SERMON#989 – Una Última Advertencia – Charles Haddon Spurgeon

by Jun 29, 2022

 

“El tiempo de mi partida está cercano”. 2 Timoteo 4: 6.

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El cambio, es decir, la remoción de Pablo de este mundo al otro, estaba muy cercano y era inminente, y el apóstol estaba plenamente consciente de él; con todo, miraba al pasado con calmada satisfacción, miraba al futuro con una dulce seguridad y miraba a su entorno con el más profundo interés en la misión que había absorbido su vida. Como habrán notado mientras leíamos el capítulo, en su caso “la pasión dominante era potente en la muerte”. Escribiendo la que muy bien sabía que sería la última carta que escribiría jamás, su principal tópico es el cuidado por la iglesia de Dios -ansiedad por la promoción de la verdad- y celo por el progreso del Evangelio. Cuando muera y abandone el puesto de servicio, la escena de sufrimiento y el campo de actividad, ¿a quién le quedará el manto? Pablo desea encontrar en Timoteo a un digno sucesor, poseedor de una sólida fe, de un sincero corazón y, además, de un intrépido valor, alguien que blandiera la espada y sostuviera el estandarte una vez que su mano quedara paralizada por la muerte. Los hombres nos han mostrado usualmente lo que hay en el fondo de sus corazones cuando han estado en la antesala de la muerte. Sus últimas expresiones agonizantes han sido frecuentemente revelaciones de su carácter completo. En las últimas frases de la pluma de Pablo tienen ciertamente ante ustedes un compendio imparcial de toda su vida. Confía en el Salvador y está ansioso por mostrar su amor por ese Salvador. Prioridades en su mente son la prosperidad de la iglesia cristiana y el progreso de la santa causa del Evangelio. ¡Oh, que viviéramos enteramente para Cristo y muriéramos también para Él! Que esto fuera siempre primordial en nuestros pensamientos: “¿Cómo puedo hacer progresar el reino de nuestro Señor y Salvador? ¿Por qué medios puedo bendecir a Su iglesia y a Su pueblo?”

Es muy hermoso observar la manera en que Pablo describe su muerte en este versículo. Según nuestra traducción, habla de ella como un sacrificio. “Yo ya estoy” –dice- “para ser sacrificado”. Si aceptamos esta versión, podría suponerse que significa que se sentía como alguien que estaba listo, como un becerro o un cordero, para ser colocado sobre un altar. Pablo preveía que moriría la muerte de un mártir. Él sabía que no podía ser crucificado como su hermano Pedro lo había sido, pues un ciudadano romano estaba exento, como regla, de esa ignominiosa muerte. Esperaba morir de alguna otra manera. Probablemente imaginara que sería por la espada, y así se describe a sí mismo como alguien que esperaba que fuera usado en él el cuchillo sacrificial para ser presentado como un sacrificio. Digo que eso es a lo que nos conducirían a pensar las palabras de nuestra traducción. Pero el original es mucho más instructivo. En el original griego, el apóstol no se compara con un sacrificio sino con una libación. Todo judío sabría lo que significaba eso. Cuando se ofrecía un holocausto, el becerro o la víctima sacrificada eran la parte sustancial del sacrificio. Pero algunas veces a ese sacrificio se le agregaba un pequeño -iba a decir insignificante- suplemento que consistía en un poco de aceite y un poco de vino que eran vertidos sobre el altar o el becerro, y de esa manera se agregaba la libación al holocausto.

Ahora bien, Pablo no se aventura a llamarse a sí mismo un sacrificio, pues Cristo es su sacrificio. Cristo es, por decirlo así, el sacrificio sobre el altar. El apóstol se compara sólo con ese poco de vino y de aceite vertidos como un suplemento para el sacrificio, que no eran necesarios para su perfección, pero que eran tolerados en el cumplimiento de un voto, o que eran permitidos en conexión con una ofrenda voluntaria, tal como lo encontrarán si buscan con calma en el capítulo quince de Números, del versículo cuarto al octavo. La libación era entonces un tipo de suplemento ofrecido por una persona como muestra de agradecimiento. Pablo está decidido a mostrar su agradecimiento a Cristo, el grandioso sacrificio, y está anuente a que su sangre sea derramada como una libación sobre el altar en el que su Señor y Maestro era el gran holocausto. Pablo se regocija de poder decir: “yo ya estoy listo para ser presentado como una libación para Dios”.

Tendremos que tratar, principalmente, con la segunda descripción que hace de su muerte. ¿Qué dice cuando está cercana la hora de vérselas con ese sombrío monstruo? No me parece que esté triste. Quienes se deleitan con la lóbrega poesía han representado a la muerte a menudo con un terrible lenguaje. “Es duro”, dice alguien:

“Sentir que la mano de la muerte detiene nuestros pasos,

Que marchita implacable las esperanzas en flor

Y que lanza intempestivamente el alma a las sombras”.

Y otro exclama:

“Oh Dios, es algo terrible

Ver que el alma emprende el vuelo,

¡De cualquier forma, de cualquier modo!

La he visto precipitarse en sangre

Le he visto en el encrespado océano,

Luchar con un entumecido movimiento convulsivo”.

No sucede así con el apóstol. Ni siquiera lo oigo hablar de volar a través de la puerta como nuestro gran poeta antiguo ha descrito a la muerte. No dice: “La hora de mi disolución está cercana”, que serían unas palabras muy apropiadas si las hubiese usado; pero él no considera tanto el proceso como el resultado de su muerte. No dice ni siquiera: “La hora de mi muerte está cercana”, sino que adopta una bella expresión: “El tiempo de mi partida” –palabras que son usadas algunas veces para describir a un barco que zarpa del puerto; describe la izada del ancla y la liberación de sus amarras cuando está a punto de zarpar en el mar. Se compara con un barco que espera en la bahía por un breve tiempo, diciendo: “El tiempo para levar el ancla, el tiempo para soltar el cable y las amarras ha llegado; pronto emprenderé mi viaje”. Y Pablo sabía muy bien que su viaje concluiría en los hermosos refugios del puerto de la Paz en la patria mejor, adonde su Señor le había precedido.

Ahora vamos a proceder a decir muy brevemente una palabra acerca de la partida; luego diremos unas palabras más breves acerca del tiempo de nuestra partida; y luego algo más respecto a que el tiempo de nuestra partida está cercano, intentando presentar especialmente aquí algunas lecciones que pudieran ser de utilidad práctica para cada uno de nosotros.

  1. Primero, entonces, queridos hermanos, pensemos un poco acerca de NUESTRA PARTIDA.

Es evidente que no nos quedaremos aquí para siempre. No viviremos tanto aquí en la tierra como vivió el primer hombre o como esos padres antediluvianos que vivieron unos ochocientos o novecientos años. La longitud de la vida humana de entonces condujo a una gran abundancia de pecado. Monstruosidades del mal maduraron como consecuencia de la larga continuidad de la fortaleza física y de la fuerza acumulativa de hambrientas pasiones. Tomando en cuenta todo, es una misericordia que la vida sea abreviada y que no sea prolongada mil años. En medio de la aguda competencia de hombre contra hombre, y de clase contra clase, hay un límite para cada esquema de ensanchamiento personal, un límite para todas las rapiñas del despotismo individual, un freno para los acaparamientos de la avaricia de cada quien. Está bien, digo, que así sea. La breve duración de la vida le corta las alas a la ambición y le despoja de su presa. La muerte interviene para privar de su poder a los poderosos, para detener la rapacidad de los invasores y para esparcir ampliamente las posesiones de los ricos. Los peores réprobos tienen que concluir su carrera después de haber disfrutado sus setenta o sus ochenta años de maldad. Y en cuanto a los hombres buenos y piadosos, aunque lamentamos su partida especialmente cuando pensamos que han sido arrebatados de nosotros prematuramente, recordamos cómo los triunfos de los genios han sido logrados en su mayor parte en la juventud, y cuánto se ha enriquecido el mundo gracias a las cabezas y los corazones de quienes han sembrado las semillas de la fe y han dejado que otros recojan los frutos. Si en menos del tiempo asignado han cumplido el servicio de su generación, podemos ahorrarnos nuestras lágrimas, pues nuestras lamentaciones son innecesarias. La citación nos ha de llegar en breve a cada uno de nosotros. No podemos detenernos aquí tanto tiempo como lo hicieron los vetustos padres de nuestra raza; nosotros esperamos zarpar y es conveniente que nos preparemos. El mundo mismo será consumido un día. “Los elementos, siendo quemados, se fundirán”. Somos proclives a llamar a la tierra en que estamos: terra firma (tierra firme), pero debajo de ella probablemente se encuentre un océano de fuego, y ella misma sentirá la fuerza del océano. No ha de maravillarnos que, siendo la casa tan frágil, los inquilinos sean inestables y migratorios. Ciertamente tendremos que irnos, lo dudemos o no. Tendremos que partir.

Amado creyente en Cristo Jesús, para ti el benigno término: “Partida”, no es más benigno que la verdad que representa. Morir es pasar de este mundo al Padre. ¿Qué dices al respecto de tu partida? ¿Qué dices de lo que dejas y qué piensas de aquella tierra a la que te diriges? Bien, de la tierra que salimos, hermanos míos, podríamos decir muchas cosas duras si quisiéramos, pero pienso que es mejor no hacerlo. Hablaríamos más correctamente si dijéramos cosas duras respecto a nosotros mismos. Esta tierra, hermanos míos, ha sido una tierra de misericordia para nosotros. Ha habido aflicciones en ella, pero cuando nos despidamos, le haremos justicia y diremos la verdad con respecto a ella. Nuestras aflicciones han germinado usualmente en nuestros pechos, y aquellas que han provenido de la tierra misma habrían sido muy leves si no hubiese sido por la plaga de nuestros corazones, que hizo que nos sintiéramos vejados e inquietos por esas aflicciones. ¡Oh, la misericordia que ustedes y yo hemos experimentado en esta vida! ¡Para nosotros que somos creyentes ha valido la pena vivir la vida! Aun si muriéramos como muere un perro, ha valido la pena vivir debido al gozo y a la bienaventuranza que Dios ha hecho pasar ante nosotros. Yo no me atrevería a llamar ‘malo’ al país en que conocí a mi Salvador y recibí el perdón de mi pecado. No me atrevería a llamar ‘mala’ a la vida en la que he visto a mi Salvador, aunque sea por espejo, oscuramente. ¿Cómo hablaré mal de esa tierra donde Sion está edificada, hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, el lugar de nuestras solemnes asambleas donde hemos adorado a Dios? No; maldita como fue la tierra desde el principio para producir espinas y abrojos, la existencia de la iglesia de Dios en esa tierra pareciera haber resarcido sustancialmente los daños a quienes conocen y aman al Salvador. Oh, ¿no hemos subido en amistad a la casa de Dios, con cantos de extática dicha, y cuando nos hemos congregado en torno a la mesa del Señor -aunque no hubiera nada en ella excepto el tipo y el emblema- no hemos sentido que es algo dichoso encontrarnos en la asamblea de los santos, y en los atrios de la casa del Señor aun aquí? Cuando soltemos nuestro cable y le digamos adiós a la tierra, no será con amargura al echar una mirada retrospectiva. Hay pecado en ella, y somos llamados a dejarlo; ha habido tribulación en ella, y somos llamados a ser librados de ella; ha habido aflicción en ella, y nos alegra porque iremos donde no habrá ya más aflicción. Ha habido debilidad, y dolor y sufrimiento en ella, y nos alegra porque resucitaremos en poder; ha habido muerte en ella, y nos alegra despedirnos de las mortajas y de los dobles de las campanas; pero, a pesar de todo, ha habido tal misericordia en ella y tal clemencia de Dios en ella, que el desierto y el lugar solitario han sido alegrados, y el yermo se ha regocijado y ha florecido como una rosa. No nos despediremos del mundo execrándolo, o dejando detrás de nosotros un frío estremecimiento y una triste remembranza, sino que partiremos diciendo adiós a las escenas que permanecen y a la gente de Dios que se queda allí por un poco más de tiempo, bendiciendo a Aquel cuya bondad y cuya misericordia nos han seguido todos los días de nuestra vida, y que nos está llevando ahora a morar en la casa del Señor para siempre.

Pero, queridos hermanos, si he tenido que hablar de una manera más o menos apologética de la tierra de la que partimos, tendré que presentarles disculpas por mi pobre plática acerca de la tierra a la cual nos dirigimos. Ah, ¿adónde vas tú, espíritu liberado de tu arcilla? ¿Adónde vas? La respuesta tiene que ser, en parte, que no sabemos. Ninguno de nosotros ha visto las calles de oro sobre las que acabamos de cantar hace unos instantes; aquellos acordes que los arpistas tañen con sus arpas no han entrado nunca en estos oídos; cosas que ojo no vio, ni oído oyó, todo eso no ha sido revelado a los sentidos; carne y sangre no pueden heredarlo, y, por tanto, carne y sangre no pueden imaginarlo. Sin embargo, no es desconocido, pues Dios lo ha revelado a nosotros por Su Espíritu. Los hombres espirituales han experimentado que el espíritu, su propio espíritu nacido de nuevo, vive, brilla, arde y triunfa en su interior. Saben, por tanto, que si el cuerpo sucumbe, no morirán. Sienten que hay una vida en su interior que es superior a la sangre y al hueso, al nervio y al músculo. Sienten la vida de Dios en su interior, y nadie podría negarla. Su propia experiencia les ha demostrado que hay una vida interior. Bien, entonces, cuando esa vida interior es fuerte y vigorosa, el espíritu le revela a menudo lo que será el mundo de los espíritus. Hermanos, nosotros sabemos lo que es la santidad, ¿no es cierto? ¿Acaso no la estamos buscando? Eso es el cielo: el cielo es la perfecta santidad. Sabemos qué quiere decir ‘la paz’. Cristo es nuestra paz. Reposo: Él nos da reposo, y encontramos eso cuando tomamos Su yugo. El reposo es el cielo. Y el reposo en Jesús nos dice qué es el cielo. Sabemos, aun hoy, qué es la comunión con Dios. Si alguien dijera: “yo no la conozco”, yo le respondería así: supón que yo le dijera: “tú no sabes qué es comer y beber”, el hombre me diría que yo estoy falseando las cosas, pues él sabe -así como conoce su propia existencia- qué es comer y beber. Así, tan cierto como que yo vivo, tengo comunión con Dios. Lo sé con la misma certeza que tienen ustedes de que yo se los he declarado. Bien, amigos, eso es el cielo. Sólo tiene que ser desarrollado desde el germen hasta el producto, y allí está el cielo en su pleno desarrollo.

De igual manera, ¿no sabemos lo que es la comunión con los santos? ¿No nos hemos alegrado con las dichas de cada quien, y no nos hemos sentido felices con la experiencia de nuestros hermanos? Eso, también, llevado a la perfección, será el cielo. ¡Oh, apoyarte sobre el pecho del Salvador y permanecer allí absorto en Su mente y en Su amor, cediendo todas las cosas a Su supremacía y contemplando en Él a tu rey! Cuando has estado en ese estado has gustado un canapé del cielo. Tu visión podría haber sido como la de alguien que sólo ve el rostro de un hombre en la sombra, pero que reconocería a ese hombre de nuevo por la pura sombra. Así conocemos lo que es el cielo. Cuando lleguemos allá no seremos forasteros en una tierra extraña. Si bien diremos como la Reina de Saba: “Ni aun se me dijo la mitad”, con todo, reflexionaremos al respecto así: “Había conjeturado que habría algo de esta naturaleza. Sabía, en verdad, por lo que había experimentado de sus capullos aquí abajo, que la flor en su plenitud sería algo de este tipo”. ¿Adónde vas, entonces, espíritu que partes para remontarte a través de rutas para ti desconocidas? Tu respuesta es: “Parto lejos, muy lejos, al trono de Aquel cuya cruz me dio por primera vez vida y luz y esperanza. Me encamino al propio pecho de mi Salvador, donde espero reposar y tener compañerismo con la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en los cielos”. Esta es la partida que tienes en cercana perspectiva.

Supón, querido amigo, que el pensamiento de partir de este mundo al mundo de la gloria te llegara a sobresaltar; entonces, permíteme recordarte que no eres el primero en ir por ese camino. Tu barco está en el dique, por decirlo así, o en el muelle; va a zarpar; ¡oh, pero no irás solo, ni tendrás que trazar tu curso a través de senderos que no han sido navegados o que eran desconocidos antes! Cuando el capitán portugués iba a rodear por primera vez el Cabo de las Tormentas, emprendía un viaje aventurado, y cuando lo hubo rodeado lo llamó el Cabo de Buena Esperanza. Cuando Colón fue por primera vez en busca del Nuevo Mundo, su espíritu fue muy valeroso, pues se atrevió a cruzar el Atlántico que no había sido navegado previamente. Pero, oh, hay decenas de miles de personas que han ido donde tú vas. El Atlántico que nos separa de Canaán está lleno blancas velas de barcos que van surcando hacia allá. No temas, no se han hundido; recibimos buenas nuevas acerca de su llegada; hay muy buenas esperanzas para ti. No hay témpanos de hielo en el camino, no hay nieblas, no hay corrientes encontradas, no hay barcos hundidos ni hay arenas movedizas. Sólo tienes que cortar tus amarras y con Cristo a bordo, estarás de inmediato en tu anhelado puerto.

Recuerda, también, que tu Salvador siguió esa ruta. ¿Tienes que partir? Cristo partió también. Algunos de mis hermanos están muy felices –como niños con un juguete nuevo- con la idea de que no morirán nunca, porque Cristo vendrá y pudiera ser antes del tiempo de su deceso, pues, “No todos dormiremos; pero todos seremos transformados”. Bien, que venga, sí, que venga; que venga rápido. Pero si yo pudiera elegir, si me fuera permitido escoger, yo preferiría atravesar los portales de la tumba. Los que estén vivos y permanezcan hasta la venida del Señor verán que los que duermen les preceden y se les adelantan. Pero seguramente carecerán de un punto de conformidad con su Señor, pues Él no desdeñó quedarse por un tiempo en la tumba, aunque era imposible que fuese retenido por la muerte. Entonces, que el sello de la muerte sea estampado en este rostro mío, para que mi suerte en este asunto sea como la Suya. Enoc y Elías fueron eximidos de ese privilegio –privilegio, lo llamo- de imitarlo en Su muerte. Pero es seguro ir por el camino trillado y es deseable viajar por la ruta ordinaria a la ciudad celestial. Jesús murió. A lo largo del valle de sombras, del valle de las sombras de muerte, están las huellas de Emanuel por toda la ruta. Vayan por él y no teman. Reflexionen también, amados hermanos y hermanas, que muy bien podemos esperar con ansias nuestra partida, y esperarla también cómodamente. ¿Acaso no es conveniente en razón de la naturaleza? ¿Acaso no es deseable en razón de la gracia? ¿Acaso no es necesario en razón de la gloria? Digo, ¿no es nuestra partida necesaria en razón de la naturaleza? Cuando llegan a una edad venerable, los hombres no son lo que fueron en la flor de sus días. Necesitan un báculo para sus pies, y necesitan lentes para los ojos; y después de un cierto número de años, incluso aquellos sobre quienes el Tiempo ha puesto su mano muy benignamente, encuentran que el gusto se ha esfumado. Podrían proclamar, como el viejo Barzilai, que no toman gusto en lo que toman o beben. El oído falla, las hijas del canto están abatidas y todo el albergue va quedando desvencijado. ¡Oh, sería algo triste si tuviéramos que continuar viviendo! Tal vez no haya un cuadro más horrendo que el que aquel escritor satírico, ese extraño hombre satírico: Swift, pintó de hombres que vivieron hasta alcanzar edades de seiscientos o setecientos años. Hemos de estar agradecidos por no rondar en la debilidad mental. La amable Naturaleza nos dice que podemos partir; nos da un aviso, y lo torna bienvenido por la corrupción que nos sobreviene. Además, la gracia lo desea, pues sería una pobre experiencia de su amabilidad como nuestra mejor y más verdadera amiga, que no nos hiciera anhelar ver el rostro de nuestro Salvador. Espero que no sea un mero sentimentalismo cuando nos unimos para cantar:

“Padre, yo anhelo, desfallezco por ver

El lugar donde habitas;

Yo abandonaría los atrios terrenales, y huiría

¡Hasta Tu asiento, mi Dios!”

He de confesar que hay un verso en el himno que acabamos de cantar hace unos instantes con el que me cuesta hacer coro. Yo no estoy deseando ávidamente ir al cielo esta noche. Tengo mucho más que hacer aquí todavía, por tanto, no quiero abandonarlo todo precipitadamente. Para un gran número de nosotros, yo supongo, hay momentos de apacible contemplación y tiempos de extasiada devoción, cuando nuestros pensamientos se remontan sobre estos bajos cielos y miran detrás del velo; y entonces, ¡oh, cómo desearíamos estar allá! Sin embargo, hay otros momentos, momentos de extenuante actividad cuando nos abrochamos la armadura y nos lanzamos al frente, y, entonces, vemos que se ha de librar una batalla tal, que se ha de ganar una victoria tal, y que se debe realizar una obra tal, que decimos: “Bien, permanecer en la carne, continuar con todos ustedes por el gozo y por el progreso de su fe, pareciera ser más fiel a Cristo, más necesario para ustedes, y más acorde con nuestros sentimientos presentes”. Pienso que es ocioso que estemos clamando por ir a casa; es sumamente parecido al obrero holgazán que quiere que llegue el sábado cuando apenas es martes por la mañana. Oh, no; si Dios nos reserva para realizar una obra de toda una vida, tanto mejor. Al mismo tiempo, así como una chispa salta a lo alto hacia el sol, la fuente central de la llama, así el espíritu nacido de nuevo aspira al cielo, ir hacia Jesús, por quien fue encendido. Y agrego que la gloria exige y hace necesaria nuestra partida. ¿Acaso no está Cristo en el cielo orando para que estemos con Él donde Él está? ¿No hay santos en el cielo de quienes se dice que ellos no pueden ser perfectos sin nosotros? El círculo de los cielos no puede ser completado hasta que todos los redimidos estén allá. La gran orquesta de la gloria carece todavía de algunas notas. ¡Aun si los bajos estuvieran completos, hacen falta todavía algunos tiples y tenores! ¡Hay algunas sopranos que serán un requisito para hacer crecer las encantadoras melodías y para consumar la adoración del Eterno! Por tanto, no tenemos una causa justa para temblar ante aquello para lo que la naturaleza nos prepara, aquello que la gracia desea y que la gloria misma exige. No tenemos que temer nuestra partida.

  1. Habiendo ocupado tanto tiempo en este primer punto, me queda muy poco espacio para exponer el segundo.

EL TIEMPO DE NUESTRA PARTIDA, aunque sea desconocido para nosotros, está fijado por Dios y está fijado inalterablemente; está tan correctamente, tan sabiamente, tan amorosamente establecido y preparado, que ningún evento fortuito o casual puede romper el hechizo del destino. La sabiduría del amor divino será demostrada por el cuidado su provisión. Tal vez tú digas: “No es fácil discernir eso; el orden natural de las cosas es a menudo turbado por bajas de un tipo o de otro”. Permíteme recordarte, entonces, que es a través de la fe y únicamente a través de la fe que podemos entender estas cosas; pues es tan válido hoy con respecto a la providencia de Dios como lo era antaño con respecto a la creación de Dios que “lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”. Sólo porque el modo de tu partida esté más allá de tu comprensión, no quiere decir que el tiempo de tu partida no haya sido previsto por Dios. “¡Ah”, -dices- “pero parece muy sobrecogedor que alguien muera tan intempestivamente, tan inesperadamente, sin ninguna advertencia, y llegue así a un fin intempestivo!” Yo te respondo así: Si consultas a la muerte, tu carne no encontrará ningún consuelo; pero si confías en Dios, tu fe cesará de conversar con esas ansiedades febriles y tu espíritu gozará de una dulce calma. Horrendas calamidades le acaecieron a Job cuando fue separado de sus hijos y de sus siervos, de sus manadas y de sus rebaños. Sin embargo, él no prestó atención a las diferentes maneras en que sus pruebas fueron provocadas; ya fuera por un ataque de los sabeos o por una incursión de los caldeos; ya fuera que el fuego cayó del cielo, o que el viento provino del desierto, poco importaba. Prescindiendo de qué extraños hechos llegaran a sus oídos, un pensamiento penetró en su corazón y una expresión brotó de sus labios. “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Así, también, amados, cuando llegue el tiempo de su partida –ya sea que su alma abandone su tienda actual debido a una enfermedad o por deterioro, sea por accidente o por asalto- tengan la seguridad de que “en su mano están tus tiempos”; y sepan con toda certeza que “Todos los consagrados a él están de igual manera en su mano”. Adicionalmente, queridos amigos, como el tiempo de nuestra partida tendrá que llegar, si estuviera a nuestra disposición la manera de nuestra partida, pienso que la mayoría de nosotros diría: “No sé entonces qué escoger”. Fiebres y paludismos, los dolores y las torturas de una u otra enfermedad, o el delirio incidental a la enfermedad, no son preferibles al impacto de un desastre, o al terror de un naufragio en el mar, porque lo uno es la prolongación del dolor, y lo otro es producto del destino. ¿Habríamos de ambicionar y desear semanas o meses invertidos en el vestíbulo de la tumba? Preferiblemente deberíamos decir: “Que el Señor haga de mí lo que bien le pareciere”. Vivir en constante comunión con Dios es el alivio seguro de todas esas amargas inquietudes. Quienes han caminado con Él han sido favorecidos a menudo con tales presentimientos de su partida que ningún médico habría podido proporcionarles. Los sobrevivientes les dirán que aunque la muerte pareció sobrevenirle súbitamente al piadoso comerciante, en los últimos actos de su vida parecía esperarla y prepararse para ella, e incluso pareció despedirse afectuosamente de su familia mientras se encontraba en el vigor de su salud, como si estuviera consciente de que estaba a punto de partir en un último viaje que unas horas después comprobó serlo. Así, también, el ministro de Cristo ha expirado algunas veces en su púlpito con un nunc dimittis: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz” en sus labios, secretamente, pero, preparado en verdad para partir y para estar con su Señor. Hay un tiempo para partir, y el tiempo cuando Dios me llama es mi tiempo de partir.

III.   Ahora vamos a nuestro tercer punto: EL TIEMPO ESTÁ CERCANO. “El tiempo de mi partida está cercano”.

En un cierto sentido, cada cristiano presente podría decir eso, pues prescindiendo de la longitud de tiempo que pudiera interponerse entre nosotros y la muerte, ¡cuán extremadamente breve es! ¿Acaso no tienen todos ustedes un sentido de que el tiempo fluye más rápido de lo que lo hacía antes? En nuestros días infantiles pensábamos que un año era un largo lapso; era toda una época en nuestra carrera; ahora, ¡cuán difícil es contar las semanas! Pareciera que vamos viajando en un tren expreso, que vamos volando a una velocidad tal que difícilmente podemos contar los meses. Vamos, nos pareció que el año pasado entró por una puerta y salió por la otra; ¡finalizó tan pronto…! Pronto llegaremos al término de nuestra vida, aun si viviéramos varios años más; pero en el caso de algunos de nosotros -Dios sabe de quiénes- este año, tal vez este mes, será el último para ellos. Creo que mañana en la noche tendremos que reportar en la reunión de la iglesia las muertes de nueve miembros de esta iglesia ocurridas en estos últimos ocho o nueve días. Así como ellos se han ido, algunos de nosotros podemos esperar seguirlos. Hay unos que evidentemente se irán. La enfermedad se ha apoderado de ellos. Algunos de esos desórdenes que en esta tierra parecieran ser siempre fatales, les dicen a estos queridos amigos que el tiempo de su partida está indudablemente cercano. Y luego la ancianidad, que llega tan grácil y graciosamente a muchas de nuestras matronas y de nuestros veteranos, muestra, más allá de toda disputa, que “el tiempo de nuestra partida está cercano”. El contrato de arrendamiento de su vida casi ha concluido. No se trata de que quiera dirigirme a los casos especiales únicamente. Me dirijo a cada hermano y a cada hermana en Cristo aquí presentes. “El tiempo de nuestra partida está cercano”. Entonces, queridos amigos, ¿no es esta una razón para inspeccionar de nuevo nuestra condición? Si nuestro barco está a punto de zarpar, debemos verificar que esté en condiciones de navegabilidad. Sería algo triste que estuviéramos cercanos a la partida y que, no obstante, estuviéramos tan cercanos a descubrir que estamos perdidos. Recuerden, queridos amigos, que es posible que cualquiera que mantenga una decente profesión cristiana durante cincuenta años, sea, después de todo, un hipócrita; que es posible ocupar un oficio en la iglesia de Dios, incluso de los más altos, y con todo, ser un Judas; y uno podría no sólo servir a Cristo, sino sufrir por Él también, y no obstante, como Demas, podría no perseverar hasta el fin, pues no todo lo que parece gracia es gracia. Donde hay verdadera gracia, la habrá siempre; pero donde está sólo la semblanza de ella, desaparecerá con frecuencia súbitamente. Escudríñate, buen hermano; ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. ¿Tienes tú la fe de los elegidos de Dios? ¿Estás edificado sobre Cristo? ¿Ha sido renovado tu corazón? ¿Eres verdaderamente un heredero del cielo? Yo exhorto a todo hombre y a toda mujer en este recinto –puesto que el tiempo de su partida podría estar más cercano de lo que piensan, que evalúen la situación, y hagan su cálculo, y vean si son de Cristo o no.

Pero si el tiempo de mi partida está cercano y estoy satisfecho porque todo está bien conmigo, ¿no hay para mí un llamado para hacer todo lo que pueda por mi casa? Padre, el tiempo de tu partida está cercano. ¿No es salva tu esposa? ¿Pasará otra noche sin que le hables amorosamente de su alma? Esos amados muchachos ¿no son regenerados? ¿Es todavía negligente esa muchacha? El tiempo de tu partida está cercano. Tú puedes hacer un poco más por los muchachos y por las muchachas. Puedes hacer un poco más por la esposa y por el hermano. ¡Oh, haz lo que puedas ahora! Hermana, tú estás tísica; pronto habrás partido. Tú eres la única cristiana en la familia. Dios te envió allí para que fueras una misionera. Que no tengas que decir, cuando te estés muriendo: “La última esperanza de mi familia se está desvaneciendo, pues no me he preocupado por sus almas”. Jefes, ustedes tienen subalternos en torno suyo y pronto serán llevados de aquí. ¿No harán algo por las almas de ellos? Yo sé que si hubiese una madre que está a punto de irse a Australia, y tuviera que dejar a algunos de sus hijos, se inquietaría si pensara: “No he hecho todo lo que necesitaría hacer por mis pobres hijos. ¿Quién se preocupará por ellos ahora que su madre se marcha?” ¡Bien, pero haber descuidado algo necesario para su comodidad temporal sería poco en comparación con no haberse preocupado por sus almas! ¡Oh, no permitan que así suceda! Que no sea una espina en su almohada mortuoria el hecho de que incumplieron las obligaciones con sus parientes mientras tuvieron una oportunidad. “El tiempo de mi partida está cercano”.

Luego hay una tercera lección. Que se me permita intentar concluir todo mi trabajo, no sólo en relación a mi deber para con mi familia, sino con respecto a todo el mundo hasta donde mi influencia o habilidad pudieran alcanzar. Ricos, sean sus propios albaceas. Hagan lo que puedan con su riqueza mientras la posean. Hombres de talento, hablen por Jesús antes de que su lengua ya no pueda articular nada y se convierta en una pieza de arcilla. George Whitefield nos proporciona un fino modelo de esta consistencia uniforme. Él era tan ordenado y preciso en sus hábitos y tan escrupuloso y santo en su vida, que solía decir que no le gustaría retirarse a la cama para dormir si hubiera un par de guantes en la casa que estuvieran fuera de lugar, y mucho menos si algo que hubiera querido hacer estuviera pendiente, o si alguna parte de su deber estuviere incumplido hasta donde él supiera. Deseaba que todo estuviera bien, y deseaba estar plenamente preparado para cualquier cosa que pudiera suceder, de tal manera que, si no se despertara nunca de los sueños de la noche, nadie tendría una causa para achacarle algo que hubiera dejado sin hacer, que implicara un problema innecesario para su esposa o para sus hijos. Tal cuidado puesto sobre lo que algunos considerarían como nimiedades es un hábito digno de nuestra imitación. La principal obra de la vida podría ser arruinada tristemente por una negligencia en las cosas pequeñas. Esta es una impactante prueba del carácter. “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto”. ¡Oh, entonces, el tiempo vuela y la diligencia es urgente; recoge tus pensamientos, aviva tus manos, apresura tu paso, pues Dios te manda que te apresures! Si tienes algo que hacer, has de hacerlo pronto. Las ruedas de la eternidad están chirriando detrás de ti. ¡Acelera tu paso! Si has de correr una carrera has de correrla rápido, pues Muerte pronto te alcanzará. Ya casi puedes sentir el cálido aliento del caballo blanco de Muerte en tus mejillas. Oh, Dios, ayúdanos a hacer algo antes que nos vayamos de aquí y no seamos vistos más. Fue algo grande de parte del apóstol que al mismo tiempo que dijera: “El tiempo de mi partida está cercano”, dijera también: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”. Que podamos decir lo mismo cuando llegue el tiempo de nuestra partida.

Si el tiempo de zarpar está cercano, eso ha de alentarnos en medio de nuestras aflicciones. Algunas veces, cuando nuestros amigos van a Liverpool para embarcarse a Canadá o a cualquier otra región distante, la noche antes de zarpar se quedan en un albergue muy pobre. Pienso que oigo a uno de ellos refunfuñando: “¡Qué cama tan dura! ¡Qué cuarto tan pequeño! ¡Qué mal presagio!” “Oh” –dice el otro- “no te preocupes, hermano; no vamos a vivir aquí; zarpamos mañana. Piensen de igual manera, ustedes, hijos de la pobreza, que este no es su reposo. Tolérenlo, pues han de zapar mañana. A ustedes, hijos de la aflicción, a ustedes, hijos de la enfermedad, ésto debe alegrarlos:

“El camino puede ser áspero,

Pero no puede ser largo,

Y voy a nivelarlo con la esperanza,

Y voy a alegrarlo con una canción”.

Cuando he viajado por el Continente, me he visto obligado con frecuencia a hospedarme en algún hotel que estaba lleno, donde la habitación era tan inapropiada que escasamente proporcionaba algún acomodo en absoluto. Pero nos hemos dicho: “¡Oh, no te preocupes; partimos en la mañana! ¿Qué importa por una noche?” De igual manera, como pronto nos iremos y el tiempo de nuestra partida está cercano, no perdamos la cordura de nuestro carácter por nimiedades, ni generemos un espíritu negativo en torno nuestro por objetar y encontrar fallas. Acepten las cosas como son, pues pronto estaremos en camino.

Y si el tiempo de mi partida está cercano, me gustaría estar en buenos términos con todos mis amigos en la tierra. Si te fueras a quedar aquí siempre, cuando un hombre te tratara mal, si no fuera por el espíritu cristiano, podrías muy bien desquitarte de él; pero como nos vamos a quedar tan poco tiempo, haríamos bien en tolerarlo. No es deseable ser demasiado propensos a sentirnos ofendidos. Qué importa que mi vecino tenga un carácter difícil; el Señor lo tolera y lo mismo he de hacer yo. Hay algunas personas con quienes yo preferiría morar en el cielo para siempre antes que compartir con ellas media hora en la tierra. Sin embargo, por amor a los hermanos y por la paz de la iglesia, podemos tolerar mucho durante el corto tiempo que tenemos que soportar a gente poseedora de ánimos irascibles y perversos humores. Cristo ama a esa gente, ¿y no la amaremos nosotros? Él cubre sus ofensas; vamos, entonces, ¿nosotros las habríamos de divulgar y publicarlas por doquier? Si cualquiera de ustedes tiene algún motivo de queja por causa de otro, si hay dimes y diretes o celos entre ustedes, me gustaría que lo arreglaran esta noche, porque el tiempo de su partida está cercano.

Supón que hay alguien a quien le hablaste duramente. No te gustaría enterarte mañana que esa persona murió. No te habría preocupado lo que le dijiste si hubiera vivido, pero ahora que el sello sobre todas las comunicaciones entre ustedes ha sido estampado, desearías que la última impresión hubiera sido más amigable. Ha habido una pequeña diferencia entre dos hermanos, una pequeña frialdad entre dos hermanas. Oh, como cualquiera de ustedes partirá pronto, ¡arréglense! Vivan en amor, así como Cristo los amó y se entregó por ustedes. Si uno de ustedes fuera a Australia mañana para no regresar nunca más y hubiera tenido un pequeño altercado con su hermano, vamos, yo sé que antes de zarpar esa persona diría: “Vamos, hermano, despidámonos como buenos amigos”. Entonces, puesto que han de partir pronto, pongan fin a toda riña, y moren juntos en bendita armonía hasta que la partida realmente tenga lugar.

Si el tiempo de mi partida está cercano, entonces debo guardarme de estar eufórico por cualquiera prosperidad temporal. Posesiones, propiedades y los consuelos de las criaturas se reducen hasta la insignificancia frente a esta advertencia. Sí, tal vez hayan conseguido una cómoda casa con un deleitable jardín, pero ese no es su reposo; su derecho de posesión está a punto de expirar. Sí, podrían decir: “Dios me prosperó el año pasado, la cuenta de banco creció, los edificios fueron ampliados, y el negoció creció más allá de toda expectativa”. Ah, no te aferres a eso. No pienses que esas cosas han de ser tu cielo. Sé muy celoso de no tener tus buenas cosas aquí, pues si lo hicieras, no las tendrías allá. No seas elevado demasiado cuando hayas asido la ganancia, la cual tendrás que soltar pronto. Tal como dije de la incomodidad del hotel, que no la considerábamos gran cosa porque íbamos a partir, así, si sucede que estás rodeado de lujos, no te enamores de ellos, pues tienes que irte mañana. “Esas son las cosas” –dijo alguien cuando miraba los tesoros de un hombre rico- “que hacen que la muerte sea difícil”. Pero no tiene que ser así. Si las conservas como dones de la bondad de Dios, y no como dioses que han de ser adorados con autocomplacencia, puedes separarte de ellas con serenidad, “sabiendo que tenéis en vosotros una mejor y perdurable herencia en los cielos”.

Por último, si el tiempo de nuestra partida está cercano, hemos de estar preparados para dar nuestro testimonio. Somos testigos de Cristo. Demos nuestro testimonio antes de ser trasladados a lo alto y de mezclarnos con la nube de testigos que han terminado su curso y que han reposado de sus labores. ¿Acaso dices: “espero hacer eso en mi lecho de muerte”? Hermano, hazlo ahora. El señor Whitefield estaba siempre deseoso de poder dar testimonio de Cristo en la hora de su muerte; pero no pudo hacerlo en esa crisis monumental, pues como bien saben, cayó enfermo de pronto después de predicar y expiró al poco tiempo. ¿Habría de deplorarse tristemente eso? Ah, no. Vamos, queridos amigos, había dado tantos testimonios de su Señor y Maestro mientras vivió, que no había necesidad de agregar nada en los últimos pocos momentos previos a su muerte, ni de subsanar las deficiencias de una vida dedicada a la proclamación del Evangelio. ¡Oh, que ustedes y yo demos nuestro testimonio ahora! Digamos a los demás en donde podamos lo que Cristo ha hecho por nosotros. Ayudemos a la causa de Cristo con todo nuestro poder mientras sea hoy. Trabajemos para Jesús mientras podamos trabajar para Él. En cuanto a pensar que podemos deshacer el efecto de nuestra ociosidad por el esfuerzo espasmódico de nuestro moribundo aliento, esa sería en verdad una vana esperanza comparada con vivir para Jesucristo. Tu agonizante testimonio, si eres capaz de darlo, tendrá una mayor fuerza si no es un remordimiento enfermizo sino una saludable confirmación de tu carrera entera.

Yo sólo desearía que estas palabras acerca de la partida fueran aplicables a todos aquí. “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos”. Pero, “Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva”. Oh, hombre inconverso, el tiempo de soltar tus cables se acerca; está incluso a la puerta. En breve has de izar tus velas hacia un país lejano. ¡Ah!, pero el tuyo no es el viaje de un pasajero hacia un clima más dulce, hacia un hogar más feliz y con una perspectiva más brillante a la vista. Tu partida es el destierro de un convicto con una colonia penal destacándose en la distancia; el miedo es  algo dominante y la esperanza está ausente, pues el término de tu destierro es interminable. Me temo que hay algunos que han de partir pronto llenos de tenebrosidad, con una temerosa espera del juicio y de la indignación de fuego. Me parece ver al ángel de la muerte aleteando sobre mi audiencia. Podría, tal vez, seleccionar como su víctima a un alma inconversa. Si así fuera, detrás de ese ángel de la muerte está presente algo mucho más sombrío. El infierno sigue a la muerte para las almas que no aman a Cristo. ¡Oh, apresúrense, apresúrense, apresúrense! Busquen a Cristo. Aférrense a la vida eterna; y que la misericordia infinita los salve, por Jesucristo nuestro Señor. Amén y Amén.

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