SERMÓN #272 – Limitando a Dios – Charles Haddon Spurgeon

by Mar 7, 2023

“Y volvían, y tentaban a Dios, y provocaban al Santo de Israel”
Salmos 78:41

Puede descargar el documento con el sermón aquí

El hombre siempre está alterando lo que Dios ha ordenado. Aunque el orden de Dios es siempre el mejor, el hombre nunca estará de acuerdo con él. Cuando Dios dio la ley, la grabó en dos piedras. La primera tabla contenía los mandamientos relativos al hombre y a Dios, la segunda trataba del hombre y del hombre. Los pecados contra Dios son pecados contra la primera tabla, los pecados contra el hombre son ofensas contra la segunda tabla.

El hombre, para probar constantemente su perversidad, pondrá la segunda mesa antes de la primera, es más, sobre la primera, para cubrirla y ocultarla. Hay pocos hombres que no admitan la enormidad del adulterio, menos aún que discutan la maldad del asesinato. Los hombres están lo suficientemente dispuestos a reconocer que hay pecado en una ofensa contra el hombre. Lo que pone en peligro el bien común humano, lo que perturba el orden de los gobiernos terrenales, todo esto es lo suficientemente malo incluso en la estima del hombre, pero cuando se trata de la primera tabla, es realmente difícil arrancar una confesión de la humanidad. Apenas reconocerán que existe tal cosa como una ofensa contra Dios, o si la reconocen, sin embargo, piensan que es un asunto ligero.

¿Qué hombre hay entre vosotros que no haya lamentado a menudo en su corazón los pecados contra el hombre, antes que los pecados contra Dios? ¿Y quién de vosotros no ha sentido mayor compunción por los pecados contra el prójimo, o contra la nación, que por los pecados cometidos contra Dios y hechos a su vista? Digo que tal es la perversidad del hombre, que pensará más en lo menor que en lo mayor. Una ofensa contra la Majestad del cielo se considera mucho más venial que una ofensa contra su semejante.

Hay muchas transgresiones de la primera tabla en las que pensamos tan poco que tal vez apenas las confesamos, o si las reconocemos, es sólo porque la gracia de Dios nos ha enseñado a estimarlas correctamente. Una ofensa contra la primera tabla, que rara vez agita la mente de un pecador no condenado, es la de la incredulidad, y con ella, puedo poner la falta de amor a Dios.

El pecador no cree en Dios, no confía en Él, no lo ama. Entrega su corazón a las cosas de la tierra, y lo niega a su Creador.

De esta alta traición y rebelión no piensa nada. Si pudieras atraparlo en el acto del robo, un rubor cubriría su mejilla, pero lo detectas en la omisión diaria del amor a Dios, y la fe en Su Hijo Jesucristo, y no puedes hacerle sentir que es culpable de algún mal en esto. ¡Oh, extraña contorsión del juicio humano! Oh, ceguera de la conciencia mortal, que esta mayor iniquidad, la falta de amor al Todopoderoso, y la falta de fe en Aquel que merece la más alta confianza, se considere como nada, y se cuente entre las cosas de las que no hay que arrepentirse.

Entre tales pecados de la primera tabla está el descrito en nuestro texto. Por consiguiente, es una de las obras maestras de la iniquidad, y haremos bien en purificarnos de ella. Está lleno de maldad para nosotros mismos, y está calculado para deshonrar tanto a Dios como a los hombres, por lo que debemos ser serios para cortarlo tanto de raíz como de rama. Creo que todos hemos sido culpables de esto en nuestra medida, y no estamos libres de ello incluso hasta el día de hoy. Seamos santos o pecadores, podemos pararnos aquí y hacer nuestra humilde confesión de que todos “hemos tentado al Señor nuestro Dios y hemos limitado al Santo de Israel”.

¿Qué significa entonces limitar al Santo de Israel? Tres palabras explicarán el significado.

Limitamos al Santo de Israel, a veces al ordenarle, otras veces por desconfianza en Él, y algunos llevan este pecado a su extremo más lejano por una desesperación total y completa de Su bondad y Su misericordia. Estas tres clases limitan en su grado al Santo de Israel.

I.  En primer lugar, digo que limitamos al Santo de Israel al ordenarle.

¿Se atreverá el mortal a Ordenar a su Creador? ¿Será posible que el hombre deje sus mandatos y espere que el Rey del cielo rinda homenaje a su arrogancia? ¿Dirá impíamente un mortal: “No se haga tu voluntad sino la mía”? ¿Es concebible que un puñado de polvo, una criatura de un día, que no sabe nada, ponga su juicio en comparación con la sabiduría del Único Sabio? ¿Es posible que tengamos la impertinencia de trazar el camino de la sabiduría ilimitada, o que decretemos los pasos que la gracia infinita debe seguir, y dictemos los designios que la Omnipotencia debe intentar?

¡Asómbrate! Asómbrate de tu propio pecado. Que cada uno de nosotros se asombre de su propia iniquidad. Hemos tenido la insolencia de hacer esto en nuestros pensamientos, hemos subido al trono del Altísimo, hemos tratado de quitarlo de Su trono para poder sentarnos allí, hemos agarrado Su cetro y Su vara, hemos pesado Sus juicios en la balanza y hemos probado Sus caminos en la balanza, hemos sido lo suficientemente impíos como para exaltarnos por encima de todo lo que se llama Dios.

Me dirigiré primero al santo, y con la vela del Señor intentaré mostrar a Israel su iniquidad secreta, y a Jerusalén su grave pecado.

Oh, heredero del cielo, avergüénzate y confúndete, mientras te recuerdo que te has atrevido a Ordenarle a Dios. Cuán a menudo, en nuestras oraciones, no hemos luchado simplemente con Dios por una bendición, pues eso era permisible, sino que la hemos exigido imperiosamente. No hemos dicho: “Niégame esto, oh, Dios mío, si así te place”. No hemos estado dispuestos a decir como lo hizo el Redentor: “Sin embargo, no como yo quiero, sino como tú quieres”, sino que hemos pedido y no hemos aceptado ninguna negación. No con toda la humilde deferencia hacia la sabiduría y la gracia superiores de nuestro Señor, sino que hemos pedido y declarado que no estaríamos contentos a menos que tuviéramos esa bendición particular en la que habíamos puesto nuestros corazones.

Ahora bien, siempre que acudimos a Dios y le pedimos algo que consideramos un bien real, tenemos derecho a suplicar con seriedad, pero nos equivocamos cuando sobrepasamos los límites de la seriedad y llegamos a una demanda impúdica. Tenemos derecho a pedir una bendición, pero no a definir cuál será esa bendición. Es nuestro poner nuestra cabeza bajo las poderosas manos de la bendición divina, pero no es nuestro levantar las manos como hizo José con las de Jacob y decir: “No es así, padre mío”. Debemos estar contentos si Él da la bendición con la mano cruzada, tan contentos de que ponga su mano izquierda sobre nuestra cabeza como la derecha. No debemos entrometernos en la almoneda de Dios, dejémosle hacer lo que le parezca bien.

La oración nunca fue concebida como una traba para la soberanía de Dios, y mucho menos como un canal autorizado para la blasfemia. Siempre debemos subyugar al final de la oración esta posdata celestial: “Padre, niega esto si es lo más conveniente para tu gloria”. Cristo no tendrá nada que ver con oraciones dictatoriales, no será partícipe con nosotros del pecado de limitar al Santo de Israel.

A menudo también, creo, dictamos a Dios con respecto a la medida de nuestra bendición. Le pedimos al Señor que crezcamos en el disfrute de su presencia, en lugar de que nos dé a ver la depravación oculta de nuestros corazones. La bendición viene a nosotros, pero es en otra forma de lo que esperábamos. Volvemos a ponernos de rodillas, y nos quejamos a Dios de que no nos ha respondido, mientras que el hecho ha sido que ha respondido al espíritu de nuestra oración, pero no a la letra de la misma. Nos ha dado la bendición en sí, pero no en la forma en que la pedimos.

Le pedimos que nos diera plata, y Él nos ha dado oro, pero nosotros, criaturas ciegas, no podemos entender el valor de esta bendición de nuevo cuño, y, por tanto, nos dirigimos a Él refunfuñando como si nunca nos hubiera escuchado.

Si pides, sobre todo, misericordias temporales, cuida siempre de dejar a Dios el grado de esas misericordias.

Puedes decir: “Señor, dame comida conveniente para mí”, pero no es tuyo estipular cuántos chelines tendrás por semana, o cuántas libras en el año. Puedes pedir que se te dé el pan y que se te asegure el agua, pero no es tuyo estipular a Dios de qué clase de vasos has de beber, o en qué clase de mesa se te ha de servir el pan. Debes dejar la medida de tus misericordias con Aquel que mide la lluvia y pesa las nubes del cielo. Los mendigos no deben ser elegidos, y especialmente no deben serlo cuando tienen que lidiar con la sabiduría y la soberanía infinitas.

Y aún más, me temo que a menudo hemos dictado a Dios con respecto al tiempo. Como iglesia nos reunimos y le pedimos a Dios que nos envíe una bendición. Esperamos tenerla la próxima semana y no llega. Nos preguntamos si el ministerio no es bendecido el siguiente día de reposo, de modo que cientos de personas son pinchadas en el corazón. Oramos una y otra vez, y al final empezamos a desfallecer. ¿Y por qué es esto? Simplemente porque en nuestros corazones hemos estado poniendo una fecha y una hora a Dios.

Nos hemos hecho a la idea de que la bendición debe llegar dentro de un determinado plazo, y si no llega, hacemos como si renegáramos de nuestro Dios declarando que no esperaremos más, que ya hemos esperado suficiente tiempo, que no tenemos más paciencia, que nos iremos, que está claro que la bendición no llegará. Desperdiciamos nuestras palabras nos imaginamos buscándola.

Oh, ¡qué equivocado es esto! ¿Qué? ¿está Dios atado a las horas, a los meses o a los años? ¿Acaso sus promesas tienen fecha? ¿No ha dicho Él mismo: “Aunque la visión se demore, espérala, vendrá, no tardará”? Y sin embargo, no podemos esperar el tiempo de Dios, sino que debemos tener nuestro propio tiempo. Recordemos siempre que es la parte de Dios limitar un cierto día a Israel, diciendo: “Hoy, si escucháis mi voz.” Pero no es nuestra parte decir a Dios: “Hoy, si oyes mi voz”.

No. Dejemos el tiempo a Él, descansando en la seguridad de que cuando los barcos de nuestras oraciones están mucho tiempo en el mar, traen a casa una carga más rica, y si las semillas de la súplica están enterradas por mucho tiempo, producirán una cosecha más rica, pues Dios, honrando nuestra fe que ha ejercido al esperar, multiplicará sus favores y ampliará su generosidad.

Sus oraciones están fuera de interés en un gran porcentaje. Déjenlas en paz. Volverán, no sólo con el capital, sino con el interés compuesto, si esperas a que el tiempo se agote y las promesas de Dios se cumplan.

Hermanos, en estos asuntos no podemos absolvernos a nosotros mismos, y me temo que será necesario mucho más que esto antes de que nuestro pecado sea totalmente desvelado. Hemos limitado al Santo de otras maneras, y puedo comentar que lo hemos hecho con respecto a nuestras oraciones y esfuerzos por los demás. Una madre ha estado ansiosa por la conversión de sus hijos. Su hijo mayor ha sido el objeto de su ferviente oración. No ha pasado ni una mañana sin que haya clamado a Dios por su salvación, le ha hablado con toda la elocuencia de una madre, ha orado en privado con él, ha utilizado todos los medios que el amor podía sugerir para hacerle pensar en un mundo mejor.

Pero todos sus esfuerzos en la actualidad parecen ser inútiles. Parece estar arando sobre una roca y echando su pan sobre las aguas. Año tras año, su hijo ha abandonado su casa, ha comenzado a hacer negocios por su cuenta, y ahora comienza a traicionar la mundanalidad. Abandona la casa de oración que su madre frecuenta. Ella mira a su alrededor cada día de reposo por la mañana, pero Juan no está allí. La lágrima está en sus ojos. Cada alusión en el sermón del ministro a la respuesta a la oración de Dios hace que su corazón vuelva a latir. Y por fin dice: “Durante todos estos años he buscado a Dios para obtener esta única bendición, y no la buscaré más. Sin embargo, rezaré un mes más, y luego, si Él no me escucha, creo que nunca más podré orar”.

Madre, retira las palabras. Borra ese pensamiento de tu alma, pues con ello estás limitando al Santo de Israel. Él está poniendo a prueba tu fe. Persevera, persevera mientras dure la vida, y si tus oraciones no son respondidas en tu vida, tal vez desde las ventanas del cielo mirarás hacia abajo y verás la bendición de tus oraciones descendiendo sobre la cabeza de tu hijo.

Así ha sido también cuando hemos tratado de hacer el bien a nuestros semejantes. Conoces a cierto hombre por cuyo bienestar sientes un extraordinario interés. Has aprovechado ocasionalmente la oportunidad de dirigirte a él, le has presionado para que asista a la casa de Dios, le has mencionado en tus devociones privadas, y a menudo en tu altar familiar. Has hablado a otros para que oren contigo, porque has creído en la promesa: “Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, les será hecho por mi Padre que está en los cielos.”

Pero ahora han pasado los meses y su amigo parece estar más desesperado que nunca. Ahora, no iré a la casa de Dios en absoluto, tal vez algún conocido impío tiene tal poder sobre él que tus esfuerzos son contrarrestados por su mala influencia. Todo el bien que puedas hacer se deshace pronto, y estáis dispuestos a decir: “No volveré a esforzarme, dirigiré mi atención a otra persona. En el caso de este hombre, al menos, mis oraciones nunca serán escuchadas. Retiraré mi mano, no emplearé una labor inútil”.

¿Y qué es esto sino limitar al Santo de Israel? ¿Qué es esto sino decir a Dios: “Porque no me has escuchado cuando deseaba ser escuchado, porque no has bendecido exactamente mis esfuerzos como yo quería que fueran bendecidos, por lo tanto, no lo intentaré más”? ¡Oh insolencia! ¡Oh impertinencia a la majestad del cielo! Cristiano, expulsa a este demonio y di: “Apártate de mí, Satanás, porque no sabes lo que es de Dios”.

Vuelve a intentarlo, y no una vez, sino, aunque mil veces fracases, vuelve a intentarlo, pues Dios no es infiel a olvidar tu obra de fe y tu trabajo de amor. Sólo continúa ejercitando tu paciencia y tu diligencia. Por la mañana siembra tu semilla, y por la tarde no retengas tu mano, porque esto o aquello seguramente prosperará en su momento.

Mientras acusaba al pueblo de Dios de pecado, me he estado condenando solemnemente a mí mismo, y si una convicción similar permanece en todos mis oyentes creyentes, mi misión está cumplida. Me dirigiré ahora a aquellos que no pueden llamarse hijos de Dios, pero que últimamente han sido estimulados a buscar la salvación.

Hay muchos de ustedes que no están endurecidos ni son indiferentes ahora. Hubo un tiempo en que fueron insensibles e indiferentes, pero no es así con ustedes en el momento presente. Ustedes se preguntan ansiosamente: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”, y han estado, tal vez, muy seriamente en oración durante los últimos dos o tres meses. El servicio de cada domingo por la mañana te envía a casa de rodillas, y no puedes abstenerte de suspiros y lágrimas incluso en tus asuntos diarios, pues clamas como alguien que no puede ser silenciado: “¡Señor, salva, o perezco!”

Tal vez Satanás ha estado metiendo en tu corazón que, como tus oraciones no han sido escuchadas, ya no sirven de nada. “Oh,” dice el maligno, “estos muchos meses has orado a Dios para que elimine tu pecado, y Él no te ha escuchado. Déjalo, no vuelvas a doblar las rodillas. El cielo no es para ti, por lo tanto, aprovecha lo mejor de este mundo, ve a beber sus placeres, aspira a sus alegrías, no pierdas la felicidad de ambos mundos, hazte alegre aquí, porque Dios nunca te bendecirá ni te salvará en el futuro”.

¿Y es esto lo que ha dicho? No lo escuches, él diseña tu destrucción. No escuches su voz. No hay nada que desee tanto como que seáis su presa, por lo tanto, estad en guardia contra él y no escuchéis sus engatusamientos. Escuchadme por un tiempo, y que Dios os bendiga al oírlo, para que no limitéis más al Santo de Israel.

Pecador, ¿qué has estado haciendo, mientras decías: “Voy a refrenar la oración porque Dios no me ha respondido todavía”? Digo, ¿qué has estado haciendo? ¿No has estado estipulando con Dios el día en que te salvará?

Supongamos que está escrito en el libro del decreto de Dios: “Salvaré a ese hombre y le daré la paz después de que haya orado siete años”, ¿sería eso difícil para ti? ¿No vale la pena esperar la bendición de la misericordia divina?

Si Él te mantiene esperando a Su puerta día tras día, aunque esperes cincuenta años, si esa puerta se abre al fin, ¿no compensará bien tu espera? Llama, hombre, vuelve a llamar y no te vayas. ¿Quién eres tú para decir a Dios: “tendré paz en tal día, o dejaré de suplicar”? Esta es una ofensa común a todas las pobres almas buscadoras temblorosas. Confiésalo ahora y dile a Dios: “Señor, dejo el tiempo contigo, y no dejaré de suplicar, porque,

‘Si perezco, oraré,

y sólo pereceré allí'”.

¿Y no piensas, de nuevo, que tal vez la causa de tu actual angustia es que has estado dictando a Dios la forma en que te salvará? Tienes un conocido piadoso que se convirtió de una manera muy notable. Fue convicto repentinamente y justificado tan repentinamente a la vista de Dios. El conoce el día y la hora en que obtuvo la misericordia, y tú has decidido neciamente que nunca te aferrarás a Cristo a menos que sientas lo mismo.

Has establecido como en un decreto, que Dios ha de salvarte, por así decirlo, mediante una descarga eléctrica, que debes ser conscientemente golpeado, y vívidamente iluminado, o de lo contrario nunca te aferrarás a Cristo. Quieres una visión. Le dictas a Dios que debe enviar a uno de sus ángeles para decirte que te ha perdonado.

Ahora ten por seguro que Dios no tendrá nada que ver con tu dictado. Él tendrá que ver con tu deseo de ser salvado, pero no tendrá nada que ver con tus planes acerca de cómo debería salvarte. Oh, conténtate con obtener la salvación de cualquier manera, si es que la obtienes. Si no puedes tenerla como el hijo pródigo, que sintió los brazos de su padre alrededor de él, y conoció el beso de su padre, y tuvo música y baile en el momento en que fue restaurado, si no puedes entrar por la puerta principal, confórmate con entrar por la trasera.

Si la misericordia viene a pie no la desprecies, pues es tan bella como cuando va en su carro. Conténtate con ir vestido de saco ante Dios, y allí lamentar tu culpa y aferrarte a Aquel que quita el pecado del mundo.

Pecador, cree en Cristo. Ese es el mandato de Dios y tu privilegio. Apóyate en Su expiación, confía en Él y sólo en Él, y si Dios decide no consolarte de la manera que esperabas, conténtate con recibir la bendición de cualquier manera, siempre y cuando la recibas. No limitéis, os lo ruego, al Santo de Israel.

Sobre este punto del discurso podría detenerme mucho y dar muchos ejemplos. Pero prefiero cerrar este primer punto de mi discurso observando una vez más, qué atroz ofensa, qué irrazonable iniquidad es que cualquiera de nosotros intente Ordenarle a Dios. Oh, hombre, sabe que Él es soberano.

“Él domina en todas partes,

y todas las cosas sirven a Su poder”.

¿Te atreverás tú, un mendigo, a Ordenar al Rey de reyes, al Señor de señores, cuando los ángeles velan sus rostros ante Él, y apenas se atreven a mirar su brillo? ¿Te atreverás a enseñorearte de Él, y a dar órdenes a tu Hacedor? ¿Se inclinará la sabiduría infinita para obedecer a tu insensatez, y la bondad divina quedará encerrada y enjaulada entre los barrotes de tus frenéticos deseos? ¿Qué? ¿Te atreves a subir los peldaños de Su trono, y a afrentarle con tus altivos discursos, cuando los querubines no se atreven a mirar su brillo, cuando los pilares del techo estrellado del cielo tiemblan y se sobresaltan ante su reprimenda? ¿Buscarás ser más grande que Él?

¿Será el hombre mortal más grande que su Dios? ¿Acaso ha de Ordenar al Eterno el que ha nacido de una mujer y de pocos días, y está lleno de locura? No, ve a Su trono, inclínate reverentemente ante Él, entrega tu voluntad, deja que sea atada con grilletes de oro un esclavo de Dios. Clama hoy: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador, y que no sea como yo quiero, sino como Tú quieres”.

Así, pues, he disertado sobre la primera parte del tema.

II. En segundo lugar, limitamos al Santo de Israel por la desconfianza.

Y aquí nuevamente dividiré a mi congregación en las dos grandes clases de santos y pecadores. Hijos de Dios, comprados por la sangre y regenerados por el Espíritu, ustedes son culpables aquí, pues por su desconfianza y temor han limitado a menudo al Santo de Israel, y han dicho, en efecto, que su oído es pesado para no oír, y que su brazo es corto para no salvar.

En tus pruebas has hecho esto. Has mirado tus problemas, los has visto rodar como olas de montaña, has escuchado tus temores, y han aullado en tus oídos como vientos tempestuosos, y has dicho: “Mi barca no es más que una barca débil, y pronto naufragará. Es cierto que Dios ha dicho que a través de las tempestades y las sacudidas me llevará a mi deseado puerto. Pero, ¡ay! un estado como éste nunca fue contemplado en Su promesa, me hundiré al fin y nunca veré Su rostro con alegría”.

¿Qué has hecho, miedoso? Oh tú, de poca fe, ¿sabes qué pecado has cometido? Has juzgado que la omnipotencia de Dios es finita. Has dicho que tus problemas son mayores que Su poder, que tus males son mas terribles que Su poder. Yo digo que te retractes de este pensamiento, que lo ahogues y que tú mismo no te ahogues. Entrégalo a los vientos y descansa con la seguridad de que de todos tus problemas Él te sacará, y en tu más profunda angustia no te abandonará.

“Pero”, dice uno, “una vez lo creí, y esperaba una salida de mi situación actual, pero esa salida me ha fallado. Creí que algún amigo me habría asistido, y así, imaginé que habría salido del horno”. ¡Ah! y tú desconfías de Dios porque no elige usar los medios que tú has elegido, porque Su elección y tu elección no son iguales, por lo tanto dudas de Él.

Hombre, Él no se limita a los medios, a ningún medio, y mucho menos a uno de tu elección. Si Él no te libra calmando la tempestad, te tiene reservado un camino mejor, enviará desde lo alto y te librará, te sacará de las aguas profundas para que no se desborden sobre ti.

¿Qué podrían haber dicho Sadrac, Mesac y Abednego? Supongamos que se les hubiera metido en la cabeza que Dios los liberaría de alguna manera en particular. Sí tenían esa idea, pero dijeron, como para demostrar que no confiaban realmente en su pensamiento sobre la liberación: “Sin embargo, que sepas, oh rey, que no adoraremos a tus dioses, ni nos inclinaremos ante la imagen que has levantado”. Estaban dispuestos a dejar que Dios hiciera su voluntad, aunque no utilizara ningún medio de liberación.

Pero supongamos, digo, que hubieran conferenciado con la carne y la sangre, y que Sadrac hubiera dicho: “Dios matará a Nabucodonosor, justo en el momento en que los hombres estén a punto de meternos en el horno, el rey palidecerá y morirá, y así escaparemos”.

Oh, amigos míos, habrían temblado ciertamente cuando entraron en el horno si hubieran elegido sus propios medios de liberación, y el rey hubiera permanecido vivo. Pero en lugar de esto, se entregaron a Dios, aunque Él no los liberó. Y aunque no impidió que entraran en el horno, los mantuvo vivos en él, de modo que ni siquiera el olor del fuego pasó sobre ellos.

Así será con vosotros. Descansa en Dios. Cuando no lo veas, créelo, cuando todo parezca contradecir tu fe, no te tambalees ante la promesa. Si ÉL lo ha dicho, puede encontrar formas y medios para hacerlo. Ten la seguridad, pecador, de que Él podría venir desde Su trono para hacerlo Él mismo en persona, en lugar de permitir que Sus promesas sean incumplidas. Las arpas del cielo deberían lamentar antes a un Dios ausente que a ti una promesa rota. Confía en Él, descansa constantemente en Él, y no limites al Santo de Israel.

¿No crees que la iglesia como un gran cuerpo ha hecho esto? Ninguno de nosotros espera oír que una nación nace en un día. Si se dijera que en cierta capilla de Londres se han convertido esta mañana unas mil almas con un solo sermón, sacudiríamos la cabeza con incredulidad y diríamos que no puede ser. Tenemos la idea de que, como últimamente sólo hemos tenido gotas de misericordia, nunca tendremos lluvias de ella, porque la misericordia parece haber llegado sólo en pequeños riachuelos y chorritos, hemos concebido la idea de que nunca podrá rodar sus poderosas inundaciones como los enormes ríos del mundo occidental.

No, hemos limitado al Santo de Israel, especialmente como predicadores lo hemos hecho. No esperamos que nuestro ministerio sea bendecido, y por lo tanto no es bendecido. Si hubiéramos aprendido a esperar grandes cosas, las tendríamos. Si nos hubiéramos propuesto esto, que la promesa era grande, que el Promotor era grande, que Su fidelidad era grande, y que Su poder era grande, y si con esto como nuestra fuerza nos pusiéramos a trabajar esperando una gran bendición, creo que no seríamos decepcionados.

Pero la iglesia universal de Cristo ha limitado al Santo de Israel. Pues, amigos míos, si Dios quiere, no necesitan preguntar dónde vendrán los sucesores de tal o cual hombre. No necesitan sentarse y preguntar cuando tal o cual se haya ido, dónde habrá otro que predique la Palabra con poder.

Cuando Dios dé la palabra, grande será la multitud de los que la publiquen, y cuando la multitud comience a publicar, créanme, Dios puede mover miles con la misma facilidad con que puede mover decenas, y donde nuestro estanque bautismal ha sido agitado por unos y otros, Él puede ordenar que millones desciendan para ser bautizados en nuestra santa fe. No limitéis, oh, no limitéis, vosotros, iglesia del Dios viviente, no limitéis al Santo de Israel.

Y ahora me dirijo al pobre corazón atribulado, y aunque acuse de pecado, no dudo que el Espíritu dará testimonio con la conciencia, y conduciendo a Cristo, liberará esta mañana de su yugo mortificante. Pobre atribulado, has dicho en tu corazón: “Mis pecados son demasiados para ser perdonados”. ¿Qué has hecho? Arrepiéntete y deja que las lágrimas rueden por tus mejillas. Has limitado al Santo de Israel. Has puesto tus pecados por encima de Su gracia. Has considerado que tu culpa es más omnipotente que la propia omnipotencia. Él puede salvar hasta el extremo a los que se acercan a Dios por Cristo. No puedes haber excedido los límites de Su gracia. Aunque tus pecados sean muchos, la sangre de Cristo puede eliminarlos todos, y si dudas de esto, estás limitando al Santo de Israel.

Otro dice: No dudo de su poder para salvar, lo que dudo es de su voluntad. ¿Qué has hecho en esto? Has limitado el amor, el amor ilimitado del Santo de Israel.

¿Qué, te quedas en la orilla de un amor que siempre debe ser sin orillas? ¿Fue lo suficientemente profundo y amplio como para cubrir las iniquidades de Pablo, y se detiene justo donde tú estás? ¿Por qué?, ¿eres tú el límite entonces, te mantienes como el hito limitante de la gracia del Santo de Israel. Fuera de tu locura, deshazte de tu desconfianza. Aquel cuyo amor ha abrazado al principal de los pecadores, está dispuesto a abrazarte, si ahora odiando tu pecado y dejando tu iniquidad, estás dispuesto a poner tu confianza en Jesús.

Os ruego que no limitéis al Santo de Israel pensando que no está dispuesto a perdonar. ¿Eres consciente del pecado que cometes cuando piensas que Dios no está dispuesto a salvar? Pues, estás acusando a Dios de ser un mentiroso. ¿No te alarma eso? Has hecho algo peor que esto, incluso lo has acusado de ser perjuro, pues dudas de Su juramento. “Vivo yo, dice Jehová, que no quiero la muerte del que muere, sino que prefiero que se vuelva a mí y viva”. ¿No crees eso? Entonces haces que Dios sea perjuro.

¡Oh! tiembla ante una culpa como ésta. “No, pero”, dices, “yo no lo acusaría, sino que Él sería tranquilamente justo si no quisiera salvarme”. Me alegro de que digas eso, eso demuestra que no acusas a Su justicia. Pero sigo diciendo que estás limitando Su amor. ¿Qué dice Él mismo? ¿Lo ha limitado? ¿No ha dicho Él mismo: “Todo el que tenga sed, venga a las aguas, y el que no tenga dinero, venga, compre y coma; sí, venga, compre vino y leche sin dinero y sin precio”? ¿Y tú tienes sed, y todavía piensas que Su amor no puede alcanzarte?

¡Oh! mientras Dios te asegura que eres bienvenido, no seas tan malvado como para lanzar la mentira en los dientes de la misericordia. No limites al Santo de Israel. “Pero señor, soy un viejo pecador”. Sí, pero no limites a Dios. “Pero soy un pecador tan negro”. No limites la eficacia de la sangre purificadora. “Pero lo he agravado tanto”. No limites su infinita longanimidad. “Pero mi corazón es tan duro”. No limites el poder de fusión de Su gracia. “Pero soy tan pecador”. No limites la potencia de la expiación. “Pero señor, soy tan duro de corazón, y siento tan poco mi necesidad de Él”. No limites las influencias del Espíritu por tu insensatez o tu terquedad, sino ven como eres, y pon tu confianza en Cristo, y así honrarás a Dios y Él no deshonrará tu fe.

Si consideras ahora por un momento cuán fiel ha sido Dios con Sus hijos y cuán fiel ha sido a todas Sus promesas, pienso que el santo y el pecador pueden pararse juntos y hacer una confesión común y pronunciar una oración común: “Señor, hemos sido culpables de dudar de Ti, te rogamos que no te limitemos más”.

Oh, recuerda, recuerda más y más el amor y la bondad de Dios para con su antiguo pueblo, recuerda cómo los liberó muchas veces, cómo los sacó de Egipto con mano alta y brazo extendido, piensa cómo los alimentó en el desierto, cómo los llevó todos los días de la antigüedad, recuerda su fidelidad a su pacto y a su siervo Abraham, y di si te abandonará, si olvidará su pacto sellado con sangre, si no cumplirá su promesa, si será lento para responder o descuidado para cumplir.

Rastrea el pensamiento, aléjalo, y ahora ven, y al pie de la cruz renueva tu fe, a la vista de las llagas fluyentes renueva tu confianza y di: “Jesús, ponemos nuestra confianza en Ti, la gracia de Tu Padre nunca puede fallar, Tú nos has amado, y Tú nos amarás a pesar de nuestros pecados, Tú nos presentarás al fin ante el rostro de Tu Padre en la gloria eterna.”

III. Y ahora, para concluir, necesito su solemne atención mientras me dirijo a un número muy pequeño de personas aquí presentes, por cuyo penoso estado siento la mayor lástima. Ha sido mi triste deber como pastor de una congregación tan grande, tener que tratar con casos de desesperados. Aquí y allá, hay hombres y mujeres que han llegado a un estado que, sin querer herirlos, me siento libre de confesar que es de triste desesperación.

Sienten que son culpables, saben que Cristo es capaz de salvar, también entienden doctrinalmente el deber de la fe, y su poder para traer la paz, pero perseveran en la declaración de que no hay misericordia para ellos. En vano se encuentra un caso paralelo, pronto descubren alguna pequeña discrepancia y así se escapan. Las promesas más poderosas pierden toda su fuerza, porque se vuelven de su filo con la declaración: “Eso no se refiere a mí”.

Leen en la Palabra de Dios que “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores,” ellos son pecadores, pero no pueden pensar que Él vino a salvarlos. Saben muy bien que Él es capaz de salvarlos hasta el extremo, no dirían que han ido más allá del extremo, pero aun así lo piensan. No pueden imaginar que la gracia gratuita y el amor soberano puedan llegar a ellos. Es cierto que tienen sus destellos de sol, a veces creen, pero cuando la cómoda presencia de Dios desaparece, recaen en su antigua desesperación.

Permítanme hablar con mucha ternura, y ¡oh, que el Espíritu de Dios hable también! Mi querido hermano y hermana, ¿qué están haciendo? Les pregunto, ¿qué están haciendo? si no están limitando al Santo de Israel? ¿Deshonrarías a Dios? “No”, dicen ustedes, “no lo haría”. Pero lo estás haciendo.

Estás diciendo que Dios no puede salvarte, o si no dices eso, estás implicando que toda la tortura que has sentido en tu conciencia, y toda la ansiedad que tienes en tu corazón, nunca han movido a Dios a mirarte.

Vaya, haces que Dios sea el más duro de todos los seres. Si escucharas a otro gemir como tú estás gimiendo, llorarías por él, pero piensas que Dios te mira con fría indiferencia, y que nunca escuchará tu oración. Esto no sólo es limitante, sino que es calumniar al Santo de Israel.

Oh, salgan, les ruego, y atrévanse a creer algo bueno de su Dios. Atrévete a creer esto, que Él está dispuesto ahora a salvarte, que ahora quitará tus pecados. “Pero supongamos, señor, que yo crea algo demasiado bueno”. No, eso no puedes hacerlo. Piensa en Dios como el ser más amoroso, más tierno que pueda existir, y habrás pensado justamente en Él. Piensa que tiene el corazón de una madre que se lamenta por su bebé enfermo, piensa que tiene el corazón de un padre que se compadece de sus hijos, piensa que tiene el corazón de un esposo que ama a su esposa y la cuida, y habrás pensado correctamente en Él.

Piensa en Él como alguien que no mira tus pecados, sino que los echa a sus espaldas. Atrévete por una vez a darle a Dios un poco de honor. Ven, pon la corona en Su cabeza, di: “Señor, soy el más vil rebelde del infierno, el más duro de corazón, el más lleno de pensamientos blasfemos, soy el más malvado, el más abandonado, Señor déjame tener el honor ahora de poder decir, Tú eres capaz de salvarme incluso a mí,’ y en Tu ilimitado amor, Tu gran, Tu infinita gracia, confío”.

Uno de los himnos de Charles Wesley, que se me olvida ahora, tiene una expresión más o menos así: “Señor, si hay un pecador en el mundo más necesitado que yo, entonces recházame, si hay uno más indigno que yo, entonces échame, si hay uno que necesita gracia y misericordia, piedad y compasión, más que yo, entonces pasa de mí”. “Pero Señor”, dice en su canción, “tú sabes que soy el primero de los pecadores, el más vil de los viles, el más endurecido y el más insensato, entonces, Señor, glorifícate mostrando a los hombres, a los ángeles y a los demonios lo que puede hacer tu diestra”.

Que el Espíritu Santo te permita salir ahora del calabozo de la desesperación, y no limitar más al Santo de Israel. No añadiré nada más, sino que dejaré el efecto de este sermón con mi Dios. Que cada uno de nosotros le crea mejor, y tenga mayores pensamientos de Él, y que nunca seamos culpables en adelante de confinar, por así decirlo, dentro de barrotes de hierro al ilimitado de Israel.

0 Comments

Discover more from Estudia La Palabra

Subscribe now to keep reading and get access to the full archive.

Continue reading