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“Y él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.” Génesis 4: 10.
“A Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel.” Hebreos 12: 24
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #708 – La Sangre de Abel y la Sangre de Jesús
El primer derramamiento de sangre humana fue un ensayo muy terrible. Independientemente de que el golpe asesino de Caín haya sido premeditado o no, la vista de un cuerpo humano sangrante debe haber sido una terrible novedad para él. Caín no había sido endurecido por la lectura de los detalles de una guerra, o por escuchar narraciones de crímenes; el asesinato era un nuevo terror para la humanidad, y él, que fue quien encabezó tal violencia, debe haberse llenado de un confundido asombro con el resultado de su golpe, y de temor por sus consecuencias. Me parece verlo de pie junto al cadáver, por un instante paralizado por el terror, sobrecogido por el espectáculo de la sangre. ¿Acaso los cielos lanzarían fuegos malignos sobre él? ¿Acaso la tierra ensangrentada produciría veloces vengadores desde su suelo asombrado? ¡Cuántas preguntas deben haber surgido en la mente del asesino!
Pero, he aquí, la tibia sangre de vida fluye en un arroyo carmesí sobre la tierra, y un consuelo espantoso se abre paso en la mente del perverso culpable, cuando observa que la tierra absorbe la sangre. No se queda acumulada en un charco, sino que la tierra abre su boca para recibir y ocultar la sangre de su hermano. Tristes recuerdos salpican la hierba y tiñen de rojo el suelo, pero aun así el terrible charco se está secando, y el asesino siente un gozo momentáneo.
Tal vez Caín se alejó de allí imaginando que ese terrible asunto había terminado por completo. Había realizado el acto y ya no podía revertirlo; había asestado el golpe, deshaciéndose de la presencia de alguien que era detestable para él; la tierra se había tragado la sangre y el asunto había llegado a su fin por lo que no había necesidad de pensar más en ello. En aquellos días no existía ninguna maquinaria policíaca, ni ley, ni jueces, ni horca, por lo que Caín sentía muy poco o ningún miedo. Era un hombre fuerte y robusto y no tenía a nadie que lo castigara, nadie que lo acusara o lo reprendiera, excepto su padre y su madre, y ellos, probablemente, estaban demasiado abrumados por el dolor y demasiado preocupados por su propia ofensa, como para mostrar resentimiento hacia su primogénito. Por tanto Caín se imaginaba que su acto quedaba en un silencio sin palabras y que ahora el olvido cubriría su crimen, de tal forma que él podría continuar su camino como si no hubiera hecho nada. Sin embargo, no era así, pues aunque la sangre estuviera callada en la endurecida conciencia de Caín, alzaba su voz en otra parte. Una voz misteriosa se elevó más allá de los cielos; llegó a los oídos del Invisible, y conmovió el corazón de la Eterna Justicia, de tal forma que atravesando el velo que oculta al hombre del Infinito, Dios se reveló a Sí mismo y habló a Caín; “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.” Entonces Caín comprendió que la sangre no podía ser derramada vanamente, que el asesinato sería vengado, pues había una lengua en cada gota de esa esencia vital que fluía de la humanidad asesinada, que prevalecía ante Dios, de tal forma que Él interpondría y mantendría una solemne averiguación al respecto.
Hermanos, el experimento que fue llevado a cabo en el Calvario fue mucho más terrible, puesto que no fue el primer hombre sacrificado, sino el propio Hijo de Dios; Él, que era hombre pero que sin embargo era más que un hombre, Dios manifestado en carne; fue un experimento terrible cuando habiéndolo arrastrado ante el asiento del juicio y habiéndolo condenado, a los gritos de “¡Fuera, fuera, crucifícale!” en verdad se atrevieron a tomar los clavos y clavaron al Hijo de Dios en el madero maldito, levantando Su cuerpo entre la tierra y el cielo, y contemplando Sus dolores hasta que concluyeron en Su muerte, cuando traspasaron Su costado, y en el acto fluyó de allí sangre y agua. Sin duda Pilatos, que había lavado sus manos con agua, pensó que ningún mal se derivaría de ello. Los escribas y fariseos prosiguieron su camino diciendo “hemos silenciado la voz acusadora. Ya no se escuchará más el clamor de Quien decía ‘¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!’ Ya no seremos molestados más en nuestra hipocresía y formalidad por la presencia de un Ser puro y santo, cuya sencilla honestidad era una dura censura para nosotros. Lo hemos asesinado, lo hemos matado sin justa razón, pero ya le pusimos fin. Esa sangre no tendrá una voz.”
Muy poco se imaginaban que aquel clamor de Jerusalén ya había subido al cielo: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos,” siendo registrado en las tablas de la justicia, y muy pronto Jerusalén se convirtió en la casa de un tesoro de dolor y una guarida de miseria, de tal forma que no había habido nada parecido a su destrucción, ni la habría tampoco, sobre la faz de la tierra. Mucho más deleitable es el hecho que otra exclamación más melodiosa subió al cielo desde la cruz del Calvario. “Padre, perdónalos,” resonó desde las heridas de Emmanuel.
La sangre de Abel no carecía de voz y la sangre de Jesús no era muda; clamó para ser oída en medio de los tronos del cielo, habló a favor nuestro y no en contra nuestra; no habló cosas malas, como pudo haberlo hecho, sino habló mejor que la de Abel. No solicitó una venganza más fiera que esa que cayó sobre Caín, no pidió que anduviéramos errantes y fugitivos sobre la faz de la tierra, para luego ser al fin desterrados de la presencia de Dios y arrojados al infierno, sino que clamó “Padre, perdónalos,” y prevaleció, y la maldición fue quitada, y una bendición vino a los hijos de los hombres.
Esta mañana nos proponemos sujetar nuestro sermón al tema de la voz de la sangre de Abel y la voz de la sangre de Jesús, comparando la una con la otra. Ambas hablaron. Eso es evidente. Abel, muerto, aún habla por ella, dice el apóstol, y nosotros sabemos para nuestro consuelo permanente, que la sangre de Jesús intercede ante el trono eterno. Toda sangre tiene una voz, pues Dios es celoso de su preservación, y la sangre de los hombres justos y excelentes tiene todavía un discurso más celestial. Pero la voz de la sangre de Jesús sobrepasa por mucho a todas, y en medio de diez mil voces lleva la palma.
I. En primer lugar, LA SANGRE DE JESÚS HABLA MEJORES COSAS EN GENERAL.
¿Qué dijo la sangre de Abel? ¿Acaso no fue una sangre de testimonio? Cuando Abel cayó a tierra bajo el garrote de su hermano, dio testimonio de la religión espiritual. Caín era amante de una simple adoración externa, en la cual no cabía la fe. Él amaba una adoración de espectáculo y pompa; el adornaba su altar con frutas y lo decoraba con flores; la suya era una religión de gusto y elegancia, una religión inventada por él; pero estaba exenta de toda referencia espiritual, creyente, y humilde relativa al Libertador espiritual. Abel, en contraste, estaba allí como el profesante de una religión sin adornos, una religión de fe en el sacrificio prometido. Sobre el altar estaba un cordero, sangrando por su herida mortal, y colocado dispuesto para el holocausto; era un espectáculo espantoso en el que el buen gusto no se podía deleitar, algo de lo que los amantes de lo bello huirían con rapidez. Abel había elegido tal ofrenda porque Dios la había elegido, y porque era el medio adecuado para conducir su fe al verdadero objeto, al Señor Jesús. Por medio de la fe, Abel vio en el cordero sangrante el memorial de la grandiosa propiciación del Señor por el pecado, que no podía verse en la ofrenda de los frutos de la tierra que hizo Caín, independientemente de cuán gustosa podía ser esa ofrenda.
Abel se presenta ante nosotros como el primero en la nube de testigos, dando un testimonio valeroso, y preparado para sellarlo con su vida. Él murió como un mártir de la fe, testimoniando esa verdad grandiosa, semejante a Dios, que Dios acepta a los hombres de conformidad a su fe. Todo honor a la sangre del mártir que habla tan eficazmente a favor de la preciosa verdad.
Nuestro Señor Jesucristo, siendo también un testigo y dando testimonio de la fe de Dios, habló mejores cosas que Abel, porque tenía más cosas que decir, y habló con un conocimiento más íntimo de Dios. Él era un testigo más completo de la verdad divina de lo que podía ser Abel, pues Él trajo la vida y la inmortalidad a la luz, y habló claramente a Su pueblo acerca del Padre. Nuestro Señor Jesucristo había estado en el seno del Padre, y conocía el secreto divino; y este es el secreto que reveló a los hijos de los hombres en Su ministerio, y luego lo selló con Su sangre. No debe olvidarse que aunque la muerte de Cristo fue principalmente una expiación por el pecado, también fue un testimonio de la verdad, pues Él fue un testigo para el pueblo, un líder y un comandante para el pueblo, y como mártir agonizante y sangrante, será muy claro para ustedes que esta sangre da testimonio de una verdad más plena, más brillante y más gloriosa que el testimonio que dio la sangre de Abel.
Además, la sangre de Abel habló buenas cosas en el sentido que fue prueba de fidelidad. Este amado siervo del Gran Señor fue fiel bajo la oposición de su hermano; sí, fiel hasta la muerte. De él no se podía decir lo que dijo el apóstol de otros individuos: “Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado.” Él resistió el pecado hasta derramar su sangre; él fue fiel en toda su casa como un siervo; no se desvió de su integridad, y no contó su vida como algo precioso para él. Cuando su sangre caía en la tierra, habló esta cosa buena: “Grandioso Dios, Abel Te es fiel.”
Pero la sangre de Jesucristo da aún testimonio de una mayor fidelidad, pues fue la secuela de una vida perfecta y sin mancha, que ningún acto de pecado ensució jamás; en cambio, la muerte de Abel adornó, es verdad, una vida de fe, mas no una vida de perfección. La fidelidad de Jesús fue completa desde el día de Su nacimiento hasta la hora de Su muerte; y en la medida en que Él no necesitaba morir por otra causa, la entrega voluntaria de Su vida fue mayormente un acto de obediencia, y la mejor prueba de Su fidelidad a lo que se le había confiado.
Además, no debemos olvidar nunca que todo lo que la sangre de Abel pudo decir al caer a tierra no fue sino la sombra de esa sustancia más gloriosa que nos asegura la muerte de Jesús. Jesús no fue tipo de la expiación, sino que la ofreció; Él no fue el representante del sacrificio; Él fue el propio Sacrificio grandioso, y en la medida que la sustancia debe exceder siempre la sombra, la sangre de Jesucristo habla mejores cosas que la de Abel.
Es bueno agregar que la persona de nuestro Señor era infinitamente más digna y gloriosa que la persona de Abel, y consecuentemente Su muerte debe darnos un mejor discurso proveniente de una boca de oro, que la muerte de un simple mortal como Abel. El que muere a manos de Caín no es sino uno de nuestra raza, testificando la verdad y la justicia, dando testimonio por la fe de un sacrificio que vendría; pero el que murió a manos de Herodes y de Pilato era divino, y vino con una misión nada común, para entregar un mensaje nada ordinario. Cuando el glorioso Hijo de Dios inclinó Su cabeza y expiró, la voz que se alzó de Su sangre debe haber sido necesariamente más alta, más dulce, más plena y más semejante a Dios que la voz de la sangre coagulada de Abel. Entendemos entonces, antes de llegar a los detalles, que con base en los principios generales podemos tener la certeza que la sangre de Jesús habló mejores cosas que la sangre de Abel.
II. Ahora vamos a entrar en el propio corazón de nuestro texto, mientras recordamos que LA SANGRE DE JESÚS HABLA A DIOS MEJORES COSAS que la sangre de Abel. La sangre de Abel clamó a oídos del Señor, pues así le dijo Él a Caín: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.” Ese clamor no anduvo dando vueltas para encontrar un mediador, sino que fue directamente al trono del juicio de Dios, y presentó una acusación en contra del asesino.
Ahora, ¿qué le dijo a Dios la sangre de Abel? Mojando el lugar donde cayó Abel, y manchando de rojo la tierra con los coágulos, ¿que les parece que dijo esa sangre? ¿Cuál sería la propia reflexión de ustedes? ¿Qué piensan que le dijo a Dios la sangre? Dijo simplemente esto: “Oh Dios, una de Tus propias criaturas, el producto de Tu habilidad sin par, ha sido hecha pedazos, y ha sido bárbaramente destruida. Un cuerpo vivo y sensible formado con el arte y la capacidad que sólo Tú puedes mostrar, ha sido quebrantado perversamente. El alfarero no soportará que la vasija que ha sido formada en la rueda con tanto costo y trabajo sea quebrada protervamente, pero aquí está un cuerpo más valioso, mucho más maravilloso de lo que puede crear el arte humano, y éste ha sido destruido. Gran Dios, el Creador de todas las cosas, ¿verás esto con paciencia, soportarás ver la obra de Tus propias manos tan cruelmente destruida?” ¿Acaso no había mucho en este clamor? Luego esa sangre argumentaría adicionalmente, “Oh Dios, Tu criatura ha sido destruida sin causa alguna. No se ha dado ninguna justa razón de provocación, no se ha cometido ninguna ofensa que podría merecer un golpe tan terrible; pero una de tus débiles criaturas que reclama Tu amable protección, ha sido asesinada innecesaria y perversamente: ¡su sangre apela a ti! Tú, Juez de toda la tierra, ¿permitirás que el débil sea pisoteado por el fuerte, y dejarás que el inocente sea golpeado por la mano fiera del malvado?”
Ustedes ven que el grito cobra fuerza. Al principio es: “oh Dios, Tu criatura ha sido destruida;” a continuación es: “oh Dios, Tu súbdito ha sido maltratado por uno de sus compañeros súbditos, por uno que se ha convertido en Tu enemigo: ¿no vas a interferir?” Sin embargo, la voz de Abel dijo algo más que esto; dijo: “oh Dios, la sangre aquí derramada, fue derramada por Ti.” Parecía decir: “¡si no fuera por amor a Ti, esta sangre no hubiera sido derramada! Si estas gotas no hubieran sido consagradas por la devoción, si esta sangre no hubiera fluido en las venas de un hombre que amó a Dios con todo su corazón, no hubiera sido derramada sobre la tierra. Oh Dios,” clama cada gota, “yo caí en tierra por Ti: ¿vas a soportar esto? ¿Acaso una criatura que Tú has creado va a entregar su vida con dolor y angustia por Ti, y serás Tú como una estatua fría, inmóvil, inconmovida, inconmovible, y acaso mirarás sin ninguna emoción? ¿No vas a hacer nada, oh Dios? ¿Será derramada la sangre por Ti, derramada injustamente, la sangre de tu propia criatura amante y justa, y no vas a intervenir?”
¡Qué fuerza hay en esa voz! Sin embargo, la sangre agregó esto: “oh Dios, he sido derramada en provocación a Ti,” pues el golpe que salió de la mano de Caín no estaba únicamente dirigido a Abel, sino que en espíritu estaba dirigido a Dios, pues si Caín hubiera podido hacer lo mismo a Dios como lo hizo a su hermano Abel, sin duda lo habría hecho. Era del malvado, y por tanto asesinó a su hermano, y la perversidad anidada en él era deicida; él hubiera asesinado al propio Dios si hubiera podido, y así la sangre clama: “oh Dios, aquí está el guante del desafío que ha sido arrojado ante Ti. Caín te desafía. Él Te ha lanzado el primer golpe, él ha atacado la vanguardia del ejército de tus elegidos. ¿Mirarás esto en calma? ¿Acaso no te vengarás? ¿No tendrás esto en consideración? ¿Habrá silencio en el cielo cuando hay gemidos y gritos en la tierra? ¿Estará frío el corazón del cielo cuando el corazón del enemigo arde con furia y con la fiereza de la rebelión? Oh Dios, ¿no te interpondrás? Ciertamente este es un grito que perfora el cielo, pero esto no es todo. La sangre del protomártir agregó a todo esto la siguiente argumentación: “oh Dios, esta es la primera sangre humana que ha sido derramada por medio de un asesinato, y derramada por mano de un hermano desnaturalizado. ¿Pasarás esto por alto? ¿Entonces cómo puedes ser justo? ¿Acaso esta sangre no ha retado la propia existencia de la justicia de Dios? Oh Dios, si Tú no castigas a este primer asesino bárbaro, que mata a su hermano, entonces a lo largo de todas las edades los hombres se amotinarán en sangre y se sentirán libres para asesinar, y dirán: “¿cómo lo sabrá Dios?” El que se sienta en los cielos no lo mira, ni siquiera hablará. Sería como si Dios otorgara una licencia para que los hombres derramaran sangre, y diera permiso para que el asesinato, mostrando su mano ensangrentada, reinara sobre toda la creación, si el primer asesinato pasara desapercibido por el grandioso Juez de todos.
¿Escuchan, hermanos, qué tono debe haber tenido la sangre de Abel, y con qué poder debe haber subido al cielo? Pero no somos libres de conjeturar en lo relativo al poder de ese clamor, pues se nos dice que Dios lo oyó, y cuando lo oyó, Él vino a pedirle cuentas a Caín, y dijo: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.” Luego vino la sentencia marchitante del crimen. La tierra que había bebido la sangre se volvió maldita para Caín, de tal forma que aunque la arara todo lo que pudiera, no le podría dar una cosecha abundante; aunque la trabajara como quisiera, con todo arte y habilidad, nunca podría darle su fuerza a Caín. La maldición original de espinos y cardos, que había caído sobre la tierra cuando Adán sobrevivió, fue ahora duplicada en Caín, de tal forma que sólo cosechaba puñados y recogía escasas gavillas. Esta sería una constante amargura mezclada con su pan diario, mientras que por encima de todo ello, él recibió en su corazón una maldición que lo convirtió en el esclavo de sus propios espantos. Caín servía al miedo y al temblor como si fueran sus dioses, y anduvo errante por la tierra con oscuridad dentro de él y oscuridad a su alrededor, sin gozarse nunca más, llevando el sello de reprobación fijado en su frente. Su vida fue sin duda un infierno en la tierra, y al fin fue arrojado para siempre de la presencia del Dios Altísimo. La sangre tiene una voz, y cuando ésta es oída contra un hombre, trae sobre él una maldición indecible.
Bien. Ahora, hermanos, es una tarea muy dulce pedirles que vuelvan sus mentes de la sangre de Abel a la sangre de Jesús. Estoy persuadido que ya reconocieron la voz de la sangre de Abel, y quiero que sus mentes oigan con igual claridad la voz de la sangre de Jesucristo, pues existen las mismas razones para su fuerza, pero son mucho más enfáticas.
¿Pueden colocarse en el Calvario ahora y pueden ver cómo fluye la sangre del Salvador de Sus manos y pies y costado? ¿Cuáles son sus propias reflexiones en cuanto a lo que esa sangre dice a Dios? Piensen ahora al pie de la cruz. Esa sangre clama en voz alta a Dios, y ¿qué dice? ¿Acaso no dice esto? “Oh Dios, esta vez no es simplemente una criatura la que sangra, pues aunque el cuerpo que pende de la cruz es la criatura de Tu Espíritu Santo, es Tu propio Hijo el que ahora derrama Su alma hasta la muerte. Oh Dios, es tu Unigénito, amado por Ti, esencialmente uno contigo, Uno en quien te complaces, cuya obediencia es perfecta, cuyo amor por ti ha sido firme. Él es quien muere. Oh Dios, ¿acaso despreciarás los gritos y las lágrimas, los gemidos, los quejidos, la sangre de Tu propio Hijo? Muy tierno Padre, en cuyo pecho yacía Jesús antes de los cimientos de la tierra, Él muere, y ¿no lo considerarás? ¿Caerá en vano Su sangre en la tierra?
Luego, además, la voz argumentará: “No es únicamente Tu Hijo, sino Tu Hijo perfectamente inocente, Quien no tenía ninguna necesidad de morir, porque Él no tenía pecado original que Le habría traído corrupción, que además no tenía ningún pecado, que a lo largo de toda la vida no había hecho nada digno de la muerte o de las cadenas. Oh Dios, es Tu unigénito, quien, sin falta alguna, es conducido como un cordero al matadero, y está como una oveja ante sus trasquiladores. ¿Puedes ver esto, Dios de todo, puedes ver al infinitamente santo y justo Hijo de Tu corazón llevado a la muerte, puedes verlo sin sentir la fuerza de la sangre cuando clama a Ti?”
¿Acaso no fue añadido a este hecho que nuestro Señor murió para vindicar el honor de Su Padre? “¡Por Ti, oh Dios, por Ti muere Él! El que está crucificado en el Calvario está allí por deferencia a Tu propio decreto, en el cumplimiento de Tu propio propósito, en vindicación del honor de Tu ley, para que Tú puedas ser glorificado, para que Tu justicia sea cumplida, y Tu misericordia tenga un imperio ilimitado. Oh Dios, el sufriente, pálido en la muerte, cuyas heridas están abiertas por los crueles clavos, y cuya alma está atormentada por un dolor indecible, muere por Ti. Si no hubiera habido Dios no tenía que morir. Si no hubiera habido una ley que vindicar, una verdad que defender, un honor, una majestad y una justicia a las cuales rendir homenaje, no era necesario que Él muriera. Si hubieras estado contento de manchar Tu honor o restringir Tu misericordia, no hubiera habido necesidad que Él se entregara. Pero es por Ti, por Ti cada dolor, por Ti cada gemido, por Ti cada gota de sangre, y ¿no te conmoverá eso?”
Hermanos, ¿acaso no hay poder en esta voz? Sin embargo, por encima de todo esto, la sangre debe haber argumentado así con Dios: “Oh Dios, la sangre que está siendo ahora derramada, tan honorable y gloriosa en sí misma, está siendo vertida con un motivo que está divinamente lleno de gracia. El que muere en esta cruz, muere por Su enemigo, gime por aquellos que lo hacen gemir, sufre por quienes lanzan el dardo en Su alma, y luego se burlan de la agonía que ellos mismos han causado. Oh Dios, es una cadena para Dios en el cielo que ata a la víctima a los cuernos del altar, una cadena de amor eterno, de bondad sin límites.”
Ahora, queridos hermanos, ustedes y yo no podríamos ver sufrir a un hombre por pura benevolencia sin ser conmovidos por su sufrimiento, y ¿Dios no será conmovido? El Dios perfectamente santo y lleno de gracia, ¿será indiferente donde tú y yo somos conducidos a una emoción profunda? El espectáculo de la sangre hace que algunos de nosotros nos estremezcamos; el espectáculo de la sangre derramada por una persona inocente (derramada por la mano de la violencia) haría que nuestras almas se congelaran; pero el pensamiento de que esa sangre está siendo derramada por un motivo tan maravilloso, por causa de un afecto desinteresado por unos criminales que no lo merecen, eso nos conmovería ciertamente; y ¿piensan ustedes que no movió el corazón de Dios?
Bendito sea Su nombre, en esto no se nos permiten conjeturas; conmovió tanto a nuestro Padre celestial, que hasta este día Dios ha venido al hombre, y hablándole a través de esa sangre, Él ha dicho: “¿Qué has hecho? Sin importar lo que has hecho, sin importar cuán negro y sucio pueda haber sido tu pecado, la voz de la sangre de mi Hijo clama a Mí desde la tierra, y ahora, de hoy en adelante, he quitado la maldición de la tierra por Su causa, y no la voy a maldecir más. Serás bendecido en tu canasta y en tu bodega, en tus salidas y en tus entradas. Yo te he perdonado tus iniquidades; he puesto una marca en ti, y ningún hombre te hará daño, ni la justicia te castigará, pues en la persona de mi Hijo amado te he recibido y te he aceptado, culpable como eres. Prosigue tu camino, y vive feliz y apaciblemente, pues te he quitado tus iniquidades y he arrojado tus pecados tras mi espalda, y el día ha llegado en el que si tus pecados son buscados no serán encontrados, sí, si son investigados ya no estarán, dice el Señor, pues yo he perdonado a quienes he reservado.” La sangre de Abel tenía predominio para maldecir, pero la sangre de Jesús tiene predominio para bendecir a los hijos de los hombres.
Quiero que se queden un poco con este pensamiento para digerirlo. Quisiera poder tener el poder de grabarlo en ustedes; únicamente el Espíritu Santo, sin embargo, puede hacer eso. Quiero, a pesar de todo, detenerme un poco en él, para que ustedes puedan adentrarse en su esencia. Observen que la sangre de Abel habló a Dios mucho antes que Caín hablara. Caín estaba sordo a la voz de la sangre de su hermano, pero Dio sí la oyó.
Pecador, mucho antes que oigas la sangre de Jesús, Dios la escucha, y perdona tu alma culpable. Mucho antes que esa sangre entre en tu alma para derretirla en arrepentimiento, intercede por ti ante Dios. No fue la voz de Caín la que hizo descender la venganza, sino la voz de la sangre de Abel; y no es el clamor del pecador que busca misericordia el que es causa de misericordia, sino el clamor de esa sangre de Jesús. Sé que me dirán que no pueden orar; oh, qué misericordia es que la sangre sí pueda hacerlo, y que cuando ustedes no pueden argumentar para prevalecer, la sangre interceda.
Si ustedes van a obtener misericordia de Dios y recibir el perdón, no será por la eficacia de sus oraciones y lágrimas, sino por medio de la eficacia de esa sangre del amado Hijo de Dios. Caín no pidió la venganza, pero ésta vino sin ser buscada por medio de la sangre; y tú, aunque sientas como si difícilmente te puedes atrever a buscar misericordia, la encontrarás si puedes confiar en la sangre de Jesús que habla por ti. La sangre no necesita tu voz para incrementar su poder con Dios; Él oirá tu voz, pero es porque Él oye la sangre de Jesús antes que nada.
Es para nosotros una misericordia que la sangre de Jesucristo hable por el culpable, así como la sangre de Abel habló en contra del culpable. La sangre de Jesús no intercede por el inocente, si existiera tal persona, pues no necesitaría la intercesión del sacrificio de expiación. Jesús intercede por los rebeldes, para que el Señor Dios habite entre ellos; por ustedes, que han quebrantado Sus leyes, y han despreciado Su amor, y han luchado contra Su poder; la sangre de Jesús intercede por personas como ustedes, pues Él vino al mundo para salvar a pecadores. “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.”
La sangre preciosa habla constantemente. ¿Observaron esa palabra en el texto? “que habla,” no “que habló,” sino “que habla.” La sangre de Jesús intercedió por el ladrón en la cruz, pero
Hasta que toda la iglesia rescatada por Dios,
Sea salvada para no pecar más.”
Hermano, cuando el pecado que prevalece oprime a la conciencia, es una grandísima misericordia saber que tenemos inclusive ahora un Salvador que prevalece. Hace años, algunos de nosotros venimos a Cristo y encontramos perdón; pero nuestra fe desmaya ocasionalmente, y nuestras dudas se fortalecen. Vamos, vayamos nuevamente a la fuente, miremos de nuevo a la cruz, pues la sangre habla todavía. En efecto, nuestro Señor Jesús sangra todavía el día de hoy tanto como lo hizo hace mil ochocientos años, pues la sangre es ciertamente tan segura en su poder con Dios en el momento presente, como cuando el ladrón dijo: “Acuérdate de mí.” Pensemos en esto y regocijémonos.
Alma mía, cuando no puedas suplicar a Dios, cuando no te atrevas a hacerlo, cuando tu lengua esté callada, y la desesperación amordace tu boca, aun entonces Jesús intercede. Ahora, aférrate a la intercesión; ven y arrójate sobre Él; descansa enteramente en Él, Él prevalecerá aunque tú no puedas, Él tendrá éxito aunque tú no tengas ningún poder. Ven entonces y vincúlate con la intercesión infalible de la preciosa sangre que prevalece, y entonces estarás bien, estarás seguro y salvo para siempre. Que Dios nos conceda gracia para que hagamos esto, cada uno de nosotros, ¡y a Él sea la alabanza!
III. Además, LA SANGRE DE JESÚS NOS HABLA MEJORES COSAS EN NUESTROS CORAZONES que la sangre de Abel.
Yo supongo que la mayoría de ustedes leyeron la narración escrita por los corresponsales de los periódicos, que han estado presentes en los campos de batalla de Königgratz o Sadowa. Cómo lo estremecía a uno leer acerca de las trincheras repletas de sangre, y del olor de cuerpos putrefactos que se volvía tan intolerable que los viajeros ansiaban abandonar el campo de batalla con premura.
A mí no me gustaría ser Bismarck, ni el Príncipe de la Corona de Prusia, ni el Rey, ni nadie que tuviera que ver con una guerra tan sanguinaria y tan injustificable. Yo supongo que los asesinos se acostumbran a tales cosas; yo supongo que ellos pueden leer sin emoción acerca de miles de personas mutiladas por las balas y las bombas e incluso ver las pilas de cadáveres sin estremecerse, pero estoy seguro de esto, que a mí me volvería loco. ¡Ah!, tener la sangre de una persona derramada a mi puerta sería suficiente para eliminar todo consuelo de mi vida; pero hacer derramar la sangre de decenas de miles, simplemente para complacer una ambición, hace tambalear la razón de inmediato. Debe ser una falta de conciencia total la que hace que la razón mantenga su trono cuando los hombres han estado chapoteando en la corriente de la sangre de sus compañeros por simples propósitos de ganancia egoísta. Considerando que no había habido guerras en el día de Caín, y que el corazón humano no se había insensibilizado como ahora, llegando al punto de hablar de la guerra en términos tan benignos como lo hacemos en nuestra época, ciertamente si Caín hubiera tenido algo de conciencia, debe haber sido un horrible pensamiento para él haber matado a su hermano.
“He matado a un hombre, he derramado su sangre.” Ciertamente esto habrá sobresaltado su sueño. ¿Cómo podía estar calmado en su lecho solitario? ¡Ese hombre con su mano teñida en sangre! Culpable, un siniestro chambelán, con dedos manchados con el rojo de la sangre, seguramente cerró las cortinas de su cama. ¿Acaso no regresaría a su mente todo el espectáculo? La conversación en el campo, el impulso súbito, el golpe, la sangre, la mirada de su víctima cuando clamaba por piedad mientras un cruel golpe seguía al otro; y luego el espectáculo del cuerpo desfigurado y del arroyo de sangre, y de las manchas de color carmesí en la tierra empapada.
¡Oh, debe haber sido un recuerdo enrollado como una víbora alrededor del asesino dondequiera que se encontrara! Pudo muy bien construir una ciudad, como se nos dice que lo hizo, para apagar estos recuerdos ardientes. Entonces le vendría el pensamiento: “lo asesinaste a pesar de que era tu hermano.” “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” dijo él, pero los hombres pueden hablar a veces más altaneramente de lo que en secreto hablan sus corazones. El horror del acto fratricida debe haber perseguido a Caín: “yo maté a mi hermano; el que nació primero de mujer, mató a quien nació después.” Y luego se le haría preguntar: “¿y por qué lo maté? ¿Qué mal me había hecho? Qué importa si ofreció un sacrificio diferente al mío, y qué si Dios lo aceptó a él y no a mí, y sin embargo, ¿qué mal me hizo?”
Si Caín tenía alguna conciencia, la inocencia de su víctima debe haber incrementado su desasosiego, pues recordaría cuán inofensivamente había cuidado sus ovejas, habiendo sido como una más en medio de ellas, tan parecido a un cordero, ese hombre pastor, una verdadera oveja de los pastos de Dios. “Sin embargo,” diría Caín, “yo lo asesiné porque yo odiaba a Dios, el Dios ante cuyo tribunal pronto voy a comparecer, el Dios que puso esta señal en mí.” ¿Pueden imaginarse al hombre que tenía que ser diariamente enseñado y recriminado por una sangre de hermano? Se requiere la mente de un poeta para enseñarle. Piensen cómo se sentirían si hubieran matado a su propio hermano, cómo la culpabilidad estaría suspendida sobre ustedes como una nube negra, derramando horror sobre sus almas.
Ahora, hermanos, hay algo más que una fuerza igual en el clamor de la sangre de Jesús, pero actúa de manera diferente, y habla de mejores cosas. Debemos recordar, sin embargo, que habla de esas mejores cosas con la misma fuerza. Hay consuelos que se levantan de la sangre de Jesús tan poderosamente como horrores se alzaron de la sangre de Abel. Cuando el pecador mira a Jesús crucificado, puede decir muy bien, “si no supiera que toda esta sangre fue derramada para mí así como también por mí, mis miedos se multiplicarían mil veces; pero cuando pienso que esa preciosa sangre es sangre derramada en lugar de la mía, que es sangre que Dios planeó y ordenó que fuera derramada por mí desde antes de la fundación del mundo, cuando pienso que esa es la sangre del propio amado Hijo de Dios, a Quien ha herido en vez de castigarme a mí, haciéndolo soportar toda Su ira para que yo no tuviera que soportarla, ¡oh, Dios mío, qué consuelos fluyen de esa bendita fuente!
Justo en la proporción que el pensamiento del asesinato de Abel haría que Caín se sintiera desgraciado, en esa misma proporción debe hacerte sentir feliz la fe, cuando piensas en Jesús crucificado; pues la sangre de Cristo, como lo dije al principio del sermón, no puede tener una voz menos poderosa; tiene que tener una voz más poderosa que la de Abel, y por tanto clama más poderosamente por ti, de lo que clamó la sangre de Abel en contra de su hermano Caín.
Oh, entonces, pecados míos que claman, yo puedo escucharlos, pero no tengo temor de ustedes, pues la sangre de Jesús habla más fuerte que todos ustedes. Oh, entonces, conciencia, puedo oír tu acusación, pero no me alarma, pues mi Salvador murió. Me presento ante Dios con perfecta confianza, porque he sido rociado con la sangre de mi Sustituto. Si el horror de Caín con una conciencia despierta podría ser insoportable, así la paz que me viene por medio de la preciosa sangre de Jesús es indescriptible e inefable, una paz como un río, una justicia como las olas del mar. Dulce paz poseen todos aquellos que oyen que la sangre habla a sus almas, diciéndoles que el pecado es perdonado, que Dios está reconciliado, que somos aceptados en el Amado, y que ahora somos preservados en Cristo Jesús, y que nunca vamos a perecer, y que nadie nos arrebatará de Su mano.
Yo confío que ustedes conocen, y sé que muchos de ustedes en verdad lo conocen, el dulce poder de esta sangre que habla de paz. Tal sangre inocente, ordenada con el propósito de dar paz, es preciosa más allá de todo precio. ¡Oh, alma mía, nunca busques la paz en otra parte, y nunca tengas temor de encontrar paz aquí! Si el día de hoy, oh cristiano, has perdido tu confianza, si hoy estás consciente de haber sido falso con tu Señor, y de haber despreciado Su Espíritu, si hoy te sientes avergonzado del propio nombre de cristiano porque tú lo has deshonrado, si hoy la desesperación está lista para estrangular tu esperanza, y estás tentado a abandonarlo todo, ven ahora, ahora mismo, a esa preciosa sangre. No pienses que mi Salvador puede salvar únicamente a pequeños pecadores; Él es un grandioso Salvador; poderoso para salvar. Yo sé que tus pecados hablan en voz muy alta; ¡ah! pueden muy bien hacerlo; yo espero que oigas su voz y los odies en el futuro; pero ellos no pueden hablar tan alto como lo hace la sangre de Jesús. Dice: “Padre, Padre, ¿voy a morir en vano? Padre, yo pagué con mi sangre por los pecadores, ¿no serán salvados los pecadores? Yo fui herido por los culpables, ¿serán castigados también los culpables?” La sangre dice: “oh Dios, Yo he reivindicado Tu ley, ¿qué más demandas? Yo he honrado Tu justicia, ¿por qué habrías de arrojar al infierno al pecador? ¡Oh Tú, Benignidad Divina! ¿Acaso puedes recibir dos pagos por una ofensa, y castigar a aquellos por quienes sufrió Jesús? ¡Oh Justicia! ¿Vas a vengarte aquí? ¡Oh Misericordia! Cuando el camino ha sido limpiado, ¿no correrás hacia los pecadores culpables? Oh Amor Divino, cuando es abierto un sendero para ti, ¿no te mostrarás Tú mismo a los rebeldes y a los viles?” La sangre no intercederá en vano; los pecadores serán salvos, y tú y yo, yo espero, estaremos en medio de ellos para alabanza y gloria de Su gracia.
IV. Dos o tres palabras para concluir. LA SANGRE DE JESÚS, AUN EN MI TEXTO, HABLA DE MEJORES COSAS QUE LA SANGRE DE ABEL.
Habla de las mismas cosas pero en un mejor sentido. ¿Se fijaron en el primer texto? Dios dijo a Caín “¿Qué has hecho?” Ahora eso es lo que la sangre de Cristo les dice a ustedes: “¿Qué has hecho?” Mi querido lector, ¿acaso no sabes que tus pecados mataron al Salvador? Si hemos estado jugando con el pecado, y lo hemos considerado como algo muy pequeño, algo sin importancia con lo que podemos jugar y hasta reírnos de él, corrijamos ese error. Nuestro Salvador cuelga de la cruz, y fue clavado allí por nuestros pecados; ¿los consideraremos como algo sin importancia?
Mirando desde la cruz, Jesús nos dice: “¿Qué has hecho?” Oh, querido lector, ¿qué has hecho? ¡Has asesinado a tu mejor amigo y te has arruinado a ti mismo! Déjenme hablar a cada uno ahora en lo individual. Hagan ahora un inventario de sus pecados. Revisen la lista negra desde su niñez hasta ahora. ¿Qué has hecho? ¡Ah!, Señor, he hecho lo suficiente para llorar para siempre si no fuera porque Tú has llorado por mí. Gotas de dolor no pueden pagar nunca la deuda que es debida a Tu sangre. ¡Ay!, he hecho mal, Señor, pero Tú me has hecho bien. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?, fue una terrible acusación para Caín; pudo haberlo atravesado como un dardo; pero para ti y para mí es la suave voz de un Padre que pregunta y que nos conduce al arrepentimiento. ¡Que nos conduzca ahora!
Lo que quiero indicar principalmente es esto. Si se fijan en el segundo texto, esta sangre es llamada “la sangre rociada.” Yo no puedo decir si la sangre de Abel roció a Caín o no, pero si hubiera sido así, debe haber añadido a su horror el tener la sangre realmente rociada sobre él. Pero en el caso nuestro esto añade al gozo, pues la sangre de Jesús es de poco valor para nosotros mientras no sea rociada sobre nosotros. La fe hunde al hisopo en la sangre de la expiación y la rocía sobre el alma, y el alma queda limpia. La aplicación de la sangre de Jesús es la verdadera base del gozo, y la fuente segura del consuelo del cristiano; la aplicación de la sangre de Abel debe haber sido un horror, pero la aplicación de la sangre de Jesús es la raíz y el fundamento de todo deleite.
Hay otro tema en el texto con el cual concluyo. El apóstol dice: “os habéis acercado….a la sangre rociada.” Él menciona eso entre otras cosas a las que nos hemos acercado. Ahora, todo hombre razonable huiría de la sangre de Abel. Quien ha asesinado a su compañero desea poner una amplia distancia entre él y el cuerpo acusador. Pero nosotros nos acercamos a la sangre de Jesús. Es un tópico en el que nos deleitamos conforme nuestras meditaciones nos acercan más y más a él.
Yo les pido, amados amigos cristianos, que se acerquen a él, el día de hoy, más de lo que lo hayan hecho jamás. Reflexionen en la grandiosa verdad de la sustitución. Imagínense los sufrimientos del Salvador. Quédenselo viendo un buen rato, siéntense al pie del Calvario, moren en Su presencia en Su cruz, y nunca se aparten de ese gran espectáculo de misericordia y de miseria. Acudan a él; No tengan miedo. ¡Alto, pecadores, ustedes que nunca han confiado en Jesús, miren aquí y vivan! ¡Oh, que puedan venir a Él ahora!
Como palomas, a las heridas de Jesús.”
Es más, ¡no huyan de las heridas que ustedes han abierto, sino más bien, encuentren abrigo en ellas; aunque olviden los sufrimientos de Cristo, descansen en ellos! Su única esperanza radica en confiar en Jesús, descansando enteramente en Él. Piensen mucho en los dolores de su Señor, y si puedo yo sugerir a algunos de ustedes que no vendrán al servicio el día de hoy por la tarde, que pasen una hora o dos entre los servicios considerando los sufrimientos del Salvador, esas consideraciones pueden ser el medio de traerles la fe. La fe viene por el oír, pero se trata de un oír con atención; y el oír viene por la palabra de Dios, pero se debe reflexionar en esa palabra. Abran la Palabra, lean la historia de la cruz, pídanle al Señor que la bendiga para ustedes, y quién sabe si por medio del Espíritu Divino algunos de ustedes pueden oír todavía la voz de esa sangre que habla mejores cosas que la de Abel. Que el Señor bendiga a cada uno de ustedes por causa de Su nombre. Amén.
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