. Oh, que los vivos se lo tomaran en serio.
Hace algunos años, un célebre autor, Drelincourt, escribió una obra sobre la muerte, una obra valiosa en sí misma, pero que no se vendió en absoluto. No había hombres que se preocuparan por las cráneos y las calaveras de la muerte. Y para demostrar lo necio que es el hombre, cierto médico se fue a casa y escribió una absurda historia de fantasmas, de la que no había ni una sola palabra verdadera, la envió al librero, éste la cosió con su volumen, y toda la edición se vendió. Cualquier cosa es preferible a la muerte, cualquier ficción, cualquier mentira. Pero esta dura realidad, esta verdad maestra, él la aparta y no permite que entre en sus pensamientos.
Los antiguos egipcios eran más sabios que nosotros. Se nos dice que en cada banquete había siempre un invitado extraordinario que se sentaba a la cabecera de la mesa. No comía, no bebía, no hablaba y estaba cubierto por un velo. Era un esqueleto que habían colocado allí para advertirles que, incluso en sus festines, debían recordar que habría un final de la vida. Nos gusta tanto vivir, nos entristece tanto pensar en la muerte, que un “memento mori” como ése sería insoportable en nuestros días de fiesta.
Sin embargo, nuestro texto nos dice que debemos ser sabios, si consideramos nuestro fin. Y ciertamente deberíamos serlo, porque el efecto práctico de una verdadera meditación sobre la muerte sería sumamente saludable para nuestros espíritus. Enfriaría ese ardor de codicia, esa fiebre de avaricia, siempre anhelando y acumulando riquezas, si tan sólo recordáramos que tendremos que dejar nuestros almacenes, que cuando hayamos obtenido lo máximo, todo lo que podremos heredar para nuestro cuerpo es un metro ochenta de tierra y un bocado de lodo. Nos ayudaría ciertamente a desprendernos de las cosas que aquí poseemos. Tal vez nos llevaría a poner nuestros afectos en las cosas de arriba y no en las cosas que se derriten abajo.
En cualquier caso, los pensamientos sobre la muerte podrían detenernos a menudo cuando estamos a punto de pecar. Si miráramos el pecado a la luz de la linterna de la muerte con la que el sacristán cavará nuestras tumbas, veríamos más la vacuidad del placer pecaminoso y el vacío de la vanidad mundana. Si pecáramos sobre las tapas de nuestros ataúdes, pecaríamos mucho menos. Seguramente nos alejaríamos de muchos actos malos si recordáramos que todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo.
Y tal vez también, estos pensamientos sobre la muerte podrían ser benditos para nosotros en un sentido aún más elevado, pues podríamos oír a un ángel que nos habla desde la tumba: “Prepárate para encontrarte con tu Dios”, y podríamos ser inducidos a ir a casa y poner nuestra casa en orden, porque debemos morir y no vivir. Ciertamente, si al menos uno de estos efectos se produjera al considerar nuestro último fin, sería la más pura sabiduría caminar continuamente del brazo de ese maestro esquelético, la muerte.
Me propongo esta mañana, con la ayuda de Dios, llevaros a considerar vuestro último fin. Que el Espíritu Santo dirija tus pensamientos hacia la tumba. Que Él te guíe a la tumba, para que puedas ver allí el fin de todas las esperanzas terrenales, de toda pompa y espectáculo mundano. Al hacer esto, dividiré así mi tema. En primer lugar, consideremos la muerte; en segundo lugar, procederemos en la meditación considerando las advertencias que la muerte ya nos ha dado; y luego, además, nos imaginaremos a nosotros mismos muriendo, trayendo a los ojos de nuestra mente una imagen de nosotros mismos tendidos en nuestro último lecho.
I. Entonces, en primer lugar, consideremos la muerte.
1. Comencemos por señalar su origen. ¿Por qué debo morir? ¿De dónde proceden estas semillas de corrupción que se siembran en mi carne? Los ángeles no mueren. Esos puros espíritus etéreos viven sin conocer la debilidad de la vejez y sin sufrir las penas de la decadencia. ¿Por qué he de morir yo? ¿Por qué Dios me ha hecho tan curiosa y maravillosamente, por qué se muestra toda esta habilidad y sabiduría en la formación de un hombre que ha de durar una hora, y luego desmoronarse de nuevo a su elemento nativo, el polvo?
¿Es posible que Dios me haya hecho morir originalmente? ¿Pretendió Él que la noble criatura, que es sólo un poco menor que los ángeles, que tiene dominio sobre las obras de las manos de Dios, bajo cuyos pies ha puesto a todas las ovejas y bueyes, sí, y a las aves del cielo y a los peces del mar y a todo lo que pasa por los senderos del mar, pretendió que esa criatura se consumiera como una sombra, y fuera como un sueño que no continúa? Vamos, alma mía, deja que este melancólico pensamiento se apodere de tu atención.
Mueres porque pecas. Tu muerte no es la ordenanza primordial de Dios, sino que es una pena que recae sobre ti a causa de la transgresión de tu primer progenitor. Habrías sido inmortal si Adán hubiera sido inmaculado. Pecado, ¡eres la madre de la muerte! Adán, has cavado la tumba de tus hijos. Podríamos haber seguido viviendo, en eterna juventud, si no hubiera sido por ese robo tres veces maldito del fruto prohibido. Mira, pues, ese pensamiento de frente.
El hombre es un suicida. Nuestro pecado, el pecado de la raza humana, mata a la raza. Morimos porque hemos pecado. Esto debería hacernos odiar el pecado. ¡Cómo deberíamos detestarlo porque la paga del pecado es la muerte! Noten, pues, desde hoy, la palabra asesino en la frente del pecado.
2. Al considerar la Muerte, demos un paso más y observemos no sólo su origen, sino su certeza. Debo morir. Puedo haber escapado a mil enfermedades, pero la muerte tiene una flecha en su aljaba que al fin alcanzará mi corazón. Es cierto que tengo una esperanza, una dichosa esperanza, de que si mi Señor y Maestro viene pronto, estaré entre el número de los que están vivos y permanecen, que nunca morirán, sino que serán transformados. Tengo la tierna esperanza de que Él vendrá antes de que este cuerpo mío se convierta en polvo, y que estos ojos lo verán cuando Él se levante en el último día sobre la tierra.
Pero, sin embargo, si no es así, debo morir. “Está establecido para todos los hombres que mueran una sola vez, y después de la muerte el juicio”. ¡Corred! ¡Corred! Pero la flota perseguidora te alcanzará. Como el ciervo ante los sabuesos, volamos más rápido que la brisa, pero los perros de la muerte nos superarán, la fiebre y la peste, la debilidad y la decadencia, sólo tiene que dejar escapar a estos perros y están sobre nosotros, y ¿quién puede resistir su furia?
Hay un camello negro sobre el que cabalga la muerte, dicen los árabes, y que debe arrodillarse a la puerta de todo hombre. Con mano imparcial derriba el palacio del monarca así como la cabaña del campesino, en la puerta de cada hombre cuelga esa aldaba negra, y la muerte no tiene más que levantarla y se oye el sonido espantoso, y el huésped no invitado se sienta a banquetear nuestra carne y nuestra sangre. Debo morir.
Ningún médico puede alargar mi vida más allá del plazo asignado. Debo cruzar el río Jordán. Puedo usar mil estratagemas, pero no puedo escapar. Incluso ahora estoy como el ciervo rodeado por los cazadores en un círculo, un círculo que se estrecha cada día, y pronto debo caer y derramar mi vida sobre el suelo. Que nunca olvide, pues, que mientras otras cosas son inciertas, la muerte es segura.
3. Entonces, mirando un poco más a la sombra, permíteme recordar el momento de mi muerte. Para Dios es fija y cierta. Él ha ordenado la hora en que debo expirar. Mil ángeles no podrían mantenerme alejado de la tumba ni un instante más cuando llegue esa hora. Ni legiones de espíritus podrían arrojarme a la fosa antes de la hora señalada…
“A mi alrededor vuelan las plagas y la muerte,
hasta que a Él le plazca no puedo morir;
ni un solo rayo puede impactar,
hasta que el Dios del amor lo considere oportuno”.
Todos nuestros tiempos están en Su mano. Los medios, la forma en que moriré, cuánto tiempo tardaré en morir, la enfermedad y en qué lugar me contagiaré, todo esto está ordenado. Dios tiene en su mente la ola que me envolverá, o el lecho en el que exhalaré mi último suspiro. Él conoce las piedras que marcarán mi lugar de dormir, y el gusano que se arrastrará sobre este rostro cuando esté frío por la muerte. Él ha ordenado todo, y en ese libro del destino está, y nunca puede ser cambiado.
Pero para mí es bastante incierto. No sé cuándo, ni dónde, ni cómo exhalaré mi vida. No puedo mirar dentro de esa arca sagrada, esa arca de los secretos de Dios. No puedo husmear entre las hojas dobladas de ese libro que está encadenado al trono de Dios, donde está escrita toda la historia del hombre. Cuando voy por el camino, puedo caer muerto en las calles, una apoplejía puede llevarme a la presencia de mi Juez. Cabalgando por el camino, puedo ser llevado con la misma rapidez a mi tumba. Mientras pienso en las multitudes de millas sobre las que corren las ardientes ruedas, puedo ser enviado en un minuto, sin previo aviso, a las sombras de la muerte.
En mi propia casa no estoy a salvo. Hay mil puertas a la muerte y los caminos, de la tierra al hades son innumerables. Desde este lugar en el que me encuentro hay un camino recto hacia la tumba, y donde tú te sientas, hay una entrada a la eternidad.
Oh, pensemos entonces en lo incierta que es la vida. Si hablamos de un cabello, es algo enorme comparado con el hilo de la vida. Si hablamos de una tela de araña, es pesada comparada con la tela de la vida. No somos más que una burbuja, es más, menos firme.
Como la espuma de un momento sobre la rompiente, así somos. Como un rocío instantáneo, las gotas de rocío son tan duraderas como las nubes del cielo comparadas con los momentos de nuestra vida.
Preparémonos, pues, para encontrarnos con nuestro Dios, porque no sabemos cuándo ni cómo compareceremos ante Él. Tal vez no salgamos vivos de este salón. Algunos de nosotros seremos llevados a hombros de jóvenes, como Ananías y Safira en el pasado. Puede que no volvamos a ver nuestros hogares. Puede que hayamos dado el último beso a la mejilla amada, y dicho la última palabra de cariño a aquellos que están cerca de nuestros corazones. Estamos al borde de nuestras tumbas.
“Diez mil a su hogar sin fin
este solemne momento vuelan;
y llegamos al margen,
¡y pronto esperamos morir!”
4. Pero no debo detenerme aquí, sino continuar observando los terrores que rodean a la muerte. Quisiera evocar hoy en vuestra memoria los dolores, los gemidos, las luchas agonizantes, que hacen que nuestras almas asustadas retrocedan de la tumba. Para los mejores hombres del mundo, morir es algo solemne. Aunque “puedo leer mi nombre claro en las mansiones de los cielos,” y saber que tengo una porción entre los que son santificados, con todo debe dar siempre un cierto temblor a la carne, un cierto temblor al cuerpo, pensar en exhalar mi alma, y lanzarme en un mar desconocido.
El que puede reírse de la muerte es claramente un necio, un loco. El que puede bromear sobre su fin descubrirá que si muere bromeando, no será una broma ser condenado. Cuando esta tienda esté siendo desmantelada, cuando esta vivienda de arcilla comience a crujir y a sacudirse en el áspero viento del norte de la muerte, cuando piedra tras piedra se caiga de su lugar, y todas las ataduras se suelten, será entonces un momento terrible.
Cuando la pobre alma se encuentre bajo el templo del cuerpo y lo vea temblar, vea grietas en su techo, vea temblar los pilares y todas sus ruinas cayendo a su alrededor, será un momento espantoso, un momento que, si se prolongara y alargara, sería el cuadro más espantoso del infierno que se nos pueda presentar, pues el infierno se llama la muerte segunda. Un morir sin fin, los dolores de la muerte prolongados eternamente, las penas y el dolor de la disolución hecha para durar sin fin, esa, digo, es una de las imágenes más terribles del infierno. La muerte misma debe ser algo tremendo.
Permíteme pensar también, que cuando muera debo dejar atrás todo lo que tengo en la tierra. Adiós a esa casa que con tanto cariño he llamado mi hogar. Adiós a esa chimenea y a las pequeñas cotorras que se han subido a mis rodillas. Adiós a la que ha compartido mi vida y ha sido la amada de mi pecho. Adiós a todas las cosas: la hacienda, el oro, la plata.
Adiós, tierra. Tus más bellas bellezas se desvanecen, tus más melodiosos acordes mueren en la tenue distancia. Ya no oigo ni veo. Oídos y ojos se cierran, y los hombres me llevarán fuera y enterrarán a sus muertos fuera de su vista. Y ahora, ¡adiós! a todos los medios de gracia. Esa campana que pasa es el último sonido del santuario que repicará por mí. Ninguna campana de iglesia me llamará ahora a la casa de Dios. Si he descuidado a Cristo, no oiré más de Cristo. Ninguna gracia presentada ahora, ningún esfuerzo del Espíritu.
“Arreglado está mi estado eterno,
si me arrepintiera, ya es demasiado tarde.”
La muerte ha cerrado ahora la ventana de mi alma. Si soy impenitente, una oscuridad eterna, una oscuridad como la de Egipto, que se puede sentir, descansa sobre mí para siempre. Podéis cantar, santos de Dios, pero yo debo gritar eternamente. Podéis reuniros en torno a la Mesa Sacramental y recordar la muerte de vuestro Maestro, pero yo soy arrojado para siempre de Su presencia, donde hay llanto, lamento y crujir de dientes. Esto es morir, amigos míos, y morir también con venganza.
Para el creyente hay tintes suavizantes, hay líneas en el cuadro que quitan la negrura. Las mismas sombras ayudan a hacer más brillante la gloria del creyente, el sombrío paso de la muerte hace que el cielo brille con un lustre superior. El piensa en las tierra más allá, en la visión beatífica, en el rostro del Redentor exaltado, en un asiento a su diestra, en coronas de gloria y en arpas de dicha inmortal.
Pero para ustedes que son impíos e inconversos, la muerte sólo tiene este lado negro. Es dejar todo lo que se tiene y todo lo que se ama. Es entrar en la pobreza eterna, en la vergüenza eterna y en la aflicción infinita. Oh, que fueran sabios, pecadores descuidados, oh, que fueran sabios, que entendieran esto y consideraran su último fin.
5. De este modo, como veis, he abordado otro tema en el que quería detenerme un momento, a saber, las consecuencias de la muerte. Porque, en verdad, sus resultados y terrores para los malvados son los mismos. Oh, que fueras sabio al considerarlos. Permítanme, sin embargo, recordar al cristiano, para que haya un destello de luz en la densa oscuridad de este sermón, que la muerte nunca debe ser para él un tema sobre el cual le repugne meditar.
Morir, despojarme de mi debilidad y ceñirme de omnipotencia. Morir; dejar mis angustias, mis dolores, mis temores, mis desdichas, mi débil corazón, mi incredulidad, mis temblores y mis penas, y saltar al seno divino. ¿Qué pierdo con la muerte? El tumulto del pueblo y las contiendas. ¡Una pérdida gozosa!
Para el creyente, la muerte es ganancia, ganancia sin paliativos. ¿Dejamos a nuestros amigos con la muerte? Veremos amigos mejores y más numerosos allá arriba, en la asamblea general y en la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo. ¿Dejamos nuestra casa y nuestras comodidades? “Hay una casa no hecha de manos, eterna en los cielos”. ¿Perdemos nuestra vida? Ah no, ganamos una mejor lejos, pues recuerda que vivimos para morir, morimos para vivir, y luego vivimos para no morir más.
Sin ninguna fracción de pérdida, la muerte para el creyente es una ganancia gloriosa. Es muy sabio, pues, que un cristiano hable con sus últimas horas, porque esas últimas horas son el comienzo de su gloria. Deja de pecar y comienza a ser perfecto, deja de sufrir y comienza a ser feliz, renuncia a toda su pobreza y vergüenza, y comienza a ser rico y honrado. Consolaos, pues, consolaos, cristianos afligidos y sufrientes. “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”. Decidles que vuestra guerra está cumplida, que vuestro pecado está perdonado, y que veréis el rostro de vuestro Señor sin velo de por medio.
II. Pasaré ahora al segundo punto de mi discurso. Hermanos, compañeros inmortales, deseo que ahora consideren las advertencias que la muerte ya nos ha dado a cada uno de nosotros.
Somos tan propensos a apartarnos de este tema, que debéis disculparme si continúo trayéndoos de nuevo, una y otra vez a él, durante el breve tiempo que se puede asignar al discurso de esta mañana. La muerte ha estado muy cerca de muchos de nosotros, ha cruzado la eclíptica de nuestra vida muchas y muchas veces. Ese funesto planeta ha estado a menudo en estrecha conexión con nosotros.
Observemos con qué frecuencia ha estado en nuestra casa. Recordad, pues, en primer lugar, cuántas advertencias habéis tenido por la pérdida de parientes. No hay una persona aquí, me imagino, que no haya tenido que hacer una peregrinación a la tumba, para llorar sobre las cenizas de sus amigos. Durante los pocos años que he sido pastor de esta iglesia, cuántas veces he viajado a la tumba. Uno tras otro de los hombres valientes de nuestro Israel han sido arrebatados. A muchos que eran mis hijos e hijas espirituales, a quienes enterré primero en la tumba del bautismo, he tenido que enterrarlos después en la tumba de la muerte.
La escena cambia constantemente. Cuando estoy en mi púlpito, veo muchas viejas caras familiares. Pero tengo que observar también cuántos lugares hay que habrían estado vacíos, si no fuera porque Dios ha enviado a otros Davides a ocupar el asiento de David. Y mis queridos amigos, no pasará mucho tiempo con algunos de ustedes antes de que sea mi triste tarea, a menos que yo mismo muera, ir llorando sobre sus cuerpos hasta la tumba. Esa oración fúnebre pronto será pronunciada sobre algunos de ustedes. Y tenéis buenas razones para esperarla cuando pensáis cómo se han ido uno tras otro los que fueron amigos de vuestra juventud.
¿Dónde está la esposa con la que viviste alegremente en los primeros días de tu vida? ¿O dónde está el marido cuyo bello y joven rostro tan a menudo te miraba con ojos de amor? ¿Dónde están aquellos hijos que brotaban como flores, pero se marchitaban al florecer? ¿Dónde están esos hermanos y esas hermanas, los nacidos más viejos, que han cruzado el diluvio antes que nosotros? o ¿dónde están esos más jóvenes, a quienes vivimos para ver nacer, que brillaron con nosotros durante una hora, pero cuyo sol, incluso antes de haber alcanzado su cenit, se había puesto en la noche eterna?
Hermanos y hermanas, la muerte ha hecho tristes incursiones en algunas de nuestras familias. Hay algunos de vosotros que estáis hoy como un hombre en la orilla cuando la marea se agita hacia sus pies. Vino una ola, y se llevó a la abuela, vino otra, y se llevó a la madre, vino otra, y se llevó a la esposa, y ahora se precipita a vuestros pies. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que rompa sobre ti, y tú también seas arrastrado por la ola creciente al seno del abismo de la muerte?
El Señor ha dado a muchos de ustedes serias y solemnes advertencias. Os ruego que las escuchéis. Escuchad ahora el grito que sale de la tumba de aquellos que estando muertos aún os hablan. Escúchenlos ahora, aquellos que han sido sepultados recientemente, cuando claman: “Hijos, esposos, esposas, hermanos, hermanas, prepárense para encontrarse con su Dios, no sea que fallen en el último y terrible día”.
Piensa de nuevo, qué solemnes y repetidas advertencias hemos tenido últimamente, no en nuestras familias, sino en el ancho, ancho mundo. Es un hecho singular que las aflicciones y los accidentes nunca vienen solos. Hace unas semanas nos conmocionó a todos la noticia de que uno que había navegado muchas veces por el mar traicionero, y que por fin había llegado tan alto en su profesión como para ser capitán del barco más grande que jamás se haya embarcado en las profundidades, había perecido repentinamente en aguas tranquilas, y su espíritu se había aparecido ante su Dios. Nos pareció una cosa triste, triste, que alguien que había soportado la tempestad y la tormenta, tal vez mil veces, se hundiera como un barco que se hunde en medio del océano, cuando ni una ola sacude su quilla. Está en casa, acaba de dejar a su familia, su pie resbala y encuentra una tumba acuática.
Rápidamente, como un mensajero sigue a otro, llegó la noticia a través del mar de la caída de un molino, en el que cientos de personas fueron arrolladas por las ruinas y enviadas apresuradamente a la presencia de Dios. Poco podemos decir del grito de horror que recorrió las ciudades adyacentes a ese molino en América. Incluso nosotros mismos, a través de leguas de mar, nos sentimos aturdidos por el golpe, cuando un número tan grande de nuestros semejantes fue precipitado de este estado a otro.
Inmediatamente después ocurrió otra calamidad, que aún está fresca en nuestra memoria. Un tren avanza a toda velocidad, y de repente el caballo de hierro salta de su camino, y los hombres que están hablando juntos, como en medio de la rotura de huesos, el choque de maderas y los torbellinos de polvo y vapor, son arrebatados del tiempo a la eternidad.
Y ahora, esta última semana, ¿cuántas pruebas hemos tenido de que el hombre es mortal? Un juez que ha presidido durante mucho tiempo los juicios de sus compatriotas criminales, presenta su acusación ante un gran jurado. Lo hace con su habitual sabiduría, calma y deliberación. Cuando ha terminado, hace una pausa, se lleva el frasco de perfume a la nariz para refrescarse, se echa hacia atrás y es sacado del tribunal para recibir su propia acusación, para pasar del tribunal en el que se sentó al tribunal ante el que él mismo debe comparecer.
Luego, en la misma semana, un buen hombre que ha servido a su época y a su generación en una iglesia hermana de esta ciudad, es arrebatado repentinamente ante nosotros. Aquel que ayudó a toda buena causa y sirvió a su época y a su generación, quizá sepan que me refiero al Sr. Corderoy, es arrebatado repentinamente y deja a toda una denominación de luto por él.
Aún más, más cerca que eso ha llegado el golpe de la muerte a algunos de nosotros. Fue el miércoles pasado cuando me senté en la casa de ese poderoso siervo de Dios, ese gran defensor de la fe, el Lutero de su época, el Dr. Campbell, hablábamos entonces de estas muertes repentinas, sin pensar que la misma calamidad invadiría a su propia familia, pero ¡ay! observamos en el periódico del día siguiente, que su segundo hijo había sido arrastrado por la borda al regresar de uno de sus viajes a América. Un joven valiente y audaz ha encontrado una tumba líquida.
De modo que aquí, allá, en todas partes, ¡oh muerte! veo tus obras. En casa, en el extranjero, en el mar y al otro lado del mar, ¡haces maravillas! ¡oh segadora! ¿Cuánto tiempo pasará antes de que tu guadaña se calme? Oh destructora de hombres, ¿nunca descansarás, nunca estarás quieta? Oh, muerte, ¿tu carro de guerra ha de seguir chocando eternamente, y las calaveras y la sangre de los seres humanos han de seguir tu huella? Sí, así será hasta que venga el Rey de la vida y de la inmortalidad; entonces los santos ya no morirán, sino que serán como los ángeles de Dios.
Así pues, la muerte nos ha hablado muy alto como nación, como pueblo, y nos ha hablado a muchos de nosotros, muy alto, en nuestros propios círculos familiares.
Ahora, hombre, me acercaré aún más a tu hogar. La muerte nos ha dado golpes de hogar a todos. Coloca tu dedo en la boca, pues allí tienes la marca de la muerte. ¿Qué significan esos dientes en descomposición, esos dolores espasmódicos de las encías? una agonía despreciada sólo por aquellos que no la sienten. ¿Por qué tiemblan algunas partes de la casa y se apresuran a pudrirse? Porque la podredumbre que está en los dientes está en todo el cuerpo. Si hablas de un diente podrido, recuerda que no es más que una parte de un hombre podrido. Tú mismo te estás pudriendo, pero un poco menos rápido.
Porque, a algunos de vosotros, qué advertencias os ha dado la muerte. Ha puesto su mano fría sobre tu cabeza y ha congelado tu cabello, y allí yace en copos de nieve sobre tus sienes. O tal vez, ha puesto esa mano aún más pesadamente sobre ella, y ahora tu cabeza desnuda está expuesta a los rayos del sol, y recuerda, esto no es más que un tipo de la exposición de tu alma desnuda al golpe de la muerte.
¿Qué señales hemos tenido todos en nuestro cuerpo, especialmente los ancianos, los enfermos, los tísicos y los mutilados? ¿Qué significan esos pulmones que tan pronto se agotan en la respiración si subes un tramo de escaleras hasta tu cama? ¿Por qué los ojos necesitan gafas ópticas, si no es porque los que miran por las ventanas están oscurecidos? ¿Por qué ese oído afectado? ¿Por qué ese fallo de la voz, esa debilidad de todo el cuerpo, esa acumulación de la carne, o esa prominencia de los huesos y delgadez del cuerpo?
¿Qué son todas éstas sino puñaladas de las manos de la muerte? Son, si puedo decirlo así, sus órdenes que te presenta, convocándote dentro de poco tiempo a encontrarte con ella en otro lugar, para hacer tu último trabajo y despedirte por última vez. Si nos miráramos a nosotros mismos, tendríamos señales y signos de muerte en cada parte de nuestro cuerpo.
Pero algunos de nosotros hemos recibido advertencias aún más solemnes que éstas. Si éstas no bastan, la muerte nos da un sermón más estruendoso. Hace poco tiempo que la muerte, con su hacha, parecía talar mi árbol. ¡Cómo volaban las astillas a mi alrededor y cubrían el suelo! Es una maravilla para mí mismo que esté aquí. Llevado a las puertas de la muerte, hasta que la mente se distrajo, y el cuerpo se debilitó, de modo que uno apenas podía mantenerse erguido, y sin embargo se recuperó de nuevo.
“Decidlo a los pecadores:
yo estoy, yo estoy, fuera del infierno”.
Aún con vida. Has tenido fiebre, quizá cólera. Te han tendido en tu lecho una y otra vez, y cada vez la rama ha crujido y se ha doblado casi el doble, hasta que hemos dicho: “Sin duda, debe romperse”. Hemos sido como un muro que se inclina, y como una valla que se tambalea; debe caer, eso creíamos, pues una mano áspera la sacudía y nos movía de un lado a otro. No había pilar que se mantuviera firme. No había viga ni viga que no temblara. Decíamos en la amargura de nuestra alma: “Mis días están contados, y descenderé a mi sepulcro antes de tiempo”. Bien hombre, y sin embargo estás viviendo en pecado, tan descuidado y despreocupado como antes.
Recuerda, si no escuchas el idioma de la muerte, sentirás su dardo. Si no piensas en Dios cuando te da una advertencia a distancia, te hará sentir a Dios, pues “te despedazará, y nadie te librará”.
Creo haber visto esta mañana a la muerte ajustando su flecha al arco. La está tensando, tirando cada vez más fuerte, y la maravilla es que puede sostener la flecha en su mano tanto tiempo. “¿Volará?” dice la muerte, “¿Dejaré que vuele al corazón de ese desgraciado? él no se arrepentirá, déjame cortarlo y enviarlo a su destrucción”. Pero el Señor dice: “Perdónale todavía un poco más”.
Pero enseguida, a la muerte le pican los dedos. Dice: “Mi Señor, déjame apuntar, he doblado mi arco y lo he preparado. Tan afilado es que cortaría barras de latón, o triple acero, para alcanzar un corazón humano. Mi garganta está sedienta de su sangre. Oh, déjame matarlo, déjalo morir”. “No”, grita la sufrida voz de Dios. “Perdónale, perdónale, perdónale un poco más”.
Pero pronto llegará el momento. Tal vez antes de que el reloj llegue a la media hora, se pueda decir en el cielo: “¡El tiempo es! ¡El tiempo fue!” Y entonces la muerte dejará volar, su flecha alcanzará tu corazón, y tú, cayendo sobre la tierra, comparecerás ante el terrible Juez de vivos y muertos, y recibirás tu sentencia final. Y ¡buen Dios, si no estás preparado para morir! Oh pecador descuidado, ¿qué será de ti?
Así he tratado de haceros pensar en las advertencias de la muerte en la pérdida de amigos, y en la muerte de muchos afuera, además en el debilitamiento de nuestros cuerpos, y en las enfermedades que han comenzado a acecharles.
III. Y ahora para concluir, en último lugar, imagínate muriendo ahora.
Anticípate un poco a tu último día. Supón que ha llegado. Ha salido el sol. “¡Levanta esa ventana! ¡Déjame ver el sol por última vez! ¡Este es mi último día!” Los médicos susurran entre ellos. Captas algunas sílabas, y te enteras de la triste noticia de que el caso no tiene remedio. Se ha hecho mucho por ti, pero la capacidad tiene su límite.
“Tal vez sobreviva otras doce horas, pero no creo que tanto. Será mejor que reúna a sus amigos para que lo vean. Un telegrama para la hija, que suba y vea el rostro de su padre por última vez en el mundo”. Sí, y ahora empiezo a sentir que se acerca la hora. Se están reuniendo alrededor de mi cama. “¡Adiós! ¡A todos, un último adiós! Un padre os pide que le sigáis a los cielos. Sé que mi Redentor vive. Mi esperanza está firme en Cristo Jesús. ¡Adiós! Adiós. Te encomiendo a Aquel que es el Padre de los huérfanos y el esposo de la viuda”.
Pero la hora se acerca aún más. Y ahora los labios se niegan a hablar. Tenemos algo que comunicar, una última palabra a una esposa. Murmuramos entre dientes, pero no oímos ningún sonido, ninguna palabra que pueda interpretarse. Respiramos con dificultad. Nos sostienen en la cama con almohadas. Y ahora empezamos a entender esa expresión del himno: “El crujir de los tendones de los ojos”. Ahora, no podemos ver. Es extraño decirlo, todavía tenemos ojos, pero no podemos ver.
Si queremos algo, debemos conseguirlo. Pero no, no podemos levantar las manos. Empiezan a colgar. Aún podemos oír, y les oímos susurrar la pregunta: “¿Está muerto?”. Uno de ellos dice: “Creo que aún respira un poco”. Se acercan mucho e intentan oír nuestra respiración. Eso puede apenas oírse. ¡Cuáles deben ser nuestras sensaciones en ese momento solemne! Ahora reina el silencio en la habitación. Sólo se oye el tic-tac del reloj, mientras las últimas arenas caen del reloj de arena.
Y ahora, el último momento ha llegado. Mi alma está separada de mi cuerpo. ¿Y dónde estoy ahora, un espíritu desnudo e incorpóreo? Alma mía, si tu esperanza es sólida y real, ahora estás donde has anhelado estar, estás en presencia de tu Salvador y de tu Dios. Ahora eres hermano de los ángeles. Estás en medio del resplandor de la divinidad. Le ves a Él, a quien no habiendo visto, has amado, en quien creyendo, te has regocijado con gozo indecible y lleno de gloria.
Ah, pero hay otro cuadro, el reverso de éste, que no puedo intentar dibujar, sólo te daré un esbozo de él, un boceto a lápiz sin rellenar. Sí, te estás muriendo, y por malo que hayas sido, tienes algunos que te quieren, y se reúnen a tu alrededor. No puedes hablarles. Les dices más que si pudieras hablar, porque ven en tu rostro ese sudor pegajoso, esos ojos fijos. Ven indicios de que tienes una visión de algo que no soportaría ser revelado.
Intentas serenarte, tranquilizarte. El médico te ayuda a tranquilizarte, te medica, te ayuda a dormirte. Y ahora sientes que estás expirando. Tu alma se llena de terror. Negros horrores y densas tinieblas te rodean. Los tendones de tus ojos se rompen. Tu carne y tu corazón fallan. Pero no hay ángel bondadoso que te susurre: “Paz, permanece quieto”. Ningún convoy de querubines que lleve tu alma directamente a mundos lejanos de alegría.
Sientes que el dardo de la muerte es un dardo envenenado, que ha inyectado el infierno en tus venas, que has comenzado a sentir la ira de Dios antes de entrar en el estado en el que la sentirás plenamente. Ah, no voy a describir lo que ha sucedido.
Puede ser que, como tu ministro, tenga que subir a verte en tu último extremo, y tenga que decir a la madre, a los hijos, a tus hermanos y a tus hermanas: “Bien, bien, debemos dejar esto en las manos de un Dios de pacto”. Debo hablar tan gentilmente como pueda, pero me iré con la reflexión: “Oh, si hubiera sido sabio, si hubiera entendido esto, si hubiera considerado su postrer fin”.
Mi corazón, al bajar las escaleras, me hará esta pregunta: “¿Fui fiel a este hombre? ¿Le dije honestamente el camino al cielo? si se pierde, ¿su sangre será requerida de mis manos?”. Sé que con respecto a algunos de ustedes la respuesta de mi conciencia será: “He predicado tan bien como he podido la Palabra de Dios, no con palabras seductoras de sabiduría humana, sino con el deseo de ser sencillo y de llegar al corazón. Debo dejar el asunto ahí. Si están perdidos, ¡oh, horror de horrores! pero estoy limpio de su sangre”.
Ah, oyentes míos, espero que no sea así con vosotros, sino que cada uno de vosotros, muriendo, tenga una esperanza, y resucitando posea la inmortalidad y ascienda al trono de mi Padre y de vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
Y ahora, si hay alguna impresión en sus mentes, algún pensamiento serio, permítanme despedirlos con esta sola frase. El camino de la salvación es claro: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; el que no creyere, será condenado”. Cree, es decir, confía, confía en el Señor Jesús, y serás salvo. Dios mío, que el Espíritu Santo te capacite para confiar en Él ahora, pues con algunos de ustedes, y fíjate en esta última frase, con algunos de ustedes es ahora o nunca.
0 Comments