SERMÓN #294 – UNA PREGUNTA DIRECTA – Charles Haddon Spurgeon

by Mar 14, 2023

“mas ¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”
2Crónicas 28:10

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Este fue un golpe certero. Cuando los hijos de Israel tuvieron pensamientos sanguinarios hacia sus hermanos de Judá, el profeta los disuadió muy seriamente. “¿Por qué tratáis con tanta severidad a vuestros hermanos que están en vuestro poder, simplemente porque han pecado? No los golpeéis con demasiada furia, porque, ¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”

Cuán notablemente pertinente es tal pregunta para las diferentes naciones, para las diferentes sectas, para las diferentes clases entre los hombres. Somos demasiado propensos a mirar los pecados de otras naciones y olvidar los nuestros. Situados como nos imaginamos en una preeminencia en medio de los pueblos de la tierra, estamos continuamente criticando los actos de otras tribus y naciones.

Miramos al otro lado del diluvio y vemos esa gran República, con la mancha negra de la esclavitud sobre su hermosa mano, y gritamos contra ella con todas nuestras fuerzas. Miramos al otro lado del canal y vemos una nación a la que continuamente acusamos de ser volátil y frívola. Miramos a otros pueblos de la tierra y vemos en ellos crímenes que condenamos con lengua de hierro.

Siempre será bueno para el orgullo de Gran Bretaña si se cuestiona a sí misma así: ¿No hay en ti, oh señora de los mares, no hay en ti un pecado contra el Señor nuestro Dios? ¿Somos inmaculados? ¿Es nuestra nación inmaculada? ¿No tenemos esclavos ni en casa ni en el extranjero, ni oprimidos ni oprimidas? ¿No hay nadie de quien pueda decirse que el jornal del obrero que se retiene clama contra él?

¿No tenemos borrachos entre nosotros? ¿No estamos de hecho entre los principales pecadores, porque como nación hemos recibido más luz de las Escrituras y más favor divino que cualquier otro pueblo de la raza humana?

Dios ha tratado tan bien con nosotros que nuestros crímenes asumen una forma monstruosa y un color vivo cuando son vistos a la luz de Su semblante.

Oh, Gran Bretaña, llora por tus hijos e hijas, y lamenta su iniquidad ante el Señor, no sea que como Capernaum se hundan en el infierno en medio del diluvio de privilegios desatendidos. En vez de levantar la mano para señalar las faltas de los demás, señala las tuyas. Contentémonos con barrer nuestras propias calles, limpiar nuestras propias ciudades y hacer puros nuestros propios arroyos. Que nuestra reforma comience en casa, porque no podemos esperar que nuestras protestas contra el pecado de otras naciones puedan ser poderosas, a menos que nos hayamos limpiado nosotros mismos.

Cuán aplicable es también esta pregunta a las diferentes sectas, especialmente entre los cristianos. Cuán propensos somos todos a sacar la paja del ojo ajeno. Cuán fervientemente exclama el disidente contra los pecados de la Iglesia de Inglaterra, y ciertamente no son ni pocos ni pequeños. Con cuánta ansiedad observa el hombre de la Iglesia de Inglaterra, que por casualidad tiene un sesgo poco caritativo, las contiendas y divisiones que existen entre los cuerpos disidentes, y en cuanto a todas las diferentes denominaciones, cuán continuamente estarán señalando rasgos no bíblicos en el orden de otras iglesias, y cuán constantemente olvidan sus propias debilidades.

Sostengo que todo hombre cristiano está obligado a dar su testimonio honesto de cada verdad en la que cree. No debemos rehuir declarar todo el consejo de Dios, porque podamos ser acusados de sectarismo. Cada gran hombre ha sido llamado sectario en su tiempo, y cada hombre verdadero que defiende todo lo que Dios enseña, necesariamente incurrirá en esa censura.

Pero que cada cristiano recuerde que nuestro asunto es tratar primero con nosotros mismos. Que cada denominación reconozca sus propias faltas y confiese sus propias iniquidades. No me avergüenzo de la denominación a la que pertenezco, surgida, como somos, directamente de los lomos de Cristo, sin haber pasado nunca por la turbia corriente del romanismo, y teniendo un origen aparte de toda disidencia o protestantismo, porque hemos existido antes que todas las demás sectas, pero soy igualmente claro en cuanto a nuestras innumerables faltas.

De hecho, los pecados y faltas de nuestra denominación bien pueden ir contra nosotros hasta el cielo, y retener el rocío de la gracia de Dios para que no prosperemos. Creo que sucede lo mismo con cualquier otra clase de cristianos, y quisiera que siempre que seamos propensos a reprender a nuestros semejantes con demasiada severidad, nos detuviéramos y nos hiciéramos esta pregunta: “¿No hay entre nosotros, aun entre nosotros, pecados contra Jehová nuestro Dios?”.

La misma pregunta puede reiterarse continuamente en los oídos de las diferentes clases en que se divide nuestra mancomunidad. Ustedes ven continuamente pegados en las paredes, “Sermones a las clases trabajadoras”. Las clases trabajadoras podrían devolver el cumplido empapelando las paredes con “Sermones a las Clases Ricas”, pues si hay alguien que necesita que le prediquen, son los ricos. Si hay algún hombre, o alguna clase de hombre, entre quienes el Evangelio tiene su baluarte, es justamente ese orden y clase de personas que pueden clasificarse justamente entre las clases trabajadoras.

No creo en la intensa necesidad de evangelización de las clases trabajadoras más que cualquier otra clase entre los hombres. Creo que toda predicación clasista es fundamentalmente errónea. Predicamos el Evangelio a toda criatura, y el ministro cristiano no sabe nada de ricos o pobres, de jóvenes o ancianos. El Evangelio debe predicarse todos los días a todo el mundo.

Sin duda, la intención es buena, pero creo que la forma que adopta está calculada para despertar prejuicios partidistas y despertar sentimientos de clase. Nos ponemos de pie, y decimos a todas las clases: “¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”. ¿Qué, si el pobre tiene su taberna y su casa de borracheras, qué son las fiestas de borracheras de los ricos? ¿Qué! ¿no hay borracheras encubiertas y ocultas bajo las sombras de la noche?

¿Y si los pobres tienen un lugar donde reunirse para el libertinaje? ¿No hay tal libertinaje entre la aristocracia? ¿No desechan a aquellos a quienes han corrompido, y ayudan a alimentar la corriente de la prostitución con los desechos de sus lujurias?

Ah, hermanos míos, no corresponde al ministro cristiano enfrentar a un rango de hombres contra otro. Somos igualmente culpables desde el más alto hasta el más bajo. Tenemos pecados que confesar y reconocer, y el profeta de Dios debe recorrer las calles de esta moderna Nínive, y debe exigir que tanto el rey como el plebeyo se arrepientan. Tenemos el mismo Evangelio para todos. “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. “¿No habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”.

Pero si la cuestión es pertinente a las naciones, a las sectas, a las clases, depende de ello, lo es igualmente a los individuos. Es la naturaleza de la verdad, como el cristal, que subdividirlo como usted puede, cada átomo minúsculo de ella asumirá la misma forma. Dividid la verdad de naciones en sectas, o de naciones en clases, y seguirá siendo verdad; subdivididla, desmenuzadla en átomos de individualidad, y a cada uno le será pertinente la misma pregunta. “¿No habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”.

Me propongo esta mañana, con la ayuda de Dios, predicar un sermón muy sencillo, fiel y honesto, rogando que llegue al corazón de algunos de ustedes. No encontrarán suavidad en mi discurso, sino todo lo contrario. Mi espada puede tener una empuñadura muy cruel, pero confío en que tendrá un filo muy agudo, y que cortará afiladamente, penetrando hasta partir las coyunturas y los tuétanos. En primer lugar, haré una pregunta directa, en segundo lugar, haré una investigación de sentido común, y antes de terminar, te daré un buen consejo.

I. Primero entonces, pongo una pregunta directa. Permítanme señalar a las personas y poner las preguntas a ellos.

Sin duda tengo aquí esta mañana, al moralista, al hombre que odia el nombre mismo de la embriaguez. En cuanto a la blasfemia, si viera el asiento del escarnecedor, pasaría de largo a la distancia más remota posible. Es un hombre cuyas manos están limpias de toda deshonestidad. En la medida en que se conoce a sí mismo, puede decir que es recto en sus negocios, que es amable con sus vecinos, que en todo se esfuerza por guardar la ley moral.

Mi amigo no tiene religión tal vez, pero aun así tiene la forma externa de la moralidad. Poned en cualquier parte entre el viento y su nobleza, a la ramera, y ¡oh, qué asco le da! Basta con que vea una noche al borracho revolcándose por las calles, y ningún lenguaje puede ser demasiado severo. En cuanto al ladrón, lo condena, y con razón. Pero una parte de su condena surge del hecho de que él se siente sin ninguna culpa o acusación en este asunto. Es inocente y, por tanto, cree que puede tirar la primera piedra.

Mi querido amigo, me alegra verte aquí esta mañana. Desearía que todos los hombres fueran tan morales como tú. Desearía que todos odiaran el pecado tanto como tú, pero aun así tengo una pregunta que hacerte, que tal vez no te guste, pues ustedes, buenas personas morales, son muy aficionadas a su propia justicia. Permitidme que os haga la siguiente pregunta: “¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”. ¿No recuerdas algún acto manifiesto de maldad? ¿te atreves a decirme que nunca, ni una sola vez has quebrantado un mandamiento de Dios?

Pues bien, dejémoslo así, pero ¿nunca has dicho una palabra ociosa, y nunca has leído que por toda palabra ociosa que el hombre pronuncie, el Señor lo traerá a juicio? ¿Ha estado siempre tu lengua tan limpia de toda cosa mala como lo exige la ley de Dios? ¿Qué? ¿Tienes el incomparable descaro de decir eso? ¿Piensas tan bien de ti mismo que declaras que nunca ha salido de tu boca nada que no sea bueno?

Ven entonces un poco más profundo, ¿qué tal tus pensamientos? Recuerda, el pensamiento del mal es pecado. ¿Nunca has tenido un mal pensamiento, nunca has deseado algo malo?

Oh, hombre, no voy a felicitarte así, toma los diez mandamientos, lee el capítulo veinte del Éxodo, y léelo en oración, y creo que te verás obligado a decir mientras lees cada mandamiento: “Señor, ten misericordia de mí, porque aunque pensaba que mi vida era buena, ahora descubro que conmigo, incluso conmigo, hay pecado contra Dios.”

No os condeno por reprochar al borracho o a la ramera, pero sí por esto: a menos que vosotros mismos estéis libres de culpa, no debéis levantar la primera piedra. Tú también vives en una casa de cristal, ¿por qué tiras piedras a los demás? Me gustaría que dirigieras tu atención hacia ti mismo. Cúrate a ti mismo, construye tu propio muro, labra tu propio campo y poda tus propias viñas. ¿Qué significa para ti que otros hombres sean peores que tú, te salvará eso? Mírate a ti mismo, te lo ruego, o de lo contrario tu moralidad no será sino la blanca sábana de tu alma muerta.

Los hombres pueden estar tan condenados en la moralidad como en la inmoralidad. La moralidad es suficientemente buena por lo que es, pero para la salvación de las almas no es suficiente. Debe haber una fe viva en un Salvador moribundo, debe estar el Espíritu de Dios morando en el alma, o de lo contrario nunca podrás subir al cielo. Oh, recuerda, un solo pecado hundirá tu alma más bajo que el más bajo infierno. Arrepiéntete, pues, oh moralista, y ya no reprendas a otros, sino repréndete a ti mismo.

Paso ahora a otro individuo, un personaje muy común, el acusador de los hermanos. Me temo que no tengo pocos aquí de esa clase. Sé que tengo algunos, pero temo que sean más de los que creo.

¿No conoces al hombre que, siempre que puede decir algo desagradable de un cristiano, lo hace; que, haga lo que haga un cristiano, lo convierte en algo malo; que está inclinado en todo momento a convertir lo que es bueno en malo, un hombre descrito por Spenser en su retrato de la Envidia en la “Faerie Queene”? Envidia, que siempre masticaba entre sus labios goteantes un sapo, pero “interiormente masticaba sus propias fauces”, comiéndose su propio corazón, escupiendo sobre lo bueno de todos, imaginando que toda criatura era tan asquerosa y tan repugnante como él mismo…

He visto al miserable sucio y sarnoso, abominable él mismo como el infierno, y atreviéndose a insinuar que todos los demás eran tan mentirosos, viles y sucios como él. Esto es cuando el mal ha llegado a su estado adulto.

Tales personas se convierten entonces en las criaturas más repugnantes de toda la sociedad, y las más despreciables. ¿Quién hay que respete al miserable que no tiene respeto por los demás, cuya única vida es hacer pedazos las personalidades de otros hombres, y cuya muerte estaría segura de seguir al reino universal de la verdad y la bondad?

He visto, sin embargo, esta enfermedad antes de que haya estallado y asumido su forma más baja. He visto hombres, y también mujeres, permítanme insistir en esta segunda palabra, porque a veces es necesario insistir en ella, aunque no quiero ser demasiado severo, hombres y mujeres que parecen tener una propensión más bien a observar lo que es malo en otro que lo que es bueno.

Ahora, pondré esta pregunta directa. Amigo mío, está muy bien que tengas esos ojos tan agudos, y que uses esas lupas para otras personas, “mas ¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?” ¿Qué hay de tu propia vida? Te diré algo al respecto. Lo que pienses de otras personas es cierto de ti mismo; esa es una regla invariable. Siempre medimos el maíz de otras personas con nuestra propia fanega, y si piensas que el maíz de otras personas es muy arenoso, la suciedad estaba originalmente en el tuyo. Ten por seguro que tu juicio de los demás será el juicio de Dios sobre ti, pues con la medida que midas, serás medido tú.

Ahora, ¿de qué te ha servido encontrar defectos en los demás? Te diré todo el bien que has obtenido. A menudo has sido criticado por otros, has sido odiado, has desconfiado de ti, has perdido muchos amores que podrías haber recibido, te has separado de asociaciones amables, y si continúas en tu curso actual, serás como el lúgubre iceberg que flota en el mar, siempre temido y evitado, enfriando la atmósfera en millas a la redonda, y amenazando con la destrucción al marinero incauto que por casualidad entra en su vecindad.

Es más, si tus calumnias han sido dirigidas contra un siervo de Dios, has atraído sobre tu cabeza la más terrible condenación que jamás pueda caer sobre el hombre. “El que toca a mi pueblo, toca a la niña de mis ojos”, dice Dios. Has metido tu dedo en el ojo de Dios, y ¿cuál será la condenación que recibirás? Tiembla, pecador, no hay nada que provoque la ira de un hombre en su rostro como encontrar faltas en sus hijos. Soportará muchos insultos, pero si tocan una vez a sus hijos, su espíritu hierve de indignación.

Tocad así a los hijos de Dios, halladles falta, y de cierto, de cierto os digo, que mejor os fuera que se os atase al cuello una piedra de molino, y que se os arrojase a las profundidades del mar. “¿No habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”. Me temo que nadie se llevará a casa este segundo pasaje, y el que se lo aplique a sí mismo se enfadará mucho. Mi querido amigo, discúlpame por decir que es un asunto que no lamentaré en absoluto, pues si te enojas contigo mismo, puedes enojarte tanto como quieras conmigo.

Y ahora la tercera clase. Tengo aquí al hombre que dice: “Bueno, no he sido tocado en ninguna de esas cosas. Espero ser algo más que moral. También soy religioso. Nunca me ven ausente de mi lugar de culto. Soy tan puntual como un cronómetro siempre que las puertas están abiertas. A mi moralidad añado lo que es aún mejor: asisto a las ceremonias, no hay ninguna que no haya observado.

Me he esforzado todo lo que he podido por cumplir cada precepto del ritual cristiano. Me indignan los hombres que quebrantan el día de reposo, me enfurecen los que no tienen reverente consideración por la casa de Dios”.

Mi querido amigo, no te condeno por esos sentimientos, pero permíteme que te haga una pregunta, “¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?” El predicador está aquí esta mañana para hacer una confesión personal. No es infrecuente que al condenar a otros se condene a sí mismo, y aunque eso es algo doloroso para él como hombre, es siempre una señal esperanzadora para él como ministro, porque ciertamente lo que obliga a la contrición y al arrepentimiento en su pastor, puede posiblemente ser provechoso para ustedes, para llevarlos también al arrepentimiento. Hay, sin embargo, algunas personas aparentemente religiosas que, cuando se les hace esta pregunta, se imaginan que ciertamente no tienen pecado alguno.

Ah, mis queridos oyentes, “Si decís que no tenéis pecado, os engañáis a vosotros mismos, y la verdad no está en vosotros”. Pero si respondéis a esta pregunta con tristeza, diciendo: “Ay, ay, no soy lo que quisiera ser, ruego a Dios que me santifique por completo, espíritu, alma y cuerpo”, entonces creo que hay una señal de vida interior.

Pero si, por el contrario, respondes: “No, no tengo pecado, soy perfecto, estoy completo por mi justicia ceremonial,” ah, mi querido oyente, no sabes de qué espíritu eres. Aunque hayas asistido a la forma externa, ¿qué es eso a menos que hayas recibido la gracia espiritual? Aunque hayas sido constante en el lugar de adoración, permíteme preguntarte, ¿qué es eso a menos que hayas traído tu corazón contigo? ¿has escuchado siempre como desearías escuchar aunque el sermón fuera el último? ¿has orado siempre como desearías orar si supieras que al levantarte de tus rodillas tendrías que yacer en tu tumba?

Oh no, hermanos míos, somos demasiado fríos, demasiado tibios, demasiado fríos en nuestros afectos, debemos lamentarnos ante Dios de que con nosotros, incluso con nosotros, hay pecados contra el Señor nuestro Dios.

Pero, de nuevo, tengo que hablar a un personaje de un tipo muy común. Hay aquí un hombre que dice: “Bien, señor, yo no hago profesión de religión; no se me ocurra hacer tal cosa. Odio la hipocresía de todas las cosas del mundo. Es cierto, señor, que cometo muchas faltas, y a menudo soy muy flojo, pero entonces usted sabe que todos me conocen, pueden ver mi carácter de inmediato. Nunca engaño a nadie. No sería un cantamañanas si subiera a un lugar de culto y luego siguiera como hacen algunas personas, no tomaría el sacramento un día y al día siguiente estaría moliendo a los pobres. No, señor, soy lo más honesto posible, y no tengo duda de que cuando esté ante Dios Todopoderoso lo pasaré tan bien como algunos de esos cristianos profesos.”

Bueno, amigo mío, me gusta la honestidad, hay algo que a un inglés siempre le gusta en un discurso honesto, pero sabes que me inclino a pensar que hay un poco de hipocresía en ti. Creo que no es usted tan sincero como parece, porque si le hiciera algunas preguntas directas y muy agudas, no me sorprendería que se enfadara mucho.

¿No has oído hablar del monje que dijo lo miserable pecador que era y alguien le contestó: “Ay, eso eres, no hay duda”. Entonces el monje se enfureció y preguntó apasionadamente: “¿Qué sabes tú contra mí? No seré insultado por ti”. Y probablemente, si yo le tomara la palabra y le dijera: “Sí, eso es cierto, usted es tan mal tipo como puede serlo”, usted diría: “No seré insultado ni siquiera por un ministro, siga con usted, señor, ¿qué sabe usted de mí?”. Tu honestidad no es más que una máscara. Tu conciencia está intranquila, y esto es una palmadita en la espalda para ella, una especie de canción de cuna para que se duerma.

Pero supongamos que eres honesto, permíteme preguntarte de qué puede presumir tu honestidad. Un hombre se presenta ante el tribunal en el banquillo de los acusados y dice: “Señor alcalde, soy un hombre tan honesto como se puede ser, no soy hipócrita, no me declaro inocente, porque tengo la costumbre de robar y cometer hurtos, delitos graves, robos en carreteras y robos con allanamiento de morada”. ¿No es un hombre honesto? Sí, con esta pequeña excepción, que por su propia confesión es un granuja.

Lo mismo sucede con usted, señor, usted dice que es honesto, y sin embargo, según su propia confesión, esa misma honestidad que usted alega no es sino una confesión de su propia abominable maldad. Y usted imagina que cuando esté delante de Dios, si le dice: “Señor, nunca profesé amarte, nunca pretendí servirte,” Dios aceptará su insolencia como honestidad; que considerará su presunción como sinceridad. Vamos, señor, usted no puede querer decir lo que dice, debe haberse engañado a sí mismo terriblemente si es así. Su honestidad está en declararse esclavo de Satanás. Su descaro consiste en declarar que está empapado de pecado hasta la garganta, ¿es esto una apología de su pecado? Oh, hombre, sé más sabio.

Pero ahora te hago esta pregunta. Dices que no eres hipócrita, y que odias la hipocresía. Entonces te pregunto: “¿no habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”. ¿Y si no eres hipócrita, y sin embargo eres profano, y maldices a Dios en su cara; y si no eres engañador, y sin embargo no eres borracho y compañero de adúlteros?

Ah, señor, hay pecados en su corazón, y además repugnantes, su endurecido reconocimiento de que es un pecador no tiene ningún valor, esa honestidad de borracho jactancioso de la que habla no tiene ningún valor. Deshazte, te lo suplico, de cualquier esperanza o confianza que puedas depositar en ella.

Y ahora, si he omitido a alguna clase, si hay alguien en cuyo corazón no haya penetrado la pregunta, permítanme que vaya personalmente. No puedo hacerlo literalmente, pero dejad que este dedo os alcance a todos, y que este ojo mire a cada rostro. “¿No habéis pecado vosotros contra Jehová vuestro Dios?”. No respondas por otros, sino por ti mismo, oyente mío, da una respuesta desde la profundidad de tu propia conciencia, y sentado en este auditorio, recuerda tu propio pecado, y haz la confesión silenciosa del pecado ante Dios. Y que Él cumpla esa promesa: “El que confiesa su pecado y lo abandona, hallará misericordia”.

II. Ahora paso al segundo punto, una pregunta de sentido común.

Dicen que el sentido común vale más que todos los demás sentidos juntos, y creo que si los hombres pudieran usar el sentido común correctamente, podría ser algo bueno para ellos en asuntos de religión. Ya sabes lo que dice Young: “Todos los hombres piensan que todos los hombres son mortales menos ellos mismos”. Creemos que todos los hombres morirán, pero de un modo u otro, pensamos que viviremos. La pregunta que voy a formular me recuerda esa frase. Es ésta: “¿Quién eres tú que piensas que escaparás del castigo del pecado?”.

Cuando se te hizo la primera pregunta y te viste obligado a confesar que tenías alguna culpa, ¿quién eres tú para que Dios te deje libre y no te castigue? ¿quién eres tú para que quedes libre de los pecados que has cometido? Todos los hombres piensan que todos los hombres son culpables menos ellos mismos. Piensan que todos los hombres merecen ser castigados, pero cada hombre tiene una excusa tan buena de su propia iniquidad, que piensa que seguramente, en el último día, puede esperar arrastrarse sin la maldición.

Ahora planteo esta pregunta de sentido común: ¿qué hay en ti para que tus pecados no sean castigados igual que los de cualquier otro hombre? ¿Quién te ha dado una exención? ¿Qué hay en ti para que camines por esta tierra y creas que tus pecados no son nada en absoluto, y que los pecados de otra persona son tan tremendos? ¿Qué buen caballero eres que crees que tu pedigrí es tan distinguido que, porque la sangre de condes, duques, condes, príncipes y reyes pueda manchar tus venas, quedarás limpio?

Por supuesto que los pecados de las clases bajas son terribles, oh, tan terribles, pero ¿qué hay en los suyos, mi señor, que los suyos sean tan triviales? Sin duda, si el pobre ha de ser castigado, la ley de igualdad que se aplica a todos, y que el cielo cumplirá, no le eximirá a usted. Permítame recordarle que, lejos de eximirlo, tal vez le imponga una pena doble, porque su pecado ha llevado a otros al pecado, y la prominencia de su posición ha sido el medio de propagar la pestilencia del crimen entre otros.

Yo os digo, señor, por grande que seáis, ¿qué puede haber en ese cuadro de honor que recibís entre los hombres, que pueda conmover en el menor grado al Señor vuestro Dios? Cómo olfatea Él esta sangre principesca, Él sabe que todos ustedes fueron hechos de tierra como lo fue Adán, y que todos ustedes brotaron de aquel jardinero, aquel jardinero deshonesto, que de antaño perdió su situación, porque robaba la fruta de su Amo. ¡Un bonito pedigrí si lo rastreas hasta su raíz! Oh, señor, no hay nada en ello. Le ruego que recuerde que sus pecados deben ser castigados tanto como los del vagabundo, el indigente o el criminal.

Pero dejad paso a aquel caballero, se imagina que no ha de ser castigado por su respetabilidad. Ha sido un comerciante tan honrado, ¿no ha estado en la esquina de la calle desde mil ochocientos dos? ¿quién ha oído decir que fracasó y pasó por el juzgado? ¿No es respetado por todos?

Bueno, señor, ¿y qué cree que tiene que ver su respetabilidad? Usted ha pecado, señor, y será castigado como cualquier otro. Toda iniquidad tendrá su justa recompensa. Será en vano que alegues tu mísera respetabilidad cuando comparezcas ante el trono de Dios. Puedes llevar todas las estrellas y todas las ligas con las que el hombre haya sido engañado alguna vez, puedes presentarte ante Dios y pensar que puedes llevar todas las coronas, o todas las relucientes marcas de respetabilidad con las que el hombre haya soñado alguna vez, pero eso no es nada. El fuego probará la obra de cada hombre, de la clase que sea, y si tus obras son halladas malas, esas obras deben ser castigadas, a menos que felizmente hayas encontrado un sustituto por medio del cual tu pecado pueda ser quitado.

Qué excusas ponen los hombres en la tierra. Ojalá pusieran siempre sus excusas creyéndose de pie ante el tribunal. Mi muy honesto amigo, allá, que dijo que se emborrachó, y no le importó decir que no era un fariseo y un hipócrita.

¡Ah! amigo mío, no será probable que digas eso cuando el mundo esté en llamas, cuando los pilares de la tierra se tambaleen y las estrellas caigan como higos intempestivos, entonces encontrarás esa excusa marchita como un pergamino. ¿No temerás presentarte ante Dios, tú, mero moralista, y decirle que has guardado Su ley? Tú, incluso ahora, sabes que no lo has hecho, pero lo sabrás mejor entonces, cuando tu conciencia haya sido vivificada.

Y tú, formalista, puedes condenar a otros porque asistes a toda ceremonia externa, pero el día del juicio te hará sentir que las ceremonias son menos que nada, y te verás obligado entonces a clamar: “Escóndanme las rocas, caigan sobre mí los montes, para ocultarme de la faz de aquel Cordero a quien desprecié mientras confiaba en la forma externa y en la ceremonia vacía”.

Oh, oyente mío, quienquiera que seas, si no has nacido de nuevo, si tu fe no está fijada únicamente en Cristo, no tienes excusa alguna para tu pecado. No sólo eres culpable, seas quien seas, sino que eres tan culpable que ciertamente serás castigado por tus transgresiones. Dios no te dará ninguna exención.

Ah, señor acusador, tú presentas pruebas reales en la tierra, y así esperas escapar del tribunal de los hombres, pero no hay pruebas reales en el tribunal de Dios. Puedes acusar a la iglesia entonces, pero serás condenado más rápidamente. Podéis injuriar a vuestros semejantes en el último gran día, pero vuestras palabras injuriosas no serán sino un testimonio contra vosotros.

Oh, mi querido oyente, si no estás en Cristo, desearía poder predicarte de tal manera que comenzaras a temblar. Si Cristo no está en ti, tu estado es tal que nada sino la misericordia del Señor te mantiene fuera del infierno ni un solo momento. La ira de Dios ha salido contra ti, ya estás condenado porque no has creído en Cristo. Quiero, si puedo, tensar este arco, no en una aventura, sino de tal manera que la flecha vaya directamente al corazón.

“Arrepentíos y convertíos cada uno de vosotros en el nombre del Señor Jesucristo”. Tenéis pecados, arrepentíos de ellos, os lo suplico, lamentaos ante Dios. Que Su Espíritu les dé una mente para el arrepentimiento, y los haga humildes a causa del pecado, y entonces recuerden que hay misericordia para el contrito, hay perdón para el penitente. Pero para el hombre que abraza su pecado, o busca encubrirlo, no hay perdón ni misericordia, sino que la ira de Dios permanece sobre él, y la espada de la justicia divina pronto se clavará en su corazón.

III. Vengo ahora, en conclusión, a dar un pequeño consejo, será triple.

Mi primer consejo es que deje en paz a los demás en lo que respecta a encontrar faltas. Mi querido señor, si te has estado ocupando de las faltas de los demás, ten la bondad de dejar esa ocupación. Conozco una mosca repugnante que sólo puede vivir con la comida más asquerosa. No voy a compararte con ella, pero si alguna vez quieres un parecido, así estás tú para la vida.

Me recuerdas, cuando te oigo hablar en contra de los demás, a esas pobres criaturas vestidas con harapos y una bolsa a la espalda, las que van por las calles recogiendo cada hueso rancio y cada pedazo de despojo que pueden encontrar, con esta excepción, que su vocación es honorable y posiblemente vivan de ella, pero la tuya es deshonrosa, no te sirve ni a ti ni a nadie.

Tal vez nunca hubo una época en que el carácter de los hombres estuviera menos a salvo que ahora. El mejor hombre que respira bajo el sol puede vivir para encontrar a algún infeliz pútrido que se levante para acusarlo de crímenes que nunca soñó. Os ruego a todos que, si oís algo contra algún hombre, no lo creáis hasta que lo veáis. Los mentirosos hoy en día abundan como avispas en verano. ¡Detén esas manos negras, traductor diabólico!

Oh calumniador, termina con tu sucio trabajo, no rastrilles más en la perrera, no sea que seas enviado a rastrillar en la ardiente perrera del infierno, allí para encontrar las faltas de otros que como serpientes serán puestas para morder tu propio pecho y chupar la sangre de tu alma por toda la eternidad. Ten cuidado, calumniador, porque hay brasas de enebro y hierros ardientes esperando a la lengua falsa que se levanta contra Dios y Su pueblo.

Después de este primer consejo, permítanme darles otro. Trataos a vosotros mismos, mis queridos amigos, como estáis acostumbrados a tratar a los demás. Cogemos el carácter de otro hombre y lo atamos a las alabardas, y sacamos nuestro gran látigo y empezamos a azotarlo con toda nuestra fuerza, y después de los azotes lavamos a la pobre criatura con una especie de salobre pretensión de excusar sus pecados. Después de eso, lo arrojamos de nuevo sobre el lecho de púas por nuestra propia suposición de que es mucho peor de lo que lo hemos hecho parecer.

Ah, sírvete así. Átate al hombre de las alabardas, y dale con el látigo, no le perdones. Cuando te hayas atado, golpea fuerte, señor, es un gran bribón al que estás azotando. No importa que su carne se arrastre, se lo merece todo. No importa que los huesos blancos se desprendan de la espalda roja y sangrante, colócalo. Ahora, entonces, ¡un golpe fuerte! mátalo si puedes, cuanto antes esté muerto, mejor, porque cuando esté muerto en cuanto a una idea de justicia en sí mismo, entonces comenzará a llevar una nueva vida y a ser una nueva criatura en Cristo Jesús.

No tengas miedo de azotarlo, pero cuando el gato de nueve colas esté cargado con coágulos de sangre, frotando el agua salada en la espalda, haciendo que estremezca, dile que sus pecados merecen la ira del infierno. Hazle sentir que es algo horrible caer en las manos de nuestro Dios, pues Él es un fuego consumidor. Luego arrójalo sobre el lecho de púas, y haz que duerma allí si puede. Hazle rodar sobre las espigas y dile que, por malo que sea, es peor por naturaleza que por práctica. Hazle sentir que la lepra está muy dentro de él. No le des descanso. Tratadle tan cruelmente como podríais tratar a otro. Sería sólo su merecido.

¿Pero a quién te digo que trates así? A ti mismo, oyente mío, a ti mismo. Sé tan severo como puedas, pero que el culpable seas tú mismo. Ponte la peluca y siéntate en el tribunal. Lee el encargo del rey. Existe tal comisión para que seas un juez. Dice: Júzgate a ti mismo, aunque dice que no juzgues a otros.

Póngase, le digo, su toga, siéntese ahí, señor presidente del Tribunal Supremo de la Isla de Man, y traiga al culpable. Póngalo en el estrado. Acúsalo, alega en su contra, condénalo. Di: “Llévatelo, carcelero”. Busca el castigo más duro que puedas encontrar en el libro de leyes, y cree que se lo merece. Sé todo lo severo que puedas contigo mismo, hasta ponerte la gorra negra y leer la sentencia de muerte.

Cuando hayas hecho esto, estarás en un camino esperanzador para la vida, pues al que se condena a sí mismo, Dios lo absuelve. El que se condena a sí mismo puede mirar a Cristo colgado en la cruz, y verse a sí mismo colgado allí, y ver sus pecados eliminados para siempre por el sacrificio de Jesús en el madero.

El tercer consejo, con el que estoy a punto de concluir, es el siguiente, Mi querido oyente, entre ustedes hay pecados, y Dios debe castigarlos en justicia tanto a ustedes como a los demás. Les ruego que miren por los intereses eternos de sus propias almas. Tengo un arduo trabajo para defender este último punto. Que Dios el Espíritu Santo lo tome en sus manos, y será hecho a propósito, pero si Él no lo hace, todo lo que yo pueda decir caerá con embotamiento sin vida sobre sus oídos. Es lo mismo predicar a los muertos en la tumba que al pecador que no ha despertado; pero, sin embargo, se me ha ordenado predicar a los muertos, y, por tanto, predico a los muertos esta mañana.

Mi querido oyente, mira por la salvación de tu propia alma. Estos son tiempos felices. Estamos viviendo justo ahora en un período en el que la gracia de Dios se está manifestando de una manera singular. Hay más oración en Londres ahora de lo que ha habido en los últimos diez años, y creo que más derramamiento del Espíritu Santo de lo que algunos de nosotros hemos conocido jamás.

Oh! te lo suplico, busca bien este auspicioso vendaval. Ahora que sopla el viento, izad vuestras velas, cuando la marea suba a tope, botad vuestra barca, y ¡oh, que Dios Espíritu os lleve hacia la vida y la felicidad!

Pero te ruego que tu primer objetivo en la vida sea tu propia salvación. ¿Qué es tu tienda comparada con tu alma? Es más, ¿qué es tu cuerpo, tus ojos, tus sentidos, tu razón, comparados con tu alma inmortal? Que esta palabra resuene en tus oídos: ¡Eternidad! ¡Eternidad! ¡Eternidad! Y oh, te lo suplico, mira bien por ti mismo, no sea que la eternidad se convierta para ti en un mar sin orilla, donde olas ardientes zarandeen para siempre tu desdichada alma. ¡Eternidad! ¡Eternidad!

¿Y debo escalar tus escarpadas cumbres y no encontrar nunca una cima? ¿Debo surcar tus aguas sin sendero y nunca encontrar un refugio? Así es.

Entonces concédeme, Dios, que pueda escalar en la eternidad el monte de la dicha, y no la colina de la desdicha, y que pueda navegar por el mar de la felicidad y la alegría, y no por el lago que arde con fuego y azufre. Mírate a ti mismo, señor.

Este es un día de buenas nuevas para muchos, ¡que sea un día de buenas nuevas para ti! Os lo ruego, dejad de pensar en los hombres en general, en el mundo y en las naciones, ¿qué tenéis que ver con la política? Que vuestra política sea la política de vuestra propia alma. Atiende a esas otras cosas, dentro de un tiempo, pero ahora haz el favor de pensar en ti. Empieza por casa. Me temo que hay más personas que se pierden por esto que por cualquier otra causa, junto con la dilación, pensar en los demás y olvidarse de uno mismo. Desearía poder ponerlos hoy, en algunos aspectos, como aquellos que están en la capilla de la penitenciaría, donde cada hombre ve al ministro durante el servicio, pero ningún hombre ve a otro.

Mi querido oyente, recuerda que lo que he dicho es para ti, no para otras personas. Llévatelo a casa, y hoy, te lo suplico, ve a tu aposento, y que Dios te obligue por Su gracia a hacer una confesión de tus propios pecados. Busca un Salvador para ti, y ¡oh, que lo encuentres para ti! y luego comienza a buscarlo para los demás.

Si fuera un día de hambre, ¿te conformarías con oírme decir: “Hay pan en abundancia almacenado en la Torre; hay una gran cantidad de alimentos allí”? No, dirías: “Déjame ir a buscar un poco de ese pan para mí”. Irías a casa, y los gritos de tu mujer y de tus hijos te obligarían a despertarte. Dirías: “He oído que hay pan; debo conseguirlo, pues no soporto ver a mi mujer y a mis hijos pasar hambre”.

Oh pecador, escucha el grito de tu pobre alma hambrienta, escucha, te lo suplico, el grito de tu pobre cuerpo. Tu cuerpo no desea ser arrojado al fuego, y tu alma se encoge ante la idea del tormento eterno. Escucha, pues, a tu propia carne y a tu propia sangre cuando gime. Deja que hable tu propia naturaleza, la voz de la naturaleza que teme el dolor, el tormento y la ira venidera, cuando hable, escúchala, y ven, ven, te lo ruego, al arrepentimiento y a la fe.

“Venid, almas culpables, y corred a Cristo,

y cura vuestras heridas;

este es el glorioso día del Evangelio,

en el que abunda la gracia gratuita”.

Que Dios Espíritu Santo te atraiga, o te impulse, como a Él le plazca, para que seas traído a la vida, a la paz, a la felicidad, y a la salvación, por medio de la sangre preciosa.

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