SERMON#408 – Accidentes, No Castigos – Charles Haddon Spurgeon

by Apr 8, 2022

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí:http://spurgeon.com.mx/sermon408.html

 

“En este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús les dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” — Lucas 13: 1-5

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El año de 1861 será notorio entre sus compañeros por ser un año marcado por calamidades. Justo en la época cuando el hombre sale a recibir el fruto de sus labores, cuando la cosecha de la tierra está madura, y los graneros comienzan a reventar, llenos del trigo nuevo, la Muerte también, ese poderoso segador, ha salido para cortar su propia cosecha; gavillas completas han sido recogidas en su granero: la tumba. Terribles han sido los lamentos que conforman el himno de cosecha de la muerte.

Al leer los periódicos estas últimas dos semanas, aun la persona más impasible ha experimentado sentimientos muy dolorosos. No solamente han ocurrido catástrofes tan alarmantes que se hiela la sangre al recordarlas, sino que también las columnas de los periódicos han sido dedicadas a ciertas calamidades de un menor grado de horror, pero que sumadas todas, son suficientes para llenar de terror la mente, por la cantidad tremenda de muertes inesperadas que recientemente han correspondido a los hijos de los hombres.

No solamente hemos tenido un accidente cada día de la semana, sino hasta dos y tres; no hemos sido simplemente aturdidos por el ruido alarmante de un terrífico estallido, sino por otro, y otro, y otro, que han seguido sus pisadas, como los amigos de Job, hasta que hemos tenido necesidad de la paciencia y de la resignación de Job, para escuchar la terrible narración de esas calamidades. Ahora, hombres y hermanos, cosas como éstas han ocurrido siempre en todas las épocas del mundo. No piensen que ésto es algo nuevo; no consideren, como hacen algunos, que esto es el producto de una civilización excesiva, o el resultado de ese descubrimiento moderno tan maravilloso como es el vapor. Si nunca se hubiera conocido la máquina de vapor, y si nunca se hubiera construído un ferrocarril, de todas maneras habrían habido muertes inesperadas y accidentes terribles.

Al revisar los viejos archivos en los que nuestros antepasados han registrado los accidentes y las calamidades, encontramos que la antigua diligencia ofreció a la muerte un botín tan gravoso como lo hace el tren que rueda velozmente; habían entonces tantas puertas para el Hades como las hay ahora; caminos tan empinados y escarpados que conducían a la muerte, que eran transitados por una muchedumbre tan vasta como en nuestra época. ¿Acaso dudan de eso?

Les pido que vayamos al capítulo trece de Lucas. Recuerden a esos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé. ¿Qué tal si ninguna colisión los hubiera aplastado? (Nota: se refiere a una colisión de trenes ocurrida en esos días). ¿Qué tal si no hubieran sido destruidos por el ingobernable caballo de hierro que los arrastró al agua desde un terraplén? (Nota: se refiere a otro accidente ferroviario). Sin embargo, alguna torre mal construída, o alguna pared golpeada por la tempestad pudiera haber caído sobre dieciocho a la vez, y habrían perecido.

O peor que eso, un gobernante despótico, llevando las vidas de los hombres colgadas de su cinturón como si fueran las llaves de su palacio, pudiera haber caído súbitamente sobre los que estaban adorando en el propio templo, y pudiera haber mezclado su sangre con la sangre de los becerros que en ese momento estaban siendo sacrificados al Dios del cielo. No piensen, entonces, que esta es una época en la que Dios está tratando más duramente con nosotros que antes. No piensen que la providencia de Dios se ha vuelto más dura que antes; siempre ha habido muertes inesperadas, y siempre las habrá; siempre ha habido estaciones en las que los lobos de la muerte han cazado en manadas hambrientas, y, probablemente, hasta el fin de esta dispensación, el último enemigo tendrá sus festivales periódicos y colmará a los gusanos con carne humana.

Por tanto, no estén abatidos por las muertes inesperadas, ni tampoco estén turbados por estas calamidades. Continúen con sus actividades normales, y si sus llamados los llevan a cruzar el campo de la propia muerte, háganlo, y háganlo valerosamente. Dios no ha soltado las riendas del mundo, no ha quitado Su mano del timón de gran barco, todavía:

“Él en todas partes tiene imperio,
y todas las cosas sirven a Su poderío;
Cada acto suyo es pura bendición,
Su camino es luz sin mancha.”

Sólo aprendan a confiar en Él, y no tendrán ningún temor a la muerte inesperada; “Gozará él de bienestar, y su descendencia herederá la tierra.”

El tema particular de esta mañana, sin embargo, es este: el uso que debemos encontrar para estos terribles textos que Dios está escribiendo con letras mayúsculas en la historia del mundo. Dios ha hablado una vez, sí, dos veces; que no se diga que el hombre no prestó atención. Hemos visto un vislumbre del poder de Dios, hemos contemplado algo de la rapidez con la que Él puede destruir a nuestros conciudadanos. “Prestad atención al castigo, y a quien lo establece;” y al prestar atención, hagamos dos cosas.

Primero, no seamos tan insensatos como para sacar la conclusión a la que llegan las personas supersticiosas e ignorantes: esa conclusión que está sugerida en el texto, es decir, que quienes son destruídos por medio de accidentes, son pecadores que están por encima de todos los pecadores que habitan en el lugar. Y, en segundo lugar, lleguemos a la conclusión apropiada y correcta; hagamos un uso práctico de todos estos eventos para nuestra propia mejora personal; escuchemos la voz del Salvador que dice: “No; si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.”

I. Primero, entonces, TENGAMOS MUCHO CUIDADO DE NO SACAR UNA CONCLUSIÓN APRESURADA E IRREFLEXIVA ACERCA DE ESTOS TERRIBLES ACCIDENTES: QUE QUIENES LOS SUFREN, LOS SUFREN POR CULPA DE SUS PECADOS.

Se ha dicho de la manera más absurda que quienes viajan en el primer día de la semana, y tienen un accidente, deben considerar ese accidente como un juicio de Dios sobre ellos, debido a que están violando el día de adoración del cristiano. Se ha dicho, aun por parte de ministros piadosos, que esta última colisión deplorable (de los trenes) debe considerarse una visitación notable y sumamente maravillosa de la ira de Dios en contra de esos infelices que por casualidad se encontraban en el túnel Clayton.

Pero yo presento mi protesta más enérgica contra una conclusión así, no solamente en nombre mío, sino en el nombre de Aquél que es el Señor del cristiano y el Maestro del cristiano. Yo pregunto acerca de esas personas que fueron aplastadas en ese túnel, ¿piensan ustedes que ellos eran mayores pecadores que todos los pecadores? “No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” O los que murieron el lunes pasado, ¿piensan ustedes que ellos eran mayores pecadores que todos los pecadores que estaban en Londres? “No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.”

Ahora, fijense bien, yo no negaría que han existido ocasiones en que han habido juicios de Dios sobre personas particulares debido a su pecado; algunas veces, y yo pienso que muy raramente, tales cosas han ocurrido. Algunos de nosotros hemos oído, en nuestra propia experiencia, que ciertos hombres han blasfemado a Dios y lo han desafiado a que los destruya, y han muerto repentinamente; y en tales casos, el castigo ha seguido tan rápidamente a la blasfemia que era imposible no ver la mano de Dios en ello. El hombre había pedido perversamente el juicio de Dios, y su oración fue escuchada y vino el juicio.

Y más allá de toda duda, existen lo que se puede describir como los juicios naturales. Ustedes ven a un hombre vistiendo harapos, pobre, sin hogar; ha sido un libertino, ha sido un borracho, ha perdido su carácter, y no es sino el justo juicio de Dios sobre ese hombre que se esté muriendo de hambre, y que sea un proscrito entre los hombres. Ustedes pueden ver en los hospitales a repugnantes ejemplares de hombres y mujeres que están terriblemente enfermos; Dios no quiera que en casos tales, nosotros neguemos que hay un juicio de Dios sobre esas concupiscencias impías y licenciosas.

Y lo mismo puede decirse en muchos casos donde hay un vínculo tan claro entre el pecado y el castigo que hasta los hombres más ciegos pueden discernir que Dios ha convertido a la Miseria en la hija del Pecado. Pero en casos de accidente, tal como ese al que me refiero, y en casos de muerte repentina e instantánea, repito, yo presento mi más sincera protesta contra la idea insensata y ridícula que quienes perecen así, son mayores pecadores que todos los pecadores que sobreviven sin sufrir ningún daño.

Simplemente permítanme razonar este asunto con el pueblo cristiano; pues hay algunos cristianos sin mayor iluminación que se sentirán horrorizados por lo que he dicho. Y quienes tienden a ser perversos pueden soñar inclusive que yo estoy haciendo una apología para el quebrantamiento del día de adoración. Pero yo no hago tal cosa. Yo no disminuyo la gravedad del pecado; yo sólo testifico y declaro que los accidentes no deben ser vistos como castigos por el pecado, pues el castigo no pertenece a este mundo, sino al mundo venidero. A todos aquellos que se apresuran a considerar cada calamidad como un juicio, yo les quiero hablar con la esperanza sincera de corregirlos.

Entonces, permítanme comenzar preguntando, amados hermanos míos, ¿acaso no ven que lo que dicen no es cierto? Y esa es la mejor de las razones del por qué no deben decirlo. ¿Acaso su propia experiencia y observación, no les enseña que un evento le ocurre tanto al justo como al malvado? Es cierto que el hombre malvado a veces cae muerto en la calle; ¿pero acaso el ministro no ha caído también muerto en el púlpito? Es cierto que un yate de placer, en el que los hombres buscaban su propia felicidad un día domingo, se ha hundido precipitadamente; ¿pero acaso no es igualmente cierto que un barco que llevaba únicamente hombres piadosos, cuyo destino era una gira para predicar el Evangelio, se ha hundido también?

La providencia visible de Dios no tiene respeto a las personas; y una tormenta se puede abatir sobre el barco misionero “John Williams,” de la misma manera que se puede abatir sobre otro yate lleno de pecadores desenfrenados. ¡Qué! ¿Acaso no perciben que la providencia de Dios ha sido de hecho, en sus tratos externos, más dura con los buenos que con los malos? Pues ¿no dijo Pablo, al contemplar las miserias de los justos en su día: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres.”

El camino de justicia a menudo ha conducido a los hombres al potro de tormento, a prisión, al patíbulo y a la hoguera; mientras que el camino del pecado a menudo los ha llevado al imperio, al dominio y a la alta estima de sus compañeros. No es cierto que en este mundo Dios castigue a los hombres por su pecado, y los premie por sus buenas obras. Pues, ¿acaso no dijo David: “Vi yo al impío sumamente enaltecido, y que se extendía como laurel verde?” Y ¿no dejaba esto perplejo al Salmista durante un tiempo, hasta que fue al santuario de Dios, y entonces entendió el fin de ellos?

Aunque tu fe te asegura que el resultado final de la providencia obrará únicamente el bien para el pueblo de Dios, sin embargo tu vida, aunque sea solamente una breve parte del drama divino de la historia, debe haberte enseñado que la providencia no discrimina externamente entre el justo y el impío; que el justo perece inesperadamente al igual que el impío; que la peste no conoce diferencias entre el pecador y el santo; y que la espada de la guerra es despiadada con los hijos de Dios de la misma manera que lo es con los hijos de Belial.

Cuando Dios envía el flagelo, éste mata inesperadamente al inocente de la misma manera que al perverso y al insolente. Ahora, hermanos míos, si la idea de ustedes de una providencia que castiga y que premia no es cierta, ¿por qué hablan como si lo fuera? Y ¿por qué, si no es correcta como regla general, suponen ustedes que sea verdad en esta instancia particular? Sáquense esa idea de la cabeza, pues el Evangelio de Dios nunca requiere que ustedes crean algo que no es cierto.

Pero, en segundo lugar, hay otra razón. La idea de que, siempre que ocurre un accidente, debemos considerarlo como un juicio de Dios, haría que la providencia fuera, en vez de un abismo grande, un charco muy superficial. Pues cualquier niño puede entender la providencia de Dios, si es cierto que cuando hay un accidente de ferrocarril es porque la gente viaja en un día domingo. Yo puedo elegir a cualquier niñito de la clase más elemental de la escuela dominical, y me dirá: “Sí, yo veo eso.” Pero entonces, si la providencia es una cosa así, si es una providencia que puede ser entendida, evidentemente no es la idea de providencia de la Escritura, pues en la Escritura se nos enseña siempre que la providencia de Dios es “un abismo grande;” y aun Ezequiel, que tenía el ala del querubín y podía volar muy alto, cuando vio las ruedas que eran el gran cuadro de la providencia de Dios, solo podía decir que los aros de las ruedas eran tan altos que eran espantosos, y llenos de ojos, de tal forma que se les gritaba, “¡Rueda!”

Lo repito para que quede muy claro, si en todos los casos una calamidad fuera el resultado de algún pecado, entonces la providencia sería algo tan simple como que dos más dos son cuatro; sería una de las primeras lecciones que un niñito podría aprender. Pero la Escritura nos enseña que la providencia es un abismo grande en el que el intelecto humano puede nadar y bucear, pero no puede encontrar ni el fondo ni la orilla; y si tú o yo pretendemos que podemos encontrar las razones de la providencia, y torcer las dispensaciones de Dios con nuestros dedos, sólo demostramos nuestra insensatez, pero no estamos evidenciando que hemos comenzado a entender los caminos de Dios.

Pues, miren, señores; supongan por un momento que se está llevando a cabo una grandiosa representación de una obra teatral, y que ustedes se entrometen en la obra y ven a un actor en el escenario por un instante y dicen: “Sí, yo entiendo la obra,” ¡qué tontos serían! ¿Acaso no saben que las grandes transacciones de la providencia comenzaron hace cerca de seis mil años? Y ustedes vinieron a este mundo hace treinta o cuarenta años, y han visto a un actor en escena, y ustedes dicen que ya entienden la obra. ¡Bah! No la entienden; apenas han comenzado a conocer. Únicamente Él conoce el fin desde el principio, únicamente Él entiende cuáles son los grandes resultados, y cuál es la grandiosa razón por la que el mundo fue hecho, y por la que Él permite que ocurra tanto el bien como el mal. No piensen que ustedes conocen los caminos de Dios; equivale a degradar la providencia, y bajar a Dios al nivel de los hombres, cuando pretenden que pueden entender estas calamidades y descubrir los designios secretos de la sabiduría.

Pero, a continuación, ¿no perciben que una idea así alentaría el fariseísmo? Estas personas que murieron aplastadas, o calcinadas, o destruídas bajo las ruedas de los vagones del ferrocarril, eran peores pecadores que nosotros. Muy bien, entonces nosotros debemos ser unas personas excelentes; ¡qué excelentes ejemplos de virtud! Nosotros no hacemos las cosas que ellos hacen, y por tanto Dios nos facilita todas las cosas. En la medida en que hemos viajado, algunos de nosotros cada día de la semana, y nunca hemos sido hechos pedazos, sobre esta suposición podemos catalogarnos como favoritos de la Deidad.

Y entonces, ¿no ven, hermanos, que nuestra seguridad sería un argumento para hacernos cristianos? Que hayamos viajado en un tren con seguridad sería un argumento que somos regenerados, pero yo nunca he leído en las Escrituras, “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque hemos viajado de Londres a Brighton sin ningún problema dos veces al día.” Nunca he encontrado ningún versículo que se parezca a esto; y sin embargo si fuera cierto que los peores pecadores sufren los accidentes, se derivaría como un opuesto natural a esa proposición, que quienes no sufren accidentes deben ser personas muy buenas, y qué nociones farisaicas engendramos y nutrimos de esta manera.

Pero yo no puedo tolerar esta insensatez ni por un instante. Cuando contemplo por un momento los pobres cuerpos mutilados de quienes han sido sacrificados tan inesperadamente, mis ojos se llenan de lágrimas, pero mi corazón no se vanagloria, ni mis labios acusan; lejos de mí esa expresión llena de orgullo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres.” No, no, no, ese no es el espíritu de Cristo, ni el espíritu del cristianismo. Aunque podemos agradecer a Dios porque somos preservados, sin embargo podemos decir: “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos,” y nosotros debemos atribuirlo a Su gracia y únicamente a Su gracia. Pero no podemos creer que había algo mejor en nosotros, porque hemos sido preservados vivos estando la muerte tan cerca. Es únicamente porque Él ha tenido misericordia, y ha sido muy paciente para con nosotros, no queriendo que perezcamos, sino que nos arrepintamos, que nos ha preservado de esta manera para que no descendamos a la tumba, y nos ha mantenido la vida preservándonos de la muerte.

Y luego, permítanme comentar que la suposicón contra la cual estoy contendiendo seriamente, es muy cruel y dura. Pues si este fuera el caso, que todas las personas que así se encuentran con la muerte de una manera extraordinaria y terrible son mayores pecadores que los demás, ¿no sería un golpe aplastante para los afligidos sobrevivientes, y no es poco generoso de nuestra parte consentir en esa idea, a menos que seamos forzados a aceptarla como una terrible verdad, por razones que no pueden responderse?

Ahora, yo los reto a que la susurren al oído de la viuda. Vayan a su casa y díganle: “su esposo era peor pecador que el resto de los hombres, por eso murió.” No poseen la suficiente brutalidad para eso. Un pequeño niño inconsciente, que nunca había pecado, aunque, sin duda, un heredero de la caída de Adán, es encontrado aplastado en medio de los escombros del accidente. Ahora piensen por un momento, cuál sería la infame consecuencia de la suposición, que quienes perecieron eran peores que los otros. Tendrían que suponer que este niño inconsciente era peor pecador que muchos que habitan en las guaridas de la infamia y cuyas vidas son todavía respetadas. ¿Acaso no perciben que la cosa es radicalmente falsa? Y tal vez yo podría mostrarles mejor la injusticia de eso, recordándoles que un día podría sucederles a ustedes.

Supongamos que les toque encontrarse con una muerte inesperada de ese tipo, ¿están anuentes a que se les adjudique la condenación sobre esa base? Un incidente así puede ocurrir en la casa de Dios. Permítanme recordar lo que ocurrió una vez que estábamos congregados; puedo afirmar con un corazón puro, que no nos reunimos con ningún otro objetivo sino el de servir a Dios, y este ministro no tenía ninguna meta al ir a ese lugar, excepto el de congregar a muchos que de otra manera no habrían tenido la oportunidad de escuchar su voz. Y sin embargo hubo funerales como resultado de un esfuerzo santo (pues todavía declaramos que fue un esfuerzo santo, y la bendición de Dios lo ha demostrado). Hubo muertes y muertes entre el pueblo de Dios; estaba a punto de decir que estoy contento que fue en el pueblo de Dios más que en los otros. Un terror tremendo se apoderó de la congregación, y la gente huyó, y no ven que si los accidentes deben ser considerados como juicios, entonces es una conclusión sana que nosotros estábamos pecando al estar allí. Esa es una insinuación que nuestras conciencias repudian categóricamente.

Sin embargo, si esa lógica fuera verdadera, es tan cierta contra nosotros como lo es contra otros, y en la medida que ustedes repelerían con indignación la acusación que algunos fueron heridos o golpeados debido al pecado, estando allí para adorar a Dios, lo que repelen para ustedes lo repelen para otros, y no quieren ser parte de la acusación que es presentada en contra de quienes han sido destruídos durante las últimas dos semanas, que perecieron por causa de cualquier gran pecado.

Aquí anticipo el clamor de personas prudentes y celosas que tiemblan por el arca de Dios, y la quieren tocar con la mano de Uza. “Bien,” dirá alguno, “pero nosotros no debemos hablar así, pues es una superstición muy útil, pues habrán muchas personas que ya no viajarán los domingos debido al accidente, y por lo tanto debemos decirles, que quienes perecieron, perecieron debido a que viajaron en domingo.”

Hermanos, yo no diría una mentira para salvar un alma, y esto sería decir mentiras, pues no es verdad. Yo haría cualquier cosa para parar el trabajo de los domingos y el pecado, pero no fraguaría una falsedad aun para lograr eso. Esas personas podrían haber fallecido un lunes al igual que un domingo. Dios no da una inmunidad especial algún día de la semana, y los accidentes pueden ocurrir en cualquier momento, y es solamente un fraude piadoso cuando buscamos jugar así con la superstición de los hombres por la causa de Cristo.

El sacerdote de la Iglesia Católica puede consistentemente usar un argumento así, pero un cristiano honesto, que cree que la religión de Cristo puede cuidarse a sí misma sin necesidad de decir falsedades, desdeña hacer eso. Estos hombres no perecieron porque viajaron un día domingo. Que sirva de testigo el hecho que otros perecieron un día lunes cuando andaban en misión de misericordia.

Yo no sé por qué razón o por qué motivo Dios envió el accidente. Dios no quiera que nosotros ofrezcamos nuestra propia razón cuando Dios no nos ha dado Su razón, pero no nos es permitido convertir la superstición de los hombres en un instrumento para hacer avanzar la gloria de Dios. Ustedes saben que entre los protestantes existen muchos fanatismos papales. Conozco a personas que aprueban el bautismo infantil argumentando: “Bien, no hace ningún daño, y hay muy buenas intenciones en él, y puede hacer mucho bien, y aun la confirmación puede resultar de bendición para algunas personas, y por lo tanto no hablemos en contra de eso.”

A mí no me concierne si este tema hace daño o no, todo lo que me importa es si es correcto, si es Escritural, si es verdadero, y si la verdad perjudica, que es una suposición que no podemos aceptar de ninguna manera, ese perjuicio no estará a nuestra puerta. No tenemos otro deber que decir la verdad, aunque los cielos se caigan. Lo repito otra vez, que cualquier avance del Evangelio que se deba a la superstición de los hombres es un avance falso, y muy pronto se volverá en contra de las personas que usan esa arma no consagrada.

Nosotros tenemos una religión que apela al juicio del hombre y al sentido común, y cuando no podemos avanzar con eso, yo no acepto que debamos proseguir utilizando otros métodos; y, hermanos, si hay alguna persona que quiera endurecer su corazón y decir: “pues bien, yo estoy tan seguro en un día como en cualquier otro,” lo que es muy cierto, yo debo responderle: “el pecado de que hagas tal uso como el que haces de una verdad debe yacer a tu puerta, no a la mía; pero si yo pudiera evitar que violes el día de descanso del cristiano, poniéndote enfrente una hipótesis supersticiosa, no lo haría, pues me parece que aunque te logre mantener alejado de ese pecado por un poco tiempo, muy pronto te volverías demasiado inteligente para ser engañado por mí, y luego me llegarías a considerar como un sacerdote que ha jugado con tus temores en lugar de apelar a tu juicio.”

¡Oh!, ya es tiempo que sepamos que nuestro cristianismo no es una cosa débil y temblorosa, que apela a los pequeños temores supersticiosos de mentes ignorantes y tenebrosas. Es algo valiente, que ama la luz, y que no necesita de fraudes santificados para su defensa. ¡Sí, crítico! Enfoca tu linterna hacia nosotros, y que brille en nuestros propios ojos; nosotros no tenemos miedo, la verdad es poderosa y puede prevalecer, y si no puede prevalecer a la luz del día, no tenemos ningún deseo que el sol se ponga para darle una oportunidad.

Yo creo que ha brotado mucha infidelidad del muy natural deseo de algunos cristianos de aprovecharse de errores comunes. “Oh,” han dicho, “este error popular es muy bueno, mantiene a la gente en la posición correcta; vamos a perpetuar este error, pues evidentemente hace mucho bien.” Y luego, cuando el error ha sido descubierto, los infieles han dicho: “Oh, ahora vean que estos cristianos han sido descubiertos en sus estratagemas.” No tengamos ningún truco, hermanos; no les hablemos a los hombres como si fueran niños que pueden ser amedrentados por historias de fantasmas y de brujas. El hecho es que este no es el tiempo de retribución, y es peor que inútil que nosotros enseñemos que lo es.

Y ahora, por último (y ya voy a pasar a otro punto), ¿acaso no perciben que esta suposición, que no es cristiana ni Escritural, que cuando los hombres se encuentran inesperadamente con la muerte, es resultado del pecado, roba al cristiano uno de sus argumentos más nobles para la inmortalidad del alma? Hermanos, nosotros afirmamos diariamente, con la Escritura como nuestra garantía, que Dios es justo, y en la medida que Él es justo, debe castigar el pecado, y premiar al justo. Manifiestamente Él no lo hace en este mundo, un mismo evento les ocurre a ambos: el hombre justo es pobre al igual que el malvado, y muere repentinamente al igual que el mayor réprobo. Muy bien, entonces, la conclusión es natural y clara, que debe haber un mundo a continuación en el que estas cosas serán enderezadas.

Si hay un Dios, Él debe ser justo; y si Él es justo, Él debe castigar el pecado; y puesto que no lo hace en este mundo, debe haber otro estado en el que los hombres recibirán la debida recompensa de sus obras; y los que han sembrado para la carne, de la carne cosecharán corrupción, mientras que quienes han sembrado para el Espíritu, del Espíritu cosecharán vida eterna. Si hacen de este mundo el lugar de cosechar, le habrán quitado el aguijón al pecado.

“Oh,” dice el pecador, “si las aflicciones que el hombre soporta aquí es todo el castigo que tendrá, vamos a pecar con voracidad.” Tú respóndeles, “no; este no es el mundo de castigo, sino el mundo de prueba; no es la corte de justicia, sino la tierra de misericordia; no es la prisión de terror, sino la casa de paciencia;” y les has abierto ante sus ojos las puertas del futuro; has puesto el trono del juicio ante sus ojos; les has recordado: “Venid, benditos,” y “Apartaos de mí, malditos;” así tienes un fundamento más razonable y por supuesto más Escritural, para apelar a sus conciencias y a sus corazones.

He hablado con miras a sofocar, en la medida de lo posible, la idea que está muy propagada entre los impíos, que nosotros como cristianos sostenemos que cada calamidad es un juicio. No es así; nosotros no pensamos que aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, eran más culpables que todos los hombres que habitaban en Jerusalén.

II. Ahora pasamos a nuestro segundo punto. ¿QUÉ USO, ENTONCES, DEBEMOS HACER DE ESTA VOZ DE DIOS QUE ES OÍDA EN MEDIO DE LOS GRITOS AGUDOS Y LOS GEMIDOS DE LOS MORIBUNDOS? Dos usos; primero, preguntas, y segundo, una advertencia.

La primera pregunta que debemos hacernos es la siguiente: “¿Por qué no puede sucederme a mí que muy pronto e inesperadamente sea yo cortado? ¿Acaso tengo un contrato de arrendamiento de mi vida? ¿Tengo algún amparo especial que me garantice que no atravesaré inesperadamente los portales de la tumba? ¿He recibido un título de privilegio de longevidad? ¿He sido cubierto con una armadura tal que soy invulnerable a las flechas de la muerte? ¿Por qué no voy a morir?”

Y la siguiente pregunta que debe sugerir es esta: “¿Acaso no soy un gran pecador como esos que murieron? ¿No hay en mí, sí, en mí, pecados contra el Señor mi Dios? Si en pecados visibles otros me han superado, ¿acaso no son malvados los pensamientos de mi corazón? ¿Acaso la misma ley que los maldice a ellos no me maldice a mí? No he continuado en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para que se cumplan. Es tan imposible que yo sea salvo por mis obras como que ellos lo sean. ¿No estoy yo bajo ley, por naturaleza, como ellos lo están, y por lo mismo no estoy yo bajo maldición, como ellos lo están? Esa pregunta debe hacerse. En vez de pensar en sus pecados, lo cual me volvería orgulloso, debo pensar en mis propios pecados, lo que me volverá humilde. En lugar de especular en su culpa, que es asunto que no me incumbe, debo volver mis ojos hacia mi interior, y considerar mi propia trasgresión, por la cual debo responder personalmente ante el Dios Altísimo.”

Luego la siguiente pregunta es, “¿me he arrepentido de mi pecado? Yo no necesito estar investigando si ellos se han arrepentido o no: ¿me he arrepentido yo? Puesto que yo estoy expuesto a la misma calamidad, ¿estoy preparado para enfrentarla? ¿He sentido, por medio del poder de convencimiento del Espíritu Santo, la negrura y la depravación de mi corazón? ¿He sido guiado a confesar ante Dios que yo merezco Su ira, y que Su desagrado, si se posa en mí, será mi justo pago? ¿Odio el pecado? ¿He aprendido a aborrecerlo? ¿Me he apartado del pecado, por medio del Espíritu Santo, como de un veneno mortal y busco ahora honrar a Cristo mi Señor? ¿He sido lavado en Su sangre? ¿Reflejo Su semejanza? ¿Muestro Su carácter? ¿Busco vivir para Su alabanza? Pues si no es así, estoy en tan grave peligro como ellos lo estaban, y puedo ser cortado tan repentinamente, y luego, ¿dónde estoy? Yo no voy a preguntar ¿dónde están ellos? Y luego, de nuevo, en vez de estar atisbando en el futuro destino de estos infelices hombres y mujeres, ¡cuánto mejor sería preguntarnos acerca de nuestro destino y de nuestra propia situación!

“¿Qué soy yo? Alma mía, despierta,
Y haz un análisis imparcial.”

¿Estoy preparado para morir? Si se abrieran ahora las puertas del infierno, ¿entraría yo allí? Si debajo de mí se abrieran ahora las fauces de la muerte, ¿estoy preparado con confianza para atravesarlas, no temiendo el mal, porque Dios está conmigo? Este es el uso correcto que podemos hacer de estos accidentes; esta es la manera más sabia de aplicar los juicios de Dios a nosotros mismos y a nuestra propia condición.

Oh señores, Dios ha hablado a cada hombre en Londres durante estas últimas dos semanas; Él me ha hablado a mí, Él les ha hablado a ustedes, hombres, mujeres y niños. La voz de Dios ha sonado desde el oscuro túnel; ha hablado desde la puesta del sol y la deslumbrante hoguera alrededor de la cual yacen los cadáveres de hombres y mujeres, y Él les ha dicho, “Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis.” Esto está tan dirigido a ustedes, que yo espero que los lleve a preguntarse: “¿Estoy preparado, estoy listo? ¿Estoy dispuesto a enfrentar a mi Juez, y escuchar la sentencia pronunciada sobre mi alma?”

Cuando hayamos usado la voz de Dios para preguntarnos de esta manera, permítanme recordarles que debemos usarla también como una advertencia. “Todos pereceréis igualmente.” “No,” dirá alguien, “no igualmente. No todos seremos aplastados; muchos de nosotros moriremos en nuestras camas. No todos moriremos quemados; muchos de nosotros cerraremos tranquilamente nuestros ojos.” Ay, pero el texto dice, “Todos pereceréis igualmente.” Y déjenme recordarles que algunos de ustedes pueden perecer de una manera idéntica. No tienen ninguna razón para creer que ustedes no pueden ser cortados inesperadamente, mientras caminan por las calles. Pueden caerse muertos mientras comen; ¡cuántos no han perecido con el báculo de vida en sus manos! Estarán en su cama, y su cama súbitamente se convertirá en su tumba. Ustedes podrán ser fuertes, sanos, robustos, y ya sea por un accidente, o porque se detiene la circulación de su sangre, serán llevados rápidamente ante su Dios. ¡Oh!, ¡Que la muerte inesperada sea para ustedes gloria súbita!

Pero nos puede ocurrir a algunos de nosotros, que de la misma manera inesperada en que otros han muerto, moriremos así. Hace sólo poco tiempo, en Estados Unidos, un hermano, mientras predicaba la Palabra, entregó su cuerpo y su cargo simultáneamente. Ustedes recuerdan la muerte del doctor Beaumont, quien, mientras proclamaba el Evangelio de Cristo, cerró sus ojos al mundo. Y yo recuerdo la muerte de un ministro en este país, que acababa de pronunciar este verso:

“Padre, yo anhelo, yo ansío ver
El lugar de Tu habitación;
Yo quiero dejar Tus atrios terrenales y huir
Hasta Tu casa, mi Dios,”

entonces le agradó a Dios concederle el deseo de su corazón, y apareció ante el Rey en Su belleza. ¿Acaso no puede una muerte imprevista como esa sucederles a ustedes y a mí?

Pero es muy cierto que, venga la muerte de la manera que venga, hay unos cuantos aspectos en la que vendrá a nosotros justo de la misma manera como les ha venido a quienes sufrieron esos accidentes. En primer lugar, vendrá con toda seguridad. Ellos no hubieran podido escapar del perseguidor, no importa cuán rápido viajaran. Ellos no hubieran podido escapar de la saeta, no importa a qué lugar hubieran ido, escondiéndose de casa en casa, cuando su tiempo les llegó. Y nosotros pereceremos así.

Con la misma seguridad, tan ciertamente como la muerte ha puesto su sello sobre los cadáveres que ahora están cubiertos de tierra, con la misma certeza pondrá su sello sobre nosotros (a menos que el Señor venga antes), pues “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” No hay exoneración en este camino; no hay escape por ningún atajo para ningún individuo; no hay ningún puente sobre este río; no hay ningún transbordador en el que podamos atravesar este Jordán sin mojarnos los pies.

¡A tus gélidas profundidades, oh río, cada uno de nosotros debe descender; en tu fría corriente nuestra sangre debe congelarse; y debajo de tus olas espumosas debe hundirse nuestra cabeza! Nosotros también debemos morir con certeza. “Trillado,” dices tú, “y lleno de lugares comunes;” y la muerte es un lugar común, pero sólo nos ocurre una vez. Que Dios nos conceda que esa única vez que moriremos pueda estar perpetuamente en nuestras mentes, hasta que muramos diariamente, y no nos resulte un trabajo difícil morir al final.

Bien, entonces, como la muerte les llega a ellos y a nosotros con certeza, así vendrá tanto a ellos como a nosotros poderosa e irresistiblemente. Cuando la muerte los sorprendió, ¿qué ayuda tuvieron entonces? Una casita de cartón de un niño no hubiera podido ser aplastada más fácilmente que estos pesados vagones. ¿Qué podían hacer para ayudarse unos a otros? Ellos iban sentados unos junto a otros platicando. Se escuchó un grito, y antes de que se hubiera gritado una segunda vez, ellos fueron aplastados y destrozados. El esposo trata de rescatar de los escombros a su esposa, pero pesadas planchas de madera han cubierto su cuerpo; al fin sólo puede encontrar su pobre cabeza, y ella está muerta, y él se sienta junto a ella embargado por la tristeza, y pone su mano en su rostro, hasta que se torna frío como una piedra; y aunque ha visto a uno y a otro que han sido rescatados con los huesos rotos de en medio de la masa de escombros, él tiene que dejar el cuerpo de su esposa allí.

¡Ay! Sus hijos han quedado sin madre, y él ha perdido a la compañera de su corazón. Ellos no pudieron resistir; ellos hubieran podido hacer lo que quisieran, pero tan pronto llegó el momento, siguieron adelante, y el resultado fue la muerte o huesos rotos. Lo mismo sucederá con ustedes y conmigo; pueden sobornar al médico con los honorarios más altos, pero él no podría poner sangre fresca en sus venas; pueden pagarle grandes cantidades de oro, pero él no podría lograr que el pulso diera otro latido. ¡Muerte, irresistible conquistadora de hombres, no hay nadie que pueda prevalecer contra ti; tu palabra es ley, tu voluntad es destino! Así vendrá a nosotros como les llegó a ellos; vendrá con poder, y ninguno de nosotros podrá resistirla.

Cuando les llegó a ellos, vino instantáneamente, sin aceptar demoras. Así vendrá a nosotros. Podríamos tener un aviso más anticipado que ellos, pero cuando llegue la hora no habrá forma de posponerla. ¡Encoge tus pies en la cama, oh patriarca, pues debes morir y no vas a vivir! Dale el último beso a tu esposa, veterano soldado de la cruz; pon tus manos sobre la cabeza de tus hijos, y dales la bendición del moribundo, pues todas tus oraciones no pueden alargar tu vida, y todas tus lágrimas no pueden agregar ni una gota al pozo seco de tu ser.

Tú debes irte, el Señor manda por ti, y Él no soporta demoras. No, aunque tu familia esté dispuesta a sacrificar sus vidas para comprarte una hora de tregua, no puede ser. Aunque una nación sea un holocausto, un sacrificio voluntario, para darle a su soberano otra semana adicional a su reino, no se puede lograr. Aunque la congregación completa consienta voluntariamente en recorrer las oscuras bóvedas de la tumba, para salvar la vida de su pastor por otro año, no se puede alcanzar. La muerte no acepta demoras; el tiempo ha llegado, el reloj ha sonado, la arena se ha consumido, y tan ciertamente como ellos murieron cuando les llegó su tiempo, en el campo inesperadamente, así de cierto debemos morir nosotros.

Y luego, nuevamente, recordemos que la muerte nos llegará a nosotros como les llegó a ellos, con terrores. No con el estallido de maderas rotas, tal vez, no con la oscuridad del túnel, no con el humo y el vapor, no con los gritos de las mujeres y los gemidos de los moribundos, pero sin embargo con terrores. Pues encontrarse con la muerte donde sea, si no estamos en Cristo, y si la vara y el cayado del pastor no nos infunden aliento, debe ser una cosa terrible y tremenda.

Sí, oh pecador, con suaves almohadas bajo tu cabeza, y el brazo tierno de tu esposa para sostenerte, y una dulce mano para limpiar tu sudor frío, en tu cuerpo encontrarás que es un trabajo terrible enfrentar al monstruo y sentir su aguijón, y entrar en sus espantosos dominios. Es un trabajo terrible en cualquier momento, bajo las mejores y más propicias circunstancias, que un hombre muera sin preparación.

Y ahora quisiera enviarlos de regreso a casa con un pensamiento que se quede grabado en su memoria; nosotros somos criaturas moribundas, no criaturas vivientes, y pronto nos habremos ido. Tal vez, estando yo de pie aquí, y hablando rudamente de estas cosas misteriosas, pronto se extenderá esta mano y cerrará mi boca que balbucea con tartamudeante esfuerzo; poder supremo, oh Rey eterno, ven cuando quieras, ¡oh! Pero nunca vengas en una hora desperdiciada; que me encuentres en elevada meditación, cantando himnos a mi grandioso Creador; haciendo obras de misericordia a los pobres y a los necesitados; o cargando en mis brazos a los pobres y a los necesitados del rebaño; o solazando al desconsolado; o tocando el sonido de la trompeta del Evangelio a los oídos de las almas sordas que están pereciendo.

Entonces ven cuando Tú quieras; si Tú estás conmigo en vida, no temeré encontrarte en la muerte; pero, ¡oh, que mi alma esté lista con su vestido de bodas, con su lámpara preparada y su luz encendida, lista para ver a su Señor y entrar en el gozo de su Dios!

Almas, ustedes conocen el camino de salvación; lo han escuchado a menudo, pero óiganlo de nuevo. “El que cree en el Señor Jesús, tiene vida eterna.” “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” “Cree en tu corazón y confiesa con tu boca.” Que el Espíritu Santo les dé gracia para hacer ambas cosas, y habiéndolo hecho, puedan decir:

“Ven, muerte, con una congregación celestial,
Para llevarse mi alma.”

 

Nota del traductor: David Livingstone llevó en su bolsillo una copia de este sermón, en sus viajes por todo el África. Él había escrito en el margen superior de la impresión del sermón el comentario: “Muy bueno. D. L.” A la muerte del misionero, esta misma copia le fue entregada al propio Spurgeon, quien la atesoró durante toda su vida. Hoy día se puede ver dicha copia, expuesta en una vitrina en The Heritage Room del Spurgeon’s College en Londres.

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