SERMÓN #313 – TERRIBLES CONVICCIONES Y AMABLES OPERACIONES – Charles Haddon Spurgeon

by Mar 21, 2023

“Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano”
Salmos 32:3-4

Puede descargar el documento con el sermón aquí

David describe aquí una experiencia muy común entre los pecadores convictos. Estaba sometido a terrores y dolores de conciencia extremos. Estos terrores eran continuos, lo asustaban por la noche con visiones, lo aterrorizaban todo el día con presentimientos oscuros y sombríos. “Día y noche se agravó sobre mí tu mano”. Su dolor era tan extremo que, cuando recurría a la oración, apenas podía pronunciar una palabra articulada. Había gemidos que no podían ser proferidos dentro de su espíritu, y por eso llama a su oración de gemidos: “mi gemir todo el día”.

Dondequiera que estuviese, su espíritu parecía estar siempre suspirando, enviando un torrente de melancólicos gemidos hacia Dios, un “un gemir todo el día”. Tan lejos llegó este gemido, que al final su cuerpo comenzó a mostrar evidencias de ello. Envejeció, y eso no sólo en las líneas del semblante y en la caída de las mejillas, sino que sus mismos huesos parecían padecer el sufrimiento. Se convirtió en un anciano antes de tiempo.

Hemos oído hablar de algunos a quienes, debido a graves problemas, se les blanqueó el cabello en una sola noche. Pero aquí había un hombre que no mostraba sólo externamente, sino incluso internamente, la pesada presión de la aflicción a causa del pecado. Sus huesos envejecieron y la savia de su vida, los espíritus animales, se secaron, su “verdor se convirtió en sequedades de verano”.

Tan íntima es la conexión entre el cuerpo y el alma, que cuando el alma sufre en extremo, el cuerpo debe ser llamado a soportar su parte de dolor. En verdad, en este caso no era sino simple justicia, pues David había pecado con su cuerpo y también con su alma.

Por la fornicación había contaminado sus miembros, había mirado con deseos lujuriosos y había cometido iniquidad con su cuerpo, y ahora la estructura que se había convertido en el instrumento de la injusticia se convierte en un vehículo de castigo, y su cuerpo soporta su parte de miseria: “se volvió mi verdor en sequedades de verano”.

Deducimos de lo que David dice en este salmo, y de hecho en todos estos siete salmos penitenciales, que sus convicciones a causa de su pecado con Betsabé y su posterior asesinato de Urías, fueron del carácter más profundo y conmovedor, y que los terrores que experimentó fueron indescriptibles, llenando su alma de horror y consternación.

Ahora, esta mañana, me propongo tratar este caso, tan común entre aquellos que están bajo convicción de pecado. Hay muchos que, cuando el Señor los trae a Sí mismo, se alarman por causa de la dureza del golpe con que los hiere, y la severidad de la sentencia que pronuncia contra ellos. Después de haber tratado muy solemnemente con ese carácter, me volveré y pasaré unos momentos tratando de consolar a otra clase de personas, quienes, es extraño decirlo, no tienen consuelo porque no tienen estos terrores, y son infelices porque nunca han experimentado esta desdicha. Extraña perversidad de la naturaleza humana, que cuando Dios envía los terrores dudamos, y cuando los retiene dudamos menos. Que Dios Espíritu bendiga doblemente mi discurso a estas dos condiciones diferentes de hombres y mujeres.

I.  Primero, entonces, permítanme dirigirme con amorosa bondad a aquellos que ahora son los sujetos de la reprensión de Dios y los terrores de la ley de dios.

En primer lugar, te indicaré las causas de tu terror. En segundo lugar, te diré el designio de Dios al someteros a Él, y luego te señalaré el gran remedio.

1. En cuanto a las causas de tu terror, son muchas, y quizá en tu caso la causa sea tan peculiar que el ingenio del hombre no sea capaz de descubrirla. Sin embargo, el remedio que he de proponerte al final se adaptará con toda seguridad a tu caso, pues es un remedio que alcanza a todas las enfermedades y es una panacea para todos los males.

Tú me dices que estás muy perturbado por razones de convicción, y que tus convicciones de pecado están acompañadas de los pensamientos más terribles y sombríos, y yo no pierdo la oportunidad de decirte por qué. Esta mañana tomaré prestadas mis divisiones del viejo y pintoresco Thomas Fuller, cuyo libro fue traído a mi camino esta semana por la providencia. Como no puedo decir cosas mejores que las que él dijo, tomaré prestada gran parte de su descripción de las causas de los terrores de la convicción.

Primero, esas heridas deben ser profundas, las cuales son dadas por una mano tan fuerte como la de Dios. Recuerda, pecador, que es Dios quien está tratando contigo; cuando yacías muerto en tus pecados, Él te miró, y ahora ha comenzado no sólo a mirarte, sino también a herirte; ahora te está hiriendo con el propósito de sanarte después; te está matando para después darte vida espiritual.

Ahora has entrado en las listas nada menos que con el Dios Todopoderoso, ¿te asombras entonces de que cuando Él golpea, Sus golpes te derriben al suelo? ¿Te asombra que cuando Él hiere, Sus heridas son profundas y difíciles de curar? Además, recuerda que tienes que tratar con un Dios airado, que ha tenido paciencia contigo en tus pecados durante estos treinta, cuarenta o cincuenta años, y que ahora ha salido Él mismo para obligarte a arrojar las armas de tu rebelión, y para llevarte cautivo por Su justicia, para después liberarte por Su gracia.

¿Es de extrañar, entonces, que cuando un Dios airado, un Dios que ha refrenado Su ira durante tantos años, sale a la batalla contra ti, te resulte difícil resistirle, y que Sus golpes te magullen y te quiebren los huesos, y hagan que tu espíritu se sienta como si en verdad debiera morir, aplastado bajo la poderosa mano de un ser cruel? No te asombres de todos tus terrores, Dios en el Sinaí, cuando vino a dar la ley, era terrible, pero Dios en el Sinaí, cuando viene a traer la ley a la conciencia, y a impactar con ella, debe ser mucho más terrible.

Cuando Dios sólo extendió Su mano con las dos tablas de piedra, Moisés temió y tembló en extremo; pero cuando Él arroja esas tablas de piedra sobre ti, y te hace sentir el peso de esa ley que has quebrantado, no es de extrañar que tu espíritu sea magullado y destrozado, y hecho mil pedazos.

De nuevo, no es de extrañar que te sientas dolorosamente turbado cuando recuerdas el lugar donde Dios te ha herido. Él no te ha herido en tu mano, o en tu cabeza, o en tu pie, Él está golpeando tu conciencia, los ojos de tu alma, Él te hiere en tu corazón, en lo más íntimo de tu alma. Cada herida que Dios inflige al hombre convicto es una herida en el propio corazón, en los propios órganos vitales; Él corta en el centro del hígado, y hace que Sus dardos atraviesen la hiel, y te cubre las entrañas con agonía.

No se trata ahora de una enfermedad que se ha apoderado meramente de tu piel o de tu carne, sino que es algo que hace hervir los flujos de la vida con ardiente angustia. Ahora Él ha disparado Sus flechas en lo más íntimo de tu espíritu, ha clavado Sus dedos en tus ojos y ha apagado su luz.

Oh, no tienes que asombrarte de que tus dolores sean temibles, cuando Dios te golpea así en la parte más tierna de una conciencia que Él ha hecho tierna por Su gracia. Bien puede saberse que tiene sal restregada en sus heridas.

Has sido azotado con el látigo de diez puntas de la ley hasta que tu corazón está todo desnudo y sangrante, y ahora Dios está esparciendo, por decirlo así, la sal, y haciendo que todas esas heridas hormigueen y escuezan. Si no lo sintieras, podrías asombrarte cuando Dios está arrojando amargura en la fuente de tu vida.

Además de éstas, hay una tercera causa de tu dolor, a saber, que Satanás está ahora ocupado en ti. Él ve que Dios te está hiriendo, y no desea que esas heridas sanen, por lo tanto, clava sus colmillos y desgarra la carne, e intenta si no puede verter su veneno en esa misma carne que Dios ha estado hiriendo con la espada.

“Ahora”, dice él, “que Dios está contra él, yo también estaré contra él. Dios lo está llevando a la tristeza, yo lo llevaré aún más lejos, y lo impulsaré a la desesperación. Dios lo ha llevado al precipicio, al borde de su justicia propia, y le ha ordenado que mire hacia abajo y vea el abismo que se abre. Ahora”, dice Satanás, “un empujón más y caerá”.

Ha salido, pues, con todas sus fuerzas, esperando que la hora de tu convicción sea también la hora de tu condenación. Te tentará, tal vez como hizo con Job, hasta que grites: “Mi alma prefiere el estrangulamiento a la vida”. Tratará de abatirte, como a Jeremías, hasta que estés dispuesto a desear no haber nacido, antes que sufrir así.

Ustedes pueden entender muy bien, si un hombre hubiera sido herido, que sería un duro trabajo para el más hábil cirujano sanarlo, si algún vil miserable arrancara los linimentos y abriera las heridas tan rápido como comenzaran a cerrarse. ¡Oh, ora contra Satanás! Clama en voz alta a tu Dios para que te libre de este demonio, pues él es la causa de gran parte de tu angustia, y si te libraras de él, podría ser que tu herida sanara pronto y encontraras la paz.

Pero recuerda, el remedio que tendré que proponerte es un remedio contra los demonios. Es la confusión del demonio así como la destrucción del pecado. Que vengan contra ti como puedan. El remedio que tendré que proponerte puede curar las heridas de Satanás, y el desgarramiento de sus colmillos, así como las penas del alma que Dios ha traído sobre ti.

Puedes descubrir una razón adicional por la que estás tan gravemente herido, cuando consideres la terrible naturaleza de esa arma con la que Dios te ha herido. No te ha hecho un pequeño corte con algún instrumento delgado, sino que, si entiendo bien tu caso, ha traído contra ti la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. Su Palabra te condena, sus amenazas te golpean como flechas de púas.

Te vuelves a la ley tal como se revela aquí, y toda ella es humo contra ti. Recurres a las promesas y aun ellas te hieren, porque sientes que no tienes derecho a ellas.

Miras los pasajes más preciosos, pero no mitigan tu pena, sino que más bien la aumentan, porque no puedes traerlos y asirlos para ti.

Ahora bien, este es Dios usando Su Palabra contra ti, y tú sabes qué arma es esa: “la espada del Espíritu, que es viva y eficaz, que penetra hasta partir el alma y el espíritu, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”.

Son cortadas profundas que son heridas por la Palabra de Dios. Si fueran mis palabras las que te han metido en este temor, pronto podrías librarte de este, pero estas son las palabras de Dios. Si fuera la maldición de un padre, sería difícil darte consuelo, pero es la maldición de Dios la que ha salido contra ti: la maldición del Dios que te hizo. Él mismo te ha dicho que el pecador no permanecerá delante de Sus ojos, y que aborrece a los obradores de iniquidad. Él mismo ha traído a tu conciencia algunos de esos horribles pasajes: “Dios está airado contra los impíos todos los días”, “De ninguna manera absolverá al culpable”, “Fuego consumidor es nuestro Dios”, “Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios”.

Con armas como éstas, con tiros al rojo vivo disparados contra ti con todo el poder del Espíritu, ya no es de extrañar que tu alma sea agudamente atormentada, y que tus mismos huesos envejezcan por tus gemidos durante todo el día.

Además, hay otra causa para esta profunda enfermedad de convicción, a saber, la necedad del paciente. Los médicos os dirán que pueden curar a un hombre mucho más rápidamente que a otro, aunque la enfermedad sea exactamente la misma y se utilicen los mismos remedios, porque hay algunos hombres que ayudan al médico por la tranquilidad de su espíritu, por la facilidad y conformidad de su mente. Su corazón está bien, y esto da “medicina a tu cuerpo, y refrigerio para tus huesos”.

Pero otros hombres están inquietos, perturbados, turbados, ansiosos, cuestionando esto y cuestionando aquello, y entonces los remedios mismos dejan de tener su efecto apropiado. Lo mismo te sucede a ti, que eres un paciente insensato, que no quieres hacer lo que te curaría, sino que haces lo que agrava tu aflicción, que sabes que si te encomendaras a Cristo Jesús tendrías paz de conciencia en seguida, pero en vez de eso te metes en doctrinas demasiado elevadas para ti, tratando de husmear en misterios que los ángeles no han sabido, y así le das vueltas a tu cerebro mareado y contribuyes así a entristecer aún más singularmente tu corazón.

Tú sabes que todavía estás tratando de elaborar una justicia propia, y esto está haciendo que tus heridas apesten y se irriten. Sabes también que estás mirando más a tu fe que al objeto de tu fe, estás mirando más a lo que sientes que a lo que Cristo sintió, pasas más tiempo mirando a tus convicciones que al sacrificio vicario de Cristo en la cruz. Eres un paciente insensato, estás haciendo aquello que agrava tu queja.

Oh, si fueras más sabio, y estos terrores y estos dolores terminaran más pronto, no te quedarías tanto tiempo en la prisión si usaras los medios de escape, en lugar de buscar estrellar tu cabeza contra sus fuertes muros, muros que no se moverán con todos tus desvaríos, sino que sólo te romperán, te magullarán y te herirán más.

Buscas limar tus grilletes, pero los remachas; buscas desatarlos tú mismo, y los clavas más profundamente en tu carne; agarras el martillo, y aquí está el grillete alrededor de tu muñeca; piensas romperlo, pero envías el hierro a través de la carne y la haces sangrar; te empeoras a ti mismo por todos tus intentos de hacerte mejor, de modo que gran parte de tu dolorosa convicción se debe a tu propia irracionalidad, a tu propia ignorancia y locura.

Y una vez más, debo darte otra razón. No es de extrañar que sufras grandes y terribles dolores cuando estás bajo convicción, pues es una enfermedad en la que nada podrá ayudarte jamás, salvo ese único remedio. Todas las alegrías de la naturaleza nunca te darán alivio.

He oído de algún hombre vanidoso que una vez vistió con ropa de clérigo, que fue visitado por una pobre criatura bajo angustia mental, en los días de Whitefield, le dijo al penitente: “Tú has estado entre los metodistas”. “Sé que sí”, dijo él. “Entonces no vayas entre esos tipos, te han vuelto loco”. “Pero, ¿qué he de hacer para librarme de la angustia de espíritu que ahora siento?”. “Asiste al teatro”, dijo él, “Vete a bailes, dedícate al juego y cosas por el estilo, y de ese modo pronto disiparás tu aflicción.”

Pero como el que echa vinagre sobre nitro, así es el que canta canciones a un corazón triste, es quitarle el vestido a un hombre para que se caliente, es amontonar nieve sobre su cabeza para quitar la congelación, enviarlo de vuelta a la paja y al estiércol para que calme su hambre con ellos, empujarlo a la perrera para que se deshaga del hedor que hiere sus fosas nasales.

Es más, si éstas son las verdaderas heridas de Dios, los placeres pecaminosos te empeorarán en lugar de mejorarte, e incluso las comodidades habituales de la vida perderán todo poder para consolarte. Las palabras de la esposa más tierna, del esposo más amoroso, las misericordias de la providencia, las bendiciones del hogar, todo esto no te servirá de nada para curar esta enfermedad. Hay un remedio para ella, pero ninguno de ellos podrá siquiera tocarla.

El pintoresco Fuller utiliza un lenguaje en este sentido, cuando Adán pecó, se hundió de repente en la miseria; los pájaros cantaban con la misma dulzura, las flores florecían con el mismo esplendor, y el aire era igual de suave, y el Edén igual de dichoso, pero Adán estaba en la miseria, tenía el paraíso siendo expulsado del paraíso.

Dios no había dicho una palabra contra él, y sin embargo fue y se escondió bajo los árboles del jardín para encontrar allí un refugio. No había nada en todo el jardín que pudiera darle a Adán un momento de deleite, porque estaba bajo el sentido del pecado. Y así será contigo. Si pudieras ser puesto en el paraíso, no serías más feliz.

Ahora que Dios te ha convencido del pecado, sólo hay una cura para ti, y esa cura debes tenerla, pues puedes vagar por el mundo y nunca encontrarás otra. Puedes intentar todo lo que puedas con todos los placeres y misericordias de esta vida, pero estarías atormentado, aunque pudieras ser llevado al cielo, a menos que este único remedio apacigüe tu dolorido corazón.

2. Creo que te he dado suficientes razones para la gran conmoción de tu dolor; pero ahora, en segundo lugar, ¿cuáles son los designios de Dios al hundirte profundamente en el fango? Él no trata así a todo Su pueblo, a algunos los trae a Sí de una manera muy suave. ¿Por qué, entonces, trata duramente contigo? Las respuestas a esta pregunta son estas, hay algunas preguntas que es mejor no responder, hay algunos tratos de Dios sobre los cuales no tenemos derecho a hacer una pregunta. Si Él te lleva al cielo, aunque sea a través del mismo infierno, debes estar contento. Mientras no seas sino salvo, por temeroso que sea el proceso, no debes murmurar. Pero puedo darte algunas razones después de todo.

En primer lugar, se debe a que eras un pecador con corazón de piedra, tan muerto, tan descuidado, que ninguna otra cosa te habría despertado jamás sino esta trompeta. No habría servido de nada que el Evangelio sonara con sus dulces notas; de poco habría servido que David tocara su arpa delante de ti. Ustedes necesitaban ser despertados, y por eso es que Dios les ha lanzado Sus rayos uno tras otro, y se ha complacido en hacer resonar el cielo y la tierra delante de ustedes para hacerlos temblar. Estabas tan desesperadamente empeñado en hacer el mal, tan rígido, tan indiferente, que si eras salvado, Dios debía salvarte de tal manera, o de lo contrario no salvarte en absoluto.

Y además, el Señor sabe que hay algo en tu corazón que te llevaría de vuelta a tus viejos pecados, y por eso te los está haciendo amargos, te está quemando, para que seas como el niño quemado que teme el fuego, te está dejando ver la enfermedad en su pleno clímax, te ha enseñado toda la maldad de tu corazón, toda la odiosidad del pecado, para que desde hoy seas un caminante más cuidadoso y odies con más celo todo camino falso.

Además, es posible que Él diseñe esto por amor a tu alma, para hacerte más feliz después. Está llenando tu boca de ajenjo y rompiendo tus dientes con piedra de grava, para que puedas apreciar mejor el exquisito sabor del vino del perdón cuando lo derrame en tu corazón. Está haciendo que te alimentes de ceniza, el alimento de la serpiente, para que cuando llegues a comer la carne de los hijos, el pan del cielo, tu gozo se multiplique por siete.

Yo soy una de esas pobres almas que durante cinco años llevaron una vida de miseria, y que casi fueron llevadas al desconsuelo, pero puedo decir de todo corazón que un día de pecado perdonado fue recompensa suficiente por los cinco años enteros de condena. Tengo que bendecir a Dios por todos los terrores que me abrasaron de noche y por todos los presentimientos que me alarmaron de día. Me ha hecho más feliz desde entonces, porque ahora si hay un problema que pesa sobre mi alma, doy gracias a Dios que no es un problema como el que me inclinó a la misma tierra, y me hizo arrastrarme como una bestia sobre el suelo a causa de la pesada angustia y aflicción.

Sé que nunca podré volver a sufrir lo que he sufrido, nunca podré, a menos que me envíen al infierno, conocer más agonía de la que he conocido, y ahora, esa tranquilidad, ese gozo y paz de creer, esa “no condenación” que me pertenece como hijo de Dios, se hace doblemente dulce e inexpresablemente preciosa, por el recuerdo de mis pasados días de dolor y aflicción.

Bendito seas, oh, Dios, por siempre, que con esos días negros, como un invierno lúgubre, has hecho que estos días de verano sean tanto más hermosos y dulces. La orilla nunca es tan grata como cuando se sube a ella con el pie de un náufrago recién escapado del mar, la comida nunca es tan dulce como cuando te sientas a la mesa después de días de hambre, el agua nunca es tan refrescante como cuando llegas al final de un desierto reseco, y has sabido lo que es tener sed.

Y aún otra razón permítanme darles, y no necesito retenerlos más en este punto. Posiblemente, Dios los está trayendo así, mis queridos amigos, porque quiere hacer un gran uso de ustedes. Todos somos armas de Dios contra el enemigo. Todos Sus santos son usados como instrumentos en la Guerra Santa, pero hay algunos a quienes Dios usa en la parte más espesa de la batalla. Ellos son Sus espadas que Él empuña en Su mano, y asesta innumerables golpes con ellas. A éstos los recuece una y otra vez. Él te está templando. Él te está preparando para que seas poderoso en Su Israel, dentro de poco.

¡Oh! cuán dulcemente podrás hablar con otros como tú, cuando una vez obtengas consuelo, y ¡oh, cuánto le amarás cuando Él una vez quite tu pecado! ¿No es así? Creo que te veré el primer día después de que tus pecados sean perdonados. Querrás predicar. No me extrañaría que salieras a las calles, o que te apresuraras a ir con tus viejos compañeros, y les dijeras: “Mis pecados han sido lavados”. No habrá nada demasiado difícil para ti.

El Señor saca a Sus mejores soldados de las tierras altas de la aflicción. Estos son Sus montañeses que llevan todo ante ellos. Conocen los ríos del pecado, conocen las cañadas del dolor, y ahora todos sus pecados han sido lavados, conocen las alturas de la abnegación, y de la devoción pura, pueden hacer todas las cosas por Cristo, que los fortalece, el Cristo que los ha perdonado.

 ¿No crees que acabo de dar en el clavo? ¿No sientes en tu espíritu que si Jesús te perdonara, harías todo por Él? ¡Oh! Sé que si tuvieras que entonar ese himno…

“Entonces cantaré más fuerte entre la multitud,

mientras las mansiones del cielo resuenan

con gritos de gracia soberana”,

dirías: “Ah, eso haré, si alguna vez Él perdona a un miserable como yo, y toma en Su seno a un pobre gusano como yo, nada será demasiado duro para mí. Le daré todo en esta vida, y le daré una eternidad de alabanzas en la vida venidera”.

3. Pero ahora estoy impaciente por llegar a la palabra de consuelo que tengo para ti sobre el gran remedio. Pecador, angustiado a causa del pecado y abatido por el terror, hay un camino de salvación para ti, un camino abierto y accesible, accesible ahora. Ahora puedes tener todas tus penas aliviadas, y todas tus tristezas pueden huir. Escucha entonces el remedio, y escúchalo como de labios de Dios, y ten cuidado de aprovecharlo ahora, pues entre más tardes, más difícil será aprovecharlo: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.

¿Me entiendes? Confía en Cristo y serás salvo, confía en Él ahora y todos tus pecados se habrán ido, no quedará ni uno. Pasados, presentes y por venir, todos se habrán ido”. ¿No voy a sentir nada?” No, no como preparación para Cristo, confía en Jesús y serás salvo. “¿No se requieren buenas obras de mí?” Ninguna, ninguna, las buenas obras vendrán después. El remedio es simple, no una mezcla compuesta de tus cosas y Cristo, es sólo esto: la sangre de Jesucristo.

Ahí está Jesús en su cruz. Sus manos sangran, Su corazón estalla, Sus miembros son torturados, los poderes de Su alma están llenos de agonía. Esos sufrimientos fueron ofrecidos a Dios en lugar de nuestros sufrimientos, y “Todo aquel que en él cree, no perecerá, más tendrá vida eterna.” Cree en Él ahora.

“Pero no puedo”, dice uno. Puedes, no sólo puedes, sino que estás condenado si no le crees ahora. “No puedo”, dice uno. ¿No puedes creer a tu Señor? ¿Es Él un mentiroso? ¿No puedes creer en Su poder para salvar? ¡El Hijo de Dios en agonía, y sin embargo sin poder para salvar! “No puedo creer que derramó Su sangre por mí”, dice alguien así. Se te ordena que confíes en Él. Después leerás claramente tu título en Él. Tu asunto ahora es simplemente con Él, no con tu interés en Él. Eso se sabrá después. Confía en Él ahora y serás salvo.

La fe no es creer que Cristo murió por mí. Si Cristo murió por todo hombre, entonces todo arminiano, salvo o no salvo, tiene la verdadera fe, porque cree que Cristo murió por todo hombre.

Nosotros como calvinistas, no creemos esto, sino que creemos que la fe consiste en confiar en Cristo, y quien confía en Cristo conocerá el efecto de esa confianza, que Jesús murió por él, y es salvo. Confía en Jesús ahora, tal como eres, cae rendido ante Él. Deshazte de ese último trapo sucio tuyo, de esa última buena obra, de esa última inmundicia, de ese último buen pensamiento, tu buen pensamiento, y tus buenas obras son trapos de inmundicia. Ven tal como eres, desnudo, perdido, arruinado, indefenso, pobre.

Si eres tan malo que no puedo describirte, y tú no puedes describirte a ti mismo, ven. La misericordia es gratis, la misericordia es gratis. Nunca temo predicar una gracia totalmente gratuita, o un Cristo demasiado dispuesto a salvar. Tú necesitas un Mediador para venir a Dios, pero no necesitas ninguno para venir a Cristo. Necesitas alguna preparación si vas al Padre, pero no necesitas ninguna si vienes al Hijo. Ven como eres, y Dios mismo debe ser falso, Su trono debe tener fundamentos aparte de la justicia, Cristo debe ser falso, y esta Biblia una mentira, antes de que un alma que confía en Jesús pueda perecer.

Ahí está el remedio, por el poder del Espíritu Santo, aprovéchalo. Ahora Dios te ayude y seas plenamente salvo.

II. Ahora quiero que me presten su paciente atención durante otros cinco o diez minutos, mientras me hago cargo de lo que era un doble deber, porque temía que sin la última parte del sermón, la primera pudiera hacer daño. En la última parte del sermón tengo que tratar con algunos que nunca han sentido en absoluto estos terrores, y que, extraño es decirlo, desearían haberlos sentido.

Supongo que ahora habré conversado con cerca de dos mil almas que han sido llevadas a conocer al Señor bajo mi instrumentalidad, y muy a menudo he notado que una proporción considerable de ellas, y de los mejores miembros de nuestra iglesia también, fueron llevados a conocer al Señor no por terrores legales, sino por medios más suaves.

Sentado un día de la semana pasada, vi a unos veintitrés, y yo pensaría que podría haber hasta doce de los veintitrés cuyas convicciones de pecado no estaban claramente marcadas con los terrores de la ley. Una buena joven se presenta ante mí: “¿Cuál fue el primer pensamiento que te puso a buscar realmente al Salvador?”. “Señor, fue el carácter encantador de Cristo lo primero que me hizo anhelar ser su discípula. Vi cuán bondadoso, cuán bueno, cuán desinteresado, cuán abnegado era Él, y eso me hizo sentir cuán diferente era yo de lo que Él era. Pensé: “¡Oh, yo no soy como Jesús!” Y eso me hizo subir a mi cuarto y me puse a orar”.

A menudo tengo casos como éste: predico un terrible sermón sobre la ley, y encuentro que los pecadores se consuelan con él; predico otro sermón sobre la elección, y encuentro que los pobres pecadores se despiertan con él. Dios bendice la Palabra precisamente de la manera opuesta a la que yo pensaba que sería bendecida, y lleva a muchísimos a conocer su estado por naturaleza, por medio de cosas que habríamos pensado que más bien los habrían consolado que alarmado.

“La primera impresión religiosa que tuve”, dijo otro, “que me hizo buscar al Salvador, fue la siguiente: un joven compañero mío cayó en pecado, y yo sabía que era probable que hiciera lo mismo si no era guardado por alguien más fuerte que yo, por lo tanto busqué al Señor, no a causa del pecado pasado al principio, sino porque temía algún gran pecado futuro. Dios me visitó, y entonces sentí convicción de pecado y fui llevado a Cristo”.

De manera singular también, he conocido por lo menos a una veintena de personas que encontraron a Cristo y luego lamentaron sus pecados más que antes. Sus convicciones han sido más terribles después de que han conocido su interés en Cristo, de lo que fueron al principio. Han visto el mal después de haber escapado de él, han sido arrancados del lodo cenagoso, y sus pies han sido puestos sobre una roca, y luego han visto más plenamente la profundidad de ese horrible pozo del que han sido sacados.

De modo que no es cierto que todos los que se salvan sufran estas convicciones y terrores, sino que hay un número considerable que son arrastrados por las cuerdas del amor y los lazos de un hombre. Hay algunos a quienes, como a Lidia, se les abre el corazón, no por la palanca de la convicción, sino por la ganzúa de la gracia divina. Dulcemente atraídas, casi silenciosamente encantadas por la hermosura de Jesús, dicen: “Atráeme, y yo correré tras de ti”.

Y ahora me haces la pregunta: “¿Por qué Dios me ha traído a Sí de esta manera tan gentil?”. De nuevo te digo: hay algunas preguntas que es mejor no responder, Dios sabe mejor que nadie la razón por la que no te da estos terrores, déjale esa pregunta a Él. Pero puedo contarte una anécdota.

Había una vez un hombre que nunca había sentido estos terrores, y pensó en su interior: “Nunca podré creer que soy cristiano a menos que los sienta”. Así que oró a Dios para poder sentirlos, y los sintió, y ¿cuál creen que es su testimonio? Dice: “Nunca, nunca hagas eso, pues el resultado fue terrible en extremo”. Si hubiera sabido lo que pedía, no habría pedido algo tan insensato.

Una vez conocí a un hombre cristiano que oraba por problemas. Temía no ser cristiano, porque no tenía problemas; pero cuando llegaron los problemas, pronto descubrió cuán insensato era al pedir algo que Dios, en su misericordia, le había ocultado. No seas tan necio como para suspirar por la miseria. Da gracias a Dios porque vas al cielo a lo largo de los muros de la salvación, bendice al Señor porque no te llama en el día nublado y oscuro, sino que te trae gentilmente a Él, y conténtate, te ruego, con ser llamado por la música de la voz del amor.

¿No será que Jesucristo te ha traído así por otra razón? Él sabía que eras muy débil, y que tu mente era muy frágil, y si hubieras sentido estos terrores, podrías haberte vuelto loco, y en cambio ahora podrías estar en un manicomio, si hubieras pasado por ellos. Es verdad que Su gracia podría haberte guardado, pero Dios siempre templa al viento al cordero trasquilado, y no tratará a los débiles como trata a los fuertes.

Y pienso de nuevo, puede ser que si Dios te hubiera dado estos sentimientos, te habrías vuelto un auto justificador. Habrías confiado en ellos, así que Él no te los ha dado. No los tienes para edificar sobre ellos, gracias a Dios por eso, pues ahora debes edificar sobre Cristo. Tú dices: “si hubiera sentido estas cosas, creo que habría sido salvo”. Sí, entonces habrías confiado en tus sentimientos, el Señor lo sabía, y por tanto, no te los ha dado. No te ha dado nada en absoluto; por tanto, ahora debes descansar en Cristo y en ningún otro lugar excepto allí. Hazlo ahora.

Puede ser, además, que Él te haya mantenido allí porque quiere hacerte útil; útil para algunos que, como tú, han venido gradualmente a Él, pues puedes decirles cuando los encuentres en angustia: “Porque Jesucristo me trajo gentilmente, por tanto ten buen ánimo, Él te está trayendo a ti también”.

Siempre me gusta ver en mi iglesia algunos de todo tipo. Ahora hay un hermano que podría señalar esta mañana que nunca ha sabido en su vida, y creo que nunca sabrá, acerca de la peste de su propio corazón, a tal grado como algunos de nosotros hemos aprendido. Él nunca ha pasado por el fuego y por el agua, sino que por el contrario es un espíritu de corazón amoroso, un hombre que gasta y es gastado en el servicio de su Maestro, él conoce más de las alturas de la comunión que algunos de nosotros.

Por mi parte, aunque no quiero cambiar de lugar con nadie, creo que podría confiar en mi Maestro si tuviera su experiencia, del mismo modo que puedo confiar en Él teniendo la mía. Porque, después de todo, ¿qué tiene que ver la experiencia con todo esto? No nos basamos en experiencias, ni en estructuras, ni en hechos…

“Nuestras esperanzas están puestas en nada menos

que en la sangre y la justicia de Jesús.”

A ti, pues, en conclusión, te predico el mismo remedio. Pobre alma, anhelas ser atribulada, sí; pero yo preferiría que anhelaras obtener alivio. Jesucristo está colgado en la cruz, y si confías en Él, serás salvo. Tal como eres, como acabo de decirle a mi otro amigo, tal como eres, toma a Cristo tal como es.

Ahora nunca piensen en arreglarse para Cristo, Él no quiere nada de ustedes. No necesitáis arreglaros ni vestiros para venir a Cristo. Ni siquiera vuestras estructuras y sentimientos son el traje de bodas. Venid desnudos. “Pero señor, estoy tan descuidado”, vengan descuidados entonces. “Pero soy tan duro de corazón”, ven duro de corazón entonces. “Pero soy tan desconsiderado”, vente desconsiderado entonces, y confía en Cristo ahora. Si confías en Él, no confiarás en un engañador. No habrás puesto tu alma en las manos de alguien que la dejará caer y perecer.

“Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”, ya sea convencido por el terror o por el amor, porque “El que crea y sea bautizado será salvo”; el que no crea, sienta lo que sienta, y tenga el terror que tenga, “será condenado”.

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