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“Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.” Romanos 10: 10
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #520 – Confesión con la Boca
Esta mañana, cumpliendo mi promesa, voy a predicar sobre la segunda parte de este versículo: “Con la boca se confiesa para salvación.” Lamento en cierta medida que no todos mis oyentes en esta mañana hayan estado presentes el domingo pasado, pues podrían imaginarse erróneamente que exagero la importancia de la confesión externa, pero si hubieran estado presentes cuando consideramos la primera frase, habrían visto que yo engrandecí la aseveración “con el corazón se cree”, y declaré que era lo esencial y lo más importante; sin eso, la confesión con la boca sería un pecado, una falsedad, y un insulto atroz al Altísimo.
Una circunstancia mitiga grandemente mis temores: todos ustedes pueden leer ambos sermones a su mejor conveniencia, y así pueden comprobar por ustedes mismos cuán sinceramente me he esforzado para poner los dos deberes en su debido lugar, sin exaltar indebidamente al menor, ni depreciar al mayor.
“Con la boca se confiesa para salvación.” No ha de haber confesión con la boca allí donde no hay fe con el corazón. Profesar una fe que no se tiene, equivaldría a convertirse en un comerciante falaz, que pretende mantener un negocio muy grande, pero sin tener inventarios, ni capital, y que únicamente obtiene su crédito por medio de falsas apariencias y que por tanto es un ladrón.
Hacer una profesión sin tener una posesión de la fe, es ser una nube sin lluvia, un lecho de río que ha sido bloqueado con piedras secas y que está completamente desprovisto de agua; es ser un actor de teatro, que se contonea sobre el escenario con el nombre y los atuendos de un rey, para cambiarlos luego, tras bastidores, por la vestimenta de la pobreza y el carácter de la vergüenza; es ser un árbol podrido, verde por fuera, pero internamente, como John Bunyan lo dijo vigorosamente: “apta sólo para servir de yesca para el yesquero del diablo.” Estén alertas contra engañosas pretensiones cuando no haya nada que las respalde. Por sobre todas las cosas huyan de la hipocresía; apártense de toda mera pretensión. No profesen ser lo que no son, para que en el día en que Dios venga para escudriñar los secretos de todos los corazones, no sean condenados como plata desechada ni consumidos como escorias.
La verdadera fe, allí donde existe, produce obras; y, entre todas ellas, una valerosa, constante y consistente confesión de Cristo. El hombre que no sea inducido a confesar con su boca para salvación en el sentido contenido en el texto, no tiene fe. La fe, sin obras, es una raíz muerta, que no produce botones ni da ningún fruto; es un pozo que no tiene agua, y que más bien está saturado de un vapor mortífero; es un árbol doblemente muerto, arrancado de raíz, como algunos de esos monstruos del bosque que obstruyen la navegación en el río Mississippi, y que forman prominencias sumergidas que han hundido a muchos excelentes barcos.
La fe, sin obras, es una de las cosas más condenables fuera del infierno. Huyan de ella, pues recuerden que si profesaran tener una fe en Cristo, y su conducta no fuera santa, acarrearían oprobio a la Iglesia de Cristo. Ustedes estarían crucificando de nuevo al Señor de gloria. Convertirían la verdad de Dios en una mentira, y, si estuviese en su poder, harían de Dios el alcahuete de sus lascivias.
De la misma manera que han de huir de una profesión sin fe, igualmente han de huir de una fe que no produzca una buena profesión que pueda ser expresada ante muchos testigos.
Yo creo que la confesión mencionada en el texto, comprende el todo de la vida cristiana. No creo que signifique el simple decir: “yo soy un discípulo de Cristo”, o el sometimiento al rito ordenado por Dios del bautismo. El apóstol incluye, bajo el término confesión, la puesta en obra de aquello que Dios ha obrado dentro. Es la confesión mediante actos, obras y palabras, de esa gracia que Dios, por medio de Su Santo Espíritu, ha puesto en el alma.
Decimos, en un proverbio conocido, que “una golondrina no hace verano.” Así, la simple confesión de Cristo con la boca por una vez no cumple con la confesión descrita aquí. Un árbol no es un bosque, y una profesión de Cristo no es la confesión de Cristo para salvación. La intención va más allá de un acto por claro y por excelente que pueda considerarse en sí mismo.
Voy a procurar esta mañana, con la ayuda de Dios, ilustrar el significado de confesar con la boca para salvación; y luego, voy a ocupar unos cuantos minutos en hacer vigente esta confesión; exhortando a aquellos que en verdad aman al Señor, y han creído con su corazón, que se aseguren de confesar con sus bocas.
I. CONFESAR A CRISTO CON LA BOCA -ya lo he dicho- abarca toda la vida y obra del cristiano. Espero que puedan ver esto antes de que finalice. Diferentes casos requieren de los hombres diferentes formas de confesión. Algunos tienen que confesar al Señor de una manera; otros de otra manera. Todo cristiano es llamado a confesar con su boca de acuerdo a aquella manera que su propio estado, habilidades, y posición en la providencia, requiera de sus manos.
1. Primero, entonces, una de las formas más tempranas y sencillas de confesar a Cristo con la boca, ha de encontrarse al unirse en actos de adoración pública. Muy pronto, casi tan pronto como las dos claras partes de la simiente de la mujer y de la serpiente eran discernibles, leemos: “Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová.” Quienes no temían a Dios se alejaron a sus diversas ocupaciones; mientras que los justos, en el día séptimo, se congregaban para orar y alabar y sacrificar; así que cualquiera que se uniera a las filas de los hombres que invocaban el nombre del Señor, era de inmediato identificado, mediante ese acto, como un siervo del Altísimo.
A lo largo de toda la corriente de la historia podemos identificar a los justos por sus reuniones entre ellos, de manera unida, para elevar sus oraciones y acciones de gracias al Altísimo. La adoración se vuelve una forma aceptable de confesión cuando la simiente de la serpiente tiene la capacidad de perseguir.
En los tiempos en que Jeroboam puso los becerros en Bet-el y Dan, cuando cualquier israelita emprendía su fatigoso camino hacia Jerusalén bajo el temor de ser perseguido por su rey, el acto de estar con la multitud que guardaba el día de fiesta en los atrios del templo, era de entrada una clara confesión de su fidelidad a Jehová, y de su aborrecimiento a todos los ídolos.
En los tiempos apostólicos, los creyentes perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en el partimiento del pan y en las oraciones. Donde se reunían dos o tres, y especialmente donde se congregaba el mayor número para escuchar la predicación de la Palabra, o con el propósito de partir el pan, la admisión de cualquier persona a esa reunión se volvía una confesión de su fe en el Señor Jesús, en cuyo nombre estaban reunidos.
En los primeros días del cristianismo, se podría haber visto un cuadro semejante a este, si supiera cómo pintarlo: hay un arco de muy poca altura -es fétido y oscuro, como la boca de un sumidero- sobre el cual crece la zarza y de cuya base brota la ortiga y la venenosa belladona. Por allá viene una jovencita, y agachándose mucho, se inclina bajo el arco; en la densa oscuridad camina a tientas por varios metros. Nadie ha advertido su entrada. ¿Pudiste observar cómo miraba a su alrededor, para evitar que algún centinela la percibiera? Oye una voz en los pasajes distantes; esa voz la guía. Emerge a una cripta; es una de las catacumbas ubicadas debajo de la ciudad de Roma. Una antorcha permite ver en la oscuridad. Tan pronto se aproxima a la asamblea, un hermano que sirve de vigía la observa; le pide la contraseña. Es una persona de la casa de César; una noble doncella que ha escuchado el Evangelio de una esclava judía, que le ayudaba, y ha venido para unirse a esos ritos secretos que son practicados por los creyentes en los escondrijos y cuevas de la tierra.
El hecho que esté allí demuestra que es cristiana. No habría estado allí para adorar a Dios entre esos perseguidos a quienes la superficie de la tierra y el aire puro no podrían recibir. Ella no se habría degradado así para mezclarse con esos parias de la sociedad, esos que sólo son considerados adecuados para ser presa de los sabuesos de Nerón. Su llegada al lugar para unirse en ese himno entonado a un tal Christus, para doblar su rodilla solemnemente en esa oración silenciosa a Jehová y a Su adorable Hijo era una confesión: ella no habría estado en esa reunión si no hubiese amado al Señor.
Algo muy parecido ocurría en tiempos posteriores. Si un hombre iba para oír a Lutero, habrías esperado que fuera cristiano; y especialmente en Inglaterra, cuando los Lolardos predicaban a un puñado de personas en alguna remota alquería, con un vigía afuera que les advertía de la llegada de los monjes, habrías podido estar muy seguro que quienes adoraban de esa manera cuando el castigo era la muerte, eran verdaderos discípulos del Señor.
Además, en los días del glorioso Pacto, cuando Cargill y Campbell abrían la Biblia y la leían a la luz de los relámpagos, mientras los dragones de Claverhouse husmeaban a su presa, habrías podido estar muy claro que aquel pastor con su perro, o aquel joven heredero apoyado en su fusil, o aquellas damas sentadas sobre el césped escuchando con ojos llorosos las palabras ardientes del líder de los covenanters (firmantes del pacto escocés de la reforma religiosa) habrías podido estar seguro que estaban por el Señor de los Ejércitos y por Su pacto, y por la verdad que es en Jesús, pues de otra forma no se habrían reunido allí en medio de los santos del Dios viviente a riesgo de sus vidas.
Hoy sucede lo mismo con unos cuantos. Hay algunas damas que, tal vez, han venido a esta casa esta mañana, para quienes las últimas palabras de su esposo fueron: “si vas allá, no volverás a entrar a mi casa otra vez.” O, tal vez, fue la palabra del hermano que maldecía a su hermana por su amor a la verdad; o la maldición profunda y condenatoria del padre sobre el hijo, por aventurarse a creer en Cristo. Su presencia aquí hoy es una clara confesión del Señor Jesús con su boca.
Pero no sucede así con la mayoría de ustedes; no sucede así con novecientos noventa y nueve casos de cada mil. Muchos vienen porque es la costumbre, y más, yo espero, porque siendo cristianos, es su delicia venir siempre. Ellos no reconocen ninguna clara profesión de religión en el simple hecho de estar aquí. Pues nos juntamos santos y pecadores, píos e impíos. Y si esta fuera la única profesión de religión que hayamos hecho, no cumpliría la intención de mi texto.
En tiempos de persecución lo haría; en los días oscuros, negros y sangrientos lo haría; pero no hoy, pues ahora representa poca o ninguna confesión para la mayoría de nosotros, sentarnos confortablemente en nuestros asientos y escuchar al predicador, y luego descender por la escalinata de piedra y proseguir nuestro camino.
2. La confesión que se significa aquí, es cumplida todavía de mejor manera mediante una debida atención a esas dos ordenanzas que Cristo quiere que sean la divisa de los creyentes. Bajo la antigua dispensación mosaica, las ordenanzas eran únicamente para los israelitas. La circuncisión y la pascua no eran para los filisteos, ni para los egipcios, sino para la simiente de Abraham, y únicamente para la simiente de Abraham y los prosélitos.
Ocurre lo mismo bajo la dispensación cristiana. No tenemos ordenanzas para los extraños; no tenemos ordenanzas para los forasteros ni para los extranjeros; ambas ordenanzas están destinadas a la comunidad de Israel. Ustedes recordarán cuán cuidadosamente guardaban estas ordenanzas los antiguos creyentes. Encontrarán que el eunuco etíope cubrió toda la distancia desde el reino de Candace, para poder asistir a la adoración en el templo, porque esa era la adoración distintiva del judío y del prosélito de la fe judía. No quería dejar de participar.
Ustedes recuerdan cuán cuidadosa y ansiosamente los cabezas de las casas judías vigilaban que todos, incluyendo todos sus hijos, estuviesen presentes en la celebración de la pascua; ninguno de ellos quería descuidar aquello que los distinguía como un pueblo separado.
Ahora, el bautismo es la marca de distinción entre la Iglesia y el mundo. Promulga muy hermosamente la muerte para el mundo de la persona bautizada. Públicamente ya no es más del mundo; está enterrada para el mundo y ha resucitado a una nueva vida. Ningún símbolo podría ser más significativo. En la inmersión de los creyentes, me parece que hay una maravillosa promulgación del entierro del creyente en lo relativo al mundo en el entierro de Cristo Jesús.
Es cruzar el Rubicón. Si César cruzaba el Rubicón, no habría nunca más paz entre él y el senado. César desenvaina su espada y arroja lejos la vaina de esa espada. El acto del bautismo es lo mismo para el creyente. Es cruzar el Rubicón: es equivalente a decir: “no puedo regresar a ustedes; estoy muerto para ustedes; y para demostrar que lo estoy, estoy absolutamente enterrado para ustedes; no tengo nada más que ver con el mundo; yo soy de Cristo, y soy de Cristo para siempre.”
Luego, la cena del Señor: cuán hermosamente esa ordenanza expone la distinción entre el creyente y el mundo, en su vida y aquello que alimenta su vida. El creyente come la carne de Cristo, y bebe de Su sangre. Me sorprende que algunos de ustedes, que aman a mi Señor, se mantengan alejados de Su mesa. Fue Su voluntad al morir: “Haced esto en memoria de mí.” Es muy benevolente de Su parte que haya instituido una ordenanza como esa; que nos haya permitido a nosotros, que éramos como perros, sentarnos a la mesa de los hijos para comer de un pan que los ángeles nunca conocieron.
No entiendo, mi querido hermano, mi querida hermana, qué tipo de amor pueda ser el suyo si oyen que Jesús dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”, y, sin embargo, ustedes descuidan Sus ordenanzas. Ustedes dirán que no son esenciales; y yo les responderé que es muy cierto, que no son esenciales para su salvación, pero que sí son esenciales para su consuelo; y también que son muy esenciales para su obediencia. Le corresponde al hijo hacer todo lo que su padre le ordene.
Si mi amante amigo, si mi amado Redentor, me hubiese ordenado hacer algo que me dañara, lo haría por amor a Él; cuánto más, entonces, cuando me dijo: “Haced esto en memoria de mí.”
Estas dos ordenanzas traen consigo hasta cierto grado una cruz, especialmente la primera. Mientras leía ayer la vida del buen Andrew Fuller, observé que después que fue bautizado, algunos de los jóvenes de la aldea propendían a burlarse de él preguntándole cómo le había gustado que lo sumergieran y preguntas semejantes que son bastante comunes en nuestros días. No pude dejar de advertir que la burla de hace cien años es justamente la burla de hoy.
Tú crees que estos son Sus mandamientos. Te exhorto, por tanto, delante de Dios y de los ángeles elegidos, ante quienes serás juzgado en el último gran día, que si tú con tu corazón has creído, haz con tu boca la confesión que estas ordenanzas implican, y Dios te dará en verdad una dulce recompensa al hacerlo.
3. Para confesar a Cristo correctamente con la boca, ha de haber una asociación con el pueblo del Señor. Así fue en los tiempos antiguos. Moisés es un israelita, pero si quisiera podría vivir en la corte del Faraón, en medio del lujo y de la comodidad. ¿Qué es lo que elige? Sale a sus hermanos, y mira sus cargas; defiende su causa teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que todos los tesoros de Egipto. Moisés, el renombrado hijo de la hija de Faraón, se asocia con los pobres esclavos despreciados que fabrican ladrillos para el rey.
Qué cuadro tan sumamente conmovedor tenemos al seguir al pueblo de Dios en la historia de Rut. Uno se embelesa al oír a esa piadosa mujer diciéndole a su suegra: “Porque a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios.” Hubo una confesión del Dios de Israel cuando Rut se unió a Noemí de todo corazón.
Ahora, encontramos en los primeros tiempos de la Iglesia cristiana que, tan pronto como un hombre se convertía en cristiano se dirigía a su propio grupo; se asociaba con los santos. Cuando preguntabas: “¿dónde están los creyentes?”, podías encontrarlos a todos juntos. Puedes encontrarte a otras criaturas vagando separadamente por las montañas, pero las ovejas aman estar en los rebaños.
Pablo no se contentó con ser bautizado, sino que después de su bautismo intentó por sí mismo unirse a la Iglesia; y encontramos que donde estuviera el pueblo de Dios, siempre estaba formado en una Iglesia; ya fuera en Filipos, o en Éfeso, o en Pérgamo, o en Tiatira, o en la misma Roma, Pablo formaba iglesias en todas partes; y conforme iba de lugar en lugar, miraba a la iglesia como la columna y el fundamento de la verdad.
A mí me agrada grandemente la predicación en los teatros. Ustedes saben cuán sinceramente me gozo con la predicación de Cristo en todas partes. Pero hay una carencia en toda esta labor; el grano es sembrado, pero no hay nadie que lo cuide posteriormente; nadie que lo recoja. La manera en que todo esto ha de ser implementado no es por medio de Asociaciones, sino por la Iglesia. La Iglesia de Dios es la verdadera madre de los convertidos; es de su seno que han de nacer, y en su pecho han de alimentarse, y en sus rodillas han de ser mecidos.
Esos que van por todos lados hablando con ligereza de la comunión de la Iglesia, y quisieran que todos los cristianos se mantuvieran separados de las iglesias, hacen daño, y son sin saberlo agentes del mal; pues la Iglesia es, bajo Dios, una gran bendición para el mundo; y la unión con la Iglesia tiene el propósito de ser un método de confesión que no ha de ser descuidado.
Supongan por un momento, hermanos, que en vez de esta compacta falange de esta Iglesia, estuviéramos separados en cristianos individuales, y no mantuviéramos ninguna asociación los unos con los otros; yo no dudaría en afirmar que algunos de los de corazón más ardiente entre ustedes se enfriarían, pues al asociarse unos con otros se promueve su celo y se enciende su entusiasmo. Los pequeñitos que están entre nosotros serían sometidos a no sé qué herejía peligrosa y a qué falsa doctrina; y también el hermano o la hermana más fuertes de aquí sentirían que sería una solemne pérdida si tuvieran que descontinuar la asociación con los hermanos y hermanas en Cristo que ahora los consuelan y fortalecen.
4. Para algunos, la confesión con la boca conllevará el tomar la cruz en la familia. No conozco ninguna otra forma en la que esta confesión sea más agradable a Dios, y al mismo tiempo más ardua para los hombres, que tomar la cruz en la familia. Pudiera ser que fueras el primer convertido de la familia, y que frecuentes la casa de Dios mientras los demás siguen sus placeres en el día del Señor. Te pones a orar, y en el momento en que te arrodillas en esa recámara, hay una risa que resuena en sus paredes. Hablas de Cristo y de las cosas divinas, y el padre y la madre abren sus ojos, y todos los hermanos y hermanas tienen una mofa y un escarnio para ti.
Tú me preguntarás qué deberías hacer. ¡Persevera! ¡Mantente firme! ¡Sé constante!, pues ahora es que debes hacer una confesión con tu boca para salvación. Yo no voy a creer que tu fe te salve a menos que ahora, sin ninguna duda y al costo que fuese, aunque fuera a riesgo de perder el amor de tu padre y los cuidados de tu madre, dijeras de inmediato: “no puedo evitarlo: lamento causarles una vejación, pero no puedo amar a mi padre o a mi madre más que a Cristo, para no ser indigno de Él.”
Tienes que estar dispuesto a renunciar a todo lo que te es cercano y muy querido, lo que fuera; aunque lo amaras como a ti mismo, y fuera tan precioso como tu propia vida, debes renunciar a todo ello si se interpusiera en el camino en el que sigues a Cristo Jesús el Señor.
“Ah, bien”, -dirá alguno- “¡esto es muy duro!” Sí, ¡pero recuerda por quién lo haces! Es tu Redentor, que dejó la corte de Su Padre y se encarnó, para poder ser uno contigo, y extendió Sus manos sobre la cruz, y entregó Su costado a la lanza. En verdad, todo aquello a lo que pudieras renunciar es una nimiedad comparado con aquello a lo que Él renunció por ti. Hazlo alegremente; hazlo de inmediato.
Joven amigo, no te aterres ni te alarmes ante las tribulaciones familiares que tienes que soportar. Pídele a Dios que te haga como uno de esos barcos acorazados, de tal forma que aunque te disparen sus más fieros dardos, y los arrojen con la fuerza más tremenda, pasarán volando a tu lado, sin hacerte daño porque estás blindado con un valor invencible y con resuelta fe.
El reino de los cielos es para ti, como aquella antigua ciudad que había sido sitiada por largo tiempo, y no había ninguna esperanza de aliviar a los habitantes del lugar a menos que un barco pudiese entrar al puerto. Pero una gran cadena había sido extendida a todo lo largo. Ustedes recuerdan cómo el capitán, cuando el viento era favorable y la marea era alta, se lanzó contra esa cadena que cerraba al puerto, la rompió y entró navegando en el puerto. Así ustedes han de romper la cadena que amenaza con mantenerlos fuera del cielo. Pero pídanle a Dios que les dé mucha gracia que sea como la marea; mucho del Espíritu Santo que sea como un viento favorable; y si se lanzaran contra la cadena, se romperá ante su valor y su determinación.
Las pruebas provenientes de la familia son difíciles de aguantar. Una cruz viva es a menudo más severa de llevar que una cruz muerta, pero deben hacerlo, pues “con la boca se confiesa para salvación.”
5. Esta confesión será muy aceptable si es hecha en tiempo de tentación. Cuando al joven José le arrebató su ropa la lasciva mujer de su amo, su respuesta fue: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” La mujer habría podido responder: “¡Dios! ¿Qué sé yo de Él? Conozco a Isis; entiendo al becerro de oro, pero no sé nada de Jehová; ¿quién es?” Hubo una valerosa y clara confesión de su fidelidad a Jehová, como una razón del por qué no podía pecar.
El caso de Nehemías es igualmente pertinente. Cuando lo invitan a una conferencia secreta en el templo, él dice: “¿Un hombre como yo ha de huir?” Él profesa su confianza en su Dios como una razón del por qué no puede ni por un momento actuar ignominiosamente.
Ahora, cristiano, aquí es donde debes hacer una confesión con la boca. Alguna sucia trampa en el negocio, que se ha vuelto tan común que nadie considera nada malo en ella, se te presenta en tu camino. Ahora, actúa como hombre, y di: “prefiero morirme de hambre que hacerlo; yo no puedo ni quiero vivir del robo, aunque esté medio legalizado por la sociedad.”
Joven amigo, ahora es tu oportunidad. Cuando llegue el día domingo, y seas arrastrado de la manga por una docena de amigos para que los acompañes para desperdiciar las santas horas, muy bien puedes decirles: “no”, -y dar la razón- “no puedo hacerlo pues soy un cristiano.”
O, pudiera ser que hayas venido del campo, y tu amigo, ¡ah!, tu amigo te proponga llevarte a una guarida de infamia, para mostrarte lo que es la vida. Respóndele que él no entiende cómo saciar tu apetito, pues tú eres un cristiano.
Para algunos propósitos yo preferiría la aseveración de la fe de uno en Jesús en el tiempo de la tentación a cualquier otra forma de confesión, pues ciertamente no podría haber ninguna hipocresía en ello. Cuídate, hermano, de no dejar nunca de reconocer a tu Señor en el tiempo de la tentación. “Ah,” -comenta uno- “nunca dejaré de hacerlo.” No hables demasiado positivamente. Pedro negó a su Señor delante de una necia criada; ten cuidado de no caer de igual manera.
Es fácil decir: “yo soy un buen marinero” cuando estás en la costa. Caminas muy bien por la cubierta superior del barco cuando este se encuentra en el muelle; no sabes lo que es una tormenta, ni cómo se sacude el barco cuando las olas bañan la cubierta. Sería mejor que guardaras tus jactancias para cuando hubieses ido al mar. No te jactes de nada de lo que harás, sino más bien di: “Sosténme y seré salvo.”
6. La confesión con la boca ha de hacerse con doble resolución siempre que seamos llamados a sufrir tribulación por causa de Cristo; cuando la profesión de Cristo nos pudiera acarrear alguna pérdida, o cuando la negación de Su nombre nos pudiera proporcionar una prosperidad temporal.
Ustedes saben cómo en los tiempos antiguos, los tres santos varones rehusaron inclinarse ante la imagen que Nabucodonosor había erigido; ellos estaban dispuestos a morir, pero no estaban dispuestos a negar a su Dios; ellos podían arder pero no podían retroceder. Y así fueron arrojados al horno, porque no podían arrojar de sí su confianza en Dios.
Miren a Daniel, por allá, con su ventana abierta, adorando hacia Jerusalén siete veces al día, como lo había hecho siempre. Lo hace con valentía.
Fue una valerosa respuesta la que dieron Pedro y Juan, cuando los escribas y los fariseos les ordenaron que no hablaran más en aquel nombre. “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios.”
Yo he observado que, siempre que la persecución brama y los hombres están sujetos a perderlo todo por Cristo, las personas más tímidas pero que son sinceras, generalmente dan la cara en ese momento. Allí está José de Arimatea. No se escucha de él cuando Jesús vive. Pero cuando el cuerpo de Jesucristo está sobre la cruz, ¿quién es el que entra a la cueva del león? ¿Quién es el que va Pilato? José de Arimatea pide el cuerpo de Jesús. Él encuentra el sepulcro. ¿Y quién es el que ayuda a envolverlo en lienzos con especias aromáticas? Pues, Nicodemo, que vino a Jesucristo de noche; otro cobarde.
Ambos progresan, y ya no son más cobardes en la hora del apuro. El ciervo huye veloz cuando ve a los sabuesos, pero cuando se ve acorralado, lucha con la valentía de la desesperación; así, quienes son tímidos cristianos temblorosos en tiempos ordinarios, a la hora de la verdad, dan un paso al frente y son tan valerosos como los creyentes más heroicos.
Algunos de ustedes esconderían sus cabezas si llegáramos al punto de la persecución, de la hoguera y de la muerte. Erasmo solía decir que no tenía la madera apropiada para ser un mártir. Por eso, yo creo, los católicos seguidores del Papa pintan a Erasmo como colgando en algún punto entre el cielo y el infierno; y los protestantes no necesitan disputar por causa de esa pintura. Él poseía algún tipo de conocimiento de la verdad pero no tenía el valor de declararla y temblaba mientras su amigo Lutero fue directo al frente y golpeó la triple corona sobre la frente del Papa.
No seamos nunca como Erasmo. “Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él.” Si valiera la pena vivir para el mundo y el pecado, vive para ellos con todo tu corazón, y alma y fuerza: pero si Dios es Dios, no te quedes cuestionando y claudicando entre dos pensamientos, sino decidida, valerosa y positivamente di: “yo estoy por el Señor.” No hay tiempo semejante al tiempo de pérdida y tribulación para hacer una confesión.
7. Hermanos míos, yo creo que un cristiano difícilmente podría hacer esta confesión con su boca, a menos que hiciera a veces algo inusitado para dar testimonio. “¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo,” dijo Moisés cuando descendió del monte y quemó el becerro de oro: “Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente.”
De vez en cuando seremos incapaces de confesar a Cristo, a menos que hagamos algo que parecería duro y extraño, pero que debe hacerse por Dios y por la causa de la verdad. Ciertamente, los Elías de Dios no pueden quedarse callados; mientras miles de sacerdotes de Baal están encendiendo sus fuegos e invocando a Baal, ellos deben pasar al frente. “¿Acaso no son ustedes siervos de Baal y yo el siervo del Dios vivo?” Descubriremos que es necesario forzar las exquisiteces de la etiqueta y hollar bajo nuestros pies las formalidades que la sociedad dignificada quiere erigir; y como el profeta que llegó a Bet-el, tendremos que clamar contra los altares en los que otras personas pagan sus votos.
Yo he admirado -y aquí tomo mi cruz con un buen hermano- yo he admirado grandemente un testimonio dado recientemente en la asamblea de la Iglesia Libre de Escocia, por mi hermano Candlish, en contra de la inscripción que fue colocada sobre el mausoleo erigido en memoria del excelente Príncipe Alberto. Lo he admirado por su arrojo al expresar lo que pensaba y sentía. Yo creo que debió haber recibido un tributo de honor en lugar de un aullido de indignación. A él le importa poco si es alabado o censurado, pero debería hacerse justicia a su valor y a su fidelidad. Él ha señalado el carácter papista de la inscripción, de la cual me aventuro a decir que el propio Príncipe la aborrecería, si su espíritu pacífico visitara el mausoleo. Si recuerdo correctamente, el señor Baptist Noel nos ha informado que el Príncipe exclamó en su lecho de muerte:
Simplemente a Tu cruz me aferro.”
Murió siendo cristiano, aferrándose humildemente a la cruz de Jesús. Por tanto, su mausoleo está siendo deshonrado por una inscripción apta para un santo del papado, pero no para alguien que amó al Señor Jesucristo. No hay ninguna deslealtad cuando expresamos francamente nuestra opinión, ni pretendemos interferir en la libertad de otros. Debería otorgarse una licencia abierta al afecto, y la aflicción debería tener su propia escogencia de palabras, pero es un error, si es que no es un pecado, imponer un panegírico papista cuando un epitafio cristiano habría sido más apropiado. Yo tomo mi cruz con Candlish; y no sería sincero con Dios si no lo hiciera, pues yo creo que quien confiesa a Cristo, algunas veces contra la tendencia popular y la corriente popular, es la única persona que puede esperar recibir una recompensa de su Señor por haber actuado fielmente en todas las cosas.
Algunas veces tendrán que hacer esto, pero no siempre; tal vez no con frecuencia. No pierdan su camino por dar testimonio, pero cuando la carga del Señor esté sobre ustedes, testifiquen: y que nadie los meta en miedo.
8. Además, no es posible confesar a Cristo con la boca a menos que estemos dispuestos a usar nuestra posición como un método de confesión. Josué es cabeza de una casa. Él usa esa posición: “Pero yo y mi casa serviremos a Jehová.” Yo no puedo creer en su fe si ustedes no se preocupan de que Dios sea reconocido en su casa. Que el altar familiar sea erigido; que el sacrificio humee sobre ese altar. Si no pudiera ser dos veces al día, que sea por lo menos una vez. Pero asegúrense de pagar sus votos al Altísimo en esa posición, pues de lo contrario no habrían hecho una confesión para salvación.
O pudiera ser que tengan alguna influencia donde puedan ayudar a la Iglesia de Cristo. Háganlo diligentemente. Ester es la reina de Asuero. Si ella dejara de identificarse como judía, y si no hiciera suya la disputa de Israel con Amán, entonces ella sería repudiada. Ella llegó al reino para un momento como ese.
Algunos de ustedes son patronos de muchos empleados, o tal vez podrían ser miembros del Parlamento, o tal vez se muevan en esferas en las que tienen el poder suficiente para influenciar las mentes de otras personas. Sean diligentes en hacerlo por Dios; pues toda esa influencia es dinero dado a ustedes para que lo pongan al interés para su Dios y Señor, y si lo enterraran en una servilleta o lo usaran sólo para ustedes mismos, Él tendría que decirles en el último gran día: “Siervo malo y negligente, serás entregado a los verdugos.”
9. Además: Hay algunas personas que no confesarán nunca con sus bocas al Señor Jesús, como deberían hacerlo, a menos que se vuelvan predicadores. David dijo que él había predicado la Palabra en la gran congregación; y se jacta de que no ha rehuido anunciarla delante de los reyes.
Ahora, hay algunos de ustedes que poseen la habilidad de hablar, pero nunca lo hacen. Toda la longitud entera de las calles de Londres los espera como un púlpito; la población entera de Londres está lista para ser su audiencia. ¿Por qué no comienzan a hablar? Pueden hablar sobre política. La otra noche, en la institución literaria, entiendo que leíste un ensayo capital sobre un tema de astronomía. Si amas al Señor, ¿vas a dar toda su atención a estos temas inferiores? No; al menos algunas veces da tu atención a quien te compró con Su sangre. “No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio.”
Preocúpate, entonces, que tu conversación sea más de Cristo que de cualquier otra cosa que poseas. Habla a favor de tu Dios y Señor. Me comentas que eres nervioso. Que no te preocupe tu nerviosismo. Inténtalo una vez. Si te tropiezas una docena de veces, inténtalo otra vez; verás que tus talentos aumentan. Es sorprendente ver cómo esas interrupciones hacen más bien que nuestra continuidad. Simplemente libera a tu alma de lo que hay en ella. Que tu corazón se ponga al rojo vivo, y entonces, como algún volcán que está vomitando sus entrañas más íntimas, deja que la lava ardiente de tu exposición se deslice a borbollones. No te deben importar las gracias de la oratoria, ni los refinamientos de la elocuencia, sino expresa lo que conoces; muéstrales las heridas de tu Salvador; proclama Su aflicción para que ella les hable; y será sorprendente cómo tu lengua tartamudeante se convertirá en un mejor instrumento porque tartamudea, pues “lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es.”
Ustedes pueden ver, hermanos, que esta confesión de Cristo con la boca es una obra de toda la vida. El cristiano deber ser alguien como un médico. Ustedes saben que consideramos al médico un hombre profesional. Bien, ¿cómo profesa el médico? Pues bien, hay una gran placa de bronce en su puerta y una gran campana, y todo mundo sabe el significado de la placa de bronce y de la campana. Esa es parte de su profesión. ¿Qué más? ¿Cómo profesa él ser un médico? Él va con la gente y su vestido es como el de todos los demás. No ves una caja de lancetas sujeta a su costado; no observas que esté vestido con un traje particular. Es un médico y siempre es un medico; pero cumple su profesión por medio de su práctica. Esta es la forma en que la profesión de un cristiano ha de cumplirse, por medio de su práctica. El hombre es un médico profesionalmente, porque en verdad cura a la gente y escribe recetas, y satisface sus necesidades.
Yo he de ser un cristiano en mis acciones, mis obras, mis pensamientos y mis palabras. Por tanto, si alguien necesita a algún cristiano, yo debería ser reconocido por mis palabras y mis actos.
Cuando íbamos a la escuela, dibujábamos casas, y caballos, y árboles en nuestros cuadernos, y podemos recordar cómo solíamos escribir “casa” bajo la casa, y “caballo” bajo el caballo, pues algunas personas podrían haber pensado que el caballo era una casa.
Así hay algunas personas que necesitan usar un gafete alrededor de su cuello para mostrar siquiera que son cristianos, pues de lo contrario podríamos confundirlos con pecadores, pues sus acciones son muy semejantes. Eviten eso. Que su profesión sea manifiesta por su práctica. Sean tan claramente un trazo de la pintura divina, que en el momento que alguien ponga la vista en ustedes, diga: “sí, esa es la obra de Dios; ese es un cristiano, la más noble otra de Dios.”
II. Cuento sólo con un minuto o dos, justo para pronunciar unas pocas palabras de exhortación. Queridos amigos, asegúrense de confesar a Cristo con su boca. No pongan ninguna excusa, pues NINGUNA EXCUSA QUE PUEDAN PONER SERÍA VÁLIDA.
¡Dices que vas a perder tu negocio! Piérdelo y ganarás tu alma. ¡Que no estarás a la moda! ¿Qué importancia tiene estar a la moda? ¡Que serías despreciado por aquellos que te aman! ¿Acaso amas a tu esposo o a tu esposa más que a Cristo? Si así fuera, no serías digno de Él. Pero, ¡eres tan tímido! Preocúpate de no ser tan tímido como para estar perdido al final, pues los temerosos y los incrédulos tendrán su porción en el lago que arde. No me refiero a aquellos que temen y algunas veces tienen dudas de su interés en Cristo, sino a aquellos que tienen miedo de confesar a Cristo delante de los hombres.
Ustedes saben que en el silencio de la hora de la enfermedad o de la muerte, ninguna excusa, independientemente de cuán plausible pueda parecerles ahora, responderá a su conciencia; y si no responderá a su conciencia, pueden estar seguros que no satisfará a Dios.
En seguida, recuerda cuán deshonroso es que digas que crees con el corazón pero que no hicieras una confesión. Eres como una rata escondida detrás del friso de la pared, que sólo sale cada vez y cuando, cuando nadie la mira, y luego corre a esconderse otra vez. “Qué metáfora tan degradante”, dirás. Pretendía degradarte con ella, para sacarte de tu cobardía. ¡Cómo!, ¿ha de ser tratado Cristo de esta manera, como si el nombre de Cristo habría de ser profesado en hoyos y esquinas ocultos?
No, que se diga ante el rostro del sol: “en verdad yo amo a Jesús, que se entregó por mí.” No es algo que se deba decir cuando se está solo, ni se ha de ocultar de los oídos de los hombres. Él murió frente al rostro del sol, rodeado de escarnecedores; y, rodeados de escarnecedores, declaremos también nuestra fe en Jesucristo.
Por otro lado, cuán honorable será esa confesión para ustedes. Si yo tuviese que unirme a algún ejército, y encontrara en las listas convocatorias una relación de todos los granujas y de toda la escoria de las calles, no creo que me gustaría ser un soldado.
Pero si, por otro lado, viera que mi coronel es un gran vencedor, y que tendría por compañeros y camaradas a hombres que tuvieran algunos gloriosos nombres sobre sus estandartes, me sentiría honrado de que se me permitiera ser el que toque el tambor en un regimiento de esa naturaleza.
Así, cuando leo la lista, y encuentro a Abraham, a Isaac, a Jacob, a Moisés, a David, a Daniel, a Isaías, al propio Jesucristo, a los apóstoles, a Lutero, a Calvino, a hombres cuyos nombres se han vuelto nombres caseros en cada familia cristiana, consideraría un honor si mi nombre se encontrara escrito con el de ellos, como el soldado más humilde y débil de todo el ejército.
Es algo honorable. Por tanto, toma tu decisión para unirte a nosotros, y debes estar preparado a ser despreciado como un seguidor del Señor Jesucristo. Yo los exhorto a esto porque los hará útiles. ¿Qué bien podría hacer un cristiano secreto? Es una vela puesta debajo de un almud; es una luz encerrada en una linterna sellada. Tu luz ha de brillar. ¿Para qué serviría un cristiano secreto? Sería como sal desvanecida. Y, ¿para qué serviría sino para ser hollada por los hombres? Vamos, el sabor de su sal ha de sentirse por todo el mundo.
La gracia es suficiente. Ese es otro argumento para ti. Yo creo que tendrás nuevas responsabilidades y peligros si haces una confesión. La gracia es suficiente. Si la gracia te pusiera sobre un pináculo del templo, ten la certeza que la gracia te mantendrá allí. Si te quitas del pináculo, y te bajas al piso duro, estarías inseguro allí; pero si Dios te pone sobre el pináculo, podrían venir todos los diablos del infierno para empujarte hacia abajo, pero permanecerías firme. No seas desobediente eligiendo tu camino; sigue el camino de Dios y estarás seguro en él.
Por último, el galardón es espléndido. “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.” Había una vez un Príncipe de legítima sangre real, que abandonó el palacio de su Padre y viajó a un lugar distante en los dominios del rey, donde era poco conocido y aceptado. Era un verdadero Príncipe, y mostraba en su rostro esas señales de realeza -esa extraña divinidad que circunda a un rey- que podría haber conducido al espectador a saber que pertenecía a la realeza. Pero cuando llegó al lugar, la gente dijo: “este es el heredero del trono; ¡insultémoslo, mostrémosle nuestro desagrado!” Otros decían que no era un heredero del todo. Y se pusieron de acuerdo para ponerlo en el cepo. Cuando se encontraba allí, todos los hombres le arrojaban todo tipo de inmundicias, y le lanzaban todo tipo de duras palabras; y decían: “¿quién se atrevería a reconocerle como Príncipe? ¿Quién se atrevería a apoyarlo?” Se levantó un hombre en medio de la multitud y dijo: “¡yo me atrevo!” Entonces lo pusieron en el cepo al lado del Príncipe; y cuando arrojaban la inmundicia sobre el Príncipe, caía sobre el hombre también, y cuando le decían duras palabras al Príncipe, también le decían duras palabras a él. El hombre estaba allí, sonriendo, y recibiendo todo. De vez en cuando, una lágrima rodaba por su mejilla; pero eso era por ellos, porque trataban así de mal a su soberano. Pasaron los años, y el rey vino a esos dominios y los subyugó; y vino un día de triunfo sobre la ciudad conquistada: los gallardetes pendían de todas las ventanas, y las calles estaban salpicadas de rosas. Entraron las tropas del rey uniformadas con relucientes armaduras de oro, y con penachos en sus yelmos brillantes. La música resonaba dulcemente, pues todas las trompas de gloria tocaban. Era del cielo que habían venido. El Príncipe recorría todas las calles en su glorioso carruaje; y cuando llegó a las puertas de la ciudad, allí estaban los traidores atados con cadenas. Comparecieron temblando ante él. Él se fijó en un hombre en medio de la multitud que estaba libre y sin cadenas, y preguntó a los traidores: “¿conocen ustedes a este hombre? Él estuvo conmigo en aquel día en que ustedes me trataron con escarnio e indignación. Él estará conmigo en el día de mi gloria. ¡Ven acá!”, dijo. Y en medio del sonido de las trompetas y la voz de aclamación, el pobre, despreciado, y rechazado ciudadano de esa ciudad rebelde, recorrió las calles en triunfo, al lado de su Rey, que lo vistió de púrpura y puso una corona de oro puro sobre su cabeza.
Allí tienen la parábola. ¡Vívanla! Amén.
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