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“Al principio de tus ruegos fue dada la orden, y yo he venido para enseñártela, porque tú eres muy amado”. Daniel 9: 23
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La oración es útil de mil maneras. Es, en el plano espiritual, lo que en el plano natural buscaban conseguir los médicos de la antigüedad, es decir, un catolicón, un remedio de aplicación universal. No hay ningún caso de necesidad, de dilema o de infortunio en el que no se compruebe que la oración es una ayuda muy real. En el caso que estamos considerando, Daniel había estado estudiando el libro de Jeremías y había aprendido que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta semanas, pero tenía la convicción de que le faltaban más cosas por aprender y se propuso saberlas. La suya era una mente noble y sagaz, y con todas sus energías procuró penetrar en el significado profético; pero Daniel no confió en su propio juicio; se entregó de inmediato a la oración. La oración es esa grandiosa llave que abre los misterios. ¿A quién acudiremos en busca de una explicación cuando no podemos entender un escrito, sino al autor del libro? Daniel recurrió de inmediato al Grandioso Autor en cuya mano Jeremías había fungido como la pluma. El profeta se puso de rodillas en solitario retiro y clamó a Dios pidiéndole que le abriera el misterio de la profecía para poder conocer el pleno significado de las setenta semanas y lo que Dios tenía la intención de hacer al término de ellas, y cómo quería que se comportara Su pueblo para obtener la liberación de su cautiverio. Daniel hizo su petición al Señor rogándole que desatara los sellos y abriera el volumen del libro, y fue oído y fue favorecido con el conocimiento que habría buscado en vano por cualesquiera otros medios. Lutero solía decir que algunas de sus mejores comprensiones de la Santa Escritura no eran tanto un resultado de la meditación como de la oración; y todos los estudiosos de la palabra les dirán que cuando los martillos del aprendizaje y de la exégesis bíblica no han podido desentrañar algún texto impenetrable para ellos, la oración a menudo lo ha logrado y se han encontrado pepitas de oro ocultas ahí. A cada estudioso de la palabra de Dios que quiera convertirse en un escriba bien aleccionado le diríamos: ‘junto con todos los medios que utilices, junto con todas las revisiones de los comentarios y con todos los cotejos con los originales y con todas tus investigaciones entre los doctos teólogos, combina mucha oración ferviente’. Así como el Señor le dijo a Israel: “En toda ofrenda tuya ofrecerás sal”, así la sabiduría nos dice a nosotros: “Junto con todas tus investigaciones y todos tus estudios, practica muchas oraciones”. Tengan la seguridad de que la antigua máxima: “Haber orado bien es haber estudiado bien”, es digna de ser inscrita no sólo en las paredes de nuestros estudios sino en las tablas de nuestros corazones. Si tú colocas el libro de la inspiración ante tu ojo atento y le pides al Señor que te abra su significado, el ejercicio mismo de la oración será bendecido por Dios para poner a tu alma en el mejor estado en el cual penetrar en el significado que permanece oculto al ojo del sabio mundano, pero que es claramente manifestado a las almas mansas y humildes cuando buscan reverentemente la guía de su Padre celestial.
El punto particular en el texto al cual quisiera dirigir la atención de ustedes en esta mañana es que la oración de Daniel fue respondida de inmediato, mientras aun hablaba; sí, en cuanto comenzó a orar. No siempre es así. La oración se detiene a veces cual suplicante a la puerta hasta que sale el rey para llenar su pecho con las bendiciones que busca. Se ha sabido que cuando el Señor ha dado una gran fe la ha probado mediante largas demoras. Ha permitido que las voces de Sus siervos regresen a sus propios oídos cual eco proveniente de un cielo de bronce. Han llamado a la puerta de oro que se ha mantenido inamovible como si estuviera oxidada en sus goznes. Han clamado como Jeremías: “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra”. Algunos verdaderos santos han continuado así en paciente espera durante meses, y ha habido casos en los que sus oraciones han esperado incluso años sin respuesta, no porque no hayan sido vehementes ni porque no hayan sido aceptadas, sino porque así le agradó a Aquel que es soberano y que da según Su buena voluntad. Si le agrada ordenarle a nuestra paciencia que se ejercite, ¿no hará lo que quiera con lo Suyo? Los mendigos no deben ser selectivos en lo que respecta a tiempo, lugar o forma. Hermanos, no debemos tomar los retrasos en las respuestas a la oración como negativas: los cheques posdatados de Dios serán honrados puntualmente; no debemos permitir que Satanás debilite nuestra confianza en el Dios de la verdad, señalando nuestras oraciones fallidas. Estamos tratando con un Ser cuyos años son sin término, para quien un día es como mil años; lejos esté de nosotros considerar que el Señor se retarda si medimos Sus actos por la norma de nuestra diminuta hora. Las peticiones sin respuesta no son peticiones desoídas. Dios guarda un expediente para nuestras oraciones que no se lleva el viento sino que son atesoradas en los archivos del rey. Hay un registro en la corte del cielo donde cada oración queda anotada. Oh atribulado creyente, tus suspiros y tus lágrimas no son infructuosos; Dios tiene un vaso lacrimatorio donde se guardan las costosas gotas del sagrado dolor y un libro en el que son contados tus santos gemidos y dentro de poco tu petición prevalecerá. ¿No puedes contentarte con esperar un poco? ¿Acaso no es mejor el tiempo de tu Señor que tu tiempo? En su momento Él aparecerá consoladoramente para gozo de tu alma, y hará que te despojes de tu cilicio y de la ceniza de la larga espera y que te vistas de carmesí y del lino fino de la plena fruición.
Sin embargo, en el caso de Daniel, el varón muy amado, no hubo ninguna espera. En el caso de Daniel esta promesa fue cierta, “Antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído”. Al varón Gabriel se le ordenó que volara con presteza, como si aun el vuelo de un ángel no fuera lo suficientemente raudo para la misericordia de Dios. ¡Oh, cuán rápidamente viaja la misericordia de Dios y cuánto tiempo se demora Su ira! ¡“Vuela” –dijo- “espíritu fulgurante, prueba el poder supremo de tus alas! Desciende a mi siervo que espera, y cumple su deseo”. Hermanos, los deseos de mi corazón y mis ardientes anhelos son que al principio de nuestros ruegos tengamos una respuesta del trono. Este es el principio de nuestros oraciones sólo en un cierto sentido, pues la oración no ha cesado nunca aquí -fervientes hermanos y hermanas han celebrado una reunión pública para orar cada mañana y cada noche durante los últimos meses- pero ahora estamos al comienzo de un mes de oración más especial, y yo anhelo vehementemente una pronta visitación de la gracia. Sería un muy bendito incentivo para nosotros, un estímulo para un ardor más intenso y un argumento para una mayor confianza en Dios, si fuésemos favorecidos igual que Daniel para recibir respuestas positivas a nuestros ruegos en cuanto comenzamos a orar.
Hablando de tal misericordia, es indispensable que consideremos dos puntos: primero, razones para esperar justamente una bendición tan temprana; y en segundo lugar, formas en las que deseamos ardientemente la bendición y la esperamos confiadamente.
- Primero, ¿tenemos algunas RAZONES PARA ESPERAR QUE AL PRINCIPIO DE NUESTROS RUEGOS SALDRÁ EL MANDAMIENTO DE MISERICORDIA?
Tengan la seguridad de que las tenemos si somos encontrados en la misma postura de Daniel, pues Dios actúa para con Sus siervos según una regla determinada. Pongamos en práctica un vigilante autoexamen mientras nos comparamos con el exitoso profeta.
Dios oirá a Su pueblo al principio de sus oraciones si la condición del suplicante es apropiada para ello. Es posible deducir la naturaleza de la idoneidad del estado mental de Daniel y de su modo de proceder. Sobre esto nuestra primera observación digna de consideración es que Daniel estaba resuelto a obtener la bendición que buscaba. Noten cuidadosamente la expresión que usó en el tercer versículo: “Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego”. Este volver del rostro expresa un propósito decidido, una firme determinación, una concentrada atención, una resuelta perseverancia inflexible. “Volví mi rostro a Dios”. Nosotros no haremos nada en este mundo mientras no volvamos completamente nuestro rostro a ese asunto. Los guerreros que ganan batallas son aquellos que están resueltos a vencer o morir. Los héroes que emancipan naciones son aquellos que no consideran los riesgos y no calculan las probabilidades, sino que han resuelto que deben quitar el yugo de la cerviz de su país. Los comerciantes que prosperan en este mundo son aquellos que realizan sus actividades de todo corazón y velan por la riqueza con entusiasmo. El hombre poco entusiasta no está en ninguna parte en la carrera de la vida; es usualmente despreciable a los ojos de los demás, y es una desgracia para sí mismo. Si hay algo que valga la pena hacer, vale la pena que se haga bien; y si no vale la pena que se haga cabalmente, los varones sabios prefieren no involucrarse. Esto es especialmente cierto en la vida espiritual. Los hombres que duermen en sus lechos o que siguen estando dormidos fuera de sus lechos, no realizan maravillas para Dios. Los hombres que a duras penas saben que son salvos o a quienes no les importa serlo, no salvan almas. Los errores no son derribados de sus pedestales por quienes son descuidados con respecto a la verdad y la valoran poco. Las reformas no han sido realizadas en este mundo por personas de espíritu tibio y política contemporizadora. Un fogoso Lutero es de mayor valor que veinte varones semejantes al indiferente Erasmo, que sabía infinitamente más de lo que sentía, y que tal vez sentía más de lo que se atrevía a expresar. Si alguien quisiera hacer algo por Dios, por la verdad, por la cruz de Cristo, tiene que volver su rostro y resolver servir a Dios con toda la fuerza de su voluntad. El soldado de Cristo tiene que poner su rostro como un pedernal contra toda oposición, y al mismo tiempo tiene que volver su rostro hacia el Señor con el ojo atento de la sierva que mira hacia su señora. Si somos llamados a sufrir por la verdad, tenemos que volver nuestro rostro hacia el conflicto al igual que Jesús afirmó Su rostro para ir a Jerusalén. ¡Quien quiera ganar en esta gloriosa guerra y vencer al Señor en el propiciatorio, tiene que tener resolución! Tiene que estar resuelto con toda su alma -después de considerar el asunto seriamente- resuelto por razones que son demasiado perentorias para que las evada, resuelto a que no se alejará del trono de la gracia sin la bendición. Nunca, nunca será infructuoso en la oración el hombre que esté resuelto a ganar la misericordia prometida. Suponiendo que están buscando lo que deberían buscar, que lo están buscando a través de Jesucristo y por fe en Él, el único requisito recomendado para el éxito, hermanos, es que afirmen sus rostros hacia su consecución. Si hubiese una docena de varones en esta iglesia nuestra que hubieren vuelto sus rostros a tener un avivamiento, con seguridad lo tendremos; mi corazón no alberga ninguna duda al respecto. Aunque sólo hubiese una media docena, como los hombres de Gedeón que lamieron, si no hubiese sino seis que no vacilan y que no se desanimarán por las dificultades ni huirán por las desilusiones, tan ciertamente como que Dios es Dios, Él oirá las oraciones de tales personas. Es más, si sólo fueran dos o tres, la promesa es para dos de nosotros que estemos de acuerdo en lo tocante a algo concerniente al reino; sí, más aún, si no pudieran encontrarse dos personas y sólo quedara un santo fiel, siempre y cuando estuviere provisto del espíritu y del ardor de Daniel, aun así prevalecería como lo hizo Daniel en la antigüedad. No debemos dejar de volver nuestro rostro hacia el Señor. Amados míos en el Señor Jesús, yo le pido humilde pero devotamente a Dios, el Espíritu Santo, que dé tanto a los hombres como a las mujeres miembros de esta iglesia la solemne resolución de que en la obra en la que estamos comprometidos para Dios no estarán satisfechos a menos que nos sean concedidas las más grandes respuestas. Esta fue la primera prueba de que Dios podía dar a Daniel la bendición de inmediato pues el corazón del profeta había adoptado una inmutable resolución y no había forma de que cambiara de opinión; entonces, si un menesteroso está resuelto a recibir su petición, harías bien en darle de inmediato lo que te pida, pues es una pérdida de tiempo tanto para él como para ti darle largas con retrasos; pensamos que lo mejor es darle la ayuda de inmediato, y lo mismo hace nuestro Padre celestial con nosotros.
A continuación, Daniel sentía profundamente la miseria del pueblo por el que intercedía. Lean esa expresión, “Nunca fue hecho debajo del cielo nada semejante a lo que se ha hecho contra Jerusalén”. La condición de aquella ciudad que yacía en ruinas, sus habitantes cautivos, sus hijos más selectos desterrados hasta los confines de la tierra le aquejaban muy severamente. No tenía un ligero conocimiento superficial de los sufrimientos de su pueblo, sino que lo más íntimo de su corazón estaba amargado con el ajenjo y la hiel de la copa de ellos. Hermanos, si Dios tiene la intención de darnos almas, Él nos preparará para ese honor haciendo que sintamos la profunda ruina de nuestros semejantes y la terrible condenación que implicará esa ruina a menos que escapen de ella. Yo quisiera que ustedes se prepararan hasta ser dominados por un horror del pecado del pecador; ¡seguramente esa no es una tarea tan extraña si recuerdan su estado previo y sus tendencias presentes! ¡Cuán ardiente era aquel horno a través del cual pasó tu espíritu cuando la mano de Dios se agravó sobre ti tanto de día como de noche! Hermanos y hermanas míos en el Señor Jesús, quiero que ustedes tengan una clara visión de la ira de Dios que amenaza a sus propios hijos, a sus propios amigos, a sus compañeros de asiento en la iglesia, a sus vecinos y a su parentela, a menos que sean salvados. Si pudieran insertar en su corazón así como en su credo la sincera convicción de que “los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios”; si pudieran recordar que aun aquellos que oyen el Evangelio no tienen vía de escape si permanecen en la impenitencia, y que si rechazan a Cristo no queda nada para ellos sino “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego”; si tu alma pudiera ser conducida a derretirse por el abatimiento por causa de los ayes de los espíritus perdidos y por causa de que tantos de tus semejantes se perderán en breve, que estarán irrevocablemente perdidos como los otros lo están, más allá de toda esperanza o de todo sueño de alivio, seguramente te volverías pasmosamente denodado por las almas. Oiríamos oraciones de una naturaleza poderosa si los creyentes se identificaran con los hombres en su ruina; entonces las lágrimas y los gemidos no serían tan escasos; entonces sería algo muy ordinario que el alma se derramara en gemidos inefables. Cuando sintamos intensamente la necesidad del pecador prevaleceremos con Dios merced a la sangre preciosa de Jesús. Si hubiera algunos aquí que realmente sienten los terrores del mundo venidero y están atados por esos terrores y son llevados a esperar y a luchar en el propiciatorio hasta que las almas sean rescatadas de sus pecados, tenemos la confianza de que en cuanto comencemos a orar saldrá el mandamiento para bendecirnos.
Además, Daniel estaba listo para recibir la bendición porque sentía profundamente su propia indignidad al respecto. Yo no creo que ni aun el Salmo cincuenta y uno sea más penitencial que el capítulo en el que está contenido nuestro texto. Yo les pedí que observaran, mientras lo leíamos, cómo confiesa el profeta el pecado del pueblo y lo designa por medio de tres, cuatro, cinco o más epítetos descriptivos, todos expresivos de su profundo sentido de su negrura. Lean el capítulo y noten cómo reconoce humildemente pecados de comisión, pecados de omisión, y especialmente pecados contra las advertencias de la palabra de Dios y las súplicas de los siervos de Dios. El profeta es muy explícito. Desnuda su corazón delante del Señor; arranca cada membrana de la corrupción de la gente; expone la herida para la inspección del Gran Cirujano y le pide que le envíe salud y alivio. Yo creo que Dios está a punto de bendecir personalmente al hombre a quien le ha dado un profundo sentido de pecado; y ciertamente aquella iglesia que esté dispuesta a hacer una confesión de su propia pecaminosidad e indignidad está en vísperas de una visitación de amor. Acudamos, entonces, a nuestro Dios –yo oro pidiendo que el Espíritu Santo nos capacite para acudir a Él- cada hombre y cada mujer haciendo una confesión por sí mismo aparte. Se necesita la confesión individual. Yo tengo pecados que tal vez ustedes no descubran en mí, pecados que no sería posible que ustedes cometieran porque no están ubicados en mi esfera. Ustedes, también, tienen en sus familias, en sus negocios, en sus vidas privadas y públicas, pecados con los que no estoy familiarizado. Cada ser humano tiene un punto de pecado donde es separado de sus congéneres; por tanto, cada individuo tiene que hacer su propia confesión, aparte, con la máxima honestidad, con la más profunda humillación; y cada uno tiene que agregar a sus reconocimientos la humilde oración: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”. Mis queridos compañeros, miembros de la iglesia, ¿está consciente cada uno de ustedes de su propia iniquidad personal para con el Señor su Dios? Entonces no permitan que transcurra este día sin que hubieren hecho una plena confesión; y queridos hermanos, si hubiera aún en nosotros, como iglesia, alguna transgresión inconfesada, yo espero que el Señor nos conduzca a confesarla. Si hemos estado orgullosos de nuestros números, si hemos sido exaltados por el éxito, si hubiese algunos altercados entre nosotros, si algún cristiano aquí presente sintiera algún resentimiento hacia otro miembro de la iglesia, que no pase este día sin que se haya quitado ese mal. Yo estoy muy consciente de que mucho pecado puede permanecer encubierto en una iglesia tan grande. ¡Oh, que hubiese grandes propósitos del corazón!
Amados, ustedes ciertamente frustrarán nuestras esperanzas y harán que nos perdamos de la bendición a menos que todo mal sea quitado. Sea este un día de purificar la vieja levadura para que podamos celebrar la fiesta, no con la levadura de malicia, sino en santidad, como conviene a los discípulos de Jesús. Los ídolos tienen que ser abolidos por completo y mientras no los hayamos quitado a todos, no podemos esperar recibir una bendición del Señor nuestro Dios. “Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor”. Bendigamos Su nombre por Su bondad grande sobremanera para con nosotros como iglesia, y cantemos a todas Sus misericordias que ha mostrado para nosotros estos trece años. Confesemos nuestra indignidad, nuestra frialdad, nuestra insensibilidad y letargo y descarríos del corazón y la rebelión de muchos entre nosotros, y luego, habiendo confesado nuestras faltas, podemos esperar que Dios nos visite cuando comenzamos a orar. Cuando el cántaro esté vacío, la fuente del cielo lo llenará; cuando el suelo esté seco y agrietado y comience a abrir su boca por la sed, caerá la lluvia que enriquece a la tierra. Cuando sintamos un sentido de necesidad, profundo y aplastante, entonces saldrá una refulgente bendición procedente de la presencia del Altísimo. “Al principio de tus ruegos fue dada la orden”.
Pero además, queridos amigos, no hemos agotado los puntos que en Daniel merecen nuestra imitación; notarán que Daniel tenía una clara convicción del poder de Dios para ayudar a su pueblo en su aflicción; su vital sentido del poder divino se basaba en lo que Dios había hecho en la antigüedad. ¡Es interesante advertir en la historia de los judíos cómo en cada oscura y tormentosa hora sus mentes revertían a un punto en particular de su historia! Tal como los griegos recordaban las Termópilas y Maratón en los días cuando Grecia era la Grecia viviente, y sentían que sus ojos chispeaban y que cada músculo se fortalecía ante el pensamiento del heroico día cuando sus padres derrotaron a los persas y quebrantaron el yugo del gran rey, así también, con emociones más nobles por ser más celestiales, los israelitas pensaban siempre en el Mar Rojo y lo que el Señor hizo a Egipto cuando dividió las aguas que permanecieron erguidas como una pared para que Su pueblo atravesara por allí. Daniel dice en la oración: “Ahora pues, Señor Dios nuestro, que sacaste tu pueblo de la tierra de Egipto con mano poderosa, y te hiciste renombre cual lo tienes hoy”. Se aferra a ese acto de la antigua proeza y argumenta en efecto algo parecido a esto: “Oh Dios, Tú puedes hacer lo mismo, y glorificar Tu nombre de nuevo, y enviar liberación a Tu pueblo”.
Hermanos y hermanas míos en los lazos del Señor Jesús, ustedes y yo podemos extraer consuelo en este momento del hecho de que este Dios que dividió el Mar Rojo es nuestro Dios por los siglos de los siglos, y es tan poderoso en esta hora como cuando echó en el mar al caballo y al jinete. Adoramos al Dios que ama ahora a Sus elegidos igual que lo hizo en la antigüedad. Escrito está: “Hizo salir a su pueblo como ovejas”, y así nos conduce a nosotros. Él los condujo a través del desierto y los llevó al reposo prometido y de igual manera nos llevará a nuestro hogar eterno. ¡Oh Dios, Tú que saliste delante de Tu pueblo, sal delante de nosotros de la misma manera! ¡Aunque el vaivén de las dudas y de los temores sea delante de nosotros como un mar, suprímelo, te suplicamos! ¡Aunque nuestras iniquidades clamen detrás de nosotros, húndelas en el Mar Rojo de la sangre de Jesús! ¡Aunque marchemos a través del yermo, danos el maná del cielo y que la roca destile vivos torrentes! Aunque no merezcamos ser visitados por Tu amor, ¿acaso no somos pueblo Tuyo y ovejas de Tu prado? ¿No llevamos Tu nombre? ¿No nos compraste con Tu sangre? ¡Llévanos a la tierra prometida! Danos la herencia de Tu pueblo, y bendícenos con las bendiciones de Tus elegidos. Nosotros también, si somos sensibles a las pasadas misericordias para con la Iglesia de Dios, y para con nosotros mismos personalmente, estaremos listos entonces para recibir una misericordia presente.
Pero, además, el punto más aparente acerca de la oración de Daniel es su peculiar denuedo. Multiplicar expresiones tales como: “¡Oh Señor! ¡Oh Señor! ¡Oh Señor!”, pudiera no ser siempre correcto. Pudiera haber mucho pecado en tales repeticiones por ser equivalentes a tomar el nombre de Dios en vano. Pero no sucede así con Daniel. Sus repeticiones salen con fuerza desde las profundidades de su alma: “¡Oh Señor, escucha! ¡Oh Señor, perdona! ¡Oh Señor, oye y responde!” Estas son las ardientes erupciones volcánicas de un alma que se quema, que está terriblemente agitada. Es simplemente el alma del hombre que necesita un escape. Jesús mismo, cuando oraba más vehementemente, oraba tres veces usando las mismas palabras. La variedad de expresión muestra algunas veces que la mente no está completamente enfocada en el objetivo, sino que todavía es capaz de considerar su modo de expresión; pero cuando el corazón queda sumergido enteramente en el deseo no puede detenerse para pulir y dar forma a sus palabras, sino que se apodera de las expresiones más cercanas a su disposición y continúa sus súplicas con ellas. La mente turbada no tiene ansiedad acerca de sus usos del lenguaje en tanto que Dios los entienda. Daniel, con lo que los viejos teólogos habrían llamado múltiples reiteraciones, gime aquí a lo alto hasta ganar la cima de sus deseos. ¿A qué asemejaré los ruegos del varón muy amado? Me parece como si tronara y lanzara rayos a la puerta del cielo. Estuvo allí delante de Dios y le dijo: “Oh Altísimo, Tú me has traído a este Ulai como llevaste a Jacob al Jaboc, y contigo pretendo quedarme toda la noche y luchar hasta que raye el alba. No puedo dejarte y no te dejaré si no me bendices”. Ninguna oración tiene una probabilidad de hacer descender una respuesta inmediata si no es una oración ferviente. “La oración eficaz del justo puede mucho”; pero si no es ferviente no podemos esperar encontrar que sea eficaz o prevalente. Tenemos que deshacernos de los trozos de hielo que penden de nuestros labios. Tenemos que pedirle al Señor que derrita las cavernas de hielo de nuestra alma y que haga que nuestros corazones sean como un horno de fuego calentado siete veces más de lo acostumbrado. Si nuestros corazones no arden en nuestro interior haríamos bien en cuestionarnos si Jesús está con nosotros. Él ha amenazado con vomitar de Su boca a los que no son ni fríos ni calientes; ¿cómo podemos esperar Su favor si caemos en una condición tan odiosa para Él? Nuestro Dios es un fuego consumidor y no tendrá comunión con nosotros hasta que nuestras almas crezcan para ser también como fuegos consumidores. A menos que tengamos el calor del amor a Dios no podemos esperar que el amor de Dios se manifieste en nosotros en su máximo grado. Ahora bien, yo sé que algunos de ustedes son muy fríos. Le doy gracias a Dios porque contamos con un gran número de cristianos denodados de cálido corazón, vinculados con esta iglesia, cristianos de quienes tendré el valor de decir aquí que nunca creí vivir para ver a unos santos tan verdaderos y amables. He visto en esta iglesia una vital piedad apostólica; diré como delante del trono de Dios que he visto una piedad tan sincera y verdadera como la que hubieren testimoniado jamás Pablo o Pedro. He visto en algunos que están presentes aquí tal piadoso celo, tal santidad, tal devoción para los negocios del Maestro, que Cristo mismo miraría con gozo y satisfacción. Pero hay otros que son miembros de la iglesia que nunca entran de corazón en nuestros proyectos de trabajo, ni se unen todavía a nuestras solemnes asambleas de oración. ¿Qué diré de ellos? Si fuera a hablar rigurosamente sólo dirían que los reprendí con severidad y eso no me serviría pues deseo sus mejores intereses. Sería mejor que les dijera: “Mis queridos hermanos y hermanas, si en verdad están con nosotros, si tienen comunión con nosotros, y verdaderamente nuestra comunión es con el Padre y con Su hijo Jesucristo, les suplicamos que le pidan al Señor que los haga más denodados de lo que haya sido jamás el más denodado de nosotros, y si han ido rezagados, que los haga tomar la vanguardia. Si han sido tibios, ya sea en la generosidad de sus dádivas o en el fervor de sus ruegos, pídanle al Señor que a partir de ahora redoblen su paso, y que en el tiempo que les queda de vida hagan más que lo que pudieran hacer otros que previamente no han sido tan lentos como ustedes.
Este es un resumen de las cosas que hemos hablado: si la iglesia entera en este lugar fuera conducida a afirmar su rostro, a estar consciente de la profunda necesidad de los pecadores, a confesar su propio pecado, a tener presente la misericordia de Dios, y a estar vehementemente, apasionadamente resuelta a perseverar pidiendo una bendición, no veo por mi parte la más mínima razón por la que al principio de los ruegos no deba salir el mandamiento.
“¡Oremos! El Señor está dispuesto,
Esperando siempre para oír la oración;
Listo, cumpliendo Sus misericordiosas palabras,
Para ayudar y animar a los corazones fogosos”.
Hasta aquí llegamos con esa primera razón. Podemos esperar una pronta respuesta a la oración cuando la condición del suplicante sea como Dios quiere que sea.
En segundo lugar, yo creo que tenemos suficiente base para esperar una bendición cuando consideramos la misericordia misma. Si entiendo bien sus corazones y el mío propio, lo que buscamos como iglesia es precisamente esto: queremos ver que nuestra propia piedad personal sea vivificada y llevada a mayores profundidades, y queremos ver que los pecadores sean salvados. Bien, ¿acaso no es algo tan bueno en sí mismo que no podamos esperar que el dador de toda buena dádiva y todo don perfecto nos otorgue eso? No necesitamos pedirle al sol que brille; ¿acaso su función no es precisamente hacerlo? Le pedimos a Dios que nos dé esta buena dádiva: ¿acaso no es algo acorde con la naturaleza del Padre de las luces concedernos tales misericordias? Buscamos lo que es para el bien de Su iglesia, de la iglesia que compró con Su propia sangre.
Un hermano comentó en oración en una ocasión que ninguno de nosotros dejaría que nuestro cónyuge pidiera repetidamente alguna buena dádiva pero que se la negaríamos; si estuviera en nuestro poder darle cualquier cosa bajo el cielo, sentiríamos que hacerlo sería nuestro mayor deleite; ¿y acaso la novia, la esposa del Cordero, habrá de descubrir que su esposo es menos amable de lo que somos nosotros, pobres mortales malvados, con nuestras esposas? No. Si la iglesia de Cristo le implora algo a su propio Esposo, no puede recibir una negativa. Tengan la seguridad de que su regio Esposo le dará conforme a Su infinita plenitud.
Lo que pedimos es para la gloria de Dios. No estamos buscando una bendición que nos glorifique o que exalte a algunos de nuestros semejantes. No ansiamos la victoria para las armas de un guerrero; no pedimos el éxito para las investigaciones de un filósofo; no buscamos nada que pueda redundar en honra para algunas proezas humanas o para la sabiduría humana; buscamos aquello que pondrá coronas sobre la cabeza de nuestro bendito Dios, y buscamos eso con el único y puro deseo de que Él sea glorificado. Por encima de todo pedimos lo que es valorado por el corazón de Cristo. Él es el amigo de los pecadores: vivió por los pecadores, murió por los pecadores, resucitó por los pecadores, intercede por los pecadores y por los pecadores reina en gloria; y si venimos a Dios y le decimos: “¡Por la sangre y las heridas de Jesús, por las aflicciones de Getsemaní y por los gemidos del Calvario, óyenos!”, ¿cómo es posible que nos quedemos esperando? No, yo entiendo que si tal es la carga de la oración, recibiremos respuesta al principio.
En tercer lugar, hay algo más que me anima, es decir, la naturaleza de las relaciones que existen entre Dios y nosotros. ¿Acaso no son estas unas palabras selectas: “Muy amado”? “Sí” –tal vez dirás- “es fácil entender por qué Dios envía una respuesta tan rápida a Daniel, pues él era un varón muy amado”. ¡Ah!, ¿acaso tu incredulidad te ha hecho olvidar que tú también eres muy amado? Tú, mi querido hermano, como un creyente en Jesucristo, no serías del todo presuntuoso si te aplicaras a ti mismo el título de “Varón muy amado”. Voy a hacerte unas cuantas preguntas que reivindicarán tu título. ¿No debiste ser grandemente amado ya que fuiste comprado con la sangre preciosa de Cristo como de un cordero sin mancha y sin contaminación? Si Dios no perdonó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por ti, ¿no debiste ser grandemente amado? Déjame preguntarte acerca de tu experiencia. Tú vivías en pecado y te entregabas desenfrenadamente a los vicios. ¿No debiste ser grandemente amado por Dios ya que tuvo paciencia contigo? Fuiste llamado por la gracia y fuiste conducido a un Salvador y fuiste hecho un hijo de Dios y convertido en un heredero del cielo. Vamos, eso demuestra un amor muy grande y sobreabundante, ¿no es cierto? Desde entonces ya sea que tu ruta fuera áspera con problemas o llana con bondad, no tengo ninguna duda de que ha estado saturada de evidencias de que eres un varón muy amado. Si el Señor te ha disciplinado, no lo ha hecho airado; si te ha hecho pobre, has sido grandemente amado en tu pobreza. Cuando considero mi vida pasada, sé que debo confesar mi indignidad y reconocer mi pecado de manera sumamente sincera, y, con todo, me atrevo a sentir y a decir que soy un varón muy amado por mi Dios, pues Él me ha dado a gozar mercedes muy distinguidas aun cuando no he merecido ni siquiera la más mínima de ellas, por lo que no puedo evitar decir: “Él me corona de favores y misericordias”. Yo me glorío en la entrañable misericordia de mi Dios con entera libertad porque estoy seguro de que tú, amado hermano, eres también especialmente amado por el cielo. Entre más indignos se sientan ustedes, más evidencia tienen entonces de que nada sino un amor indecible pudo haber llevado al Señor Jesús a salvar a unas almas tales como las suyas. Entre más indignidad sienta el santo, mayor prueba tiene del grande amor de Dios al haberlo elegido a él y haberlo llamado y haberlo hecho un heredero de la bienaventuranza. Ahora, si hay tal amor entre Dios y nosotros, pidamos con mucha osadía. No vayamos a Dios como si fuésemos extraños, o como si Él estuviese renuente a dar. Nosotros somos muy amados. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” Ven audazmente, hermano; ven audazmente, hermana, pues a pesar de los susurros de Satanás y de las dudas de su propio corazón, ustedes son muy amados; y Jesús dice: “Pidan lo que quieran, y Yo se los concederé”. ¿Quién rehusaría pedir cuando son sugeridos tales estímulos para nuestras mentes?
Pero ya es suficiente. Me temo que voy a cansarlos sobre este punto, y necesitaría mucho tiempo para el segundo punto. Pero como el tiempo se ha agotado, unos cuantos minutos bastarán. Oh tiempo de raudas alas, de buena gana te detendría cuando traemos entre manos un tema como éste.
- Si hemos de ganar la bendición al principio, ¿DE QUÉ FORMA PREFERIRÍAMOS TENERLA?
Si pudiera ver cumplidos los deseos de mi corazón, yo ansiaría una bendición para cada uno de ustedes. Yo quisiera que la bendición recayera sobre mí al principio para que pudiera predicar con mayor poder y orar con más fervor, y que mi propia vida espiritual fuera de un carácter más saludable y vigoroso. Desearía que la bendición recayera sobre ustedes, mis queridos hermanos diáconos y ancianos, pues en la administración de una iglesia como ésta ustedes necesitan mayor gracia que la que les corresponde a los hombres ordinarios. Oro pidiendo que ustedes sean constituidos en verdaderos ejemplos para este rebaño, en verdaderos guías en este Israel nuestro. Yo deseo que el Espíritu Santo venga a todos ustedes que son obreros de Cristo y que estén aquí esta tarde. Que el Señor los bendiga, maestros de la escuela dominical. ¡Que lloren hoy en sus clases! ¡Oren por sus niños antes de que comiencen a hablar con ellos! ¡Que mis queridos amigos que enseñan a nuestras concurridas clases de hombres y mujeres tengan una rica bendición esta tarde! ¡Que pueda verse en la clase de la señora Bartlett y en la clase del señor Hanks, y en las otras clases, que el Señor está en verdad con ustedes! Sería una buena señal de bien si en este preciso día sintiéramos las primeras ondas de un gran avivamiento. Yo deseo que venga el poder del Señor sobre algunos miembros de Su pueblo que no hacen nada, para que se sientan terriblemente miserables esta tarde, para que sean tan infelices que no se puedan quedar en casa sino que sean forzados a salir y hacer el bien. Ustedes que están trabajando, que Dios les ayude a trabajar con alma y corazón, no haciéndolo oficialmente como por rutina, sino haciéndolo con su propia vida, como si la sangre de su corazón se calentara en la obra y el aliento de su alma estuviera en cada palabra que hablaran. A ustedes que hacen tan poco, oh que el Señor los constriña a enmendar sus caminos. Sería una señal muy bendita de gracia si cada uno de nosotros sintiera en este día lo siguiente: “Tal vez haya algo más que yo pudiera hacer por Cristo; lo haré de inmediato. Tal vez haya algo que yo pudiera darle a Cristo: algún departamento de la obra cristiana recibirá una donación especial de parte mía. Tal vez tenga un talento que no he usado nunca como una vieja espada que cuelga sin pulir, y en este día de batalla cada arma debe ser usada y yo no he usado la mía. Ahora, delante del Señor alzo mi mano al cielo y pido que si tengo cualquier cosa, aunque sea el más mínimo talento, que no haya usado, que Él me ayude a usarlo de inmediato”. Este es un mundo tan oscuro que no debemos desperdiciar la más pequeña linterna. La noche es tan oscura que incluso una luciérnaga no debe rehusar proyectar su débil rayo. Cada uno de nosotros debe prestar un servicio personal a Cristo. ¿No saben que todos los miembros del pueblo de Dios son sacerdotes? Estos sacerdotes mentirosos de hoy en día se ponen sus llamativos atavíos tal como los sacerdotes de Baal, y pasan al frente diciendo: “Nosotros somos sacerdotes”. Serán sacerdotes de Dagón, sacerdotes de Baal o sacerdotes del infierno, pero no sacerdotes de Dios. Los sacerdotes de Dios son aquellos que viven de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo, y todo varón y toda mujer aquí presentes que amen a Jesús son sacerdotes para Dios. Oh hermanos, Dios quiere que todos ustedes actúen como sacerdotes, y no que digan: “Tenemos un ministro, que sirva él a Dios por nosotros”. Yo no tengo nada que ver con las responsabilidades de ustedes. Sirvan ustedes mismos a Dios; lo mío es todo lo que puedo hacer para servirle; sólo por Su gracia soy sustentado bajo mi propia carga; de hecho, mis propias responsabilidades son tan pesadas que no puedo sostenerlas; pero en cuanto a ser un sustituto para cualquiera de ustedes, no puedo ser nada de ese tipo. Ustedes fueron comprados con sangre personalmente; ustedes esperan entrar en el cielo personalmente; personalmente, entonces, conságrense al Señor en este día, y si lo hicieran, ¡oh, qué bendición sería! Que Dios envíe una nueva vida vivificada a Su pueblo en cuanto comience a orar.
Le daba vueltas en mi mente a la idea de cuán temprana y dulce bendición sería si el Señor nos diera hoy, en esta mañana, en esta noche, en esta tarde, algunas conversiones. ¿Por quién rogaremos especialmente? ¿Qué tipo de conversiones deseamos? Qué tal si el Señor llamara por gracia a algunos de los hijos de los miembros de la iglesia; ¡qué bendición sería! ¡Oh que fueran salvados nuestros hijos y nuestras hijas! Oren por ellos, padres, oren por ellos; oren ahora, y el Señor los oirá. O supongan que Él fuera a dar a algún querido hermano aquí presente el alma de su esposa por quien ha estado orando durante tanto tiempo; o que a algunas de ustedes, hermanas mías, les dé a sus esposos que están todavía en hiel de amargura. Consideraría como un favor especial si el Señor nos diera a nuestros más queridos amigos. Yo albergo la esperanza de que en este mes veamos que son salvados algunos en nuestros hogares, nuestros sirvientes, nuestros hijos, y nuestros inconversos amigos y conocidos. Pero no somos egoístas; debemos considerar una bendición inapreciable si algunos de ustedes que han tenido un asiento reservado durante años en esta iglesia fueran a ceder a la gracia soberana. Temo por muchos de ustedes, porque han sentido en alguna medida el poder del Evangelio, pero hay un pecado favorito al que no pueden renunciar y ese pecado será su ruina eterna. Recuerdo que M’Cheyne dice: “Cristo llama una última vez a la puerta”. Ese es un pensamiento aflictivo. Él llama a la puerta, pero hay algo así como una última vez, y algunos de ustedes recibirán la última llamada a la puerta en breve; Él no llamará de nuevo nunca; no tendrán ninguna otra advertencia ni otra invitación, sino que dirá: “Dejadlo, dejadlo”. Tal vez te quedes muy despreocupado, pero ¡ah!, si no despiertas aquí, te despertarás en el infierno; y si antes de que pase mucho tiempo Dios no te alarma para conducirte al arrepentimiento, te alarmarás cuando seas transportado a la eterna desesperación. ¡Oh, que Dios nos dé sus almas en este día! No sería una insignificante merced que el Señor nos diera a muchos de los oyentes casuales que estarán aquí esta noche, o que están aquí esta mañana. No puedo entender a qué se deba que estos pasillos estén siempre abarrotados, y por qué la noche del domingo las puertas tengan que ser cerradas y miles de personas se queden fuera; por qué los hombres se apresuran a entrar en esta casa tan ávidamente como si vinieran a buscar oro o algún tesoro; parecen tan sinceros y tan ávidos, y se empujan y se pisan unos a otros. Seguramente Dios ha de bendecir a algunos de ellos. No sabemos nunca quiénes están aquí, hombres provenientes de los últimos confines de la tierra, de todas las naciones, razas y lenguas; muchedumbres que nunca oyeron el Evangelio en absoluto. Estoy muy agradecido al pensar en ellos, porque cuando oyen el Evangelio, si no lo oyeron nunca antes, son, tal vez, más probables de ser bendecidos que aquellos que se han endurecido bajo su predicación. ¡Oh, que hubiera un fuerte clamor! ¡Un clamor prevaleciente! ¡Un clamor que conmoviera al cielo! ¡Un clamor que hiciera que las puertas del cielo se abrieran! Un clamor que el brazo de Dios no pudiera resistir; el clamor de todos los santos aquí presentes, entretejido en amor, emitido con santa vehemencia, usando el gran argumento del sacrificio expiatorio, y haciendo de esto el peso de su clamor: “Oh Jehová, aviva tu obra en medio de los tiempos… En la ira acuérdate de la misericordia”. Que la benéfica visitación comience en este lugar si así le agradara a Dios, si bien estaríamos igualmente contentos si comenzara en cualquier otra parte. Que Él lance la piedra en la piscina estancada de Su iglesia, y puedo ver el primer círculo extendiéndose alrededor de estos balcones y a muchos de ustedes salvados; puedo ver el siguiente círculo ampliándose a las iglesias vecinas; puedo verlo dispersarse sobre Londres y puedo ver que el anfiteatro se amplía y se apodera de todo este Reino Unido; puedo verlo cruzar el Atlántico para propagar el reino de Dios alrededor del mundo, y puedo ver que vienen días de refrigerio procedentes de la presencia del Señor. Ahora digamos delante de Su presencia que si no le place oírnos al principio de los ruegos, es nuestro deseo esperar en Él hasta que lo haga. Oh Tú, amado nuestro, si no apunta el día y no huyen las sombras, si has de permanecer oculto detrás de los montes de la separación, a pesar de ello nosotros esperamos más que los vigilantes a la mañana, y anhelamos y velamos como espera el sereno la salida del sol. ¡Pero no te demores, oh Dios nuestro! Apresúrate, Amado nuestro; “sé semejante al corzo, o como el cervatillo sobre los montes de Beter”, por causa de Tu nombre. Amén
Porción de la Escritura leída antes del sermón: Daniel 9: 1-23.
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