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“Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” Isaías 53: 6
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #694 – El Pecado Cargado Sobre Jesús
El versículo abre con una confesión de pecado común a toda la gente a la que el texto va dirigido. Me parece que todo el pueblo elegido de Dios está representado aquí: todos ellos han caído, todos aquellos que han llevado una vida de responsabilidad, han pecado de hecho, y por tanto, todos ellos afirman a coro, desde el primero que entró al cielo hasta el último que va a entrar allí, “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas”. Pero si bien la confesión es así de sincera y unánime, es también especial y particular: “Cada cual se apartó por su camino”. Hay una pecaminosidad propia y característica de cada individuo; todos son pecadores, pero cada cual lo es con algún agravamiento especial no encontrado en su semejante. Una de las características del arrepentimiento genuino es que pese a que se asocia naturalmente con otros penitentes, siente también que debe asumir una posición de soledad. “Cada cual se apartó por su camino” es una confesión que implica que cada individuo ha pecado contra una luz peculiar a él mismo, o que ha pecado con un agravamiento que él al menos no podía percibir en su prójimo. Siendo entonces esta confesión general y particular, tiene muchos otros rasgos de excelencia de los que no podemos hablar en este preciso momento. Es una confesión completamente sin reservas. Observarán que no hay una sola sílaba a manera de excusa; no hay ni una sola palabra que le reste fuerza a la confesión. Es además singularmente cuidadosa pues las personas descuidadas no usan una metáfora tan apropiada como la del texto: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas”. No como el buey, que “conoce a su dueño”, ni siquiera como el asno, que “recuerda el pesebre de su señor”; tampoco como el puerco que aunque vague todo el día, regresa a la artesa en la noche, pero “todos nosotros nos descarriamos como ovejas”; como una criatura que recibe atenciones pero que es incapaz de sentir algún afecto agradecido por la mano que la cuida; como una criatura que es lo bastante sabia para encontrar la brecha en el vallado a través de la cual escapar, pero tan tonta como para no tener ninguna propensión o deseo de regresar al lugar de donde perversamente se alejó; nos hemos descarriados como ovejas que habitual, permanente, obstinada y neciamente no tienen poder para regresar. Yo desearía que todas nuestras confesiones de pecado mostraran un esmero semejante, pues decir que somos “miserables pecadores” puede ser un agravamiento de nuestro pecado a menos que realmente lo sintamos; usar las palabras de una confesión general sin que nuestra alma se posesione de ellas pudiera ser tan sólo un “arrepentimiento del que hay que arrepentirse”, un insulto y una mofa en contra del alto Cielo ventilados públicamente en ese preciso lugar donde debió haber habido la mayor ternura y el mayor temor reverente posibles. Me gusta la confesión del texto porque es una renuncia a todos los argumentos de la justicia propia. Es la declaración de un cuerpo de hombres que son culpables, conscientemente culpables; culpables con agravantes, culpables sin excusas; y aquí están todos ellos con sus armas de rebelión inutilizadas, diciendo al unísono: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”.
No oigo dolientes lamentos que acompañen a esta confesión de pecado, pues la siguiente frase casi la convierte en un canto. “Mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Es la frase más aflictiva de las tres, pero es la más encantadora y la que rebosa de más consuelo. Es extraño que allí donde la desgracia estaba concentrada reinara la misericordia, y allí donde la aflicción alcanzó su clímax es también donde un alma cansada encuentra el más dulce reposo. El Salvador herido es el remedio de los corazones heridos.
Quiero ahora atraer los corazones de todos los que sientan la confesión de la bendita doctrina expuesta en el texto: el Señor cargó en Cristo el pecado de todos nosotros.
Tomaremos el texto, primero, a manera de exposición; luego, a manera de aplicación; y concluiremos con una contemplación seria y espero que provechosa.
- Primero, consideremos el texto a manera de EXPOSICIÓN.
- Pudiera ser útil que les dé la traducción marginal del texto: “Jehová hizo recaer en él la culpa de todos nosotros”. El primer pensamiento que exige atención es la concentración del pecado. Puedo comparar al pecado con los rayos de algún sol maligno. El pecado fue diseminado por todo el mundo tan abundantemente como la luz, y Cristo es llevado a sufrir el pleno efecto de los funestos rayos que emanan del sol del pecado. Dios, por decirlo así, sostiene un espejo ustorio y concentra todos los rayos esparcidos en un solo haz sobre Cristo. Ese pareciera ser el pensamiento del texto: “El Señor ha enfocado sobre él la iniquidad de todos nosotros”. Lo que fue diseminado ampliamente es hacinado aquí en una terrible concentración; todo el pecado de Su pueblo es hecho recaer sobre la devota cabeza de nuestro bendito Señor. Antes de la gran tormenta, cuando el cielo se está ennegreciendo y el viento está comenzando a aullar, ustedes han visto que las nubes se apresuran casi desde cualquier punto de la brújula como si el gran día de la batalla hubiera llegado y toda la terrible artillería de Dios estuviera apresurándose al campo. En el centro del torbellino y de la tormenta, cuando los relámpagos amenazan con incendiar todo el cielo, y las negras nubes, cúmulo sobre cúmulo, se esfuerzan por ocultar la luz del día, tienen ustedes una metáfora muy gráfica de la concentración de todo el pecado sobre la persona de Cristo: el pecado de las edades pasadas y el pecado de las edades futuras, los pecados de aquellos elegidos que estuvieron en el paganismo y de aquellos que estuvieron en el judaísmo, el pecado de los jóvenes y de los viejos, el pecado original y el pecado real, todos obligados a concentrarse en un punto, todas las negras nubes concentradas y comprimidas en una gran tempestad que se precipita rápidamente como un tremendo tornado sobre la persona del grandioso Redentor y Sustituto. Es como si se tratara de un millar de arroyuelos que se precipitan sobre la ladera del monte en el día de la lluvia, y todos se concentran en un profundo lago desbordante, siendo ese lago el corazón del Salvador, y siendo esos torrentes impetuosos los pecados de todos los que somos descritos aquí haciendo una plena confesión de nuestros pecados. O tomemos una metáfora, no de la naturaleza, sino del comercio: supongan que las deudas de un gran número de personas fueran consolidadas, los bonos y los cheques diferidos que han de ser reconocidos o no en tal y tal fecha, y que todo eso fuera cargado sobre una persona que asume la responsabilidad de pagar cada uno de ellos sin la ayuda de nadie; tal era la condición del Salvador; el Señor hizo que se concentraran en Él las deudas de todos los miembros de Su pueblo de manera que Él se hizo responsable de todas las obligaciones de cada uno de los que el Padre le había dado sin importar cuáles hubieran sido sus deudas. O si esas metáforas no bastaran para interpretar el significado, tomen el texto en nuestra propia versión: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”; cargó sobre Él todas las cargas de todo Su pueblo así como una carga es puesta en las espaldas de un hombre; así como el sumo sacerdote en la antigüedad ponía sobre el chivo expiatorio todo el pecado, así puso sobre Su cabeza el pecado de Su amado pueblo para que lo llevara en su propia persona. Ustedes pueden ver que las dos traducciones son perfectamente consistentes; todos los pecados son concentrados, y luego, habiendo sido concentrados y atados en una sola carga aplastante, la totalidad de esa carga es depositada en Él.
- El segundo pensamiento es que el pecado fue concentrado sobre la sufriente persona del inocente sustituto. He dicho “la sufriente persona” porque el contexto del texto así lo requiere. “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Es en conexión con esto, y como una explicación de todo Su dolor, que se agrega: “Mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. El Señor Jesucristo habría sido incapaz de recibir el pecado de todo Su pueblo como el sustituto de ellos, si Él mismo hubiese sido pecador; pero en cuanto a Su naturaleza divina Él era digno de ser loado con himnos tales como “Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos”; y, en cuanto a Su naturaleza humana, gracias a una concepción milagrosa, Él fue libre del pecado original, y la santidad de Su vida fue tal que era el inmaculado Cordero de Dios, sin mancha, ni arruga ni cosa semejante, y por tanto, desde cualquier ángulo que se viera era capaz de ocupar el lugar, el sitio, y la posición de los hombres pecadores. La doctrina del texto es que Jesucristo, quien era hombre de la sustancia de Su madre, y quien era, sin embargo, Dios verdadero de Dios verdadero, muy verdadero y glorioso Creador y Preservador, ocupó una posición tal como para tomar sobre Sí la iniquidad de todo Su pueblo, aunque Él mismo seguía siendo inocente; no tenía ningún pecado personal, pues era incapaz de cometer alguno, pero tomó el pecado de otros sobre Sí mismo –ha sido la costumbre de los teólogos decir- por imputación; pero yo cuestiono si el uso de esa palabra, aun siendo lo suficientemente correcta según la entendemos nosotros, no pudiera haber teñido las tergiversaciones de quienes se oponen a la doctrina de la sustitución. Yo no diré que los pecados del pueblo de Dios fueran imputados a Cristo, aunque creo que lo fueron; pero me parece que de una manera más misteriosa de lo que la imputación expresaría, los pecados del pueblo de Dios fueron realmente cargados sobre Jesucristo; que a ojos de Dios, Cristo no sólo fue tratado como si hubiese sido culpable, sino que el pecado mismo, no sé cómo, pero según el texto así se hizo, fue puesto de alguna manera sobre la cabeza de Cristo Jesús: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. ¿Acaso no está escrito: “Llevará”, no meramente el castigo de su pecado, ni la imputación de su pecado, sino que “llevará las iniquidades de ellos”? Nuestro pecado es cargado sobre Jesús en un sentido aún más profundo y verdadero del que es expresado por el término imputación. No creo poder expresarlo ni transmitir la idea que tengo en mi propia mente, pero si bien Jesús nunca fue y nunca podría ser un pecador -Dios no quiera que el pensamiento blasfemo cruce alguna vez nuestros labios o more en nuestro corazón- con todo, el pecado de Su pueblo fue cargado sobre Él literal y verdaderamente.
- Se han preguntado, ¿fue justo que el pecado fuese cargado así sobre Cristo? Nuestra respuesta es cuádruple. Creemos que lo fue, primero, porque fue el acto de Aquel que tiene que hacer lo recto, pues “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Fue Jehová, en contra de quien fue cometida la ofensa, quien ordenó que el pecado del pueblo en cuestión fuera cargado sobre Cristo. Impugnar esto, entonces, sería impugnar la justicia de Jehová, y yo ruego que ninguno de nosotros tenga la temeridad de hacerlo. ¿Se aventurará el tiesto a contender con el alfarero? ¿Acaso el vaso de barro contenderá con el Creador de todas las cosas? Jehová lo hizo, y aceptamos que es lo correcto sin que nos importe lo que los hombres pudieran pensar del propio acto de Jehová. Recuerden, además, que Jesucristo tomó voluntariamente este pecado sobre Sí. No fue algo forzado en Él. No fue castigado por los pecados de otros con quienes no tenía ninguna vinculación, ni fue en contra de Su voluntad; pero fue Cristo quien llevó Él mismo nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, y mientras cargaba con ellos dijo: “Nadie me quita la vida, sino que yo de mí mismo la pongo”. Todo fue conforme a Su propio acuerdo eterno realizado con el Padre en nombre nuestro; todo fue según Su propio deseo expreso, pues de un bautismo tenía que ser bautizado, y ¡cómo se angustiaba hasta que se cumpliera! Y por tanto, si se pudiera suponer alguna injusticia, queda suprimida por el hecho de que quien estaba principalmente involucrado en ello fue colocado voluntariamente en tal posición. Pero yo quisiera que recordaran, amados, que había una relación entre nuestro Señor y Su pueblo, que se olvida con demasiada frecuencia, pero que hacía que fuera natural que cargara con el pecado de Su pueblo. ¿Por qué habla el texto de que pecamos como ovejas? Creo que es porque quisiera que recordáramos que Cristo es nuestro Pastor. Hermanos míos, no se trata de que Cristo tomara sobre Sí los pecados de algunos forasteros. Recuerden que siempre existió una unión de una naturaleza sumamente misteriosa e íntima entre quienes pecaron y el Cristo que sufrió. ¿No les importa si digo que no es injusto sino que es conforme a la ley que cuando una mujer se endeuda, su esposo tiene que pagar el monto debido? Y cuando la iglesia de Dios pecó no era sino apropiado que su Esposo, que se había desposado con ella, se convirtiera en el deudor a nombre de ella. El Señor Jesús estuvo en la relación de un esposo casado con Su iglesia, y, por tanto, no fue algo extraño que asumiera sus cargas. Era natural que el pariente más cercano redimiera la heredad; era sumamente apropiado que Emanuel, el pariente más cercano, redimiera con Su propia sangre a Su iglesia perdida. Recuerden que había una unión más estrecha incluso que el vínculo matrimonial, pues somos miembros de Su cuerpo. No puedes castigar mi mano sin evitar que la naturaleza sensible que mora en el cerebro sufra por ello; ¿y les parece extraño que cuando los miembros inferiores del cuerpo han transgredido, la Cabeza sea conducida a sufrir? Me parece, hermanos míos, que si bien la sustitución está llena de gracia, no es una cosa anormal, sino acorde con las leyes del amor eterno. Todavía hay una cuarta consideración que puede suprimir la dificultad de que el pecado sea cargado sobre Cristo. No sólo se trata de que Dios lo cargara allí, de que Jesús lo tomara voluntariamente, y de que además tuviera tal unión con Su iglesia que hiciera natural que lo tomara, sino que deben recordar que este plan de salvación es precisamente similar al método de nuestra ruina. ¿Cómo caímos, hermanos míos? No fue debido a que cualquiera de nosotros se haya arruinado a sí mismo de hecho. Les garantizo que nuestro propio pecado es la base del castigo definitivo, pero la base de nuestra caída original estriba en otra persona. No tuve que ver con mi caída más de lo que tengo que ver con mi restauración; es decir, la caída que me convirtió en un pecador fue enteramente consumada por el primer Adán mucho antes de que yo naciera, y la salvación por la cual soy liberado fue completada por el segundo Adán a mi nombre mucho antes de que yo viera la luz. Si concedemos la caída –y debemos conceder ese hecho, por mucho que nos desagrade el principio- no podemos considerar injusto que Dios nos dé un plan de salvación basado sobre el mismo principio de una cabeza federal. Tal vez sea cierto, como ha sido conjeturado por muchos, que debido a que los ángeles caídos pecaron uno a uno, no había ninguna posibilidad para su restauración; pero al pecar el hombre, no uno a uno, sino al transgredir bajo una cabeza del pacto, quedaba una oportunidad para la restauración de la raza por otra cabeza del pacto. De cualquier manera, aceptando el principio de una cabeza federal en la caída, gozosamente lo recibimos respecto a la restauración en Cristo Jesús. Entonces, sobre estas cuatro bases parece correcto que el Señor hiciera que los pecados de todo Su pueblo se concentraran en Cristo.
- Les ruego que observen, en cuarto lugar, que una vez que fue cargado sobre Cristo, atrajo sobre Él todas las consecuencias que están vinculadas con el pecado. Dios no puede mirar con ningún agrado donde hay pecado, y en lo que concierne a Jesús, personalmente, Él es el amado Hijo del Padre en quien Él se complace; con todo, cuando vio al pecado puesto sobre Su Hijo, hizo que ese Hijo clamara: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” No era posible que Jesús gozara de la luz de la presencia de Su Padre mientras era hecho pecado por nosotros; en consecuencia tuvo que trasponer el horror de una gran oscuridad, cuya raíz y origen fue la supresión del disfrute consciente de la presencia de Su Padre. Peor aún, no sólo le fue cortada la luz, sino que le fue infligido un dolor real. Dios tiene que castigar el pecado, y aunque el pecado no era de Cristo en el sentido de que Él lo hubiera cometido realmente, con todo, habiendo sido cargado sobre Él, fue hecho maldición por nosotros. ¿Cuáles fueron los tormentos que Cristo soportó? Yo no podría decirles cuáles fueron. Ustedes han leído la historia de Su crucifixión. Queridos amigos, eso es solamente la corteza pero ¿quién podría describir el núcleo interior? Es un hecho que Cristo no sólo soportó todo lo que la parte humana podía soportar, sino que había una Deidad en Su interior que aportaba una fuerza extraordinaria a Su humanidad y que la capacitó para soportar mucho más de lo que habría sido capaz de soportar. No dudo de que en adición a esto, la Deidad en Su interior aportara una sensibilidad peculiar a la santidad de la naturaleza de Cristo, de tal manera que el pecado debe de haberse convertido en algo todavía más aborrecible para Él de lo que habría sido para un hombre meramente perfecto. Sus dolores son dignos de ser descritos de conformidad con la liturgia griega como “sufrimientos inefables”. Ni corazón puede adivinar, ni lengua puede decir, ni tampoco imaginación puede concebir la altura y la profundidad, la longitud y la anchura de lo que Jesucristo tuvo que soportar; sólo Dios conoce los dolores a los que el Hijo de Dios fue sometido cuando el Padre hizo que se concentrara en Él la iniquidad de todos nosotros. Para coronarlo todo llegó la muerte misma. La muerte es el castigo por el pecado, y cualquiera que sea su significado, cualquier cosa que estuviera por encima y más allá de la muerte natural que se incluyera en la frase: “El día que de él comieres, ciertamente morirás”, Cristo lo sintió. La muerte se apoderó de Él por completo hasta que “habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”. “Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.
- Queridos amigos, piensen por un momento en el resultado de todo esto. El pecado se concentra en Cristo y Cristo es castigado por el pecado, ¿y entonces qué pasa? Pues bien, el pecado es quitado. Si se sufre el castigo, la justicia ya no pide nada más. La deuda está saldada, ya no hay ninguna deuda; la reclamación fue hecha y la reclamación fue satisfecha: la reclamación cesa de existir. Aunque no podíamos satisfacer la reclamación en nuestras propias personas, con todo, la hemos satisfecho en uno que está tan unido y aliado con nosotros que estamos en Él tal como Leví estaba en los lomos de Abraham. Jesús mismo está libre también. Sobre Él el cúmulo de la tempestad se ha disipado y ni una sola nube permanece en el cielo apacible. Aunque las aguas llegaron, Su amor las ha secado, Su sufrimiento ha abierto las compuertas, y ha hecho que las corrientes se agoten para siempre. Aunque las facturas fueron presentadas, todas quedaron canceladas por Él y no queda ni una sola cuenta pendiente contra ningún alma por la que Él haya muerto como un sustituto.
- No podemos concluir la exposición de este versículo sin comentar sobre el “nosotros” tenido en mente. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Usualmente los que sostenemos la doctrina de la redención particular concedemos que en la muerte de Cristo hubo mucho de generalidad y de universalidad. Creemos que la expiación de Cristo tuvo un valor infinito, y que si Cristo hubiera decretado salvar a todo hombre nacido de mujer, no habría necesitado sufrir otro tormento; había suficiente en Su expiación para haber redimido a la raza entera si así lo hubiese querido. Creemos también que, por la muerte de Cristo, hay una invitación general y honesta ofrecida a toda criatura bajo el cielo en términos como estos: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”. Sin embargo, no estamos preparados para ir ni una pulgada más allá de eso. Sostenemos que por la propia naturaleza de la satisfacción de Cristo no hubiera podido ser hecha para nadie más excepto para Sus elegidos, pues o Cristo pagó las deudas de todos los hombres o no lo hizo; si en efecto pagó las deudas de todos los hombres, están pagadas y nadie puede ser llamado a rendir cuentas por ellas. Si Cristo fue la fianza de todo hombre que vive, entonces, ¿cómo es que en el nombre de la justicia común, Cristo ha de ser castigado y el hombre ha de ser castigado también? Si se replicara que el hombre no quiso aceptar la expiación, entonces yo pregunto de nuevo, ¿fue dada una satisfacción? Pues si así es, la satisfacción fue dada ya fuera que el hombre la aceptara o no, o de lo contrario la satisfacción por sí misma sería impotente hasta que el hombre le pusiera la eficacia, lo cual es ridículo de suponer. Si se nos quita el hecho de que Cristo realmente satisfizo por aquellos a quienes sustituyó, clamamos como Jacob, “Si he de ser privado de mis hijos, séalo”, nos habrían quitado todo lo que vale la pena tener, y ¿qué nos han dado a cambio? Nos han dado una redención que manifiestamente no redime; nos han dado una expiación que es realizada igualmente para los perdidos en el infierno como para los salvados en el cielo; ¿y cuál es el valor intrínseco de una expiación como esa? Si nos dicen que Cristo hizo una expiación satisfactoria por cada uno de los miembros de la raza humana, nosotros les preguntamos cómo fue que hizo una expiación por aquellos que deben de haber estado en las llamas del infierno miles de años antes de que Él viniera a este mundo. Hermanos míos, la nuestra tiene la ventaja de la universalidad en su proclamación y en su ofrecimiento bona fide (de buena fe), pues no hay nadie viviente que crea en Jesús que no sea salvado por Cristo; pero tiene una ventaja mayor que esta; es decir, que quienes creen efectivamente son salvados por esa fe, y ellos saben que Cristo hizo una expiación tal que si fueran castigados por el pecado sería tanto una violación de la justicia como lo sería de la misericordia. ¡Oh alma mía! Tú sabes hoy que todos tus pecados fueron concentrados en Cristo, y que Él soportó el castigo por todos ellos.
“Él soportó, para que no soportáramos jamás,
La justa ira de Su Padre”.
Aquí hay una roca sobre la cual se pueden apoyar, un lugar de descanso seguro para quienes confían en Jesús. ¡En cuanto a los que no confían en Él, ‘vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza’! Si no confían en Él, no tienen parte ni suerte en este asunto; descenderán a su propio castigo para que ustedes mismos lo soporten; la ira de Dios permanece en ustedes; descubrirán que la sangre de Jesús no ha realizado ninguna expiación por sus pecados. Ustedes han rechazado la invitación que les fue dada, y han puesto lejos de ustedes la cruz de Cristo, y no caerá nunca sobre sus cabezas la sangre perdonadora y no intercederá nunca por ustedes, sino que han de perecer bajo la ley, en vista de que rehúsan ser salvados bajo el Evangelio.
- Vayamos brevemente a la APLICACIÓN.
Querido oyente, un amigo te hacer ahora una pregunta. Hay un incontable grupo cuyos pecados el Señor Jesús llevó; ¿cargó con los tuyos? ¿Desearías tener una respuesta? ¿Eres incapaz de dar una? Permíteme que te lea este versículo y ve si te puedes unir a él. No me refiero a que te unas diciendo: “Eso es cierto”, sino sintiendo que es verdad en tu propia alma. “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Si esta mañana hubiera en ti una confesión penitencial que te condujera a reconocer que has errado y que te has extraviado como oveja perdida, si hubiera en ti un sentido personal de pecado que te lleve a sentir que te has apartado por tu camino, y si ahora puedes confiar en Jesús, entonces no se necesita una segunda pregunta; Jehová ha cargado en Él tu iniquidad, y la iniquidad de todos los que confiesen su pecado y miren únicamente a Cristo. Pero si no confías en Cristo, no puedo decirte que el Señor haya tomado tu pecado y lo haya cargado en Cristo, pues yo sé en mi alma que viviendo y muriendo como estás ahora tu pecado se levantará en juicio contra ti para condenarte. Querido amigo, me aventuraré a preguntarte: ¿estás reconciliado con la manera de Dios de quitar el pecado? ¿Sientes algún gozo en tu corazón ante el pensamiento de que Jesús cargue con el pecado por ti y sufra por ti? Si no lo sientes, yo no puedo ofrecerte la consolación que el texto da a quienes se someten a él. Pero déjame preguntarte: ¿pretendes cargar tú mismo con tu pecado? ¿Sabes lo que eso significa? Jesús sufrió mucho cuando cargó con el pecado de Su pueblo, pero ¡qué sufrimiento será el tuyo cuando cargues con tu propio pecado! “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” Hay algunos individuos en la actualidad que están tremendamente enojados con la doctrina del castigo eterno; yo también podría estar enojado con ella si fuera una invención del hombre; pero siendo una amenaza proferida muy ciertamente en el Libro de Dios, es vano que yo dé coces contra el aguijón; mi pregunta no debería ser: “¿Cómo puedo disputar en su contra?”, sino más bien, “¿Cómo puedo escapar de ella?” Querido oyente, no te aventures a entrar en la presencia de Dios cargando con tus propios pecados; nuestro Dios es un fuego consumidor y su furia irrumpirá contra ti cuando te presentes allí. ¿Imaginas que tus propios méritos pueden expiar por el pecado? Te ruego que pienses en lo que Cristo tuvo que hacer antes de poder echar fuera de Sí mismo el pecado, qué dolores soportó, qué océano de ira atravesó; y, ¿piensas que tus pobres méritos, si fueran méritos, pudieran servir jamás para hacer lo que el Salvador sufrió tanto para lograrlo? ¿Esperas escapar sin un castigo? Si así fuera, déjame rogarte que reconsideres el asunto, pues si Dios hirió a Su propio Hijo, ¿piensas que te permitirá salir sin un solo rasguño? Si el Rey de Gloria, tomando únicamente sobre Sí pecados de otros, tiene que morir, ¿qué piensas que será de ti, pobre gusano del polvo? ¿Piensas tú que Dios sería injusto para salvarte a ti? ¿Supones que Su trato contigo será: ¡salud amigo, qué gusto verte!, y que revocará su propia sentencia porque rehúsas ser salvado por un plan que es tanto justo para Él como seguro para ti? ¿Acaso será Dios injusto para complacer tus caprichos o para acceder a tus deseos? Pecador, dobla la rodilla ante este plan de salvación, pues has de saber que –y hablo ahora sabiendo lo que digo, y también con frialdad- no hay otro plan de salvación bajo el cielo. Pudiera ser que se prediquen otros caminos de salvación, pero nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, Jesucristo, el Justo. Si vas a pugnar por la salvación individualmente y si esperas llegar al cielo sin que Cristo sea tu cabeza, puedes hacerlo, pero serás como los judíos de la antigüedad, que tenían celo de Dios, pero no conforme a ciencia; si andas procurando establecer tu propia justicia sin sujetarte a la justicia de Cristo, perecerás. Pero déjame preguntarte, ¿no se te hace recomendable este plan para ti? Si yo confío en Jesús, eso es para mí la evidencia de que tomó mis pecados y de que sufrió en mi lugar. ¡Oh, el gozo que eso me proporciona! Te hablo ahora honestamente con base en mi propia experiencia; no hay doctrina que encienda mi alma con tanto deleite como la doctrina de la sustitución. La doctrina de la expiación, tal como es predicada con frecuencia, consiste en hacer algo nebuloso, brumoso, por lo cual la ley es honrada, o tal vez deshonrada, pues difícilmente sé cómo llamarlo; eso no me produce ningún gozo; pero cuando yo sé que Cristo fue literal y realmente, no metafóricamente a guisa de figura, sino literal y realmente el sustituto de Su propio pueblo, y cuando sé que confiando en Él tengo la evidencia de ser uno con Su pueblo, vamos, mi alma comienza a decir: ¡Ahora, puedo vivir! Soy limpio, por medio de la sangre de Jesús soy limpio. ¡Ahora puedo morir!, pues me presentaré osadamente en el día de la resurrección por medio de Jesús mi Señor. ¡Vamos, alma, me parece como si eso fuera suficiente para hacer que saltes a los brazos de Cristo crucificado, cubierto de sangre por ti, sufriendo desinteresadamente para que Sus propios enemigos puedan vivir! ¡Oh, no permanezcas alejado!
“Vamos, almas culpables, escapen
Como palomas, a las heridas de Jesús;
Este es el bienvenido día del Evangelio,
En el cual abunda la gracia inmerecida.
Dios amó a la iglesia, y dio a Su Hijo
Para que bebiera la copa de la ira;
Y Jesús dice que no echará fuera a nadie
Que a Él venga por fe”.
III. Ahora consagren unos minutos a la santa CONTEMPLACIÓN.
- No necesitan una plática, necesitan pensar, por tanto, les voy a dar cuatro cosas en las que pensar. La primera es la pasmosa cantidad de pecado que debe de haber sido cargada sobre Cristo. Ahora no respondan en el acto diciendo: “Sí, los pecados de los millones de Sus elegidos”. No se precipiten, averígüenlo gradualmente. Comiencen por su propio pecado. ¿Han sentido alguna vez su propio pecado? No, nunca sintieron su peso íntegro; si lo hubieran sentido habrían estado en el infierno. Es el peso del pecado lo que constituye el infierno. El pecado lleva su propio castigo en su propio peso. ¿Recuerdan cuando sintieron que los dolores del infierno se apoderaban de ustedes, y descubrieron la turbación y la aflicción? ¡Aquella hora cuando invocaron el nombre del Señor diciendo: “Oh Señor, te lo imploro, libra a mi alma!” Entonces únicamente sintieron como si fuera un pequeño fragmento de sus pecados, pero todos sus pecados, ¡cuánto habrían pesado! ¿Cuántos años tienes? No sabes cuántos años pudieras tener antes de entrar en el reposo, pero Él cargó con todos los pecados de todos tus años. Todos los pecados contra la luz y el conocimiento, los pecados contra la ley y el Evangelio, los pecados de los días de la semana, los pecados dominicales, los pecados de la mano, los pecados de los labios, los pecados del corazón, los pecados en contra del Padre, los pecados en contra del Hijo, los pecados en contra del Espíritu Santo, pecados de todas formas, todos cargados sobre Él; ¿puedes captar el pensamiento ahora? Ahora multiplica eso. Piensa en los pecados de todo el resto de Su pueblo; persecuciones y asesinatos a la puerta de alguien como Saulo de Tarso; adulterio a la puerta de David; pecados de todas formas y tamaños, pues los elegidos de Dios han figurado entre los primeros de los pecadores; aquellos a quienes Él ha elegido no han sido los mejores hombres por naturaleza, antes bien, algunos de ellos han sido los peores, y sin embargo, la gracia soberana se deleitó en encontrar un hogar para sí misma allí donde siete demonios habían morado antes, es más, donde una legión de demonios celebraba su carnaval. Cristo esparce Su mirada entre los hijos de los hombres, y mientras un fariseo es pasado por alto, escoge a Zaqueo el publicano, y los pecados de todos ellos, con todo su peso, fueron cargados sobre Él. El peso del pecado habría aplastado a todos ellos en el infierno, y con todo, Cristo cargó con todo ese peso; y qué importa que me atreva a decir que la propia eternidad y la infinitud de la ira que era debida por toda esa cantidad de pecado, el Hijo de Dios, maravillosamente sustentado por la infinitud de la Deidad en Su interior, cargó y sostuvo todo eso. Quisiera detenerme un minuto y dejar que ustedes lo mediten, pero cuando vayan a casa tal vez pasen media hora muy provechosamente pensando en eso.
“El enorme cargamento de la culpa humana
Fue puesto sobre mi Salvador;
De dolores, como si fuesen un traje
Él fue revestido por los pecadores”.
- El siguiente tema que les ofrezco para contemplación es, el asombroso amor de Jesús que lo llevó a hacer todo eso. Recuerden la manera en que Pablo lo declara. “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo (o estrictamente justo); con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno (o benevolente). Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Cuando Cristo nos renueva por Su Espíritu, pudiera presentarse la tentación de imaginar que alguna excelencia en nosotros ganó el corazón del Salvador; pero, hermanos míos, tienen que entender que Cristo murió por nosotros siendo aún pecadores. No fue ese bebé lavado y envuelto en pañales, no fue esa hermosa doncella con la joya en su oreja y con la pura corona de oro sobre su cabeza, no fue esa hermosa princesa presentada como una casta virgen a su esposo; no, eso no fue lo que Jesús vio cuando murió. Él vio todo eso en el lente de Su presciencia, pero la condición real de esa hermosa doncella era muy diferente cuando murió por ella: había sido desechada, no fue lavada, ni salada con sal, ni fue envuelta con fajas, estaba sucia en sus sangres, era una cosa asquerosa e inmunda (Ezequiel 16: 4, 6). ¡Ah!, hermanos míos, no hay una cosa inmunda bajo el cielo tan inmunda como un pecador inmundo. Cuando no se podía descubrir un rayo de belleza en nosotros, cuando ni adentro ni afuera se hubiera podido encontrar algo que nos recomendara, cuando moralmente éramos completamente aborrecibles para la santa naturaleza de Cristo, entonces, ¡oh asombrosa gracia!, Él vino desde el más excelso cielo para que la masa de nuestros pecados se concentrara en Él. Me encontré con esta pregunta el otro día, que me pareció una novedad. La pregunta fue formulada así: “Supón que tuvieras un hijo que sufriera de lepra, o de alguna otra enfermedad asquerosa. Supón que este amado niño tuyo fuera infectado y contaminado en cada parte de su cuerpo en sumo grado, al punto que los ojos quedaran ciegos y las manos se pudrieran, y el corazón se convirtiera en una piedra, y todo el cuerpo estuviera cubierto de heridas, y de raspones y de llagas putrefactas. Ahora, supón que no hubiera cura para este niño excepto que tu alma perfectamente sana y saludable, suponiendo que lo fuera, se pudiera poner en el cuerpo de ese niño, y que tú llevaras las enfermedades en vez del niño; ¿consentirías a eso?” Yo puedo suponer que el amor de una madre cediera incluso a eso; pero entre más asqueado hubieras estado con esas llagas putrefactas, más terrible se volvería la tarea. Ahora, eso sólo toca el borde de la obra que Jesús realizó por nosotros cuando Él mismo tomó nuestros pecados y llevó nuestras enfermedades. Hay tal maravillosa unión entre Cristo y el pecador que me aventuro a decir que hay algunas expresiones en el Nuevo Testamento y también en el Antiguo con respecto a la conexión de Cristo con el pecado del hombre que no me atrevería a usar excepto como citas directas de la Sagrada Escritura; pero estando allí, ustedes verán cuán maravillosamente el amor de Jesucristo le indujo a tomar sobre Sí mismo nuestra triste condición y difícil situación. Pero, ¡oh, el amor! ¡Oh, el amor! No, no voy a hablar de él; ustedes deben meditar al respecto. El silencio es a veces la mejor elocuencia; y será mejor que les diga: ¡oh, las profundidades del amor de Jesús! ¡Inescrutable, arcano! ¡Dios sobre todo, bendito por siempre, que haya tenido que cargar sobre Él la iniquidad de todos!
- Maravilla de maravillas que necesite otro minuto para ponerlos a pensar en otro tema: la incomparable seguridad que ofrece este plan de salvación. Yo no veo en qué punto sea vulnerable el hombre que pueda sentir y saber que Cristo ha cargado con su pecado. Miro los atributos de Dios, y aunque para mí, como un pecador, todos ellos parecen erizados como con agudas puntas que se arrojan sobre mí, sin embargo, cuando sé que Jesús murió por mí y que tomó literalmente mi pecado, ¿qué temor me producen los atributos de Dios? Allí está la justicia, aguda y brillante, como una lanza; pero Justicia es mi amiga. Si Dios es justo, no puede castigarme por el pecado por el que Jesús ha ofrecido una satisfacción. En tanto que haya justicia en el corazón de la Deidad, no puede ser que un alma que reclame justamente a Cristo como su sustituto pueda ser castigada. En cuanto a la misericordia, el amor, la verdad, el honor, todo lo que es sin par, semejante a Dios y divino en la Deidad, les digo a todas esas cosas: “Ustedes son mis amigas; todas ustedes son garantías de que como Jesús murió por mí yo no puedo morir”. ¡Cuán grandiosamente lo expresa el apóstol! Me parece como si nunca hubiera sido inspirado por el Espíritu Santo a tal grado de elocuencia como cuando, hablando acerca de la muerte y de la resurrección del Salvador, propone esta espléndida pregunta: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” Allá, donde la eterna justicia se sienta sobre un flameante trono, el apóstol fija su intensa mirada en el interior del inefable esplendor, y aunque alguien parece decir: “El Juez condenará”, él replica: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica”. ¿Acaso puede justificarnos y luego condenarnos? Él justifica a aquellos por quienes Cristo murió, pues somos justificados por Su resurrección. ¿Cómo, entonces, condenará? Y luego alza su voz otra vez: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, que resucitó, que está sentado a la diestra de Dios, que también intercede por nosotros”. Sobre otras bases un hombre tiene que sentirse inseguro, pero aquí puede saberse seguro. Que vayan quienes quieran y que edifiquen sobre sus cimientos de arena; que eleven sus superestructuras hasta que sean tan altas como la torre de Babel pero que entonces se desplomen estruendosamente a sus oídos por ser incapaces de sostener su propio peso; pero en lo que a mí respecta, mi alma descansará sobre esta sólida roca de la sustitución, y aferrándome a la roca con resuelta confianza, sé que no tengo motivo de temor puesto que Jesús murió por mí.
- Por último, deseo darles como tema de contemplación, y les ruego que no lo olviden, esta pregunta: ¿Entonces cuáles son los reclamos de Jesucristo sobre ustedes y sobre mí? Hermanos y hermanas, algunas veces he deseado ser elocuente; nunca cuando tenía una causa por la cual interceder en la que yo mismo estuviera involucrado, excepto cuando he tenido que hablar por Jesús. Pero ciertamente aquí no hay necesidad de elocuencia. Sus corazones serán los intercesores y Sus agonías serán el argumento. ¿Tomó nuestro bendito Señor el pecado de ustedes, hermanos míos, y sufrió todas sus terríficas consecuencias por ustedes, de manera que han sido liberados? ¡Por Su sangre y Sus heridas, por Su muerte y por el amor que lo condujo a morir, yo los conjuro que le traten como debe ser tratado! ¡Ámenlo como debe ser amado! ¡Sírvanle como debe ser servido! Ustedes me dirán que han obedecido Sus preceptos. Me alegra oírlo. ¿Están seguros de que lo han hecho? “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. ¿Han guardado las ordenanzas cuando Él los liberó? ¿Han buscado serle obedientes en todos los sentidos? ¿Han proseguido escrupulosamente su caminata en todos los caminos establecidos por su Señor? Aunque pudieran decir eso no me quedaría contento; no me parece que con tal líder como lo es Cristo la mera obediencia lo sea todo. Napoleón tenía un poder singularmente suficiente para hacer que los corazones de los hombres se trenzaran y se entretejieran en torno suyo; cuando estaba en sus guerras, había muchos de sus capitanes y aun de sus soldados rasos que no sólo marchaban con la pronta obediencia de un soldado doquiera que se les ordenara, sino que sentían un gran entusiasmo por él. ¿No han oído nunca acerca de aquel soldado que se arrojó al paso de una bala para recibirla en su pecho para salvar al emperador? Ninguna obediencia, ninguna ley habría podido requerirle eso, pero el amor entusiasta lo movió a hacerlo; y ese es el entusiasmo que mi Señor merece de nosotros en su más excelso grado. Está fuera y más allá de todas las categorías de la ley, excede en mucho todo lo que la ley se aventurara a pedir, pero no es una supererogación a pesar de todo, pues ustedes no están bajo la ley, sino bajo la gracia, y harán más por amor que lo que habrían hecho por la pura compulsión de la exigencia. ¿Qué haré por mi Maestro? ¿Qué haré por mi Señor? ¿Cómo lo expondré? Hermanos y hermanas míos, mi meta más elevada delante de Dios, a continuación de la conversión de los inconversos entre ustedes, es que ustedes que realmente aman a Cristo, le amen en verdad y actúen como si lo hicieran. Yo espero que no se conviertan nunca en una fría iglesia muerta. ¡Oh, que mi ministerio no les ayude jamás a adormecerlos hasta llegar a un estado como ese! Si Jesucristo no merece todo de ustedes, no merece nada; ustedes no saben absolutamente nada de Sus reclamos si no sienten que:
“Aunque pudieran reservarse algo,
Y el deber no llamara;
Ustedes aman al Señor con tan grande celo
Que han de darle todo”.
¡Cristo ocupa mi lugar, oh que aprenda yo a representarlo a Él, y a argumentar por Él, y a vivir para Él, y a sufrir por Él, y a suplicar por Él, y a predicar y a trabajar por Él según la ayuda que Él me dé! ¿Puedo recordarle a cada uno de ustedes, individualmente, que como todos ustedes siguieron su propio camino e individualmente cometieron algún pecado para aumentar esa carga, han de rendirle un servicio individual? Contribuyan con su riqueza a la obra común de la iglesia, y háganlo constantemente, y con deleite. Nuestro Colegio, que está prestando tantos servicios, grandemente necesita y exige la ayuda de todos los que aman nuestra obra, y aman la verdad del Señor. Pero en adición a eso, haz algo por ti mismo, habla personalmente por Cristo, ten alguna obra a la mano que tú mismo harás. Lo repito, ayuda en todo momento a la obra del cuerpo conjunto, pues esa será una gran obra, siendo Dios nuestra vida y apoyo, y que nadie deje de dar de su riqueza para la causa de Cristo. Pero eso no es todo todavía. Él no te pide tu bolsillo únicamente, sino tu corazón. No es el centavo, son las actividades del alma; no son los chelines y las guineas, etcétera, sino que es lo más interno de tu alma, el meollo de tu espíritu. ¡Oh, cristiano, por la sangre de Jesús, entrégate a Él de nuevo! En las antiguas batallas romanas sucedía algunas veces que el resultado del combate parecía incierto y algún capitán inspirado por un patriotismo supersticioso se ponía sobre su espada y se entregaba a su propia destrucción por el bien de su país, y entonces, de acuerdo a esas antiguas leyendas, la batalla daba siempre un giro. Ahora, varones hermanos, hermanas, cada uno de ustedes que ha gustado la benignidad del Señor, conságrese en este día a vivir, a morir, a gastar lo suyo y a gastarse ustedes mismos por el Rey Jesús. No serán ningunos necios pues nadie tuvo jamás una ambición más digna. No te estarás consagrando a alguien que no lo merece. Sabes cuánto le debes; es más, desconoces con la amplitud debida la profundidad de tu obligación, pero sabes que le debes todo lo que tienes; tu rescate del infierno y tu esperanza del cielo. Síganme esta mañana en estos versos:
“Está hecha, la gran transacción está hecha;
Yo soy de mi Señor, y Él es mío;
Él me atrajo y yo le seguí,
Embelesado de confesar la voz divina.
Ahora reposa, corazón mío, largamente dividido;
Reposa fijado en este bienaventurado centro;
Estando entre cenizas, ¿quién rezongaría por tener que partir,
Al ser llamado a festejar con el pan de ángeles?
Alto cielo, que oíste el solemne voto,
Habrás de oír ese voto renovado diariamente;
Hasta que en la última hora de vida yo me incline,
Y bendiga en la muerte un vínculo tan amado”.
Porción de la lectura leída antes del sermón: Isaías 53.
Nota del traductor:
Espejo ustorio: espejo cóncavo que, puesto de frente al sol, refleja sus rayos y los reúne en el punto llamado foco, produciendo un calor capaz de quemar, fundir y hasta volatilizar los cuerpos allí colocados.
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