SERMON#964 – La Esencia del Evangelio – Charles Haddon Spurgeon

by Jun 23, 2022

 

“El que cree en él no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.” Juan 3:18

Puede descargar el documento con el sermón aquí:  Sermón #964 – La Esencia del Evangelio

 

Posiblemente ya he predicado sobre este texto en otras ocasiones y, tal vez, lo he hecho muchas veces; si no es así, debí de haberlo hecho. Es toda la Biblia en miniatura. Podríamos decir muchas palabras que llenaran varios volúmenes, pues cada sílaba de este texto está plenamente cargada de significado. Podemos leerlo y releerlo continuamente día y noche, y siempre encontrar alguna enseñanza fresca en él. Es la esencia del Evangelio. Un resumen de las buenas nuevas.

En la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo, delante de Él serán reunidas todas las naciones, y Él separará a unos de otros, de la misma manera que el pastor separa las ovejas de los cabritos. Ésa no será, sin embargo, la primera vez que la presencia del Señor Jesús sea la causa de separación. Siempre es así dondequiera que Él va. Los hombres son como un solo cuerpo en su condición caída, todos igualmente separados de Dios hasta que Él aparece. Su venida encuentra a los elegidos y los llama aparte, mientras que, por otro lado, los incrédulos son descubiertos.

Dos grupos resultan de lo que antes era una abigarrada multitud. Cada quien va hacia los suyos, cada quien encuentra al compañero que le corresponde, y entre los dos grupos hay un golfo profundo que los divide tan claramente como la luz es diferente a la oscuridad o como la muerte es opuesta a la vida. Otras distinciones se convierten en insignificantes en la presencia de Jesús; los bienes y la riqueza, la educación o la ignorancia, el poder o la debilidad, son asuntos de mínima importancia para dividir a la humanidad ante la presencia del gran Discernidor de espíritus. Solamente estos dos grupos, creyentes e incrédulos, resaltan en claro relieve. Tal como está en nuestro texto, así está de hecho en el universo entero; las únicas dos distinciones realmente vitales entre tiempo y eternidad son simplemente éstas, creyentes e incrédulos, los que reciben a Cristo o los que lo rechazan.

Más aún, así como hoy la presencia de Cristo divide la masa y junta a los hombres en grupos diversos, así también esa presencia asegura un juicio presente. Está escrito que Él dirá a los que están a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre”, y a los que están a su izquierda: “Apartaos de mí, malditos.” De la misma manera, en este instante Su presencia produce un juicio con igual certidumbre; pues en este texto vemos a los creyentes sin ninguna condenación, es decir, exonerados, y vemos a los incrédulos ya condenados. El “Venid, benditos de mi Padre” es anticipado en la exoneración, y el “Apartaos de mí, malditos” es ya casi escuchado en el veredicto: “Ya ha sido condenado.”

Los exhorto, por tanto, este día, mientras escuchan la predicación de este sermón, a recordar que se está haciendo una división clara y sumamente importante. Este día el Hijo de David está en su trono y se sienta a juzgar en esta congregación. En la predicación del Evangelio, en este momento, Su majestuosa voz separa a los pecadores de los santos, y si somos sensibles a su presencia, no tendremos otra opción que temblar o regocijarnos. Mientras permanezca esta separación -como debe permanecer porque Él será en este día olor de muerte para muerte o de vida para vida a cada una de nuestras almas-, Dios nos conceda que todos nosotros podamos ser contados entre los creyentes, y ninguno de nosotros quede fuera como ya condenado por ser incrédulo.

I. Primero les pediré hoy que CONSIDEREMOS A CUÁL DE LOS DOS GRUPOS QUE MENCIONA EL TEXTO PERTENECEMOS.

“El que cree en él no es condenado.” ¿Pertenecemos a ese grupo? Asegurémonos de ello.

Veamos lo que significa creer acerca de Él, o más bien, en Él, ya que la palabra griega “eiz” significa en Él, más que acerca de Él. Si no me equivoco, la expresión “creer en Él” significa mucho más de lo que la mayoría de nosotros ha visto en ella. Yo veo muchos matices en el acto de creer.

Hay algunos que creen lo concerniente a Cristo, es decir, creen que Él es el Mesías y el Salvador de los hombres. Muchos aceptan esto como verdad, porque sus padres así también lo creyeron y es un asunto de una tradición que no cuestionan. Nacen en lo que comúnmente se considera un país cristiano y, por tanto, han heredado la fe cristiana, y teórica y mentalmente creen que Jesús es el Hijo de Dios y el Redentor del mundo. No dudarían en ponerse de pie y recitar: “Creo en Jesucristo su único Hijo, Señor nuestro, que fue engendrado por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”, etcétera.

Pero recuerden muy bien que pueden creer todo lo que es ortodoxo concerniente al Señor Jesucristo, pero eso no es una señal de que han recibido la justificación en Él. Nadie se atrevería a afirmar que la creencia en el ‘Credo de Atanasio’ le puede asegurar la salvación. Si rechazan Su Divinidad, si niegan Su expiación, esos errores son evidencia contundente de que no creen en Él, porque no son creyentes de la verdad concerniente a Él y, por lo tanto, deben contarse entre de los incrédulos que ya están condenados. Pero, por otra parte, si ustedes se apegan a la verdad bíblica y creen con exactitud lo concerniente al Señor Jesús, pero no van más allá, su simple fe acerca de Él, o concerniente a Él, no les salvará. Conocer a Cristo no sirve de nada, a menos que pueda decirse: “Porque no te lo reveló carne ni sangre.”

Habremos dado un paso hacia delante cuando le creemos a Él. Esto es mencionado a veces en la Escritura: creerle a Él. “Porque yo sé a quien he creído.” Si creemos en lo concerniente a Él, que Él es el Cristo de Dios, Su Ungido, Su Enviado, Su Mesías, deberíamos aceptar como verdadero todo lo que Él dice; y si lo hacemos así, con todo nuestro corazón, considero que somos salvos. Pero podemos pensar que así lo hacemos y mentalmente dar nuestro asentimiento a Su enseñanza, y aún así, a pesar de ello, podríamos no haber alcanzado todavía la salvación. Podríamos ser aún incrédulos condenados, a pesar de que pensemos y digamos y profesemos que creemos en Él.

Frecuentemente en la Escritura hay otra forma de creer que gira alrededor de la palabra griega “epi“, creer basándose en Él. Algunos traductores han usado la palabra “en” insertándola en el texto, pero el significado del griego es algo diferente. Hay diferencia entre creer basándose en Él y creer en Él. Creer basándose en Jesús es ciertamente una fe salvadora, porque el que cree basándose en Él no será confundido. Creer basándose en Él es, de alguna manera, apoyarse en Él, es recibirlo como Dios lo ha establecido y, por tanto, es hacerlo el fundamento de nuestra fe. Creyendo lo concerniente a Él y creyéndole a Él, venimos luego a reposar apoyándonos en Él, convirtiéndolo en nuestra confianza.

Creemos que nos puede salvar, confiamos en que Él nos salva, y ésta es la esencia de la fe salvadora: creer basándonos en el Redentor designado. Pero en este caso en particular, nuestro texto habla de creer en Él, y esto es algo más que creer basándonos en Él. Todo aquel que realmente crea basándose en Cristo, en poco tiempo vendrá a creer en Él; pero hay un crecimiento: creer en Él es más que creer basándose en Él. ¿Cómo es eso?

Si yo creo completamente en un hombre, ¿cuál es el resultado de ello? ¿Es él abogado y yo tengo un problema legal? Entonces le confío mi caso; dejo el asunto en sus manos sin ningún temor, puesto que yo creo en mi abogado. Bien, hasta aquí eso puede ser creer basándose en él. Pero a continuación me da directrices y reglas de acción. Si yo creo en él, ciertamente seguiré esas reglas al pie de la letra, estando plenamente convencido de que el resultado será bueno. Someto el asunto, tanto en sus aspectos prácticos como teóricos, al hombre que he elegido para que me represente, y lo hago de buen grado, puesto que creo en él. Soy como un marino: creo en mi capitán. ¿Qué sucede entonces? Si me indica hacer esto o aquello o lo otro, puedo oír que alguien considere esas órdenes como sin sentido, pero yo creo en mi capitán y hago de inmediato cualquier cosa que me pida. Sus órdenes pueden parecer absurdas para quien no tiene fe en él, pero para mí es lo sabio y lo correcto.

Supongamos que en esta terrible encrucijada que vive Francia (año 1870) surge alguien, un hombre de gran genio militar, un hombre capaz de hacer frente al terrible enemigo con las armas disponibles, que pueda dispersar la nube que se cierne sobre París. Si los franceses creen en ese hombre, ¿qué pasa? Pues simplemente se someterán a él. Seguirán discretamente su liderazgo. ¿Ordena una incursión o manda al ejército a avanzar? Puesto que creen en él, se lleva a cabo la incursión y las tropas avanzan gallardamente hacia la batalla. Si aconseja esperar o evitar una gran batalla, aquellos que creen en él se protegen en las trincheras o se baten en retirada frente al enemigo. Si tienen la plena convicción que él garantiza la victoria, ciertamente obedecerán sus órdenes; él será como su oráculo, su dictador, pero es alguien que es aceptado de buen grado.

Entonces, creer en nuestro Señor quiere decir esto: creo que Él es el Hijo de Dios y creo todas las otras verdades relativas a Él. También quiere decir que creo que todo lo que dice es verdad, es decir, le creo a Él; pero, más aún, pongo mi alma sobre Sus méritos que hacen posible la expiación, para que la salve; y más aún, habiendo hecho esto, me entrego enteramente a la santa guía del Salvador. Creo que es infalible como director de mi espíritu. Siento una unión con él. Vengo a estar en Él, Su causa es mi causa, mi causa es Su causa: creo en Él. Éste es el hombre de quien el texto dice: “El que cree en él no es condenado”, y la pregunta que me hago y que también hago a ustedes es: ¿Hemos creído en Jesús? ¿Realmente lo consideramos como nuestro todo en todo? ¿Permitimos que nos guíe y nos conduzca hasta que nos lleve a la felicidad eterna?

El contexto de este versículo nos ayudará a formar un juicio acerca de si verdaderamente creemos en Jesús. Amigos, ¿se han dado cuenta, por un verdadero ejercicio de fe, de lo que significan los versículos catorce y quince del presente capítulo? “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna.” Al igual que los israelitas mordidos por las serpientes miraban a la serpiente de bronce cuando ésta fue levantada, de igual forma ¿han mirado ustedes a Jesús y han encontrado la salud al mirarlo a Él? De esta manera se pueden juzgar a ustedes mismos. ¿Han sido curados de las heridas del pecado y han recibido una nueva vida celestial? ¿Han hecho ustedes al Salvador crucificado el lugar de descanso para sus almas?

En los versículos que están a continuación de nuestro texto, encontrarán estas palabras: “Pero el que hace la verdad viene a la luz.” ¿Ustedes vienen a la verdad, hermanos, como resultado de haber confiado en Cristo? ¿Es su deseo conocer la verdad de Dios, la voluntad de Dios, la ley de Dios, la palabra de Dios? ¿Están buscando la luz y tienen deseos de que las obras hechas en ustedes sean vistas como el fruto del propio Espíritu de Dios? ¿Pueden evaluarse ustedes mismos de conformidad con esto?

Decir: “Confío en Cristo” es en vano, si nunca Lo han visto con la misma mirada infantil con que los israelitas miraban a la serpiente de bronce: igualmente sería en vano profesar ser un creyente en Él, a menos que se desee la luz. Pueden permanecer parcialmente en la oscuridad, como indudablemente lo están, pero ¿buscan más luz, buscan a Dios, buscan la verdad, buscan la justicia? Por medio de esto pueden saber si el Padre les ha dado una nueva vida, si con cierta certeza son el nuevo hombre que no huye de la luz, sino que la busca; no huyendo, no escondiéndose de la palabra de Dios, porque sus obras son malas, sino que como sus obras son verdaderas, buscan recibir más luz, para que sus obras puedan ser hechas manifiestas a su propia conciencia como verdaderamente realizadas por Dios en su alma.

La consideración que acabo de proponer la vamos a retomar ahora en relación con el segundo grupo. ¿Somos nosotros incrédulos? Me temo que algunos de mis lectores lo son. Si ése es el caso, les podría ayudar mucho saber dónde se encuentran y qué son. “Pero el que no cree ya ha sido condenado.” Algunas personas son muy inconsistentes, porque aunque no creen en Cristo Jesús, es decir, no le confían sus almas a Él, ni se entregan en obediencia para servirle a Él, sin embargo creen en relación con Él, que es el Cristo de Dios, y si Él se encontrara aquí hoy y les hablara, creerían en Sus palabras, aunque no se podría decir que creen en Él para convertirse en hacedores de Sus palabras.

Es sumamente extraño que crean que Él es el Hijo de Dios, pero que no confíen en Él; que sepan que lo que Él dice es verdad, y que a pesar de advertirles de la ira venidera, ustedes se queden muy tranquilos en una fría indiferencia y no busquen la salvación que Él da. En vez de ver a la serpiente de bronce, ustedes actúan como los israelitas lo hubieran hecho si hubieran buscado otro remedio. Ustedes no han creído en Cristo, pero si tuvieran el menor convencimiento de que necesitan un Salvador, supongo que su propio sentido común les haría buscar uno. Por tanto, ustedes buscan evidentemente una salvación diferente de la que Cristo obtiene. Rechazan lo que Dios ha ordenado para encontrar algo propio de ustedes mismos.

Hay un solo Salvador -ese Salvador en el que ustedes quieren creer-, pero lo están rechazando para su propia destrucción. Hoy cierran sus ojos a la única luz, y aunque a veces echan de menos la luz, aman las tinieblas más que la luz y continúan en el rincón oscuro donde se encuentran: oscuro, oscuro, oscuro, porque no aceptan que se les regañe, les resulta intolerable que el Evangelio toque sus conciencias a la manera de un punzón y les llame la atención por todos sus pecados. Hasta este momento permanecen incrédulos y amando la oscuridad. Les ruego que busquen y miren. Mientras este corazón que les dirige la palabra tiene piedad de ustedes, confío en que el corazón de Dios también tenga piedad de ustedes y que abandonen su condición de incrédulos y puedan ser contados entre los creyentes en Cristo.

Suficiente para este primer encabezado, que dejo para su sincera consideración, esperando que no lo traten con ligereza.

II. Ahora, en segundo término, brevemente CONSIDEREMOS LA CONDICIÓN DEL CREYENTE. “El que cree en él no es condenado.” ¡Qué frase tan llena de gozo es ésta! Siempre y cuando tengan la seguridad de que creen en Jesús, saboreen sin prisa y sin término esta frase en su alma, mis hermanos. ¿No es delicioso pensar que hemos recibido este texto de la propia boca de Dios por inspiración, y ver que esa inspiración es admirable ¡porque no sólo del Espíritu Santo, sino que también del propio Jesucristo hemos recibido la dulce seguridad de que no son condenados!? ¡Cuánto gozo, cuánta paz debería traer este texto a sus almas!

Déjenme mostrarles brevemente cómo escapa el creyente de la condenación. “El que cree en él no es condenado.” Una razón es que él no se ofrece para ser juzgado. El que cree en Cristo no se presenta para ser procesado. Dice: “No, mi Señor, no tengo ningún argumento ante Ti, me declaro culpable, yo confieso mi condenación. No hay necesidad de que yo sea juzgado, seas tú reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio.” El juez se sienta a un lado y el prisionero está de pie frente a él, puesto que sus condiciones son diferentes. Pero, fíjense bien, en este caso el prisionero abandona su lugar, no acepta el juicio, se arroja a los pies del juez, reconoce que la sentencia que le corresponde es justa y se declara culpable. Habiendo hecho esto, el creyente ve que la sentencia que él mismo reconoce y confiesa como justa, ha sido colocada sobre su Garantía, y cree en esa Garantía.

¿Qué cree acerca de Él? Que Dios, para poder engrandecer Su justicia y Su gracia, estaba en Cristo Jesús y que el Hijo de Dios fue clavado en la cruz y se desangró y murió, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. El creyente confiesa que la sentencia es justa y, por tanto, coincide con Dios. Pasa a la luz y sus obras son censuradas y él acepta la censura como verdadera. Después mira a la cruz y dice: “Esta misma sentencia que yo suscribo con mi propia mano como justa, ha sido dictada en contra de mi gloriosa y bendita Garantía, el unigénito del Padre, y Él ha sido castigado en mi lugar y, por lo tanto, yo he sido liberado puesto que Cristo, mi rescate, murió.”

Así es como el creyente no es condenado: él acepta su condenación, pero ve cómo ésta recae en su Garantía. Así es como recibe la paz. La justicia de Dios le habría turbado su mente; ve que esa justicia ha sido satisfecha y él declara en su propio corazón que si Dios ha sido satisfecho, entonces él está satisfecho; si la justicia de Dios ha sido honrada, entonces la conciencia está tranquila. Y entonces, ¿qué sucede? Pues que este creyente en Cristo, al no ser condenado, ahora busca la luz; a partir de ese momento desea caminar más y más en la luz del conocimiento, en la luz de la presencia divina, en la luz de la santidad divina.

Hermanos míos, en un tiempo nuestras almas se inclinaban al pecado, pero ahora, aunque pecamos, ese pecado nos duele y debido a que lamentamos el pecado, tenemos la evidencia de que “ya no lo llevo a cabo yo”, como dice el apóstol, “sino el pecado que mora en mí”. El más interno yo, el ego verdadero y real ubicado en el centro de nuestras almas, desea la santidad. Si pudiéramos ser como queremos ser, seríamos puros como Dios es puro, puesto que nuestro corazón tiene hambre y sed de justicia. Venimos a la luz, y habiendo creído, nos encontramos en tal condición que nuestras obras bajo la luz, aunque son descubiertas, no traen vergüenza y pena a nuestros rostros, pues en esa misma luz nuestras obras son hechas manifiestas que son obra de Dios, y nos gozamos que Dios obre en nosotros por medio de Su Espíritu, los deseos santos, las emociones y acciones, que irán en aumento hasta que seamos perfectamente liberados del pecado.

Ésta es la condición del hombre que cree en Cristo, una condición muy feliz, una condición llena de esperanza, una condición celestial. ¿Quién no quisiera tener esa condición? Todo gira alrededor de la fe, pues al creer en Jesús viene el nuevo nacimiento, y con el nuevo nacimiento nos viene el deseo de estar en la luz, y después viene el caminar progresivo en la luz y la manifestación de la obra secreta del Espíritu Santo en el alma. Felices los creyentes, tres veces felices por lo que son y por lo que serán.

III. Y ahora, como tercer punto, viene nuestro trabajo más solemne. Rogamos que el Espíritu Santo de Dios nos ayude a presentarlo. CONSIDEREN LA CONDICIÓN DEL INCRÉDULO. “Pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.” ¡Vean la verdad misma que aquí se declara! “Pero el que no cree ya ha sido condenado.” Quisiera comentar un poco más esta solemne verdad.

En primer lugar, Él se ofrece a Sí mismo para juicio. “Porque no ha creído en el nombre.” ¿Cuál es el nombre? Es el Salvador, Jesús. Quien cree en Jesús, el Salvador, confiesa que necesita salvación y rehúsa apoyarse en la ley; pero quien rechaza al Salvador, de hecho dice: “No necesito un Salvador, quiero ser juzgado de conformidad con la ley.” Les digo que cada alma que rechaza a un Salvador, en efecto está pidiendo ser juzgado por la ley. Allí está la alternativa: ¿Si eres culpable, lo confesarás? Si es así, acepta al Salvador. Pero si, por otro lado, dices: “No aceptaré al Salvador”, en lo profundo de tu alma reposa un orgullo presuntuoso: “Yo puedo presentarme al juicio; no requiero perdón o gracia.” Entonces, amigo, si pides el juicio lo tendrás, y he aquí el resultado: Dios te declara que ya has sido condenado. No has creído, has pedido el juicio; lo tendrás, pero es tu ruina.

El propio incrédulo da evidencia personal de su propia condenación. ¿Quieres saber cómo hace esto? El texto nos señala su incredulidad. ¿Aquel individuo es un hombre condenado o no? Pregúntale lo que piensa de Cristo. Si responde honestamente, diría: “No acepto el testimonio de Dios acerca de Jesucristo; no recibo a Jesús como mi Salvador.” Está convencido de que no necesita un Salvador o no siente que Jesús sea el Salvador que necesita. Rechaza el testimonio de Dios en relación con Cristo. ¿No es eso suficiente para condenar a un hombre?

Si un hombre cometiera un robo o un asesinato en la propia presencia del juez, se condenaría a sí mismo; pero ¿acaso no es una ofensa mayor que ésa, en la propia presencia de Dios, despreciar a su Hijo, al declarar Su obra y Su sangre prácticamente innecesarias? ¿No es el colmo del atrevimiento que un alma esté en la presencia del Dios de misericordia y escuche cuando dice: “¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”, y que esa alma responda: “No tengo nada que ver con el Cordero de Dios”? ¿Qué mayor evidencia necesitamos para comprobar tu enemistad con Dios? Quien no quiere creer en Cristo, mataría a Dios si pudiera. Su incredulidad en Cristo virtualmente hace a Dios mentiroso.

Más aún, quien no cree en Cristo da evidencia en contra de sí mismo, ya que rechaza “el nombre”. Observen el texto: “Porque no ha creído en el nombre.” Como ya lo había sugerido, ese nombre es Jesús, el Salvador. El hombre dice: “No acepto al Salvador.” Algunos de ustedes no han pronunciado esas palabras, pero lo dicen en la práctica; puesto que no creen en el Salvador, permanecen hasta este momento sin Salvador, fuera de Cristo, sin esperanza, sin perdón, sin misericordia; y permanecen en ese estado, incluso bajo la predicación del Evangelio durante todos estos años. ¿Qué mayor evidencia quieren?

Cuando un hombre rechaza a Dios y más aún como Salvador, debe estar terriblemente envenenado en contra de Dios. Si Dios unge a Cristo como Rey, y yo lo rechazo, ese rechazo muestra que Dios no me agrada; pero si Dios lo designa como Salvador, enteramente por Su misericordia y bondad, y yo lo rechazo, entonces debo de tener en mi alma una sorprendente y profunda enemistad en contra de Dios. Por medio de esta clara prueba yo me condeno a mí mismo.

Hermano mío, si analizas el texto nuevamente, verás que el incrédulo rechaza a una persona sumamente exaltada; porque no ha creído en el nombre “del unigénito Hijo de Dios”. Quisiera encontrar las palabras adecuadas para expresar un pensamiento que me agobia, no solamente en este momento: la iniquidad más monstruosa que pueda imaginarse es que los hombres se rehúsen a creer en Él, puesto que Dios envió un Salvador y ese Salvador es el unigénito Hijo de Dios, el Señor de cielos y tierra -sin el cual no hubiera sido hecho nada de lo que ha sido hecho-, quien vino con un testimonio de amor, del amor de Dios por los pecadores y selló ese testimonio con Su sangre. No puedo ni siquiera ver que el propio Satanás, con toda su blasfemia, haya llegado hasta ese punto, pues nunca se encontró en la situación de poder rechazar al unigénito Hijo de Dios como un Salvador.

Cuando los hombres rechazaron a Moisés, perecieron sin misericordia, ya que él era enviado de Dios; pero cuando un hombre desprecia al unigénito Hijo de Dios, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, podemos decir con toda propiedad que no busquen testigos en contra de ese hombre, no investiguen los detalles de su vida pasada, esta evidencia es suficiente. Si no ha creído en alguien como Éste, ya ha sido condenado. No hay ninguna necesidad de juicio, su misma incredulidad es la más vil de las traiciones; el pecador es condenado por su propia boca.

¡Oh, pecador! ¿No te das cuenta del alcance de todo esto? El Señor de infinita misericordia, para que no perezcas, ha establecido un maravilloso camino de salvación, que ha sorprendido a querubines y serafines y que ha hecho que el cielo resuene con cánticos, y todo esto tú lo rechazas completamente.

El plan estupendamente concebido se resume así: que el Creador fuera el que sufriera, para que la criatura rebelde pudiera escapar; que el Infinito viniera a este mundo y sufriera vergüenza, para que el culpable saliera libre; y todo lo que se te pide, todo lo que se requiere de ti, es que te sometas para ser salvado por este plan; todo lo que debes hacer es confiar en Jesús, que es divino, que también es hombre. Simplemente confía en que Él te salve. ¿No confiarás? ¡Oh! ¿No confiarás? Señores, ¿despreciarán al amor todopoderoso? ¿Pueden dar la espalda a esa misericordia sin límites? ¿Entonces qué podré decir de ustedes, sino simplemente lo que el texto dice: ustedes se condenan a sí mismos, ustedes “ya han sido condenados”? Ustedes deben de ser infinitamente malos, ustedes deben de ser enorme, monstruosa, diabólicamente enemigos de Dios; de lo contrario, no tratarían con tanta ligereza una bendición tan preciosa. No deberían tener la impertinencia de rechazar un plan de misericordia tan adaptado a su condición. “Ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.” ¡Palabras solemnes! ¡Escúchenlas y tiemblen!

De los versículos que siguen a nuestro texto vemos que ustedes, incrédulos, continúan aportando evidencia adicional en contra de ustedes mismos, ya que todo hombre que rechaza a Cristo, la luz verdadera, siempre procede a rechazar otras formas de la luz de la palabra de Dios, al Espíritu de Dios y a su conciencia; ama las tinieblas más que la luz, y no quiere venir a la luz para que sus obras no sean reprochadas. Ustedes apagan el Espíritu -sé que así es-, si rechazan al Salvador. Prestan oídos sordos a su conciencia, hacen violencia a su propio juicio. No desean aprender la verdad de Dios. No es posible que ustedes sean genuinos buscadores de la luz, si rehúsan recibirlo a Él que es el Sol central de la verdad. Su continuado rechazo de la luz es evidencia que confirma que ustedes ya han sido condenados, aunque su incredulidad es en sí misma una evidencia suficiente.

Y ahora, solemnemente y en el nombre del que vive y estaba muerto y vive por siempre, hablando en nombre de ese Cristo que, aunque fue muerto una vez, ahora se sienta a la derecha de Dios, les pido a los que pertenecen a este segundo grupo que presten atención a estas palabras simples, pero cargadas de advertencias.

¡Oh incrédulo! Te ruego que consideres que la condenación que ya ha sido pronunciada sobre ti no es simplemente un asunto de forma. Nuestros jueces pronuncian algunas veces sentencia sobre un cierto tipo de criminales, y la sentencia es registrada, aunque no exista la intención que la sentencia sea ejecutada; pero del tribunal de Dios nunca sale una sentencia que sólo pretenda alarmar. Ustedes ya han sido condenados, y tan cierto como que ustedes viven, y tan cierto como que Dios vive, Él no permitirá que Su palabra se convierta en una letra muerta. Esa sentencia no será una amenaza inútil, pero en sus propias personas ustedes conocerán cuál es el poder de Su ira. “¿Quién conoce el poder de tu ira?” dice el salmista; sólo la conocen los que la sienten, y en breve ustedes la sentirán, pues la sentencia ciertamente será ejecutada.

El Señor tiene el poder para cumplir la sentencia en este instante o en cualquier otro momento. ¿Qué poder tienes para oponerte? ¿A quién tienes que pueda ayudarte para enfrentarte a Él? Te encuentras totalmente en sus manos, no puedes encontrar ninguna vía de escape de la prisión. Si te remontas al cielo, allí está Él; si te desplomas al infierno, allí está Él; el universo entero no es más que una gran prisión para un enemigo de Dios. Ni puedes escaparte de Él, ni puedes resistirlo a Él. Si tus huesos fueran de granito y tu corazón de acero, Sus fuegos derretirían tu espíritu. Frente a Él no podrías resistir más de lo que lo hace la paja ante el fuego o el polvo ante un remolino de viento. ¡Ojalá verdaderamente pudieras sentir esto y desistir de tu insana rebelión!

Recuerda que no tienes ninguna promesa de parte Suya de que no ejecutará la sentencia de Su ira en este mismo día. No tienes ninguna garantía, ni de Su palabra ni de Sus ángeles, que te dé la confianza de que Dios haya suspendido la sentencia aún para la hora que viene. Estás viviendo por Su paciencia, todavía sin castigo por la soberanía divina. Algunos se enfurecen en contra de la soberanía, pero en este caso no es la justicia la que te libra, es simplemente la voluntad de Dios que temporalmente te guarda del infierno.

Me dices que nada hace peligrar tu vida por el momento, pero ¿cómo lo sabes? Las flechas de la muerte a menudo vuelan de manera imperceptible. En dos ocasiones me ha tocado predicar en congregaciones cuando los invisibles dardos de la muerte se clavaron en alguien de mi audiencia, de tal forma que dos personas han muerto mientras escuchaban la palabra del Evangelio. Dios no necesita de un milagro para ejecutar Su sentencia en este mismo instante. No necesita cambiar el orden natural de los acontecimientos para que tú mueras instantáneamente. Si Él así lo quisiera, la destrucción de tu alma podría tener lugar en este preciso instante y en este mismo lugar, sin que se requiriera el menor esfuerzo de Su parte.

Recuerda con profunda preocupación que Dios está airado contigo ahora. Esta afirmación no es una invención mía, está escrito por la pluma de la inspiración que “Dios emite sentencia cada día: si el impío no se arrepiente, afilará su espada; ha dispuesto su arco y lo ha preparado.” Dios está más airado con algunos de ustedes de lo que está con algunos condenados en el infierno. ¿Les sorprende esta afirmación? “Pero os digo que en el día del juicio el castigo será más tolerable para la tierra de Sodoma, que para ti.” Los pecados que ustedes ya han cometido son mayores que los de Sodoma y Gomorra, y la ira es proporcional a la culpa. Un Dios airado los sostiene sobre la boca del infierno y la justicia demanda que ustedes sean tragados allí y nada excepto Su voluntad misericordiosa los mantiene sin caer allí. Él sólo tiene que quererlo, y tú, que ya has sido condenado, estarías para siempre donde el gusano nunca muere y el fuego no es apagado nunca, antes de que la manecilla del reloj se vuelva a mover.

Déjenme recordarles que hasta ahora no han hecho nada para apaciguar la ira divina. Han continuado pecando; o si me dicen que se han reformado, que han pensado en estas cosas, que han orado, ¿piensan ustedes que estas cosas pueden aplacar la ira divina? El Señor les ha dicho que el único camino de salvación es creer en Jesús, pero ustedes tratan de encontrar otro camino. ¿Piensan que esta manera de proceder Le agrada, que esta conducta rebajará Su ira en contra de ustedes? Si piensan que pueden salvarse a ustedes mismos mediante lágrimas y oraciones, insultan a su Hijo, ¿y esto aleja la ira de Dios? Si se imaginan que por ir a la iglesia o a la capilla se salvarán, valoran muy poco la obra de Jesús.

Ustedes desprecian la cruz en tanto que permanezcan en la incredulidad. Dicen: “Hacemos lo que podemos.” No están haciendo absolutamente nada que pueda apaciguar la ira de Dios, sino todo lo contrario; por estas acciones de ustedes, que consideran buenas, están tomando el bando del Anticristo, a quien Dios ve con aborrecimiento. Dios dijo que salva por medio de Cristo, y no de ninguna otra manera, y mientras ustedes busquen otro camino, prácticamente están escupiendo en el propio rostro del unigénito Hijo de Dios a causa de la insolencia de su justicia propia.

Mientras tanto, déjenme recordarles que la ira de Dios, aunque no se haya derramado sobre ustedes todavía, es como un arroyo retenido en una presa. Cada momento cobra fuerzas, mientras no rompa las paredes, pero crece y crece cada hora. . . Cada día, y cada momento de cada día que permanezcan como incrédulos, están atesorando ira para el día de ira cuando la medida de la iniquidad de ustedes esté llena. ¡Cuán encarecidamente les pretendo persuadir para que escapen de esa condenación! Si piensan que ser condenados por Dios es una trivialidad, desengañen sus almas, pues quienes han pasado por donde la sentencia es ejecutada, si pudieran regresar a ustedes, no necesitarían hablar para contar sus horrores. La simple vista de ellos los convencería de que la perdición es una cosa terrible. En sus frentes debe recaer la ira de Dios, quien, al suavizar el castigo, se convierte en el medio del endurecimiento de los pecadores en sus pecados.

Nuestro pensamiento no tiene ningún poder para imaginar lo que es la ira de Dios. Ningún idioma, aunque haga retumbar los oídos, puede expresar completamente esa ira. ¡Incrédulos! Yo no podría engañar sus almas, haciéndoles creer que es algo sin importancia caer en las manos del Dios vivo. ¡Oh, arrepiéntanse, arrepiéntanse, arrepiéntanse! ¿Por qué han de morir? Si tienen tantas razones para recibirle, ¿por qué habrían de rechazarle? ¿No ven que el mejor argumento para amarle es Su propia persona? El Cristo de Dios debe ser digno del afecto de nuestros corazones. Su trabajo en la tierra debería ganar nuestra confianza, si no estuviéramos locos, me parece; pues Él vino para salvar, para perdonar, para pasar por alto los pecados del pasado. Entonces, ¿por qué toman partido en contra de Él y haciendo esto atraen sobre sus cabezas la ira de un Dios airado?

Déjenme enseñarles la ruta de escape. La única ruta de escape para cualquier hombre o mujer que lee este mensaje es creer en Jesucristo. Alguien dice: “Estoy orando para eso.” Mi texto no dice nada parecido. “Voy a pensarlo.” Piénsalo, y mientras lo piensas, te vas a ir al infierno. Inmediata fe en el nombre del Cristo de Dios, es lo que pido de ustedes, en mi carácter de embajador de Dios: inmediata e instantánea fe en Jesús.

¡Miren el emblema del ministro del Evangelio y de su mensaje! Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto y la puso sobre un asta en el mismo centro del campamento, cuando muchos morían a su alrededor. Ellos eran mordidos por las serpientes y ¿qué fue lo que Moisés les declaró como remedio? Les dice que miren y vivan. Algunos de ellos lo pensarán, algunos lo considerarán, otros harán oraciones al respecto; pero Moisés no tiene el encargo de consolar a ninguno de éstos: su mandamiento único es que miren de inmediato; no tiene ninguna promesa para aquellos que no quieran mirar.

De la misma manera Jesús es levantado entre ustedes; hay vida en una mirada, vida ahora mismo, vida en este instante. No les puedo garantizar que la mordida de la serpiente no será su eterna ruina si se demoran aunque sea una hora. La palabra única del profeta es: “Miren ahora.” Hoy, Dios en Su misericordia envía a cada uno de ustedes este mensaje. “Antes Dios pasó por alto los tiempos de la ignorancia”, pero en este tiempo manda a todos los hombres, en todos los lugares, que se arrepientan. Él envía el mensaje de Su Evangelio: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo.” No puedo estar seguro de que este mensaje se pueda repetir ante ustedes nuevamente. “¡He aquí ahora el tiempo más favorable! ¡He aquí ahora el día de salvación!” Cada momento que permanecen en la incredulidad, están pecando contra Dios por esa misma incredulidad. No puedo aceptar, por tanto, que esperen siquiera un momento.

Jesús es Dios; se hizo hombre, murió, vive y les invita a confiar en Él, prometiendo que ustedes vivirán. Confíen en Él ahora, entonces. Él es digno de su confianza. No pequen contra Él; no pequen en contra de sus propias almas al rechazarlo a Él. Recuerden que lo que Moisés levantó, era una serpiente, la imagen de las mismas serpientes que los mordían. ¿Eran curados cuando miraban a lo mismo que los había envenenado? ¡Seguramente que sí eran curados!

¿Qué es eso que te ha envenenado, pecador? Es la maldición del pecado. ¿Qué es lo que hoy levanto en el Evangelio? Es a Cristo hecho maldición por nosotros. Él toma sobre sí nuestro pecado; aunque en Él no hubo pecado, fue hecho pecado por nosotros, y si confías en que Él sea tu ofrenda por el pecado, que sufra por ti, que sangre por ti, y confías de tal manera en Él para tomarlo de aquí en adelante como tu norma, resolviendo seguir al Crucificado que ha sido levantado durante toda tu vida, hasta que te lleve al mismo Cristo en el cielo, no estás condenado. Pero si Jesús es levantado, y tu rehúsas creer, la culpa sea sobre tu cabeza -lo digo con temblorosa solemnidad-, la culpa sea sobre tu cabeza.

Estas palabras mías, incrédulos, serán prestos testigos en contra de ustedes en el último gran día. De la misma cierta manera que Cristo vino a Jerusalén, así viene a ti hoy en la predicación de la palabra. Yo soy sólo un pobre y débil hombre, pero te hablo de la mejor manera que puedo; sin embargo, si tú rechazas mi palabra, no es a mí a quien rechazas -eso no sería nada-, rechazas el Evangelio que te predico. En el nombre de Él, que hizo los cielos y la tierra, que te hizo a ti y que te mantiene con vida, contra Quien has pecado, este llamado de misericordia es presentado a ti. ¿Lo recibirás?

Esta gracia es traída de manera personal a ti, y a mí se me pide que te la presente con denuedo, tal como la Biblia lo dice: “Exígeles a que entren.” Si tú rechazas al unigénito Hijo de Dios, permanecerá contra ti esta frase solemne: “Pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído.” ¿Te escuché decir: “Espero creer alguna vez”? Amigo, no te puedo aceptar eso, y no tengo esperanza acerca de ti. “Espero arrepentirme algún día.” Cuando hablas así, pierdo toda esperanza acerca de ti. Dios separa hoy esta congregación en dos grupos, el de creyentes y el de incrédulos.

Hoy Dios ha bendecido al creyente y da testimonio de que no está condenado; hoy Dios maldice al incrédulo y le dice que ya ha sido condenado. Mi predicación no tiene que ver con MAÑANAS, ni puedo prometer que la bandera blanca de la misericordia ondeará el día de mañana.

Hoy la cruz es la bandera de la gracia. Mírala y vive. Es la escalera que llega al cielo; el Salvador crucificado es la puerta de salvación. ¡Oh, que quieras recibirlo! Quiera Dios que quieras hacerlo y Él será glorificado por ti en esta vida y en la vida por venir. Dios los bendiga. Amén.

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