“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”
2 Corintios 5:21
Puede descargar el documento con el sermón aquí
Hace algún tiempo, una excelente dama solicitó una entrevista conmigo con el objeto, según dijo, de conseguir mi simpatía en la cuestión de la “Pena Anticapital”. Oí las excelentes razones que esgrimía contra la horca para los hombres que habían cometido asesinatos, y aunque no me convencieron, no traté de responderlas. Ella propuso que cuando un hombre cometiera un asesinato, debería ser confinado de por vida. Mi comentario fue que muchos hombres que habían estado encerrados media vida no habían mejorado nada por ello, y en cuanto a su creencia de que necesariamente se arrepentirían, me temía que no era más que un sueño.
“Ah”, dijo ella, alma buena como era, “eso es porque nos hemos equivocado con los castigos. Castigamos a las personas porque pensamos que merecen ser castigadas. Ahora, debemos demostrarles”, dijo, “que los amamos, que sólo los castigamos para hacerlos mejores”. “De hecho, señora”, le dije, “he oído esa teoría muchas veces, y he visto muchos buenos escritos sobre el tema, pero no creo en ella. El propósito del castigo debe ser la enmienda, pero el fundamento del castigo reside en la segura culpabilidad del delincuente. Creo que cuando un hombre hace el mal, debe ser castigado por ello, y que hay una culpa en el pecado que justamente merece castigo”.
Oh no, ella no podía ver eso. “El pecado era algo muy malo, pero el castigo no era una idea adecuada”. Pensaba que en la cárcel se trataba a la gente con demasiada crueldad y que había que enseñarles que les queríamos. Si en la cárcel se les tratara con amabilidad y ternura, madurarían mucho mejor, estaba segura”.
Con el fin de interpretar su propia teoría, le dije: “Supongo entonces que usted daría a los criminales toda clase de indulgencias en la cárcel. A algún gran vagabundo que haya cometido robos docenas de veces, supongo que le dejaría sentarse en un sillón por la noche ante un buen fuego, y le mezclaría un vaso de aguardiente con agua, y le daría su pipa, y le haría feliz, para demostrarle lo mucho que le queremos”. “Bueno, no, no le daría el licor, pero aun así, todo lo demás le haría bien”.
Me pareció una imagen ciertamente encantadora. Me pareció el método más prolífico de cultivar pícaros que el ingenio pudiera inventar. Imagino que de ese modo se podría cultivar cualquier número de ladrones, pues sería un medio especial de propagar todo tipo de pillería y maldad.
Estas teorías tan encantadoras para una mente tan simple como la mía, eran fuente de mucha diversión, la idea de consentir a los villanos, y tratar sus crímenes como si fueran caídas y tropiezos de niños, me hacía reír a carcajadas. Me parecía ver al gobierno resignando sus funciones a estas excelentes personas, y los grandes resultados de sus maravillosos y amables experimentos. La espada del magistrado transformada en una cuchara, y la cárcel en un dulce refugio para las reputaciones heridas.
Sin embargo, poco pensé que viviría para ver este tipo de cosas enseñadas en los púlpitos. No tenía idea de que surgiría una teología que rebajaría el gobierno moral de Dios del aspecto solemne en que lo revelan las Escrituras, a un sentimentalismo cursi, que adora a una deidad desprovista de toda virtud masculina.
Pero nunca sabemos hoy lo que puede ocurrir mañana. Hemos vivido para ver cierto tipo de hombres, que gracias a Dios no son bautistas, aunque lamento decir que hay muchos bautistas que intentan seguir sus pisadas enseñando hoy en día que Dios es un Padre universal, y que nuestras ideas de que trata a los impenitentes como Juez y no como Padre, son restos de un error anticuado. El pecado, según estos hombres, es un desorden más que una ofensa, un error más que un crimen. El amor es el único atributo que pueden discernir, y la Deidad plena no la han conocido.
Algunos de estos hombres se adentran mucho en las ciénagas y el fango de la falsedad, hasta que nos informan que el castigo eterno es ridiculizado como un sueño. De hecho, ahora aparecen libros que nos enseñan que no existe tal cosa como el sacrificio vicario de nuestro Señor Jesucristo. Usan la palabra expiación, es cierto, pero en lo que respecta a su significado, han eliminado el antiguo acontecimiento. Reconocen que el Padre ha mostrado Su gran amor al pobre hombre pecador enviando a Su Hijo, pero no que Dios haya sido inflexiblemente justo en la exhibición de Su misericordia, no que haya castigado a Cristo en favor de Su pueblo, ni que de hecho Dios vaya a castigar jamás a nadie en Su ira, ni que exista tal cosa como la justicia aparte de la disciplina.
Incluso pecado e infierno no son más que viejas palabras empleadas en adelante en un sentido nuevo y alterado. Esas son nociones anticuadas, y nosotros, pobres almas, que seguimos hablando de la elección y de la justicia imputada, somos desmentidos por nuestro tiempo. Ay, y los caballeros que publican libros sobre este tema aplauden al Sr. Maurice, y al Profesor Scott, y otros similares, pero son demasiado cobardes para seguirlos y proponer audazmente estos sentimientos.
Estos son los hombres nuevos que Dios ha enviado desde el cielo para decirnos que el apóstol Pablo estaba totalmente equivocado, que nuestra fe es vana, que hemos estado muy equivocados, que no había necesidad de sangre propiciatoria para lavar nuestros pecados, que el hecho era que nuestros pecados necesitaban disciplina, pero que la venganza penal y la ira justa están totalmente fuera de cuestión. Cuando hablo así, tengo la libertad de confesar que tales ideas no son enseñadas audazmente por cierto individuo cuyo volumen suscita estos comentarios, pero como él promociona los libros de pervertidores flagrantes de la verdad, me veo obligado a creer que él respalda tal teología.
Bien, hermanos, me alegra decir que ese tipo de cosas no han entrado en este púlpito. Me atrevo a decir que los gusanos se comerán la madera antes de que se oiga algo de ese tipo en este lugar, y que estos huesos sean picoteados por buitres, y que esta carne sea partida en dos por leones, y que cada nervio de este cuerpo sufra dolores y torturas, antes de que estos labios expresen tales doctrinas o sentimientos.
Nos contentamos con permanecer entre las almas comunes que creen en las viejas doctrinas de la gracia. Estamos dispuestos a quedarnos atrás en la gran marcha del intelecto, y permanecer junto a esa cruz inmóvil, que, como la estrella polar, nunca avanza, porque nunca se agita, sino que siempre permanece en su lugar, la guía del alma hacia el cielo, el único fundamento que ningún hombre puede poner, y sin construir sobre él, ningún hombre verá jamás el rostro de Dios y vivirá.
Esto es lo que he dicho sobre un asunto que ahora mismo está suscitando controversia. Ha sido para mí un gran privilegio asociarme con seis de nuestros más brillantes hermanos en el ministerio, en una carta de protesta contra el apoyo que cierto periódico parecía estar dispuesto a prestar a esta herejía moderna. Confiamos en que pueda ser el medio, en las manos de Dios, de ayudar a detener esa marcha descendente, ese alejamiento de la verdad que parece, por algún singular encaprichamiento, haber trastornado las mentes de algunos hermanos de nuestra denominación.
Ahora vengo a dirigirme a ustedes sobre el tema más continuamente atacado por los que predican otro evangelio “que no es otro; pero hay algunos que os perturban, y quieren pervertir el evangelio de Cristo”, a saber, la doctrina de la sustitución de Cristo en nuestro favor, Su expiación real por nuestros pecados, y nuestra justificación positiva y real por medio de Sus sufrimientos y justicia.
Me parece que hasta que el lenguaje pueda significar exactamente lo contrario de lo que dice, hasta que por alguna extraña lógica, la Palabra de Dios pueda ser contradicha y se pueda hacer que se desmienta a sí misma, la doctrina de la sustitución nunca podrá ser desarraigada de las palabras que he seleccionado para mi texto: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.
Primero entonces, la impecabilidad del sustituto; segundo, la realidad de la imputación del pecado a él; y tercero, la gloriosa realidad de la imputación de la justicia a nosotros.
I. En primer lugar, la impecabilidad del sustituto.
La doctrina de las Sagradas Escrituras es la siguiente, como el hombre no podía guardar la ley de Dios por haber caído en Adán, Cristo vino y cumplió la ley en favor de su pueblo; y como el hombre ya había quebrantado la ley divina y había incurrido en el castigo de la ira de Dios, Cristo vino y padeció en lugar de sus elegidos, para que, al soportar todas las copas de la ira, éstas se vaciaran y ni una gota cayera sobre las cabezas de su pueblo comprado con sangre.
Ahora bien, comprenderán fácilmente que si uno ha de ser sustituto de otro ante Dios, ya sea para obrar una justicia o para sufrir un castigo, ese sustituto debe estar libre de pecado. Si tiene pecado propio, todo lo que pueda sufrir no será sino la debida recompensa de su propia iniquidad. Si él mismo ha transgredido, no puede sufrir por otro, porque todos sus sufrimientos ya son debidos a su propia cuenta personal.
Por otra parte, está muy claro que nadie, sino un hombre perfecto, podría jamás obrar una justicia sin mancha por nosotros, y guardar la ley en nuestro lugar, pues si ha deshonrado el mandamiento en su pensamiento, debe haber un defecto correspondiente en su servicio. Si la trama y la urdimbre están manchadas, ¿cómo va a resultar en el manto de pureza blanca como la leche y envolver nuestros lomos? Debe ser un ser sin mancha que se convierta en el representante de su pueblo, ya sea para darle una justicia pasiva o activa, ya sea para ofrecer una satisfacción como castigo por sus pecados, o una justicia como cumplimiento de la demanda de Dios.
Es satisfactorio para nosotros saber y creer más allá de toda duda, que nuestro Señor Jesús estaba libre de pecado. Por supuesto, en Su naturaleza divina no podía conocer la iniquidad, y en cuanto a Su naturaleza humana, nunca conoció la mancha original de la depravación. Él era de la simiente de la mujer, pero no de la simiente contaminada e infectada de Adán. Dado que la Virgen estaba cubierta por el Espíritu Santo, ninguna corrupción entró en Su nacimiento.
Aquella cosa santa que nació de ella no fue concebida en pecado ni formada en iniquidad. Fue traído a este mundo inmaculado. Fue inmaculadamente concebido e inmaculadamente nacido. En Él nunca habitó esa sangre oscura natural que hemos heredado de Adán. Su corazón era recto dentro de Él, su alma no tenía ninguna inclinación al mal, su imaginación nunca se había oscurecido. No tenía una mente infatuada. No había en Él tendencia alguna sino a hacer lo que era bueno, santo y honorable.
Y así como no participó de la depravación original, tampoco participó del pecado imputado de Adán que nosotros hemos heredado; no, quiero decir, en Él mismo personalmente, aunque asumió las consecuencias de eso, al ser nuestro representante. El pecado de Adán nunca había pasado sobre la cabeza del segundo Adán.
Todos los de la descendencia de Adán pecaron en él cuando tomó el fruto, pero Jesús no estaba en la descendencia de Adán. Aunque pudiera concebirse que estaba en el vientre de la mujer, “cosa nueva que Jehová creó en la tierra”, no estaba en Adán cuando pecó, y, por consiguiente, ninguna culpa de Adán, ni de depravación de la naturaleza, ni de distanciamiento de Dios, recayó jamás sobre Jesús como resultado de algo que Adán hubiera hecho. Me refiero a Jesús como considerado en Sí mismo, aunque ciertamente tomó el pecado de Adán al ser el representante de Su pueblo.
Además, así como en Su naturaleza estaba libre de la corrupción y condenación del pecado de Adán, así también en Su vida, ningún pecado corrompió jamás Su camino. Su ojo nunca destelló con ira inmoral, Su labio nunca pronunció una palabra traicionera o engañosa, Su corazón nunca albergó una imaginación malvada. Nunca anduvo tras la lujuria, ni la codicia se asomó a Su alma. Era “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores”.
Desde el principio de su vida hasta el final, no se puede señalar ni siquiera un error, y mucho menos un error voluntario. Tan perfecto era Él, que ninguna virtud parece preponderar, o por una cualidad opuesta dar un sesgo a la escala de la rectitud absoluta. Juan se distingue por su amor, Pedro por su valor, pero Jesucristo no se distingue por ninguna por encima de otra, porque las posee todas en tan sublime unísono, en tan celestial armonía, que ninguna virtud sobresale por encima de las demás.
Es manso, pero es valiente. Es amoroso, pero es decidido, es audaz como un león, pero es tranquilo y pacífico como un cordero. Él era como esa harina fina que se ofrecía ante Dios en el holocausto, una harina sin granos, tan suave, que cuando la frotabas, era suave y pura, ninguna partícula podía distinguirse. Su carácter estaba plenamente cimentado, plenamente compuesto. No había un rasgo en Su semblante moral que tuviera excesiva preponderancia sobre los demás, sino que estaba completo en todo lo que era virtuoso y bueno.
Es cierto que fue tentado, pero nunca pecó. El torbellino vino del desierto, y golpeó las cuatro esquinas de esa casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre una Roca. Las lluvias descendieron, el cielo lo afligió, los vientos soplaron, la misteriosa agencia del infierno lo asaltó, las inundaciones vinieron, toda la tierra estaba en armas contra Él, pero sin embargo Él permaneció firme en medio de todo.
Ni siquiera una sola vez pareció doblegarse ante la tempestad, sino que, azotando la furia de la ráfaga, soportando todas las tentaciones que pudieran sucederle al hombre, que se resumieron y consumaron su furia en Él, resistió hasta el final, sin un solo defecto en Su vida, ni una mancha en Su manto inmaculado.
Regocijémonos, pues, en esto, mis amados hermanos y hermanas, en que tenemos tal sustituto, uno que es apto y adecuado para estar en nuestro lugar, y sufrir en nuestro lugar, viendo que no tiene necesidad de ofrecer un sacrificio por Sí mismo, no tiene necesidad de clamar por Sí mismo: “Padre, he pecado”, no tiene necesidad de doblar la rodilla como penitente y confesar Sus propias iniquidades, pues Él es sin mancha ni defecto, el perfecto Cordero de la pascua de Dios.
Quisiera que notaran cuidadosamente la expresión particular del texto, pues me pareció muy hermosa y significativa: “que no conoció pecado”. No dice simplemente no hizo ninguno, sino que no conoció ninguno. No conoció el pecado; conoció la aflicción, pero no conoció el pecado. Tuvo que caminar en medio de sus guaridas más frecuentadas, pero no lo conoció; no es que ignorara su naturaleza, o que no conociera su castigo, sino que no lo conoció, era un extraño para él, nunca le hizo el guiño o la inclinación de cabeza de un reconocimiento familiar.
Por supuesto que sabía lo que era el pecado, pues era Dios mismo, pero con el pecado no tenía comunión, ni compañerismo, ni hermandad. Era un perfecto extraño en presencia del pecado, era un extranjero, no era un habitante de esa tierra donde se reconoce el pecado. Pasó por el desierto del sufrimiento, pero nunca pudo entrar en el desierto del pecado. “No conoció pecado”.
Noten esa expresión y atesórenla, y cuando estén pensando en su sustituto, y lo vean colgar sangrando en la cruz, piensen que ven escrito en esas líneas de sangre, escritas a lo largo de Su bendito cuerpo: “No conoció pecado”. Mezclado con la rojez de Su sangre, esa Rosa de Sarón, he aquí la pureza de Su naturaleza, el Lirio del Valle: “No conoció pecado.”
II. Pasemos a notar el segundo y más importante punto, la real sustitución de Cristo, y la real imputación del pecado a Él. “Le hizo pecado por nosotros”.
Aquí ten cuidado de observar quién transfirió el pecado. Dios Padre cargó sobre Jesús las iniquidades de todos nosotros. El hombre no pudo hacer pecar a Cristo. El hombre no podía transferir su culpa a otro. No nos corresponde a nosotros decir si Cristo pudo o no pudo hacerse pecado por nosotros, pero lo cierto es que no tomó sobre sí este sacerdocio, sino que fue llamado por Dios, como lo fue Aarón. La posición vicaria del Redentor está garantizada, es más, ordenada por la autoridad divina. “Lo hizo pecado por nosotros”.
Ahora debo rogarles que noten cuán explícito es el término. Algunos de nuestros expositores dirán que la palabra aquí usada debe significar “ofrenda por el pecado”. “Le hizo expiación por nosotros”. Me pareció bien consultar mi Testamento Griego para ver si podía ser así. Por supuesto, todos sabemos que la palabra aquí traducida “pecado” se traduce muy a menudo “ofrenda por el pecado”, pero siempre es útil, cuando se tiene un pasaje en disputa, revisarlo y ver si en este caso la palabra tendría ese significado.
Estos comentaristas dicen que significa una ofrenda por el pecado; pues bien, yo lo leeré: “Lo puso por expiación por nosotros, que no conocimos expiación”. ¿No les parece ridículo? Son precisamente las mismas palabras, y si es justo traducirlo como “ofrenda por el pecado” en un lugar, debe ser justo, en toda razón, traducirlo así en el otro.
El hecho es que, mientras que en algunos pasajes puede traducirse como “ofrenda por el pecado”, en este pasaje no puede ser así, porque sería ir en contra de toda honestidad traducir la misma palabra en la misma frase de dos maneras diferentes. No, debemos tomarlas como están. “Lo hizo pecado por nosotros”, no simplemente una ofrenda, sino pecado por nosotros.
Mi predecesor, el Dr. Gill, editó las obras de Tobias Crisp, pero Tobias Crisp fue más allá de lo que el Dr. Gill o cualquiera de nosotros puede aprobar, pues en un lugar Crisp llama pecador a Cristo, aunque no quiere decir que Él mismo pecara. En realidad llama a Cristo transgresor, y se justifica por ese pasaje: “Fue contado con los transgresores”. Martín Lutero tiene fama de haber dicho ampliamente que, aunque Jesucristo era impecable, era el mayor pecador que jamás haya existido, porque todos los pecados de su pueblo recaían sobre Él.
Ahora bien, tales expresiones me parecen imprudentes, si no profanas. Ciertamente, los cristianos deben tener cuidado de no usar un lenguaje que, por los ignorantes y no instruidos, pueda ser traducido para significar lo que nunca pretendieron enseñar.
El hecho es, hermanos, que en ningún sentido, tómenlo como lo digo, en ningún sentido puede concebirse que Jesucristo haya sido culpable. “No conoció pecado”. No sólo no era culpable de ningún pecado, sino que no era culpable de nuestros pecados. Ninguna culpa puede ser atribuida a un hombre que no ha sido culpable. Debe haber tenido complicidad en el hecho mismo, o de lo contrario no se le puede atribuir ninguna culpa.
Jesucristo está en medio de todos los truenos divinos y sufre todos los castigos, pero ni una gota de pecado lo manchó jamás. En ningún sentido es un hombre culpable, sino que siempre es un aceptado y un Santo. ¿Cuál es entonces el significado de esa expresión tan fuerte de mi texto? Debemos interpretar los modos de expresión de las Escrituras por la fraseología de los oradores.
Sabemos que nuestro Maestro dijo una vez: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”; no quiso decir que la copa fuese la alianza. Dijo: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”; ninguno de nosotros concibe que el pan sea literalmente la carne y la sangre de Cristo. Tomamos ese pan como si fuera el cuerpo, pero en realidad sólo lo representa.
Ahora, debemos leer un pasaje como este, según la analogía de la fe, Jesucristo fue hecho por Su Padre pecado por nosotros, es decir, fue tratado como si Él mismo hubiera sido pecado. Él no era pecado, Él no era pecador, Él no era culpable, pero fue tratado por Su Padre, como si Él no sólo hubiera sido pecador, sino como si Él mismo hubiera sido pecado. Esa es una expresión fuerte usada aquí.
No sólo lo hizo sustituto del pecado, sino que lo hizo pecado. Dios miró a Cristo como si Cristo hubiera sido pecado, no como si hubiera cargado con los pecados de Su pueblo, o como si hubieran sido cargados sobre Él, aunque eso fuera cierto, sino como si Él mismo hubiera sido positivamente esa cosa nociva, que odia a Dios, que daña el alma, llamada pecado. Cuando el Juez de toda la tierra dijo: “¿Dónde está el pecado?” Cristo se presentó. Se presentó ante Su Padre como si hubiera sido la acumulación de toda la culpa humana, como si Él mismo fuera esa cosa que Dios no puede soportar, sino que debe expulsar de Su presencia para siempre.
Y ahora veamos cómo esta conversión de Jesús en pecado se llevó a cabo en toda su extensión. El Señor justo consideró a Cristo como pecado, y por lo tanto Cristo debía ser llevado fuera del campamento.
El pecado no puede ser soportado en la Sión de Dios, no se le puede permitir habitar en la Jerusalén de Dios, debe ser sacado fuera del campamento, es una cosa leprosa, deber ser apartada. El pecado debe estar siempre expulsado de la comunión, del amor, de la piedad.
¡Lleváoslo, lleváoslo, muchedumbre! Apresúrenlo por las calles y llévenlo al Calvario. Llévenlo fuera del campamento, como lo fue el animal que fue ofrecido por el pecado fuera del campamento, así debe ser Cristo, que fue hecho pecado por nosotros.
Y ahora, Dios lo considera pecado, y el pecado debe soportar el castigo. Cristo es castigado. La más temible de las muertes es exigida por Su mano, y Dios no tiene piedad de Él. ¿Cómo habría de tener piedad del pecado? Dios lo odia. Ninguna lengua puede decirlo, ningún alma puede discernir el terrible odio de Dios hacia lo que es malo, y Él trata a Cristo como si fuera pecado. Él ora, pero el cielo cierra Su oración, Él clama por agua, pero el cielo y la tierra rehúsan mojar Sus labios excepto con vinagre. Vuelve sus ojos al cielo, y no ve nada allí. ¿Cómo podría? Dios no puede mirar el pecado, y el pecado no puede tener ningún derecho sobre Dios: “Dios mío, Dios mío”, clama, “¿por qué me has abandonado?”.
Oh solemne necesidad, ¿cómo podría Dios hacer algo con el pecado sino abandonarlo? ¿Cómo podría la iniquidad tener comunión con Dios? ¿Se posarán las sonrisas divinas sobre el pecado? No, no, no debe ser así. Por eso es que Aquel que es hecho pecado debe lamentar el abandono y el terror. Dios no puede tocarlo, no puede morar con Él, no puede acercarse a Él. Él es aborrecido, desechado, ha complacido al Padre herirlo, Él ha puesto sobre Él la pena. Por fin muere. Dios no lo mantendrá con vida; ¿cómo habría de hacerlo? ¿No es lo mejor del mundo que el pecado sea sepultado? “Jesús, como si fuera pecado, es apartado de la vista de Dios y de los hombres como algo detestable”.
No sé si he expresado claramente lo que quería decir, pero qué cuadro tan sombrío es concebir el pecado reunido en una sola masa: asesinato, lujuria, violación, adulterio y toda clase de crímenes, todos amontonados en un horrible montón.
Nosotros mismos, hermanos, por impuros que seamos, no podríamos soportar esto, cuánto menos debería Dios con sus ojos puros y santos soportar esa masa de pecado, y sin embargo ahí está, y Dios miró a Cristo como si Él fuera esa masa de pecado. Él no era pecado, pero lo miró como hecho pecado por nosotros. Él está en nuestro lugar, asume nuestra culpa, toma sobre Sí nuestra iniquidad, y Dios lo trata como si hubiera sido pecado.
Ahora, mis queridos hermanos y hermanas, elevemos nuestros corazones con gratitud por unos momentos. Aquí estamos esta noche, sabemos que somos culpables, pero todos nuestros pecados han sido castigados hace años. Antes de que mi alma creyera en Cristo, el castigo de mis pecados ya había sido llevado.
No debemos pensar que la sangre de Cristo deriva su eficacia de nuestra fe. El hecho precede a la fe. Cristo nos ha redimido, la fe lo descubre, pero era un hecho mucho antes de que lo supiéramos, y además un hecho indiscutible.
Hoy estamos seguros gracias a ese sacrificio consumado. Aunque todavía esté contaminado por el pecado, ¿quién puede acusar de algo al hombre cuya culpa ha desaparecido, ha sido quitada de su cuerpo y puesta sobre Cristo? ¿Cómo puede caer algún castigo sobre ese hombre que deja de poseer pecados, porque su pecado, hace mil ochocientos años, ha sido arrojado sobre Cristo, y Cristo ha sufrido en su lugar y representación?
Oh, glorioso triunfo de la fe poder decir, cada vez que siento la culpa del pecado, cada vez que la conciencia me aguijonea: “Sí, es verdad, pero mi Señor responde por todo ello, pues Él lo ha tomado todo sobre Sí, y sufrió en mi lugar y en mi representación”.
Qué precioso, cuando veo mis deudas, poder decir: “¡Sí, pero la sangre de Cristo, el amado Hijo de Dios, me ha limpiado de todo pecado!” Qué precioso, no sólo ver morir mi pecado cuando creo, sino saber que estaba muerto, que se había ido, que había dejado de ser, hace mil ochocientos años. Todos los pecados que tú y yo hemos cometido alguna vez, o que cometeremos alguna vez, si somos herederos de la misericordia, e hijos de Dios, son todos cosas muertas.
“Nuestro Jesús los clavó en su cruz,
Y proclamó el triunfo cuando resucitó”.
Estos no pueden levantarse en juicio para condenarnos, todos han sido muertos, cubiertos, enterrados, están alejados de nosotros tan lejos como el oriente lo está del occidente, porque “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”.
III. Ustedes ven entonces la realidad de la imputación del pecado a Cristo desde la asombrosa doctrina de que Cristo es hecho pecado por nosotros. Pero ahora observen el pensamiento final, sobre el cual debo detenerme un momento, pero debe ser muy breve, por dos razones, mi tiempo se ha ido, y mi fuerza también se ha ido. “para que fuésemos hechos justicia de Dios en él“.
Ahora, aquí les ruego que noten que no dice simplemente que podemos ser hechos justos, sino “que podemos ser hechos justicia de Dios en él,” como si la justicia, esa cosa hermosa, gloriosa, que honra a Dios, que deleita a Dios, como si realmente fuéramos hechos así. Dios mira a Su pueblo como si fuera justicia abstracta, no sólo justicia, sino rectitud.
Ser justo, es como si un hombre tuviera una caja cubierta con oro, la caja entonces sería dorada, pero ser recto es tener una caja de oro sólido. Ser un hombre justo es tener la justicia puesta sobre mí, pero ser hecho recto, eso es ser hecho justicia esencial sólida a la vista de Dios.
Pues bien, este es un hecho glorioso y un privilegio sumamente maravilloso, que nosotros, pobres pecadores, seamos hechos “justicia de Dios en él”. Dios no ve pecado en ninguno de Su pueblo, ni iniquidad en Jacob, cuando los mira en Cristo. En ellos como tal no ve sino inmundicia y abominación, en Cristo no ve sino pureza y justicia.
¿Acaso no es, y no ha de ser siempre para el cristiano, uno de sus privilegios más deleitables, saber que completamente aparte de cualquier cosa que hayamos hecho o podamos hacer, Dios mira a Su pueblo como justo, más aún, como recto, y que a pesar de todos los pecados que hayan cometido, son aceptados en Él como si hubieran sido Cristo, mientras que Cristo fue castigado por ellos como si hubiera sido pecado?
Cuando estoy en mi propio lugar, estoy perdido y arruinado, mi lugar es el lugar donde estuvo Judas, el lugar donde el diablo yace en eterna vergüenza. Pero cuando estoy en el lugar de Cristo, y no logro estar donde la fe me ha puesto hasta que estoy allí, cuando estoy en el lugar de Cristo, el Amado eterno del Padre, el Aceptado del Padre, Aquel a quien el Padre se deleita en honrar, cuando estoy allí, estoy donde la fe tiene el derecho de ponerme, y estoy en el lugar más gozoso que una criatura de Dios pueda ocupar.
Oh, cristiano, levántate, sube a la alta montaña, y párate donde está tu Salvador, pues ése es tu lugar. No yazcas allí en el muladar de la humanidad caída, ese no es tu lugar ahora, Cristo lo ha tomado una vez en tu lugar. “Lo hizo pecado por nosotros”. Tu lugar está allá, por encima del ejército de los cielos, donde Él nos ha levantado juntos y nos ha hecho sentar juntos en lugares celestiales en Él. No allí, en el día del juicio, donde los impíos gritan pidiendo refugio, y ruegan que las colinas los cubran, sino allí, donde Jesús se sienta en Su trono, allí está tu lugar, alma mía. Él te hará sentar en Su trono, así como Él ha vencido, y se ha sentado con Su Padre en Su trono.
Oh, si pudiera subir a las alturas de este argumento esta noche, se necesitaría un predicador seráfico para describir al santo en Cristo, vestido con la justicia de Cristo, llevando la naturaleza de Cristo, portando la palma de la victoria de Cristo, sentado en el trono de Cristo, llevando la corona de Cristo. Y sin embargo, ¡éste es nuestro privilegio!
Él llevó mi corona, la corona de espinas, yo llevo Su corona, la corona de gloria. Él llevó mi vestido, es más, llevó mi desnudez cuando murió en la cruz, yo llevo Sus vestiduras, las vestiduras reales del Rey de reyes. Él llevó mi vergüenza, yo llevo Su honor.
Él soportó mis sufrimientos para que mi gozo sea pleno, y para que Su gozo se cumpla en mí. Él me puso en el sepulcro para que yo resucitara de entre los muertos y para que yo pudiera habitar en Él, y todo esto viene de nuevo para dármelo, para asegurármelo a mí y a todos los que aman Su aparición, para mostrar que todo Su pueblo entrará en su herencia.
Ahora, mis hermanos y hermanas, el Sr. Maurice, McLeod Campbell, y su gran admirador, el Sr. Brown, pueden seguir con su predicación todo el tiempo que quieran, pero nunca convertirán a un hombre que sabe lo que es la vitalidad de la religión, porque el que sabe lo que significa la sustitución, el que sabe lo que es estar donde está Cristo, nunca se preocupará de ocupar el terreno en el que está el Sr. Maurice. Aquel que alguna vez ha sido llevado a sentarse junto a Cristo, y una vez ha disfrutado de la verdadera preciosidad de una transferencia de la justicia de Cristo a él y de su pecado a Cristo, ese hombre ha comido el pan del cielo, y nunca renunciará a él por cáscaras.
No, hermanos míos, podríamos dar nuestras vidas por esta verdad antes que renunciar a ella. No, no podemos de ninguna manera apartarnos de esta gloriosa estabilidad de la fe, y por esta buena razón no hay nada para nosotros en la doctrina que estos hombres enseñan. Puede convenir a los caballeros intelectuales, me atrevo a decir que sí, pero no nos conviene a nosotros. Somos pobres pecadores y nada en absoluto, y si Cristo no es nuestro todo en todo, no hay nada para nosotros.
A menudo he pensado que la mejor respuesta a todas estas nuevas ideas es que el verdadero Evangelio siempre se predicó a los pobres: “A los pobres se les predica el Evangelio”. Estoy seguro de que los pobres nunca aprenderán el Evangelio de estos nuevos teólogos, porque no pueden entenderlo, ni tampoco los ricos, porque después de haber leído uno de sus volúmenes, no tienes la menor idea de lo que trata el libro, hasta que lo has leído ocho o nueve veces, y entonces empiezas a pensar que eres un ser muy necio por haber leído una herejía tan grande, porque agria tu temperamento y te hace sentir enojado al ver las preciosas verdades de Dios pisoteadas.
Algunos de nosotros debemos oponernos a estos ataques a la verdad, aunque no nos guste la controversia. Nos regocijamos en la libertad de nuestros semejantes, y quisiéramos que proclamaran sus convicciones, pero si tocan estas cosas preciosas, tocan la niña de nuestros ojos. Podemos permitir mil opiniones en el mundo, pero la que infrinja la preciosa doctrina de un pacto de salvación, a través de la justicia imputada de nuestro Señor Jesucristo, es contra la que debemos protestar y protestaremos sincera y solemnemente mientras Dios nos salve.
Quítennos una vez esas gloriosas doctrinas, y ¿dónde estaremos, hermanos? Podemos acostarnos y morir, pues no queda nada por lo que valga la pena vivir. Hemos llegado al valle de sombra de muerte cuando descubrimos que estas doctrinas no son verdaderas. Si estas cosas que les hablo esta noche no son las verdades de Cristo, si no son verdaderas, no queda consuelo para ningún pobre hombre bajo el cielo de Dios, y sería mejor para nosotros no haber nacido nunca.
Puedo decir lo que Jonathan Edwards dice al final de su libro: “Si alguien pudiera refutar las doctrinas del Evangelio, entonces debería sentarse y llorar al pensar que no son verdaderas, pues”, dice, “sería la calamidad más espantosa que pudiera sucederle al mundo, tener un vislumbre de tales verdades, y que luego se desvanecieran en el aire delgado de la ficción, como si no tuvieran sustancia en ellas”. Defiende la verdad de Cristo. No quiero que seas intolerante, pero quiero que seas decidido.
No consientan ninguna de estas basuras y errores que se difunden, sino manténganse firmes. No os desviéis de vuestra firmeza por ninguna pretensión de intelectualidad y alta filosofía, sino contended ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos, y retened la forma de las sanas palabras que habéis oído de nosotros, y que os han sido enseñadas, tal como habéis leído en este sagrado Libro, el cual es el camino de la vida eterna.
Así, amados, sin reservar fuerzas para la batalla, ni intentar analizar las sutilezas de los que quieren pervertir el sencillo Evangelio, digo lo que pienso y expreso los sentimientos de mi corazón entre vosotros. Poco se darán cuenta ustedes, sobre quienes el Espíritu Santo me ha dado la supervisión, de lo que los lobos rapaces pueden diseñar si se mantienen dentro del redil.
No rompas los sagrados límites en los que Dios ha encerrado a su Iglesia. Nos ha rodeado en los brazos del amor del pacto. Nos ha unido con lazos indisolubles al Señor Jesús. Nos ha fortificado con la seguridad de que el Espíritu Santo nos guiará a toda la verdad. Dios conceda que aquellos que están más allá de la comunión visible con nosotros en este Evangelio eterno puedan ver su peligro y escapar de la trampa del cazador.
0 Comments