“No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”. Juan 5: 28, 29.
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #896 – La Resurrección Venidera
La doctrina de la resurrección de los muertos es característicamente una creencia cristiana. Utilizando la razón natural y con la ayuda de alguna escasa luz proveniente de la tradición o tomada en préstamo de los judíos, unos cuantos filósofos han entrevisto la inmortalidad del alma; pero que el cuerpo habrá de resucitar, que habrá otra vida para esta estructura corporal, es una esperanza iluminada únicamente por la revelación de Cristo Jesús. Los hombres no hubieran podido imaginar un portento tan grande, y por ende demuestran su incapacidad de inventar esa doctrina por el hecho de que todavía -igual que lo hicieron en Atenas- cuando oyen acerca de la resurrección por primera vez, se dedican a burlarse de ella. “¿Vivirán estos huesos secos?”, sigue siendo todavía la burla del incrédulo.
La doctrina de la resurrección es una lámpara encendida por la mano que una vez fue perforada. Es en verdad, en algunos aspectos, la piedra angular del arco cristiano. En nuestra santa fe está vinculada con la persona de Jesucristo, y es una de las joyas más resplandecientes de Su corona. ¿Qué tal si la llamo: la sortija del sello que está en Su dedo, del sello con el cual ha demostrado, de manera concluyente, que posee la autoridad de Rey y que ha salido de Dios? Puesto que la doctrina de la resurrección es vital para el Evangelio, debería ser predicada mucho más frecuentemente de lo que es expuesta.
Escuchen al apóstol Pablo cuando describe el Evangelio que predicaba, y por medio del cual los verdaderos creyentes eran salvados: “Primeramente os he enseñado”, -dice el apóstol- “lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras”. A partir de la resurrección de Cristo el apóstol argumenta la resurrección de todos los muertos, e insiste en que si Cristo no hubiera resucitado, serían vanas tanto la fe de ellos como la predicación de Pablo. En la iglesia primitiva la doctrina de la resurrección fue la principal hacha de combate y el arma de guerra del predicador. Doquiera que iban los primeros misioneros presentaban este mensaje de manera prominente: que habrá un juicio, y que los muertos resucitarán para ser juzgados por el Hombre Cristo Jesús, de conformidad al Evangelio. Si queremos honrar a Cristo Jesús, el resucitado, debemos darle prominencia a esta verdad.
Además, la doctrina de la resurrección recibe la bendición de Dios para despertar a las mentes de los hombres. Cuando nos imaginamos que nuestras acciones están confinadas a esta vida presente, las hacemos descuidadamente, pero cuando descubrimos que son de largo alcance y que, para bien o para mal, proyectan influencias a lo largo de un destino eterno, entonces las consideramos con una mayor seriedad. ¿Qué sonido de trompeta pudiera ser más sorprendente, qué voz de alerta pudiera ser más eficaz para despertar que estas noticias dadas al pecador negligente de que hay una vida en el más allá y que los hombres tienen que presentarse delante del tribunal de Cristo para recibir el veredicto por las cosas hechas en sus cuerpos, sean buenas o sean malas? Voy a tratar de predicar esta doctrina esta mañana precisamente para estos fines: para honrar a Cristo y para despertar a los negligentes. Que Dios nos bendiga y nos dé abundantemente los resultados deseados.
Primero expondremos el texto, y luego, en segundo lugar, procuraremos aprender sus lecciones.
- Primero, vamos a EXPONER EL TEXTO. Ninguna exposición sería más instructiva que un examen verbal. Tomaremos cada palabra y ponderaremos su significado.
Entonces, observen primero que en el texto hay una prohibición de maravillarse. “No os maravilléis de esto”. Nuestro Salvador había estado hablando de dos formas de otorgar vida que le pertenecen a Él, como el Hijo del hombre. La primera forma es el poder de hacer salir a los muertos de sus sepulcros, a una vida natural renovada. Él demostró ese poder en una o dos ocasiones durante Su vida, a las puertas de Naín, en el aposento de la hija de Jairo, y una vez más en la tumba del casi putrefacto Lázaro. Jesús tenía poder cuando estaba en la tierra y tiene todavía poder, si así lo quisiera, para hablarles a aquéllos que han partido y pedirles que regresen de nuevo a esta condición mortal y que reasuman los gozos, las aflicciones y los deberes de la vida. “Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida”.
Después que nuestro Señor hubo comentado por un momento acerca de esa faceta de Su prerrogativa de dar vida, pasó a una segunda manifestación de ella, y testificó que ya había llegado el tiempo cuando Su voz se escucharía para la vivificación de los seres espiritualmente muertos. Los seres muertos espiritualmente, las personas que están muertas para la santidad y muertas para la vida, muertas para Dios y muertas para la gracia; las personas que yacen en sus tumbas cubiertas totalmente con las vendas de los malos hábitos; que están pudriéndose en los ataúdes de su depravación y que permanecen acostadas en la profundidad de sus transgresiones, esas mismas personas reciben la vida cuando Jesús habla en el Evangelio; entonces les es dada una vida espiritual, sus almas muertas son despertadas de su largo y horrible letargo, y son vivificadas con la vida de Dios.
Ahora, ambas formas de vivificación son dignas de nuestro maravillado asombro. La resurrección del hombre natural a una vida natural es un gran portento; ¿quién no recorrería mil kilómetros para ver la realización de una obra así?
Pero la resurrección del espíritu muerto a una vida espiritual es, por mucho, un portento todavía mayor. Pero a pesar de que estas cosas son maravillosas y que es legítimo que nos maravillemos por ellas con gran admiración, hay sin embargo un asombro de incredulidad desconfiada que es insultante para el Señor, y que es, por tanto, prohibido.
Como para anonadar a los impugnadores que estaban estupefactos ante Sus reivindicaciones, nuestro afable Maestro se dirigió a ellos de la siguiente manera: “No necesitan maravillarse de estas dos reivindicaciones mías; Yo afirmo tener otro poder de vivificación que los maravillará mucho más. En breve ocurrirá un evento que para ustedes, de cualquier manera, será mucho más maravilloso que cualquier cosa que me han visto hacer, o que afirmo que puedo realizar. El tiempo vendrá cuando, a Mi voz, todos los muertos que están en sus tumbas, las multitudes de multitudes que yacen en los valles de muerte, se despertarán instantáneamente a la vida y se presentarán ante Mi trono de juicio”.
Para ustedes, amados hermanos en la fe, la resurrección de los muertos no es un portento tan grande como lo es la salvación de las almas muertas; y, en verdad, la resurrección de un cadáver de su tumba no es de ninguna manera un portento tan grande como lo es la vivificación de un alma muerta que duerme el sueño del pecado pues, en la resurrección de un cadáver no hay ninguna oposición al ‘fiat’ (hágase) de la Omnipotencia. Dios habla, y se hace; pero en la salvación de un alma muerta, los elementos de muerte que están dentro son potentes y oponen resistencia al poder vivificador de la gracia, de tal manera que la regeneración es una victoria así como una creación, un milagro complejo y una gloriosa exhibición de gracia y poder.
Sin embargo, por diversas razones, para unos pocos y para todos los que todavía son gobernados por la mente carnal, para el mero ojo externo, la resurrección del cuerpo pareciera ser un mayor portento. Comparativamente, en el día de nuestro Salvador, pocas personas fueron vivificadas espiritualmente, pero la resurrección consistirá en la vivificación de todos los cadáveres de los seres humanos que han existido a lo largo de toda la historia. Grande maravilla es ésta, si se considera las huestes de los hijos de Adán que han engrosado el suelo y engordado a los gusanos y, sin embargo, cada uno de ellos resucitará. Muchas almas fueron revividas en el día de nuestro Salvador y también lo son en nuestro día, una por una, por aquí una y otra por allá.
Largos años siguen transcurriendo; la historia entera de la humanidad se interpone antes de que se lleve a cabo la regeneración de todos los elegidos; pero la resurrección de los muertos tendrá lugar de inmediato; al sonido de la trompeta del arcángel, los justos resucitarán a su gloria; y después de ellos, los impíos resucitarán a su vergüenza; pero la resurrección no será un levantamiento gradual, un desarrollo progresivo, ya que de inmediato miríadas de seres invadirán la tierra y el mar. ¡Conciban, entonces, cuán maravilloso habrá de ser ésto para una simple mente natural! Un cementerio súbitamente convertido en una animada asamblea; un campo de batalla en el que cayeron decenas de miles de personas, que vomita súbitamente a todos sus muertos. El carácter repentino de ésto asombraría y sobresaltaría a la mente más carnal, y haría que el milagro pareciera grande más allá de toda comparación.
Además, hermanos míos, la resurrección de los muertos es algo que ciertas personas como los judíos podían apreciar, pues tenía que ver con el materialismo, tenía que ver con cuerpos humanos. Había algo que ver, algo que tocar, algo que pudiera ser manejado, algo que las personas no espirituales llaman ‘una realidad’. Para ustedes y para mí la resurrección espiritual, si somos hombres espirituales, es el mayor portento, pero para ellos la resurrección parecía ser todavía más maravillosa, porque podían comprender y formarse un concepto de ella en sus mentes no espirituales.
Entonces el Salvador les dice que si las dos cosas anteriores los hacían maravillarse, y los hacían dudar, ¿qué haría esta doctrina: que todos los muertos serán resucitados en un instante por la voz de Cristo? Hermanos, aprendamos humildemente una lección de ésto. Nosotros somos por naturaleza muy semejantes a los judíos; nos asombramos desconfiadamente y nos sorprendemos incrédulamente cuando vemos u oímos acerca de unas renovadas manifestaciones de la grandeza de nuestro Señor Jesucristo. Nuestros corazones son tan estrechos que no podemos recibir Su gloria en su plenitud. Ah, nosotros lo amamos, y confiamos en Él, y creemos que Él es el más hermoso, y el más grande, y el mejor y el más poderoso, pero si tuviéramos una visión más plena de lo que Él puede hacer, es muy probable que nuestro asombro se vería mezclado con una porción de duda sustancial. Hasta este momento poseemos sólo unas ideas débiles de la gloria y del poder de nuestro Señor. Nosotros sostenemos la doctrina de Su deidad, pues somos lo suficientemente ortodoxos, pero no hemos captado enteramente el hecho de que Él es Señor Dios Todopoderoso. ¿No te parece a veces imposible que Fulano de Tal, un hombre aflictivamente impío, pudiera ser convertido? Pero, ¿por qué considerarlo imposible para Aquel que puede resucitar a los muertos? ¿No parecería imposible que pudieras ser sostenido a través de tu presente tribulación? Pero, ¿cuán imposible es para Aquel que hará que los huesos secos vivan y que el sepulcro vomite su contenido? Parecería improbable a veces que tus corrupciones sean quitadas alguna vez, y que llegues a ser perfecto y sin mancha. Pero, ¿por qué habría de parecerlo? Aquel que es capaz de presentar delante de Su trono a decenas de miles de cuerpos que han dormido durante largo tiempo en el sepulcro, y que ya están convertidos en polvo, ¿qué no podría realizar para con Su pueblo?
Oh, no duden más, y no permitan que las mayores maravillas de Su amor, de Su gracia, de Su poder o de Su gloria, los conduzcan a maravillarse incrédulamente, sino que más bien digan conforme cada nuevo prodigio de Su poder divino se haga manifiesto delante de ustedes: “Yo esperaba ésto de alguien como Él. Yo concluí que Él podría lograr ésto, pues entiendo que fue capaz de someter a todas las cosas para Sí. Yo sabía que Él diseñó los mundos, y construyó los cielos, y guió a las estrellas y que por Él todas las cosas existen; por tanto, no estoy anonadado aunque contemple las más grandes maravillas de Su poder”. Las primeras palabras del texto, entonces, nos exhortan a la fe y censuran toda estupefacción incrédula.
Ahora les pido su atención a la segunda frase. La hora venidera. “Vendrá hora”, dice Cristo. Yo supongo que Él la llama ‘hora’ para indicar cuán cercana está en su estimación, puesto que nosotros no comenzamos a mirar la hora exacta de un evento cuando es extremadamente remoto. Un evento que no ha de ocurrir durante cientos de años es esperado y notado inicialmente cada año, y sólo cuando estamos razonablemente cercanos a él, los hombres hablan de día y del mes, y cuando ya nos estamos aproximando mucho a él es cuando nos fijamos en la hora precisa. Cristo nos da a entender que, ya sea que nosotros lo pensemos o no, el día de la resurrección está muy cercano en el pensamiento de Dios; y aunque ahora estuviera todavía a mil años de distancia, aun así, para Dios no es sino un día, y Él quiere que nos esforcemos a pensar según el pensamiento de Dios al respecto, sin considerar ningún tiempo como largo, puesto que tratándose del tiempo, tiene que ser breve, y así será considerado por nosotros cuando el tiempo haya pasado y el día hubiere llegado. Ésta es sabiduría práctica: acercar a nosotros lo que es inevitable, y actuar al respecto como si fuese mañana mismo cuando suene la trompeta y seamos juzgados.
“Vendrá hora”, dice el Salvador. Él nos enseña aquí la certeza de ese juicio. Hay algunos eventos que pudieran darse o no; los emperadores pueden vivir o morir, sus hijos pueden ascender a sus tronos o el trono pudiera ser destruido hasta el polvo y esparcido a todos los vientos del cielo; las dinastías pueden durar o podrían marchitarse como la hojas de otoño; los eventos más grandes que suponemos inevitables podrían no ocurrir nunca; otra rueda que no ha sido vista por nosotros en la gran maquinaria de la Providencia, puede hacer que los eventos den un giro de una manera completa en relación a lo que nuestra insignificante sabiduría anticiparía; pero la hora de la resurrección es cierta, sin importar qué otras cosas sean contingentes o dudosas. ‘Vendrá hora’; viene con toda seguridad. En el decreto divino este es el día para el que todos los demás días fueron creados; y si fuera posible que cualquier determinación del Todopoderoso pudiera ser cambiada, ésta no será cambiada nunca, por cuanto “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos”. “Vendrá hora”.
Reflexionen, hermanos míos, que esa hora sumamente solemne está acercándose a cada instante. Cada segundo la acerca más. Mientras están todavía sentados en esta casa, siguen siendo conducidos hacia ese gran evento. Como el péndulo de aquel reloj que continúa latiendo incesantemente como el corazón del tiempo, como la alborada que da lugar a la sombra de la noche, y como las estaciones que se siguen en constantes ciclos, así somos arrastrados a lo largo del río del tiempo cada vez más cerca del océano de la eternidad. Llevados como sobre las alas de algún poderoso ángel que nunca hace una pausa en su vuelo incomparable, prosigo mi viaje hacia el tribunal de Dios.
Hermanos míos, ustedes son transportados velozmente en ese mismísimo vuelo. Entonces, miren a la resurrección como algo que siempre está aproximándose, acercándose silenciosamente más y más en cada hora transcurrida. Tales contemplaciones serán de un servicio supremo para ustedes.
Las palabras de nuestro Señor se leen como si la hora especial de la que habló sumiera completamente en la sombra a todos los demás eventos; como si la hora, esa hora especial, la última hora, LA hora par excellence (por excelencia), la hora maestra, la hora regia, fuera, de todas las horas, la única hora venidera digna de mención, por ser inevitable e importante. Como la vara de Aarón, la hora del juicio se traga a todas las demás horas.
Oímos acerca de horas que han sido grandes para el destino de las naciones, de horas en que el bienestar de millones se cimbró sobre la balanza, de horas en que los dados deben ser echados para paz o para guerra, de horas que han sido llamadas ‘crisis de la historia’; y somos propensos a pensar que períodos así ocurren en la historia del mundo: pero aquí está la crisis culminante sobre todas las demás, aquí está la hora de hierro de la severidad, la hora de oro de la verdad, la hora de claro zafiro de las manifestaciones. En aquella hora augusta habrá proclamaciones de las decisiones imparciales del Señor Cristo con relación a todas las almas y cuerpos de los hombres. ¡Oh, qué hora es ésta que está llegando aprisa!
Mis queridos hermanos, de vez en cuando ambiciono la lengua de los seres elocuentes, y ahora lo hago porque quisiera poder encender sus imaginaciones e inflamar sus corazones sobre un tema como éste; pero permítanme suplicarles que me ayuden ahora por un instante, y puesto que esta hora viene, que procuren pensar que está muy, muy cerca.
¡Supongan que viniera ahora, mientras nos encontramos reunidos aquí; supongan que ahora mismo los muertos resucitaran, que en un instante esta asamblea se transformara en una asamblea infinitamente más grande, y que ningún ojo se posara en el olvidado predicador, y más bien que todos los ojos se fijaran en el grandioso Juez que desciende, sentado en majestad sobre Su gran trono blanco; yo les ruego que consideren como si la cortina hubiere sido corrida en este instante; anticipen la sentencia que será dictada para ustedes procedente del trono de justicia; consideren como si en este preciso instante fuera pronunciada la sentencia para ustedes! Oh, ahora les ruego que se examinen a ustedes mismos como si los días de prueba hubieren llegado, pues tal examen será para beneficio de sus almas si son salvos, y podría ser para que despierten sus almas si ustedes son inconversos.
Pero debemos proseguir. “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros”. Noten ésto muy cuidadosamente: “todos los que están en los sepulcros”; esa expresión significa, no únicamente todos aquellos cuyos cuerpos están realmente en la tumba en este momento, sino todos lo que fueron enterrados alguna vez aunque pudieran haber sido desenterrados y cuyos huesos pudieran haberse mezclado con los elementos, o ser esparcidos por los vientos, o disueltos en las olas o transformados en formas vegetales. Todos los que han vivido y han muerto, ciertamente, resucitarán. ¡Todos! ¡Calculen, entonces, el número incalculable! ¿Cuántas personas vivieron antes del diluvio? Se ha creído, y yo creo que acertadamente, que los habitantes de este mundo fueron más numerosos en el tiempo del diluvio de lo que probablemente son ahora, debido a la enorme longevidad de la vida humana; los números de los hombres no eran disminuidos tan terriblemente por la muerte como lo son ahora. Piensen, por favor, en toda la progenie de Adán desde los tiempos del diluvio en adelante. De Tarsis a Sinim, los hombres cubrían las tierras. Nínive, Babilonia, Caldea, Persia, Grecia, Roma, todos éstos lugares fueron vastos imperios de hombres. ¿Quién podría calcular las hordas de partos, escitas y tártaros? En cuanto a esos enjambres de godos y hunos y vándalos, ellos fluían continuamente como provenientes de una poblada colmena, en la edad media, y los francos, sajones y celtas se multiplicaban a su medida. Sin embargo, estas naciones eran sólo tipos de un grupo numeroso de naciones todavía más multitudinario. Piensen en Etiopía y en todo el continente de África; recuerden a la India y Japón, y la tierra del sol poniente; en todas las tierras, grandes tribus de hombres han llegado y se han ido a descansar en sus sepulcros. ¡Cuántos millones de millones han de yacer en China y en Birmania! ¡Cuántas innumerables huestes dormitan en la tierra de las pirámides y de los sarcófagos de las momias! ¿Quién podría competir con el número de todos los embalsamados en Egipto en los tiempos antiguos, tanto grandes como pequeños?
Entonces, oigan y crean: de todos los que jamás han vivido nacidos de mujer, ni uno solo quedará en su tumba; todos, todos resucitarán. Muy bien podría yo decir igual que lo hizo el salmista sobre otro asunto: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender”. ¿Cómo ha marcado Dios todos estos cuerpos, cómo ha rastreado la forma de cada estructura corporal? ¿Cómo podrá Jesucristo resucitarlos a todos ellos? No lo sé, pero lo hará, pues eso es lo que declara y eso es lo que Dios ha resuelto. “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz”. Todos los justos, todos los impíos, todos los que han sido engullidos por el mar, todos los que dormitan en el regazo de la tierra; todos los grandes, todas las multitudes de los hijos del arduo trabajo; todos los sabios y todos los necios, todos los bienamados y todos los despreciados; ni un solo individuo será omitido.
Mi querido amigo, lo mejor para ti es considerar el asunto bajo una luz más personal; tú no serás olvidado; tu espíritu separado tendrá su lugar señalado, y ese cuerpo que una vez lo contuvo, tendrá su vigilante que lo cuide, hasta que por el poder de Dios sea restaurado de nuevo a tu espíritu, al sonido de la última trompeta.
Tú, mi oyente, resucitarás. Tan ciertamente como estás sentado aquí esta mañana, tú estarás delante del Hijo del Hombre que una vez fue crucificado. No es posible que seas olvidado; no se permitirá que te pudras hasta llegar a la aniquilación, para ser dejado en las tinieblas de la oscuridad; has de resucitar, resucitarás; todos y cada uno lo haremos sin una solitaria excepción. Es una maravillosa verdad y, sin embargo, no podemos maravillarnos como para dudar de ella, aunque sí podemos maravillarnos de ella y admirar al Señor que hará que esto suceda.
Prosigamos. “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz”. ¡Oír! ¡Vamos, el oído ha desaparecido! Hace mil años un hombre fue enterrado, y su oído –no queda ni la más mínima reliquia de su oído- ha desaparecido por completo; ¿podrá oír jamás ese oído? Sí, puesto que Aquel que lo hizo oír la primera vez, obró entonces un portento tan grande como cuando lo haga oír una segunda vez. Se necesitaba un Dios para hacer el oído que oye de un bebé recién nacido; no se necesitará más para renovar el oído que oiga la segunda vez. ¡Sí, oirá el oído perdido en el silencio por tan largo tiempo!
Y ¿cuál será el sonido que despertará a ese oído recién despertado y recién diseñado? Será la voz del Hijo de Dios; la voz del propio Jesucristo. ¿No es maravilloso que esa misma voz de Jesús esté ahora resonando en este preciso lugar, y ha resonado miles de veces, y que hay hombres que tienen oídos que jamás han oído antes esa voz?; sin embargo, cuando hable esa voz a los hombres que no tienen oídos, la oirán y se levantarán a vida. ¡Cuán sordos han de ser quienes son más sordos que los muertos! ¡Cuál no será la culpa de quienes tienen oídos para oír, pero no oyen! Y cuando la voz de Cristo resuena a través del edificio, una y otra vez, en la predicación del Evangelio, no son más conmovidos por esa voz que las tejas que los cubren de la lluvia. ¡Cuán muertos, digo, han de estar aquéllos que no son conmovidos por la palabra que despierta incluso a los muertos que están en sus tumbas, que han yacido ahí estos mil años!
Ah, hermanos míos, a la vez que ésto nos enseña la impasibilidad de la naturaleza humana y cuán depravado es el corazón, también les recuerda a ustedes, que son negligentes, que no hay escapatoria para ustedes; si no oyen la voz de Jesús ahora, tendrán que oírla entonces. Podrían insertar esos dedos en sus oídos hoy, pero no podrán hacer eso en el día de la última trompeta que entonces tendrán que oír. ¡Oh, que oyeran ahora! Tienen que oír las citaciones a juicio; que Dios les conceda poder oír las citaciones a la misericordia, y que se vuelvan obedientes a ellas y vivan. “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz”; sin importar quiénes hubieran sido, estarán sujetos al poder de Su omnipotente mandato, y se presentarán delante de Su soberano tribunal.
Noten las palabras que siguen, “y saldrán”. Es decir, por supuesto, que sus cuerpos saldrán del sepulcro, fuera de la tierra, o del agua, o del aire, o de cualquier otra parte en que estén esos cuerpos. Pero yo creo que estas palabras: “y saldrán”, significan algo más que eso. Parecieran implicar ‘manifestación’, como si todo el tiempo los hombres hubieran estado aquí, y mientras estaban en sus tumbas estaban escondidos y ocultos, pero así como la voz de Dios en el trueno desnuda los bosques y desgaja las encinas, así también la voz de Dios en la resurrección desnudará los secretos de los hombres, y los hará sacar su más verdadero ‘yo’ a la luz, para ser revelado a todos. El hipócrita, siendo como es un villano enmascarado, no es descubierto ahora, pero cuando la voz de Cristo resuene, saldrá en un sentido que será horrible para él, privado de todos los ornamentos de su disfraz y con la máscara de su profesión destrozada, estará delante de los hombres y de los ángeles con la lepra sobre su frente, siendo objeto de una mofa universal, aborrecido por Dios y despreciado por los hombres.
¡Ah!, queridos oyentes, ¿están listos para salir incluso ahora? ¿Estarían dispuestos a que se leyeran sus corazones? ¿Los colgarían de sus mangas para que todos los vieran? ¿Acaso no hay mucho en ustedes que no podría soportar la luz del sol? ¡Cuánto más sería incapaz de soportar la luz de Aquel cuyos ojos son una llama de fuego, que lo ven todo y lo prueban todo por un juicio que no puede errar! Su salida en aquel día no sólo será una reaparición desde el centro de las sombras del sepulcro, sino una salida a la luz de la verdad del cielo que los revelará con claridad meridiana.
Y luego el texto procede a decir que saldrán como los que hicieron lo bueno y los que hicieron lo malo. De lo cual hemos de deducir la siguiente verdad: que la muerte no produce ningún cambio en el carácter del hombre y que después de la muerte no hemos de esperar que ocurran mejoras. Aquél que es santo es santo todavía, y el que es inmundo es inmundo todavía. Cuando fueron colocados en la tumba eran hombres que habían hecho lo bueno, y resucitan como hombres que hicieron lo bueno; o cuando fueron enterrados, eran hombres que habían hecho lo malo, y resucitan como quienes hicieron lo malo. Por tanto, no esperen ninguna oportunidad para el arrepentimiento después de esta vida, ninguna oportunidad de reforma, ninguna proclamación adicional de misericordia o algunas puertas de esperanza. Es ahora o nunca en cuanto a ustedes, recuerden eso.
Noten, además, que únicamente dos tipos de personas resucitan, pues, en verdad, sólo hay dos tipos de personas que vivieron jamás, y, por tanto, dos tipos que son enterrados y dos tipos que resucitan: quienes hicieron lo bueno y quienes hicieron lo malo. ¿Dónde estaban aquéllos de carácter combinado, cuya conducta no era ni buena ni mala, o era de ambas formas? No existían esos seres. Tú dices: ¿no hacen los buenos el mal? ¿No podrían algunos que son malos hacer algún bien?
Yo respondo: quien hace el bien es un hombre que habiendo creído en Jesucristo, y habiendo recibido la nueva vida, hace el bien en su nueva naturaleza y con su espíritu nacido de nuevo, con toda la intensidad de su corazón. En cuanto a sus pecados y a sus debilidades en los que cae en razón de su vieja naturaleza, siendo éstos lavados por la sangre preciosa de Jesús, no son mencionados en el día de cuentas, y resucita como un hombre que ha hecho lo bueno; lo bueno que hizo es recordado, pero lo malo es limpiado por completo.
En cuanto a los malos, de quienes se afirma que pueden hacer algo bueno, nosotros respondemos: ellos podrían hacer lo bueno según el juicio de sus semejantes, y para con sus semejantes mortales, pero de un corazón malo no puede proceder lo bueno para con Dios. Si la fuente está contaminada, cada torrente tiene que estar también contaminado. Lo ‘bueno’ es una palabra que puede ser medida de acuerdo a quienes la usan. Lo bueno del hombre malo es bueno para ti, su hijo, su esposa, su amigo, pero a él Dios no le importa, y no tiene ninguna reverencia y ninguna estima para el grandioso Legislador.
Por tanto, aquello que podría ser bueno para ti podría ser malo para Dios, porque no fue realizado por algún motivo recto, e incluso fue hecho tal vez por un motivo erróneo; de tal manera que el hombre está deshonrando a Dios mientras ayuda a su amigo. Dios juzgará a los hombres por sus obras, pero sólo habrá dos tipos de personas, los buenos y los malos; y esto hace que sea una solemne tarea para cada hombre conocer dónde estará, y cuál ha sido el tenor general de su vida, y cuál es el verdadero veredicto sobre todo ello.
Oh, señores, hay algunos de ustedes que, con todas sus excelencias y moralidades, no han hecho nunca lo bueno según mide Dios lo bueno, pues nunca han pensado en Dios para honrarlo, nunca han confesado que le han deshonrado; de hecho, han permanecido altivamente indiferentes al juicio de Dios sobre ustedes como pecadores, y se han erigido como seres que son todo lo que tienen que ser. ¿Cómo podría ser posible, mientras descreen de su Dios, que pudieran hacer algo que le agrade? Su vida entera es mala a los ojos de Dios; es únicamente mala.
Y en cuanto a ustedes que temen Su nombre o que confían que lo hacen, pongan mucha atención a sus acciones, se los ruego, viendo que sólo hay quienes hacen lo bueno, y quienes hacen lo malo. Aclárenle muy bien a su conciencia, aclárenle muy bien al juicio de aquellos que los vigilan (aunque ésto es de menor importancia), y aclárenlo muy bien delante de Dios, que sus obras son buenas, que su corazón es recto porque su conducta exterior está conformada a la ley de Dios.
No los retendré por más tiempo en la exposición, excepto para notar que el modo de juzgar es notable. Quienes escudriñan las Escrituras saben que el modo de juzgar en el último día será enteramente de acuerdo a las obras. ¿Serán entonces salvados los hombres por sus obras? No, de ninguna manera. La salvación es en cada caso la obra y el don de la gracia. Pero el juicio será guiado por nuestras obras. Es asunto de justicia que aquéllos que habrán de ser juzgados sean todos juzgados de acuerdo a la misma regla. Ahora, ninguna regla puede ser común para los santos y para los pecadores, excepto la regla de su conducta moral, y por esta regla todos los hombres habrán de ser juzgados.
Si Dios no encuentra en ti, amigo mío, ninguna santidad de vida en absoluto, no te aceptará. “¿Qué hay”, -dirá alguien- “del ladrón moribundo entonces?” Había la justicia de la fe en él, y produjo todos los actos santos que las circunstancias permitieron; en el preciso momento que creyó en Cristo, confesó a Cristo y habló por Cristo, y ese acto solitario está como evidencia de que era un amigo de Dios, mientras que todos sus pecados fueron lavados.
Que Dios les conceda la gracia de confesar sus pecados, y de creer en Jesús, para que toda su transgresión les pueda ser perdonada. Tiene que haber alguna evidencia de su fe. Delante de la multitud congregada de hombres no habrá ninguna evidencia de su fe que fuere tomada de sus sentimientos íntimos, sino que la evidencia será encontrada en sus acciones externas. Será todavía: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”. Presten atención, entonces, a lo relacionado con la piedad práctica, y aborrezcan toda predicación que quisiera hacer de la santidad de vida algo secundario. Somos justificados por la fe, pero no por una fe muerta; la fe que justifica es la que produce santidad, “sin la cual nadie verá al Señor”.
Vean, entonces, las dos clases en las que son divididos los hombres, y la severa regla por la cual Dios los juzgará, y júzguense ustedes mismos para que no sean condenados con los malvados.
Los diferentes destinos de las dos clases son mencionados en el texto. Una clase resucitará a la resurrección de vida. Esto no quiere decir una mera existencia; ambas clases existirán, ambas existirán para siempre, pero “vida” quiere decir, cuando es entendida debidamente, felicidad, poder, actividad, privilegio, capacidad; de hecho es un término tan integral que yo necesitaría mucho tiempo para exponer todos sus significados. Hay una muerte en vida que los impíos han de tener, pero la nuestra será una vida en vida: una verdadera vida; no será simplemente una existencia, sino una existencia en energía, existencia en honor, existencia en paz, existencia en bendición, existencia en perfección. Esta es la resurrección para vida.
En cuanto a los impíos, hay una resurrección para condenación, por la cual sus cuerpos y sus almas caerán manifiestamente bajo la condenación de Dios; para usar la palabra de nuestro Salvador, serán condenados. ¡Oh, qué resurrección!, y, sin embargo, no podemos escapar de ella si descuidamos la gran salvación. Si pudiéramos acostarnos y dormir, y nunca despertáramos de nuevo, ¡oh, qué bendición sería para un hombre impío!, si esa tumba pudiera ser lo último de él, y fuera como un perro no se despertara nunca del sueño, ¡qué bendición sería! Pero es una bendición que no es suya, y no puede serlo nunca. Sus almas han de vivir, y sus cuerpos han de vivir. “Oh, temed a aquel, -se los ruego- que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. Sí, les digo, temed”.
- Nuestro tiempo casi se ha acabado, pero debo ocupar los minutos restantes en EXTRAER LECCIONES DEL TEXTO.
La primera, es la lección de una reverencia adoradora. Si es cierto que todos los muertos habrán de resucitar a la voz de Cristo, entonces, adorémosle. ¡Cuán grande Salvador fue el que se desangró en la cruz! ¡Cuán gloriosamente es exaltado quien fue despreciado y desechado! Oh, hermanos, si pudiéramos alcanzar a ver siquiera las faldas de esta verdad, que Él resucitará de sus tumbas a todos los muertos, si comenzáramos siquiera a percibir su grandiosidad de significado, me parece que deberíamos caer a los pies del Salvador como lo hizo Juan según dijo: “Caí como muerto a sus pies”. ¡Oh, cuán asombroso es Tu poder, mi Señor y mi Dios! ¡Qué homenaje ha de ser rendido a Ti! ¡Salve, Emanuel! Tú tienes las llaves de la muerte y del infierno. Mi alma te ama y te adora a Ti, que eres grandioso Príncipe entronizado, Admirable, Consejero, Rey de reyes y Señor de señores.
La siguiente lección es de consuelo para nuestros espíritus heridos en relación a nuestros amigos que han partido. Nunca nos afligimos en cuanto a las almas de los justos, pues están para siempre con el Señor. La única lamentación que permitimos entre cristianos concierne al cuerpo que es arruinado como una flor marchita. Cuando leemos, en los funerales, aquel famoso capítulo de la epístola a los Corintios, no encontramos en él ningún consuelo para los espíritus inmortales, pues no se requiere, pero encontramos mucha consolación en relación a lo que “se siembra en deshonra”, pero “resucitará en gloria”. Tus muertos vivirán; ese polvo descompuesto vivirá otra vez. No llores como si hubieras arrojado tu tesoro al mar, donde no lo podrás encontrar nunca; sólo lo has puesto en un ataúd, desde donde lo recibirás de nuevo más resplandeciente que antes. Has de mirar de nuevo con tus propios ojos a esos ojos que te han hablado de amor con tanta frecuencia, pero que ahora están cerrados en tinieblas sepulcrales. Tu hijo te verá una vez más; tú reconocerás a tu hijo; la mismísima forma resucitará. Tu amigo que se ha ido regresará a ti, y habiendo amado a su Señor como lo haces tú, te regocijarás con él en la tierra donde ya no mueren más. Es sólo una breve separación, pero será un eterno reencuentro. Para siempre con el Señor, por siempre estaremos también los unos con los otros. Consolémonos unos a otros, entonces, con estas palabras.
La última lección es la del autoexamen. Si hemos de resucitar, algunos para recibir recompensas y algunos para recibir castigos, ¿cuál será mi posición? Cada conciencia debe preguntarse: “¿Cuál será mi posición?” ¿Cómo se sienten mis oyentes ante la perspectiva de resucitar? ¿Les produce ese pensamiento algún rayo de gozo? ¿No les crea un grado de alarma? Si su corazón tiembla ante las noticias, ¿cómo han de soportar cuando el hecho real esté ante ustedes, y no simplemente el pensamiento? ¿Cómo ha sido su vida? Si van a ser juzgados por esa vida, ¿qué ha sido? ¿Cuál ha sido el principio prevaleciente hasta ahora? ¿Le has creído a Dios? ¿Vives por la fe en el Hijo de Dios? Sé que eres imperfecto, pero, ¿estás luchando para alcanzar la santidad? ¿Deseas honrar a Dios? Esto gobernará el juicio de tu vida; ¿cuál fue su propósito, su objetivo, su sentido y su objeto? Ha habido imperfección, pero, ¿ha habido sinceridad? ¿Ha demostrado estar en ti la gracia divina, esa gracia que lava a los pecadores en la sangre de Cristo, apartándote de los pecados que amabas y guiándote a los deberes que una vez descuidaste? Tengo que insistir en hacerte estas preguntas; sé que son enfadosas para quienes no pueden responderlas cómodamente. Sí, tengo que volver a hacerles las preguntas. Les suplico, esta mañana, que se coloquen en el crisol del autoexamen, pues del fuego del refinador no serán capaces de escapar al final. Ah, si yo puedo decir: “Sí, mi Dios, con diez mil pecados, y sin embargo, desde el día en que Tu gracia me encontró, he buscado honrarte”; ¡oh, feliz, feliz pensamiento saber en aquella terrible hora que la sangre me ha lavado, y que la justicia de Cristo me ha envuelto, y que estoy a salvo! Pero si me veo obligado a decir: “No, hasta este momento no he considerado a Dios; mis acciones no han tenido respeto para Él; un sentido de Su majestad nunca me ha constreñido a realizar ni un solo acto, y nunca me impidió cometer ni un solo pecado”, ¡oh, entonces ya has sido juzgado! Te ruego que tiembles y huyas a Él, que puede librarte de toda iniquidad, y que además puede presentarte sin mancha delante de la presencia de Su Padre con un grandísimo gozo.
Te voy a hacer otra pregunta: si no te sientes a gusto ante el pensamiento de ti mismo, ¿estás muy tranquilo en relación a la resurrección de todos los demás? ¿Estás preparado para encontrar delante de Dios a aquéllos con quienes has pecado entre los hombres? ¡Es una pregunta digna del pensamiento del pecador, de cuál habrán de ser los terrores de los hombres y mujeres que tendrán que enfrentarse a los compañeros de sus pecados! ¿No estaba ésto en el fondo del deseo de Epulón de que Lázaro fuera enviado otra vez al mundo para advertir a sus cinco hermanos para que no fueran al lugar de tormento? ¿No sería que tenía miedo de verlos ahí porque sus recriminaciones aumentarían su miseria? ¡Será algo terrible cuando un hombre que ha sido un villano depravado resucite y confronte a sus víctimas a quienes sus lascivias arrastraron al infierno! ¡Cómo se acobardará cuando los oiga poner a su puerta la condenación de ellos, y maldecirle por su lascivia! “Oh, ella fue enterrada hace mucho tiempo”, dices tú, y sigues adelante alegremente en tu júbilo; pero ella te verá, y sus ojos serán como los ojos de un basilisco cuando transmitan venganza sobre ti a la luz de la eternidad, considerándote haber sido el demonio que la destruyó. Que tiemble cada individuo aquí que ha pecado contra su semejante; que cada persona presente aquí que ha enviado a alguien al infierno, se arrepienta, no vaya a ser que perezca ahora.
Oh, hombre, tu pecado no está muerto y enterrado, y el pecador con quien juntaste tus manos en la iniquidad, resucitará para dar testimonio en tu contra. El crimen, la culpa, el castigo y el culpable, resucitarán igualmente, y tú vivirás para siempre en el remordimiento para lamentar el día en que transgrediste de esa manera.
Otra pregunta es que puesto que será terrible para muchos ver resucitar a los muertos, ¿cómo soportarán verle a Él, al propio Juez, al Salvador? De todos los hombres que jamás han vivido, Él es el único de quien verdaderamente tienen que tener miedo, porque es Él a quien en este día deberían amar más, pero lo tienen olvidado.
¡Cuántas veces desde este púlpito les he pedido que se entreguen a Jesucristo, y cuán frecuentemente le han dado un claro rechazo! Pudiera ser que algunos no han llegado a hacer eso, pero han pospuesto su decisión, y han dicho: “Cuando tenga oportunidad te llamaré”. Cuando Él venga, ¿cómo le responderán? Hombre, ¿cómo le responderás? ¿Qué excusas encontrarán? No querían recibirlo como un Salvador pero habrán de tenerle como su Juez, para pronunciar su sentencia. Despreciaron Su gracia, pero no podrán escapar de su ira. Basta que miren a Jesús ahora, y encontrarán la salvación en esa mirada, pero al rehusar hacerlo, amontonarán ira para ustedes cuando esa terrible pero inevitable mirada sea suya, de la cual dicen los profetas: “Todos los linajes de la tierra harán lamentación por él”. ¡Oh, entonces, no lo desdeñen! ¡No desprecien al Crucificado! Les ruego que no pisoteen Su sangre, sino que vengan a Él, para que cuando lo vean sobre Su trono no tengan miedo.
Amados, podría haber continuado haciendo más preguntas, pero voy a concluir con éstas dos. Una de las mejores maneras para saber cuál será nuestra porción en el futuro, es inquirir cuál es nuestra porción en el presente. ¿Tienen vida ahora, me refiero a la vida espiritual, a la vida que se aflige por el pecado, a la vida que confía en un Salvador? Si es así, tendrán ciertamente la resurrección para vida. Por otro lado, ¿tienen condenación ahora?, pues el que no cree ya es condenado. ¿Eres un incrédulo? Entonces tú estás condenado ahora, y sufrirás la resurrección para condenación. ¿Cómo podría ser de otra manera? Busquen, entonces, para que puedan poseer la vida de Dios ahora por fe, y la tendrán para siempre con fruición. Escapen de la condenación ahora, y escaparán de la condenación en el más allá.
Que Dios los bendiga a todos con la abundancia de Su salvación, por Cristo nuestro Señor. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón: Juan 5: 1-29.
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