“Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: el sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga.”
Lucas 8:4-8
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En nuestro país, cuando un sembrador sale con su semilla, entra en un campo cerrado y comienza de inmediato, con el debido orden y precisión, a esparcir la semilla de su cesta a lo largo de cada cumbre y surco, pero en el Este, el país de cultivo de maíz, junto a una pequeña ciudad, es una vasta llanura sin cercar. Es cierto que está dividida en diferentes propiedades, pero no hay setos, ni divisiones, excepto el antiguo mojón, o quizás en raras ocasiones, una simple pila de piedras para dividir el campo de un hombre de otro.
A través de estas amplias tierras comunes hay senderos, los más frecuentados se llaman carreteras. No hay que imaginarse que estas carreteras se parezcan en lo más mínimo a nuestros caminos macadamizados, sino que son simplemente senderos frecuentados, que se pisan con bastante fuerza.
Aquí y allá, hay carreteras secundarias por las que los viajeros que desean evitar la vía pública pueden viajar con un poco más de seguridad cuando la carretera principal está infestada de ladrones, y el peatón apresurado puede encontrar un atajo para sí mismo a través de la llanura, y así abrir un nuevo camino para otros que viajan en la misma dirección.
Cuando el sembrador sale por la mañana a sembrar su semilla, tal vez encuentre una pequeña mancha de tierra arañada con el primitivo arado oriental. Comienza a esparcir su semilla allí, por supuesto, en abundancia, pero hay un camino que atraviesa el centro mismo de su campo, y a menos que esté dispuesto a dejar un amplio promontorio, debe arrojar un puñado en el camino.
Y allá, hay una roca que crece justo en medio de la tierra arada, y la semilla cae en ella. Y allí también, fomentado por la negligente agricultura del Este, hay un rincón lleno de raíces de ortigas y cardos, y el sembrador siembra su semilla allí también. El maíz y las ortigas crecen juntos. Y como sabemos por la parábola, las espinas, siendo las más fuertes, brotan y ahogan la semilla, de modo que no da fruto hasta la perfección.
Recordar que la Biblia fue escrita en Oriente, y que sus metáforas y alusiones sólo pueden sernos explicadas por viajeros orientales, nos ayudaría muy a menudo a comprender un pasaje mucho mejor de lo que puede hacerlo el lector inglés común.
Ahora bien, el predicador del Evangelio es como el sembrador. Él no hace su semilla, la semilla le es dada por su Maestro. No sería posible que un hombre hiciera la semilla más pequeña que haya germinado sobre la tierra, mucho menos esa semilla celestial de vida eterna.
El ministro va a su Maestro en secreto, y le pide que le enseñe Su verdad, y así llena su canasta con la buena semilla del reino. Lo que el ministro tiene que hacer es salir en nombre de su Maestro y esparcir la preciosa verdad. Si supiera dónde se encuentra la mejor tierra, tal vez podría limitarse a la que ha sido preparada por el arado de la convicción. Pero no conociendo el corazón de los hombres, le compete predicar el Evangelio a toda criatura, para echar un puñado en el corazón endurecido de allá, y otro puñado en ese corazón invadido, que está lleno de preocupaciones y riquezas y placeres del mundo.
Tiene que dejar el destino de la semilla al cuidado del Maestro que se la dio, pues bien entiende que no es responsable de la cosecha, sólo es responsable del cuidado, la fidelidad y el trabajo con que esparce la semilla, a diestra y siniestra con sus dos manos.
Qué, si ni una sola espiga alegrara jamás las gavillas, si nunca se viera una sola hoja verde brotando entre los surcos, el hombre sería aceptado y recompensado por Su Señor, si tan sólo hubiera sembrado la semilla correcta, y la hubiera sembrado con mano cuidadosa. ¡Ay! Si no fuera por este hecho, que no somos responsables de nuestro éxito, con qué desesperante agonía debemos recordar que demasiado a menudo trabajamos en vano y gastamos nuestras fuerzas en vano. El clamor del Isaías de antaño debe ser nuestro clamor todavía: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? y ¿a quién se ha revelado el brazo de Jehová?”.
Pero una semilla de cada cuatro encuentra tierra de esperanza. Las tres porciones de las cuatro esparcidas en lugares malos, no producen ningún buen efecto, sino que se pierden, y nunca se volverán a ver, excepto cuando se levanten en juicio contra nuestros ingratos oyentes para condenarlas.
Aquí permítanme señalar que la medida de nuestro deber no está limitada por el carácter de nuestros oyentes, sino por el mandamiento de Dios. Estamos obligados a predicar el Evangelio, ya sea que los hombres escuchen o no. Que los corazones de los hombres sean lo que sean, yo no estoy libre de mi obligación de sembrar la semilla tanto en la roca como en el surco, tanto en el camino como en el campo arado.
Mi plan esta mañana será muy sencillo, dirigirme a las cuatro clases de oyentes que se encuentran en mi congregación. En primer lugar, tenemos a los que están representados por los que están al lado del camino, los meros oyentes. Luego, aquellos representados por los oyentes del pedregal, aquellos en quienes se produce una impresión pasajera, tan pasajera, sin embargo, que nunca llega a ningún bien duradero.
Luego, aquellos en quienes se produce una impresión grande y buena, pero los afanes de esta vida, y el engaño de las riquezas, y los placeres de este mundo ahogan la semilla. Y por último, esa pequeña clase, Dios se complazca en multiplicarla sobremanera, esa pequeña clase de oyentes de buena tierra, en quienes la Palabra produce fruto, en algunos treinta, en algunos sesenta, y en algunos ciento por uno.
I. Ante todo, pues, he de dirigirme a aquellos corazones que son como aquel punto junto al camino: “Una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y la devoraron las aves del cielo”.
Hay muchos de ustedes que no vinieron aquí esta mañana para recibir una bendición. Ustedes no tenían la intención de adorar a Dios, o de ser afectados por algo que pudieran escuchar. Ustedes son como la carretera que nunca fue pensada para ser un campo de maíz. Si un solo grano de verdad cayera en su corazón y creciera, sería un milagro, una maravilla tan grande como que el maíz creciera en el camino apenas hollado. Tú eres el oyente de junto al camino.
Sin embargo, si el grano se esparce hábilmente, parte de él caerá sobre ti y reposará por un tiempo en tus pensamientos. Es cierto que no lo entenderéis, pero, sin embargo, si se os presenta en un estilo interesante, permanecerá durante algún tiempo. Hasta que un entretenimiento más agradable os atraiga, hablaréis de las palabras que oísteis del ministro de la verdad.
Pero incluso este pequeño beneficio es breve, pues en poco tiempo olvidarás la clase de hombre que eres. Quiera Dios que pueda tener la esperanza que mis palabras permanezcan contigo, pero no podemos esperarlo, pues la tierra de tu corazón está tan golpeada por el tráfico continuo, que no hay esperanza de que la semilla encuentre un arraigo duradero y vivo en sus raíces. Hay demasiado tráfico en tu alma para permitir que la buena semilla permanezca sin ser aplastada.
El pie de Satanás está siempre pasando sobre tu corazón, con su rebaño de blasfemias, lujurias, mentiras y vanidades. Luego los carros del orgullo ruedan a lo largo de él, y los pies de las codiciosas riquezas lo hoyan hasta dejarlo duro como el diamante.
Ay de la buena semilla, que no encuentra un momento de respiro, las multitudes pasan y vuelven a pasar, de hecho, tu alma es una bolsa, por la que continuamente pasan los ajetreados pies de los mercaderes, que hacen negocio con las almas de los hombres. Estás comprando y vendiendo, pero piensas poco que estás vendiendo la verdad, y que estás comprando la destrucción de tu alma, estás ocupado aquí y allá con este cuerpo, la cáscara de tu humanidad, pero eres negligente con ese elemento interno y precioso, tu alma.
No tienes tiempo, dices, para pensar en la religión. No, el camino de tu corazón está tan atestado que no hay espacio para que brote este trigo. Si comenzara a germinar, algún pie áspero aplastaría la verde hoja antes de que pudiera llegar a algo parecido a la perfección. Ha habido ocasiones en que la semilla ha permanecido el tiempo suficiente para comenzar a germinar, pero justo en ese momento había algún lugar de diversión abierto y tú entraste allí, y como con un talón de hierro, la chispa de vida que había en la semilla fue aplastada, había caído en el lugar equivocado, había demasiado tráfico allí para que pudiera crecer.
Durante la peste de Londres, cuando los hombres eran llevados en multitudes a su hogar permanente, la hierba crecía en las calles, pero el trigo no podía crecer en Cornhill, por excelente que fuera la semilla que allí se sembrara. Saquead el mundo, y no podréis comprar un trigo que florezca donde tal tráfico opera continuamente.
Tu corazón es como esa calle atestada, porque hay tantos pensamientos, y preocupaciones, y pecados, tantos pensamientos orgullosos, vanos, malvados, rebeldes contra Dios, continuamente transitando a través de esta, que la verdad es como la semilla arrojada en la carretera, no puede crecer, es aplastada, y si permanece un momento, las aves del cielo vienen y se la llevan.
Ay, pero es un pensamiento muy triste, que si esparcieras la semilla en el camino, no sólo el pie de un hombre malo impediría que creciera, sino que incluso el pie de un santo ayudaría a destruir su vida. Los corazones de los hombres pueden endurecerse, no sólo por el pecado, sino por la misma predicación del Evangelio.
Existe tal cosa como estar endurecido por el Evangelio, es posible sentarse bajo los sermones hasta que tu corazón se vuelva muerto, insensible y descuidado. Como el perro del herrero, que yace y duerme mientras las chispas vuelan alrededor de su hocico, así tú yacerás y dormirás bajo el martillo de la ley, mientras las chispas de la condenación vuelan a tu alrededor, sin sobresaltarte ni asombrarte jamás.
Ya habéis oído todo eso antes, no os contamos más que un cuento tres veces contado cuando os advertimos de la ira venidera.
Los hombres que trabajan en las enormes calderas de las fábricas de Southwark, cuando ingresan por primera vez para tomar el martillo, tienen los oídos aturdidos, no pueden oír ni un sonido, pero con el tiempo, según me han dicho, se acostumbran tanto a ese ruido espantoso que pueden dormir en medio de la máquina mientras los hombres la golpean y golpean, aunque las reverberaciones son como el trueno más fuerte.
Así ha llegado a ser contigo, ministro tras ministro ha pisado a lo largo del camino de tu alma, hasta que se ha vuelto tan duro, que a menos que Dios mismo se complazca en partirlo en dos con un terremoto, o con un temblor de corazón, nunca habrá lugar para que la semilla del cielo se aloje allí. Tu alma se ha vuelto como un camino duro y bien trillado que tiene mucho tráfico.
Hemos señalado este duro camino, describamos ahora lo que sucede con la buena palabra, cuando cae en su corazón. No crece, habría crecido si hubiera caído en el suelo correcto, pero está en el lugar equivocado, y permanece tan seca como cuando cayó de la mano del sembrador. Su vida yace dormida, el germen de la vida en el Evangelio se esconde, y yace sobre la superficie del corazón, pero nunca entra en él.
Como la nieve, que a veces cae sobre nuestras calles y no permanece allí por un instante, sino que cae sobre el pavimento mojado y se disuelve y desaparece, así es con este hombre. La Palabra no tiene tiempo de sembrarse en las almas de quienes la oyen por casualidad. Permanece allí un instante, pero nunca comienza a echar raíces ni a surtir el menor efecto.
Pero nosotros decimos, ¿por qué vienen los hombres a oír si la Palabra nunca les es útil, y nunca entra en el corazón? Hay algunos de nuestros oyentes que no faltarían el domingo por nada del mundo, y que parecen estar encantados de estar con nosotros en el culto, pero sin embargo la lágrima nunca resbala por su mejilla, su alma nunca parece subir al cielo en alas de la alabanza, ni se unen verdaderamente a nuestras confesiones de pecado.
¿Cuándo piensan en la ira venidera o en el estado futuro de sus almas? Su corazón es como el hierro, el ministro bien podría predicar a un montón de piedras como predicarles a ellos. ¿Qué trae aquí a estos pecadores insensatos? ¿Hablaremos a frentes de bronce y corazones de acero? Seguramente tenemos tantas esperanzas de convertir leones y leopardos como estos corazones indómitos e inconmovibles.
¡Oh, sentimiento! ha huido a las bestias brutas, y los hombres han perdido la razón. Supongo que estos hombres vienen a menudo porque es aceptable, y además, porque incluso ayuda a endurecerlos, si se detuvieran la conciencia los aguijonearía, habría un poco de vida en ellos, pero van para poder halagarse a sí mismos con la noción de que están haciendo lo correcto después de todo. No son irreligiosos, no, no son indiferentes a la casa de Dios y a su siervo, vienen para endurecerse y embrutecerse más y más en su estado de pecado e insensibilidad.
Oh, oyentes míos, vuestro caso es uno que podría hacer llorar a un ángel, tener el sol del Evangelio brillando en vuestros rostros, y sin embargo tener ojos ciegos que nunca ven la luz. La música del cielo suena dulcemente, pero sus oídos son sordos, y el más leve acento nunca llega a su pobre espíritu; el ministro es para ustedes como alguien que toca un buen instrumento, pero toca ante una estatua que no tiene oídos para oír. Puedes captar el giro de una frase, puedes descubrir el significado de una metáfora, pero el significado oculto, la vida divina, todo se te escapa.
Estás sentado en el banquete de bodas, pero no comes de los manjares, no bebes de esos vinos, oyes las campanas del cielo que suenan alegres por los espíritus rescatados, pero tú mismo vives sin rescate, sin Dios y sin Cristo. Estás a la puerta del camino estrecho, a la puerta misma, pero sin embargo no entras en ella, estás cerca de la casa de misericordia, y la puerta está en vilo, te paras, y a veces miras dentro, pero nunca das el paso final y decisivo.
Hagamos lo que podamos para exhortarlos, supliquémosles y oremos por ustedes, y lloremos por ustedes, pero siguen siendo tan endurecidos, tan descuidados y tan irreflexivos como siempre lo fueron. Oh, que Dios tenga misericordia de ti, y te saque de este mal estado, para que aún puedas ser salvado. Oh, Espíritu Santo, rompe este duro camino, y haz que venga a producir fruto abundantemente.
Sin embargo, no hemos completado el cuadro. El pasaje nos dice que las aves del cielo lo devoraron. ¿Hay algún hombre aquí esta mañana, que sea uno de estos oyentes de junto al camino? Tal vez no tenía la intención de entrar, pero vio a una gran multitud en el Strand, y pensó que incluso podría entrar y pasar el tiempo, y tal vez escuche algo que no olvidará fácilmente, pero cuando salga y se vaya a casa, algún viejo compañero le propondrá que vayan a alguna excursión esta tarde. Él acepta, y esa pobre semilla que cayó en un lugar tan poco propicio, será devorada por las aves del cielo.
Hay muchos malvados dispuestos siempre a comerse esta buena semilla. Está el diablo mismo, ese príncipe del aire, listo en cualquier momento para arrebatar un buen pensamiento, o apagar una resolución santa.
Y además, el diablo no está solo; tiene legiones de ayudantes. Puede poner a la propia esposa de un hombre, a los propios hijos de un hombre, puede poner ese negocio tuyo sobre ti, y puede comerse la buena semilla.
Puede haber un cliente esperando en la puerta, y aunque no tengas ningún deseo de servirle hoy, puedes tener miedo de perderlo, y puedes hacerlo, y entonces la buena semilla se va, y todo su buen efecto se lleva. Oh, pena sobre pena, que la semilla celestial se convierta en carne del diablo, que el trigo de Dios alimente a los pájaros del diablo.
Permítanme dirigirme personalmente a ustedes de nuevo esta mañana. Oh, oyentes míos, si han escuchado el Evangelio desde su juventud, ¡cuántas carretas de sermones se han desperdiciado en ustedes! En sus días de juventud, escucharon al viejo doctor Fulano de Tal, y el querido anciano solía orar por sus oyentes hasta que sus ojos parecían enrojecidos por las lágrimas. ¿Recuerdas aquellos muchos domingos en los que te decías a ti mismo: “déjame ir a mi habitación y arrodillarme y orar”? Pero no lo hacías, las aves del cielo se comían la semilla, y tú seguías pecando como habías pecado.
Desde entonces, por algún extraño impulso, muy rara vez te ausentas de la casa de Dios, pero ahora las chispas del Evangelio caen en tu alma como si cayeran en un océano, en el que se apagan para siempre. La ley puede ser tronada contra ti, tú no te burlas de ella, pero nunca te afecta. Jesucristo puede ser levantado, Sus queridas heridas pueden ser exhibidas, Su sangre puede fluir ante tus propios ojos, y se te puede pedir con toda seriedad que lo mires y vivas, pero ahora se ha convertido en un asunto de completa indiferencia para ti.
No has dicho tanto con palabras: “Si he de perderme, me perderé, y si he de salvarme, me salvaré”, no has dicho tanto, pero has llegado a pensar así, y ahora podemos hacer lo que queramos contigo, y lo que queramos por ti, pero no podemos penetrar sus espíritus de piedra, y no podemos introducir un pensamiento santo en su duro corazón.
¿Qué haré por ti? ¿Me quedaré aquí y derramaré lágrimas sobre esta dura carretera? Mis lágrimas no la romperán, es demasiado dura para eso. ¿Haré caer sobre ella el arado del Evangelio? Ay! romperá el acero, pero los hierros no entrarán. ¿Qué haremos?
Oh, Dios, Tú sabes hacer pedazos el pedernal. Tú puedes derretir el pedregoso corazón largamente recorrido con la preciosa sangre de Jesús. Hazlo ahora, te lo suplicamos, para alabanza y gloria de tu gracia, para que la buena semilla pueda aún vivir, y aún producir esa cosecha celestial, tras la cual anhela el alma de tu siervo, sin la cual no puede vivir, pero con la cual puede regocijarse con gozo indecible y lleno de gloria.
II. Me referiré ahora a la segunda clase de oyentes. “Y algunos cayeron sobre la piedra, y tan pronto como brotó se secó, porque le faltaba humedad”.
Pueden imaginarse fácilmente ese pedazo de roca que crece en medio del campo. Por alguna alteración de la naturaleza, se ha amontonado hacia arriba en medio de la llanura, y por supuesto la semilla cae allí como lo hace en todas partes. Tenemos oyentes que nos causan más placer y, sin embargo, más dolor posterior de lo que muchos de ustedes creerían. Sólo aquellos que aman las almas de los hombres pueden decir qué esperanzas, qué alegrías y qué amargos derrumbes de nuestras expectativas nos han causado estos pedregales.
Tenemos una clase de oyentes cuyos corazones interiormente son muy duros, pero exteriormente son aparentemente los hombres más blandos e impresionables. Mientras que otros hombres no ven nada en el sermón, estos hombres lloran. No es más que un discurso ordinario para la mayoría de nuestros oyentes, pero estos hombres se conmueven hasta las lágrimas. Ya sea que prediques los terrores de la ley o el amor del Calvario, sus almas se conmueven por igual, y aparentemente se producen las impresiones más vivas.
Esta mañana tengo aquí a algunos de ellos. Han resuelto, han vuelto a resolver, y sin embargo han postergado. No son los robustos enemigos de Dios que se revisten de acero, sino que parecen desnudar sus pechos, y ponerlos al descubierto, y decirle al ministro: “Corta aquí, aquí hay un pecho desnudo para ti. Aquí apunten sus flechas. Encontrarán alojamiento”. Regocijados en el corazón, disparamos nuestras flechas allí, y parecen penetrar, pero ay, hay una armadura secreta debajo de la carne que detiene cada dardo, y aunque permanece un tiempo, se cae, y no se hace ningún trabajo.
Leemos de este carácter bajo este lenguaje: “Algunos cayeron en pedregales, donde no tenían mucha tierra; y en seguida brotaron, porque no tenían profundidad de tierra”. O como lo explica otro pasaje: “Y éstos son también los que fueron sembrados en pedregales; los cuales, oída la palabra, luego la reciben con gozo; y no tienen raíz en sí mismos, y así permanecen solamente por un tiempo; después, cuando por causa de la palabra viene la aflicción o la persecución, luego tropiezan”.
¿No tenemos decenas de miles de oyentes que reciben la Palabra con gozo? No tienen convicciones profundas, es cierto, ni alarmas terribles, pero saltan a Cristo de repente, y profesan una fe instantánea en Él, y esa fe también tiene toda la apariencia de ser genuina. Cuando la observamos, la semilla ha brotado realmente. Hay una especie de vida en ella, hay una verdadera hoja verde. Damos gracias a Dios, e inclinamos nuestras rodillas, y aplaudimos; decimos que un pecador ha sido resucitado, que hay un alma nacida para Dios, que hay un heredero del cielo.
Pero nuestro gozo es prematuro puesto que brotaron de repente y recibieron la Palabra con alegría porque no tenían profundidad de tierra, y por esa misma causa, que apresuró su recepción de la semilla, también se marchitaron cuando salió el sol con su ardiente calor.
A estos hombres los vemos todos los días de la semana. A menudo vienen a unirse a la iglesia, nos cuentan una historia de cómo nos oyeron predicar en tal o cual ocasión, y oh la Palabra fue tan bendecida para ellos, ellos ¡nunca se sintieron tan felices en sus vidas! “Oh señor, pensé que debía saltar de mi asiento cuando oí hablar de un Cristo precioso, y creí en Él allí y entonces, estoy seguro de que lo hice”.
Les preguntamos si alguna vez han sentido la necesidad de un salvador. Dicen “Sí”, pero quieren decir “No”. Les preguntamos si alguna vez se convencieron del pecado. Bueno, ellos piensan que lo estuvieron, pero no lo saben, aunque una cosa si saben, sienten un gran placer en la religión. Les preguntamos: “¿Creen que persistirán?”. Oh, están seguros de que lo harán.
No podrían volver con sus antiguos conocidos, están seguros de ello. Odian las cosas que antes amaban, están seguros de ello. Todo se ha vuelto nuevo para ellos. Y todo esto ocurre de repente. Preguntamos cuándo comenzó la buena obra. Descubrimos que comenzó cuando terminó, es decir, no hubo ningún trabajo previo, ningún arado de la tierra, sino que de repente saltaron de la muerte a la vida y de la condenación a la gracia, como un hombre que está a la orilla de un río puede saltar a la inundación.
Aun así estamos muy agradecidos por estos hombres. No podemos negar que parece haber toda apariencia de gracia. Tal vez los recibimos en la iglesia, pero en una semana o dos ya no son tan regulares como solían ser en un lugar de culto. Los reprendemos suavemente, y ellos dicen, bueno, encuentran tal oposición en la religión, que se contentan con ceder un poco. Otra semana y los perdemos por completo.
La razón es que se han reído de ellos, se han expuesto a un poco de oposición, y han vuelto atrás. Son los Sr. Flexibles, irán al cielo con Cristiano, porque el cielo es un país magnífico. Así que caminan del brazo, charlando tan dulcemente juntos sobre el mundo venidero.
Pero, poco a poco, hay un pantano, el cenagal del abismo, y el pobre Cristiano cae en él, y el señor Flexible cae también. “¡Oh!”, dice, “yo no hice acuerdo para esto, yo no establecí un acuerdo para que me llenaran la boca de lodo, si puedo salir de una vez, y volver, puedes tener el magnífico país todo para ti”. Así que el pobre hombre sale como puede, y aparece en el mismo lado que señalaba a su propia casa, y regresa, tan contento de pensar que ha escapado de la triste necesidad de ser cristiano.
¿Y cuáles crees que son los sentimientos del ministro? Siente que había confiado demasiado pronto en su éxito. Es como el labrador, que ve su campo todo verde y floreciente, y por la noche una helada acaba con cada brote, y el pobre labrador se lamenta porque sus esperadas ganancias se han ido. Lo mismo hace el ministro, va a su cuarto, y se postra ante Dios y clama: “Oh, he sido engañado, este hombre ha vuelto como el perro a su vómito, como la puerca lavada, a revolcarse en el cieno”.
Recordaréis aquella antigua imagen de Orfeo, que tenía tal habilidad con la lira que los antiguos decían que hacía bailar a su alrededor a los mismos robles y piedras. Es una ficción poética, y sin embargo, a veces le ha sucedido al ministro, que no sólo los piadosos se han regocijado, sino que los mismos robles y piedras han bailado desde sus lugares, pero ¡ay! han seguido siendo robles y piedras. Se calla la lira, y el roble vuelve a su lugar de arraigo, y la piedra se arroja una vez más pesadamente a la tierra.
El pecador que, como Saulo, estaba entre los profetas, vuelve a planear maldades contra el Señor Altísimo. El que cantó ayer, y oró el día anterior en la asamblea pública, va a la taberna a maldecir, deambula por las calles en la noche del domingo luego de tener su recepción en la iglesia visible aquí en la tierra.
Tuve un hombre que me causó muchas lágrimas amargas. En cierta aldea era el cabecilla de todo lo malo; era un tipo alto, fino y corpulento, y un hombre que podía beber más que cualquier otro en kilómetros a la redonda. Era el terror del vecindario, un hombre que maldecía y blasfemaba, y que no conocía el miedo.
Un día entró a escuchar la Palabra de Dios y lloró. Toda la iglesia estaba asombrada. Estaba el viejo Fulano llorando, y se rumoreaba por ahí que Tom se había sentido impresionado. Comenzó a asistir regularmente a la capilla, y era manifiestamente un hombre cambiado. La taberna perdió un excelente cliente, no se le vio en la bolera, ni se le observó en las peleas de borrachos que eran tan comunes en el vecindario.
Por fin se atrevió a presentarse en la reunión de oración, habló de lo que había experimentado, de lo que había sentido y conocido. Le oí orar, con un lenguaje áspero y rudo, pero con una seriedad apasionada. Lo consideré una brillante joya de la corona del Redentor.
Resistió seis, es más, nueve meses perseverando entre nosotros. Si había que hacer un trabajo duro, él lo hacía; si había que mantener una escuela dominical a seis o siete millas de distancia, él caminaba hasta allí. Corriera el riesgo que corriera, salía a ayudar en la obra del Señor; si podía servir al miembro más humilde de la iglesia de Cristo, se regocijaba enormemente.
Así continuó, pero al final, las risas a las que estaba expuesto, las burlas y mofas de sus antiguos compañeros, aunque al principio las soportó como un hombre, fueron demasiado para él. Empezó a pensar que había sido demasiado fanático, demasiado serio. Se escabulló hacia el lugar de adoración en vez de entrar audazmente, gradualmente abandonó el servicio de la noche de la semana, y finalmente abandonó el día de reposo, y aunque a menudo advertido, y a menudo reprendido, regresó a sus viejos hábitos, y aunque nunca volvió a ser un monstruo en el pecado como lo había sido antes, sin embargo, cualquier pensamiento de Dios o de piedad que hubiera conocido alguna vez, pareció extinguirse.
Podía volver a jurar como un blasfemo, una vez más podía actuar perversamente con los profanos, y aquel de quien a menudo nos habíamos jactado, y de quien habíamos dicho en nuestras reuniones: “¡Oh, cuánto ha de ser glorificado Dios con esto! ¿Qué no puede hacer la gracia?” Para confusión de todos nosotros, a veces se le veía borracho por nuestras calles, y entonces se nos echaba en cara: “¿Es éste uno de vuestros cristianos, verdad?”
Si es malo ser un oidor de camino, no puedo pensar que sea mucho mejor ser como la roca. Y, sin embargo, esta segunda clase de oyentes ciertamente nos da más gozo que la primera. Hay un tipo de gente que siempre rodea a un nuevo ministro, y a menudo he pensado que es un acto de la bondad providente de Dios que Él siempre envíe a algunas de estas personas para que se reúnan con el primero, mientras el ministro es joven, y no tiene más que unos cuantos a su lado; una clase de gente que se conmueve fácilmente, y si predica con seriedad, lo sienten, y lo aman, y se reúnen a su alrededor.
Pero el tiempo, que prueba todas las cosas, los prueba a ellos. Parecían hechos de metal bueno y verdadero, pero son puestos en el fuego, son probados, son evaluados, son consumidos en el horno. Al observar aquí miro a uno o dos de esa clase. No conozco a la mayoría de ustedes, pero veo a algunos de quienes debo decir: “Ustedes son las mismas personas aquí descritas”. Los he mirado cuando he estado predicando, y a menudo he pensado: “Allí, ese hombre uno de estos días saldrá del mundo, estoy seguro que lo hará”. He dado gracias a Dios por él.
¡Ah! pero estos siete años les hemos predicado y ustedes son los mismos que eran. Bien, puede haber siete años más, ¿quién puede saberlo? y ¿serán siete años de esfuerzos desperdiciados? ¿serán siete años de advertencias rechazadas y de invitaciones rehusadas? ¿Puede ser así, y has de ser llevado al fin a tu tumba, y he de estar de pie sobre la boca de ese sepulcro abierto, y pensar: “Aquí yace una esperanza malograda, una flor que se marchitó en su capullo, un hombre en quien la gracia parecía mostrarse, pero en quien nunca reinó, que dio algunos espasmos esperanzadores de vida, y luego todos se apagaron en la frialdad y la languidez de la muerte eterna”?
¡Dios te salve! Oh, que Él trate contigo eficazmente, y que tú, aún tú, seas traído, para que Jesús tenga toda la gloria.
III. Tendré que tratar muy brevemente de la tercera clase, y que el Espíritu de Dios me ayude a tratar fielmente con ustedes. “Y parte cayó entre espinos, y las espinos brotaron y la ahogaron”.
Ahora bien, ésta era buena tierra. Los dos primeros caracteres eran malos, el de junto al camino no era el lugar apropiado, la roca no era una situación ideal para el crecimiento de cualquier planta, pero esto es buena tierra, porque allí crecen espinos. Una tierra en la que crecen cardos, seguramente crecerá trigo. Dondequiera que brote y florezca el cardo, allí florecerá también el trigo.
Esta era una tierra rica, buena y fértil, por lo que no era de extrañar que el labrador trabajara mucho en ella y echara puñado tras puñado en aquel rincón del campo. Vean lo feliz que se pone cuando dentro de uno o dos meses visita el lugar. La semilla ha brotado. Cierto, hay una plantita sospechosa ahí abajo, más o menos del mismo tamaño que el trigo. “¡Oh!”, piensa, “eso no es mucho, el trigo crecerá más que eso, cuando crezca ahogará estos pocos cardos que desgraciadamente se han mezclado con él”. ¡Ay, señor labrador, usted no comprende la fuerza del mal, o no soñaría así!
Vuelve de nuevo, y la semilla ha crecido, incluso hay maíz en la espiga, pero los cardos, las espinas y las zarzas se han entrelazado unos con otros, y el pobre trigo apenas puede recibir un rayo de sol. Está tan plagado de zarzas por todas partes que, con los pringues de las zarzas y la ausencia de luz solar, tiene un aspecto amarillo y marchito. Sin embargo, vive, persevera en crecer y parece como si fuera a dar un poco de fruto, pero nunca llega a nada. Con ella el segador nunca llena su brazo. Hay un signo de fruto, pero no hay realidad en él, no da fruto hasta la perfección.
Ahora tenemos esta clase muy ampliamente entre nosotros. Tenemos los caballeros y las damas que vienen a oír la Palabra, y ellos entienden lo que oyen también. No son hombres y mujeres ignorantes que no han sido ilustrados, que desechan lo que han oído. No arrojamos perlas a los cerdos cuando les predicamos, sino que ellos recuerdan y atesoran las palabras de verdad, se las llevan a casa, reflexionan sobre ellas, vienen, vienen y vuelven a venir. Incluso llegan a hacer profesión de religión.
El trigo parece brotar, crecer y florecer y que pronto llegará a madurar. No tengas prisa, estos hombres y mujeres tienen mucho que hacer, tienen los cuidados de una gran empresa, su establecimiento emplea cientos de manos, no te engañes acerca de su piedad, no tienen tiempo para ella.
Te dirán que tienen que vivir, que no pueden descuidar este mundo, que de todos modos deben ocuparse del presente, y en cuanto al futuro, piensan que podrán ocuparse más adelante.
Siguen asistiendo, y esa pobre hojita menguada sigue creciendo, y ahora se han enriquecido, pueden dirigirse al lugar de culto en su carruaje, tienen todo lo que el corazón puede desear ahora. Ahora la semilla crecerá, ¿no es así? No, no. Ahora no tienen preocupaciones, han dejado su negocio, viven en el campo, no tienen que preguntarse: “¿De dónde saldrá el dinero para pagar la próxima cuenta?” o “¿Cómo podrán mantener a una familia cada vez mayor?”. No, ahora tienen demasiado, en lugar de demasiado poco, porque tienen sus riquezas.
“Bueno, pero”, dice uno, “podrían gastar sus riquezas para Dios, podrían ser talentos que podrían poner a interés”. No, no es eso, sus riquezas son engañosas. Ahora tienen que atender a bastantes personas, ahora deben ser respetables, ahora deben pensar en convertirse en miembros del parlamento, ahora deben tener todo el engaño que las riquezas pueden conferir. Sí, pero empiezan a gastar sus riquezas, así que seguramente han superado esa dificultad.
Dan mucho a la causa de Cristo, son muníficos en la causa de la caridad y cosas semejantes, ahora esa pequeña brizna crecerá, ¿no es así? No, porque ahora he aquí las espinas del placer. Su liberalidad para con los demás implica liberalidad para consigo mismos, se complacen en lo que tienen, y con toda razón deberían hacerlo también, pero al mismo tiempo esos placeres se hacen tan altos y tan grandes que ahogan el trigo, y los buenos granos de la verdad del Evangelio no pueden crecer porque tienen ese placer, esa fiesta musical, ese baile y esa velada, de modo que no pueden atender a las cosas de Dios, porque los placeres de este mundo ahogan la semilla.
Conozco varios especímenes temibles de esta clase. No sería justo contar la historia si se volviera a saber, pero podría contar decenas. Conozco a uno que ocupa un lugar destacado en los círculos de la corte, que a menudo me ha confesado que desearía ser pobre, porque piensa que entonces podría entrar en el reino de los cielos. Ocupa una alta posición, pero lo ha dicho, y además con marcas en su semblante que mostraban que hablaba en serio: “¡Ah, señor, esta política, esta política, desearía librarme de ella, se está comiendo la vida de mi corazón, no puedo servir a Dios como quisiera! Sólo desearía poder retirarme a algún lugar apartado para buscar a mi salvador”.
Sé de uno también, sobrecargado tal vez de riquezas, siempre amable y noble también con ellas, que me ha dicho, cuando hemos caminado juntos y he leído sus mismos pensamientos: “¡Ah! señor, es una cosa horrible ser rico, pues uno no puede encontrar fácil atenerse al salvador con toda esta tierra a mi alrededor”.
Mis queridos oyentes, no voy a pedir por vosotros que Dios os ponga en un lecho de enfermedad, que os despoje de todas vuestras riquezas, que os lleve a la mendicidad, que os quite vuestras comodidades, no pediré eso, pero oh, si Él lo hiciera, y tú salvaras tu alma, sería el mejor trato que podrías hacer.
Si el rey pudiera despojarse de su diadema para salvarse, si los más poderosos entre los poderosos, que ahora se quejan de que los espinos ahogan la semilla, pudieran renunciar a todas sus riquezas y ser desterrados de todos sus placeres, si todo su lujo se convirtiera en pobreza, y si los que se alimentan suntuosamente todos los días tomaran el lugar de Lázaro en el muladar, y tuvieran perros para lamer sus llagas, sería un cambio feliz para ellos si sus almas pudieran salvarse.
Eso sí, no creo sino que un hombre puede ser honorable y rico, y tener mucho placer en las misericordias de Dios, y luego ir al cielo después de esta vida, pero será un trabajo duro con él, “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de los cielos”. Algunos de esos camellos sí pasan por el ojo de la aguja, Dios sí hace que algunos ricos entren en el reino de los cielos, pero dura es su lucha, y desesperada es la lucha que siempre tienen contra su carne orgullosa, para mantenerla aplacada y sometida.
¡Tranquilo, joven, tranquilo! Date prisa en no subir ahí. Es un lugar donde tu cabeza dará vueltas. No le pidas a Dios que te haga popular, los que tienen popularidad la odian, y quisieran librarse de ella. No le pidas que te haga famoso y rico, los que son famosos y ricos a menudo miran hacia adentro, y desearían poder regresar a la quietud que una vez disfrutaron. Clama con Agur: “No me des pobreza ni riqueza”. Que Dios me conceda andar en la mitad del oro, y que siempre tenga en mi corazón esa buena semilla, que producirá fruto cien veces mayor para Su propia gloria.
IV. Concluyo ahora con el último personaje, a saber, la buena tierra.
De la buena tierra, como verán, sólo tenemos uno de cada cuatro. Ah, ojalá hubiera aquí uno de cada cuatro de nosotros, con corazones bien preparados para recibir la Palabra. La tierra era buena, no es que fuera buena por naturaleza, sino que había sido hecha buena por gracia. Dios lo había arado, lo había removido con el arado de la convicción, y allí yacía en las colinas y surcos como debía ser. Y cuando el Evangelio fue predicado, el corazón lo recibió, pues el hombre dijo: “Ese es precisamente el Cristo que yo quiero. Misericordia”, dijo, “es justo lo que necesita un pecador necesitado. ¡Un refugio! Que Dios me ayude a volar hacia él, pues un refugio necesito desesperadamente”. De modo que la predicación del Evangelio era la cosa que daría consuelo a este suelo perturbado y arado.
Cayó la semilla y brotó. En algunos casos produjo fervor de amor, grandeza de corazón, entrega de propósito, como la semilla que produce el ciento por uno. El hombre se convirtió en un poderoso siervo de Dios, gastó y se desgastó. Tomó su lugar en la vanguardia del ejército de Cristo, estuvo en lo más ardiente de la batalla, e hizo actos de audacia que pocos podrían lograr: la semilla produjo el ciento por uno.
Cayó en otro corazón de carácter semejante: el hombre no podía hacer lo máximo, pero aun así hizo mucho. Se entregó a sí mismo, tal como era, a Dios, y en sus negocios tenía una palabra que decir sobre los negocios del mundo venidero. En su andar diario, adornó silenciosamente la doctrina de Dios su Salvador; produjo sesenta veces más.
Luego, cayó sobre otro, cuyas capacidades y talentos no eran más que pequeños, no podía ser una estrella, pero sería una luciérnaga, no podía hacer como los más grandes, pero se contentaba con hacer algo, aunque fuera lo mínimo. La semilla se había multiplicado por diez, tal vez por veinte. ¿Cuántos como él hay hoy en esta vasta congregación?
He venido aquí con el alma encendida para predicaros, pero una repentina oscuridad y pesadez de alma se ha apoderado de mí, y mientras me dirigía a vosotros, he predicado en mi propio espíritu contra viento y marea. Pero, ¿puedo esperar que, a pesar de la torpeza con que arrojo la semilla, ésta prenda en algún buen lugar, en algún suelo feliz? ¿Hay alguien que ore en su interior: “Oh, Señor, sálvame, Dios, ten misericordia de mí, pecador”? La semilla ha caído en el lugar adecuado. Alma, tu oración será escuchada, Dios nunca hace que un hombre anhele misericordia sin tener la intención de dársela.
¿Y susurra otro: “¡Oh! que yo sea salvo”? Alma, “Cree en el Señor Jesucristo, y tú, tú serás salvo”. ¿Has sido tú el primero de los pecadores? Confía en Cristo, y tus enormes pecados se desvanecerán como la piedra de molino se hunde bajo el diluvio. ¿No hay aquí ningún hombre que confíe ahora en el Salvador? ¿Es posible que el Espíritu esté enteramente ausente, que no se mueva en un alma, que no engendre vida en un espíritu? Oraremos para que Él descienda ahora, para que, por mala que sea la semilla esparcida, el Dios protector vele por ella, y la fomente y la alimente, hasta que llegue a una cosecha eterna.
¡Qué solemne es pensar en estas grandes reuniones dominicales durante tantos años, yendo y viniendo, y viniendo y yendo, y tantos que todavía no son salvos! Supongo que me toca dirigirme a más de uno o dos millones de preciosos espíritus inmortales cada año, y ¡cuántos de estos millones oyen con oídos sordos, no son conmovidos en sus almas, sino que continúan como estaban, muertos en delitos y en pecados!
El pensamiento a veces me tambalea, ¿pasarán estas congregaciones ante mis ojos en la eternidad, y si he sido infiel, seré escupido por cada boca de cada hombre a quien he engañado? ¿Cada uno de los ojos de los millones de personas a las que me he dirigido me dirigirá ardientes condenas por toda la eternidad? Así deber ser, seguro que así debe ser, si no he buscado vuestro bienestar, y si no os he predicado el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Te imploro, te suplico, que si tu sangre ha de caer en alguna parte, atiendas al menos a lo que te digo ahora, o permíteme esperar que me aceptes como aquel que ha intentado serte fiel, no sea que tu sangre se encuentre en mis vestidos.
Pero, ¿por qué debería esparcirse esa sangre en alguna parte? ¿No hay esperanza? ¿No hay salvación? ¿No hay, mientras dure la vida, una puerta abierta para escapar? ¡Huye, huye, oyente mío, huye! Te ruego que huyas, te lo imploro por el Dios viviente, por el tiempo, por la eternidad, por el cielo, por el infierno, huye, huye a Jesús, antes de que la muerte te alcance, pues te persigue, ese jinete esquelético en su caballo pálido, y antes de que la condenación te alcance huye, huye a Aquel cuyos brazos abiertos están listos para recibirte ahora.
Confía en Jesús y serás salvo. “El que creyere en el Señor Jesús y fuere bautizado, será salvo; el que no creyere, será condenado”. ¿Soy fanático o entusiasta al rogarte, al suplicarte que pienses en estas cosas? “Fanático”, en el día del juicio, sólo significará un hombre que iba en serio. “Entusiasta”, sólo significará uno que quiso decir lo que dijo.
Oh, cree en el Señor Jesucristo, no sea que ahora, mientras estás aquí, arda la ira de Dios y te alcance su rápida justicia…
“Venid, almas culpables,
y huid hacia Cristo, y sanad vuestras heridas;
este es el bienvenido día del Evangelio,
en el que abunda la gracia gratuita”.
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