SERMÓN #286 – EL MEMORIAL DE UNA MUJER – Charles Haddon Spurgeon

by Mar 12, 2023

“De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella”
Mateo 26:13

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Los evangelistas son, por supuesto, los historiadores de la época de Cristo, pero ¡qué historiadores tan extraños son! Omiten justo lo que los mundanos escribirían, y registran justo lo que los mundanos habrían pasado por alto. ¿A qué historiador se le habría ocurrido registrar la historia de la viuda y sus dos ácaros? ¿Acaso un Hume o un Smollet habrían dedicado media página a semejante incidente? ¿O crees que incluso un Macaulay podría haber encontrado en su pluma la forma de escribir la historia de una mujer excéntrica que rompió una caja de alabastro con un precioso ungüento sobre la cabeza de Jesús? Pero así es.

Jesús valora las cosas, no por su brillo y resplandor, sino por su valor intrínseco. Ordena a sus historiadores que guarden, no las cosas que deslumbrarán a los hombres, sino las que los instruirán y enseñarán en su Espíritu. Cristo valora un asunto, no por su exterior, sino por el motivo que lo dictó, por el amor que brilla en él.

¡Oh singulares historiadores! habéis pasado por alto mucho de lo que hizo Herodes, nos contáis poco de las glorias de su templo, nos habláis poco de Pilato, y ese poco no le honra, tratáis con negligencia las batallas que están pasando sobre la faz de la tierra, la grandeza de César no os atrae de vuestra sencilla historia. Pero continúas contando estas pequeñas cosas, y eres sabio al hacerlo, pues verdaderamente estas pequeñas cosas, cuando se ponen en la balanza de la sabiduría, pesan más que esas monstruosas burbujas de las que el mundo se deleita en leer.

Y ahora mi oración es que esta mañana estemos imbuidos del mismo espíritu que animó a la mujer cuando rompió su vaso de alabastro sobre la cabeza de Cristo. Debe haber algo maravilloso en esta historia, pues de lo contrario Cristo no la habría vinculado con Su Evangelio, y así lo ha hecho.

Mientras viva este Evangelio se contará esta historia de la mujer, y cuando esta historia de la mujer deje de existir, entonces el Evangelio deberá dejar de existir también, pues son coeternos.

Mientras se predique este Evangelio, y dondequiera que se proclame, la historia de esta mujer irá con él. La predicción de nuestro Señor continúa verificándose, mientras que el recuerdo de esta mujer llena la iglesia con su fragancia. Debe haber algo, por lo tanto, notable en ella, detengámonos, y miremos, y aprendamos, y que Dios nos dé gracia para imitar.

En primer lugar, quiero que observéis atentamente a la mujer; en segundo lugar, os invito a que miréis el rostro de su amado Señor y escuchéis lo que Él dice de ella, y luego concluiré con una ferviente sugerencia de que cada uno de nosotros se mire a sí mismo, pues ciertamente esto está destinado a nuestro provecho y no es de interpretación privada.

I.  Primero, amigos míos, observemos a la propia mujer.

Hay mucha controversia entre los comentaristas en cuanto a quién era. Algunos confunden a esta mujer con aquella otra mujer pecadora que vino detrás de Cristo y le lavó los pies con lágrimas y los enjugó con los cabellos de su cabeza. También hay algunos que piensan que la mujer de Mateo es la misma de la que acabo de leer en el Evangelio de Juan, mientras que otros dicen: “No es así, porque aquel incidente ocurrió en casa de Lázaro, donde Lázaro estaba sentado a la mesa y Marta servía, mientras que éste, en cambio, se afirma que tuvo lugar en casa de Simón el leproso que estaba en Betania”.

Recordarás también que esta narración de Mateo ocurrió dos días antes de la Pascua (véase el segundo versículo de este capítulo veintiséis), mientras que la transacción registrada por el evangelista Juan, se dice que tuvo lugar seis días antes de la Pascua.

Será un estudio interesante para ustedes algún día del Señor por la tarde, si están en casa, sentarse y descubrir a estas diferentes mujeres, y ver hasta qué punto son todas iguales, o en qué hay una diferencia. No tengo tiempo para dedicar a este tema esta mañana, y si lo tuviera no lo usaría, pues les hará bien escudriñar las Escrituras y descubrirlo por ustedes mismos. Sin embargo, dejaré sin determinar si se trataba o no de María, la hermana de Marta. No nos equivocaremos al hablar de ella como de cierta mujer.

Cristo estaba sentado, o reclinado, a la mesa de Simón el leproso. Un pensamiento repentino asalta a esta mujer. Va a su casa, coge su dinero y lo gasta en un ungüento de alabastro, o tal vez lo tenía guardado, ya almacenado. Lo trae y se apresura a entrar en la casa. Sin pedir permiso a nadie, ni comunicar su intención, rompe el vaso de alabastro, que era de gran valor, y brota un chorro del ungüento más precioso, con una fragancia muy refrescante. Lo derramó sobre su cabeza.

Tan abundante fue la efusión que llegó hasta sus pies, y toda la casa se llenó del olor del ungüento. Los discípulos murmuraron, pero el Salvador lo elogió. Ahora bien, ¿qué hubo en la acción de esta mujer digna de encomio, y de tan alto encomio también que su memoria debe ser preservada y transmitida con el Evangelio mismo a través de todas las edades?

Creo, en primer lugar, que este acto fue hecho por el impulso de un corazón amoroso, y esto fue lo que lo hizo tan notable. Ah, hermanos míos, después de todo, el corazón es mejor que la cabeza, y el corazón renovado es infinitamente superior a la cabeza, porque de una manera u otra, aunque sin duda la gracia renovará el entendimiento, sin embargo, toma más tiempo santificar el entendimiento que los afectos, o al menos, el corazón es el primer afectado, es el que es tocado primero, y siendo más rápido en sus movimientos que la cabeza, generalmente no está contaminado por la atmósfera que lo rodea, y percibe más claramente lo que es correcto.

En nuestros días caemos en el hábito de calcular si una cosa es nuestro deber o no, pero ¿nunca hemos tenido un impulso del corazón más impresionante y más expresivo que la mera aritmética de las obligaciones morales? Si nuestro corazón nos dice: “Levántate, ve a visitar a tal o cual enfermo”, nos detenemos y decimos: “¿Es mi deber? Si no voy yo, ¿no irá otro? ¿Es el servicio absolutamente necesario?”.

O tu corazón te ha dicho tal vez, alguna vez: “Dedica de tu sustancia en gran parte a la causa de Cristo”. Si obedeciéramos al corazón lo haríamos de inmediato, pero en lugar de eso, nos detenemos y sacudimos la cabeza, y comenzamos a calcular la cuestión de si es precisamente nuestro deber.

Esta mujer no hizo tal cosa. No era su deber, hablo en términos generales, no era su deber positivo tomar la caja de alabastro y romperla sobre la cabeza de Cristo. No lo hizo por un sentido de obediencia, sino por un motivo más elevado. Hubo un impulso en su corazón, que brotó como un torrente puro que desbordó toda objeción y cuestionamiento: “Deber o no deber, ve y hazlo”; y ella toma las cosas más preciosas que puede encontrar, y por simple amor, guiada por su corazón renovado, va de inmediato y rompe el vaso de alabastro, y vierte el ungüento sobre Su cabeza.

Si se hubiera quedado un minuto pensándolo, no lo habría hecho en absoluto; si hubiera reflexionado, calculado y razonado, nunca lo habría logrado, pero era el corazón actuando, el invencible corazón, la fuerza de un impulso espontáneo, si no de una inspiración, mientras que a la cabeza, con sus diversos órganos, no se le ha dado tiempo para celebrar un consejo. Fue el dictado del corazón plena y enteramente llevado a cabo.

Ahora, en estos tiempos, nos encorsetamos tanto que no damos a nuestro corazón espacio para actuar, sólo calculamos si debemos hacerlo, si es precisamente nuestro deber. ¡Oh! ¡ojalá nuestros corazones crecieran más! Dejemos que nuestras cabezas sean como son, o dejemos que sean mejoradas, pero dejemos que el corazón tenga pleno juego, y ¡cuánto más se haría por Cristo de lo que se ha hecho hasta ahora! Pero quiero que observen que esta mujer, actuando desde su corazón, no actuó como una cuestión de forma.

Ustedes y yo generalmente miramos si lo que nuestro nuevo corazón nos dice que hagamos, se ha hecho antes, y entonces si, como Marta, amamos a Cristo, todavía pensamos que será el modo apropiado de mostrar nuestro amor, prepararle una cena, e ir y pararnos y esperar en la mesa. Buscamos un precedente. Recordamos que el fariseo le dio a Cristo una cena, recordamos cuántos otros de los discípulos le han dado una cena, y entonces pensamos que ésa es la manera ortodoxa apropiada, e iremos y haremos lo mismo.

“El señor Fulano dio diez guineas, yo daré diez guineas. La señora Fulana enseña en la escuela dominical, yo enseñaré en la escuela dominical. El Sr. Esto o Aquello tiene la costumbre de orar con sus sirvientes, yo haré lo mismo”. Verán, buscamos si alguien más nos ha dado el ejemplo, y entonces adquirimos el hábito de hacer todas estas cosas como una cuestión de forma.

Pero María nunca pensó en eso, nunca preguntó si había alguien más que hubiera roto una caja de alabastro de ungüento en esa cabeza sagrada. No, ella sigue su camino, su corazón le dice: “Hazlo”, y lo hace sola, rompe la caja y sale el precioso ungüento.

Ojalá nosotros también obedeciéramos los dictados del corazón, pero no, nos lo pensamos mejor. Créanlo, en las cosas de Cristo, los primeros pensamientos son los mejores. Es esa inspiración celestial del Espíritu que viene al alma, y dice: “Haz grandes cosas por tu Señor; sal y muéstrale tu amor en alguna expedición peligrosa”. Oh, si obedeciéramos eso, ¿qué resultados no veríamos?

Nos sentamos y decimos: “¿Es razonable? ¿Es lo que se espera de mí? ¿Es mi deber?” No, amigo mío, no se espera de ti, no es tu deber, pero ¿vas a quedarte corto en tu deber? ¿Le darás a Cristo no más de lo que le corresponde, como le das al César cuando pagas tus impuestos? Si la costumbre no es más que un siclo, ¿es el siclo todo lo que Él ha de tener? ¿Se ha de servir a un Maestro como éste con cálculos? ¿Ha de tener Él su penique de cada día, igual que el jornalero común? Dios nos libre de permitirnos semejante espíritu.

Desgraciadamente, la mayoría de los cristianos ni siquiera llegan tan alto, y si lo consiguen, se cruzan de brazos y se dan por satisfechos. “Hago tanto como cualquier otro, de hecho un poco más, estoy seguro de que cumplo con mi deber, nadie puede encontrar ninguna falta, si la gente esperara que hiciera más, serían realmente irrazonables”. Ah! entonces, aún no has aprendido el amor de esta mujer, en todas sus alturas y profundidades. No sabes cómo hacer una cosa irrazonable -una cosa que no se espera de ti- por el impulso divino de un corazón plenamente consagrado a Jesús.

La primera era de la iglesia cristiana fue una era de maravillas, porque entonces, los hombres cristianos obedecían al impulso de sus corazones. ¡Qué maravillas hacían! Una voz dentro del corazón le dijo a un apóstol: “Ve a un país pagano y predica”. Él nunca contó el costo; si su vida estaría a salvo, o si tendría éxito, él fue e hizo lo que su corazón le dijo. A otro le dijo: “Ve tú, y distribuye todo lo que tienes”, y el cristiano fue y lo hizo, y echó todo en la tienda común. Nunca preguntó si era su deber, su corazón le ordenó hacerlo, y obedeció de inmediato.

Ahora, nos hemos estereotipado, corremos en la antigua rutina del carro, todos hacemos lo que hacen los demás, nos contentamos con realizar la rutina, y cumplir con el formalismo de los deberes de las religiones. Qué diferencia con esta mujer, que se salió de todo orden, porque su corazón se lo dijo, y obedeció de corazón. Creo que ésta es la primera parte del acto de la mujer que mereció elogio.

El segundo elogio es: lo que esta mujer hizo, lo hizo puramente por Cristo y para Cristo. ¿Por qué no tomó el nardo, lo vendió y dio el dinero a los pobres? No”, pudo haber pensado, “amo a los pobres, puedo aliviarlos en cualquier momento, en la medida de mis posibilidades vestiría al desnudo y alimentaría al hambriento, pero quiero hacer algo por Él”.

Bien, ¿Por qué no se levantó, ocupó el lugar de Marta y se puso a servir a la mesa? Ah! Ella pensó, Marta estaba a la mesa, repartiendo sus servicios, Simón el leproso, y Lázaro, y todos los demás comensales, tienen parte en su atención. Quiero hacer algo directamente para Él, algo que Él tendrá todo para Sí, algo que no puede regalar, sino que debe tener y que debe pertenecerle.

Ahora bien, no creo que ningún otro discípulo, en toda la experiencia de Cristo, haya tenido jamás ese pensamiento. No encuentro en todos los evangelistas otro ejemplo como éste. Tenía discípulos, a quienes enviaba de dos en dos a predicar, y lo hacían con valentía, porque deseaban beneficiar a sus semejantes en el servicio de su Señor. También tenía discípulos, no lo dudo, que estaban muy, muy contentos, cuando distribuían el pan y los peces a las multitudes hambrientas, porque sentían que estaban haciendo un acto de humanidad al suplir las necesidades de los hambrientos, pero no creo que tuviera un solo discípulo que pensara en hacer algo exacta y directamente para Él, algo de lo que nadie más pudiera participar, algo que debería ser de Cristo, y sólo de Cristo.

Esto es algo, hermanos míos, que deseo que recuerden. Cuánto de lo que hacemos por causa de la religión, no tiene ninguna excelencia, porque no lo hacemos por causa de Cristo. Tal vez subimos a predicar, y no sentimos que estamos predicando por Cristo. Tal vez estemos predicando con un sincero deseo de hacer el bien a nuestros semejantes, y hasta aquí todo está bien, pero ni siquiera ese es un motivo tan grande como el deseo de hacerlo por Aquel que nos amó y se entregó por nosotros.

¿No os sorprendéis a menudo, cuando ponéis una moneda en la mano del pobre, pensando que hay una virtud en ello? Y así es en cierto sentido, pero ¿no os sorprendéis a vosotros mismos olvidando que debéis hacer eso por Él, y darlo como a Cristo, dando a los pobres y prestando al Señor? ¡Maestros de escuela dominical! También les pregunto, ¿no se dan cuenta de que al enseñar en su clase a menudo se olvidan de que deben enseñar para Él? Su acto se hace más bien por la iglesia, por la escuela, por sus semejantes, por los pobres, por los niños, que por Cristo.

Pero la belleza misma del acto de esta mujer radicaba en esto: que lo hizo todo por el Señor Jesucristo. No se podría decir que lo hizo por Lázaro, o que lo hizo por los discípulos, no, fue exclusivamente por Él. Ella sentía que le debía todo a Él, era Él quien había perdonado sus pecados, era Él quien había abierto sus ojos, y le había dado a ver la luz del día celestial, era Él quien era su esperanza, su gozo, su todo, su amor se dirigió en sus actos comunes a sus semejantes; se dirigió hacia los pobres, los enfermos y los necesitados, pero, ¡oh! se dirigió en toda su vehemencia hacia Él.

Ese hombre, ese bendito hombre, el Dios-hombre, ella debe darle algo a Él. No podía contentarse con ponerlo en aquella bolsa, sino que debía ir y ponerlo sobre Su cabeza. No podía contentarse con que Pedro, o Santiago, o Juan, recibieran una parte; toda la libra debía ir sobre Su cabeza, y aunque otros pudieran decir que era un desperdicio, ella sentía que no lo era, sino que todo lo que pudiera darle estaba bien dado, porque iba a Aquel a quien debía todo.

Mis queridos oyentes, les ruego que aprendan esta lección. La escena es muy sencilla, pero es sumamente cautivadora. Haréis vuestros actos religiosos mucho mejor, si podéis cultivar siempre el deseo de hacerlos todos por Cristo.

¡Oh, predicar por Cristo! ¡Qué trabajo tan precioso! Cuando la mente está fatigada y el cuerpo cansado, esto hará a un hombre fuerte para trabajar y sufrir también, si oye el susurro: “Ve y hazlo por amor de tu Maestro”. Oh! visitar a los enfermos por Cristo, y distribuir a los pobres por Su causa! Esto hará que el trabajo sea liviano, la abnegación se convertirá en un placer, dejará de ser abnegación por completo, si recordamos que lo estamos haciendo por Él.

Pero ahora no hacemos como esta mujer, me temo que nuestro amor no es más que débil y frío. Si la chispa se encendiera hasta convertirse en llama, nunca nos contentaríamos con atender a la religión por un motivo egoísta, no intentaríamos hacer obras santas con la idea de obtener un bien para nosotros mismos, sino que nuestro único objetivo y deseo sería glorificarle, gastar y ser gastados por Aquel que sufrió en la cruz por nosotros. Estos dos elogios fueron sin duda suficientes para inmortalizar a esta mujer, ella obedeció los dictados de su corazón, y lo hizo todo por Él.

Todavía hay una tercera cosa. Me temo, sin embargo, que me he anticipado. Esta mujer hizo algo extraordinario por Cristo. No contenta con hacer lo que otras personas habían hecho, ni deseosa de encontrar un precedente, se aventuró a exponer su ardiente apego, aunque podría haber sabido que algunos la llamarían loca, y que todos la considerarían insensata y derrochadora; sin embargo, lo hizo, una cosa extraordinaria, por el amor que tenía a su Señor.

Nuestros actos eclesiásticos en la actualidad, por lo que yo sé de la Iglesia de Cristo, a partir de extensos viajes y considerable experiencia, exhiben un nivel aburrido, uniforme y muerto. Hay algunos pocos hombres que de vez en cuando toman un nuevo rumbo, que no se contentan con preguntar qué hicieron los padres, qué es canónico, lo que será permitido y permitido por la política eclesiástica o por la opinión pública, los hombres sólo preguntarán: “Si mi corazón me ordena hacerlo por Cristo, entonces iré y lo haré”, y se hace. Pero la mayoría de los cristianos no tienen un nuevo pensamiento, simplemente porque los nuevos pensamientos generalmente vienen del corazón, y no dejan que sus corazones trabajen, y por consiguiente nunca tienen una nueva emoción.

Creo que el origen de las escuelas dominicales se encuentra en el corazón de un hombre. Su corazón lo impulsó, diciendo: “Toma a estos pilluelos harapientos, y enséñales la Palabra de Dios”. Si ese pensamiento hubiera venido a algunos de ustedes, habrían dicho: “Bueno, no hay ninguna escuela dominical conectada con la iglesia de Cristo en toda Inglaterra, estoy seguro de que el ministro pondrá muchos obstáculos en el camino, nadie más lo ha hecho, pero habría sido algo bueno si se hubiera hecho hace muchos años.”

Robert Raikes nunca habló así, fue y lo hizo, y nosotros, pobres criaturitas, podemos imitarle después. Si dejáramos trabajar a nuestro corazón, haríamos cosas nuevas. Dentro de cincuenta años a partir de esta fecha, a menos que el Señor venga antes de esa época, habrá nuevas operaciones para la causa de Cristo, de las cuales, si las oyéramos ahora, saltaríamos de gozo.

Tal vez nunca lleguen a realizarse durante años, sencillamente porque ésta es la edad del razonamiento intelectual, y no la edad del impulso del corazón.

Si escucháramos a nuestros corazones, y atendiéramos a los impulsos del Espíritu interior, podría haber cincuenta planes para la promoción de la causa de Cristo iniciados en otros tantos días, y todos esos cincuenta, a través de la bendición del Espíritu Santo, podrían ser útiles a las almas de los hombres.

“Pero”, dice uno, “nos convertirías a todos en fanáticos”. Sí, sin duda ése es precisamente el nombre que te ganarías muy pronto, y un nombre muy respetable además, pues es un nombre que han llevado todos los hombres que han sido singularmente buenos. Todos los que han hecho maravillas por Cristo siempre han sido llamados excéntricos y fanáticos.

Cuando Whitefield fue por primera vez a predicar a Kennington Common porque no podía encontrar un edificio lo suficientemente grande, predicar al aire libre era algo inaudito. ¿Cómo se podía esperar que Dios escuchara la oración, si no había un techo sobre las cabezas de la gente? ¿Cómo se podía bendecir a las almas si la gente no tenía asientos y bancas con respaldos altos para sentarse? Se pensó que Whitefield estaba haciendo algo escandaloso, pero fue y lo hizo, fue y rompió la caja de alabastro sobre la cabeza de su Maestro, y en medio de burlas y mofas, predicó al aire libre.

¿Y qué resultó de ello? Un renacimiento de la piedad y una gran difusión de la religión. Ojalá todos estuviéramos dispuestos a hacer algo extraordinario por Cristo, dispuestos a que se rieran de nosotros, a que nos llamaran fanáticos, a que nos abuchearan y escandalizaran porque nos salimos del camino común y no nos contentamos con hacer lo que todos los demás pueden hacer o aprueban que se haga.

Y aquí permítanme señalar que Jesucristo ciertamente merece ser servido de una manera extraordinaria. ¿Hubo alguna vez un pueblo que tuviera tal líder o tal amante como el que tenemos en la persona de Cristo? Y sin embargo, mis queridos amigos, ha habido muchos impostores en el mundo, que han tenido discípulos más ardientemente unidos a ellos de lo que algunos de ustedes están a Cristo Jesús.

Cuando leo la vida de Mahoma, veo a hombres que lo amaban tanto, que expondrían sus personas a la muerte en cualquier momento por el falso profeta, se lanzarían a la batalla casi desnudos, se abrirían paso a través de huestes de enemigos, y harían hazañas por un celo apasionado por aquel a quien creían verdaderamente enviado de Dios.

Y ni siquiera ese delirio moderno de Joe Smith carece de sus mártires. Leí la historia de los emigrantes mormones, y de todas las miserias que soportaron cuando fueron expulsados de la ciudad de Nauvoo, de cómo tuvieron que atravesar nieves inmensas y montañas sin senderos, y estaban dispuestos a morir bajo las armas de los merodeadores de los Estados Unidos, y de cómo sufrieron por ese falso profeta.

Me avergüenzo de los seguidores de Cristo, de que permitan que los seguidores de un impostor sufran penurias, y la pérdida de miembros y de la vida, y todo lo demás que los hombres estiman, por un impostor, mientras que ellos mismos demuestran que no aman ni la mitad a su Maestro, su verdadero y amoroso Señor, de lo contrario le servirían de una manera extraordinaria, como Él se merece.

Cuando los soldados de Napoleón llevaron a cabo tales hazañas de audacia sin precedentes en su época, la gente dejó de asombrarse. Decían: “No me extraña que hagan eso, mira lo que hace su líder”. Cuando Napoleón, espada en mano, cruzó el puente de Lodi y les ordenó que le siguieran, nadie se extrañó de que todo soldado raso fuera un héroe.

Pero está lleno de asombro, cuando consideramos lo que el Capitán de nuestra salvación ha hecho por nosotros, que nos contentemos con ser tan insignificantes como la mayoría de nosotros. Ah, sí pensáramos en Su gloria, y en lo que Él merece; si pensáramos en Sus sufrimientos, y en lo que Él merece de nuestras manos, seguramente haríamos algo fuera de lo común, romperíamos nuestra caja de alabastro, y volveríamos a derramar la libra de ungüento sobre Su cabeza.

Pero no sólo una cosa extraordinaria deja de parecerlo cuando se piensa en la persona a la que se hace, sino que, seguramente, cuando se piensa en la persona que está obligada a hacerla, una cosa extraordinaria se convierte de hecho en muy ordinaria.

Amigos míos, si dejara este lugar y fuera a parar en medio de la morada de unos salvajes pieles rojas, y allí me viera expuesto al frío y al hambre y a la desnudez, si durante largos años predicara el Evangelio a un pueblo que me rechazara, y si después fuera asado vivo en la hoguera por ellos, reconozco y confieso que siento que no sería más que una insignificancia lo que hubiera hecho por Aquel a quien tanto debo. Cuando pienso en lo que mi Señor ha hecho por mí, ciertamente los azotes y los encarcelamientos, los peligros, los naufragios, los viajes, que incluso un Pablo sufrió, parecen ser menos que nada y vanidad comparados con la deuda de amor que tengo.

Ahora, no espero que todos ustedes amen a Cristo como yo pienso que debería hacerlo, pues tal vez no le deban tanto como yo, tal vez nunca hayan sido tan grandes pecadores como yo lo fui, tal vez nunca se les haya perdonado tanto, y nunca hayan probado tanto de Su amor, y nunca hayan tenido tanta comunión con Él. Pero esto sé, si cada átomo de mi cuerpo pudiera convertirse en un hombre, y cada hombre así hecho pudiera sufrir y ser cortado en pedazos, todo ese sufrimiento no sería una digna recompensa por lo que Él ha hecho por mí.

Creo que algunos de ustedes podrían ponerse de pie y contar una historia semejante. Puedo mirar alrededor a algunos de ustedes que eran borrachos, que eran maldicientes, pero han obtenido misericordia, y mis queridos amigos, si hacen algo extraordinario por Cristo, mientras otras personas se maravillan con una mirada vacía de asombro, pueden decir: “¿Se maravillan de mí?”.

“¿Me amas mucho? He sido perdonado más;

soy un milagro de la gracia”.

Ustedes, por quienes Jesús ha hecho poco, si es que los hay, le aman poco; pero yo les suplico, a aquellos de ustedes a quienes Él ha amado con un afecto extraordinario, y que sienten que le deben mucho a Su gracia, que Él ha hecho grandes cosas por ustedes, de lo cual se alegran, que no se contenten con hacer lo que hacen los demás. Piensa así de los demás: “No dudo que lo que ellos hacen es lo mejor, pero yo debo hacer más que ellos, pues le debo más que ellos”. Y, ¡oh! si cada uno de nosotros pudiera sentir esto, consideraríamos ligero el trabajo y fácil el dolor, y estaríamos disgustados con nosotros mismos por pasar tanto tiempo de nuestras vidas sin hacer nada por Aquel que nos ha comprado con Su preciosísima sangre.

Sólo tengo una razón más que añadir. Me parece que Jesús alabó a esta mujer, y le dejó este memorial, porque su acto fue tan bellamente expresivo. Había en él más virtud de la que se podía ver. La manera, así como la materia, de su sacrificio votivo, bien podría incitar la reprensión de los hombres, cuya religión práctica es interesada y asequible. No basta con que vierta el ungüento con tan imprudente profusión, sino que es tan imprudente y extravagante que debe romper la caja. No te maravilles, amada, sino admira el entusiasmo arrebatado de su alma piadosa.

El amor es una pasión. Si conocieras y sintieras su vehemencia, nunca te maravillarías de un acto tan expresivo. Su amor no podía demorarse más en ajustarse a las rúbricas del servicio, de lo que podía contar el coste de su ofrenda. Un poderoso impulso de devoción lleva su alma muy por encima de toda rutina ordinaria. Su conducta simbolizó la inspiración de un homenaje agradecido.

Un corazón santificado, más hermoso que el transparente vaso de alabastro, se rompió aquella hora. Sólo de un corazón quebrantado pueden emanar su rico perfume las dulces especias de la gracia. “Amor y dolor, nuestro corazón dividiendo,” cantamos a veces; pero, ¡oh! permítanme decirlo: amor, dolor y gratitud, el nardo, la mirra y el incienso del Evangelio se mezclan aquí, el corazón debe expandirse y quebrantarse, o los olores nunca llenarían la casa.

Cada músculo de su rostro, cada movimiento involuntario de su cuerpo, por frenético que pudiera parecer al observador indiferente, estaba en armonía con la emoción de su corazón. Cada uno de sus rasgos demuestra su sinceridad. Lo que ellos podían criticar fríamente, Jesús se lo entrega para que lo estudien. He aquí alguien en quien el amor de un Salvador ha producido sus efectos apropiados. He aquí un corazón que ha producido los frutos más preciosos.

No sólo la admiración por ella, sino la bondad hacia nosotros, movieron a nuestro Señor, cuando resolvió ilustrar en adelante el Evangelio, dondequiera que se publicase, con este retrato de amor santo, rompiendo en un instante el delicado jarrón, y reventando el tierno corazón. Pues aquella mujer quiso decir a Cristo: “Querido Señor, me entrego”. Se fue a casa, sacó lo más precioso que tenía, si hubiera tenido algo que valiera diez mil veces más lo habría traído, de hecho, realmente se lo llevó todo.

II. Habiendo descrito a esta mujer tan digna de ser recordada para siempre, ahora te invito a mirar el rostro del amoroso Señor.

¡Escuchad! ¿Qué es todo ese murmullo? ¿Qué se dicen unos a otros? Pues ahí está Judas, que ha estado sacando un papelito y echando cuentas, y dice que esa caja de ungüento vale sólo trescientos peniques.

¿Y de qué hablan Pedro, Tomás y los demás discípulos? “Oh, cielos”, dicen, “mira qué desperdicio, lo siento mucho, si yo hubiera sabido lo que ella iba a hacer, le habría quitado esa caja, de veras, no lo habría permitido, ¡qué desperdicio!” Y todo por este pequeño olor; pronto se fue, y un poco de él habría servido. Cuántas bocas hambrientas se habrían llenado si se hubiera vendido y dado a los pobres. “¡Oh!” dice uno de ellos, “nunca he visto una cosa tan loca en mi vida. Me extraña que el Señor Jesús no se enfadara con ella”.

¿Oyes esa conversación? ¿Lo oyes? Yo lo he oído muchas veces, y lo oigo ahora. Es un tipo de conversación que a veces es muy común en la iglesia de Cristo. Si hay un hombre que hace un poco más que los demás, la gente dice: “No hay ocasión para ello en absoluto, no hay necesidad de ello”. Si alguien da más que cualquier otro a la causa de Cristo, dicen: “¡Ah! no puedo entender un motivo que lo lleve a hacer eso, hay un término medio en todas las cosas, hay un límite al que la gente debe llegar, y no debe excederlo”.

Y así comienzan a conversar y a hablar unos con otros, y si hay algo hecho que parezca extraordinario, comenzarán a buscarle una falla. En lugar de emular ellos mismos una devoción superior, comienzan a murmurar y a considerar cuánto se podría haber hecho con el mismo esfuerzo, si se hubiera llevado a cabo de una manera ortodoxa.

Ese joven, en vez de predicar en la esquina de la calle, si enseñara en una escuela dominical, ¿cuánto bien podría hacer? Si en lugar de vagar por todo el país, algunos hubieran dicho: “si Whitefield se hubiera mantenido en su propia congregación, o en su propia parroquia, podría haber hecho mucho bien”. Sí, me atrevo a decir, pero tú y Judas hablen de ese asunto juntos, no tenemos tiempo para molestarnos con eso esta mañana, veamos lo que dice el mismo Jesucristo. Dice: “No la molestéis, no la molestéis. Tengo tres muy buenas excusas para ella, sólo escúchalas”. Y las tres interpretaciones que nuestro Señor dio de la mujer fueron éstas.

“Ella ha hecho una buena obra en mí”. Fijaos en estas dos últimas palabras: “Sobre mí”. “Pues”, dicen ellos, “no es una buena obra ir y derramar todo ese ungüento, y perpetrar tanto desperdicio”. “No”, dice Jesús, “no es una buena obra en relación con vosotros, pero es una buena obra sobre mí”. Y después de todo, esa es el mejor tipo de buen trabajo, una buena obra que se realiza en Cristo, dictaría un acto de homenaje como la fe en su nombre y el amor a su persona. Una buena obra en favor de los pobres es encomiable, una buena obra en favor de la iglesia es excelente, pero una buena obra en favor de Cristo, ciertamente es una de las más elevadas y nobles clases de buenas obras.

Pero me veré obligado a decir que ni Judas ni los discípulos pudieron comprender esto, y hay una virtud mística en los actos de algunos hombres cristianos que los cristianos comunes no comprenden ni pueden comprender. Esa virtud mística consiste en que lo hacen “como para el Señor, y no para los hombres”, y en su servicio sirven al Señor Jesucristo.

Además, nuestro Señor protege a la mujer con otra disculpa. “No la molestéis; no reflexionéis sobre lo que se podría haber hecho por los pobres, ‘porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre’. Siempre podéis hacerles bien, cuando os plazca”. Aquí parece replicar a sus acusadores: “Si hay pobres, dadles vosotros; vaciad esa bolsa mía, Judas, no la escondáis en vuestro cinto. Cuando queráis, hacedles bien. No empecéis a hablar de los pobres, y de lo que se podría haber hecho, id vosotros, y haced vosotros mismos lo que se podría haber hecho, esta pobre mujer ha hecho un bien por Mí, no estaré aquí mucho tiempo, no la molestéis.”

Y así, amados, si murmuráis de los hombres porque no van en vuestros caminos ordinarios, porque se aventuran un poco fuera de la línea regular, hay mucho para que hagáis, vuestro recado tal vez no esté allí exactamente, pero hay mucho para que hagáis, id y hacedlo, y no culpéis a los que hacen cosas extraordinarias. Hay multitud de personas corrientes que se ocupan de cosas corrientes. Si quieres suscriptores a la lista de guinea, puedes tenerlos, son aquellos que dan todo lo que tienen, que son las variedades.

No molestes a esos hombres. No son muchos. No te molestarán. Tendrás que viajar desde aquí hasta la casa de John O’Groat, antes de toparte con muchas docenas. Son criaturas raras que no se descubren a menudo. No los molestes, pueden ser fanáticos, pueden ser excesivos, pero si construyeras un asilo para alojarlos a todos, sólo necesitarías una casa muy pequeña. Déjenlos en paz, no hay muchos que hagan mucho por su Señor; no hay muchos que sean lo suficientemente irracionales como para pensar que no hay nada por lo que valga la pena vivir sino para glorificar a Cristo y magnificar Su santo nombre.

Pero la tercera excusa es la más extraordinaria que podría darse. Dice Cristo: “en cuanto derramó este ungüento sobre mi cuerpo, lo hizo para mi sepultura”. ¿Qué? ¿Previó esta mujer la muerte del Mesías? ¿Tenía ella la loca idea de que, puesto que ninguna mano amorosa podría embalsamarlo, ungiría su sagrado cuerpo por anticipado? ¿Penetró entonces su fe esos profundos matices de misterio que estaban a punto de ser gradualmente desentrañados? Yo creo que no. Creo que su amor era más conspicuo que su fe. Me parece que en estas palabras tenemos más bien la construcción que Cristo hizo de su acto. Si es así, la virtud de su acción se derivó de Aquel en quien fue realizada. “Tu justicia procede de mí”, dice el Señor.

A veces, cuando tu corazón te impulsa a ir y hacer tal o cual cosa por Cristo, no puedes saber lo que estás haciendo. Puedes estar haciendo una cosa muy simple en apariencia, pero puede haber algo maravilloso, algún significado incomparable en ello. Cristo puede estar enviándote, por decirlo así, a agarrar un eslabón de oro; tal vez haya diez mil eslabones que cuelgan de él, y cuando saques ese eslabón, los diez mil vendrán detrás de él.

Esta mujer pensaba que sólo estaba ungiendo a Cristo. “Es más”, dice Cristo, “me está ungiendo para mi sepultura”. Había más en su acto de lo que ella sabía. Y hay más en los impulsos espirituales de nuestro corazón de lo que jamás descubriremos hasta el día del juicio.

Cuando el Señor le dijo a Whitefield: “Ve y predica en Kennington Common”, ¿sabía Whitefield cuál iba a ser el resultado? No, pensó, sin duda, que por una vez se pararía encima de una mesa y se dirigiría a unas cinco mil personas. Pero había una intención mayor en el seno de la providencia. El Señor quería que todo el país ardiera y que se produjera una gloriosa renovación de los tiempos pentecostales, como no se había visto antes.

Sólo busca que tu corazón se llene de amor, y luego obedece su primer dictado espiritual. No te detengas. Por extraordinario que sea el mandato, ve y hazlo. Ten tus alas extendidas como los ángeles ante el trono, y en el mismo instante en que el eco vibre en tu corazón, vuela, vuela, y estarás volando no sabes a dónde; estarás en una misión más alta y más noble de lo que tu imaginación haya soñado jamás.

III. Ahora llego a la conclusión, que es ésta: apelar personalmente a ustedes, y preguntarles si saben algo acerca de la lección que la historia de esta mujer está diseñada para enseñar.

Imagina a tu Salvador, que te ha comprado con Su sangre, de pie en este púlpito por un momento. Levanta Sus manos, una vez rasgadas por los clavos, y te muestra Su costado, atravesado por una lanza. Ahora imagínatelo. Piérdanme de vista por un momento y véanlo a Él. Y les hace a cada uno de ustedes la pregunta: “Yo sufrí todo esto por ustedes, ¿qué han hecho ustedes por Mí?”.

¡Respóndele ahora! Como seguidores honestos del Cordero de Dios, mirad hacia atrás y ved lo que habéis hecho. Ustedes dicen que han subido a Su casa. ¿No fue eso para su propio beneficio? ¿Lo hicieron por Él? Has contribuido a Su causa. Ah, lo han hecho, y algunos de ustedes lo han hecho bien, pero piensen, ¿cuánto han dado en proporción a lo que Dios les ha dado? ¿Qué han hecho por Cristo? Bien, tal vez, hace algunos años, enseñaste a los niños para Él en la escuela dominical, pero todo ha terminado, no has sido maestro de escuela dominical en estos últimos años.

Jesús te pregunta: “¿Qué has hecho por Mí? En tres años”, dice, “obré tu redención, en tres años de agonía, de trabajo, de sufrimiento, te compré con Mi sangre, ¿qué has hecho por Mí en estos diez, veinte, treinta años, desde que conociste Mi amor, y gustaste de Mi poder de salvar?”.

Cubran sus rostros, amigos míos, cubran sus rostros. Que cada hombre entre nosotros lo haga. Sonrojémonos y lloremos. Señor Jesús, nunca hubo un amigo como Tú, pero nunca hubo unos tan ingratos como nosotros. Cristo tiene algunos de los seguidores más ingratos que el hombre haya tenido jamás. Hemos hecho poco. Si hemos hecho mucho, hemos hecho poco. Pero algunos de ustedes no han hecho nada en absoluto por Cristo.

Contestada esa pregunta, viene otra. Les suplico que tengan ante ustedes la visión de ese crucificado. Él te pregunta esta mañana: “¿Qué harás por Mí?”. Dejando a un lado el pasado, ya han llorado por eso y se han ruborizado, ¿qué harán ahora? ¿No pensaréis ahora en algo que podáis darle, algo que podáis hacer por Él, algo que podáis consagrarle? Vamos, Marías, sacad vuestra caja de alabastro. Venid, amorosas Juanas, levantad por un momento vuestras cabezas de Su seno, y pensad en algo que podáis hacer por Aquel que os permite apoyar vuestra cabeza en Su corazón.

¡Venid, venid, seguidores de Cristo! ¿Es necesario que os presione? Seguramente, si lo necesitarais, mi apremio sería en vano. Pero no, instintivamente inspirados por el Espíritu Santo, cada uno de vosotros dirá: “Señor Jesús, desde hoy deseo servirte mejor, pero Señor, dime qué quieres que haga.” El te lo dice ahora. Yo no sé lo que es. El Espíritu se lo dirá a cada uno de ustedes. Pero les ruego que no lo piensen, sino que lo hagan.

A toda la iglesia de Cristo tengo una palabra que decir. Siento, y hablo aquí de mí mismo y de todos los cristianos como una sola masa, siento que la iglesia de Cristo en estos días olvida demasiado sus obligaciones para con su Maestro.

¡Oh, cómo se difundió la religión en la Iglesia primitiva! Fue porque ningún hombre creía que su vida le pertenecía, o consideraba algo valioso para sí mismo, para poder ganar a Cristo, y ser encontrado en Él al fin. Mirad cómo la iglesia antigua, que no era más que un puñado, en el plazo de un siglo había asaltado todas las naciones conocidas, y había llevado el Evangelio a lo largo y ancho de todo el mundo conocido.

Pero ahora nos quedamos en casa, encerrados en Inglaterra, o encerrados en América. No vamos al extranjero, donde moran los paganos. Aunque enviamos aquí y allá a un hombre, uno entre miles, hacemos poco o nada por la evangelización del mundo y el envío de ministros de la verdad.

Así pues, si la iglesia primitiva estuviera aquí ahora y nosotros nos hubiéramos ido, dentro de otros cincuenta años sonaría la trompeta del jubileo celestial en toda la tierra. Con nuestros medios de viajar, con nuestros aparatos, con nuestros libros y ayudas, denle a una iglesia como el primer pentecostés sólo cincuenta años, y toda la tierra estaría cubierta con el conocimiento del Señor, Dios el Espíritu Santo andando con ellos.

Pero no, no podemos gastar nuestras vidas por Cristo, no somos como los soldados que marcharon a la victoria sobre los cadáveres de sus hermanos. Nunca sembraremos el mundo con la verdad hasta que se vuelva a sembrar con nuestra sangre. “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”.

Quisiera que la Iglesia se liberara de todas sus ataduras y enviara a sus guerreros elegidos a combatir contra las huestes infieles. ¿Y si cayeran? ¿Y si mueren? Con el Espíritu de Cristo encendiendo nuestros corazones, debemos seguir adelante, sin que nuestro valor se apague ni nuestro ardor disminuya por todo eso; cada uno considerando un honor morir por Cristo, cada uno lanzándose a la brecha decidido a ganar para Cristo y difundir Su nombre por toda la tierra, o perecer en el intento.

Dios dé a Su iglesia este celo y ardor, y entonces el tiempo de favorecer a Sión, sí, su tiempo establecido, habrá llegado.

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