“Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. Efesios 4: 7-12.
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #982 – La Ascensión de Cristo
Nuestro bendito Señor y Maestro nos ha dejado. Él se remontó en triunfo a Su trono desde el monte de los Olivos, lugar donde, en espantoso conflicto, Sus vestidos habían sido teñidos en sangre. Después de haberse aparecido durante cuarenta días en medio de Sus amados discípulos, y de darles abundante evidencia de que realmente había resucitado de los muertos, y después de enriquecerlos mediante Sus consejos divinos, ascendió a lo alto. Alzándose lentamente a la vista de todos ellos, les dio Su bendición al tiempo que desaparecía. Como el buen anciano Jacob, cuyo acto de despedida consistió en impartir una bendición a sus doce hijos y sus descendientes, así, antes que la nube recibiera a nuestro Señor y lo ocultara de nuestra vista, Él impartió una bendición a los apóstoles, que tenían los ojos puestos en el cielo y representaban a Su iglesia. ¡Él se fue! Hemos dejado de oír Su voz de sabiduría, Su asiento a la mesa está vacío y la congregación sobre el monte no lo escucha más. Sería muy fácil encontrar razones por las que no debía haberse ido. Si nos hubiera tocado elegir, le habríamos suplicado que se quedara con nosotros hasta que concluyera la dispensación. A menos que la gracia nos hubiera capacitado a decir: “No sea como nosotros queremos, sino como tú”, le habríamos suplicado insistentemente, diciendo: “Quédate con nosotros”. ¡Qué consuelo es para los discípulos tener visiblemente con ellos a su propio amado maestro! ¡Qué sosiego, para un grupo perseguido, es ver que su líder está a la cabeza: las dificultades desaparecen, los problemas se resuelven, las perplejidades quedan suprimidas, las pruebas se simplifican y las tentaciones son rechazadas! Si Jesús mismo, su propio amado Pastor, estuviese cerca, las ovejas descansarían con seguridad. Si Él hubiera estado aquí, habríamos acudido a Él en toda aflicción, como aquéllos de quienes se dice: “Fueron y dieron las nuevas a Jesús”.
Parecía conveniente que se quedara para lograr la conversión del mundo. ¿No habría tenido Su presencia una influencia arrolladora mediante la elocuencia de la palabra agraciada y el argumento del milagro amoroso? Si Él aplicara Su poder, la batalla pronto concluiría y Su gobierno quedaría establecido para siempre en todos los corazones. “Tus saetas agudas, con que caerán pueblos debajo de ti, penetrarán en el corazón de los enemigos del rey”. No te retires del conflicto, oh tú, poderoso arquero, sino esparce por todas partes tus dardos dominadores. En los días de la carne de nuestro Señor, antes de que resucitara de los muertos, le bastó hablar, y quienes habían venido para llevárselo cayeron al suelo; si pudiéramos tenerlo cerca de nosotros, ninguna mano perseguidora podría prendernos; a Su mandato, el más fiero enemigo se retiraría. Su voz hizo salir de sus tumbas a los muertos y si pudiéramos tenerlo todavía en la iglesia, Su voz despertaría a los que están muertos espiritualmente. Su presencia personal sería mejor para nosotros que diez mil apóstoles, al menos eso es lo que soñamos, e imaginamos que contando con Él visiblemente entre nosotros, el progreso de la iglesia sería como la marcha de un ejército triunfante.
Eso podrían haber argumentado la carne y sangre, pero todo ese razonamiento es acallado por la declaración de nuestro Señor: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros”. Podría habernos dicho que Su majestuosa presencia era esperada por los santos en el cielo para que completara su felicidad; podría haber dicho que para Él mismo era conveniente que, después de un largo exilio y del desempeño de tan estupendas labores, resucitara para recibir Su recompensa; podría haber agregado también que Su Padre merecía que retornara al seno de Su amor; pero, como si supiera que el temblor de ellos por Su partida era causado principalmente por un temor vinculado a sus propios intereses personales, expresa la palabra consoladora de esta manera: “Os conviene que yo me vaya”. Él se ha ido entonces, y ya sea que nuestros débiles entendimientos lo perciban o no, para nosotros es mejor que Jesús esté a la diestra de Dios, a que esté corporalmente aquí abajo en nuestras asambleas. De buena gana cien Betanias lo agasajarían, y mil sinagogas se regocijarían de verle abrir las Escrituras; hay mujeres en medio de nosotros que le besarían Sus pies, y hombres que se gloriarían de desatar la correa de Su calzado; pero Él se fue al monte de la mirra y al collado del incienso. Ya no se sienta más a nuestras mesas ni camina con nosotros en nuestras calzadas. Él conduce a otro rebaño a las vivas fuentes de las aguas, y Sus ovejas de aquí abajo no deben imaginar que les haya causado un daño con Su partida. La inerrante sabiduría ha declarado que fue conveniente para nosotros que Él se hubiera ido.
Esta mañana, en vez de quedarnos mirando al cielo, como los hombres de Galilea, deplorando haber perdido a nuestro Señor, sentémonos en apacible contemplación, y veamos si es posible que recojamos algunas útiles reflexiones de este evento grandioso que ha ocurrido. Que nuestras meditaciones asciendan por el sendero todavía luminoso de la ascensión de nuestro Señor:
“Allende, allende este bajo cielo,
Hacia lo alto, donde ruedan las edades eternas”.
Primero, con la ayuda del Espíritu Santo y con miras a un beneficio práctico, vamos a considerar el hecho de la ascensión; en segundo lugar, el triunfo de esa ascensión; en tercer lugar, los dones de esa ascensión; y luego vamos a concluir notando las implicaciones de esa ascensión para los inconversos.
- Primero, entonces, dirijamos a lo alto nuestros pensamientos diligentes, y consideremos EL HECHO DE LA ASCENSIÓN. Hagamos de lado toda controversia o todo intento de una mera definición doctrinal, y meditemos sobre la ascensión con miras a obtener consuelo, edificación y aprovechamiento del alma.
El hecho de recordar que quien descendió a las partes más bajas de la tierra, “subió por encima de todos los cielos”, debería proporcionarnos un supremo gozo. El descenso fue un tema de gozo para los ángeles y para los hombres, pero lo involucró en mucha humillación y dolor, especialmente cuando después de haber recibido un cuerpo que de acuerdo al salmista fue “entretejido en lo más profundo de la tierra”, todavía descendió a las entrañas de la tierra y durmió como un prisionero en la tumba. Su descenso a la tierra, aunque para nosotros es una fuente de abundante gozo, estuvo lleno de dolor, de vergüenza y de humillación para Él. Entonces, nuestro gozo debería ser proporcional, para que la vergüenza sea sorbida en gloria, el dolor sea disuelto en bienaventuranza, y la muerte se torne en inmortalidad. Si los pastores cantaron con motivo de Su descenso, todos los hombres deberían cantar en Su ascenso. Bien merece el guerrero recibir la gloria, pues la ha ganado caramente. Nuestro amor por Él y por la justicia nos impele a regocijarnos en Su dicha. Todo lo que alegra al Señor Jesús alegra también a Su pueblo. Nuestra simpatía con Él es sumamente intensa; valoramos Su afrenta por encima de todas las riquezas, y Su honor es igualmente valioso para nosotros. Como hemos muerto con Él, y fuimos enterrados con Él en el bautismo, y, por medio de la fe, hemos resucitado con Él por la operación de Dios que le levantó de los muertos, así también nos ha hecho sentar en los lugares celestiales y hemos obtenido una herencia. Si los ángeles entonaron sus más dulces cánticos cuando el Cristo de Dios retornó a Su asiento real, con mucha mayor razón deberíamos hacerlo nosotros. Esos seres celestiales sólo tenían una ligera participación en los triunfos de aquel día, comparada con la nuestra, pues fue un hombre el que llevó cautiva la cautividad, fue uno nacido de mujer el que regresó victorioso de Bosra. Muy bien podemos unirnos al salmista en el Salmo sesenta y ocho, al cual se refiere nuestro texto: “Mas los justos se alegrarán; se gozarán delante de Dios, y saltarán de alegría. Cantad a Dios, cantad salmos a su nombre; exaltad al que cabalga sobre los cielos, JAH es su nombre; alegraos delante de él”. No era sino Cristo, hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne. Fue el segundo Adán quien se remontó a Su gloria. Regocíjense, oh creyentes, como quienes aclaman la victoria y reparten despojos con los fuertes.
“Herida fue la cabeza de la serpiente,
El infierno es vencido, muerta es la muerte,
Y en Cristo que ha ascendido a lo alto,
Cautiva es la cautividad.
Concluida toda Su obra y Su guerra,
Él a Su cielo ascendió,
Y junto al trono de Su Padre,
Ahora intercede por los Suyos:
¡Canten, oh cielos! ¡Regocíjate, oh tierra!
Arpa angelical y voz humana
Eleven en derredor Suyo, en Su gloria,
Su alabanza al Salvador que ascendió”.
Reflexionen, adicionalmente, que desde la hora en que nuestro Señor partió, este mundo ha perdido todos los encantos para nosotros. Si Él estuviera en el mundo, no habría ningún lugar en el universo que nos retuviera con lazos más firmes; pero como ascendió a lo alto, nos atrae hacia allá y nos desprende de la tierra. La flor ha desaparecido del jardín, y el primer fruto maduro ha sido recogido. La corona de la tierra perdió su más refulgente joya, la estrella se ausentó de la noche, el rocío de la mañana se disipó y el sol se eclipsó al mediodía. Nos hemos enterado que algunas personas, cuando han perdido a un amigo o a un hijo muy querido, no volvieron a sonreír nunca, pues nada podía suplir ese terrible vacío. Para nosotros sería imposible que alguna aflicción nos trajera un dolor semejante, pues hemos aprendido a resignarnos a la voluntad de nuestro Padre; pero el hecho de que “Jesús, nuestro todo, al cielo se ha ido”, ha sembrado un sentimiento parecido en nuestras almas; este mundo no puede ser nunca nuestro reposo ahora, pues su poder de satisfacernos se ha esfumado. José ya no está más en Egipto, y es tiempo de que Israel parta. No, tierra, mi tesoro no está aquí contigo, y no podrías retener mi corazón. Tú eres, oh Cristo, el rico tesoro de Tu pueblo, y puesto que Tú te has ido, los corazones de Tu pueblo ascendieron contigo al cielo.
De aquí brota la gran verdad que establece que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”. Hermanos, por cuanto Cristo se ha ido, nuestra vida está escondida con Él en Dios. Nuestra Cabeza se ha ido a la tierra de gloria, y la vida de los miembros se encuentra allá. Puesto que la cabeza está ocupada en las cosas celestiales, los miembros del cuerpo no han de arrastrarse como esclavos ante las cosas terrenales. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra”. Nuestro Esposo ha entrado en los palacios de mármol, y mora en medio de Sus hermanos; ¿no oímos que nos llama para que tengamos comunión con Él? ¿No oyen Su voz: “Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven”? Aunque nuestros cuerpos se demoren todavía un poco aquí, nuestros espíritus han de caminar incluso ahora por las calles de oro, y contemplar al Rey en Su hermosura. Oh fieles almas, comiencen hoy la ocupación de los bienaventurados, y alaben a Dios incluso mientras permanezcan todavía aquí abajo, y denle la honra, y si no fuera posible hacerlo siguiendo los mismos modos de servicio de los seres perfectos en lo alto, con todo, háganlo con el mismo deleite sumiso. “Nuestra ciudadanía está en los cielos”. Oh, que ustedes y yo sepamos a plenitud lo que eso significa. Que asumamos nuestros derechos de ciudadanos libres, que ejercitemos nuestros privilegios y ocupaciones como ciudadanos celestiales, que vivamos como quienes están vivos de entre los muertos, que han sido resucitados conjuntamente y que han sido hechos partícipes de Su vida de resurrección. Puesto que el cabeza de familia está en la gloria, percibamos por fe cuán cerca estamos de Él, y con anticipación vivamos de Sus gozos y en Su poder. Así la ascensión de nuestro Señor nos recordará el cielo, y nos enseñará la santidad que es nuestra preparación para ir allá.
Nuestro Señor Jesucristo no está ya con nosotros. Regresamos otra vez a ese pensamiento. No podemos hablarle al oído ni oír que Su voz nos responda con esos amados acentos con los que le habló a Tomás y a Felipe. Él no se sienta más en festines de amor con unos amigos amados, tales como María y Marta y Lázaro. Él ha partido fuera de este mundo y ha ido al Padre, y ¿qué pasa entonces? Pues bien, Él nos ha enseñado con esto, de manera muy clara, que a partir de ese momento hemos de andar por fe y no por vista. La presencia de Jesucristo en la tierra habría sido, en gran medida, un embargo perpetuo para la vida de fe. Todos nosotros habríamos deseado ver al Redentor, pero dado que, como hombre, Él no hubiera podido ser omnipresente, sino que sólo habría podido estar en un solo lugar en un momento dado, la ocupación de nuestra vida habría sido la de buscar los medios para realizar un viaje al lugar donde Él pudiera ser visto; o si Él mismo condescendiese a viajar a través de todas las tierras, nos habríamos abierto paso a la fuerza a través de la muchedumbre para darle un festín a nuestros ojos viéndolo a Él, y nos habríamos envidiado los unos a los otros cuando le llegara el turno a cada quien para hablar familiarmente con Él. Gracias a Dios no tenemos ningún motivo de clamoreo o de contienda o de lucha en relación a la mera visión de Jesús según la carne; pues aunque fue visto una vez corporalmente por Sus discípulos, ahora, según la carne, no lo conocemos más. Jesús no es visto más por ojos humanos; y eso está bien, pues la visión de la fe es salvadora, instructiva y transformadora, y la mera visión natural no lo es. Si Él hubiese estado aquí habríamos considerado mucho más las cosas que son visibles, pero ahora nuestros corazones están ocupados con las cosas que no se ven pero que son eternas. En este día no tenemos ningún sacerdote que pueda ser contemplado por los ojos, ni altar material, ni templo hecho con manos, ni ritos solemnes para satisfacer los sentidos. Hemos acabado con lo externo y nos regocijamos con lo interno. No adoramos al Padre en este monte ni en aquel otro, sino que adoramos a Dios, que es Espíritu, en espíritu y en verdad. Nosotros nos sostenemos ahora como viéndolo a Él que es invisible; a quien, no habiéndolo visto, amamos; en quien, aunque ahora no lo vemos, sin embargo, creyendo, nos regocijamos con gozo indecible y lleno de gloria. De la misma manera que caminamos hacia nuestro Señor, así también caminamos hacia todo lo que Él nos revela; caminamos por fe, no por vista. Israel, en el desierto, instruido por tipos y sombras, siempre fue propenso a la idolatría; entre más esté presente lo visible en la religión, más dificultad habrá para alcanzar lo espiritual. Incluso se podría prescindir del bautismo y de la Cena del Señor, si no hubieran sido ordenados por el propio Señor, puesto que la carne los convierte en una trampa, y la superstición injerta en ellos la regeneración bautismal y la eficacia sacramental. La presencia de nuestro Señor se habría podido convertir en una dificultad para la fe, aunque hubiera un placer para los sentidos. Su partida abre un campo claro para la fe; nos impulsa necesariamente a una vida espiritual, puesto que Aquel que es la cabeza, el alma, el centro de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor, ya no está más dentro del rango del alcance de nuestros órganos corporales. La fe que necesita poner su dedo en el lugar de los clavos es una fe pobre; pero bienaventurado el que no vio y creyó. Depositamos nuestra confianza en un Salvador que no es visible, y derivamos nuestro gozo de un Salvador que no es visible. Nuestra fe es ahora la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.
Aprendamos bien esta lección, y que nunca se nos tenga que decir: “¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” No intentemos nunca vivir por el sentimiento y la evidencia. Desterremos de nuestra alma todos los sueños de encontrar la perfección en la carne, e igualmente descartemos todos los antojos insaciables de señales y prodigios. No seamos como los hijos de Israel, que sólo creían mientras veían las obras del Señor. Si nuestro Amado se ha ocultado de nuestra vista, que oculte incluso todo lo demás, si así le agrada. Si Él sólo se revela a nuestra fe, el ojo que es lo suficientemente bueno para verlo a Él es lo suficientemente bueno para ver todo lo demás, y nos contentaremos con ver Sus bendiciones del pacto, y todo lo restante, sólo con un ojo de fe y nada más, hasta que llegue el tiempo cuando Él cambie nuestra fe por vista.
Amados, consideremos adicionalmente cuán segura es nuestra eterna herencia ahora que Jesús ha entrado en los lugares celestiales. Tenemos garantizado nuestro cielo, pues de hecho nuestro representante legal tiene ya la posesión y Él nunca puede ser desposeído de la herencia. La posesión ya es en sí prácticamente una buena garantía, pero bajo el Evangelio, se afirma absolutamente nuestra pertenencia. Quien posee una bendición del pacto no la perderá nunca, pues el pacto no puede ser cambiado, ni sus dones pueden ser retirados. Somos herederos de la Canaán celestial por una posesión real y una escritura válida, pues nuestro representante legal, designado por la corte suprema de la judicatura, ha entrado en posesión y en ocupación de hecho de las muchas mansiones de la casa del grandioso Padre. Él no ha tomado simplemente posesión, sino que está preparando todo para nuestra propia toma de posesión y nuestra eterna habitación. Cuando un hombre entra en una casa y la reclama para sí, si existiere alguna duda acerca de sus derechos, no pensaría en prepararla para habitarla, sino que pospondría cualquier gasto de esa naturaleza hasta que todas las dudas se hubieren aclarado; pero nuestro buen Señor ha tomado tal posesión de la ciudad de la nueva Jerusalén, que la está preparando cotidianamente para nosotros, para que donde Él esté nosotros podamos también estar. Si yo pudiera enviar al cielo a algún simple ser humano como yo para que apartara mi lugar hasta mi llegada, temería que mi amigo lo pudiera perder; pero como mi Señor, el Rey del cielo y Señor de los ángeles fue allá para representar a todos Sus santos y para reclamar sus lugares, yo sé que mi porción está segura. Estén contentos, amados, y canten de gozo como lo hizo el corazón del apóstol cuando escribió: “En él asimismo tuvimos herencia”.
Además, si Jesús se ha ido a la gloria, cuán exitosas han de ser nuestras oraciones. Si envías una petición a la corte, esperas que tenga éxito si está redactada en el estilo apropiado y si ha sido refrendada por una persona influyente; pero cuando la persona que apoya tu petición está ella misma en la corte, y recibe tu petición y la presenta allí mismo, te sientes todavía más seguro. Nuestras oraciones no sólo reciben hoy el imprimatur (imprímase) de nuestro Señor, sino que son presentadas por Su propia mano como Sus propias peticiones. “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios”, “acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. Ninguna oración que Jesús presenta puede ser descartada sin ser oída; el caso por el que aboga está seguro.
“Mira a lo alto, alma mía y con alegres ojos,
Contempla dónde está el grandioso Redentor;
El glorioso Abogado, en lo alto,
Con incienso precioso en Sus manos.
Él dulcifica cada humilde gemido,
Y endosa cada oración entrecortada;
Reclina tu esperanza sólo en Él,
Cuyo poder y amor prohíben la desesperación”.
Aunque siento que este tema podría retenernos bastante, debemos dejarlo, y debemos comentar adicionalmente que, al considerar al Cristo que ascendió, nuestros corazones se enardecen con el pensamiento de que Él es un tipo de todo Su pueblo. Así como Él estuvo en el mundo, así estamos también en este mundo; y así como Él está ahora, así estaremos nosotros también. Para nosotros quedan también una resurrección y una ascensión. A menos que el Señor venga muy pronto, moriremos como Él murió, y el sepulcro recibirá nuestros cuerpos durante un tiempo; hay para nosotros una tumba en un huerto, o un descanso en la cueva de Macpela de nuestros padres. Hay para nosotros mortajas y vendas; sin embargo, igual que nuestro Señor, vamos a romper las coyundas de la muerte, pues no podemos ser retenidos por ellas. Hay una mañana de resurrección para nosotros, porque hubo una resurrección para Él. La muerte habría preferido retener a la cabeza que a los miembros; una vez que son removidos las puertas de la prisión, y los postes y las barras y todo, los cautivos quedan en libertad. Entonces, cuando al sonido de la trompeta del arcángel resucitemos de los muertos, ascenderemos también, pues, ¿no está escrito que seremos arrebatados juntamente con el Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor? Ten valor, hermano; tú también tendrás que recorrer ese camino rutilante que Cristo ha recorrido y que conduce a los más altos cielos; el triunfo que Él disfrutó será tuyo a tu medida. Tú también llevarás cautiva a tu cautividad, y en medio de las aclamaciones de los ángeles escucharás el “bien hecho” del siempre bendito Padre, y te sentarás con Jesús en Su trono, así como Él ha vencido y se sienta con Su Padre en Su trono.
Les he proporcionado más bien sugerencias para la meditación en vez de las propias meditaciones. Que el Espíritu Santo las bendiga para ustedes; y que así como en la imaginación se sentaron en el monte de los Olivos y contemplaron el claro firmamento, que así se abran los cielos para ustedes, y, como Esteban, puedan ver al Hijo del Hombre a la diestra de Dios.
- Avancemos al segundo punto que es: EL TRIUNFO DE LA ASCENSIÓN, y detengámonos en él muy brevemente. Los salmistas y los apóstoles se deleitaron en hablar de la triunfal ascensión de nuestro Señor al monte de Dios. Sólo intentaré referirme a lo que ellos han dicho. Traten de recordar cómo el salmista vio en visión la ascensión del Salvador, y, en el Salmo 24, cómo describió a los ángeles diciendo: “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla”. La escena es descrita con ricas imágenes poéticas del tipo más sublime, y nos enseña evidentemente que cuando nuestro Salvador se ocultó de la vista de los mortales, se unieron a Él bandas de espíritus que le dieron la bienvenida con aclamaciones y le escoltaron con solemne suntuosidad en Su entrada en la metrópolis del universo. Yo creo que la ilustración que ha sido utilizada usualmente es tan buena que no podríamos mejorarla: en la antigua Roma, cuando los generales y los reyes regresaban de la guerra, solían celebrar el triunfo. Cabalgaban con gran pompa a lo largo de las calles de la capital portando los trofeos de sus guerras. Los habitantes se aglomeraban junto a las ventanas, llenaban las calles, abarrotaban los techos de las casas, y lanzaban aclamaciones y guirnaldas de flores sobre el héroe vencedor cuando pasaba en su cabalgadura. Sin ser burdamente literal, podemos concebir algunas escenas como la que tuvo lugar durante el retorno de nuestro Señor a los asientos celestiales. El Salmo sesenta y ocho va en el mismo sentido: “Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares; el Señor viene del Sinaí a su santuario. Subiste a lo alto, cautivaste la cautividad, tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes, para que habite entre ellos JAH Dios”. Así también, el Salmo cuarenta y siete dice: “Subió Dios con júbilo, Jehová con sonido de trompeta”. Ángeles y espíritus glorificados saludaron a nuestro adalid a Su regreso, y llevando cautiva a la cautividad, Él asumió el trono de mediador en medio de aclamaciones universales. “Y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz”.
La ascensión de nuestro Señor fue un triunfo sobre el mundo. Él lo recorrió pero salió ileso de sus tentaciones; había sido tentado a pecar de todas maneras, pero Sus vestiduras permanecieron incólumes. No hay ni una sola tentación que no fuera probada en Él; las aljabas de la tierra fueron vaciadas contra Él pero las flechas rebotaron inofensivamente en Su armadura de comprobada calidad. Le persiguieron implacablemente; lo hicieron sufrir todo lo que el cruel escarnio podía inventar, pero salió del horno sin que se le impregnara el olor del fuego. Soportó la muerte misma con un amor inextinguible y con un valor invencible. Venció soportándolo todo. Cuando resucitó estaba infinitamente más allá del alcance de ellos; aunque no lo odiaron menos que antes, estuvo cuarenta días en medio de ellos, y, con todo, nadie extendió su mano para arrestarlo. Se había mostrado abiertamente en diversos lugares, y, sin embargo, ni un perro se atrevió a mover su lengua. En el aire claro, por sobre las colinas de Salem, Aquel que una vez fue tentado en el desierto miró desde lo alto a los reinos de la tierra que Satanás le había mostrado como el premio del pecado, y los reservó como suyos por derecho de mérito. Él se levanta sobre todos, pues es superior a todos. Como el mundo no pudo mancillar Su carácter con sus tentaciones, tampoco pudo tocar más Su persona con su malicia. Él derrotó por completo a este presente siglo malo.
Allí, también, llevó cautivo al pecado. El mal lo había asediado furiosamente, pero no pudo contaminarlo. El pecado fue colocado sobre Él, Sus hombros soportaron el peso de la culpa humana hasta quedar aplastados, pero resucitó de los muertos, ascendió al cielo, y demostró que se despojó de la carga y que la dejó enterrada en Su sepulcro. Abolió los pecados de Su pueblo; Su expiación fue tan eficaz que no quedó ningún pecado sobre Él, como Fianza, y ciertamente no queda ningún pecado en aquéllos cuyo lugar ocupó como su sustituto. Aunque el Redentor estuvo una vez en el lugar de los condenados, sufrió de tal manera el castigo que fue justificado y Su obra expiatoria está consumada para siempre. El pecado, hermanos míos, fue llevado cautivo atado a las ruedas del carruaje de Emanuel cuando ascendió.
La muerte fue arrastrada en triunfo. La muerte lo había atado, pero Él rompió cada grillete, y ató a la muerte con sus propias ataduras.
“Vana es la piedra, la vigilancia, el sello,
Cristo ha destruido las puertas del infierno;
La muerte en vano prohíbe Su salida,
Cristo ha abierto el paraíso.
¡Vive de nuevo nuestro glorioso Rey!
‘¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?’
Él murió para salvar a nuestras almas;
‘¿Dónde está tu victoria, sepulcro fanfarrón?’”
La ascensión de nuestro Salvador en ese mismo cuerpo que había descendido a las partes más bajas de la tierra, es una victoria tan rotunda sobre la muerte, que cada santo que muere puede estar seguro de la inmortalidad, y puede dejar atrás su cuerpo sin miedo de permanecer eternamente en las bóvedas de la tumba.
¡Satanás fue también derrotado totalmente! Él pensó que había vencido a la simiente de la mujer cuando hirió su calcañar, pero, ¡he aquí!, cuando el vencedor se remonta a lo alto, aplasta la cabeza del dragón bajo Sus pies. ¿No ves los corceles celestiales al tiempo que arrastran el carro de guerra del Príncipe de la casa de David hacia las colinas eternas? ¡Se aproxima quien peleó contra el príncipe de las tinieblas! ¡He aquí!, lo ha atado con grillos de hierro. ¡Vean cómo lo arrastra atado a las ruedas de Su carro, en medio de la irrisión de todos aquellos espíritus puros que mantuvieron su lealtad al todopoderoso Rey! ¡Oh, Satanás, tú fuiste derrotado entonces! Tú caíste del cielo como rayo cuando Cristo ascendió a Su trono.
Hermanos en Cristo, Cristo ha llevado cautivo todo lo que constituye nuestra cautividad. Él ha derrotado al mal moral, y ha dominado virtualmente a las dificultades y pruebas de esta vida mortal. No hay nada en el cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, que pudiera pensarse que esté en contra de los que quedamos ahora. Él ha suprimido todo eso. Cumplió toda la ley. Quitó su maldición. Clavó a Su cruz el escrito que había salido en contra nuestra. Convirtió a todos nuestros enemigos en un espectáculo público. ¡Cuánto gozo hay para nosotros en este triunfo! ¡Cuán grande bienaventuranza es tener una participación por el don de la fe en Él!
III. Ahora tornamos a considerar LOS DONES DE LA ASCENSIÓN. Nuestro Señor ascendió a lo alto, y dio dones a los hombres. ¿Cuáles eran esos dones que recibió de Dios y que a su vez dio a los hombres? Nuestro texto afirma que subió para llenarlo todo. Yo no creo que ésto aluda a Su omnipresencia, pues en ese sentido Él llena todas las cosas; pero permítanme explicarles el significado del pasaje, según lo entiendo, por medio de una figura muy simple. Cristo descendió a las partes más bajas de la tierra, y con eso puso los cimientos del gran templo de la alabanza de Dios. Él continuó trabajando en Su vida y edificó las paredes de Su templo. Luego ascendió a Su trono y allí puso el coronamiento en medio de aclamaciones. ¿Qué restaba entonces? Faltaba poblarlo de habitantes y de todas las cosas necesarias para su comodidad y perfección. Cristo ascendió a lo alto para hacerlo. En ese sentido el don del Espíritu llena todas las cosas, llevando a los elegidos y proporcionando todo lo necesario para su completa salvación. Las bendiciones que nos llegan a través de la ascensión son para “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”.
Observen, a continuación, que estas colmadoras bendiciones de la ascensión son dadas a todos los santos. ¿Acaso no dice el primer versículo de nuestro texto: “A cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”? El Espíritu Santo es la bendición especial de la ascensión, y el Espíritu Santo es dado en alguna medida a todas las personas verdaderamente regeneradas. Hermanos míos, todos ustedes tienen alguna medida del Espíritu Santo; algunos tienen más, algunos tienen menos; pero sin importar cuánto tengas del Espíritu Santo, esa medida te viene porque Cristo, cuando ascendió a lo alto, recibió dones para los hombres, para que el Señor Dios pudiera morar entre ellos. Todo cristiano que tiene a su medida el don de Cristo, está obligado a usarlo para el bien general, pues en un cuerpo ninguna articulación o miembro existe para sí mismo, sino para el bien de todo el cuerpo.
Tú, hermano -ya sea que tengas mucha gracia o poca, de acuerdo a la obra eficaz realizada en ti- aporta tu parte para el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor. Asegúrate de considerar tus dones bajo esa luz; reconoce que provienen de Cristo, y luego úsalos para el fin para el cual Él los destinó.
Pero el Espíritu Santo es dado con mayor abundancia a ciertas personas. Como resultado de la ascensión de Cristo al cielo, la iglesia recibió apóstoles, hombres que fueron seleccionados porque habían visto personalmente al Salvador, un oficio que necesariamente desapareció, y, muy apropiadamente, porque el poder milagroso fue suprimido también. Los apóstoles fueron necesarios temporalmente, y fueron dados por el Señor que ascendió, como un legado preciado. Hubo también profetas en la iglesia primitiva. Fueron necesarios como un vínculo entre las glorias del antiguo y del nuevo pacto; pero todo don profético provino del Espíritu a través de la ascensión a la gloria del Redentor. Todavía quedan entre nosotros ricos dones, que me temo que no valoramos lo suficiente. Los más ricos dones de Dios entre los hombres son unos hombres de excelsa vocación, apartados para el ministerio del Evangelio. De nuestro Señor que ascendió, vienen todos los verdaderos evangelistas; éstos son aquellos que predican el Evangelio en diversos lugares y encuentran que es poder de Dios para salvación; son fundadores de iglesias, cultivadores de un nuevo suelo, hombres de espíritu misionero que no edifican sobre los cimientos de otros hombres, sino que excavan por sí mismos. Necesitamos muchos portadores de las buenas nuevas para que la lleven donde el mensaje no ha sido escuchado todavía. No creo conocer una mayor bendición para la iglesia que enviar denodados, incansables y ungidos hombres de Dios, instruidos por el Señor para ser ganadores de almas. ¿Quién entre nosotros podría estimar el valor de George Whitefield para la época en que vivió? ¿Quién calcularía jamás el precio de un John Williams o de un William Knibb? Whitefield fue, bajo Dios, la salvación de nuestro país que se dirigía en un declive directo al Pandemónium (la capital del infierno). Williams le arrebató las islas del mar al canibalismo, y Knibb rompió las cadenas de los negros. Evangelistas como ellos son dones invaluables. Luego vienen los pastores y maestros, que hacen una sola obra pero de diferentes maneras. Éstos son enviados para alimentar al rebaño; permanecen en un lugar, e instruyen a los convertidos que han sido recogidos; ellos son también unos dones invaluables de la ascensión de Jesucristo. No a todos les es dado ser pastores, ni tampoco es necesario que lo sean, pues si todos fuesen pastores, ¿dónde estaría el rebaño? Aquéllos a quienes es dada especialmente esta gracia son aptos para guiar e instruir al pueblo de Dios, y ese liderazgo es muy necesario. ¿Qué sería de la iglesia sin sus pastores? Que la contemplación de quienes han intentado prescindir de un pastor les sirva de advertencia a ustedes.
Doquiera que haya pastores o evangelistas, están allí para el bien de la iglesia de Dios. Ellos deben trabajar para ese fin, y nunca para su propio beneficio. Su poder es un don que proviene de su Señor, y debe ser usado de esa manera.
El punto al que quiero llegar es éste. Queridos amigos, puesto que todos nosotros, como creyentes, tenemos alguna medida del Espíritu, usémosla. Activen el don que hay en ustedes. No sean como aquel individuo de la parábola que sólo tenía un talento y lo escondió en un pañuelo. Hermano, hermana, aunque sólo seas la articulación menos conocida del cuerpo, no le robes al cuerpo por causa de la indolencia o del egoísmo, antes bien, usa el don que posees para que el cuerpo de Cristo alcance su perfección. Con todo, si tú no tienes grandes dones personales, sirve a la iglesia pidiéndole al Señor que ascendió que nos proporcione más evangelistas, pastores y maestros. Sólo Él puede proporcionarlos; todos los obreros que no vienen de Él son impostores. Hay algunas oraciones que no debes decir, hay otras que puedes decir, pero hay unas cuantas que debes decir. Hay una petición que Cristo nos ha indicado que debemos presentar, y sin embargo, muy raras veces la oigo. Se trata de: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies”. Nosotros carecemos grandemente de evangelistas y pastores. No me refiero a que carezcamos de gente torpe que ocupa los púlpitos pero que vacía las bancas. Yo creo que el mercado ha sido suficientemente saturado durante muchos años en ese sentido; pero carecemos de hombres que puedan sacudir el corazón, despertar la conciencia y edificar a la iglesia. Los esparcidores de rebaños pueden ser encontrados por doquier; pero de los recogedores de rebaños, ¿cuántos tenemos? Un hombre de ese tipo, en este día, es más precioso que el oro de Ofir. La reina puede nombrar a un obispo de la Iglesia de Inglaterra, pero únicamente el Señor que ascendió puede enviar un obispo a la iglesia verdadera. El Señor no tiene nada que ver con prelados, papas, cardenales, vicarios, prebendas y dignidades catedralicias. No veo ni siquiera sus nombres en Su palabra, pero el más pobre pastor ordenado por el Señor es un don de la ascensión a Su gloria. En este momento deploramos que nuestros buenos hombres sean grises en el campo misionero. Duff, Moffat y gente como ellos están saliendo del escenario de la acción. ¿Dónde están sus sucesores? Casi estaba a punto de decir que el eco me responde: ¿dónde? Necesitamos evangelistas para la India, para China, para todas las naciones de la tierra; y aunque tenemos muchos padres piadosos entre nosotros que son instructores en la fe, con todo, en nuestros pastorados tenemos pocos hombres de eminencia que puedan ser mencionados como pertenecientes a la misma categoría de los grandes teólogos puritanos. Si el ministerio se volviera débil y enclenque entre nosotros, la iglesia lo merece con creces, pues ésta, que es la parte más importante de toda su organización, ha sido más descuidada que todo lo demás. Le doy gracias a Dios porque esta iglesia no sólo ha orado pidiendo ministros, sino que ha demostrado la sinceridad de su oración ayudando a los que Dios ha llamado, proveyéndoles el tiempo necesario y los recursos para que entiendan más perfectamente el camino de Dios. Hemos pensado que los dones de Cristo son lo suficientemente valiosos para nosotros para atesorarlos y utilizarlos. Nuestro Colegio del Pastor ha recibido hasta ahora y ha enviado, en el nombre de Jesús, a más de doscientos ministros de la palabra. Miren a su alrededor y vean cuán pocas iglesias se preocupan por recibir los dones de la ascensión de Cristo, y cuán pocos pastores animan a sus jóvenes a predicar. Leí el otro día, con indecible espanto, la queja de que a nuestras iglesias les gustaba tener demasiados ministros; una queja casi blasfema, que impugna el valor de los dones de la ascensión de Cristo. ¡Oh, que Dios nos diera diez veces el número de hombres según Su propio corazón, y seguramente habría todavía una gran carencia de más! Pero hay demasiados, dicen ellos, para los púlpitos existentes. ¡Oh, miserable alma! ¿Hemos llegado a ese punto en que un ministro ha de tener un púlpito listo a la mano? ¿Hemos de ser todos edificadores sobre los fundamentos de otros hombres? ¿No tenemos entre nosotros hombres que puedan juntar sus propios rebaños? En una ciudad de tres millones de habitantes como ésta ¿puede decir alguien que los obreros de Cristo son demasiados? Los holgazanes son sin duda demasiados; y cuando la iglesia echa fuera a los zánganos, ¿quién se apiadaría de ellos? Mientras permanezcan cientos de pueblos y aldeas sin una iglesia bautista, y distritos enteros de otras tierras sin el Evangelio, es ocioso soñar que podemos tener demasiados evangelistas y maestros. Nadie es tan feliz en su obra como aquél que preside sobre un rebaño que él mismo reunió, y ningún pastor es más amado que aquél que levantó de las ruinas a una iglesia desvalida, y la hizo convertirse en un gozo y una alabanza en la tierra. Pídanle al Señor que envíe verdaderos pastores y verdaderos evangelistas. Cristo los proporcionó a través de Su ascensión. No hemos de olvidar ésto. ¡Cómo! ¿Habría de pensarse que las bendiciones de la crucifixión son dignas de ser poseídas, y que las bendiciones de la resurrección son dignas de ser recibidas, pero que las bendiciones de la ascensión han de ser consideradas con indiferencia o incluso con sospecha? No; valoremos los dones que Dios nos da por medio de Su Hijo, y cuando nos envíe evangelistas y pastores, tratémoslos con un amoroso respeto. Honremos a Cristo en cada verdadero ministro; no veamos tanto al hombre sino a su Señor en él. Atribuyamos todo el éxito evangélico al Salvador que ascendió. Miren a Cristo y esperen más obreros exitosos. Conforme vengan, recíbanlos de Sus manos, y cuando vengan trátenlos amablemente como dones Suyos, y oren diariamente para que el Señor envíe a Sion poderosos adalides de la fe.
- Vamos a concluir notando LA RELEVANCIA DE LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR PARA LOS PECADORES.
Vamos a expresar sólo unas cuantas palabras pero que están llenas de consuelo. ¿Notaron, en el Salmo sesenta y ocho, las palabras: “Tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes”? Cuando el Señor regresó a Su trono todavía tenía pensamientos de amor para los rebeldes. Los dones espirituales de la iglesia son para el bien de los rebeldes así como para la edificación de quienes han sido reconciliados. Pecador, todo verdadero ministro existe para tu bien, y todos los obreros de la iglesia tienen puestos los ojos en ti.
Hay una o dos promesas vinculadas con la ascensión de nuestro Señor que muestran Su benevolencia para con ustedes: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”. Un Salvador que ascendió los atrae; entonces, corran a Él. Aquí hay otra palabra suya: “es exaltado en lo alto”. ¿Para maldecir? No; “para dar… arrepentimiento y perdón de pecados”. Miren a lo alto, a la gloria en la que ha entrado; pidan el arrepentimiento y la remisión. ¿Dudas de Su poder para salvarte? Aquí hay otro texto: “puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. Ciertamente Él ha ido al cielo por ti, así como también por los santos. Tienes que tener buen ánimo, y poner tu confianza en Él en esta feliz hora.
¡Cuán peligroso sería despreciarlo! Quienes lo despreciaron en Su vergüenza, perecieron. Jerusalén se convirtió en un campo de sangre porque rechazó al despreciado Nazareno. ¿Qué será rechazar al Rey, ahora que ha tomado Su gran poder? Recuerden que este mismo Jesús que ha sido tomado de nosotros al cielo, así vendrá como fue visto ir al cielo. Su regreso es cierto, y el mandamiento para que acudan a Su tribunal es igualmente cierto; pero ¿qué cuentas pueden dar si lo rechazan? Oh, vengan y confíen en Él en este día. Sean reconciliados con Él para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira”. Que el Señor los bendiga, y les conceda una participación en Su ascensión. Amén y Amén.
Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Salmo 68: 1-19; Efesios 4: 1-16.
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