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“Si yo me justificare, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo”. Job 9: 20.
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermon #350 – Un golpe propinado a la justicia propia
Desde que el hombre se hizo pecador siempre ha estado convencido de su propia justicia. Cuando de suyo tuvo justicia nunca se glorió de ella, pero desde que la perdió, ha pretendido perennemente ser su poseedor. Esas palabras altaneras que profirió nuestro padre Adán cuando intentó esconderse de la culpa de su traición a su Hacedor, echándole aparentemente la culpa a Eva pero culpando realmente a Dios, que le dio a la mujer, eran virtualmente un argumento a favor de su inocencia. Sólo pudo encontrar una hoja de higuera para cubrir su desnudez, pero cuán orgulloso estaba Adán de esa excusa ataviada de hojas de higuera, y cuán tenazmente se asió a ella.
Como fue con nuestros primeros padres, así sucede ahora con nosotros: la propia justicia nace con nosotros, y tal vez no haya ningún pecado que contenga tanta vitalidad como el pecado de la justicia propia. Podemos vencer a la propia lujuria, y a la ira, y a las fieras pasiones de la voluntad más de lo que podemos dominar a la jactancia altiva que brota en nuestros corazones y nos induce a pensar que nosotros mismos somos ricos y nos hemos enriquecido, pero Dios sabe que estamos desnudos y que somos pobres y miserables. Decenas de miles de sermones han sido predicados contra la justicia propia y, sin embargo, hoy es tan necesario apuntar contra sus muros los grandes cañones de la ley, como lo ha sido siempre. Martín Lutero decía que casi nunca predicaba un sermón sin lanzar invectivas contra la justicia del hombre y, no obstante, agregaba: “Me doy cuenta de que no logro derribarla con mi predicación. Los hombres se jactan todavía de lo que pueden hacer y erróneamente consideran que la senda al cielo es un camino pavimentado con sus propios méritos, y no un camino rociado con la sangre de la expiación de Jesucristo”.
Mis queridos oyentes: no puedo felicitarlos por imaginar que todos ustedes han sido liberados del gran engaño de confiar en ustedes mismos. Los piadosos, los que son justos por medio de la fe en Cristo, tienen que lamentar todavía que esta debilidad está adherida a ellos; en cambio, en cuanto a los propios inconversos, su pecado acosante es negar su culpabilidad, es argumentar que ellos son tan buenos como otros, entregándose a la vana y necia esperanza de que entrarán en el cielo por algunas acciones, sufrimientos o llantos aportados por ellos.
No creo que haya algunos que estén convencidos de su justicia propia en un sentido tan descarado como el pobre aldeano de quien me he enterado. Su ministro había tratado de explicarle el camino de la salvación, pero ya fuera que su cabeza era muy torpe o su alma muy hostil hacia la verdad que el ministro quería impartirle, lo cierto es que el aldeano entendió tan poco de lo que había escuchado, que cuando se le hizo la pregunta: “Ahora, entonces, ¿cuál es la forma por la cual esperas que puedas ser salvado ante Dios?”, el pobre ingenuo dijo sin ambages: “¿No cree, señor, que si yo durmiera una fría noche escarchada bajo un arbusto de espinos, eso me adelantaría un gran trecho hacia el cielo?”, pues concebía que su sufrimiento podría, en algún grado al menos, ayudarle a entrar al cielo.
Ustedes no expresarían su opinión de una manera tan osada; la refinarían, la dorarían, la disfrazarían, pero al final vendría a ser lo mismo; todavía creerían que algunos sufrimientos, algunos arrepentimientos o creencias de su propio peculio, podrían, posiblemente, ameritar la salvación. La Iglesia Católica ciertamente afirma eso tan claramente que no podemos considerarlo menos que una blasfemia. Me han informado que en una de las capillas católicas de Cork hay un monumento que tiene grabadas estas palabras: “J. H. S. Consagrado a la memoria del benefactor Edward Molloy; un amigo de la humanidad, el padre de los pobres; empleó la riqueza de este mundo únicamente para obtener las riquezas del mundo venidero y, dejando un saldo de mérito en el libro de la vida, hizo que el cielo sea deudor de misericordia. Murió el 17 de Octubre de 1818, a la edad de 90 años”. Yo supongo que ninguno de ustedes tendrá un epitafio así sobre su tumba, o ni siquiera soñará con tratarlo como un asunto de cuentas con Dios, para hacer un balance con Él, poniendo de un lado sus pecados y del otro su justicia propia, esperando que haya un saldo a su favor. Y, sin embargo, esa misma idea, sólo que expresada sin tanta honestidad sino de manera más camuflada y refinada, esa misma idea, sólo que entrenada para expresarse imitando un dialecto evangélico, es inherente a todos nosotros y únicamente la gracia divina puede echarla fuera de nosotros por completo.
El sermón de esta mañana tiene el propósito de ser otro golpe asestado en contra de nuestra propia justicia. Si no muriera, al menos no dejemos sin disparar ninguna flecha contra ella; saquemos el arco y si la flecha no puede penetrar en su corazón, al menos se puede clavar en su carne y cooperar a debilitarla hasta su tumba.
- Con la intención de adherirme a mi texto, voy a comenzar con este primer punto: que EL ARGUMENTO DE JUSTICIA PROPIA SE CONTRADICE A SÍ MISMO. “Si yo me justificare, me condenaría mi boca”.
Vamos, amigo, tú que te justificas a ti mismo con tus propias palabras, déjame escucharte. Tú dices: “yo afirmo que no tengo necesidad de una salvación por medio de la sangre y justicia de otro, pues creo que he guardado los mandamientos de Dios desde mi juventud, y no creo ser culpable ante Sus ojos, antes bien espero ser capaz de reclamar un asiento en el paraíso con base en mi propio derecho”.
Ahora, amigo, tu argumentación y tu declaración son, en sí mismas, una condenación para ti, porque es evidente en la propia superficie que estás cometiendo pecado mientras estás argumentando que no tienes pecado. Pues la misma argumentación es un elemento de una presunción altiva y arrogante. Dios lo ha dicho: tanto el judío como el gentil han de callarse la boca, y todo el mundo ha de presentarse culpable delante de Dios. Gracias a la autoridad inspirada sabemos que “No hay justo, ni aun uno”. “Ninguno hay bueno sino uno: Dios”. Hemos sido informados por boca de un profeta enviado de Dios, que “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”. Y tú, al decir que eres justo, estás cometiendo el pecado de llamar a Dios mentiroso. Tú te has atrevido a impugnar Su veracidad y has calumniado Su justicia. Ésta jactancia tuya es en sí misma un pecado, tan grande, tan atroz, que si sólo tuvieras ese pecado que declarar, bastaría para hundirte en el más profundo infierno. La jactancia, afirmo, es en sí misma un pecado; en el momento en que un hombre afirma: “yo no tengo pecado”, comete un pecado al decir eso: el pecado de contradecir a su Hacedor y de convertir a Dios en un falso acusador de Sus criaturas.
Además, ¿acaso no ves, vana e insensata criatura, que eres culpable de orgullo en el propio lenguaje que has usado? ¿Quién, sino un hombre altivo se pondría de pie para ensalzarse? ¿Quién, sino alguien arrogante como Lucifer, se declararía justo y santo a la luz de la declaración de Dios? ¿Por ventura hablaron de esta manera los mejores hombres? ¿Acaso todos ellos no reconocieron que eran culpables? ¿Reclamó Job ser perfecto, de quien Dios dijo que era un varón perfecto y recto? ¿Acaso no dijo: “Si yo me justificare, me condenaría mi boca”? ¡Oh, altivo sinvergüenza, cómo te has inflado! ¡Cómo te ha embrujado Satanás; cómo te ha inducido a alzar tu cuerno en alto y a hablar con dura cerviz! Cuídate mucho pues, si no has sido culpable nunca antes, este orgullo tuyo sería más que suficiente para provocar la extracción de los rayos de Jehová de su aljaba, y provocarlo a herirte de una vez por todas para tu destrucción eterna.
Pero, prosiguiendo, el argumento de una justicia propia se contradice a sí mismo sobre otra base pues, todo lo que argumenta un hombre que tiene justicia propia es una justicia comparativa. “Vamos”, -comenta él- “yo no soy peor que mis vecinos; de hecho soy muchísimo mejor que ellos; no bebo, no profiero juramentos; no cometo ni fornicación ni adulterio; no quebranto los días de guardar; no soy un ladrón; las leyes de mi país no me acusan y mucho menos me condenan; soy mejor que la mayoría de los hombres, y si yo no me salvara, que Dios ayude a aquellos que son peores que yo; si yo no entrara al reino del cielo, entonces, ¿quién podría hacerlo?” Ni más ni menos, pero entonces, todo lo que tú argumentas es que eres justo en comparación con otros. ¿No ves que este es un argumento muy vano y fatal, porque admites de hecho que no eres perfectamente justo; que hay algún pecado en ti, aunque argumentas que no hay tanto pecado en ti como alguien más? Admites que estás enfermo aunque la mancha de la plaga no sea tan aparente en ti como en tu prójimo. Tú admites que le has robado a Dios y has quebrantado Sus leyes, sólo que no lo has hecho con un propósito tan malvado ni con tantos agravantes como otras personas. Ahora, esto es virtualmente una confesión de culpabilidad, no importa como quieras disfrazarla. Admites que has sido culpable, y contra ti se dicta la sentencia: “El alma que pecare, esa morirá”. Cuídate de no encontrar ningún abrigo en este refugio de mentiras, pues ciertamente te fallará cuando Dios venga a juzgar al mundo con justicia y a los pueblos con rectitud.
Supongan ahora por un momento que se promulgara un mandato a las bestias del bosque y se les dijera que deben volverse ovejas. Sería bastante vano que el oso diera un paso al frente y argumentara que no es una criatura tan venenosa como la serpiente; igualmente sería absurdo que el lobo dijera que si bien es sigiloso y astuto, y flaco y torvo, con todo no es un gruñidor tan grande, ni una criatura tan fea, como el oso; y el león podría argumentar que no tiene la astucia de la zorra. “Es verdad”, -comenta- “que mojo mi lengua en sangre, pero por otro lado tengo algunas virtudes que pueden recomendarme y que me han convertido en el rey de las bestias”. ¿De qué serviría ese argumento? La acusación es que estos animales no son ovejas, y su defensa ante la acusación es que no son menos semejantes a las ovejas que otras criaturas, y algunos de ellos tienen más mansedumbre que otros de su calaña. El argumento no se sostendría nunca.
Pero usemos otro cuadro. Si en los tribunales de justicia, un ladrón, al ser citado, argumentara: “pues yo no soy un ladrón tan malo como otros; puede encontrarse algunas personas que viven en Whitechapel o en la Calle de St. Giles, que han sido ladrones mucho más tiempo que yo, y si hay alguna condena en contra mía en el libro, hay otros que tienen doce arrestos en su contra”. Ningún magistrado absolvería a un hombre sobre la base de una excusa como esa, porque sería equivalente a su admisión de un grado de culpabilidad, aunque tratara de excusarse sobre la base de no haber alcanzado un nivel mayor de culpabilidad.
Lo mismo sucede contigo, pecador. Tú has pecado. Los pecados de otro hombre no pueden excusarte; debes sostenerte sobre tus propios pies. En el día del juicio debes comparecer personalmente, y lo que te condene o te absuelva no será lo que otro hombre haya hecho, sino tu propia culpa personal. Ten mucho cuidado, entonces, ten mucho cuidado, pecador; aunque hubiera una sola mancha en ti, estarías perdido; aunque hubiera un solo pecado que no fuera lavado por la sangre de Jesús, tu porción habría de ser con los atormentadores. Un Dios santo no puede contemplar ni siquiera el mínimo grado de iniquidad.
Pero, prosiguiendo, el argumento del hombre presuntuoso es que ha hecho lo mejor que ha podido, y puede aducir una justicia parcial. Es cierto que si se le toca en un lugar sensible, reconoce que su infancia y su juventud estuvieron manchadas por el pecado. Te comenta que en sus tempranos días era un “chico disoluto”; que hizo muchas cosas que ahora lamenta. “Pero, por otro lado”, -afirma- “estas cosas son sólo como manchitas en el sol; sólo como un trocito de terreno baldío en medio de muchos acres de suelo fértil; soy bueno todavía; todavía soy justo, porque mis virtudes exceden a mis vicios, y mi buenas acciones cubren con creces todos los errores que he cometido”.
Bien, amigo, ¿no ves que la única justicia que argumentas es una justicia parcial?, y en ese preciso argumento, de hecho admites que no eres perfecto y que has cometido algunos pecados. Ahora, yo no soy responsable por lo que estoy a punto de declarar, ni tampoco se me ha de culpar de dureza por ello, porque no estoy declarando más ni declarando menos que la mismísima verdad de Dios. No te sirve de recurso salvador que no hayas cometido diez mil pecados, pues basta que hubieras cometido uno para que seas un alma perdida. La ley debe ser guardada intacta y toda ella, y la menor grieta, o mancha o quebradura, la quebranta. El manto de justicia que te debe cubrir al final debe ser sin mancha ni arruga, y si no hubiera sino una manchita microscópica en él, lo cual es suponer algo que nunca es cierto, incluso entonces las puertas del cielo no podrían admitirte nunca. Debes tener una perfecta justicia pues, de lo contrario, nunca serás admitido al festín de bodas. Podrías decir: “he guardado ese mandamiento y nunca lo he quebrantado”, pero si has quebrantado alguno, eres culpable de todos, porque toda la ley es semejante a un jarrón precioso y valioso que es único en diseño y forma. Aunque no rompieras su base ni mancharas su borde, si hubiera alguna falla o daño, todo el jarrón se echaría a perder. Y así, si has pecado en algún punto, en algún momento y en algún grado, has quebrantado toda la ley; eres culpable de eso ante de Dios, y no puedes ser salvado por las obras de la ley, hagas lo que hagas.
“Es una dura sentencia”, -dice alguien- “¡quién puede soportarla!” En verdad, ¿quién puede soportarla? ¿Quién podría estar al pie del Sinaí y oír el estruendo de sus truenos? “Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo”. ¿Quién podría sostenerse cuando los rayos centellean y Dios desciende sobre el Monte Parán y los collados se derriten como cera bajo Sus pies? “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él”. “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. Maldito es el hombre que sólo peca una vez, sí, desesperadamente maldito en lo que a la ley concierne.
¡Oh, pecador!, no puedo evitar desviarme del tema por un instante para recordarte que hay un camino de salvación, y un medio por el cual las demandas de la ley pueden ser satisfechas plenamente. Cristo soportó todo el castigo de todos los creyentes, para que no puedan ser castigados. Cristo guardó la ley de Dios por los creyentes, y Él está dispuesto a cubrir a todo pecador penitente con ese traje de perfecta justicia que él mismo elaboró. Pero tú no puedes guardar la ley, y si quieres aducir tu justicia propia, la ley la condena tanto a ella como a ti; por los dichos de tu boca te condena, ya que no has cumplido todas las cosas y no has guardado toda la ley. Una gran roca obstaculiza tu senda al cielo; una montaña insalvable; un golfo intransitable; y por ese camino ningún hombre entrará jamás en la vida eterna.
El argumento de la justicia propia, entonces, es en sí contradictorio y basta que sea expuesto objetivamente a un hombre honesto para que comprenda que no se sostendrá ni por un instante. ¿Qué necesidad habría de un elaborado argumento para refutar una mentira tan evidente? ¿Por qué habríamos de demorarnos más en esto? ¿Quién sino un verdadero necio mantendría una idea que se desmorona en su propia cara y da testimonio en contra de sí misma?
- Pero ahora paso al segundo punto. EL PROPIO HOMBRE QUE USA ESTE ARGUMENTO LO CONDENA.
No solamente el argumento corta su propio cuello, sino que el hombre mismo está consciente, cuando lo usa, de que se trata sólo de un refugio inadecuado, y falso y vano. Ahora, esto es un asunto de conciencia, y por tanto, he de tratar claramente con ustedes; y si no expreso lo que han sentido, entonces pueden afirmar que estoy equivocado; pero si digo aquello que ustedes han de confesar que es verdad, que sea entonces como la propia voz de Dios para ustedes.
Los hombres saben que son culpables. La conciencia del hombre más orgulloso, si se le permite hablar, le dice que merece la ira de Dios. Podría alardear en público, pero la misma sonoridad de su alarde demuestra que tiene una conciencia intranquila, y entonces hace un ruido ensordecedor para ahogar su voz. Siempre que oigo a un infiel decir cosas duras sobre Cristo, me recuerda a los hombres de Moloc, que tocan los tambores para no escuchar los gritos de sus propios hijos. Estas ruidosas blasfemias, estas fanfarronas jactancias no son sino una manera ruidosa de ahogar los gritos de la conciencia. No crean que estos hombres sean honestos. Yo nunca altercaría con un ladrón acerca de los principios de honestidad o con un reconocido adúltero en lo concerniente al deber de la castidad. Con los demonios no se debe razonar sino deben ser echados fuera. Conferenciar con el infierno no es conveniente para nadie excepto para los demonios. ¿Contendió Pablo con Elimas, o Pedro con Simón el Mago? Yo no cruzaría espadas con un hombre que diga que no hay Dios; él sabe que hay un Dios. Cuando un hombre se ríe de la Santa Escritura, no necesitas discutir con él; se trata de un necio o de un bribón y posiblemente sea ambas cosas. Por muy villano que sea, su conciencia tiene alguna luz; sabe que lo que dice es falso. Yo no puedo creer que la conciencia esté tan muerta en cualquier hombre, que le permita creer que está diciendo la verdad cuando niega la Deidad; y estoy mucho más seguro de que la conciencia nunca dio un asentimiento a la declaración del fanfarrón que afirma que merece la vida eterna, o que no tiene pecado de qué arrepentirse, o que mediante el arrepentimiento puede ser limpiado sin la sangre de Cristo; él sabe en su interior que está diciendo algo falso.
Cuando el Profesor Webster fue encerrado en prisión por asesinato, se quejó ante las autoridades penitenciarias porque había sido insultado por sus compañeros prisioneros, diciendo que a través de las paredes de la prisión podía oírlos cuando le gritaban ininterrumpidamente: “¡Tú, hombre sanguinario, tú, hombre sanguinario!” Puesto que no era permitido por la ley que un prisionero insultara a su compañero, se llevó a cabo la más estricta investigación y se descubrió que ningún prisionero había dicho tal cosa, o si la hubiese dicho, Webster no habría podido oírla. Era su propia conciencia; no era una palabra que atravesaba los muros de la prisión, sino un eco que reverberaba desde la pared de su pervertido corazón, cuando la conciencia le gritaba: “¡Tú eres un hombre sanguinario, tú eres un hombre sanguinario!” En todos los corazones hay un testigo que no cesará de dar su testimonio; da voces diciendo: “¡Tú eres un hombre pecador, tú eres un hombre pecador!” Sólo tienes que escucharlo, y pronto descubrirás que toda pretensión de ser salvado por tus buenas obras ha de desplomarse al suelo. ¡Oh, óyelo ahora, y escúchalo por un momento! Estoy seguro de que mi conciencia me dice: “¡Tú eres un hombre pecador, tú eres un hombre pecador!”, y pienso que la tuya debe de decir lo mismo, a menos que hayas sido dejado por Dios, y abandonado a una conciencia cauterizada para que perezcas en tus pecados.
Cuando los hombres están solos, si en su soledad les viene a la fuerza el pensamiento de la muerte, no se jactan más de la bondad. No es fácil que un hombre yazca en su lecho viendo el rostro desnudo de la muerte, no a cierta distancia, sino sintiendo que su aliento rebota en el esqueleto, y que pronto ha de atravesar por las puertas de hierro de la muerte; no es fácil que un hombre argumente entonces su propia justicia. Los dedos huesudos se clavan como dagas en su carne altiva. “¡Ah!”, -dice la torva Muerte en tonos que no pueden ser escuchados por el oído mortal, pero que son oídos por el corazón mortal- “¿dónde están ahora todas tus glorias?” Contempla al hombre y la corona de laurel que estaba sobre su frente: se marchita y cae a tierra convertida en flores secas. Toca su pecho y la estrella del honor que llevó se convierte en polvo y se desvanece en las tinieblas. Lo mira de nuevo: ese peto de justicia propia que resplandecía sobre él como una cota de malla de oro, súbitamente se deshace en polvo, como se disuelven las manzanas de Sodoma ante el toque del recolector, y el hombre descubre, para su propia sorpresa, que está desnudo, y pobre y miserable, cuando más necesitaba ser rico, cuando más requería ser feliz y bendecido.
Ay, pecador, incluso mientras este sermón está siendo predicado, podrías intentar refutarlo en referencia a ti, y decir: “Bien, yo soy tan bueno como otros, y todo este alboroto acerca del nuevo nacimiento, la justicia imputada, y ser lavados en la sangre, todo eso, es innecesario”, pero en la soledad de tu aposento silencioso, especialmente cuando la muerte sea tu compañera terrible y sombría, no necesitarás que yo te lo diga sino que lo verás de manera bastante clara por ti mismo; lo verás con ojos de terror y lo sentirás con un corazón que desfallece y desespera, y perecerás porque has despreciado la justicia de Cristo.
Cuán abrumadoramente cierto, sin embargo, será esto en el día del juicio. Me parece ver aquel día de fuego, aquel día de ira. Ustedes estarán congregados como una grandiosa multitud delante del eterno trono. Aquellos que están vestidos con el lino fino de Cristo, que es la justicia de los santos, son agrupados a la derecha. Y ahora resuena la trompeta; si hubiese alguien que haya guardado la ley de Dios, si hubiese hombres sin culpa, si hubiese alguien que no hubiere pecado nunca, que dé un paso al frente y reclame la recompensa prometida; pero, si no es así, que el abismo trague al pecador, que el rayo ardiente sea lanzado contra los ofensores impenitentes.
¡Ahora, da un paso al frente, amigo, y liquida tus cuentas! Pasa al frente, amigo mío, y reclama la recompensa que se debe a la iglesia que dotaste o a la hilera de asilos que erigiste. ¡Cómo! ¡Cómo!, ¿tu lengua permanece muda dentro de tu boca? Pasa al frente, pasa la frente –tú que dijiste que habías sido un buen ciudadano, que habías alimentado al hambriento y vestido al desnudo- pasa al frente ahora, y reclama la recompensa. ¡Cómo! ¡Cómo!, ¿tu cara se ha puesta pálida? ¿Hay una palidez cenicienta en tus mejillas? Pasen al frente, ustedes, todas las multitudes de aquellos que rechazaron a Cristo, y despreciaron Su sangre. Vamos, ahora digan: “Todos los mandamientos he guardado desde mi juventud”. ¡Cómo!, ¿eres acaso presa del terror? ¿Ha ahuyentado a las tinieblas de tu justicia propia la mejor luz del juicio? ¡Oh!, yo te veo, yo te veo y veo que no estás jactándote ahora; pero ustedes, los mejores de ustedes, están dando voces: “Rocas, ocúltenme; montañas, abran sus entrañas de piedra; dejen que me esconda del rostro de Aquel que está sentado en el trono”. ¿Por qué, por qué te volviste cobarde? Vamos, enfrenta a tu Hacedor. Levántate, infiel, ahora, y dile a Dios que no hay Dios. Vamos, mientras el infierno lanza las llamas en tus narices, vamos, di ahora que no hay un infierno; o dile al Todopoderoso que nunca pudiste soportar oír que se predicara un sermón sobre el fuego del infierno. Vamos, acusa ahora de crueldad al ministro, o di que nos encanta hablar sobre estos temas terribles. No dejen que me burle de su miseria, pero permítanme describirles cómo se han de burlar de ustedes los demonios. “¡Ajá!”, -dicen ellos- “¿dónde está tu valor ahora? ¿Son tus costillas de hierro y tus huesos son de bronce? ¿Retarás al Todopoderoso ahora, y te arrojarás sobre los clavos de Su escudo, o te echarás contra Su lanza centelleante?” ¡Véanlos, véanlos conforme se hunden! El golfo se los ha tragado; la tierra se ha cerrado de nuevo y han desaparecido; un solemne silencio cae sobre el oído. Pero escucha, allá abajo; si pudieras descender con ellos, oirías sus gemidos lastimeros y sus lamentos vacíos, cuando sienten ahora que el Dios omnipotente era recto y justo, sabio y tierno, cuando les pedía que abandonaran su justicia, y huyeran a Cristo y se aferraran a Él, que puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios.
III. EL ARGUMENTO ES EN SÍ UNA EVIDENCIA EN CONTRA DEL ARGUMENTADOR.
Hay aquí un hombre no regenerado que hace la pregunta: “¿Acaso soy ciego yo también?” Yo le respondo con las palabras de Jesús: “Mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece”. Ustedes han comprobado, por su argumentación, que nunca han sido iluminados por el Espíritu Santo, sino que permanecen en un estado de ignorancia. Un sordo podría declarar que no hay tal cosa como la música. Un hombre que no ha visto nunca las estrellas es muy propenso a decir que no hay estrellas. ¿Pero qué es lo que comprueba? ¿Prueba acaso que no hay estrellas? Él sólo demuestra su propia necedad y su propia ignorancia. Aquel hombre que pudiera decir media palabra sobre su propia justicia no ha sido nunca iluminado por Dios el Espíritu Santo, pues una de las señales de un corazón renovado es que se aborrece a sí mismo en polvo y cenizas.
Si tú sientes hoy que eres culpable, y que estás perdido y arruinado, hay para ti la más rica esperanza en el Evangelio; pero si dices: “Yo soy bueno; yo tengo méritos”, la ley te condena, y el Evangelio no puede consolarte; tú estás en hiel de amargura y en lazos de iniquidad, e ignoras que mientras hablas así, la ira de Dios permanece en ti. Un hombre puede ser un verdadero cristiano, y puede caer en pecado, pero un hombre no puede ser un verdadero cristiano y jactarse por su justicia propia. Un hombre puede ser salvado, aunque la debilidad lo salpique con mucho fango; pero aquel que desconoce que ha estado en la inmundicia, y no está anuente a confesar que es culpable delante de Dios, ése no puede ser salvo. En un sentido, no hay condiciones de nuestra parte para la salvación pues cualesquiera que sean las condiciones, Dios las otorga; pero esto sé: que nunca hubo un hombre todavía que estuviera en estado de gracia que no supiera, en sí mismo, que estaba en un estado de ruina, un estado de depravación y de condenación. Si tú no sabes eso, entonces yo te digo que tu argumento de justicia propia te condena por ignorancia.
Bien, pero entonces, como tú dices que no eres culpable, esto demuestra que eres impenitente. Ahora, el impenitente no puede venir nunca donde está Dios. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados”; “si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros”. Dios perdona a todos los hombres que confiesan su iniquidad. Si lloramos y nos lamentamos, y llevamos palabras con nosotros y decimos: “Hemos pecado atrozmente, perdónanos; hemos herrado grandemente, ten misericordia de nosotros, por medio de Jesucristo”, Dios no rechazará ese clamor; pero si nosotros, a causa de nuestra impenitencia y la dureza de nuestros corazones, nos ubicamos en la justicia de Dios, Dios nos dará justicia, pero no misericordia, y esa justicia será la repartición de las redomas plenas de Su indignación, y de Su ira por los siglos de los siglos. El que es justo con justicia propia es impenitente, y, por tanto, no es ni puede ser salvo.
Prosiguiendo, el hombre con justicia propia, en el momento que dice que ha hecho algo que le encomia delante de Dios, demuestra que no es un creyente. Ahora, la salvación es para los creyentes y únicamente para los creyentes. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Amigo, tú serás condenado con todo y tu justicia propia, y tu propia justicia será como la túnica que Denayira le dio a Hércules, y colocó sobre él, que, como lo narra la antigua fábula, se convirtió en una manto de fuego para Hércules; cuando trató de despojarse del manto arrancó trozos de su propio ser, de su carne trémula a cada momento, y pereció miserablemente. Así será su justicia propia para ustedes. Parece una agradable poción que intoxica por un momento, pero es letal e infame como el veneno de áspides y como el vino de Gomorra. ¡Oh alma!, yo quisiera que por sobre todas las cosas huyeras de la justicia propia, pues un hombre con justicia propia no confía ni puede confiar en Cristo, y por tanto, no puede ver el rostro de Dios. Nadie irá jamás a Cristo para que le cubra, sino el hombre que está desnudo; nadie tomará jamás a Cristo para que sea su alimento, sino los hambrientos; nadie se acercará jamás a este pozo de Belén para beber, sino las almas sedientas. Los sedientos son bienvenidos, pero aquellos que piensan que son buenos no son bienvenidos ni en Sinaí ni en el Calvario. No tienen ninguna esperanza del cielo ni ninguna paz en este mundo ni en el venidero.
¡Ah, alma!, yo no sé quién seas, pero si cuentas con alguna justicia propia, eres un alma desprovista de gracia. Si tú has dado todos tus bienes para alimentar a los pobres, si has construido muchísimos santuarios y has andado ambulando con abnegación entre las casas de la pobreza visitando a los hijos e hijas de la aflicción, si has ayunado tres veces a la semana, si tus oraciones han sido tan largas que tu garganta ha enronquecido por causa de tus clamores, si tus lágrimas han sido tantas que tus ojos se han quedado ciegos por causa del llanto, si tus lecturas de la Escritura han sido tan largas que el aceite de media noche se ha consumido profusamente, si, afirmo, tu corazón ha sido tan tierno hacia el pobre y el enfermo y el necesitado que habrías estado dispuesto a sufrir con ellos, a soportar todas sus repugnantes enfermedades, es más, si sumado a todo eso entregaras tu cuerpo a las llamas, pero confiaras en cualquiera de estas cosas, tu condenación sería tan segura como si fueras un ladrón o un borracho.
Entiéndanme, pues lo que digo lleva toda mi intención. No quiero que piensen que hablo incautamente ahora. Cristo dijo de los fariseos de tiempos antiguos precisamente lo mismo que acabo de decir de ustedes. Los fariseos eran buenos y hasta excelentes a su manera, pero, el Señor dijo: los publicanos y las rameras entran en el reino de Dios delante de ustedes, porque ustedes quieren irse por el camino equivocado, mientras que los pobres publicanos y las rameras fueron conducidos a seguir el camino correcto. Los fariseos que iban por todas partes para hacer una justicia propia, no se sometieron a la justicia de Cristo; el publicano y la ramera, sabiendo que no poseían nada de lo cual vanagloriarse, venían a Cristo y le tomaban como era, y entregaron sus almas para ser salvadas por Su gracia. ¡Oh, que podamos hacer lo mismo!, pues hasta que desechemos la justicia propia, estaremos en un estado de condenación y de agonía, y la sentencia debe ser ejecutada en nosotros por los siglos de los siglos.
- Concluyo ahora con el último punto, es decir, que este argumento, si lo conservamos, no solamente acusa a su argumentador ahora, sino que ARRUINARÁ AL ARGUMENTADOR PARA SIEMPRE.
Permítanme mostrarles dos suicidios. Allá vemos a un hombre que ha afilado una daga, y después de buscar la oportunidad propicia, se acuchilla en el corazón. Allí cae. ¿Quién culparía a alguien por su muerte? Él solo se mató; su sangre caiga sobre su cabeza.
Por aquí vemos a otro hombre: está muy débil y enfermo; a duras penas se arrastra por las calles. Un médico le atiende; le dice al hombre: “caballero, su enfermedad es mortal; va a morir, pero yo conozco un remedio que ciertamente lo sanará. Allí está; se lo doy gratuitamente. Todo lo que le pido es que lo tome libremente”. “Doctor”, -dice el hombre- “usted me insulta; yo estoy tan bien como nunca lo estuve en mi vida; no estoy enfermo”. “Pero”, -replica el médico- “hay ciertos signos que observo en su semblante que me demuestran que sufrirá de una enfermedad mortal, y yo se lo estoy advirtiendo”. El hombre reflexiona por un momento; recuerda que ha habido en él ciertos signos de esta misma enfermedad; un monitor interno le dice que así es. Obstinadamente le responde por segunda vez al médico: “Doctor, si necesito su medicina enviaré a buscarla, y si la requiero, yo la pagaré”. Él sabe a ciencia cierta que no tiene ni un centavo en sus bolsillos, y que no puede obtener crédito en ninguna parte, y allí está ante él la copa dadora de vida que aunque el médico obtuvo a un gran costo, se la ofrece gratuitamente y lo invita a que la tome libremente. “No”, -responde el hombre- “no voy a tomarla; podré estar algo enfermo, pero no estoy peor que mis vecinos; no estoy más enfermo que otras personas y no voy a tomarla”. Un día acudes a su lecho y descubres que ha dormido su último sueño, y allí está muerto cual una piedra. ¿Quién mató a este hombre? ¿Quién lo asesinó? Su sangre caiga sobre su propia cabeza; en un suicida tan vil como el otro.
Ahora voy a mostrarles a otros dos suicidas. Hay un hombre aquí que dice: “Bien, que pase lo que sea en el mundo venidero, pero yo tendré mi hartazgo en este mundo. Díganme dónde están los placeres disponibles y yo los obtendré. Dejen las cosas de Dios para los viejos necios y gente parecida; yo voy a tener las cosas del presente, y los gozos y deleites del tiempo”. Él vacía la copa de la borrachera, frecuenta la guarida de la insensatez, y si se entera de algún lugar donde se adquiere un vicio, se apresura en pos de él. Es como Byron; es un rayo arrojado por la mano de un archimaligno; destella a lo largo de todo el firmamento del pecado, y allí destaca, hasta que, podrido en cuerpo y alma, muere. Es un suicida. Desafió a Dios; fue en contra de las leyes de la naturaleza y de la gracia, despreció las advertencias, declaró que quería ser condenado y ha logrado lo que tan ricamente merecía.
Aquí está otro. Ese dice: “yo desprecio estos vicios; yo soy el hombre más recto, honesto y encomiable. Siento que no necesito salvación, y si la necesitara, yo mismo podría obtenerla. Yo puedo hacer cualquier cosa que me digas y siento que tengo una fuerza mental y la suficiente dignidad viril que conservo en mí para lograrlo. Yo te digo, amigo, tú me insultas cuando me pides que confíe en Cristo”. “Bien”, -responde- “yo considero que hay tal dignidad en la naturaleza humana, y tal virtud en mí, que no necesito un corazón nuevo, y no voy sucumbir ni doblegar mi espíritu al Evangelio de Cristo sobre los términos de una gracia inmerecida”. Muy bien, amigo, cuando estés en el infierno y alces tus ojos -y harás eso tan ciertamente como el más profano y promiscuo- tu sangre caerá sobre tu cabeza, y serás un suicida tan real como aquel que perversa y desenfrenadamente embistió en contra de las leyes de Dios y del hombre, y se buscó un fin súbito y apresurado por su iniquidad y sus crímenes.
“Bien”, -dirá alguien- “este es un sermón bien adaptado para las personas con justicia propia, pero yo no soy una de ellas”. Entonces, ¿qué eres tú, amigo? ¿Eres un creyente en Cristo? “No puedo decir que los sea, caballero”. ¿No lo eres, entonces? “Bien, quisiera serlo, pero me temo que no podría creer en Cristo”. Eres un justo con justicia propia. Dios te manda que creas en Cristo, y tú dices que no eres apto para hacerlo. Ahora, qué significa esto sino que estás queriendo hacerte apto tú mismo y, después de todo, ese es el espíritu de la justicia propia; eres tan arrogante que no quieres tomar a Cristo a menos que pienses que puedes llevarle algo a Él; eso es. “¡Ah!, no”, -dice una pobre persona de corazón quebrantado- “no creo que eso sea justo para mí, pues yo en verdad siento como si daría cualquier cosa si pudiera esperar ser salvado; pero, ¡oh, soy tan desventurado! No puedo creer”. Ahora, eso, después de todo, es justicia propia. Cristo te ordena que confíes en Él. Tú dices: “No, no confiaré en Ti, Cristo, porque yo soy un tal por cual y un tal por cual”. Así, entonces, estás queriendo hacerte alguien, y luego Jesucristo debe hacer el resto. Se trata del mismo espíritu de justicia propia sólo que en otro traje.
“¡Ah!”, -dice alguien- “pero si sólo sintiera lo suficiente mi necesidad, como lo acabas de decir ahora, amigo, entonces creo que confiaría en Cristo”. Eso es de nuevo justicia propia; tú quieres que tu sentido de necesidad te salve. “¡Oh!, pero, amigo, no puedo creer en Cristo como yo quisiera”. Eso es de nuevo justicia propia. Sólo déjame decir una frase solemne que puedes rumiar a placer. Si confías en tu fe y en tu arrepentimiento, estarás tan perdido como si confiases en tus buenas obras o confiases en tus pecados. El cimiento de tu salvación no es la fe, sino Cristo; no es el arrepentimiento, sino Cristo. Si yo confío en mi confianza en Cristo, estoy perdido. Mi tarea es confiar en Cristo; apoyarme en Él; depender, no de lo que el Espíritu ha hecho en mí, sino de lo que Cristo hizo por mí cuando colgó realmente en el madero. Ahora, has de saber que cuando Cristo murió, cargó con los pecados de todo Su pueblo sobre Su cabeza, y allí y entonces, todos esos pecados cesaron de existir. En el momento en que Cristo murió, los pecados de todos Sus redimidos fueron borrados. Él sufrió entonces todo lo que ellos debieron sufrir; Él pagó todas sus deudas; y sus pecados fueron real y positivamente alzados de los hombros de ustedes en aquel día y puestos sobre Sus hombros, pues “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Y ahora, si tú crees en Jesús, no queda ningún pecado en ti, pues tu pecado fue puesto en Cristo; Cristo fue castigado por tus pecados antes de que fueran cometidos, y como dice Kent:
“Aquí hay perdón para transgresiones pasadas,
Sin importar cuán negro sea su tinte;
Y ¡oh!, alma mía, mira con asombro
Que para pecados futuros hay perdón también”.
¡Bendito privilegio del creyente! Pero si ustedes viven y mueren siendo incrédulos, sepan esto: que todos sus pecados permanecen sobre sus hombros. Cristo no hizo nunca ninguna expiación por ustedes; no han sido nunca comprados con sangre; nunca tuvieron un interés en Su sacrificio. Ustedes viven y mueren en ustedes mismos, perdidos; en ustedes mismos, arruinados; en ustedes mismos, completamente destruidos. Pero creyendo, en el instante en que creen, pueden saber que fueron elegidos por Dios desde antes de la fundación del mundo. Creyendo, pueden saber que la justicia de Cristo es toda de ustedes; que todo lo que Él hizo, lo hizo por ustedes; que todo lo que sufrió, lo sufrió por ustedes. De hecho, en el momento en que creen, están donde Cristo estuvo como Hijo aceptado de Dios; y Cristo está donde ustedes estaban, como el pecador, y sufre como si Él hubiera sido el pecador, y muere como si hubiese sido el culpable: muere en su lugar, muere en vez de ustedes.
¡Oh, Espíritu de Dios!, danos fe esta mañana. Rescátanos del yo; únenos a Cristo; oh, que podamos ser salvados ahora por Su gracia inmerecida y ser salvos en la eternidad.
Nota del traductor:
La historia principal de Deyanira es la de la túnica de Neso. Un centauro salvaje llamado Neso intentó violar a Deyanira mientras la ayudaba a cruzar el río Euneo. Heracles vio lo que ocurría desde el otro lado de un río y le disparó una flecha envenenada al pecho. Agonizando, Neso mintió a Deyanira contándole que la sangre de su corazón aseguraría que Heracles le amase para siempre. Deyanira creyó sus palabras y guardó un poco de dicho veneno. Cuando su confianza en Heracles empezó a menguar, untó su famosa túnica de cuero con la sangre. Licas, el siervo de Heracles, le llevó su túnica y cuando se la puso, Heracles murió lenta y dolorosamente cuando ésta quemó (con llamas reales o por el calor del veneno) su piel. Desesperada al ver lo que había hecho, Deyanira se suicidó ahorcándose. Tomado de la Mitología griega.
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