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“Y oyeron una gran voz del cielo, que les decía: Subid acá.” — Apocalipsis 11:12
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #488 – La Voz del Cielo
Yo soy incapaz de adivinar cuál pueda ser el significado particular de la profecía relativa a los dos testigos vestidos de cilicio, su muerte, su resurrección, y su subsiguiente entrada en el cielo, y no estoy muy seguro que alguien más haya encontrado ese significado. Aunque yo no desprecio las profecías, abrigo una muy intensa repugnancia por quienes no saben nada acerca de ellas y sin embargo pretenden ser sus intérpretes. Me siento en libertad de confesar que no tengo la llave que abre el libro de Apocalipsis, y no me atrevo a constituirme en su expositor. Esto, sin embargo, no es un asunto muy serio, pues aunque yo no me aventure en esa línea de cosas, hay suficientes personas que siempre están explicando los misterios apocalípticos, y otro número considerable, que cree poder comprenderlos. Ninguna rama de la literatura tiene más devotos estudiantes, y en ninguna, los hombres han sido tan exitosos refutándose los unos a los otros, o se han sentido más seguros porque han establecido sus propias teorías demoliendo las de los demás.
Puede ser que haya algunas personas cuyo oficio es abrir libros sellados; yo sé que el mío es aplicar las enseñanzas del volumen que no están selladas. Ellos pueden tener el llamado para exponer a Daniel y Ezequiel; mi oficio es de un carácter más humilde, pero, puedo agregar, mucho más útil; no tanto predecir la caída de las dinastías y las muertes de los monarcas, como tratar con asuntos de la piedad vital, y con realidades eternas; con cosas que son reveladas con sencillez, que ciertamente nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos. Yo prefiero ser un olor grato a Dios en almas convertidas, que explicar todas las siete copas llenas de las siete plagas postreras; y yo prefiero comprender mejor las alturas y las profundidades del amor de mi Grandioso Señor, que contar el número de la bestia, o calcular la duración del cuerno pequeño.
I. Pasando por alto, entonces, todos los intentos de explicar el texto a partir de su contexto, quiero usarlo como la voz de Dios para Su pueblo. Lo consideraremos, ante todo, COMO UNA INVITACIÓN ENVIADA A CADA SANTO A LA HORA APROPIADA. Cuando llegue el tiempo fijado por decreto irreversible, se oirá “una gran voz del cielo” para cada creyente en Cristo, diciendo, “Subid acá.”
Esto debería ser para nosotros, (cada uno de nosotros, si estamos en Cristo), el tema de una muy gozosa anticipación. En lugar de temer el momento cuando abandonemos este mundo para ir al Padre, deberíamos estar sedientos y anhelantes de la hora que pondrá en libertad a nuestras almas, y que dará a nuestro espíritu la salida de la prisión de barro y de la servidumbre de “este cuerpo de muerte.” Para algunos cristianos no sólo será motivo de gozo anticipado, sino que será intensamente deleitable cuando llegue. No es cierto, como suponen algunos, que la muerte cuando aparece es necesariamente una aparición horrible y espantosa.
Se viste en la forma de un ángel hermoso;
Demuestra ser un mensajero amigable
Para toda alma que es amada por Jesús.”
No tengo ninguna duda que muchos creyentes dan la bienvenida al benéfico acercamiento de la muerte como si se tratara de la llegada de su mejor amigo, y saludan su última hora con intenso deleite. Consideren a la santa que ha tenido que guardar cama por muchos años. Es sacudida de un lado a otro como arrastrada por un mar de dolores, sin poder descansar en el anclaje de la tranquilidad. Ella exclama en la noche: “quisiera que fuera de mañana,” y, cuando la luz del día hiere sus ojos, ella anhela el regreso de la oscuridad, para poder dormitar por un rato y olvidar sus dolores. Sus huesos se exhiben a través de su piel por estar acostada en una cama tan suave como la bondad puede encontrar, pero, ¡ay!, todavía demasiado dura para un cuerpo tan débil y atormentado. Los dolores han atravesado su cuerpo como flechas que perforan al enemigo; cada vena ha sido un río que rebalsa agonías, y cada nervio ha sido un telégrafo que envía mensajes de dolor al espíritu. ¡Oh!, cuán bienvenida será la voz que grita desde el cielo: “¡Subid acá!” ¡No más debilidad ahora! El gozoso espíritu dejará atrás todo dolor corporal; la última lágrima será secada por la mano del Padre Divino; y la santa que había sido un bulto de enfermedad y miseria, se convertirá ahora en una encarnación de intenso deleite, llena hasta el borde de satisfacción y de placer infinitos. En esa tierra donde reina Jehová tu sanador, el habitante no dirá nunca más: “estoy enfermo.”
¡Con qué gozo resonará la voz del cielo en el oído del hombre cansado por el trabajo! El mundo sabrá, cuando muramos algunos de nosotros, que no hemos estado ociosos sino que hemos servido a nuestro Dios, más allá de nuestras fuerzas. Quien considera que el ministerio es una profesión fácil, descubrirá que las llamas del infierno no son un agradable lugar de descanso.
¡Oh!, hay algunos en cuyo nombre puedo decir que han servido a Dios con sienes palpitantes, con un corazón vibrante, agotados en el servicio de su Señor, pero nunca cansados de servirle; encorvados hasta el polvo cuando la carga era demasiado pesada para la fuerza de un individuo; listos para trabajar, o listos para combatir, sin quitarse nunca la armadura; llevando el arnés tanto de día como de noche, clamando en el nombre de su Señor:
Yo tema argumentar Su causa?
¿Hay acaso algún cordero en Su rebaño
Que yo rehúse alimentar?”
El tiempo llegará cuando la edad merme el vigor juvenil que por un tiempo disipó el cansancio, y serán obligados a lamentarse, diciendo: “¿Cuándo se disiparán las sombras? ¿Cuándo cumpliré mi día como un asalariado?” Feliz es aquel ministro que estando en su púlpito, escucha la voz: “Subid acá,” y entonces:
Y cesará de inmediato de trabajar y de vivir.”
Felices ustedes, colegas servidores en el reino de Cristo y en la tribulación de nuestro común Salvador, si cuando precisamente piensan que ya no pueden hacer más, sus actividades llegan a un fin, y su recompensa vendrá, y el Salvador les dirá: “Subid acá,” y ustedes verán la gloria en la que han creído en la tierra.
Amados hermanos, con qué intenso deleite será aclamada la muerte por los hijos de la pobreza abyecta, quiero decir: “a los de la familia de la fe.” Del estremecimiento por el frío del invierno, al esplendor del cielo; de la soledad y la desolación de la penuria desvalida, a la comunión y compañerismo de los santos hechos perfectos; de la mesa escasamente surtida con pan ganado con dificultad; del hambre y la necesidad; de los pobres huesos extenuados; de la forma lista a encorvarse de hambre; de la lengua que se pega al paladar por sed; de hijos que lloran y una esposa que solloza, que se lamenta por falta de pan, clamando para que puedan ser alimentados; de todo eso, ¡oh, ser arrebatados al cielo!
¡Es muy feliz el hombre que habiendo conocido tanta desgracia, puede ahora conocer mejor la dulzura de la bienaventuranza perfecta! ¡Mansiones de los bendecidos, cuán brillantes son ustedes en contraste con la choza del campesino! ¡Calles de oro, ustedes harán que el mendigo olvide el frío umbral y el arco seco! Los indigentes se convierten en príncipes; los jubilados son de la misma condición; y los campesinos son reyes y sacerdotes. ¡Oh tierra de Gosén, cuánto falta para que los hijos de Israel te reciban por herencia!
Y, queridos amigos, pienso que debo agregar más: con qué gozo seráfico debe haber sido oída esta voz por los oídos de los mártires. En cuevas y guaridas de la tierra donde los santos vagan cubiertos de pieles de ovejas y pieles de cabras, ¡cuán santo triunfo debe crear este mensaje!
Blandina fue sacudida por los cuernos de los toros en el anfiteatro romano, y luego fue sentada sobre una silla calentada al rojo vivo, siendo vituperada mientras se encontraba allí consumiéndose frente a la multitud abucheante. ¡Oh!, esa voz: “¡Subid acá!”, cómo debe haberle alegrado en esas hórridas agonías que soportó con más que masculino heroísmo.
Los muchos que han perecido sobre el potro de tortura, seguramente han visto visiones como las que vio Esteban, quien, cuando las piedras zumbaban en sus oídos, vio los cielos abiertos, y oyó la voz venida del cielo: “Subid acá.”
La multitud de nuestros ancestros: nuestros venerables predecesores, que portaron el estandarte de la cruz antes de nuestro tiempo, que estuvieron sobre carbones encendidos, y soportaron las llamas con paciencia, con sus cuerpos consumidos por el fuego hasta que sus miembros inferiores se quemaban totalmente, y la vida se extinguía en medio de un montón de cenizas; ¡oh!, el gozo con que deben haber entrado en sus carros de fuego, tirados por caballos de fuego en dirección al cielo, siguiendo esta orden omnipotente del Señor: “¡Subid acá!”
Aunque la suerte de ustedes y la mía nunca sea la de una enfermedad prolongada, o penuria abyecta, o trabajo excesivo, o la muerte de un mártir, sin embargo aun así, creamos que si somos verdaderos seguidores de Cristo, en el momento en que nos llegue la muerte, o más bien, en el momento que vengan la vida y la inmortalidad, será un tiempo de gozo y bendición para nosotros. No busquen al Altísimo para demorar el tiempo cuando los mande a llamar a la habitación de arriba, sino más bien escuchen con el corazón, anhelando oír el llamado; estén atentos al mensaje real que dice: “Subid acá.” Un antiguo cantor lo declara dulcemente de esta manera:
¡Ay de mí! ¡Me resisto a morir!
Señor, silencia estos temores;
Mi vida Contigo en las alturas,
¡Dulce verdad para mí!
Me levantaré,
Y con estos ojos
A mi Salvador veré.
¿Qué significa, mi corazón tembloroso,
Que estés así tan temeroso de la muerte?
Mi vida y yo no nos separaremos,
Aunque yo renuncie a mi aliento.
¡Dulce verdad para mí!
Me levantaré,
Y con estos ojos
A mi Salvador veré.
¡Entonces, bienvenida eres, tumba inofensiva!
Por ti, al cielo iré:
Mi Señor, Tu muerte me salvará
De las llamas de abajo.
¡Dulce verdad para mí!
Me levantaré,
Y con estos ojos
A mi Salvador veré.”
Vamos a cambiar la nota un momento; mientras este debe ser el tema de una anticipación gozosa, debe ser también el objeto de espera paciente. Dios sabe muy bien cuál es el tiempo adecuado para que seamos llamados: “Subid acá.”
No debemos anhelar anteceder el período de nuestra partida. Yo sé que el amor intenso nos hará clamar:
Y llévanos a todos al cielo;”
Pero la paciencia debe completar su obra perfecta. Yo no quisiera morir mientras tenga que trabajar más o mientras haya más almas que salvar, más joyas que colocar en la corona del Redentor, más gloria que dar a Su nombre, y más servicio que dar a Su Iglesia.
Cuando George Whitfield yacía enfermo y quería morir, su enfermera de piel negra había orado por él, y al fin dijo: “no señor Whitfield, usted no va a morir; hay muchos negros por ahí que deben ser llevados a Cristo y usted debe vivir;” y Whitfield vivió. Ustedes saben que cuando Melancton se encontraba muy enfermo, Martín Lutero dijo que él no debía morir, y cuando sus oraciones comenzaron a obtener una cura, Melancton le dijo: “Lutero, déjame morir, déjame morir, ya no ores por mí,” y Lutero le respondió: “No hombre, yo te necesito; la causa de Dios te necesita, y no morirás.” Y cuando Melancton rehusaba comer, o tomarse sus medicinas necesarias pues esperaba estar pronto con Cristo, Lutero lo amenazó con la excomunión, si no hacía de inmediato lo que se le ordenaba, pues no debía morir. No nos corresponde a nosotros, mediante el descuido de los medios, o el displicente derroche de fuerza, o el celo despilfarrador, acortar una vida que puede ser útil. “No te hagas ningún mal” (el consejo de Pablo al carcelero) no está del todo fuera de lugar aquí.
Dios conoce el paso al que debe viajar el tiempo, y cuán extenso debe ser el camino de la vida. Si fuera posible tener remordimientos en el cielo podría ser que no vivimos más tiempo aquí para hacer mayor bien. ¡Más gavillas! ¡Más joyas! Pero ¿cómo, a menos que hubiera más trabajo? Es cierto que tenemos la contraparte de eso: que viviendo menos pecaremos menos, y nuestras tentaciones serían menores en número; pero, oh, cuando estamos sirviendo a Dios plenamente, y Él nos está dando para que esparzamos la semilla preciosa, y cosechemos cien veces más, llegamos a decir que está bien que nos quedemos donde estamos.
Cuando se le preguntó a una anciana cristiana si prefería morir o vivir, respondió que prefería lo que Dios quisiera. “Pero si pudiera elegir, ¿cuál preferiría?” “Si yo pudiera elegir,” respondió ella, “le pediría a Dios que eligiera por mí, pues me daría miedo elegir por mí misma.” Así que estén preparados para quedarse de este lado del Jordán, o atravesar la corriente, conforme su Señor lo quiera.
Y luego, otro pensamiento. Así como “Subid acá” debería promover una anticipación gozosa moderada por una espera paciente, así, amados hermanos, siempre debería ser para nosotros un asunto de absoluta certeza en cuanto a su recepción última. Mis ojos no podrían dormir ni mis párpados podrían dormitar, si este fuera un tema de duda, personalmente, en referencia a si al fin yo estaré entre los justificados. Yo puedo entender que un hombre tenga dudas acerca de su interés en Cristo, pero no puedo entender, y espero que nunca pueda hacerlo, que un hombre descanse contento en medio de estas dudas. Este es un asunto sobre el que necesitamos certeza absoluta. ¡Tú, joven, que estás allá! ¿Estás seguro que el Rey te dirá: “Subid acá?” Si tú crees en el Señor Jesucristo con todo tu corazón, esa invitación desde el gran trono con certeza llegará a tu oído como esa otra sentencia: “Polvo eres, y al polvo volverás.”
Quien cree en el Hijo de Dios tiene vida eterna. Ningún “si” condicional, ningún “tal vez” debe ser tolerado en nuestros corazones. Yo sé que brotarán como hierba mala, pero nos corresponde a nosotros arrancarla, juntarla en montones, y prenderle fuego, como hacen los agricultores con la grama en sus surcos. Al diablo le encanta que echemos suertes al pie de la cruz; pero Cristo quiere que lo miremos y encontremos una salvación segura. No, no, no debemos ser desanimados por una obra de conjeturas en relación a esto. Amigo mío, ¿puedes estar tranquilo sin una certeza infalible? ¡Cómo!, puedes morir esta noche, y estar perdido para siempre, y, ¿puedes ser feliz? ¡No, hombre, yo te exhorto por el Dios viviente, no cierres tus ojos hasta que estés seguro que los abrirás ya sea en la tierra o en el cielo! Pero si hay algún temor que puedas abrirlos en el infierno, ¿cómo te atreves a dormir? ¿Cómo te atreves a dormir, no sea que tu cama se convierta en tu tumba, y tu cuarto se convierta en la puerta de Tofet para ti?
Oh, hermanos en Cristo, busquemos tener el sello de Dios en nosotros, el testimonio infalible del Espíritu Santo, dando testimonio con nuestros espíritus, que somos nacidos de Dios, de tal forma que podamos esperar con gozo y quietud, y ver la salvación de Dios cuando el Señor diga: “Subid acá.”
Voy a agregar este cuarto pensamiento y luego proseguiremos. Pienso muy a menudo que, además de anticipar con gozo, esperar con paciencia, y tener la certeza con toda confianza, el cristiano debe contemplarlo con deleite. ¡Ah!, que cada cristiano diga ahora: “Pronto voy a morirme: el tiempo se desliza con premura. Aquí está mi cuarto. Puedo ver el cuadro ahora. Me han dicho que estoy muy enfermo, pero se lo habían guardado hasta que les pedí que me dijeran con franqueza la noticia que me voy a morir pronto, y ahora lo sé y siento la sentencia de muerte dentro de mí. Ahora viene el secreto jubiloso. En unos minutos sabré más acerca del cielo de lo que pueda enseñarme todo un grupo de teólogos. Pero cuán solemne es la escena que me rodea: la gente camina sin hacer ruido por la habitación; muy silenciosamente captan cada palabra que se dice, atesorándola.”
¡Ahora, santo, debes ser hombre! ¡Di una buena palabra por tu Señor! ¡Agita las profundidades del Jordán con tu valerosa marcha de victoria, oh soldado de Jesús! ¡Haz que sus márgenes inclinados resuenen con tus melodías, ahora! Muéstrales cómo puede morir un cristiano; deja que tu corazón desborde con mareas altas de gloria; bebe tu amarga copa, y di: “Sorbida es la muerte en victoria.” “Pero, ¿cómo es así que mi mente parece agitarse como para tomar el vuelo?”
Que roba mis sentidos; quita mi vista;
Ahoga mi espíritu; me deja sin aliento?
Dime, alma mía, ¿será esto la muerte?”
No puedo ver; una película se está formando en mis ojos; es el barniz de la muerte. Un sudor frío perla mi frente, es el rocío proveniente de las exhalaciones de la muerte. La mano amable del afecto acaba de enjugar mi frente, y yo quisiera poder hablar, pero hay un obstáculo en mi garganta que impide que salga la palabra; éste, para mí, es el monitor del silencio de la tumba. Me esforzaré en contra de él.
Mis labios temblorosos cantarán,
¿Dónde está tu victoria, tumba jactanciosa,
Y dónde está el aguijón del monstruo?”
El esfuerzo ha agotado al moribundo. Debe recostarse nuevamente. Le colocan unas almohadas en la espalda. ¡Ah! Pueden apoyarlo en las almohadas, pero él tiene un mejor brazo que lo sostiene que el que pueda proporcionarle su mejor amigo. Ahora su amado “le sustenta con pasas, le conforta con manzanas,” pues aunque enfermo de muerte, también está “enfermo de amor.” El Señor le hace su cama en su enfermedad. Su mano izquierda está bajo su cabeza, y la diestra lo abraza. El Esposo de esa alma elegida está respondiendo ahora la oración pidiendo Su presencia que se deleitaba en ofrecer, diciendo, “Quédate conmigo.” Ahora la oración del poeta ha sido concedida a plenitud:
¡Brilla en medio de lo lúgubre y llévame a los cielos!
Rompe la mañana de los cielos y huyen las vanas sombras de la tierra;
En vida y muerte, oh Señor, quédate conmigo!”
No podemos imaginar el último momento; el rapto, la gloria de la alborada, el joven rayo de la gloria beatífica, debemos dejar todo eso. En la tierra la escena es mucho más sombría, y sin embargo no es triste: mira a aquellos amigos: se reúnen, dicen: “Sí, se ha ido: ¡cuán plácidamente se durmió! Yo no podría decir en qué momento pasó del sueño a la muerte. El se ha ido.” Ellos lloran, pero no con una tristeza sin esperanza, pues se lamentan por el cuerpo, no por el alma. La montadura está rota, pero la joya está segura. El redil ha sido cambiado, pero la oveja está pastando en las cumbres de los montes de la gloria. Los gusanos devoran el barro, pero los ángeles dan la bienvenida al alma. Hay luto general dondequiera el buen hombre era conocido; pero, observen bien, es únicamente en la oscuridad donde esta tristeza reina. Allá arriba, en la luz, ¿qué están haciendo? Cuando abandonó el cuerpo, ese espíritu no se encontró solo. Los ángeles salieron a recibirlo. Los espíritus angélicos abrazaron al espíritu incorpóreo, y lo alzaron más allá de las estrellas (más allá de donde el ángel vigila eternamente al sol), distancias inconmensurables de este cielo de abajo, más allá, más allá. ¡He aquí, aparecen las puertas de perlas, y la luz azul claro de la ciudad de paredes enjoyadas! El espíritu pregunta: “¿Aquella ciudad es la hermosa Jerusalén, donde no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol?” El podrá comprobarlo muy pronto, pues se están aproximando a la Ciudad Santa, y llega el momento de que los querubes que lo transportan comienzan su canto coral. La música prorrumpe de los labios de quienes transportan al santo al cielo: “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.” Las puertas de perlas ceden, y las gozosas multitudes del cielo dan al hermano la bienvenida a los asientos de la inmortalidad. Pero, qué sigue a continuación, no puedo describirlo. En vano se esfuerza la imaginación para pintarlo. Jesús está allí, y el espíritu está en Sus brazos. En el cielo, ¿dónde estaría sino en los brazos de Jesús? ¡Oh, gozo! ¡Gozo! ¡Gozo! ¡Océanos ilimitados de gozo! Yo Lo veré; yo Lo veré. Estos ojos Lo verán, y a nadie más.
En la que fue cargada mi culpa;
Su intenso amor, Su fresco mérito,
Como sacrificado recientemente.
¡Estos ojos lo verán en aquel día,
Verán al hombre que murió por mí!
Y mis huesos dirán al levantarse:
Señor, quién como Tú.”
Yo podría perderme cuando hablo de este tema, pues mi corazón está ardiendo. Me desvío, pero no puedo evitarlo; mi corazón está por allá, sobre las colinas con mi Amado Señor. ¿Cuál será la bienaventuranza de la gloria? Una sorpresa, pienso, inclusive para quienes la obtengan. Escasamente nos conoceremos a nosotros mismos cuando lleguemos al cielo; tanto nos sorprenderá la diferencia. Aquel pobre hombre que está allá tendrá sus vestiduras con todo el esplendor de las de un rey.
Vengan conmigo y vean a esos seres brillantes; ese hijo del duro esfuerzo, que descansa para siempre; ese hijo de pecado, lavado por Jesús, y ahora un compañero del Dios del cielo, y yo, el primero de los pecadores, cantando Su alabanza; Saulo de Tarso, alabando con himnos de la música del Calvario; el ladrón penitente, con su profunda nota baja, exaltando al amor agonizante; y la Magdalena, alcanzando las notas altas, pues aun en el cielo debe haber voces que cantan solas y alcanzan notas más altas que la mayoría de nosotros no puede alcanzar, todos cantando juntos: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos.” ¡Oh, que estuviéramos allí! ¡Oh, que estuviéramos allí! Pero debemos esperar con paciencia la voluntad del Señor. No tardará mucho para que Él diga: “Subid acá.”
II. Y ahora pasaremos a la segunda parte de nuestro tema. Esta vez tomaremos nuestro texto, no como la orden de partir, sino como un SUSURRO DE LOS CIELOS PARA EL CORAZÓN DEL CREYENTE. Hay una voz que resuena desde el cielo hoy, no como un llamamiento perentorio, sino como una invitación susurrada suavemente: “Subid acá.”
El Padre le dice esto, hoy, a cada hijo adoptado. Nosotros decimos: “Padre nuestro que estás en los cielos.” El corazón del Padre desea tener a Sus hijos sobre Sus rodillas, y cada día, Su amor nos llama con un tierno: “Subid acá.” Y el Padre de ustedes y el mío no estará contento hasta que cada uno de Sus hijos esté en las muchas mansiones de arriba.
Y Jesús susurra esto al oído de ustedes el día de hoy. ¡Escuchen! ¿No oyen que dice: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese?” Jesús te apunta a los cielos, creyente. No te apegues a las cosas de la tierra. Quien no es más que un huésped en una posada, no debe vivir como si estuviera en casa. Ten lista tu tienda para la acción. Debes estar preparado siempre para levar anclas, y navegar a través del mar para encontrar un puerto mejor, pues mientras Jesús nos llama, aquí no tenemos una ciudad permanente.
Ninguna esposa que sea verdadera tiene descanso excepto en la casa de su marido. Donde su consorte está, allí está su hogar: un hogar que atrae su alma hacia sí cada día. Jesús, digo, nos invita a los cielos. Él no puede estar completamente contento mientras no lleve Su cuerpo, la Iglesia, a la gloria de su Cabeza, y conduzca a su cónyuge elegida a la fiesta de bodas de su Señor.
Y junto a los deseos del Padre y del Hijo, todos aquellos que nos han antecedido, parecen inclinarse hoy sobre las murallas del cielo, diciendo: “¡Valor, hermanos! ¡Valor, hermanos! La gloria eterna los espera. Combatan en el camino, resistan la corriente, acometan de frente las olas, y suban acá. Nosotros no podemos ser hechos perfectos sin ustedes: no hay Iglesia perfecta en el cielo mientras no estén allí todos los santos elegidos; por tanto, subid acá.” Ellos extienden sus manos de compañerismo; miran con ojos relucientes de sólido afecto sobre nosotros, y nuevamente dicen: “Subid acá.”
Guerreros que portan los laureles, ustedes nos llaman a la cima de la colina donde nos esperan triunfos semejantes. Los ángeles hacen hoy lo mismo. ¡Cómo deben sorprenderse al vernos tan indiferentes, tan mundanos, tan endurecidos! Ellos también nos hacen señas, y claman desde los asientos llenos de estrellas: “Amados, por quienes nos regocijamos cuando fueron traídos como hijos pródigos a la casa de su Padre, ‘Subid acá,’ pues anhelamos verlos; su historia de gracia será extraña y sorprendente, una historia que los ángeles están ansiosos de escuchar.
Directo hacia aquellos mundos de gozo.'”
He limitado mi argumentación en relación a ese punto. Ustedes pueden caminar en esta meditación como en un jardín cuando estén tranquilos y solos. Toda la naturaleza suena la campana que los convoca al templo de arriba. Pueden ver las estrellas de noche, mirando hacia abajo como si fueran los ojos de Dios, y diciendo: “Subid acá.” Los susurros del viento que se deslizan en la quietud de la noche les hablan, y dicen: “Hay otra tierra que es mejor; vengan con nosotros; ‘Subid acá.'” Sí, cada nube que navega a lo largo del cielo, puede decirles: “Remóntense por encima de mí, hacia el claro éter que ninguna nube puede opacar; contemplen el sol que yo nunca puedo ocultar; el mediodía que no puedo estropear. “Subid acá.”
III. Voy a necesitar su atención durante unos cuantos minutos a mi tercer punto, pues yo pienso que estas palabras pueden ser usadas como UNA AMOROSA INVITACIÓN PARA LAS PERSONAS INCONVERSAS. Hay muchas voces de espíritus que claman a ellos: “Subid acá; subid al cielo.”
Me encanta ver a muchas personas reuniéndose aquí en estos días oscuros, fríos, días invernales. Este gran lugar está tan lleno como si fuera una pequeña sacristía. Se apretujan unos contra otros como lo hacían las multitudes en los días del Señor. Dios proporciona un espíritu de oír en estos días, de una manera maravillosa; y, oh, yo quisiera que mientras ustedes están oyendo, alguna chispa viva del fuego divino cayera en sus corazones, y que esta chispa se convirtiera en la progenitora de un incendio ardiente.
Si le preguntamos a cualquiera si desea ir al cielo, dirá: “sí;” pero, ¡ay!, sus deseos por el cielo no son lo suficientemente fuertes para ser de uso práctico. Son tales tristes vientos, que no se puede navegar al cielo con ellos. Tal vez si podemos reavivar esos deseos hoy, Dios el Espíritu bendecirá nuestras palabras para traer a los hombres al camino de la vida. Pecador, extraviado, lejos de Dios, muchas voces te saludan hoy, y aunque tú has elegido los senderos del destructor, hay muchas personas que querrían volverte al camino de paz.
Primero, Dios nuestro Padre te llama. Tú dirás: “¿cómo?” Pecador, tú has tenido muchos problemas últimamente; los negocios no han ido bien; has estado sin trabajo, desafortunado, turbado, desilusionado; has tratado de seguir adelante, pero no puedes hacerlo; en tu casa no funciona nada; de alguna manera u otra, nada de lo que haces prospera; siempre estás tropezando de un pantano a otro; y te estás cansando de tu vida. ¿Acaso no sabes, pecador, que es tu Padre que te dice: “subid acá?” Tu porción no se encuentra aquí; busca otra porción y una tierra mejor. Has construido tu nido en un árbol que está marcado por el hacha, y Él está bajando tu nido para que puedas construirlo sobre roca. Yo te digo, estos problemas no son sino palmadas de amor para liberarte de ti mismo. Si te hubieras quedado sin castigo, tendría muy poca esperanza acerca de ti. Ciertamente en ese caso Dios habría dicho: “Dejémoslo solo; él no tendrá ninguna porción en la vida venidera; que tenga su porción aquí.”
Hemos tenido noticias acerca de una esposa, una mujer piadosa, quien durante veinte años había sido perseguida por un brutal marido: un marido tan excesivamente malo, que al fin su fe le falló, y ella dejó de ser capaz de creer que él se convertiría algún día; pero durante esta crisis, ella fue con él más amable que nunca. Una noche, a las doce de la noche, en un frenesí alcohólico, les dijo a sus amigos que él tenía una esposa como ningún otro hombre podía tenerla; y si ellos lo acompañaban a casa, él la despertaría a golpes y ella les serviría la cena; esto, con el fin de probar su carácter. Ellos vinieron a su casa, y la cena estuvo lista muy pronto, y constaba de las cosas que ella había preparado, tan bien y tan rápidamente como la ocasión lo había permitido; y sirvió a la mesa con tanta alegría como si la fiesta hubiera tenido lugar el momento justo. Ella no se quejó para nada. Al fin, uno del grupo, más sobrio que el resto, le preguntó cómo podía ser siempre tan amable para con tal marido. Viendo que su conducta había causado una leve impresión, se atrevió a responderle: “he hecho todo lo que he podido para llevar a mi esposo a Dios, y temo que no será salvo nunca, y por tanto su porción deberá ser en el infierno para siempre; por lo tanto, lo haré tan feliz como pueda mientras él esté aquí, pues no tiene nada que esperar en el más allá.”
Ahora, tal es su caso el día de hoy; pueden obtener algún placer aquí, pero no tienen nada que esperar en el más allá. Dios se ha agradado, acabo de decirlo, de quitarles sus placeres. Aquí, entonces, tengo buenas esperanzas de que, puesto que Él los sacude del presente, puedan ser conducidos al futuro. Dios el Padre los está poniendo incómodos, para que ustedes Lo busquen. Es la señal de que los llama con Su dedo de amor: “Subid acá.”
Y, saben, esas muertes que les han acontecido recientemente, todas dicen: “Subid acá.” Tú recuerdas cuando murió tu madre (ella era verdaderamente una santa), ¿recuerdas, Juan, lo que te dijo? Ella dijo: “yo podría morir feliz, si no fuera por ti y por tu hermano; pero, oh, que pudiera tener una esperanza de que ustedes todavía pudieran venir a Dios.” ¿Recuerdas, hombre, cómo esa hijita tuya, que había asistido a la escuela dominical, y que murió tan joven, te besó y te dijo: “papá, padre querido, abandona la copa del borracho, y sígueme al cielo; no te enojes, padre, yo me estoy muriendo; no te enojes porque dije eso, padre. Sígueme al cielo?” Pero tú no has cedido a esa petición amorosa; estás descendiendo al infierno. Sin embargo, recuerda, todo esto era un llamamiento de Dios para ti, diciéndote: “Subid acá.” Él ha llamado, y tú te has rehusado, pon mucho cuidado, no sea que cuando tú llames, Él te rechace.
Además, tú mismo has estado enfermo. Si no me equivoco, estoy hablando al hombre apropiado ahora. No hace mucho tiempo que tuviste fiebre, o, ¿qué fue lo que tuviste? Fue un accidente, y todo mundo afirmaba que estuviste a punto de morir; tuviste tiempo de reflexionar cuando estabas en la sala de ese hospital, o en tu pequeña habitación; ¿recuerdas lo que tu conciencia te decía? Cómo rompió la cortina y te hizo contemplar tu destino, hasta que leíste en letras de fuego estas palabras: “en el Seol harás tu estrado.” ¡Oh!, cómo temblaste en ese momento. No pusiste objeción para ver al ministro; entonces no te reíste del Evangelio de Cristo; hiciste un buen número de votos y de resoluciones, pero los has quebrantado todos; has mentido al Altísimo; has perjurado ante el Dios de Israel, y te has burlado del Dios de misericordia y de justicia. Ten mucho cuidado, no vaya a ser que te barra de un golpe, pues en ese momento ni un gran rescate te librará. Estas cosas, entonces, han sido llamados de la mano de tu Padre, que dicen: “Subid acá.”
Pero además, el Señor Jesucristo también te ha hecho la señal que vengas. Tú has oído que Él ha abierto un camino al cielo. ¿Qué significa un camino? ¿Acaso un camino no es una invitación a un viajero para que transite en él? Yo he atravesado los Alpes y he visto los poderosos caminos que hizo Napoleón para poder llevar su cañón a Austria; pero cómo compararemos las obras que los hombres han hecho a través del sólido granito y por encima de montañas vírgenes (montañas que hasta ese momento no contaban con caminos), cómo compararemos todo eso con el camino que Cristo ha abierto al cielo a través de las rocas de justicia, sobre los golfos de pecado, arrojándose Él mismo en las brechas, saltando al vacío para completar el camino?
Ahora el propio camino te habla; la sangre de Cristo, que abrió el camino, habla mejores cosas que la sangre de Abel; y esto es lo que dice: “pecador, cree en Cristo y tú eres salvo.” Por cada gota de sangre que corrió como sudor en Él en el huerto; por cada gota que brotó de Sus manos y pies; por toda la agonía que soportó, les suplico que oigan la voz que clamó: “Vete, y no peques más;” confía tu alma a Él, y tú eres salvo.
Pero, mi querido lector, tenme paciencia; préstame atención. El Espíritu de Dios contiende contigo y clama: “Subid acá.” El Espíritu de Dios escribió este libro; y ¿por qué motivo fue escrito este libro? Escucha las palabras de la Escritura: “Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.” Aquí está el libro lleno de promesas, perfumado de afecto, rebalsando amor. ¡Oh!, ¿por qué motivo, por qué razón lo despreciarás, y apartarás de ti la voz de misericordia? Cada vez que veas la Biblia, piensa que ves en su tapa: “Sube al cielo, busca la vida eterna.”
Luego está el ministerio por medio del cual habla el Espíritu de Dios. A menudo he pedido a mi Señor que me dé un corazón de Baxter para llorar por los pecadores, y una lengua de Whitfield para interceder. Yo no tengo ninguno de los dos; pero si los tuviera, ¡oh!, ¡cómo les rogaría a ustedes! Pero lo que tengo les doy. Como embajador de Dios, te suplico, pecador, vuélvete del error de tus caminos. “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis.” “¿Por qué moriréis?” ¿Acaso el infierno es tan agradable? ¿Es la diestra de Dios, cuando está extendida en trueno, algo que podemos despreciar? ¡Oh!, vuélvanse; huyan al refugio; el Espíritu les ordena que vuelen.
Además, ¿acaso tu conciencia no te dice lo mismo? ¿No hay algo en tu corazón el día de hoy que dice: “Comienza a pensar en tu alma; confía tu alma a Cristo? Que la gracia divina te constriña a escuchar el silbo apacible y delicado, ¡para que seas salvo!
Y, finalmente, los espíritus de sus amigos que ya partieron claman a ustedes desde el cielo el día de hoy, con una voz que quisiera que pudieran oír: “Subid acá.” Madre (mujer inconversa), tú tienes un bebé en el cielo; tal vez no uno, ni dos, sino una familia de bebés en el cielo. Tú eres una madre de ángeles, y esos jóvenes querubes claman a ti: “madre, sube acá.” Pero no puede suceder nunca a menos que te arrepientas y creas en el Señor Jesucristo.
Yo sé que algunos de ustedes han llevado a la tumba a sus parientes santificados. Tu padre, de cabellos canos, al fin siguió el camino de toda carne, y desde su asiento celestial ante el trono eterno, clama: “Sube acá.” Una hermana, que enfermó de tisis, que partió hace tiempo abandonando el hogar y dejándote para llorar su ausencia, clama: “Sube acá.” Yo imploro a ustedes, hijos de los santos en la gloria; yo les imploro, hijas de madres inmortales; no desprecien ahora la voz de quienes les hablan desde el cielo. ¡Oh!, si ellos estuvieran aquí, si fuera posible que vinieran aquí a hablarles el día de hoy, yo sé las notas de profundo afecto que brotarían de sus labios: “allí está mi mamá.” “Allá está mi papá.” Ellos no pueden venir; pero yo soy su vocero. Si yo no puedo hablar como ellos podrían hacerlo, recuerden, si ustedes no se convierten cuando oigan el Evangelio predicado: “tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.” Ellos no podrían sino hablarles del Evangelio; yo hago lo mismo.
El Evangelio es: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.” “El que creyere y fuere bautizado, será salvo,” dice el Evangelista. Creer es confiar en Cristo; ser bautizado no es la aspersión a un bebé; para eso no hay respaldo excepto en las invenciones de los hombres. Ser bautizado es ser sepultado con Cristo en el bautismo después de la fe; pues lo que es hecho sin fe, y no es hecho por fe, es contrario al mandamiento del Señor. El bautismo es para los santos, no para los pecadores: como la Cena del Señor, es en la Iglesia, no fuera de ella. Creyendo, eres salvo. El bautismo no te salva; eres bautizado porque eres salvo. El bautismo es el reconocimiento exterior del gran cambio interior que el Espíritu de Dios ha obrado. Cree, pues, en Jesús. Echado de bruces ante la cruz, entrégate ahora; luego levántate y di: “ahora confieso Su nombre,” y estoy unido a Su Iglesia, y creo que al fin, habiéndolo confesado ante los hombres, Él me confesará ante mi Padre que está en los cielos.
Y ahora regresaremos a casa y recuerden que yo estoy limpio de la sangre de ustedes. No sé cuántas personas haya aquí hoy, pero estimo que habrá siete mil personas aquí congregadas, que no tendrán ninguna excusa el día del juicio. Les he prevenido lo mejor que he podido; les he suplicado. ¡Pecador! ¡Pecador! Tu sangre sea sobre tu propia cabeza si rechazas esta grandiosa salvación. Oh Dios el Espíritu Santo, haz que quieran en el día de Tu poder, y sálvalos el día de hoy, y para siempre, por causa de Tu nombre. Amén.
Nota del Traductor: Acerca de este sermón y de unos cuantos más contenidos en el Volumen 9, Charles H. Spurgeon comentó: “Durante el año nos hemos enterado con gozo de conversiones obradas por el Espíritu Santo por medio de la mayoría de estos sermones; pero, para ayudar en la selección de algunos de ellos, por parte de quienes desean distribuir los más útiles, cabe mencionar aquellos que han tenido muchos sellos sobre ellos: “La Voz del Cielo,” “Cristianos Nominales: Infieles Reales,” “La Raíz del Asunto,” “Consuelo para Quienes Buscan a partir de lo que el Señor no ha dicho.” Etcétera.
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