“Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre un asta; y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá”
Números 21:8
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Esta mañana no me propongo explicar de nuevo el misterio de la serpiente de bronce. Como muchos de ustedes bien recuerdan, no hace mucho prediqué sobre ese tema, y me esforcé por exponerlo en toda su extensión y amplitud. En este momento tengo un objetivo un tanto similar; los detalles pueden ser ciertamente diferentes, pero después de todo la moraleja será la misma.
El hombre tiene muchas necesidades, y debería estar agradecido siempre que la menor de ellas le sea satisfecha. Pero hay una necesidad que supera a todas las demás: la falta de pan. Dale vestido, casa bien, adórnalo y decóralo, pero si no le das pan, su cuerpo desfallece, muere de hambre. Por eso, aunque la tierra, una vez labrada, produce muchas cosas que contribuyen al bienestar y al lujo de los hombres, el hombre es lo bastante sabio como para comprender que, puesto que el pan es su principal necesidad, debe tener sumo cuidado con el maíz. Por lo tanto, siembra amplias hectáreas con él, y cultiva más de esto, que es lo más necesario, que de cualquier otra cosa en su agricultura.
Creo que ésta es la única excusa que puedo ofrecerles para que vuelvan constante y continuamente a la sencilla doctrina de la salvación del pecador por medio de Cristo Jesús. Hay muchas cosas que el alma necesita, necesita instrucción, necesita consuelo, necesita conocimiento de la doctrina e iluminación en su experiencia, pero hay una gran necesidad del alma, que supera con creces cualquier otra, es la necesidad de salvación, la necesidad de Cristo, y siento que tengo razón al repetir una y otra vez, y otra vez, y otra vez, el sencillo anuncio del Evangelio de Cristo para los pobres pecadores que perecen.
En cualquier caso, sé que pocas veces me siento más feliz que cuando predico a un Cristo lleno a pecadores vacíos. Mi lengua se convierte en algo así como el arpa de Anacreonte. Se dice de ella que sólo resonaba el amor. Y así mi lengua anhela hacer resonar sólo a Cristo, y no emitir ninguna otra melodía, sino Cristo y Su cruz, Cristo levantado, la salvación de un mundo moribundo, Cristo crucificado, la vida de pobres pecadores muertos. Ruego que esta mañana muchos de los aquí presentes, que no tienen una visión clara del plan de salvación, puedan ver ahora por primera vez cómo los hombres son salvados mediante el levantamiento de Cristo, así como los pobres israelitas en el desierto fueron salvados de las serpientes ardientes levantando la serpiente de bronce en el asta.
Al dirigirme solemnemente a ustedes esta mañana, necesitaré que presten atención a dos cosas. Primero, y recuerden que estoy a punto de hablarles a pecadores muertos en delitos y pecados, quiero que presten atención a su ruina, y luego quiero que consideren fielmente su remedio.
I. Ante todo, ¡oh hombre no regenerado! tú que has oído la Palabra, pero nunca has sentido su poder, permíteme suplicarte que me prestes tus oídos mientras te hablo de un tema solemne que mucho te concierne. Hombre, ¡estás arruinado!
Los hijos de Israel en el desierto fueron mordidos por serpientes ardientes, cuyo veneno pronto manchó su sangre, y después de un dolor intolerable, finalmente les causó la muerte. Tú estás en la misma condición. Ustedes están allí, sanos de cuerpo y mente, y yo no vengo aquí a jugar el papel de un mero alarmista, sino que les suplico que me escuchen mientras les digo, ni más ni menos que la simple pero terrible verdad concerniente a su condición presente, si no son creyentes en Cristo
Oh pecador, hay cuatro cosas que te miran fijamente a la cara y deberían alarmarte. La primera cosa es tu pecado. Te oigo decir: “Sí, sé que soy un pecador, así como el resto de la humanidad”, pero no estoy contento con esa confesión, ni Dios está contento con ella tampoco. Hay multitudes de hombres que hacen la confesión desnuda de pecaminosidad, la confesión general de que todos los hombres están caídos, pero hay pocos hombres que saben cómo llevar esa confesión a casa, y reconocer que es aplicable a ellos.
Ah, oyentes míos, ustedes que están sin Dios y sin Cristo, recuerden que no sólo el mundo está perdido, sino que ustedes mismos están perdidos; no sólo el pecado ha contaminado a la raza, sino que ustedes mismos están manchados por el pecado. Ven ahora, llévate a casa la carga universal. ¡Cuántos han sido tus pecados! Cuéntalos, si puedes. Párate aquí y maravíllate ante ellos. Como las estrellas de medianoche, o como las arenas a la orilla del mar, innumerables son tus iniquidades. Veinte, treinta, cuarenta o cincuenta, tal vez más de cincuenta años han pasado sobre tu cabeza, y en cualquiera de estos años tus pecados podrían contar más que las gotas del mar. Entonces, ¡cuán innumerables se han vuelto en TODA tu vida!
Y si dijerais que no son más que pequeños, pero como son tantos, cuán grande se ha hecho la montaña. Aunque no fueran más que granos de arena, son tantos que podrían formar una montaña que se elevara por encima de las estrellas. Haz una pausa, te lo ruego, y deja que tu conciencia juegue por un momento. Contad vuestras iniquidades, volved las páginas de vuestra historia, y contad las manchas, si podéis, y contad los errores. Pero no, estás cometiendo nuevos pecados mientras los cuentas, y la negación de tus innumerables pecados no fue sino la multiplicación de ellos. Los estás aumentando, tal vez incluso mientras los cuentas.
Y luego, piensen cuán agravados han sido. No me aventuraré a mencionar los pecados más graves en los que algunos de ustedes han caído. Puede ser que tenga aquí a aquellos que han maldecido a Dios en Su cara, que le han pedido que haga estallar sus miembros y que destruya sus almas. Puedo tener aquí a quienes se han aventurado incluso a negar la existencia de Dios, aunque han estado caminando toda su vida en medio de Sus obras, e incluso han recibido de Él el aliento en sus narices. Puedo tener a algunos que han despreciado Su Palabra, se han reído de todo lo sagrado, han hecho escarnio de la Biblia, se han burlado de los ministros de Dios y de Sus siervos.
Os ruego que recordéis estas cosas, porque aunque vosotros las hayáis olvidado, Dios no las ha olvidado. Tú las has escrito en la arena, pero Él las ha grabado como en bronce eterno, y allí están contra ti. Cada crimen que has cometido está tan fresco en la memoria del Altísimo como si hubiera sido cometido ayer, y aunque pienses que el arrepentimiento de tu gris vejez podría ser casi suficiente para borrar las enormidades de tu juventud, no te engañes. El pecado no se borra tan fácilmente, necesita un rescate mayor que unas pocas expresiones de arrepentimiento o unas pocas lágrimas vacías.
Oh, llamad, grandes pecadores, llamad a vuestro recuerdo las enormidades que habéis cometido contra Dios. Que hablen vuestros aposentos, que vuestras camas den testimonio contra vosotros, y que los días de vuestros festines, y vuestras horas de alboroto a medianoche, que estas cosas vengan a vuestra memoria. Que tus juramentos vuelvan a rodar desde el cielo contra el que han golpeado, y que regresen a tu pecho, para despertar tu conciencia y animarte al arrepentimiento.
Pero, ¿qué estoy diciendo? He estado hablando de algunos hombres que han cometido gran iniquidad. Ah, pecador, seas quien seas, te acuso de gran pecado.
Criado en medio de santas influencias, nutrido en la casa de Dios, puede ser que algunos de mis oyentes no regenerados de esta mañana no sean capaces de recordar un solo caso de blasfemia contra Dios. Puede ser que nunca hayan ofendido externamente a ninguna cosa sagrada.
Ah, oyente mío, piensa que tu pecado puede ser aún mayor que el del libertino o el libertino, pues has pecado contra la luz y contra el conocimiento, has pecado contra las oraciones de una madre y contra las lágrimas de un padre, te has rebelado contra la ley de Dios, conociendo la ley. Cuando pecabas, te remordía la conciencia y, sin embargo, pecabas. Sabías que el infierno era la porción de los impíos, y sin embargo sigues siendo impío. Conoces el Evangelio de Cristo, no eres un ignorante. Tu madre te llevó en sus brazos a la casa de Dios, y aquí estás incluso ahora. Cada pecado que has cometido recibe una mayor agravación a causa de la luz que has recibido, y de los privilegios que has disfrutado.
Oh, oyente mío, no pienses que puedes escapar en esto, tu pecado te ha mordido con una terrible mordedura. No es una herida superficial como sueñas, sino que el veneno ha entrado en tus venas. No es una simple costra sobre la superficie, sino que la lepra está en lo más profundo. Has pecado. Has pecado continuamente. Has pecado con muchos agravantes. Oh, que Dios os condene de esta acusación, y os ayude a declararos culpables de ella. ¿No pueden algunos de ustedes, si son honestos consigo mismos, recordar pecados peculiares que han cometido? Recuerdas tu lecho de enfermo y el voto que hiciste a Dios; ¿dónde está ahora? Habéis vuelto como el perro a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno.
Recuerdas aquella oración que ofreciste en el tiempo de tu angustia, recuerdas también que Dios te libró misericordiosamente, pero ¿dónde está la acción de gracias que le prometiste? Dijiste que le darías tu corazón, pero ¿dónde está? Todavía en la negra mano del diablo. Has mentido a Dios, le has engañado, o has fingido al menos que le darías tu alma, y no lo has hecho.
Y piensa también en ciertos pecados especiales que has cometido después de recibir una advertencia especial. ¿No recuerdan haber salido de la casa de Dios con una conciencia tierna, y luego haber corrido al pecado para endurecerla de nuevo? ¿No recuerdan, algunos de ustedes, cómo después de ser alarmados y sobresaltados, han seguido su camino, y han ido con sus malos compañeros y se han reído de las impresiones que han recibido? Este no es un pecado insignificante: luchar contra el Espíritu que lucha, y resistir la influencia que os estaba atrayendo al camino recto.
Os lo suplico, recordad vuestros pecados. Vamos, no seáis cobardes. No cerréis el libro, abridlo. Mirad y ved lo que habéis sido, y si habéis sido aquello de lo que os avergonzáis, os ruego que lo miréis a la cara, y lo reconozcáis y confeséis. No se consigue nada ocultando tus pecados. Brotarán, hombre, si cavas profundo como el infierno para esconderlos, brotarán.
¿Por qué no eres honesto y los miras hoy?, porque ellos te mirarán a ti cuando Cristo venga en las nubes del juicio. Si no los miras, te mirarán fijamente a la cara con una mirada que marchitará tu alma y la arrojará a un tormento infinito y a una desdicha indecible. Tu pecado, tu pecado, debería hacerte temblar y sentirte alarmado.
Pero voy más allá. Pecador, no sólo tienes tu pecado que te aflige, sino que hay una segunda cosa, está la sentencia de condenación dictada contra ti. He oído a algunos ministros hablar de que los hombres están en un estado de prueba. No hay tal cosa, ningún hombre tiene un estado de prueba en absoluto. Ya estás condenado. Ustedes no son hoy, mis oyentes no regenerados, prisioneros en el tribunal a punto de ser juzgados por sus vidas. No, su juicio ha terminado, su sentencia ya ha pasado, y ahora están condenados en este día. Aunque ningún oficial los haya arrestado, aunque la muerte no haya puesto su mano fría sobre ustedes, la Escritura dice: “El que no cree ya está condenado, porque no cree en el Hijo de Dios”.
Hombre, la gorra negra está en la cabeza del juez. Él incluso ahora te declara perdido; más aún, si conocieras correctamente tu propia posición, estás parado, fíjate, mi descuidado oyente, estás parado bajo la horca, con la soga en tu cuello, y sólo tienes que ser arrojado de la escalera por la mano de la muerte, y estarás columpiándote en la eternidad, perdido y arruinado. Si supieran cuál es su posición, descubrirían que ustedes son criminales con sus cuellos en la horca esta mañana, y la brillante hacha de la justicia está brillando a la luz del sol de esta mañana, y sólo Dios sabe cuánto tiempo falta para que caiga, o más bien, cuán pronto sentirán su filo cortante, y su filo se manchará con su sangre.
Ya estás condenado. Llévate eso a casa, hombre. Tu sentencia está firmada en el cielo y sellada y timbrada, y la única razón por la que no se ejecuta es porque Dios, misericordioso, te da tregua. Pero estás condenado, y este mundo es tu celda de condena de la que pronto serás sacado a una terrible ejecución.
Ahora bien, tú no crees esto. Piensas que Dios te está poniendo a prueba, y que si te portas tan bien como puedas, te librarás. Piensas que en algún día futuro podrás borrar tu pecado. Pero cuando el criminal es condenado, no hay lugar para que la buena conducta altere la sentencia. Cuando se le impone una sentencia capital, esa sentencia no puede ser modificada por nada que él pueda hacer. Y tu sentencia es dictada, dictada por el juez de toda la tierra, y nada que puedas hacer puede alterar esa sentencia.
La ley no deja lugar para el arrepentimiento. Condenados estáis y condenados debéis estar a menos que esa única vía de escape, que estoy a punto de explicar, se os abra por la rica gracia de Dios, ya estáis condenados.
Ahora permítanme hacerles una pregunta antes de dejar este punto. Pecador, hoy estás condenado. Te pregunto esto: ¿no te lo mereces? Si eres lo que deberías ser, y lo que espero que el Señor haga de ti, dirás: “¡Merecerlo, sí, lo merezco! Si nunca cometiera otro pecado, mis pecados pasados justificarían plenamente al Señor al permitirme descender vivo a la fosa”.
El primer pecado que cometiste te condenó más allá de toda esperanza de salvación propia, pero todos los pecados que has cometido desde entonces han agravado tu culpa, y ciertamente ahora la sentencia no sólo es justa, sino más que justa. Algún día, si no te arrepientes, tendrás que ponerte el dedo sobre los labios y permanecer en solemne silencio, cuando Dios te pregunte si tienes algo que alegar, por qué la sentencia no debe ser ejecutada. Te verás obligado a sentir que Dios no te condena a nada más de lo que mereces, que Su sentencia es justa, una sentencia apropiada para un pecador como tú.
Ahora, estas dos cosas son suficientes para hacer temblar a cualquier hombre, si tan sólo las sintiera: su pecado y su condenación. Pero tengo que mencionar una tercera. Pecador, hay esto que agrava tu caso y aumenta tu alarma, tu impotencia, tu total incapacidad de hacer algo para salvarte, aun si Dios te ofreciera la oportunidad. Pecador, hoy no sólo estás condenado, sino que estás muerto en delitos y pecados.
Hablar de hacer buenas obras, hombre, no puedes. Es tan imposible que hagas una buena obra mientras seas lo que eres, como lo sería para un caballo volar hasta las estrellas. Pero tú dices: “Me arrepentiré”. No, no puedes. El arrepentimiento no es posible para ti tal como eres, a menos que Dios te lo conceda. Podrías forzar algunas lágrimas, pero ¿qué son esas? Judas podría hacer eso y sin embargo salir y ahorcarse, e ir a su propio lugar. No puedes arrepentirte por ti mismo. Es más, si yo tuviera que predicar esta mañana acerca de la salvación por fe aparte de la persona de Cristo, ustedes estarían en una condición tan mala como si no hubiera Evangelio alguno.
Recuerda, pecador, que estás tan perdido, tan arruinado, tan deshecho, que no puedes hacer nada para salvarte. Tu herida es tan grave que no puede ser curada por ninguna mano mortal. Tu incapacidad es tan grande que, a menos que Dios te saque del pozo en el que has caído, deberás yacer allí y pudrirte por toda la eternidad. Estás tan deshecho que no puedes mover ni la mano, ni el pie, ni los labios, ni el corazón, a menos que la gracia te ayude.
Oh, qué cosa tan terrible es ser acusado, juzgado, condenado, y luego, además, ser despojado de todo poder. Hoy estás tan en las manos de la justicia de Dios como una pequeña polilla bajo tu propio dedo. Él puede salvarte si quiere, puede destruirte si le place, pero tú mismo eres incapaz de escapar de Él.
No hay puerta de misericordia que la ley te deje, e incluso por el Evangelio no hay puerta de misericordia en la que tengas poder para entrar, aparte de la ayuda que Cristo te proporciona. Si crees que puedes hacer algo, todavía tienes que desaprender esa necia presunción. Si crees que te queda algo de fuerza, todavía no has llegado a donde el Espíritu te llevará, pues Él te vaciará de toda pretensión de criatura, y te abatirá y te hará pedazos, y te meterá en un mortero y te golpeará hasta que sientas que eres débil y sin fuerza y que no puedes hacer nada.
Ahora, ¿no he descrito en verdad una horrible posición en la que se encuentra un pecador? Pecador, no sólo eres culpable del pecado pasado, y condenado por ello, no sólo eres incapaz, sino que, si fueras capaz, eres tan malo que nunca estarías dispuesto a hacer nada que pudiera salvarte. Y aunque no hubieras pecado en el pasado, estás perdido, hombre, porque seguirías pecando en el futuro.
Por esto sabed que vuestra naturaleza es totalmente depravada. Amas lo que es malo y no lo que es bueno. “No”, dice uno, “amo lo que es bueno”. Entonces lo amas por un motivo malo. “Amo la honestidad”, dice uno. Sí, porque es la mejor política. Pero, ¿amas a Dios? ¿Amas a tu prójimo como a ti mismo? No, y no puedes hacerlo, porque tu naturaleza es demasiado vil. Hombre, serías tan malo como el diablo, si Dios te quitara toda restricción y te dejara en paz. Si te quitara el freno de la boca y la brida de las fauces, no habría pecado que no cometieras.
¿Niegas esto? ¿Dices: “Estoy dispuesto, estoy dispuesto a ser santo y a ser salvo”? Entonces Dios te concede esto, pues si no, nunca serías así por naturaleza. Si salieran de este salón y dijeran: “odio esa predicación”, yo sólo respondería: “sabía que la odiabas”. Aunque alguien dijera: “nunca creeré que estoy tan perdido como eso,” yo diría: “no pensé que alguna vez lo harías; eres demasiado malo para creer la verdad,” y si dijeras: “nunca seré salvado por Cristo, nunca me inclinaré tan bajo como para pedir misericordia y aceptar la gracia por medio de Él,” no me sorprendería, pues conozco tu naturaleza.
Eres tan desesperadamente malo que odias tu propia misericordia. Tú desprecias la gracia que se te ofrece; tú odias al Salvador que murió por ti, pues si no, ¿por qué no te vuelves ahora, hombre? Si no eres tan malo como yo digo que eres, ¿por qué no te arrodillas ahora y clamas por perdón? ¿Por qué no crees ahora en Cristo? ¿Por qué no te entregas ahora a Él?
Pero si hicieras esto, entonces te diría: “Esta es la obra de Dios, Él te ha obligado a hacerla, pues si Él no la hubiera hecho, tú no habrías sido lo suficientemente humilde para inclinarte ante Cristo”.
Que el arminianismo se vaya a los vientos, que sea dispersado para siempre de la faz de la tierra, el hombre es totalmente incapaz de sentir su miseria o buscar alivio, si fuera capaz, es totalmente renuente. El pecador no podría ayudar al Espíritu Santo, aunque el Espíritu Santo quisiera la ayuda del hombre para perfeccionar sus propias operaciones. ¿Cómo puede ser posible que algún hombre diga que la criatura ha de ayudar al Creador, que un insecto de una hora ha de ser uncido con el Anciano de Días, el Eterno, que la arcilla ha de ayudar al alfarero en su propia formación? Porque, incluso si concediéramos el poder, ¿dónde estaría la simpatía o la mano dispuesta?
El hombre odia ser salvado. Ama las tinieblas, y si tiene la luz, es porque la luz se proyecta sobre él. Ama la muerte con una infatuación fatal, y si es vivificado, es porque el Espíritu de Dios lo vivifica, convierte su corazón perverso, lo hace dispuesto en el día de Su poder, y lo vuelve hacia Dios.
¿Acaso no he hecho esta mañana una terrible acusación contra ustedes? Fíjense, lo digo por cada hombre, mujer y niño vivo en este salón que no tiene fe en Cristo. Pueden ser buenos caballeros o grandes damas, pueden ser comerciantes respetables y muy rectos en sus negocios, pero los acuso ante Dios Todopoderoso de ser pecadores, pecadores condenados, pecadores que no pueden salvarse a sí mismos, y pecadores, además, que no se salvarían a sí mismos si pudieran, a menos que la gracia los hiciera dispuestos, son pecadores que no quieren ser salvos.
¡Qué terrible acusación es esta que se lee en la faz del alto cielo! Que algún pecador, al oírla, se vea obligado a decir: “¡Es verdad, es verdad, es verdad para mí, oh Señor, ten misericordia de mí!”.
II. Habiendo expuesto así ante ustedes la parte difícil del tema: la ruina del pecador, vengo ahora a predicar acerca de su remedio.
Cierta escuela de médicos nos dice que “lo semejante cura lo semejante”. Sea cierto o no en medicina, sé que es bastante cierto en teología, lo semejante cura lo semejante. Cuando los israelitas fueron mordidos por las serpientes ardientes, fue una serpiente la que los curó. Y así, a ustedes, criaturas perdidas y arruinadas, se les pide ahora que miren a Cristo sufriendo y muriendo, y verán en Él la contraparte de lo que ven en ustedes mismos.
Mientras lo buscas, que Dios cumpla su promesa y te dé la vida. Un remedio para que valga algo debe alcanzar a toda la enfermedad. Ahora bien, Cristo en la cruz viene al hombre como el hombre es, no como puede ser hecho, sino como es. Y lo hace en los cuatro diversos aspectos que ya he descrito.
Te acuso de pecado. Ahora, en Cristo Jesús, he aquí el sustituto del pecador, la ofrenda por el pecado. ¿Ven a aquel hombre colgado en la cruz? En Él la profecía recibe un terrible cumplimiento, de Él la venganza Todopoderosa da un tremendo ejemplo. JEHOVÁ ha desechado y aborrecido, se ha ensañado con su Ungido. Los terrores del Señor pesan sobre su alma. No como pecador, sino como contado con los transgresores.
Oh alma, si quieres conocer los terrores de la ley, mira a Aquel que fue hecho maldición de la ley. Si quieres ver el veneno de la mordedura de la serpiente ardiente, mira a aquella serpiente de bronce, y si quieres ver el pecado en toda su mortalidad, mira a un Salvador moribundo. ¿Qué hace que Cristo muera? El pecado, aunque no el suyo. Qué hace que Su cuerpo sude gotas de sangre? El pecado. ¿Qué clava sus manos? ¿Qué abre Su costado? El pecado. El pecado lo hace todo. Y si te salvas, debe ser por medio de esa ofrenda por el pecado, ese Cordero moribundo y sangrante.
“Pero”, dice uno, “mis pecados son demasiados para ser perdonados”. Detente un momento, vuelve tu mirada a Cristo. A veces, cuando pienso en mi pecado, pienso que es demasiado grande para ser lavado; pero cuando pienso en la sangre de Cristo, oh, pienso que no puede haber pecado tan grande como para que eso no logre limpiarlo por completo. Me parece pensar, cuando veo el costoso precio, que Cristo pagó un rescate muy pesado. Cuando me miro a mí mismo pienso que se necesitaría mucho para redimirme, pero cuando veo a Cristo muriendo pienso que Él podría redimirme aunque yo fuera un millón de veces más malo de lo que soy.
Ahora recuerden que Cristo no sólo pagó apenas lo suficiente por nosotros, sino que pagó más que suficiente. El apóstol Pablo dice: “Su gracia abundó”, “sobreabundó”, dice el griego. Sobreabundó, hubo suficiente para llenar la vasija vacía, y además hubo suficiente para inundar el mundo. La redención de Cristo fue tan abundante, que si Dios lo hubiera querido, si todas las estrellas del cielo hubieran estado pobladas de pecadores, Cristo no habría necesitado sufrir otro dolor para redimirlos a todos; había un valor ilimitado en Su preciosa sangre. Y pecador, si hubiera tanto como esto, seguramente hay suficiente para ti.
Y, además, si no están satisfechos con la ofrenda por el pecado de Cristo, sólo piensen un momento, Dios está satisfecho, Dios el Padre está contento, ¿y no deben estarlo ustedes? El Juez dice: “Estoy satisfecho, deja libre al pecador, pues he castigado a la Fianza en su lugar”, y si el Juez está satisfecho, seguramente el criminal puede estarlo.
Oh, ven, pobre pecador, ven y mira, si hay suficiente para aplacar la ira de Dios, debe haber suficiente para responder a todas las exigencias del hombre. “No, no,” dice uno, “mi pecado es tan terrible que no puedo ver en la sustitución de Cristo lo que es semejante a satisfacerlo.” ¿Cuál es tu pecado? “La blasfemia. Pues, Cristo murió por blasfemia, este fue el mismo cargo que el hombre le imputó, y por tanto puedes estar muy seguro de que Dios se lo impuso si los hombres lo hicieron.
“No, no”, dice uno, “pero yo he sido peor que eso, he sido un mentiroso”. Es justo lo que los hombres dijeron de Él. Declararon que mintió cuando dijo: “Si este templo fuere destruido, en tres días lo reedificaré”. Vean en Cristo a un Salvador mentiroso así como a un Salvador blasfemo.
“Pero”, dice uno, “he estado aliado con Belcebú”. Justo lo que dijeron de Cristo. Decían que echaba fuera los demonios por medio de Belcebú. Así que el hombre cargó ese pecado sobre Él, y el hombre hizo sin querer lo que Dios quería que hiciera. Yo les digo que aun ese pecado fue cargado sobre Cristo. Ven, pecador, no hay un pecado en el mundo con una excepción que Jesús no llevó en Su propio cuerpo en el madero.
“Ah, pero”, dice uno, “cuando pequé, pequé con mucha avaricia. Lo hice con todas mis fuerzas. Me deleité en ello”. Ah, alma, así se deleitó Cristo en ser tu sustituto. Él dijo: “Tengo un bautismo con el que ser bautizado, y ¡cómo estoy apurado hasta que se cumpla!”. Deja que la disposición de Cristo responda a la sugerencia de que tu codicia en el pecado puede hacerlo demasiado atroz para ser perdonado.
“¡Ah!” grita otro, “pero señor, actué siempre con tan mal corazón, mi corazón era peor que mis acciones. Si hubiera podido ser peor, lo habría sido. Entre todos mis compañeros en el vicio no hubo uno que fuera tan ávido de él y negro en él como yo”. Bien, pero mi querido oyente, si has pecado en tu corazón, recuerda que Cristo sufrió en Su corazón. Sus sufrimientos de corazón fueron el corazón y el alma de Sus sufrimientos. Mira y ve ese corazón todo traspasado, y la sangre y el agua fluyendo de él, y cree que Él es capaz de quitar aun tu corazón de pecado, por negro que sea.
“Sí”, oigo exclamar a otro auto condenado, “pero pequé sin ninguna tentación. Lo hice deliberadamente, a sangre fría. Me había convertido en un pecador tan malvado y bestial, que solía sentarme y regodearme en mi pecado antes de cometerlo.” Ah, pero pecador, recuerda que antes de morir Cristo pensó en ello, ay, desde toda la eternidad meditó en convertirse en tu sustituto. Fue un asunto de premeditación con Él, y por tanto, deja que Su premeditación haga a un lado tu premeditación. Que la grandeza de Su pensamiento previo sobre Su sacrificio, quite la gravedad de tu pecado, debido a que fue cometido a sangre fría.
¿Aún surge alguna voz sollozante: “Yo he sido peor que todos los demás, pues cometí mi pecado a causa de un pacto que hice con Satanás. Dije: “Si pudiera tener una vida corta y alegre, yo estaría contento. Hice un pacto con la muerte y una alianza con el infierno”. ¿Y si soy comisionado para decirte que ni siquiera esta mordedura es incurable? Recuerda, Jesús, que el Hijo de Dios hizo un pacto por ti. Fue un pacto mayor que el tuyo, no hecho con la muerte y el infierno, sino hecho con Su Padre en favor de los pecadores.
Quiero, si puedo, resaltar el hecho de que cualquier cosa que haya en tus pecados tiene su contraparte en Cristo. Así como cuando la serpiente mordió a la gente, fue una serpiente la que los sanó, así si tú eres mordido por el pecado, es, por decirlo así, el sustituto de tu pecado, es tu pecado puesto sobre Cristo el que te sana. Oh, vuelve entonces tus ojos al Calvario, y ve la culpa del pecado puesta sobre los hombros de Cristo, y di: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores,” y mirando a Él vivirás.
En segundo lugar, aquí hay un remedio para la condenación. Dije que ustedes no sólo eran pecadores, sino pecadores condenados. Sí, y Cristo no sólo es su sustituto por el pecado, sino que también es su sustituto condenado. Véanlo. Está ante el tribunal de Pilato, es condenado ante Herodes y Caifás, y es hallado culpable. Aún más, Él está ante el terrible tribunal de Dios, y aunque no se le imputa ningún pecado propio, sin embargo, en la medida en que los pecados de Su pueblo fueron cargados sobre Él, la justicia lo ve como un pecador, y clama: “Que la espada sea bañada en Su sangre”. Cristo fue condenado por los pecadores para que ellos no fueran condenados.
Levanta la vista, aparta la vista de la sentencia que ha salido contra ti, a la sentencia que salió contra Él. ¿Estás maldito? Él también lo estaba. “Maldito todo el que cuelga de un madero”. ¿Eres condenado? Él también lo fue, y hubo un punto en el que Él te superó, Él fue ejecutado, y tú nunca lo serás, si lo miras ahora y crees que Él puede salvarte, y pones tu confianza en Él.
Con respecto al tercero en particular. Nuestra total impotencia es tal, que como les dije, somos incapaces de hacer nada. Sí, y quiero que miren a Cristo, ¿no fue Él también incapaz? Ustedes, en su padre Adán, fueron una vez fuertes, pero perdieron su fuerza. Cristo también era fuerte, pero dejó a un lado toda su omnipotencia. Míralo. La mano que sostiene al mundo cuelga de un clavo. Míralo. Los hombros que sostenían los cielos están caídos sobre la cruz. Míralo. Los ojos cuyas miradas iluminan el sol están sellados en la oscuridad. Míralo. Los pies que hollaron las olas y dieron forma a las esferas están clavados con rudos hierros en el árbol maldito.
Desvía la mirada de tu propia debilidad hacia Su debilidad, y recuerda que en Su debilidad Él es fuerte, y en Su debilidad tú también eres fuerte. Ve a ver Sus manos, son débiles, pero en su debilidad están extendidas para salvarte. Ven a ver Su corazón, está desgarrado, pero en su hendidura puedes esconderte. Mira Sus ojos, se están cerrando en la muerte, pero de ellos viene el rayo de luz que encenderá tu espíritu oscuro. Aunque seas incapaz, acude a Aquel que fue crucificado por su debilidad, y recuerda que ahora “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios”.
Te dije que no podías arrepentirte, pero si vas a Cristo, Él puede derretir tu corazón en contrición, aunque sea tan duro como el hierro. Dije que no podías creer, pero si te sientas y miras a Cristo, una vista de Cristo te hará creer, pues Él es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento y remisión de pecados.
Y luego la cuarta cosa. “Oh”, clama uno, “dijiste que estábamos demasiado distanciados para estar siquiera dispuestos a venir a Cristo”. Yo sé que lo estaban, y por eso fue Él quien vino a ustedes. Ustedes no querían venir a Él, pero Él viene a ustedes esta mañana, y aunque ustedes son muy malvados, Él viene con magia sagrada en Su brazo, para cambiar su corazón.
Pecador, tú, pecador involuntario, pero culpable, Cristo está delante de ti esta mañana, Aquel que fue hecho en semejanza de carne de pecado, un hombre y un hermano nacido para la adversidad. Y Él pone Su mano hoy en tu mano, y dice: “Pecador, ¿quieres ser salvo? Entonces confía en Mí”.
Ah, si yo predico el Evangelio, ustedes lo rechazarán, pero si Él lo predica, no podrán hacerlo. Me parece ver al crucificado abriéndose paso en esa espesa multitud bajo la galería, y pasando entre las filas de aquí, y arriba, y por todas partes, y conforme avanza, se detiene ante cada pecador de corazón quebrantado y dice: “Pecador, ¿quieres confiar en Mí? mira aquí estoy, el Hijo de Dios, y sin embargo soy hombre. Mira Mis heridas, mira todavía las marcas de los clavos, y las huellas de la corona de espinas. Pecador, ¿confiarás en Mí?”
Y mientras lo dice, Él obra bondadosamente en ti la gracia de la fe. Pero, ¿hay alguien que, mirándole a la cara, pueda replicar: “Crucificado, no podemos confiar en Ti, nuestros pecados son demasiado grandes para ser perdonados”? Oh, nada puede entristecerlo tanto como decirle eso. Piensas que eres humilde, eres orgulloso, despreciando a Cristo mientras piensas que te estás despreciando a ti mismo.
Y, ¿hay alguien en toda esta gran asamblea que diga: “todo esto son tonterías, no me interesa oír una predicación como ésta”? No, no te pido que te importe lo que digo, sino que Jesús el Crucificado está a tu lado, y te pregunta: “Pecador, ¿he hecho alguna vez algo para ofenderte, te he causado algún disgusto? ¿Qué daño has sufrido en Mis manos?
Entonces, ¿por qué persigues a tu esposa por amarme, y por qué odias a tu hijo por amar a alguien que no te hizo ningún daño? Además, dice, y se quita el velo del rostro, ¿habéis visto alguna vez un rostro como éste? Lo estropeó el sufrimiento por los hombres, por hombres que también Me odian, pero a los que Yo amo. No necesitaba sufrir. Estaba en la casa de Mi Padre, feliz y glorioso, el amor Me hizo bajar y morir. El amor Me clavó en el madero, ¿y ahora Me escupirás en la cara después de eso?”.
“No”, me dijo un joven la semana pasada, “me resultaba difícil amar a Cristo, pero”, dijo, “alguna vez pensé: ‘Bien, si Cristo nunca murió por mí y nunca me amó, sin embargo debo amarlo por Su bondad al morir por otras personas'”. Y creo que si tan sólo conocieras a Cristo, debes amarlo.
Le dirías: “Tú, querido, Tú, hombre sufriente, ¿soportaste todo esto por los que Te odiaban? ¿moriste por los que Te asesinaron? ¿derramaste Tu sangre por los que la sacaron de Tus venas con hierro maldito? ¿te sumergiste en las profundidades de la tumba para poder sacar a los rebeldes que Te despreciaban y no querían nada de Ti? Entonces, disuelto por Tu bondad caigo a Tus pies y lloro. Mi alma se arrepiente del pecado, lloro, Señor acéptame, Señor ten piedad de mí”.
¿Creías que me había desviado del tema? Así es, pero te he traído de vuelta a él. Ustedes saben que yo iba a mostrar que Cristo podía vencer nuestra depravación. Y Él lo ha hecho en algunos de ustedes mientras yo hablaba. Ustedes lo odiaban, pero no lo odian ahora. Puede ser, ustedes dijeron que nunca confiarían en Él, pero ahora confían en Él. Y si Dios ha hecho esto en tu corazón, este es el verdadero fin de la predicación, la mejor manera de mantener el tema es que el tema sea llevado al corazón.
Ah, queridos oyentes, desearía tener una mejor voz esta mañana. Desearía tener tonos más sinceros y un corazón más amoroso, pues siento que cuando estoy predicando acerca de Cristo, soy un pobre pintor. Cuando quiero pintarlo tan bellamente, me temo que ustedes dirán de Él: “No es hermoso”. No, no, es mi mala pintura de Él, pero Él es hermoso.
Oh, Él es un Señor amoroso. Tiene entrañas de compasión, tiene un corazón rebosante del más tierno afecto, y me ordena que les diga, y se los digo, me ordena que les diga: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”; y me ordena que agregue Su amable invitación: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar; llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso a vuestras almas”.
No creas lo que te dice el diablo. Él dice que Cristo no está dispuesto a perdonar, ¡oh! Él está más dispuesto a perdonar que tú a ser perdonado. No creas a tu corazón cuando te dice que Cristo te excluirá y no te perdonará, ven y pruébalo, ven y pruébalo, y el primero que sea excluido, yo estaré de acuerdo en ser excluido con él. La primera alma que Cristo rechace después de haber puesto su confianza en Él, yo arriesgo la salvación de mi alma con ese hombre. No puede ser. Él nunca ha sido duro de corazón y nunca lo será.
Sólo crean, y que Él mismo les ayude a creer. Sólo miren hacia Él, y que Él mismo abra sus ojos y les permita mirar, y ésta será una mañana feliz, pues aunque yo haya hablado débilmente, como soy demasiado consciente de haberlo hecho, Dios habrá obrado poderosamente, y a Él será la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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