“He aquí, de Jehová tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. 15 Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día. 16 Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz”
Deuteronomio 10:14-16
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El que predica toda la verdad que es en Jesús, trabajará bajo continuas desventajas, aunque la gran ventaja de tener la presencia y la bendición de Dios compensará con creces la mayor pérdida. Desde que predico la Palabra, me he esforzado sinceramente por no retener ni una sola doctrina que creo que Dios enseña. Ya es hora de que acabemos con los viejos y oxidados sistemas que durante tanto tiempo han frenado la libertad de expresión religiosa.
El arminiano tiembla al ir una pulgada más allá de Arminio o Wesley, y muchos calvinistas se refieren a Juan Gill o Juan Calvino, como la máxima autoridad. Es tiempo de que los sistemas se rompan, y que haya suficiente gracia en todos nuestros corazones para creer todo lo enseñado en la Palabra de Dios, sea enseñado por cualquiera de estos hombres o no.
Frecuentemente he encontrado cuando he predicado lo que se llama alta doctrina, porque la encontré en mi texto, que algunas personas se han ofendido, no pudieron disfrutarla, no pudieron soportarla y se fueron. Generalmente eran personas que era mejor que se fueran, nunca he lamentado su ausencia.
Por otro lado, cuando he tomado por texto alguna dulce invitación, y he predicado la gratuidad del amor de Cristo al hombre, cuando he advertido a los pecadores que son responsables mientras escuchan el Evangelio, y que si rechazan a Cristo, su sangre será sobre sus propias cabezas, encuentro otra clase de individuos sin duda excelentes, que no pueden ver cómo estas dos cosas concuerdan. Y por lo tanto, ellos también se desvían, y vadean en los pantanos engañosos del Antinomianismo. Sólo puedo decir con respecto a ellos, que yo también preferiría que se salieran a su propia suerte, a que permanecieran con mi congregación.
Buscamos mantener la verdad. No conocemos diferencia entre alta doctrina y baja doctrina. Si Dios la enseña, es suficiente. Si no está en la Palabra, ¡nada que ver con ella! ¡fuera con ella! pero si está en la Palabra, agradable o desagradable, sistemática o desordenada, yo la creo.
Puede parecernos como si una verdad se opusiera a otra, pero estamos plenamente convencidos de que no puede ser así, de que se trata de un error de nuestro juicio. Tenemos muy claro que las dos cosas concuerdan, aunque todavía no sabemos dónde se encuentran, pero esperamos saberlo más adelante. Creemos que la doctrina de que Dios tiene un pueblo que ha escogido para Sí y que manifestará Su alabanza es legible en la Palabra de Dios para todo hombre que se preocupe por leer ese Libro con un juicio honesto y sincero.
Que, al mismo tiempo, Cristo se presenta libremente a toda criatura bajo el cielo, y que las invitaciones y exhortaciones del Evangelio son invitaciones honestas y verdaderas, no ficciones ni mitos, no tentaciones ni burlas, sino realidades y hechos, también lo creemos sin reservas. Suscribimos ambas verdades con nuestro asentimiento y consentimiento sinceros.
Ahora, esta mañana puede ser que algunos de ustedes no aprueben lo que tengo que decir. Recordarán, sin embargo, que no busco su aprobación, que será suficiente para mí si he limpiado mi conciencia en lo concerniente a una gran verdad y he predicado fielmente el Evangelio. No soy responsable ante ustedes, ni ustedes ante mí. Tú eres responsable ante Dios, si rechazas una verdad, yo soy responsable ante Él si yo predico un error. No temo presentarme ante Su tribunal con respecto a las grandes doctrinas que les predicaré hoy.
Ahora, dos cosas esta mañana. Primero, trataré de exponer la elección de Dios; segundo, mostraré sus implicaciones prácticas. Tienen ambas cosas en el texto. “He aquí que de Jehová tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, y la tierra con todas las cosas que en ella hay. Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día”. Y luego, en segundo lugar, sus aspectos prácticos: “Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz”.
I. Al anunciar la elección, debo hacerles observar, en primer lugar, su extraordinaria singularidad.
Dios ha escogido para Sí un pueblo que ningún hombre puede contar, de entre los hijos de Adán, de entre la raza caída y apóstata que brotó de las entrañas de un hombre rebelde. Esto es una maravilla de maravillas, cuando consideramos que el cielo, aun el cielo de los cielos, es del Señor.
Si Dios debe tener una raza elegida, ¿por qué no seleccionó una entre las majestuosas órdenes de ángeles, o entre los querubines y serafines flameantes que están alrededor de Su trono? ¿Por qué no se fijó en Gabriel? ¿Por qué no fue constituido de tal manera que de sus entrañas brotara una poderosa raza de ángeles, y por qué éstos no fueron escogidos por Dios desde antes de la fundación del mundo?
¿Qué puede haber en el hombre, criatura inferior a los ángeles, para que Dios lo elija a él antes que a los espíritus angélicos? ¿Por qué no se le dieron a Cristo los querubines y serafines? ¿Por qué no adoptó a los ángeles? ¿Por qué no asumió su naturaleza y los tomó en unión consigo mismo? Un cuerpo angélico podría estar más en consonancia con la persona de la Deidad, que un cuerpo de carne y hueso, débil y sufriente.
Habría algo congruente si hubiera dicho a los ángeles: “Vosotros seréis mis hijos”. Pero no, aunque todos eran suyos, pasa por alto la jerarquía de los ángeles y se inclina hacia el hombre. Toma un gusano apóstata y le dice: “Tú serás mi hijo”, y a miríadas de la misma raza les grita: “Vosotros seréis mis hijos y mis hijas, por un pacto, para siempre”.
Pero alguien dice: “Parece que Dios quiso elegir un pueblo caído para mostrar en él su gracia. Ahora bien, los ángeles, por supuesto, serían inadecuados para esto, puesto que no han caído”. Respondo: hay ángeles que han caído, hubo ángeles que no conservaron el primer estado, sino que cayeron de su dignidad. ¿Y cómo es que éstos son consignados a la oscuridad de las tinieblas para siempre? Contéstenme, ustedes que niegan la soberanía de Dios y odian Su elección: ¿cómo es que los ángeles son condenados al fuego eterno, mientras que a ustedes, los hijos de Adán, se les predica libremente el Evangelio de Cristo?
La única respuesta posible es ésta: Dios quiere hacerlo. Él tiene derecho a hacer lo que le plazca con su propia misericordia. Los ángeles no merecen misericordia, y nosotros tampoco. Sin embargo, Él nos la dio a nosotros, y se la negó a ellos. Ellos están atados con cadenas, reservados para el fuego eterno hasta el último gran día, pero nosotros estamos salvados. Ante Tu soberanía me inclino, gran Dios, y reconozco que Tú haces lo que quieres y que no das cuenta de Tus asuntos.
Pues, si hubiera alguna razón para conmover a Dios en sus criaturas, ciertamente habría escogido demonios en vez de hombres. El pecado del primero de los ángeles caídos no fue mayor que el de Adán. No es el momento de entrar en esa cuestión. Si fuera necesario, podría demostrar que fue menor que mayor, si hubiera grados en el pecado. Si los ángeles hubieran sido reclamados, podrían haber glorificado a Dios más que nosotros, podrían haber cantado Sus alabanzas más fuerte que nosotros, cubiertos como estamos de carne y hueso. Pero pasando por alto a los mayores, eligió a los menores, para poder mostrar Su soberanía, que es la joya más brillante de la corona de Su divinidad.
Nuestros antagonistas arminianos siempre dejan a los ángeles caídos fuera de la cuestión, porque no les conviene recordar este antiguo ejemplo de elección. Califican de injusto que Dios eligiera a un hombre y no a otro. ¿Con qué razonamiento puede ser injusto, cuando admiten que fue bastante justo que Dios eligiera una raza, la raza de los hombres, y dejara a otra raza, la raza de los ángeles, hundida en la miseria a causa del pecado? Hermanos, dejemos de acusar a Dios descansando en nuestro pobre juicio falible. Él es bueno y hace justicia. Cualquier cosa que Él haga podemos saber que es correcta, ya sea que podamos ver la justicia o no.
Les he dado, pues, algunas razones para empezar, por las que debemos considerar que la elección de Dios es singular. Pero tengo que ofrecerles otras. Observen que el texto no sólo dice: “He aquí que de Jehová son los cielos, y los cielos de los cielos”, sino que añade: “también la tierra con todo lo que en ella hay”. Ahora, cuando pensamos que Dios nos ha elegido, cuando ustedes, hermanos míos, que por gracia han puesto su confianza en Cristo, leen su “nombre claro en las mansiones en los cielos,” bien pueden detenerse y decir en el lenguaje de ese himno
“¡Detente, alma mía! ¡adora y maravíllate!
Pregunta: “Oh, ¿por qué tanto amor hacia mí?”.
Los reyes pasaron de largo y los mendigos fueron escogidos; los sabios fueron abandonados, pero a los necios se les hizo conocer las maravillas de su amor redentor; los publicanos y las rameras fueron dulcemente obligados a venir al banquete de la misericordia, mientras que a los orgullosos fariseos se les permitió confiar en su propia justicia y perecer en sus vanas jactancias. La elección de Dios siempre parecerá muy extraña a los ojos de los hombres no renovados. Él ha pasado por alto a quienes nosotros deberíamos haber seleccionado, y ha escogido sólo a los marginados del universo, a los hombres que se consideraban a sí mismos como los que menos probabilidades tenían de probar de Su gracia.
¿Por qué fuimos elegidos como pueblo para tener el privilegio del Evangelio? ¿No hay otras naciones tan grandes como nosotros? Pecaminoso pueblo como se ha manifestado ser esta nación inglesa, ¿por qué ha seleccionado Dios a la raza anglosajona para recibir la pura verdad, mientras que naciones que podrían haber recibido la luz de Dios con mayor gozo aún que nosotros, yacen todavía envueltas en tinieblas, y el sol del Evangelio nunca ha salido sobre ellas? ¿Por qué, repito, en el caso de cada individuo, por qué es elegido el hombre que es elegido? ¿Puede darse otra respuesta que la de nuestro Salvador: “Así es, Padre, porque te parece bien”?
Otro pensamiento más, para que la elección de Dios sea realmente maravillosa. Dios tiene un poder ilimitado de creación. Ahora bien, si quiso crear un pueblo que fuera su predilecto, que estuviera unido a la persona de su Hijo y que reinara con Él, ¿por qué no creó una nueva raza? Cuando Adán pecó, habría sido bastante fácil eliminar el mundo de la existencia. Sólo tenía que hablar y esta tierra redonda se habría disuelto, como la burbuja muere en la ola que la lleva. No habría quedado rastro alguno del pecado de Adán, todo habría desaparecido y se habría olvidado para siempre.
Pero no, en vez de hacer un pueblo nuevo, un pueblo puro que no pudiera pecar, en vez de tomar para Sí criaturas puras, inmaculadas, sin mancha, toma un pueblo depravado y caído, y lo levanta, y eso también, por medios costosos, por la muerte de Su propio Hijo, por la obra de Su propio Espíritu, para que éstas sean las joyas de Su corona que reflejen Su gloria para siempre. ¡Oh, asombrosa elección! ¡Oh, extraña elección! Mi alma se pierde en Sus profundidades, y sólo puedo detenerme y clamar: “Oh, la bondad, oh, la misericordia, oh, la soberanía de la gracia de Dios”.
Habiendo hablado así de su singularidad, paso a otro tema. Observen la libertad ilimitada del amor electivo. En nuestro texto esto se insinúa con la palabra “solamente“. ¿Por qué amó Dios a sus padres? Únicamente porque Él así lo hizo. No hay otra razón. “Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día”.
Sin duda había alguna razón sabia para los actos del Señor, pues Él hace todas las cosas según el consejo de Su voluntad, pero ciertamente no podía haber ninguna razón en la excelencia o virtud de la criatura que Él escogió. Ahora, reflexionemos sobre esto por un momento. Observemos que no hay bondad original en aquellos a quienes Dios selecciona.
¿Qué había en Abraham para que Dios lo eligiera? Salió de un pueblo idólatra y se dice de su posteridad: vuestro padre fue un sirio dispuesto a perecer. Como si Dios quisiera mostrar que no fue la bondad de Abraham, dice: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué”
No había nada más en Abraham que en cualquiera de nosotros para que Dios lo hubiera seleccionado, pues todo lo bueno que había en Abraham Dios lo puso allí. Ahora bien, si Dios lo puso allí, el motivo para que lo pusiera allí no podía ser el hecho de que lo pusiera allí. No se puede encontrar un motivo para un hecho en sí mismo, debe haber algún motivo más elevado que cualquier cosa que se pueda encontrar en el mero acto de Dios.
Si Dios eligió a un hombre para hacerlo santo, justo y bueno, no puede haberlo elegido porque debía ser bueno y justo. Sería absurdo razonar así. Sería extraer una causa para un efecto, y hacer de un efecto una causa. Si yo alegara que el capullo de la rosa es el autor de la raíz, ¡bueno! se reirían de mí. Pero si insistiera en que cualquier bondad en el hombre es la causa de la elección de Dios, cuando recuerdo que esa bondad es el efecto de la elección de Dios, sería realmente un necio.
Lo que es efecto no puede ser causa. Pero, ¿qué bien original hay en ningún hombre? Si Dios nos eligió por algo bueno en nosotros mismos, todos debemos ser dejados sin elegir. ¿No tenemos todos un corazón malvado de incredulidad? ¿No nos hemos apartado todos de Sus caminos? ¿No somos todos corruptos por naturaleza, enemigos de Dios por obras perversas? Si Él nos elige, no puede ser debido a ninguna bondad original en nosotros.
“Pero”, dice alguien, “tal vez sea por la bondad prevista, Dios ha elegido a Su pueblo porque prevé que creerá y se salvará”. ¡Una idea ciertamente singular! Aquí hay un cierto número de personas pobres, y un príncipe entra en el lugar. A unos noventa de los cien les distribuye oro. Alguien pregunta: “¿Por qué ha dado el príncipe este oro a esos noventa?”. Un loco en un rincón, cuya cara no debería verse nunca, responde: “¡Se lo dio porque previó que lo tendrían!”. Pero, ¿cómo podía prever que lo tendrían si no se lo dio?
Ahora bien, usted dice que Dios da la fe, el arrepentimiento, la salvación, porque previó que los hombres la tendrían. Él no lo previó aparte del hecho de que tenía la intención de dárselo. Él previó que les daría gracia. Pero, ¿cuál fue la razón por la que se la dio? Ciertamente, no Su previsión. Eso sería absurdo en verdad, y nadie sino un loco razonaría así.
Oh, Padre, si me has dado la vida, la luz, la alegría y la paz, la razón sólo la conoces Tú mismo, porque nunca podré encontrar razones en mí mismo, ya que todavía estoy alejado de Ti, y a menudo mi fe parpadea y mi amor se oscurece. No hay nada en mí que merezca tu estima o que te deleite. Todo es por Tu gracia, sólo por Tu gracia, que soy lo que soy. Así lo dirá todo cristiano, así debe confesarlo todo cristiano.
Pero, ¿acaso no es pura palabrería controvertir por un solo instante con la absurda idea de que el hombre puede encadenar a su Hacedor? ¿Acaso el propósito del Eterno ha de quedar supeditado a la voluntad del hombre? ¿Será el hombre realmente el amo de su Hacedor? ¿Tomará el libre albedrío el lugar de la energía divina? ¿Tomará el hombre el trono de Dios y apartará a su antojo todos los propósitos de Jehová, obligándole por sus méritos a elegirle? ¿Habrá algo que el hombre pueda hacer para controlar los movimientos de Jehová?
Alguien dice que los hombres dan libre albedrío a todos menos a Dios, y hablan como si Dios tuviera que ser esclavo de los hombres. Ay, nosotros creemos que Dios ha dado al hombre libre albedrío, eso no lo negamos, pero que Dios tiene también libre albedrío, que además tiene derecho a ejercerlo y lo ejerce, y que ningún mérito del hombre puede tener coacción alguna con el Creador. El mérito, por una parte, es imposible, y aunque lo poseyéramos, no sería posible que lo poseyéramos en tal grado como para merecer el don de Cristo.
Recuerden, si merecemos la salvación, el hombre debe tener virtud suficiente para merecer el cielo, para merecer la unión con Jesús, para merecer, de hecho, la gloria eterna. Vuelves a la vieja idea romana, si una vez levantas el ancla y cortas el cable, y hablas de cualquier cosa en el hombre que pudiera haber conmovido la misericordia de Dios.
“Bueno”, dice uno, “esto es vil calvinismo”. Que así sea, si decides llamarlo así. Calvino encontró su doctrina en las Escrituras. Sin duda también pudo haber recibido alguna instrucción de las obras de Agustín, pero ese poderoso doctor de la gracia la aprendió de los escritos de San Pablo, y San Pablo, el apóstol de la gracia, la recibió por inspiración de Jesús el Señor.
Podemos rastrear nuestro linaje directamente hasta Cristo mismo. Por lo tanto, no nos avergonzamos de ningún título que pueda añadirse a una gloriosa verdad de Dios. La elección es libre, y no tiene nada que ver con ninguna bondad original en el hombre, ni con ninguna bondad prevista, ni con ningún mérito que el hombre pueda presentar ante Dios.
Llego a la parte más difícil de mi tarea de esta mañana: la elección en su justicia. Ahora, voy a defender este gran hecho de que Dios ha elegido a los hombres para Sí, y lo voy a considerar desde un punto de vista bastante diferente del que usualmente se adopta. Mi defensa es precisamente ésta. Díganme ustedes, que si Dios ha escogido a algunos hombres para la vida eterna, es porque ha sido injusto. Le pido que lo demuestre. La carga de la prueba recae sobre usted, pues quiero que recuerde que ninguno mereció esto en absoluto.
¿Hay un solo hombre en todo el mundo que tenga la impertinencia de decir que merece algo de su Hacedor? Si es así, sepan que tendrá todo lo que merezca, y su recompensa serán las llamas del infierno para siempre, pues eso es lo máximo que un hombre ha merecido de Dios. Dios no está en deuda con nadie, y en el último gran día cada hombre tendrá tanto amor, tanta piedad y tanta bondad como merezca. Incluso los perdidos en el infierno tendrán todo lo que merezcan, sí, y ay del día para ellos cuando tengan la ira de Dios, que será la cumbre de sus merecimientos.
Si Dios da a cada hombre tanto como merece, ¿se le puede acusar de injusticia porque da a algunos infinitamente más de lo que merecen? ¿Dónde está la injusticia de que un hombre haga lo que quiera con lo suyo? ¿No tiene derecho a dar lo que le plazca? Si Dios estuviera en deuda con alguien, entonces habría injusticia. Pero Él no está en deuda con nadie, y si da Sus favores de acuerdo con Su propia y soberana voluntad, ¿quién es el que encontrará una falta? Tú no has sido perjudicado, Dios no te ha agraviado. Presenta tus reclamaciones y Él las cumplirá hasta la última jota.
Si eres justo y puedes reclamar algo de tu Hacedor, levántate y alega tus virtudes, y Él te responderá. Aunque te ciñas los lomos como un hombre, y te presentes ante Él, y alegues tu propia justicia, Él te hará temblar, y te aborrecerá, y te revolcarás en polvo y ceniza, porque tu justicia es una mentira, y tu mejor desempeño no es sino trapo de inmundicia. Dios no hiere a nadie al bendecir a algunos. Es extraño que se acuse a Dios como si fuera injusto.
Lo defiendo de nuevo por otro motivo. ¿A quién de ustedes ha negado Dios Su misericordia y amor cuando han buscado Su rostro? ¿No les ha proclamado libremente el Evangelio a todos ustedes? ¿No les ordena Su Palabra que vengan a Jesús, y no dice solemnemente: “El que quiera, que venga”? ¿No se les invita cada día de reposo a venir y poner su confianza en Cristo? Si no lo hacen, sino que destruyen sus propias almas, ¿quién tiene la culpa?
Si pones tu confianza en Cristo, serás salvo, Dios no se retractará de Su promesa. Pruébalo, ponlo a prueba. En el momento en que renuncies al pecado y confíes en Cristo, en ese momento podrás saber que eres uno de Sus elegidos, pero si apartas perversamente de ti el Evangelio que se predica diariamente, si no quieres ser salvo, entonces sobre tu propia cabeza está tu sangre. La única razón por la que puedes perderte es porque continúas en el pecado y no clamas para ser salvado de él. Ustedes han rechazado a Cristo, lo han puesto lejos de ustedes y lo han abandonado ustedes mismos, no lo recibirán.
“Bueno, pero”, dice uno, “no puedo venir a Dios”. Tu impotencia para venir radica en el hecho de que no tienes voluntad de venir. Si tuvieras voluntad, no te faltaría poder. Usted no puede venir porque usted está demasiado casado a sus lujurias, tan aficionado a su pecado. Por eso no puedes venir. Esa misma incapacidad tuya es tu crimen, tu culpa. Podrías venir si se rompiera tu amor al mal y a ti mismo. La incapacidad no reside en tu naturaleza física, sino en tu depravada naturaleza moral.
¡Oh, si estuvieras dispuesto a ser salvado! Ese es el punto, esa es la cuestión. No estás dispuesto, ni nunca lo estarás, hasta que la gracia te haga dispuesto. Pero, ¿quién tiene la culpa de que no estés dispuesto a ser salvo? Nadie sino tú mismo, tú tienes toda la culpa.
Si rechazas la vida eterna, si no miras a Cristo, si no confías en Él, recuerda que tu propia voluntad te condena.
¿Hubo alguna vez un hombre que tuviera una voluntad sincera de salvarse a la manera de Dios al que se le negara la salvación? No, no, mil veces NO, porque tal hombre ya es enseñado por Dios. El que da la voluntad, no negará el poder. La incapacidad reside principalmente en la voluntad. Cuando una vez un hombre es hecho dispuesto en el día del poder de Dios, él es hecho capaz también. Por lo tanto, tu destrucción está a tu propia puerta.
Entonces permítame hacerle otra pregunta. Usted dice que es injusto que algunos se pierdan mientras que otros se salvan. ¿Quién hace que se pierdan los que se pierden? ¿Te hizo Dios pecar? ¿Te ha persuadido alguna vez el Espíritu de Dios a hacer algo malo? ¿Alguna vez la Palabra de Dios te ha reforzado en tu propia justicia? No, Dios nunca ha ejercido ninguna influencia sobre ti para hacerte ir por el camino equivocado. Toda la tendencia de Su Palabra, toda la tendencia de la predicación del Evangelio, es persuadirte a que te vuelvas del pecado a la justicia, de tus malos caminos a Jehová.
Repito, Dios es justo. Si ustedes rechazan al Salvador que les ha sido proclamado, si rehúsan confiar en Él, si no quieren venir a Él y ser salvos, si están perdidos, Dios es supremamente justo en que estén perdidos; pero si elige ejercer la influencia sobrenatural del Espíritu Santo sobre algunos de ustedes, ciertamente es justo al otorgar la misericordia que ningún hombre puede reclamar, y tan justo que a través de las edades eternas nunca se encontrará una falla en Sus actos, sino que el “Santo, Santo, Santo” Dios será cantado por los redimidos, y por los querubines y serafines, e incluso los perdidos en el infierno se verán obligados a pronunciar un bajo involuntario a esa canción temible, “Santo, Santo, Santo, Señor Dios de Sabaoth.”
Habiendo tratado así de defender la justicia de la elección, paso ahora a notar la verdad de la misma. Es posible que haya aquí algunos hombres piadosos que no puedan recibir esta doctrina. Bien, amigo mío, no estoy enojado contigo por no poder recibirla, porque ningún hombre puede recibirla a menos que le sea dada por Dios, ningún cristiano se regocijará jamás en ella a menos que haya sido enseñado por el Espíritu. Pero después de todo, hermano mío, si eres un hombre renovado, lo crees. Vienes arriba para controvertir conmigo. Acompáñame y te permitiré que discutas contigo mismo, y antes de que pasen cinco minutos probarás de tu propia boca lo que digo.
Vamos, mi querido hermano, tú no crees que Dios pueda justamente dar a algunos hombres más gracia que a otros. Pues muy bien. Arrodillémonos y oremos juntos, y tú orarás primero.
No bien comienzas a orar, dices: “Oh Señor, complácete, en tu infinita misericordia, en enviar tu Espíritu Santo para salvar a esta congregación, y complácete en bendecir a mis parientes según la carne”.
Para, para, estás pidiendo a Dios que haga algo que, según tu teoría, no está bien. Le estás pidiendo que les dé más gracia de la que tienen, le estás pidiendo que haga algo especial. Positivamente, le estás suplicando a Dios que les dé gracia a tus parientes y amigos, y a esta congregación. ¿Cómo haces para que eso sea correcto en tu teoría?
Si fuera injusto que Dios diera más gracia a un hombre que a otro, ¡cuán injusto es que tú le pidas que lo haga! Si todo se deja al libre albedrío del hombre, ¿por qué le ruegas al Señor que interfiera? Tú clamas: “Señor, atráelos, Señor, quebranta sus corazones, renueva sus espíritus”. Ahora, yo empleo de todo corazón esta oración, pero, ¿cómo puedes hacerla, si piensas que es injusto que el Señor dote a este pueblo con más gracia de la que dota al resto de la raza humana?
“Pero tú dices: “Siento que es justo, y se lo pediré”. Muy bien, entonces, si es justo para ti pedir, debe ser justo para Él dar, debe ser justo para Él dar misericordia a los hombres, y a algunos hombres tal misericordia que puedan ser obligados a salvarse. Así has probado mi punto, y no quiero una prueba mejor. Y ahora, hermano mío, cantaremos juntos, y veremos cómo podemos avanzar. Abre tu himnario, y canta en el lenguaje de tu himnario wesleyano,
“Oh, sí, amo a Jesús
porque Él me amó primero”.
Ahí, hermano, eso es calvinismo. Lo has dejado salir otra vez. Tú amas a Jesús porque Él te amó primero. Bueno, ¿cómo es que llegas a amarlo mientras que otros se quedan sin amarlo? ¿Es eso para tu honor o para Su honor? Tú dices: “Es para alabanza de la gracia, que la gracia tenga la alabanza”. Muy bien, hermano, nos llevaremos muy bien después de todo, pues aunque no estemos de acuerdo en predicar, estamos de acuerdo en orar y alabar.
Predicando hace unos meses en medio de una gran congregación de metodistas, los hermanos estaban todos atentos, dando toda clase de respuestas a mi sermón, asintiendo con la cabeza y gritando: “¡Amén!”, ¡Aleluya!”, “¡Gloria a Dios!” y cosas por el estilo. Me despertaron por completo. Mi espíritu se agitó, y me puse a predicar con una fuerza y un vigor inusitados, y cuanto más predicaba, más gritaban: “¡Amén!” “¡Aleluya!” “¡Gloria a Dios!”
Por fin, una parte del texto me llevó a lo que se llama alta doctrina. Así que dije: “Esto me lleva a la doctrina de la elección”. Hubo un profundo respiro. “Ahora, amigos míos, ustedes la creen”, ellos parecieron decir: “No, no lo creemos”.
Pero sí, y os haré cantar “¡Aleluya!” sobre ella. Os lo predicaré de tal manera que lo reconoceréis y lo creeréis.
Así que lo planteo así: ¿No hay diferencia entre tú y los demás hombres? “Sí, sí, ¡gloria a Dios, gloria!” ¿Hay diferencia entre lo que eras y lo que eres ahora? “¡Oh, sí! “¡Oh, sí!” Hay sentado a tu lado un hombre que ha estado en la misma capilla que tú, ha oído el mismo Evangelio, él es inconverso, y tú estás convertido. ¿Quién ha hecho la diferencia, tú mismo o Dios? “¡El Señor!” dijeron ellos, “¡el Señor! ¡Gloria! Aleluya!” Sí, grité yo, y esa es la doctrina de la elección, eso es todo lo que sostengo, que si hay una diferencia, el Señor hizo la diferencia.
Un buen hombre se me acercó y me dijo: “Tienes razón, muchacho, tienes razón. Creo en tu doctrina de la elección, no la creo como es predicada por algunas personas, pero creo que debemos dar la gloria a Dios, debemos poner la corona en la cabeza correcta”. Después de todo, hay un instinto en cada corazón cristiano, que le hace recibir la sustancia de esta doctrina, aunque no la reciba en la forma peculiar en que la ponemos. Eso es suficiente para mí.
No me importan las palabras o la fraseología, o la forma de credo en la que pueda tener la costumbre de exponer la doctrina. No quiero que suscriban mi credo, pero sí quiero que suscriban un credo que dé a Dios la gloria de Su salvación. Todos los santos en el cielo cantan: “La gracia lo ha hecho”, y yo quiero que todos los santos en la tierra canten la misma canción: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con Su sangre, a Él sea la gloria por los siglos de los siglos”.
Las oraciones, las alabanzas, la experiencia de aquellos que no creen en esta doctrina prueban la doctrina mejor que cualquier cosa que yo pueda decir. No me interesa probarla mejor, y la dejo como está.
II. Pasemos ahora a la elección en sus influencias prácticas.
Veréis que el precepto va anexo a la doctrina, Dios os ha amado sobre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra, por tanto, “circuncidad el prepucio de vuestros corazones y no endurezcáis más vuestra cerviz.” Se susurra que la elección es una doctrina licenciosa. Dilo en voz alta y te responderé. ¡La elección es una doctrina licenciosa! ¿Cómo lo demuestras? Mi tarea es demostrarles que es todo lo contrario.
“Bueno, pero”, grita uno, “conozco a un hombre que cree en la elección y sin embargo vive en pecado”. Sí, y supongo que eso lo refuta. Así que si puedo ir por Londres y encontrar a cualquier borracho harapiento que crea en una doctrina y viva en pecado, el hecho de que la crea la refuta. ¡Una lógica singular!
Me comprometeré a refutar cualquier verdad en el mundo si sólo me das esa regla. Puedo traer a colación a una criatura sucia y despreciable que dude de la generosidad universal de Dios. Entonces, supongo que eso lo refutará.
Podría presentarles a algún desdichado que vive en pecado, y que, sin embargo, cree que si clamara de todo corazón: “Señor, ten misericordia de mí, que soy pecador”, sería salvo, aunque estuviera en su lecho de muerte. ¡No! Sabes muy bien que, aunque uses esa lógica contra nosotros, no la usarías contra ti mismo.
El hecho es que las vidas malas o buenas de algunos individuos no pueden tomarse como prueba a favor o en contra de ningún conjunto de doctrinas. Hay hombres santos que se equivocan, hay hombres impíos que reciben la verdad. Esto puede ser visto cualquier día por cualquier hombre que cándidamente haga la observación. Sin embargo, si alguna secta estuviera particularmente llena de profesantes impíos e hipócritas, entonces admitiría la fuerza de su argumento. Pero te desafío a la prueba.
Los hombres que han creído en esta doctrina en todo el mundo -aunque tal vez no me corresponda a mí decirlo, excepto que me gloriaré en ella como lo hizo Pablo, han sido los hombres más celosos, más sinceros, más santos.
Recuerden, señores, ustedes que se burlan de esta doctrina, que deben sus libertades a hombres que la sostuvieron. ¿Quién forjó las libertades de Inglaterra? No dudo en dar la mano a los fuertes brazos de los soldados de hierro y a la poderosa voluntad de Oliver Cromwell. Pero, ¿qué les hizo lanzarse a la batalla como lo hicieron, sino la firme creencia de que eran los elegidos de Dios, y que podían arrasar con todo lo que se les pusiera por delante, porque el Señor, su Dios, estaba con ellos?
Se decía en tiempos de Carlos II que, si querías encontrar creyentes en el arminianismo, podías encontrarlos en todas las tabernas, pero si querías encontrar a los que creían en la doctrina de la gracia, debías ir a las mazmorras donde se encerraba a los santos de Dios, debido a la inflexibilidad de sus vidas y a la peculiar estrechez de su conversación. Nunca hubo hombres con una mentalidad más celestial que la de los puritanos, y ¿qué puritano pueden encontrar que sostenga otra doctrina que la que yo predico hoy? Pueden encontrar algún doctor moderno que enseñe lo contrario, pero marchen a través de los siglos, y con pocas excepciones, ¿dónde están los santos que negaron la elección de Dios?
La bandera ha pasado de mano en mano. Los mártires murieron por ella, sellaron la verdad con su sangre. Y esta verdad permanecerá cuando los años dejen de moverse, esta verdad que será creída cuando cada error y superstición se desmorone hasta el polvo del que surgió.
Pero vuelvo a mi prueba. Se establece como una cuestión de teoría que esta doctrina es licenciosa. Nos oponemos a esa teoría. La idoneidad de las cosas demuestra que no es así. La elección enseña que Dios ha escogido a algunos para ser reyes y sacerdotes de Dios. Cuando un hombre cree que ha sido elegido para ser rey, ¿sería una inferencia legítima deducir de ello: “He sido elegido para ser rey, por lo tanto seré un mendigo; he sido elegido para sentarme en un trono, por lo tanto vestiré harapos”?
Usted diría: “No habría argumento, no tendría sentido”. Pero hay tanto sentido en eso como en tu suposición de que Dios ha escogido a Su pueblo para que sea santo, y que, sin embargo, el conocimiento de este hecho lo hará impío. ¡No! el hombre, sabiendo que una dignidad peculiar ha sido puesta sobre él por Dios, siente obrar en su pecho un deseo de vivir a la altura de su dignidad. “Dios me ha amado más que a los demás,” dice, “entonces yo le amaré más que a los demás. Él me ha puesto por encima del resto de la humanidad por Su gracia soberana, déjame vivir por encima de ellos, déjame ser más santo, déjame ser más eminente en gracia que cualquiera de ellos”.
Si hay un hombre que puede hacer mal uso de la dignidad de la gracia que Cristo le ha dado, y pervertirla en un argumento para el libertinaje, no debe encontrarse entre nosotros. Debe ser algo menos que un hombre, por caído que sea, que infiera del hecho de que se ha convertido en Hijo de Dios por la gracia gratuita de Dios, que por lo tanto debe vivir como un hijo del diablo, o que diga: “Porque Dios me ha ordenado ser santo, por lo tanto seré profano”. Ese sería el razonamiento más extraño, más raro, más pervertido, más abominable que jamás pudiera usarse. No creo que haya criatura viviente capaz de usarlo.
Una vez más, no sólo la idoneidad de las cosas, sino la cosa misma demuestra que no es así. La elección es una separación. Dios ha apartado para Sí al que es piadoso, ha separado a un pueblo de la masa de la humanidad. ¿Acaso esa separación nos permite inferir lo siguiente: “Dios me ha separado, por tanto viviré como viven los demás hombres”? No; si creo que Dios me ha distinguido por su amor selectivo, y me ha separado, entonces oigo el clamor: “Salid de en medio de ellos, y apartaos, y no toquéis lo inmundo, y seré para vosotros por Padre”.
Sería extraño que el decreto de separación engendrara una unión impía. No puede ser. Niego, de una vez por todas, en nombre de todos los que sostienen la verdad; niego solemnemente, como en presencia de Dios, que pensemos que porque Dios nos ha apartado, debemos ir y vivir como viven los demás. No, Dios no lo permita. Nuestra separación es una base y un motivo para que nos separemos completamente de los pecadores.
Una vez oí decir a un hombre: “Señor, si creyera esa doctrina viviría en pecado”. Mi respuesta fue esta: “¡Me atrevo a decir que tú lo harías! Me atrevo a decir que tú lo harías”. “¿Y por qué,” dijo él, “yo más que usted?” Simplemente porque tú eres un hombre, y yo confío en que soy un hombre nuevo en Cristo Jesús. Para el hombre que es renovado por gracia, no hay doctrina que pueda hacerle amar el pecado.
Si un hombre por naturaleza es como un cerdo que se revuelca en el fango, conviértelo en una oveja, y no hay doctrina que puedas enseñar que pueda hacer que vaya y se revuelque en el fango otra vez. Su naturaleza ha cambiado, hay un cuervo transformado en paloma. Te daré la paloma y podrás enseñarle lo que quieras, pero esa paloma ya no comerá carroña. No puede soportarla, su naturaleza ha cambiado por completo. He aquí un león que ruge por su presa. Yo lo transformaré en cordero, y te desafío a que hagas que ese cordero, mediante cualquier doctrina, vaya y enrojezca sus labios con sangre. No puede hacerlo; su naturaleza ha cambiado.
Un amigo a bordo de un barco de vapor, cuando veníamos de Irlanda, preguntó a uno de los marineros: “¿Le gustaría una canción atrevida?”. “No”, respondió, “no me gustan esas cosas”. “¿Quiere bailar?” “No”, dijo, “tengo una religión que me permite decir palabrotas y emborracharme tantas veces como me plazca, y eso nunca, porque odio todas esas cosas con completo odio”.
Los hombres cristianos se mantienen alejados del pecado porque su naturaleza aborrece el pecado. No piensen que nos mantenemos alejados del pecado porque estamos aterrorizados con amenazas de condenación; no tenemos ningún temor, excepto el temor de ofender a nuestro amoroso Padre. Pero no queremos pecar; nuestra sed es de santidad y no de inmoralidad.
Pero si tienes un tipo de religión que siempre te mantiene restringido, de modo que dices: “Me gustaría ir al teatro esta noche si me atrevo”; si eso es lo que dices, puedes estar seguro de que tu religión no tiene mucho valor. Debes tener una religión que te haga odiar lo que una vez amaste, y amar lo que una vez odiaste; una religión que te saque de tu vieja vida y te introduzca en una vida nueva.
Ahora bien, si un hombre tiene una nueva naturaleza, ¿qué doctrina de elección puede hacer que esa nueva naturaleza actúe en contra de sus instintos? Enseña al hombre lo que quieras, ese hombre no se volverá de nuevo a la vanidad. La elección de Dios da una nueva naturaleza, así que, aunque la doctrina fuera peligrosa, la nueva naturaleza la mantendría bajo control.
Pero una vez más, tráiganme aquí al hombre, ¿podré llamarlo?, tráiganme a la bestia o demonio que diría: “Dios ha puesto Su amor sobre mí desde antes de todos los mundos; mi nombre está en el corazón de Jesús; Él me compró con Su sangre; mis pecados están todos perdonados; veré el rostro de Dios con gozo y aceptación, por lo tanto, odio a Dios, por lo tanto vivo en pecado”.
Traedme al monstruo, digo, y cuando lo hayáis traído, ni siquiera entonces admitiré que haya razón en esa vil mentira, esa maldita calumnia, que habéis vertido sobre esta doctrina, de que hace que los hombres vivan en el libertinaje. No hay verdad que pueda dar audacia tanto a un hombre para la piedad como el hecho de que fue elegido por Dios antes de que comenzara el tiempo.
Amado por Ti con un amor ilimitado que nunca se mueve, y que perdura hasta el fin ¡Oh Dios mío! deseo emplearme en Tu servicio.
“El amor, tan asombroso, tan divino,
exige mi vida, mi alma, mi todo,”
y gratitud a Dios, porque esta rica misericordia nos constriñe, nos obliga a caminar en el temor de Dios, y a amarle y servirle toda la vida.
Ahora, dos lecciones, y luego te despido.
La primera lección es ésta: hombres y mujeres cristianos, escogidos por Dios y ordenados para salvación, recuerden que ésta es una doctrina contra la cual se habla en todas partes. No la escondan, no la oculten, pues recuerden que Cristo ha dicho: “El que se avergüence de mis palabras, yo me avergonzaré de él”.
Pero tened cuidado de no deshonrarlo. Sed santos, como él es santo. Él os ha llamado, manteneos firmes en vuestra vocación, procurad que vuestra vocación y elección sean seguras. Vestíos como los elegidos de Dios, corazones de compasión, santidad y amor, y dejad que el mundo vea que los elegidos de Dios son hechos por gracia, los más selectos de los hombres, que viven más cerca de Cristo, y son más como Cristo, que cualquier otro pueblo sobre la faz de la tierra.
Y permíteme añadirte que, si el mundo se mofa de ti, puedes mirar a tu enemigo a la cara y no temblar jamás. Porque éste es un grado de nobleza, una patente de dignidad divina por la que nunca tendrás que ruborizarte y que te impedirá ser jamás un cobarde, o doblar la rodilla ante la pompa y la posición, cuando estén asociadas con la inmoralidad.
Esta doctrina nunca ha gustado, porque es un martillo contra los tiranos. Los hombres han elegido a sus propios elegidos, sus reyes, duques y condes, y la elección de Dios interfiere con ellos. Hay algunos que no doblarán la rodilla ante Baal, que se consideran la verdadera aristocracia de Dios, que no someterán sus conciencias al dictado de otro. Los hombres despotrican y se enfurecen porque esta doctrina fortalece a un buen hombre en sus lomos y no le permite doblar la rodilla o volverse atrás y ser un cobarde.
Aquellos soldados de hierro se hicieron poderosos porque no se consideraban hombres mezquinos. Se inclinaban ante Dios, pero no podían ni querían inclinarse ante los hombres. Estad, pues, firmes en esta vuestra libertad, y no os mováis de la esperanza de vuestra vocación.
Otra palabra de exhortación, es la segunda lección. Hay algunos de ustedes que están haciendo una excusa de la doctrina de la elección, una excusa, una disculpa para sus propios corazones incrédulos y malvados. Ahora recuerden que la doctrina de la elección no ejerce ninguna presión sobre ustedes. Si son malvados, lo son porque lo serán. Si rechazan al Salvador, lo hacen porque lo harán. La doctrina no te obliga a rechazarlo. Pueden hacer de ella una excusa, pero es una excusa vana, es una telaraña que se desgarrará en el último día. Te ruego que la hagas a un lado, y recuerdes que la verdad que tienes que hacer es ésta: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.”
Si crees, eres salvo. Si confías en Cristo, seas quien seas, o lo que seas en todo el mundo, eres un hombre salvo. No digas: “No creeré porque no sé si soy elegido”. No puedes saberlo hasta que hayas creído. Tu asunto es creer. “Todo aquel”, no hay ninguna limitación en ello, “todo aquel que creyere en Cristo, será salvo.” Tú, así como cualquier otro hombre. Si confías en Cristo, tus pecados serán perdonados, tus iniquidades borradas.
Oh, que el Espíritu Santo te infunda la nueva vida. Doblando la rodilla, os lo suplico, honrad al Hijo para que no se enoje. Recibid ahora Su misericordia, no endurezcáis vuestros corazones contra la bondadosa influencia de Su amor, sino rendíos a Él, y entonces descubriréis que os rendisteis porque Él os hizo rendiros, que vinisteis a Él porque Él os atrajo, y que Él os atrajo porque os había amado con amor eterno.
Que Dios mande su bendición por amor de Jesús. Amén.
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