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“Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová mi Dios”. Jeremías 31: 18
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Los paganos describían a su legendario dios, Júpiter, como sentado en un sitio muy encumbrado e indiferente a los asuntos ordinarios de este mundo inferior. Tal vez mirara con un ojo observante a unos cuantos reyes y príncipes, pero la mayoría de los hombres eran criaturas demasiado insignificantes para afectar a la mente de Júpiter. Si vivían o morían, no era nada relevante para él; ellos cumplían sus destinos, y morían, en tanto que Júpiter permanecía serenamente impasible, o asentía, según lo que fuera su augusta voluntad.
Pero Jehová, el Dios del cielo y de la tierra, no es así. Él escudriña nuestra actividad y nuestro reposo, y todos nuestros caminos le son conocidos. “Los caminos del hombre están ante los ojos de Jehová, y él considera todas sus veredas”. Él atiende a los clamores de los afligidos. “El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas”. “Jehová es excelso, y atiende al humilde”. Aunque es un Dios tan grandioso que los cielos de los cielos no pueden contenerlo, con todo, Él se digna morar con el quebrantado y humilde de espíritu. Dios no nos ha dejado, como el avestruz deja a sus polluelos. No digan que hemos quedado sin un amigo que cuide de nosotros, pues nuestro Hacedor no se ha marchado, no ha cerrado las puertas del cielo, no ha apartado Su oído para no oír, ni ha restringido Su mano para no ayudarnos; Él oye todavía a sus ‘Efraínes’ cuando se lamentan, y les envía la misericordia por la que suspiran.
Tratemos de concebir, en la medida de lo posible, la proximidad de Dios a cada alma que se lamenta, pues es algo maravilloso y digno de admiración. Cuando ‘su majestad’ la reina, hace algunos meses, se enteró de la desolación que había sido provocada por un accidente en unas minas, su tierno corazón se apresuró a dar alivio a las viudas y a los huérfanos, pero en el momento de la calamidad, ella no se apersonó en el lugar; no pudo estar en la mina para oír los gemidos y sustentar la fe de los moribundos; es más, tampoco pudo estar en las humildes casas para observar las lágrimas de las viudas y para animarlas con las promesas celestiales.
Pero nuestro Dios está en el propio sitio donde ocurre cualquier calamidad, pues en Él vivimos, y nos movemos, y somos. Él es el más grande de los consoladores, y es también el más asequible. Él es “nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”. No necesita mensajeros que le lleven las noticias de nuestro dolor o de nuestra penitencia, pues no está lejos de ninguno de nosotros.
Criatura doliente, Dios conoce tu suspiro tan pronto como lo exhalas, es más, antes de que tu dolor encuentre un desahogo así, Él lo ve luchando en tu interior. Sí, y Dios puede ver e interpretar también el dolor que tú no puedes expresar con palabras. Él conoce el lenguaje de nuestra aflicción y el significado de nuestras lágrimas. Bendito sea el Dios siempre presente, porque Él está en el lugar donde se escuchan las lamentaciones de los penitentes, e inclina un clemente oído al clamor de Sus hijos.
Mi primer deseo esta mañana es que cada uno de nosotros sienta que Dios está aquí, y que es asequible para nosotros; que cada uno sienta que, prescindiendo de cuál pudiera ser nuestra condición mental, el Señor está bien consciente de ella, y que si este servicio causara la más leve onda de deseo hacia Él, lo anotará en Su libro, y si ese deseo creciera hasta alcanzar el tamaño de una ola de oración, no pasará desapercibido para Él. “Habrá considerado la oración de los desvalidos, y no habrá desechado el ruego de ellos”.
Ahora, esperando ser fortalecido por Dios, voy a solicitar su amable atención, primero, para observar a un pecador que se lamenta; en segundo lugar, deseo que recuerden que Dios le oye; y en tercer lugar, nuestro tema más extenso será, probablemente, que Dios cumple el deseo del pecador que se lamenta y le da eficazmente el arrepentimiento de su pecado.
- Primero, observen cuidadosamente A UN PECADOR QUE SE LAMENTA.
El domingo pasado predicamos acerca de dos pecadores, pero percibimos muy poca o casi ninguna lamentación. Uno de esos pecadores dijo: “no quiero ir”, y el otro que dijo: “Sí, señor, voy”, no fue. Esta mañana nos encontramos en una etapa más avanzada, y les vamos a presentar a alguien cuyo corazón ha sido afectado por la gracia, cuya conciencia ha sido despertada, cuya alma ha sido vivificada, y lo encontramos “lamentándose”, según la expresiva palabra del texto. La propia palabra es lúgubre para el oído: nos recuerda el lamento de las palomas y no podemos pronunciarla sin sentir que revela un abismo de tristeza. Es una palabra que expresa dolor, angustia, miedo, intranquilidad, tristes recuerdos, terribles presentimientos y agitados deseos. Se oyó que Efraín “se lamentaba”.
Viendo la aflicción ante nosotros, notamos que quien se lamentaba estaba abatido por un dolor peculiar. No se lamentaba por sus hijos con el amargo llanto de Raquel; no estaba enlutado por causa de amigos y parientes que se marchitaron bajo el golpe de la muerte; no era como alguien que grita por causa de las punzadas del dolor corporal porque alguna extremidad le fuera aplastada o algún hueso le fuese quebrado; no se lamentaba debido a que hubiese perdido sus bienes ni debido a que el barco hubiese naufragado en alta mar, o la casa estuviera envuelta en llamas, o a sus riquezas les hubieran salido alas y hubieran volado lejos. No; su aflicción era de otra índole. Se lamentaba por un dolor más misterioso y amargo. La causa de su aflicción era interna: él “se lamentaba”. Esta es, digo, una aflicción peculiar, una aflicción que la mayoría de los hombres ve con escarnio.
Queridos oyentes, yo le pido a Dios que ustedes conozcan esa aflicción, pues, a menos que se lamenten, nunca harán felices a los ángeles, pues su gozo es por “por un pecador que se arrepiente”. No hay ningún peso de gloria para quienes nunca han lamentado el peso del pecado. Si ustedes no se han lamentado nunca, no han gozado nunca de la paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. La tristeza del texto es la de un alma que ha sido visitada por Dios el Espíritu Santo, es el dolor interior de un hombre que ha sido convencido de pecado, de justicia y de juicio. Es una aflicción amarga, pero sus resultados son tan benditos, que voy a llamarla agridulce: trae consigo oscuridad, pero es la oscuridad de la última hora de la noche que anuncia el despuntar del día.
La tristeza que es según Dios es una tristeza bien fundada. Voy a intentar describir sus fuentes. Cuando un pecador se lamenta de la siguiente manera: “¡Ay! ¡Ay!, he descubierto que es verdad todo lo que me han dicho incontables veces los ministros de Dios. Yo, en verdad, he ofendido a mi Hacedor. He contristado al Dios que me dio mi ser. He hecho que mi mejor amigo sea mi enemigo por causa de mi pecado. Me he opuesto al Rey de reyes, pero no puedo dirimir el asunto con Él, pues es demasiado grande para mí. ¿Qué haré entonces? ¿Adónde iré? En verdad, es cierto y justo que me debe castigar; y ¡ay de mí!, pues no puedo soportar Su ira; aunque mis costillas fueran de hierro y mi carne fuera de granito, me disolvería en el calor de Su ira. No podría resistir más de lo que la estopa puede resistir el fuego, o el rastrojo puede resistir la flama. ¡Ay de mí! ¡He provocado a la Omnipotencia para que sea mi enemiga! ¡He puesto a todo el cielo en orden de batalla contra mí! No puedo resistir, y no puedo escapar. Entonces, ¿qué haré? ¿Habré de prometer que seré mejor? ¡Ay!, mis reformas no pueden raer mis pecados del pasado, pues mis viejas ofensas demandarían todavía un castigo incluso aunque no cometiera nuevas ofensas. Pero la cosa empeora pues descubro ahora que mi naturaleza está llena de pecado y quiere rebelarse continuamente. Espinas y abrojos crecen en el suelo maldito de mi corazón, sin importar lo que haga para arrancarlos de raíz. No sólo soy entonces un enemigo de Dios por mis acciones, sino por mi misma naturaleza. ¡Ay de mí! ¿Mudará el etíope su piel o el leopardo sus manchas? Sólo así podría yo, que he estado acostumbrado al mal, aprender a actuar bien. ¡Ay! Yo soy un traidor a mi Dios, un extraño a la paz y a la felicidad y un esclavo del pecado al servicio del mal”. A una mente que se encuentra en ese estado no es algo descabellado que le sobrevenga este pensamiento: “¡Oh, que nunca hubiera nacido! ¡Que Dios hubiera querido que yo hubiera sido un perro, o un sapo antes que haberme convertido en un hombre pecador, pues veo mi fin, mi terrible fin! Proseguiré mi progreso de lo malo a lo peor, y cuando muera, la ira de Dios vendrá al máximo sobre mí. Me veré desprovisto para siempre de toda esperanza de felicidad. No puedo soportar la ira venidera. ¿Adónde huiré o qué haré? Si intento orar, mis labios rehúsan expresar los deseos de mi corazón; es más, no sé qué desear ni cómo orar. ¡Ay! ¡Ay! ¡Estoy, en verdad, arruinado! ¡Estoy perdido! ¡Perdido! ¡Perdido! Ojalá que hubiese misericordia para mí”.
En el estado del pecador hay una buena base para toda esta lamentación. Todos los temores a los que he dado expresión son razonables y bien cimentados, y son, tan verdaderamente, la progenie de un sano juicio y de una conciencia iluminada, que si no los has sentido nunca, querido oyente, elevo mis preces pidiendo que lo hagas antes que se oculte el sol.
Esta es una tristeza humilde. Adviertan que no está escrito: “He oído a Efraín que se excusaba”, o “que se adulaba”, o “que hacía nuevas resoluciones”, sino, “he oído que se lamentaba”. ¡Cuando Dios el Espíritu Santo da al hombre una genuina convicción de pecado, cambia grandemente en su propia estimación! Descubre que todas sus justicias son sólo un manojo de trapos de inmundicia. Pensaba que eran blancas y limpias vestiduras, hermosas como las ropas de los redimidos en el cielo, y se enorgullecía pensando en vestirse con ellas; pero cuando las desempacó a la luz del día, vio que estaban llenas de agujeros y que no eran sino harapos y andrajos, y, lo que es peor, que estaban contaminadas con una horrible inmundicia; así que las arrojó a todas a la basura y se entregó a la lamentación. Una conciencia despierta no dice: “No pude evitarlo, era mi naturaleza; fui inducido a eso por mis pasiones; fui tentado por las circunstancias”; no, más bien renuncia a todas las excusas porque ve su vacuidad. “Pequé” -dice el hombre- “y yo sabía que era pecado; lo elegí deliberadamente; pude haberlo evitado, pero no quise; hice de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; soy un ofensor deliberado”. En vez de untar un lisonjero ungüento a su alma, ve al pecado como algo sumamente pecaminoso y lo lamenta. Queridos oyentes, ¿estoy describiendo a algunos de ustedes? Yo confío, ante el Señor, que algunos de ustedes puedan ver aquí sus propias fotografías, y si así fuera, tengo dichosas noticias de parte del Señor para ustedes, pues los corazones quebrantados serán vendados por el propio Señor Jesús, y si descansan en Él, les será otorgada la vida eterna.
Por favor tomen nota que esta aflicción era una aflicción reflexiva, pues Efraín repasa su vida pasada: “Me azotaste”. ¿Y cuál fue su resultado? Pues bien, “fui castigado”, y ¿eso fue todo? ¿No hay algunos en este Salón que pudieran decir: “Grandioso Dios, Tú mismo tienes que tratar conmigo, pues nadie sino Tú puede salvarme jamás? Fui colocado sobre un lecho de enfermedad, y me recuperé de ella, y la enfermedad tuvo un término, pero no fui nada mejor por ello. Perdí a mi esposa, enterré a mis hijos, he sufrido duros golpes, pero eso ha sido todo; todas mis aflicciones no produjeron ningún buen resultado. Señor, he sufrido una enfermedad tras otra, pero soy más bien peor que mejor, ‘como novillo indómito, golpeado pero no sometido, herido pero siendo obstinado todavía’”. Entre más es acicateado el novillo indómito, más patea, y no soporta el yugo con paciencia. ¿No has sido tú como él? Cuando has oído un sermón, te has reído de él; cuando las lágrimas de tu madre han sido derramadas por ti, las has despreciado; cuando las oraciones de tu esposa han ascendido al cielo, las has ridiculizado; has sido castigado una y otra vez, pero nada bueno ha resultado de ello. Algunos de ustedes han cansado al Señor con sus iniquidades y entonces pregunta: “¿Qué te haré?” Tengan cuidado, pues la paciencia se agota; no siempre arará el Señor sobre una roca; no siempre sembrará en la arena ingrata. “Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada”. Yo confío que muchos de ustedes son sensibles al hecho de que ninguna providencia externa, ni persuasiones o predicaciones, bastarán para salvarlos, pues necesitan que la gracia eficaz convierta a su alma, o perecerán para siempre.
Les ruego que consideren el gemir del texto en otro aspecto más, es decir, que era desesperado y, sin embargo, que era esperanzador. Efraín dice: “Señor, castigarme no sirve de nada, pues sólo me vuelvo peor; pero conviérteme, y seré convertido”. Yo me hospedé un día en una posada, en uno de los valles del norte de Italia, en la que el piso estaba terriblemente sucio. Tenía en mente aconsejar a la dueña que lo fregara, pero cuando percibí que estaba hecho de lodo, reflexioné que entre más lo fregara, peor se pondría. El hombre que conoce su propio corazón percibe que su naturaleza corrupta no admite ninguna mejora; tiene que serle implantada una nueva naturaleza, o de lo contrario, el hombre sólo será “lavado para revelar manchas más profundas”. “Os es necesario nacer de nuevo”. Nuestro caso no acepta remiendos sino que es preciso hacernos nuevos. El significado de la oración en mi texto es: “Señor, no me castigues, sino conviérteme”. Hazlo Tú mismo, y entonces será consumado. ‘Conviérteme, y seré convertido’, pero si no lo haces, estoy más allá de toda esperanza”. Oh, alma turbada, si el Señor pone Su mano en la obra esta mañana, qué cambio tan maravilloso obrará en ti; pero únicamente Su propia diestra puede hacerlo. Entonces, eleva esta plegaria: “Conviérteme, y seré convertido”.
“Ninguna forma externa podría limpiarte,
Tu lepra se ubica profundamente adentro”.
Ninguna resolución tuya podría limpiarte así como tampoco el etíope podría hacerse blanco resolviendo serlo; pero el Espíritu Santo puede purificarte con la sangre de Jesús. Aquel que da vida a los muertos te puede dar la vida espiritual. Él puede quitar el corazón de piedra y darte un corazón de carne. Por tanto, yo te invito a orar así: “Conviérteme, oh Dios, y seré convertido”; y yo te pido que ejerzas la gracia apropiadora de la fe y digas: “pues Tú eres el Señor mi Dios”. Mi querido oyente, ¿se te ha dado hoy la disposición de recibir a Jehová para que sea tu Dios? ¿Estás dispuesto a renunciar al mundo, a sus placeres, y a sus ganancias? ¿Estás anuente a renunciar al ego, a la moda, a la pompa, a la autoindulgencia y al pecado en cualquier forma? Si lo estás, entonces yo te suplico que no esperes a regresar a casa, sino que, estando de pie o sentado donde estás ahora, haz que la oración de lamentación de Efraín sea tuya: “Conviérteme, y seré convertido; haz de mí un nuevo hombre; conviérteme, y seré convertido, pues Tú puedes hacerlo y así será bien hecho, será hecho íntegramente, eficazmente, permanentemente e indudablemente. Conviérteme, oh Señor, y yo seré convertido, incluso yo. Aunque he estado afirmado en la maldad; aunque nadie más pudiera conmover jamás mi alma de pedernal; aunque yo he sido tan empecinado y terco que refrenar mi voluntad equivaldría a tratar de gobernar los vientos o dominar la tempestad; sin embargo, Señor, Tú puedes hacerlo”. Yo veo en este momento que algunos de ustedes ruedan cuesta abajo a toda velocidad como caballos salvajes y nadie puede contenerlos. En vano podríamos llamarlos, en vano levantaríamos cercas a lo ancho del camino, pues saltarían cada barrera resueltos a perderse. Pero si la gracia todopoderosa se interpone, si el Señor mismo se aparece, Él puede girar Su mano en el cuello que parecía vestido con el trueno; Él puede detener al enloquecido corcel; Él puede insertar el freno de la gracia dentro de su boca espumosa, y constreñir al ser que ha sido indomable para que lleve el yugo del amor. Pedimos que tal festín de gracia sea llevado a cabo en este día en el corazón de algún pecador.
- Yo no sé dónde estaba Efraín cuando se lamentaba, pero yo VEO QUE EL SEÑOR LO OBSERVA.
Yo no sé dónde se ocultan algunos de ustedes ahora que su conciencia está compungida. Algunos se retiran a sus alcobas; otros se encierran en sus closets. Muchos campesinos han llorado detrás del seto, o se han subido a un pajar, o se han introducido a un aserradero para orar. Poco importa dónde buscas al Señor. Puedes estar seguro de que te verá, e incluso si fuera en la atestada calle de Cheapside o de Cornhill, si tu alma está en oración, todo el estrépito del bullicioso Londres no podría impedir que la oración llegue al oído de Dios. Madres, ustedes saben cuán rápido pueden oír a sus hijos en las noches, cuando se encuentran enfermos. Si tuvieran una niñera, ella podría adormilarse; pero en cuanto a ti que eres madre, con tu hija Juanita enferma en el piso de arriba, si te quedaras dormida, el más leve ruido te despertaría. Con todo, tú no estás ni la mitad de despierta como lo está Dios, pues Él no se adormece ni duerme. Cuando tu corazón comienza a decir: “Dios mío, Dios mío, quisiera ser reconciliado; Seño mío, quisiera ser limpiado”, el Señor ya está esperando para ser clemente. Antes que llames, Dios te oye, pues Él es un Dios dispuesto a perdonar.
Observen que Dios oyó todo lo que Efraín tenía que decir. Yo no sé que nadie más se preocupara de hacerlo; y así, si tú no tienes un amigo cristiano -aunque lo siento por ti- yo diría que no te preocupes, pues Dios te basta aunque no tuvieras amigos. Nadie más habría podido entender a Efraín aunque le hubiere oído, pero Dios sabía todo lo relacionado con él y le entendía muy bien. Si no puedes expresar tu oración en buen inglés, no te preocupes, musítala de todas maneras, pues Dios puede entenderla. Las oraciones entrecortadas son las mejores oraciones. No supongas que necesitas palabras exquisitas y frases elegantes para impresionar al Señor. Tus ojos inundados de lágrimas son más poderosos que el tropo o la metáfora, y tu suspiro profundo será más elocuente que la frase pulida y el clímax sublime del orador. Basta que postres tu alma delante de Dios con un humilde corazón y con ojos abatidos y tu Padre te aceptará. ¿Qué hombre entre ustedes podría permanecer impasible ante las lágrimas de sus hijos?
Cuando el Rey Enrique II, en siglos pasados, fue provocado a tomar las armas en contra de su ingrato y rebelde hijo, le puso sitio en uno de los pueblos franceses, y el hijo, estando cercano a la muerte, deseaba ver a su padre y confesar su iniquidad; pero el anciano progenitor, severo, rehusó mirar al rebelde en su cara. El joven, agudamente turbado en su conciencia, les dijo a sus acompañantes: “Me estoy muriendo; sáquenme de mi cama, y déjenme yacer en cilicio y cenizas, en señal de aflicción por mi ingratitud hacia mi padre”. Murió así, y cuando le llegaron las noticias al anciano fuera de los muros, que su muchacho había muerto entre cenizas y arrepentido de su rebelión, se arrojó al suelo, como otro David, y dijo: “Quién me diera que muriera yo en lugar de ti”. El pensamiento del corazón quebrantado de su muchacho tocó el corazón del padre. Si ustedes, siendo malos, son vencidos por las lágrimas de sus hijos, cuánto más su Padre que está en los cielos encontrará en sus lamentaciones y en sus confesiones un argumento para el despliegue de Su amor perdonador por medio de Cristo Jesús nuestro Señor. Esta es la elocuencia en la que Dios se deleita: el corazón quebrantado y el espíritu contrito. Él oyó y entendió todo lo que Efraín decía, y se conmovió. ¿Notaron esa palabra: “Escuchando, he oído a Efraín”? Como si nada fuera más seguro. Aunque Dios no oyera la música del cielo, oiría las oraciones de los penitentes. Aunque el oído eterno no oyera el estallido de la tormenta y el rugir de la tempestad, cuando los truenos retumban como tambores en la marcha del Dios de los ejércitos; aunque el oído eterno no oyera el aplauso de las miles de manos del rugiente mar cuando se alegra en su fuerza, sin embargo, ciertamente, los gemidos de un pecador serán tomados en cuenta. La explosión del trueno no es para el Señor más que el sonido de la caída de una hoja seca en un apacible atardecer de verano, pero el grito de uno de sus hijos resuena a través del cielo y conmueve al corazón infinito, de tal manera que el Dios de la misericordia vuela veloz sobre las alas del amor.
Y no es únicamente mera conmiseración, sino que Dios nos otorga una ayuda práctica. Él dio a Efraín lo que Efraín le pedía. Nuestro Dios está lleno de compasión. Él es un Dios terrible cuando tiene que tratar con el pecado. Hay en sus manos rayos y relámpagos destellan de Sus ojos de fuego, “porque nuestro Dios es fuego consumidor”. Pero cuando tiene que tratar con penitentes, Su nombre es amor. Él viaja en un carro de misericordia y sostiene un plateado cetro de gracia. Oh, almas que buscan, Jehová las oirá a través de los méritos de Su Hijo. Busquen Su rostro y no habrán buscado en vano.
III. Pasemos ahora al tercer punto, y contemplemos AL SEÑOR OBRANDO EN SU GRACIA EFICAZ.
Queridos amigos, recuerden que la única conversión en el mundo que es divina y salvadora, es la conversión del corazón. Muchos confunden la conversión con un mero cambio de conceptos, con un simple volver la cabeza, pero eso es un asunto completamente diferente. “¡Oh, sí!”, -dirá alguien- “yo solía ser arminiano, y ahora me he vuelto calvinista”; o, “yo solía ser anglicano, y ahora me he unido a los bautistas”; o, “yo solía ser un ‘papista’, y ahora me he vuelto un protestante”. Bien, ¿y qué diferencia establecerá eso, si no tienes una nueva naturaleza? Un ladrón es un ladrón, sin importar qué nombre lleve; ningún cambio de nombre lo hará honesto. Puedes ser tan malo en una denominación como en otra, pues la hipocresía y el formalismo se encuentran en todos los tipos de profesantes. Si tomas a un cuervo y lo pones en una jaula de bronce, o en una jaula de plata, o en una jaula de oro, sigue siendo todavía un cuervo; y de igual manera, si te unes a esta iglesia o a aquella iglesia, a menos que tu naturaleza sea cambiada, sigues siendo un pecador irredento.
Permítanme agregar que aunque sea algo útil cambiar la conducta externa, con todo, eso no basta. Es una gran bendición que un borracho se convierta en un abstemio; es una gran bendición que el ladrón se convierta en un ser honesto; es una gran bendición cuando hay una renuncia a cualquier vicio y se adopta la práctica de la virtud opuesta; pero eso no es el asunto. “Os es necesario nacer de nuevo”. Todos los cambios que pudieran implementar en ustedes mismos no les servirán jamás para entrar en el cielo. Vayan a la catedral de San Pablo y vean las estatuas de mármol blanco. No son seres vivientes, y no se puede hacer que vivan. Lávenlas, vístanlas, píntenlas, hagan lo que quieran con ellas, y aun así, ellas no podrían unirse a los cantos o a las oraciones de los seres vivientes, porque son de mármol y no están vivas.
Lo mismo sucede con ustedes, seres irredentos. Ustedes están desprovistos de vida espiritual; quisiéramos que fueran lavados, quisiéramos que fueran moralizados, pues eso es algo bueno –incluso un cadáver debería estar limpio- pero todo el lavado y la limpieza no harán que vivan; tienen que recibir la influencia divina de lo alto. Ninguna conversión es buena para algo duradero, excepto la renovación de la naturaleza interna por medio de una obra de la gracia en el alma. ¿Cómo se lleva a cabo eso? ¡Esa es la tarea, esa es la dificultad!
Yo les voy a mostrar el modo de obrar de Dios tan brevemente como pueda. La manera de Dios de convertir a un hombre es en general como sigue, aunque el método exacto varía en cada caso. Si un hombre fuera caminando por cualquier camino, y quisieras que se regresara, lo primero que habría que hacer sería detenerlo. ¿Qué pensaría alguno de ustedes si mañana, al dirigirse a su trabajo, viera que súbitamente se abre la tierra ante sí como si un volcán irrumpiera desde sus más profundos abismos? Yo les garantizo que no seguirían adelante por ese camino; se quedarían paralizados con los pelos de punta, y se asomarían al terrible abismo, o huirían alarmados.
Eso es exactamente lo que a mí me sucedió cuando Dios me convirtió. Yo proseguía con la suficiente tranquilidad en mis pecados. Pensaba que eran agradables y que tenía que continuar en ellos, hasta que llegué a sentir, por la gracia de Dios, que el infierno era algo real, y que yo estaba al borde del mismo. ¡Vi claramente que si el frágil hilo de mi vida se rompiera, la miseria infinita sería mi porción en el sitio donde los demonios muerden sempiternamente sus ataduras de hierro, incapaces de escapar o de aguantar! ¡Oh, cómo detiene a un hombre una visión clara de la ira venidera! Cómo hace un alto cuando percibe en su propia alma que la paga del pecado es la muerte. Una visión de las llamas perdurables le hace gritar: “¡alto!” y aunque antes proseguía danzando alegremente hacia la destrucción, ahora espera un poco, pone su dedo en su sien, recibe el consejo de su juicio más sereno, y se pregunta: “¡Y ahora!, ¿qué haré?” Cuando un hombre es despertado por el Espíritu Santo para hacerle ver que el infierno es lo que merece justamente, no ha de sorprendernos que su mente se vuelva del amor al pecado a un perfecto horror al mismo. “¡Oh!”, -dice- “si el infierno es atizado por mi pecado, ¿cómo puedo amar al pecado que preparó tal ira contra mí?”
El viejo naturalista Ulysses Androvaldus nos informa que una paloma le tiene tanto miedo a un halcón que la simple vista de una de sus plumas le produce pavor. Si eso es así o no es así, yo no lo sé; pero esto sí sé, que cuando un hombre se ha mecido violentamente sobre las mandíbulas del infierno, tendrá tanto miedo del pecado, que incluso una de sus plumas, la de cualquier pecado, lo alarmará y enviará un estremecimiento de miedo a través de su alma. Esta es una parte de la manera por medio de la cual el Señor nos convierte cuando somos en verdad convertidos.
Además, la conciencia que está alerta es conducida a ver la naturaleza real del pecado. Todos nosotros hemos visto osos en un foso, y leones de piedra y los hemos visto sin alarma; pero yo puedo imaginarme fácilmente que si un león fuera a saltar de pronto desde mi plataforma en medio de esta muchedumbre, ustedes lo considerarían con ojos muy diferentes. Una bestia salvaje que anduviera suelta entre ustedes sería algo muy diferente de lo que es en un cuadro o en una estatua. Ahora, cuando el predicador habla del pecado, para la mayoría de ustedes es como un león pintado; pero cuando un hombre lo siente en su propia alma como un mal vivo lleno de malignidad, entonces es algo muy diferente. Somos como el hombre de la fábula que calentó a una víbora congelada en su pecho; cuando la víbora revivió, el individuo conoció su naturaleza venenosa pues sintió correr en sus venas el veneno. Los hombres, antes que Dios los reviva, albergan a la víbora del pecado en sus pechos, y dicen: “Miren sus escamas tornasoles; ¡cuán hermosa se mira! ¿Suponen ustedes que una criatura tan indefensa podría hacerme algún daño jamás?” La ponen en su pecho con mucho afecto, pero cuando los muerde y el veneno ardiente corre por sus venas y la conciencia despierta por completo, entonces la desprecian y la arrojan lejos, o más bien, la arrojarían lejos si pudieran; pero como Laocoonte, en la antigua leyenda, que trataba en vano de apartar de sus miembros los anillos de la serpiente, lo mismo sucede con ellos, hasta que viene la gracia en su ayuda. De cualquier manera, una verdadera visión del pecado pronto convierte completamente al hombre de su antiguo amor por él. Una vez vivió un gran impostor religioso, de quien se dice:
“Sobre sus rasgos pendía
El velo, el velo de plata que en misericordia
Había colgado allí, para ocultar de la vista mortal
Su deslumbrante frente, hasta que el hombre pudiera tolerar su luz”.
Cuando ese velo fue levantado finalmente, quedó al descubierto la lepra más inmunda. Así visita el pecado a los hombres, cubierto con su velo de plata, y susurra con los más suaves acentos, dulces como una melodía: “Confía en mí; yo no puedo engañarte; yo te ofrezco el más rico gozo; mira cómo destella la copa, cómo se entra suavemente el vino; cuán jubilosa es la danza; cuán dichosas son las lujurias y las lascivias”; pero, ¡ah!, una vez que es quitado ese velo de plata, y queda al descubierto la leprosa sien del pecado, entonces el hombre, iluminado por su Dios, se arrepiente de él y clama: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” Así como Jehú dijo de Jezabel: “Echadla abajo”, así los hombres aborrecen la cosa maldita que por sus hechicerías podría conducir a sus almas a la destrucción. Una visión del infierno y un sentido del pecado, son grandes medios en las manos de Dios para hacer volverse de sus caminos al pecador.
Todavía no he llegado al gran punto decisivo que es: una visión de Cristo en la cruz. Si ves alguna vez, por el ojo de la fe, a Jesucristo muriendo por ti, el pecado ya no será jamás dulce para ti. ¿Qué fue lo que inmoló a nuestro bendito Señor? Fue nuestro pecado:
“Ustedes, mis pecados, mis crueles pecados,
Fueron sus principales atormentadores;
Cada uno de mis crímenes se volvió un clavo,
Y la incredulidad la lanza”.
Cuando descubrimos que nuestras iniquidades enviaron a la muerte a nuestro mejor y más amado amigo, juramos solemnemente vengarnos de nuestras iniquidades, y a partir de entonces prometemos odiarlas con un odio perfecto. Permítanme ilustrar esto muy simplemente: aquí hay un cuchillo con un mango de marfil ricamente labrado, un cuchillo de excelente manufactura. Vamos a suponer que aquella mujer que está por allá, ha sufrido la muerte de su amado hijo a manos de algún cruel enemigo. Este cuchillo es suyo; a ella le agrada mucho y lo valora mucho. ¿Cómo puedo hacer que se deshaga de ese cuchillo? Puedo hacerlo fácilmente, pues ese es el cuchillo con el que fue asesinado su hijo. Mírenlo; todavía tiene rastros de sangre en su mango. Ella lo arroja como si fuese un escorpión; no puede tolerarlo. “Llévenselo”, -dice ella- “¡sirvió para matar a mi hijo! ¡Oh, es algo odioso!” Ahora, el pecado es algo así: jugamos con él hasta que nos enteramos que fue el pecado el que mató al Señor Jesús, que murió por amor a nosotros, por un amor puro y desinteresado. Entonces decimos: “¡Cosa odiosa, lárgate! ¿Cómo podría tolerarte?”
Recuerden cómo Marco Antonio instigó la furia de los romanos contra los asesinos de César. Sosteniendo en alto el manto de César, ya muerto, señaló las rasgaduras y los agujeros en la ropa:
“Por aquí atravesó la daga de Casio;
A través de este agujero hundió el puñal el bienamado Bruto”.
Y así inflamó a la multitud a tal nivel de furia que arrancaron los asientos en torno suyo, y se marcharon a las casas de los conspiradores para quemarlos. ¡Ah!, si mis labios pudieran hablar como les pide mi corazón, yo clamaría: ‘¡Vean las heridas del Hijo de Dios; contemplen las manchas carmesíes que marcan Su bendito cuerpo; observen la corona de espinas; miren las manos traspasadas; giman sobre los pies clavados; vean la profunda herida que abrió la lanza en Su costado! ¡El pecado hizo esta cruel obra, este hecho sangriento! Abajo con nuestros pecados; arrástrenlos a la cruz; mátenlos en el Calvario; que no escape ni uno solo de ellos, pues ellos son los asesinos de Cristo”. Esta es la manera en que el Señor convierte al pecador, y es convertido en verdad.
Prosiguiendo, una de las maneras más benditas por las que Dios hace que el pecador se convierta es: Él le manifiesta Su eterno amor. Ustedes recuerdan la fábula del viajero que iba solo, envuelto en su capa, y la competencia entre el viento y el sol para ver quién le despojaba de su capa. El viento bramaba y soplaba con una fría lluvia torrencial pero el viajero se envolvía en su capa más firmemente, y proseguía tiritando en su viaje, pero el viento no pudo despojarlo de su abrigo. Entonces el ingenioso sol comenzó a resplandecer con más fuerza, y brilló plenamente sobre el rostro del viajero, secó sus ropas y lo animó con su calor; al poco tiempo, el viajero se soltó su capa, y finalmente la arrojó lejos. La amabilidad del sol había triunfado.
Ahora, cuando la ley de Dios brama en torno a un pecador, sucede que dice algunas veces: “Voy a proseguir con mis pecados”, pero cuando llega el amor de Dios, ¿quién puede oponérsele? “Con amor eterno te he amado”, le dice Dios al pecador. “¿Es así?”, -clama el corazón renovado- “entonces, Señor, yo no puedo ser nunca más Tu enemigo”. ¡Oh!, si sólo supieran algunos de ustedes que Dios los ha elegido desde antes de la fundación del mundo, si sólo supieran que ustedes son Sus amores, Sus favoritos, y que entregó a Su propio Hijo a la muerte por ustedes; ¡oh!, si sólo supieran que el nombre suyo, su indigno nombre, está escrito en las manos de Cristo, ¿no lo amarían entonces? Yo ruego que les revele ese amor hoy, y, si lo hiciera, ustedes cantarían:
“Tu misericordia es sin rival para mi corazón,
Que sorprendido siente que su propia dureza desaparece;
Disuelto por Tu bondad, yo caigo al suelo,
Y lloro para alabanza de la misericordia encontrada”.
Cuando este sentido del amor ha hecho su obra, nuevos amores y nuevos deseos llenan el alma, y el hombre es un hombre nuevo. Algunos mundanos no pueden entender por qué los cristianos se abstienen de ciertos placeres. “Bien”, -dicen- “¡yo no me voy a privar de ningún placer!” ¿No saben, mis queridos amigos, que prescindir del pecado no es una privación para nosotros? No es una privación para las ovejas vivir sin lamer la sangre, porque la oveja siente horror de ver la sangre; desea la dulce hierba verde, pero no tiene interés por la matanza. Entonces, cuando Dios nos da nuevos corazones y espíritus rectos, no encontramos que sea una privación renunciar al pecado, pues nuestros gustos han cambiado, nuestros nuevos amores y nuestros nuevos deseos no son los mismos que los de nuestro estado anterior. Pudiera haber algún caballero aquí que hubiese prosperado en el mundo; una vez fue un peón de un granjero, y ahora se moviliza en su propio carruaje. Cuando era un peón de un granjero, solía pensar qué gran cosa sería ser un rey y mecerse sobre el portón y comer tocino todo el día; pero ahora estoy obligado a decir que no quiere mecerse sobre el portón y tiene poco gusto por las rústicas exquisiteces de las cuales antes era tan aficionado; ha alcanzado un rango diferente en la sociedad, y sus gustos y sus hábitos son muy diferentes. Lo mismo sucede con el cristiano; Dios hace de él un rey, y ¿cómo podría regresar a compartir con los mendigos? Dios ha puesto una naturaleza celestial en él, y ahora aborrece revolcarse en el polvo del pecado. Queridos amigos, quiera Dios que ustedes pudieran conocer su posición en Cristo, hijos de Dios, herederos con Cristo, coherederos con Él, y cuando la conozcan, los apartará de las bajezas del pecado y serán en verdad convertidos.
Trataré un punto adicional y ya no los retendré más. Hay algo que liga al cristiano muy firmemente a la santidad y lo reprime del pecado, y es el prospecto de aquel mundo resplandeciente hacia el cual se está encaminando. Esta semana vi mi fe muy fortalecida cuando visité a una mujer enferma. Gustosamente intercambiaría mi lugar por el de ella. Me sentiría muy dichoso de yacer sobre ese lecho de enfermo y morir en su lugar, pues aunque ella ha estado largo tiempo al borde la tumba, y lo sabe -sabe que cada hora pudiera ser probablemente la última- su gozo es tan grande, su bienaventuranza es tan abundante, que sólo tienes que hablar con ella para que su gozo desborde. Ella me dijo: “yo oré pidiendo que si Dios me daba vida, que me concediera un alma, y mientras he permanecido en este lecho, Dios me ha concedido cinco convertidos”. Y yo no me sorprendí por ello, puesto que vi a los cinco queridos amigos sentados en aquel aposento; no me sorprendí por ello, pues el ver su gozo y su paz, y el oírla hablar tan confiadamente acerca del tiempo cuando viera a su Señor y estuviera en Su abrazo para siempre, bastaban para convertirlo a uno en un cristiano. “¡Ah!”, -le dice el demonio al cristiano- “yo te daré mucho, si pecas”. Nuestra réplica es: “¿qué podrías darme comparado con nuestra herencia? ¡Oh, diablo, tú me ofreces riquezas falsificadas, pero yo puedo contar diez mil veces esa cantidad en oro sólido y real! ¡Tú me ofreces tus joyas de imitación pero aquí hay diamantes y perlas de primera y del más raro valor! ¡Largo de aquí, tentador! ¡Tú no sabes cómo tentar a un cristiano, pues sus ganancias son mayores que cualquier cosa que tú pudieras darle!” Seguramente esto convertiría sus corazones, mis oyentes, si sólo supieran y sintieran la gloria de nuestra herencia. Si tuvieran una visión de la tierra del más allá, donde los pájaros del paraíso cantan sempiternamente y el sol brilla perdurablemente, y el día no tiene fin, seguramente el pecado ya no los encandilaría más. “Vamos en camino a nuestro hogar”, dicen las huestes de los elegidos. La ciudad que tiene fundamentos ha convertido sus pasos del pecado, y ellos han sido convertidos en verdad, de tal manera que nunca podrían ser convencidos de nuevo.
Ahora he concluido, pero no quiero despedirlos sin hacer otra vez la pregunta personal: ¿Están lamentándose? ¿Desean ser convertidos? ¿Quisieran que estos motivos de gracia estuvieran operando en ustedes? Entonces no lo pospongan más, sino musiten en este momento la oración silenciosa: “Conviérteme, oh Señor, y seré convertido”. Yo siento un gran deseo en mi corazón y me gustaría compartirlo con ustedes. Mi deseo es que haya más convertidos en este lugar de los que hubieren sido convertidos jamás en cualquier lugar desde que el mundo existe, pues nunca antes fue congregada una audiencia tal para oír a un hombre. Si me será concedido ese deseo, yo no lo sé, pero si tenemos suficiente fe para eso, podría suceder y sucederá; ¿por qué no habría de suceder? ¡Oh, que algunos grandes pecadores pudieran ser salvados, pues siempre se convierten en los mejores santos! ¡Oh, que el Señor tomara a algunos de los cabecillas del ejército del diablo y los convirtiera en lugartenientes a Su servicio! Nadie es tan valiente por Cristo como quienes fueron osados para pecar. ¡Que la grandiosa misericordia los encuentre a ustedes, empedernidos pecadores! Recuerden que el camino de la salvación es éste: confíen en Jesús, y serán salvos; miren a Aquel a quien les he presentado justo ahora sangrando, gimiendo y muriendo en el madero. ¡Miren, miren, y vivan! Dependan únicamente de Él, entréguenle su corazón únicamente a Él, y descansen en Él, y recuerden que no es posible que alguien venga a Jesús y ponga su confianza en Él y aun así perezca.
Hermanos, oren por nosotros. Si ustedes, los miembros de esta iglesia, no oraran por mí, siento que tendría mucho de qué acusarlos. Nunca nadie fue llamado a una obra tan grande como ésta. Esta mañana tengo veinte mil razones para solicitarles sus oraciones. Les suplico por el Dios viviente que oren por mí. Mejor me sería no haber nacido nunca para tener esta responsabilidad sobre mí, si no contara con sus oraciones. Quién podría decir si el servicio de esta mañana, cuando se piense que ya terminó y que es sólo un recuerdo para los oyentes, pudiera producir fruto al ciento por uno, y Dios recibirá la gloria. Por favor, oren por mí; y, pecador, pecador irredento, por favor ora por ti mismo, y que Dios te oiga, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón: Lucas 15: 11-32.
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