SERMON#951 – La elocuencia sin par de Jesús – Charles Haddon Spurgeon

by Jun 23, 2022

 

“Los alguaciles respondieron: ¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Juan 7: 46.

Puede descargar el documento con el sermón aquí:  Sermón #951 – La elocuencia sin par de Jesús

 

Los principales sacerdotes y los fariseos enviaron alguaciles para prender al Salvador con el propósito de impedir que Su predicación les arrebatara el poder que ostentaban. Mientras los esbirros infiltrados en la multitud esperaban una oportunidad para arrestar al Señor Jesús, quedaron prendados con Su impresionante elocuencia; no pudieron llevarle pues quedaron cautivados con Él, y cuando regresaron sin el prisionero, dieron estas memorables palabras como excusa por no haberle capturado: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Haremos dos o tres comentarios a manera de prefacio para nuestro discurso. Es un signo infalible de una iglesia caída que sus líderes recurran a la ayuda del brazo secular. El dominio de los escribas y los fariseos debe de haber sido la debilidad misma, puesto que necesitaban blandir el garrote del magistrado civil como su único argumento suficiente contra su antagonista. Con toda seguridad aquella iglesia que ha sido apoyada por las bayonetas no está lejos de su fin. Pueden estar seguros de que cualquier otra iglesia que durante mucho tiempo haya recogido sus diezmos y sus ofrendas por manos de la policía, y por procedimientos legales y embargos, no es tampoco demasiado fuerte. La iglesia que es incapaz de sostenerse por el poder espiritual se está muriendo, si es que no está ya muerta. Siempre que pensamos en recurrir al brazo de la carne para defender a la fe, deberíamos preguntarnos seriamente si no hemos cometido un error, y si lo que puede ser apoyado por la espada no está muy lejos del reino del Salvador, del cual dijo: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían”. Entre más se apoye un hombre en su bordón más seguro puedes estar de su debilidad. En la proporción en que las iglesias descansen en los Actos del Parlamento, en el prestigio humano y en la autoridad legal, en ese preciso grado muestran su debilidad. ¡Solicita la participación del oficial de justicia y habrás invitado virtualmente al sepulturero! Al respecto es peculiarmente cierto que: “Todos los que tomen espada, a espada perecerán”. Cuando el sostenimiento de una iglesia proviene de diezmos obligatorios y de cobros injustos y violentos, en lugar de ser apoyada más bien es enterrada por el Estado.

En seguida observen que a la larga el poder espiritual siempre frustrará al poder temporal. Los alguaciles están armados hasta los dientes y son muy capaces de cumplir con el arresto del predicador. Él no cuenta con ningún arma para oponérseles. Permanece desarmado en medio del gentío. Probablemente ninguno de Sus discípulos alzaría un dedo para defenderle, o si lo hicieran, les ordenaría que volvieran a poner su espada en su vaina y, sin embargo, los alguaciles no pueden prender a un predicador que no se resiste. ¿Qué es lo que ata sus manos? Ha llegado a ser un combate entre cuerpo y mente y prevalece la mente. La lengua elocuente se mide con la espada de dos filos y sale airosa. Ni miedos ni escrúpulos de conciencia detuvieron a los alguaciles, pero no pudieron prenderle; se vieron encadenados al lugar donde estaban, embelesados por el místico poder de Sus palabras. Sus propios tonos los fascinaban, y el discurso que pronunciaba tan fluidamente los retenía voluntariamente cautivos.

Siempre ha sido así: lo espiritual ha vencido a lo físico. Aunque al principio pareciera un conflicto desigual, a la larga el mayor ha servido al menor. El garrote de Caín puede hacer morder el polvo a Abel, pero no puede imponerle el silencio; la sangre de Abel clama todavía desde el suelo. Los mártires pueden ser consignados en prisión y ser arrastrados de la prisión a la hoguera, al punto que según las apariencias se cumple la exterminación de los hombres buenos, aunque “aun en sus cenizas viven sus habituales fuegos”. En la hoguera encuentran una plataforma y un auditorio ilimitado, y desde sus tumbas clama su enseñanza con una voz más potente que desde el púlpito. Brotan y se multiplican como semillas sembradas en la tierra. Otros se levantan para dar igual testimonio y, si fuera necesario, para sellarlo de igual manera. Así como las poderosas huestes de Faraón no pudieron combatir con el granizo ni con los rayos que plagaron los campos de Zoán, ni toda su caballería pudo dispersar las tinieblas que podían palparse, así también cuando Dios envía con poder Su verdad sobre una tierra, el hacha de combate y el escudo son vanos en las manos de los oponentes. Nuestras armas de ataque asignadas no son carnales ni pueden ser resistidas por escudo o armadura; las cuerdas de nuestros arcos no pueden romperse, ni pierden su filo nuestras espadas. Pero si el Señor equipa a Sus ministros -como lo hizo en Pentecostés- con portentosas palabras en lugar de escudos, de lanzas y de espadas, esas armas de la guerra santa comprobarán ser irresistibles.

Continúa luchando, oh predicador. Predica la historia de la cruz. Desafía a la oposición y ríete hasta el escarnio de la persecución, pues, a semejanza de tu Señor y como siervo suyo, ascenderás por encima de todos tus enemigos, llevarás a tus cautivos y repartirás buenas dádivas entre los hijos de los hombres.

Noten, además, que Dios puede recibir testimonios de la majestad de Su Hijo de los lugares más inverosímiles. Yo no sé quiénes eran esos alguaciles o de dónde fueron reclutados, pero generalmente las autoridades civiles no emplean a los hombres más refinados e intelectuales para fungir como alguaciles; estos no requieren mucha delicadeza de espíritu para ese tipo de trabajo: una mano ruda, un ojo avizor y un espíritu valeroso son los principales requisitos con los que debe cumplir un alguacil. Para prender al grandioso Maestro, los sacerdotes y los fariseos seleccionarían naturalmente a quienes fueran menos tendientes a quedar prendados por Su enseñanza; y, sin embargo, esos hombres que sin duda tenían hábitos brutales y estaban entrenados para cumplir las órdenes de su jefe, revelaron que en su interior tenían la suficiente capacidad mental para sentir el poder de la incomparable oratoria de Jesucristo. Aquellos que habían sido enviados como enemigos regresaron para recitar Sus alabanzas y vejar así a Sus adversarios.

Ciertamente el Señor podría hacer que la piedra clamara desde la pared y que la viga de madera respondiera, si así lo quisiera. Él puede transformar los instrumentos disponibles para la oposición en abogados voluntarios de Su justa causa. No sólo puede dirigir hacia el sendero correcto a un personaje notable, como sucedió en el caso de Saulo de Tarso, sino que puede levantar a los que se revuelcan y poner un testimonio en sus bocas. Hace que la ira de los hombres le alabe. Obliga a Sus adversarios a rendirle homenaje.

Conserven un buen ánimo, entonces, oh ustedes, soldados de la cruz; no permitan que ningún pensamiento de desaliento se deslice por sus espíritus; mayor es quien está por nosotros que todos los que se oponen a nosotros. Él puede glorificar y glorificará a Su Hijo Jesús. Hasta los demonios reconocerán Su poder omnipotente. Su palabra ha salido y Su juramento la ha confirmado: “Así ha dicho Jehová el Señor: Vivo yo que verá toda carne la salvación de Dios”. Dios será glorificado incluso por las lenguas de Sus enemigos. Enarbolemos nuestros estandartes con esta esperanza.

El texto nos introduce a la elocuencia de nuestro Señor Jesucristo, y sobre ese tópico procuraremos hablar. Pedimos que el Espíritu Santo nos dé la capacidad de hacerlo. Habremos de notar primero, sus cualidades peculiares, que justifican ampliamente el encomio de los alguaciles; en segundo lugar, recuerdos personales de esa elocuenciaatesorados por nosotros; y en tercer lugar, las anticipaciones proféticas del tiempo en el que nuestras almas oirán Su voz todavía más claramente, y dirán de nuevo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

  1. Notemos las CUALIDADES PECULIARES de la elocuencia de nuestro Señor. Así como entre los reyes Él es el Rey de reyes, y entre los sacerdotes Él es el grandioso Sumo Sacerdote, y entre los profetas Él es el Mesías, así también es el Príncipe de los predicadores, el Apóstol de nuestra profesión. Los más excelentes como predicadores son aquellos que más se asemejan a Él, pero incluso ésos que por ser más semejantes a Él se han vuelto eminentes, se quedan todavía muy cortos en relación a Su excelencia. “Sus labios” –dice la esposa- “como lirios que destilan mirra fragante”. Él es varón profeta, poderoso en obra y en palabra.

Para formarnos una opinión correcta del ministerio de nuestro Señor, es preciso considerarlo íntegramente y podemos hacerlo sin apartarnos del texto, pues aunque los alguaciles no oyeron todo lo que dijo Jesús, no tengo ninguna duda de que muchas de las cualidades que brillaron a lo largo de Su ministerio fueron evidentes en el mensaje que predicó en aquella precisa ocasión. Síganme, por tanto, conforme vaya revisando las principales cualidades de su elocuencia sin par.

El lector más desinteresado de los sermones de Cristo podría observar que su estilo es singularmente claro y perspicuo, y sin embargo su tema no es de ninguna manera trivial o superficial. ¿Habló jamás hombre alguno como este hombre, Cristo Jesús, en materia de llaneza? Los niñitos se congregaban en torno a Él pues mucho de lo que decía resultaba interesante incluso para ellos. Si hay eventualmente una palabra difícil en alguno de los sermones de Cristo, fue porque debió estar allí debido a la imperfección del lenguaje humano, pero nunca vemos insertada una palabra difícil sólo por el gusto de insertarla, cuando se pudo haber empleado una palabra más fácil. Nunca vemos a nuestro Señor, por un propósito de ostentación, remontarse sobre las alas de la retórica; nunca expresa dichos oscuros para que Sus oyentes descubran que Su conocimiento es vasto y Su pensamiento es profundo. Él es profundo, y en ese sentido: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Él descubre los misterios de Dios, trae a la luz los tesoros de las tinieblas de épocas pasadas que los profetas y los reyes deseaban ver, pero que no los vieron. Hay en Su enseñanza una profundidad tan inmensa que el mayor intelecto humano no puede vislumbrarla, pero habla todo el tiempo como el “santo niño Jesús”, con frases cortas, con palabras claras, en parábolas con abundantes ilustraciones del tipo más natural: acerca de huevos y de peces y de velas y fanegas y casas que son arrastradas y monedas perdidas y ovejas encontradas. Él nunca hace gala de las rancias y enmohecidas metáforas de los simples retóricos, tales como estas: “arroyuelos ondeantes, verdeantes praderas, cielos tachonados de estrellas”, y no sé qué otras cosas más. Las gastadas propiedades de los parlamentos teatrales no van con Él. Su discurso abunda en las imágenes más veraces y más naturales, y no está nunca construido para lucirse, sino para dejar muy clara la verdad que fue enviado a revelar: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

La gente común, con sentido común, le oía con gusto, pues aunque no siempre podían entender el pleno alcance de Su enseñanza, en la superficie de Su sencillo discurso resplandecían terrones de mineral de oro muy dignos de ser atesorados. Por esta cualidad, nuestro Salvador permanece sin rival y es perspicuo y, sin embargo, es profundo.

Su discurso tenía como característica una autoridad inusual. Era un magistral expositor de dogmas. No se trataba de: “podría ser así”, o “podría demostrarse”, o “es altamente probable”, sino que se trataba de: “De cierto, de cierto os digo”. Y, sin embargo, codo a codo con esto había un grado extraordinario de renuncia personal. El Maestro hablaba dogmáticamente, pero nunca con una altiva autosuficiencia, a la manera de los hijos de la soberbia; nunca los importuna con ínfulas de superioridad ni argumenta una dignidad oficial. No recurría a la ayuda de la sotana sacerdotal o de algún título imponente. Él era manso como Moisés e igual que Moisés hablaba la palabra del Señor con absoluta autoridad. Era manso y humilde de corazón y no se exaltaba jamás ni daba testimonio de Sí mismo porque, como Él mismo dice, Su testimonio no habría sido verdadero. Empero, era un resuelto ministro de justicia  que hablaba con poder, porque el Espíritu del Señor le había ungido. Habiendo salido de los palacios de marfil, recién salido del seno del Padre, habiendo inspeccionado lo invisible y habiendo oído el oráculo infalible, no habló con aliento entrecortado ni con irresolución, ni debatía como los escribas y los intérpretes de la ley, ni habló con argumentos ni razonamientos como los sacerdotes y los fariseos, que creaban perplejidad y proyectaban tinieblas en las mentes de los hombres. “De cierto, de cierto os digo”, era Su palabra favorita. Él decía lo que efectivamente sabía y testificaba de lo que había visto, y exigía ser aceptado como enviado del Padre. Él no debatía sino que declaraba. Sus sermones no eran suposiciones sino testimonios. Sin embargo, nunca se engrandece; deja que Sus obras y Su Padre den testimonio de Él. Afirma la verdad a partir de Su propio conocimiento positivo y también porque tiene una comisión del Padre para hacerlo, pero nunca como lo hacen los meros dogmatizadores, que exaltan sus propios egos como si ellos debieran ser glorificados y no el Dios que envió la verdad y el Espíritu, por medio del cual es aplicada esa verdad.

Además, en la predicación de nuestro Señor había una maravillosa combinación de fidelidad y ternura. Él era en verdad el príncipe de los predicadores fieles. Ni siquiera Natán, cuando compareció delante del Rey David y dijo: “Tú eres aquel hombre”, podía ser más fiel a la conciencia humana de lo que fue Cristo. Seguramente esas cortantes palabras suyas deben de haber resonado como balas de rifle cuando fueron lanzadas por primera vez contra la respetabilidad de la época: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!” “¡Ay de vosotros, intérpretes de la ley!”, y así sucesivamente. No dejó de hablar con franqueza, ni disimuló la maldad sólo porque estuviera asociada con la grandeza, ni excusó el pecado porque se vistiera con la santurronería de la religión; no aduló a los grandes ni alcahueteó al populacho. Jesús censuró en su cara a todas las clases en lo concerniente a sus pecados. Nunca se le ocurrió tratar de agradar a los hombres. Buscaba involucrarse en los negocios de Su Padre, y como esos negocios implicaban a menudo ajustar el juicio a cordel y a nivel la justicia, cumplió con todo eso.

Tal vez ningún predicador haya usado jamás palabras más terribles en relación al destino de los impíos como lo hizo nuestro Señor; tendrían que saquear los registros medievales y aun así no encontrarían descripciones más atrozmente sugerentes de los tormentos del infierno. Esas terribles sentencias que brotaron de los labios del Amigo de los pecadores demuestran que era su amigo en sumo grado como para permitirse adularlos, su amigo en sumo grado como para dejarlos perecer sin una grave advertencia de su condenación. Y sin embargo, aunque tronaba como Sus propios Boanerges escogidos, ¡qué Bernabé era el Salvador! ¡Qué Hijo de Consolación era! ¡Cuán delicadas eran Sus palabras! No quebró la caña cascada, ni apagó el pábilo que humeaba. Para la mujer sorprendida en adulterio no tuvo ninguna palabra de condenación; para las madres de Jerusalén que le llevaban a sus bebés no pronunció ninguna sílaba de reprensión. Amable, gentil, tierno y amoroso, la palabra que una vez resonó como la voz de Jehová que quebranta los cedros del Líbano, que desgaja las encinas, estaba, en otros momentos, modulada a la música, suavizada hasta convertirse en un suspiro, y solía animar al desconsolado y sanar a los corazones quebrantados. “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”, tan fiel y sin embargo, tan tiernamente afectuoso, tan atento al menor bien que pudiera ver en el hombre, y sin embargo, tan resuelto a atacar a la hipocresía en dondequiera que Su ojo santo la descubriera.

Observarán en la predicación del Salvador una notable combinación de celo y  prudencia. Él está lleno de ardor; el celo de la casa de Dios le ha consumido. Nunca predicó un sermón frío o insulso en toda su vida. Él era una columna de luz y de fuego. Cuando hablaba, Sus palabras ardían y se abrían paso en las mentes de los hombres en razón del sagrado entusiasmo con que las decía, pero Su fervor nunca degeneró en fuego fatuo como el celo del ignorante o de las mentes excesivamente equipadas. Conocemos a algunos cuyo celo, si fuera mitigado por el conocimiento, sería útil para la iglesia, pero por estar completamente sin conocimiento se torna peligroso tanto para ellos como para su causa. El fanatismo puede brotar de un deseo real de la gloria de Dios; sin embargo, no hay ninguna necesidad de que el celo degenere en desvaríos. Nunca sucedió así en el caso del Salvador. Su celo estaba al rojo vivo, pero Su prudencia era serena e inmutable. No temía a los herodianos, pero, ¡cuán tranquilamente les respondió en esa trampa concerniente al dinero del tributo! Ellos nunca olvidarían la moneda y la pregunta: “¿De quién es esta imagen, y la inscripción?” Estaba listo para enfrentarse a los saduceos en cualquier momento, pero se mantenía en guardia para que no lo atraparan en Sus palabras. Estaba muy seguro de escapar de sus redes y de sorprenderlos en su propia astucia. Si le hacían alguna pregunta que por el momento no tuviera la intención de responder, Él sabía cómo hacerles otra pregunta que ellos tampoco podrían responder, para enviarlos de regreso a lo suyo cubiertos de vergüenza.

Es algo grandioso cuando un hombre puede ser cálido y sabio, cuando está revestido de un temperamento inconmovible que, no obstante, contiene la fuerza para estimular a otros: siendo él mismo inconmovible, el hombre de prudencia se convierte en poder para conmover a otros. Así era el Salvador. Pero no he de permitir que esa última frase mía pase sin ningún reto –en el sentido más elevado, Él siempre estuvo más conmovido que el pueblo- pero me refiero en cuanto a temperamento y espíritu Él no era turbado con facilidad. Tenía autocontrol y era prudente, sabio y, sin embargo, cuando hablaba, destellaba, quemaba y resplandecía con una sagrada vehemencia que mostraba que Su alma entera ardía de amor para las almas de los hombres. El celo y la prudencia se encontraban en Jesús en extraordinarias proporciones, y “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

De igual manera, todo el que haya leído los discursos de nuestro Señor y observado Su carácter, habrá percibido que el amor se encontraba entre las principales características de Su estilo como predicador. Estaba lleno de ternura, rebosaba simpatía y desbordaba afecto. Aquel llanto por Jerusalén, a cuyos hijos habría querido reunir, no fue sino un ejemplo de lo que sucedió muchas veces en Su vida. Su corazón se identificaba con la aflicción siempre que Sus ojos la contemplaban. No podía tolerar que el pueblo fuera como ovejas sin un pastor, y realizó muchos actos de benevolencia y dijo muchas palabras de instrucción, porque los amaba. Pero el discurso de nuestro Salvador no era nunca afectado ni complejo. No usaba miel rancia en absoluto y no había nada de eso… –no sé qué palabra usar- de aquella repugnante calidad de empalagoso que en algunas personas es desagradablemente perceptible. Él estaba muy lejos del afeminamiento que, en demasiados casos, pasa por amor cristiano. Yo detesto, en lo más íntimo de mi alma, la conversación de aquellos que llaman a todo mundo: “querido” esto o “querido” lo otro, tratando con cariño a quienes, tal vez, no conocieron nunca, y a quienes no les darían ni un centavo aunque lo necesitaran. Odio ese azúcar de plomo. Ese besuqueo y arrullo espiritual. Allí donde existe lo mínimo de sustancia de la verdadera caridad, encontramos la mayor parte del perejil o del hinojo que son utilizados como condimentos. La botella está vacía y entonces le ponen una etiqueta para que parezca como si estuviera llena.

¡No, denme un hombre, denme un hombre! Necesito oír un discurso franco, no una perorata afeminada, ni lloriqueos, ni un lenguaje empalagoso, ni pretendidos éxtasis de afecto. En nueve de cada diez casos, el mayor intolerante del mundo es el hombre que predica la liberalidad, y el hombre que puede odiarte más es aquel que se dirige a ti con las frases más zalameras. No, que un hombre me ame, pero que sea con el amor de un hombre; que ningún hombre haga a un lado lo que es masculino, enérgico y dignificado, bajo el concepto de que se está obrando mejor si se adopta la naturaleza de un molusco o de un bebé.

No fue así con el Salvador. Él condenaba a este o a aquel mal sin medir los términos. No andaba pidiendo disculpas, no se guardaba de las expresiones, no recurría a la adulación ni usaba palabras blandas. Aquellos que son sacudidos por el viento y afectan frases lisonjeras, están en los palacios de los reyes; pero Él, el predicador del pueblo, uno elegido de entre el pueblo, moraba entre los muchos, un hombre entre los hombres. Él era por completo viril. El amor abundaba en Él, un amor insuperado, pero también moraba la virilidad del tipo más noble. Muy por encima de las artes rastreras de los oradores profesionales y de los argumentos superficiales de los sofistas, Su enseñanza esparcía la verdad con valerosa fidelidad y generoso afecto. Él mantenía Su propia posición, pero no hollaba a nadie. No se comprometía con nadie, pero estaba dispuesto a bendecir a todo hombre. Su amor no era ninguna imitación ni tampoco filigrana, sino más bien un sólido lingote de oro de Ofir. Nadie más ha encontrado el punto medio en este asunto, y por tanto, “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Una característica memorable de la predicación de nuestro Señor  es Su notable combinación de las excelencias que son encontradas separadamente en Sus siervos. Ustedes conocen, tal vez, a un predicador que es admirable cuando predica a la mente, que puede explicar y exponer muy lógicamente y muy claramente, y sienten que han sido instruidos siempre que lo han escuchado; pero la luz, aunque clara, es fría como luz de luna y cuando te retiras, sientes que sabes más, y sin embargo, no eres nada mejor por lo que sabes. Sería bueno que aquellos que iluminan la mente tan magistralmente recordaran que el hombre también tiene un corazón.

Por otro lado, conocemos a otros cuyo ministerio íntegro está dirigido a las pasiones y a las emociones; durante sus sermones derramas cualquier cantidad de lágrimas y pasas a través de un horno de sensaciones, pero en cuanto a lo que queda que está calculado para beneficiarte permanentemente, sería difícil descubrirlo; cuando el sermón ha terminado, la lluvia y la luz del sol han partido por igual, el hermoso arcoíris ha desaparecido de la vista y, ¿qué queda? Sería bueno que aquellos que hablan siempre al corazón recordaran que los hombres tienen también una cabeza.

Ahora, el Salvador era un predicador cuya cabeza estaba en Su corazón, y cuyo corazón estaba en Su cabeza. Nunca se dirigía a las emociones excepto por motivos justificados para la razón, ni tampoco instruía la mente sin influenciar al mismo tiempo el corazón y la conciencia. El poder de nuestro Salvador como conferencista era integral. Él despertaba la conciencia y, ¿quién más que Él? Con una simple frase condenaba a quienes venían para tentarle de tal manera que, comenzando por el mayor y terminando por el menor, todos salían avergonzados. Pero Él no era un simple abridor de heridas, un cortador y un matador; Él era igualmente grande en las artes de la santa consolación. Con entonaciones de una incomparable música podía decir: “Vete; tus muchos pecados te son perdonados”. Él sabía cómo consolar a un amigo que lloraba y también cómo confrontar a un enemigo que amenazaba. Su superioridad era sentida por todo tipo de hombres. Su artillería tenía un alcance integral. Su mente respondía según cada emergencia; en algunos casos era como la espada del querubín a las puertas del Edén para impedir la entrada del mal, mientras que en otros casos se revolvía por todos lados para mantener abiertas las puertas de la vida para aquellos que anhelaran vehementemente entrar allí.

Hermanos míos, he abordado un tema que es ilimitado; yo simplemente toco el borde de las vestiduras de mi Maestro; en cuanto a Él mismo, si quisieran saber cómo hablaba, deben oírle. Uno de los personajes antiguos solía decir que habría deseado ver a Roma en todo su esplendor, estar con Pablo en todas sus labores y oír a Cristo cuando predicaba. Ciertamente valdría mundos enteros poder captar aunque fuera una sola vez, el sonido de esa voz serena que llegaba hasta el alma, contemplar una sola vez la mirada de esos ojos sin par cuando penetraban a través del corazón, y ese semblante celestial cuando resplandecía de amor.

Sin embargo, Su elocuencia tenía esto como principal característica: que concernía a las mayores verdades que jamás fueran manifestadas a los hombres. Trajo la luz y la inmortalidad para alumbrar, aclaró lo que había sido dudoso, resolvió lo que había sido misterioso, declaró lo relacionado con la gracia, con lo que salva al alma y glorifica a Dios. Ningún predicador estuvo jamás tan lleno de un mensaje tan divino como Cristo. Nosotros, que traemos las mismas buenas nuevas, traemos noticias de segunda mano, y sólo parciales; pero Él salió del seno del Padre con toda la verdad y, por tanto, “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

  1. En segundo lugar, trataremos de despertar en los santos algunos RECUERDOS PERSONALES de la elocuencia del Salvador.

Acompáñenme con sus recuerdos, miembros del pueblo de Dios. ¿Recuerdan cuando le oyeron hablar por primera vez? No hablaremos de palabras que rasgan el aire, sino de aquellas palabras con espíritu que estremecen el corazón y mueven el alma. Síganme, entonces, y traigan a su más preciada memoria Sus palabras de compasión, de las cuales realmente puedo decir: “¡Jamás hombre alguno me ha hablado como este hombre!” Fue en la tenue alborada de mi vida espiritual, antes de que hubiese luz, antes de que el sol hubiese salido plenamente; sentí mi pecado, me dolí bajo su peso, perdí la esperanza, estaba a punto de perecer, y entonces Él vino a mí. Recuerdo muy bien unos acentos que escasamente podía entender entonces, y que, sin embargo, animaron mi espíritu. Resonaban de manera semejante a estos: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”; “al que a mí viene, no le echo fuera”. Tenues y dulces eran los tonos y trémulos con una suave ansiedad. Provenían como de alguien que se había desangrado y que había muerto. ¿Recuerdas cuando tú también los oíste? No me refiero a cuando los oíste desde el púlpito, del ministro, sino en tu corazón, desde Getsemaní, desde la cruz y el trono. Fue muy dulce saber que Jesús tenía compasión de ti. Tú no eras salvo y temías que nunca lo serías, pues el mar se agitó y se volvió tempestuoso, pero Él dijo: “Yo soy; no temáis”. Tú comenzaste a percibir que había misericordia y que podías obtenerla, que un tierno corazón latía por ti y un brazo fuerte estaba listo para ayudarte. Ya no podías lamentarte diciendo: “No hay quien cuide de mi vida”, pues percibiste que había un Salvador, y uno grandioso por cierto. Eran dulces los sonidos que de vez en cuando se oían por encima del tumultuoso abismo que llamaba a otro abismo a  la voz de las cascadas de Dios. Nadie más habló jamás como Él lo hizo.

¿Recuerdas cómo en aquellos días oíste Su voz con palabras de persuasión? Habías oído con frecuencia las invitaciones del Evangelio como llamadas del hombre, pero entonces vinieron a ti como la voz de Dios oída en el silencio de tu corazón, diciendo: “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?” “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos”. ¿Recuerdas cómo se siguieron la una a la otra, cada palabra adecuándose a tu condición particular, y acumulando además poder sobre tu mente? ¿No pensaste que Jesús parecía decirte con frecuencia: “Cede ahora, pobre pecador, depón tus armas de rebelión; no destruyas a tu propia alma? Mírame a Mí y sé salvo; pues Yo te he amado y he hecho expiación por tu pecado”. Esas eran unas súplicas maravillosas que por fin ganaron tu corazón con la fuerza del amor. Tú te fatigabas mucho para resistir esas persuasiones, y las resististe en efecto por un tiempo y como la esposa del Cantar, permitiste que el amante de tu alma esperara afuera de tu puerta y dijera: “Ábreme, porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche”. Sin embargo, te diste cuenta de que era difícil resistirle, pues las persuasiones de Su amor eran muy fuertes para contigo cuando te atraía con cuerdas de amor, con lazos de hombre, hasta que no pudiste resistir más.

Amados, ustedes seguramente recuerdan cuando las palabras de persuasión fueron seguidas pronto por ¡palabras de poder! “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”, cuando dijo a mi alma entenebrecida: “Sea la luz”. Recuerdo muy bien la admonición: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz. Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo”. ¿Recuerdas cuando pasó junto a ti y te vio embadurnado en tu sangre y te dijo: “¡Vive!”; y extendió el manto del pacto de amor sobre ti, y te lavó, y te limpió, y te colocó en Su pecho y te hizo suyo para siempre? “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” ¿Recuerdas cuando hizo que todas tus tinieblas y tu aflicción se disiparan en un instante al decirte: “Yo soy tu salvación”? ¿Has olvidado esa palabra de perdón? Yo no puedo olvidarla nunca aunque viviera más años que Matusalén; permanecerá fresca en mi memoria, pues la palabra vino con poder cuando miré a la cruz y escuché las palabras absolutorias: “Tus pecados te son perdonados”. “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Ningún sacerdote podría otorgar descanso a una conciencia despierta, ni nadie más, salvo el grandioso Sumo Sacerdote, Jesús, Melquisedec, el perdonador del pecador. No hay palabras de esperanza ni pensamientos de consolación que pudieran generar tal paz dentro del espíritu como las que proporciona la sangre de Jesús cuando habla dentro del corazón mucho mejores cosas que la sangre de Abel. Nos reconcilia con nuestro Dios y así nos proporciona perfecta paz.

Desde que oímos por primera vez Su voz perdonadora, le hemos oído hablar muchas veces con palabras que provienen de un Rey y hemos dicho: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” ¡Cuán dulce ha sido estar sentado en la asamblea de los santos cuando el Evangelio fue en verdad Su palabra para nuestras almas! ¡Oh, la médula y la grosura, el banquete de manjares suculentos, de gruesos tuétanos con los que nos hemos alimentado, cuando el Rey está sentado a la mesa! Cuando nuestro Amado pronuncia Su palabra de promesa, ¡cómo ha revivido nuestro espíritu decaído! Llegó como rocío sobre la tierna hierba. Tocó nuestro labio como un carbón tomado del altar. Nos dio salud, consolación, gozo. Amados, ¿no pueden volver su mirada al pasado, a las muchas ocasiones en las que no tenían alimento para su alma excepto la promesa, cuando su alma no conocía otra música sino la palabra de Su amor? Bendito Maestro, háblame de esta manera por siempre.

“Cada momento aparta de la tierra

Mi corazón, que humildemente espera Tu llamado;

Habla a lo íntimo de mi alma, y di:

‘¡Yo soy tu Amor, tu Dios, tu Todo!’

Sentir Tu poder, oír Tu voz,

Probar Tu amor, sé Tú toda mi elección.”

Y cuando has gozado de Su presencia en tu soledad, cuando has tenido comunión con Él, y Él te ha revelado Su antiguo, inmutable, infinito e ilimitado amor, ¿no has valorado Sus palabras muy por encima de los gozos más preciosos de la tierra? Cuando has confesado tus pecados con un dolor penitente y Él te ha devuelto la palabra de la completa remisión de tus pecados; cuando has revelado tu aflicción y has recibido la seguridad de Su tierna simpatía; cuando has puesto al desnudo tu debilidad y has recibido la palabra que da fuerzas, ¿no has estado preparado para retar a todo el cielo a que se compare con Él, y exclamaste: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”?

Para aquellos que son incrédulos y para aquellos profesantes que viven distanciados de Cristo, esto va a sonarles como mera fantasía, pero créanme que no lo es. Si hay algo real bajo los cielos, es la comunión que Cristo tiene con Su pueblo por Su Espíritu. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”. Oímos Su voz, aunque no con estos oídos, y la oímos de tal manera que la reconocemos -como una oveja discierne la voz de su pastor y no sigue al extraño- y no conocemos la voz de los extraños. Con los oídos abiertos por el Espíritu, podemos decir a esta hora: “Yo duermo, pero mi corazón vela; es la voz de mi amado, mi alma se derrite mientras Él habla”.

Ahora, mis queridos amigos, hay algunas palabras de nuestro Salvador, habladas hace mucho tiempo, que, desde que le hemos conocido han sido tan vivificadas por Su presencia que las contamos a partir ahora entre los recuerdos personales. Aquellas palabras: “Con amor eterno te he amado”, es cierto que están escritas en la Biblia y que son una declaración muy, muy antigua, pero yo podría decir y lo mismo podrían decir muchos de ustedes, que han sido una declaración nueva para nosotros. Por medio de la fe, hemos sido habilitados para oírla como dicha para nosotros, y el Espíritu del bendito Dios la ha grabado de tal manera en nuestros corazones que es como si Cristo no las hubiese dicho nunca antes, sino que las expresó para nosotros personalmente. Sí, “Con amor eterno te he amado”.

Hay muchas personas aquí presentes que le han oído decir: “Te escogí, y no te deseché”. El Espíritu de Dios ha hecho que muchas frases antiguas sean una declaración del Jesús viviente para nosotros. En relación a esas palabras Suyas cuando dijo: “He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado”, podemos decir que nuestra fe ha estado junto al pesebre de Belén y que hemos visto el cuerpo preparado para Él y a Él mismo llevando la forma de un siervo. Su venida para buscar y salvar lo que se había perdido se ha convertido en una venida personal para nosotros, y nos hemos regocijado en ella en grado sumo. La voz que vino antiguamente procedente del mar, cuando dijo: “Yo soy; no temáis”, ¿no ha sido una voz para ti? Y la voz desde Jerusalén: “Cuántas veces quise juntarte”, ¿no se ha lamentado nunca por los que perecen en torno a ti? La voz desde Betania: “Yo soy la resurrección y la vida”, ¿no ha sido oída nunca en el entierro de tu hermano? La voz desde la mesa cuando lavó los pies de Sus discípulos, y pidió que se levaran los pies los unos a los otros, ¿no te ha conducido al humilde servicio de los hermanos? ¿No hemos oído una y otra vez el clamor de Getsemaní: “No sea como yo quiero, sino como tú”? No puedo convencerme de que no escuché realmente al Redentor decir eso; de cualquier modo me he alegrado cuando, en el espíritu de resignación, su eco ha sido escuchado en mi propio espíritu. ¿Acaso no le oigo en este preciso día, aunque lo dijo ya hace mucho tiempo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”? Su intercesión por mi alma culpable, ¿qué es sino la continuación de esa gentil oración? Y con seguridad esa última frase concluyente: “¡Consumado es!”, “Consummatum est”, mis oídos pudieran no haberla oído, pero mi alma la oye ahora y se alegra al repetir esa palabra. ¿Quién es el que me acusará ya que Cristo ha consumado mi liberación de la muerte, del infierno, y del pecado, y ha traído una perfecta justicia para mí? Sí, estas antiguas declaraciones de Cristo, oídas hace muchos años, las hemos oído en espíritu, y después de oírlas a todas ellas nuestro testimonio es: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Nadie, en su mejor condición, puede compararse a Él; Sus ministros no pueden rivalizar con Él, no hacen sino servir de eco a Sus declaraciones.

III.   Para concluir voy a mencionar ciertas ANTICIPACIONES PROFÉTICAS que se alojan en nuestras almas con relación a esa elocuencia en el futuro.

Hermanos, ustedes han oído la voz de Jesús, y esperan oírla. En tanto que vivan han de hablar por Jesús, pero la esperanza por Su reino no está basada en el discurso de ustedes sino en Su voz. Él puede hablar al corazón, Él puede hacer que la verdad que ustedes sólo declaran al oído, penetre en la mente. Esperamos que nuestro exaltado Señor hable en breve con una voz más fuerte que en el pasado. El carro del Evangelio se rezaga un poco y todavía no ha salido venciendo, y para vencer, pero Él todavía se ceñirá Su espada sobre Su muslo, y Su voz será oída guiando a Sus huestes a la batalla. Basta que Cristo diga la palabra, y la compañía de aquellos que la publicarán será sumamente grande; basta que envíe la palabra de Su poder desde Sion, y miles nacerán en aquel día, sí, naciones nacerán de inmediato. Los elegidos de Dios que hoy son aparentemente sólo unos cuantos, saldrán de sus escondites, y Cristo verá el fruto de la aflicción de Su alma, y quedará satisfecho.

No obstante la creencia pesimista de algunos, de que el mundo llegará a un fin con un Dios derrotado y con sólo unos cuantos que son salvados, yo, empero, estoy seguro de la Escritura que garantiza esperanzas más luminosas. Un día “la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová”. “Se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá”, esto sabemos pues el Señor lo ha dicho. En todas las cosas Cristo ha de tener la preeminencia, y, por tanto, en el asunto de la salvación de las almas Él tendrá la preeminencia sobre Satanás y las almas que se pierden.

¡Oh, anhelamos una hora de esa voz del Señor que está llena de majestad, esa voz que quebranta los cedros del Líbano y los hace saltar como becerros, al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos! ¿Cuándo hará temblar la voz del Señor el desierto de Cades y desnudará los bosques? Todavía será oída, y en Su templo todos hablarán de Su gloria. Jehová preside en el diluvio, y se sienta Jehová como rey para siempre.

Entonces, tengan esperanza. Sus anticipaciones han de ser de tiempos más relucientes, pues Él hablará –Él que sacude a los cielos y a la tierra cuando le place- y cuando hable ustedes dirán: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Nosotros esperamos personalmente, si Jesús no viniera antes de que partamos, oírle hablarnos dulcemente en la hora de nuestra muerte. Hablemos de esto solemne y suavemente, pues pongámoslo a la luz que lo pongamos, es un acto terrible morir; pero cuando estemos agonizando, y los sonidos de la tierra estén excluidos del aposento solitario, y la voz del afecto esté ahogada en sollozos de lamentación, entonces Jesús vendrá y hará nuestra cama, y hablará como no habló nadie jamás, diciendo: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios; cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán”. Los cristianos moribundos, por los cánticos que han elevado y por el gozo que ha resplandecido en sus ojos, han demostrado que la voz de Jesús es tal que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Oh amados, ¿qué será esa voz para nuestros espíritus incorpóreos cuando nuestras almas dejen esta arcilla, y vuelen por sendas desconocidas para ver al Salvador? No sé con qué palabras de bienvenida se dirigirá a nosotros entonces. Podría reservar Sus expresiones más escogidas para el día de Su aparición, pero no nos llevará a Su seno sin una palabra de amor, ni nos recibirá en nuestros tranquilos lugares de descanso sin un recibimiento cordial. Qué será ver Su rostro, oír Su voz en el cielo. Entonces sabremos que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Y entonces, cuando el tiempo ordenado desde tiempos antiguos sea cumplido, cuando llegue el día en que los muertos oirán la voz de Dios, cuando la Resurrección y la Vida hable con tonos de trompeta, y los justos sean levantados de sus tumbas, ¡oh!, entonces se verá, cuando todos obedezcan la palabra vivificadora, que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Aquel que habla la palabra de la resurrección es hombre tanto como Dios. “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos”. Y entonces cuando ustedes y yo estemos a Su diestra, cuando el cuerpo y el alma reunidos reciban la recompensa final, y Él diga en tonos inimitables: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”, no necesitaremos decir: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Cuando entremos con Él en el reposo eterno, cuando Él entregue el reino de miediación a Dios, el Padre, y Dios sea todo en todo, nosotros, en la visión retrospectiva de todo lo que dijo en la tierra y dijo en el cielo, nosotros, oyendo constantemente la voz de Aquel que llevará Su sacerdocio perpetuamente y parecerá todavía como un cordero que ha sido inmolado, daremos entonces pleno testimonio de que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Fíjense bien, mis oyentes, que cada una de las almas de ustedes tendrá que unirse a esa confesión. Pueden vivir como enemigos de Cristo, y pueden morir como extraños para con Él, pero serán conducidos a sentir que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Si hoy no reconocieran que Su misericordia para con ustedes es ilimitada, que Su condescendencia al invitarlos a venir hoy a Él es digna de una admiración amorosa, si no quieren someterse, sino que cierran sus oídos a la invitación de Su misericordia cuando dice: “Venid a mí y yo os haré descansar”, al final será extraído de ustedes un asentimiento involuntario. Cuando Él diga: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”, el trueno de esa palabra los atormentará de tal manera, el terror de Su declaración los sacudirá de tal manera y los disolverá tan completamente que ustedes, asombrándose todo el tiempo de que haya sido un hombre quien pudo hablar así, sentirán que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Algunas veces han censurado al predicador por hablar demasiado severamente, pero entonces sabrán que no fue lo suficientemente severo; algunas veces se han sorprendido de que el ministro les proporcionara tan terribles descripciones de la ira venidera, y pensaron que fue demasiado lejos, pero cuando se abra ampliamente la boca del abismo y las llamas devoradoras se alcen para devorarlos obedeciendo a la palabra del crucificado Salvador que una vez fue inmolado, entonces dirán, por terror y por ira, por horror sobrecogedor: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Los labios que dijeron: “Venid a mí, los que estáis cansados”, dirán “Apartaos de mí, malditos”, en tonos que nadie, salvo esos labios, podrían pronunciar. Una vez que el amor se enoja se convierte en ira, intensa y terrible. ¡El aceite es suave, pero cuán fieramente arde! Tengan cuidado de que el furor de Jehová no se encienda sobre ustedes, pues quemará incluso hasta el más bajo infierno. El Cordero de Dios es como un león para quienes rechazan Su amor. No lo provoquen más. Que el Espíritu Santo los conduzca al arrepentimiento. Que Dios conceda que en un sentido mucho más feliz que este último, aprendan a decir: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”, pero, de una forma o de otra, toda alma aquí presente y toda alma nacida de mujer, reconocerá que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”

Yo los encomiendo a Dios. Hasta pronto.

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Salmo 45.

Nota del traductor:

 El señor Spurgeon dice: “clear and perspicuous”, “claro y perspicuo”.

Perspicuo: claro, transparente y terso. En sentido figurado, dícese de la persona que se explica con claridad, y del mismo estilo inteligible.

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