“Y Jehová de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados.” Isaías 25: 6.
“Y el SEÑOR de los ejércitos preparará en este monte para todos los pueblos un banquete de manjares suculentos, un banquete de vino añejo, pedazos escogidos con tuétano, y vino añejo refinado.” Isaías 25: 6. La Biblia de las Américas.
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #846 – Suculentos Manjares de Navidad
Casi hemos arribado a la grandiosa estación festiva del año. El día de Navidad encontraremos a todo el mundo en Inglaterra disfrutando de todos los manjares suculentos que puedan permitirse. Siervos de Dios, ustedes a quienes corresponde la mayor porción en la persona de Aquel nacido en Belén, yo los invito a la más refinada cena de Navidad que ofrece manjares supremamente suculentos que hacen crujir de abundancia la mesa: pan del cielo, viandas para su espíritu. ¡He aquí, cuán ricas y abundantes son las provisiones que Dios ha preparado para la festividad excelsa que desea que Sus siervos celebren, no sólo de vez en cuando, sino todos los días de su vida!
Dios, en el versículo que estamos considerando, se ha agradado en describir las provisiones del Evangelio de Jesucristo. Aunque se han sugerido muchas otras interpretaciones para este versículo, todas ellas son desabridas y rancias, y completamente indignas de expresiones tales como las que tenemos ante nosotros. Cuando contemplamos la persona de nuestro Señor Jesucristo, cuya carne es verdadera comida y cuya sangre es verdadera bebida, cuando le vemos ofrecido en el monte escogido, entonces descubrimos una plenitud de significado en estas palabras de gracia de sagrada hospitalidad: “el Señor hará banquete de manjares suculentos, de pedazos escogidos con tuétano.” Al propio Señor le gustaba describir Su Evangelio bajo la mismísima imagen que es empleada aquí. Él habló de la cena de bodas del rey que dijo: “Mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto”; y parecería que ni siquiera hubiera podido completar la belleza de la parábola del hijo pródigo sin añadir: ‘traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta’. Así como una festividad en la tierra es mirada con anhelo y recordada como un oasis en medio del desierto del tiempo, así el Evangelio de Jesucristo es para el alma su dulce liberación de la servidumbre y la angustia, y es su júbilo y su alegría. Tenemos la intención de hablar esta mañana sobre este tema, esperando recibir la ayuda del grandioso Señor de la fiesta.
Nuestro primer encabezado será el banquete; el segundo será el salón del banquete: “en este monte”; el tercero será el Anfitrión: “El Señor de los ejércitos preparará en este monte para todos los pueblos banquete; y el cuarto será los invitados: invitará “a todos los pueblos”.
- Primero, entonces, hemos de considerar EL BANQUETE.
Es descrito como constituido por las más excelentes viandas, es más, como lo mejor de lo mejor. Son manjares suculentos, pero son también pedazos escogidos con tuétano. Abundan los vinos más deliciosos y vigorizantes, vinos refinados que retienen su aroma, su fuerza y su sabor; pero estos vinos son sumamente añejos y exóticos, habiendo sido criados para que alcanzaran un gran refinamiento, por la larga espera y por haber sido purificados, enriquecidos, y procesados para que alcanzaran el más alto grado de lustre y de excelencia. En el Evangelio, Dios ha provisto lo mejor de lo mejor para los hijos de los hombres.
Inspeccionemos atentamente las bendiciones del Evangelio, y observemos que se trata de manjares suculentos, y de pedazos escogidos con tuétano.
Una de las primeras bendiciones del Evangelio es la completa justificación. Aunque culpable en sí, al pecador le son perdonados sus pecados tan pronto cree en Jesús. La justicia de Cristo se convierte en su justicia, y es acepto en el Amado. Ahora, este es, en verdad, un exquisito platillo. Aquí hay algo que puede nutrir el alma. ¡Pensar que yo, aunque sea un ser profundamente culpable, soy absuelto por Dios y liberado de la servidumbre de la ley! Pensar que yo, aunque antes era un heredero de la ira, ahora sea tan acepto delante de Dios como lo fue Adán cuando caminaba sin ningún pecado en el huerto; es más, más acepto aún, pues la divina justicia de Cristo me pertenece, ¡y estoy completo en Él, amado en el Amado, y acepto también en Él!
Amados, esta es una verdad tan preciosa que, cuando el alma se alimenta de ella, experimenta una apacible paz, una calma profunda y celestial, que no puede ser encontrada en ninguna otra parte sobre la faz la tierra. Esta es una especie de miel que nunca empalaga: recibir dentro de ti la garantía proveniente tanto de la palabra de Dios como del testimonio del Espíritu Santo, que has sido reconciliado y aceptado por medio de la sangre y la justicia de Jesucristo. Esta es una misericordia especialísima. Este es, en verdad, un manjar suculento. Pero esto no es todo, pues se trata de pedazos escogidos con tuétano. Cuando profundizas hasta el alma y el corazón de este asunto, encuentras en él una melosidad intrínseca que trasciende en riqueza, pues nos hace recordar que esta justicia, esta aceptación y esta justificación se vuelven nuestras de una manera perfectamente legal, que es algo contra lo cual el propio Satanás no puede proporcionar a nadie que presente objeción alguna, pues nuestro Sustituto ha pagado nuestra deuda, por lo que somos absueltos justamente. Cristo ha cumplido la ley, y la ha honrado por nosotros; por eso somos justamente aceptados y amados. Aquí encontramos, ciertamente, pedazos escogidos con tuétano, cuando percibimos la verdad y la realidad de la sustitución de Jesús, y captamos con el corazón y con el alma el hecho de que nuestro Sustituto se pone en nuestra posición ante el tribunal de justicia, para que nos podamos poner en Su sitio en el lugar de honor y de amor.
Cuán grande bienaventuranza es clamar con el apóstol: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.” Acérquense, todos aquellos cuyos gustos espirituales son purificados por la gracia, y aliméntense de esta selecta provisión, ‘dulce más que miel, y que la que destila del panal’.
Meditemos sobre una segunda bendición del pacto de gracia, es decir, sobre la adopción. Nos es claramente revelado que todos los que han creído en Cristo Jesús para salvación de sus almas, son hijos de Dios. “Amados, ahora somos hijos de Dios.” Aquí, en verdad, hay un manjar suculento. ¡Cómo!, ¿acaso un gusano del polvo se convierte en un hijo de Dios? ¿Acaso un rebelde es adoptado en la familia celestial? ¿Acaso un criminal condenado no solamente es perdonado, sino hecho, en realidad, un hijo de Dios? ¡Prodigio de prodigios! “¡Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios!” ¿A cuáles de los reyes o de los príncipes de esta tierra dijo Dios alguna vez: “Mi Hijo eres tú”? No les ha hablado así a los grandes ni a los poderosos, sino que Dios ha escogido a lo vil del mundo y lo menospreciado, sí, y lo que no es, para hacer que fueran de la simiente real. Los sabios y los prudentes son pasados por alto, pero los bebés reciben la revelación de Su amor.
Señor, ¿por qué se me concede esto a mí? ¿Quién soy yo, y qué es la casa de mi padre, para que hables de hacerme Tu hijo? Este glorioso manjar suculento contiene también pedazos escogidos con tuétano. Hay una riqueza interna en la adopción, pues, “Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” Bien hace el apóstol en recordarnos que si hijos, también herederos, pues así se nos garantiza nuestra bendita herencia. “Todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo porvenir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” Aquí encontramos exquisiteces reales de las que la Palabra ha dicho con toda verdad: “Serán completamente saciados de la grosura de tu casa.”
Dejando atrás el tema de la bendición de la adopción, recordemos que cada hijo de Dios es objeto de amor eterno sin principio y sin final. Este es uno de los pedazos escogidos con tuétano. ¿Es cierto que yo, un creyente en Jesús, indigno como soy, soy objeto del amor eterno de Dios? ¡Qué arrobamiento está contenido en este pensamiento! Mucho antes de que el Señor comenzara a crear el mundo, ya había pensado en mí. Mucho antes de que Adán cayera o que Cristo naciera, y antes que los ángeles cantaran su primer coral motivados por el milagro de Belén, la mirada y el corazón de Dios estaban fijos en Su pueblo elegido. Él nunca comenzó a amarlos, ya que siempre fueron “el pueblo a él cercano”. ¿No está escrito, “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”? Algunos dan coces contra la doctrina de la elección, pero lo hacen por estar mal aconsejados, pues laboran para voltear uno de los más nobles platillos del banquete; quieren tapar uno de los más frescos arroyos que fluyen del Líbano; quieren cubrir de basura una de las vetas más ricas del mineral de oro que enriquece al pueblo de Dios. Pues esta doctrina de un amor que no tiene comienzo, es el mejor vino de nuestro Amado, que “se entra a mi amado suavemente, y hace hablar los labios de los viejos”. ¡Cuán jubilosamente se alegra y salta de puro gozo el corazón cuando esta verdad es aclarada por el testimonio del Espíritu de Dios! Entonces el alma es saciada de favores, y llenada con la bendición del Señor.
Igualmente deleitable es la correspondiente reflexión de que este amor que no tuvo principio no tendrá tampoco fin. Dios no cambia. “Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”. Una vez que Él pone Su corazón de amor en un hombre, no deja nunca de hacerle bien. Él dice por boca de Su siervo el profeta que odia repudiar. Aunque pecamos contra Él con frecuencia y le provocamos a celos, aún así, como las aguas de Noé así es Su pacto para con nosotros; pues, como las aguas de Noé no volverán a cubrir la tierra, de igual manera Él jura que no estará airado contra nosotros ni nos censurará. “Los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti.” “Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos.” “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” Vamos, amados, en verdad, esto es un manjar suculento; y puedo añadir que contiene pedazos escogidos con tuétano si recuerdan que no simplemente ha pensado el Señor en ustedes desde la eternidad, sino que los amó desde entonces.
¡Oh, la profundidad de esa palabra: “amor”, cuando es aplicada al infinito Jehová, cuyo nombre, cuya esencia, cuya naturaleza es amor! ¡Él les ha amado con toda la inmutable intensidad de Su corazón, nunca más y nunca menos; les ha amado tanto que les entregó a Su unigénito Hijo; les amó tanto que nada podría contentarle sino hacer que sean conformados a la imagen de Su amado Hijo, y hacer que participen de Su gloria para que puedan estar con Él donde Él está! Vengan, nútranse de esto, ustedes que son herederos de la vida eterna, pues aquí hay pedazos escogidos con tuétano.
Amados, no habríamos completado esta lista si omitiéramos una preciosa doctrina que necesita, tal vez, un refinado gusto, pero que, una vez que el hombre ha aprendido a alimentarse de ella, le parece que es lo mejor de todo: quiero decir, la grandiosa verdad de la unión con Cristo. La palabra de Dios nos enseña claramente que todos los que han creído, son uno con Cristo: están casados con Él, hay una unión conyugal basada en un afecto mutuo. La unión es más íntima aún, pues hay una unión vital entre Cristo y Sus santos. Los santos están en Él como los pámpanos están en la vid; ellos son miembros del cuerpo del cual Él es la cabeza. Ellos son uno con Jesús en un sentido tan real y verdadero, que con Él mueren y con Él son enterrados, con Él son resucitados y con Él son levantados juntamente y sentados en los lugares celestiales. Hay una unión indisoluble entre Cristo y todo Su pueblo: “Yo en ellos y ellos en mí”. La unión podría ser descrita así: Cristo es en Su pueblo la esperanza de gloria, y ellos están muertos y su vida está escondida en Cristo. Esta es una unión del tipo más prodigioso, y el lenguaje sólo puede exponer sus imágenes muy débilmente pero es incapaz de explicarla por completo. La unidad con Jesús es uno de los pedazos escogidos con tuétano. Pues si, en verdad, somos uno con Cristo, entonces porque Él vive nosotros debemos vivir; porque Él fue castigado por el pecado, nosotros también hemos soportado la ira de Dios en Él; porque Él fue justificado por Su resurrección, nosotros también somos justificados en Él; porque Él es recompensado y se sienta para siempre a la diestra de Su Padre, nosotros también hemos obtenido la herencia en Él y por fe la asimos ahora, y gozamos de su señal.
Oh, ¿podría ser que esta cabeza que se duele tenga ya un derecho a una corona celestial? ¿Es posible que este corazón palpitante tenga un derecho al reposo que resta para el pueblo de Dios? ¿Es posible que estos pies cansados tengan un título para pisar los salones sagrados de la Nueva Jerusalén? Así es, pues si somos uno con Cristo, entonces, todo lo que Él tiene nos pertenece, y es sólo asunto de tiempo y de un designio de la gracia para que lleguemos a su pleno gozo. En verdad, meditando sobre este tópico, cada uno de nosotros puede exclamar: “Como de meollo y de grosura será saciada mi alma, y con labios de júbilo te alabará mi boca”.
Yo no puedo exponer todas las viandas del banquete de mi Señor; un mesero no basta para llevar ante ustedes todas las exquisiteces de un festín sin par; pero quisiera recordarles una más, que es la doctrina de la resurrección y la vida eterna. Este pobre mundo adivinó confusamente la inmortalidad del alma, pero no supo nada de la resurrección del cuerpo: el Evangelio de Jesús ha traído la vida y la inmortalidad a la luz, y nos ha declarado acerca de Jesús que, quien crea en él no morirá jamás. “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”. Jesús es la resurrección y la vida. No solamente el alma, mas el cuerpo también participará de la inmortalidad, ‘porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados’. Esperamos morir, pero se nos asegura que viviremos de nuevo. Si el Señor no viene, sabemos que nuestros cuerpos verán la corrupción; pero he aquí nuestro consuelo: no tememos la aniquilación; esa oscura sombra no se atraviesa nunca por nuestros espíritus; no tememos ningún infierno, ningún purgatorio, ningún juicio: Cristo ha perfeccionado para siempre a quienes son apartados; nadie puede condenar a quien Él absuelve. Los santos juzgarán a los ángeles, y se sentarán con el Señor en el día del juicio final. Para nosotros la venida de Cristo será un día de gozo y de regocijo: seremos arrebatados juntamente con Él; Su reino será nuestro reino, Su gloria nuestra gloria.
Por tal motivo han de consolarse unos a otros con estas palabras, y cuando vean a sus hermanos y a sus hermanas partir uno a uno de entre ustedes, no se aflijan como aquellos que están sin esperanza, sino que han de decirse los unos a los otros: “Ellos no están perdidos, sino que han partido antes”, pues, “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.” Aquí hay un banquete de pedazos escogidos con tuétano, pues la nuestra es una esperanza gloriosa y plena de inmortalidad. Nuestra inmortalidad esperada no es la de la mera existencia, no es el estéril privilegio de la vida sin bienaventuranza, de la existencia sin felicidad: está llena de gloria; pues “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”; estaremos con Dios, a cuya diestra hay plenitud de gozo y dichas para siempre. Nos hará beber del río de Sus placeres; cantos y dicha sempiterna estarán sobre nuestras cabezas, y la aflicción y el suspirar se desvanecerán.
“¡Oh, anhelamos la ausencia de llanto,
Dentro de esa tierra de amor!
¡La dicha sin fin de celebrar
El banquete nupcial en lo alto!
¡Oh, anhelo la hora de ver
A mi Salvador cara a cara!
La esperanza de estar siempre
En ese dulce lugar de encuentro”.
Así he presentado ante ustedes unos cuantos pedazos escogidos con tuétano que el Rey de reyes ha puesto delante de Sus invitados en el banquete de bodas de Su amor.
Cambiando el curso del pensamiento, aunque adhiriéndonos al mismo tema, permítanme traer ante ustedes las copas de vino. “Banquete de vino añejo… y de vino añejo refinado.” Consideraremos que estos vinos simbolizan los gozos del Evangelio. ¿Qué son estos vinos? Yo sólo puedo hablar de aquellos que me ha sido permitidos catar.
Uno de los goces predilectos de la vida cristiana es un sentido de perfecta paz con Dios. Oh, yo les digo que cuando uno está quieto por un momento, y el estrépito y el alboroto del negocio están fuera del alcance de nuestros oídos, es una de las cosas más deliciosas del mundo meditar en Dios, y sentir que Él no es un enemigo para mí, y que yo no soy enemigo para Él. Sentir en contemplación que le amo sobrepasa cualquier comparación reconfortante. Si hay algo que yo pudiera hacer para servirle, lo haría. Si hubiese cualquier sufrimiento que le honrara, si Él me diera la fortaleza para encararlo, constituiría mi felicidad, aunque me causara morir la muerte de un mártir mil veces. Si sólo pudiera honrar a mi Dios, y mi Amigo, todo sería aceptable para mí. No hay nada que se interponga entre el Señor y yo por vía de diferencia o extrañamiento; yo soy conducido muy cerca por medio de la sangre de Su amado unigénito Hijo. Él es mi Dios, mi Padre, y mi todo, y yo soy Su hijo. Algunos de nosotros hemos intentado la felicidad imaginaria de la risa; nos hemos entremezclado con el aturdido tropel de gente, y hemos catado los vinos de la casa del júbilo carnal, pero nuestra honesta experiencia es que un solo sorbo de la copa de la salvación equivale a ríos de regocijo mundano.
“Sólidos alborozos y placeres duraderos
Sólo son conocidos por los hijos de Sion”.
Un corazón tranquilo, que descansa en el amor de Dios, que mora en perfecta paz, tiene una realeza vinculada a él que no puede ser comparada ni por un instante con los goces pasajeros de este mundo.
Nuestro gozo resplandece a veces con una luz más refulgente, pero aun entonces no es menos puro y seguro. Pueden contemplar este vino cuando está rojo, cuando resplandece su color en la copa, cuando se entra suavemente, pues no hay dolor ni irritación de ojos que esté reservados para aquellos que beban de este vino sagrado incluso hasta la ebriedad. Este sagrado alborozo es causado por un sentido de seguridad. Un hijo de Dios, cuando ha contemplado bien a su Redentor, y ha visto el mérito de la sangre preciosa y el poder de la incesante intercesión, se siente seguro, perfectamente seguro. Yo no entiendo al hijo de Dios que lee su Biblia y a pesar de ello se encuentra temeroso de ser arrojado en el infierno. Puedo entender que el miedo atraviese su mente en cuanto a que, al final, después de todo, resulte ser un desechado; pero conforme se aproxima una vez más al pie de la cruz, y mira a Jesús, siento que eso no puede ser. Nadie que estuvo al pie de la cruz ha sido desechado jamás; pues está escrito, “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Un hijo de Dios que no tiene otra esperanza que la que encuentra en Cristo, no tiene motivo para pensar que su estado eterno sea inseguro. Todos los que están en Cristo están seguros, así como todos los que estaban en el arca de Noé estaban seguros. Ningún diluvio, ninguna tormenta podría lastimar al hombre de quien se dijo: “Jehová le cerró la puerta”. El Señor le ha cerrado la puerta a todo Su pueblo en Cristo, y están eternamente a salvo en Cristo. Cuando el espíritu sabe que “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, entonces se ve henchido de deleite. Cuando uno siente que viva o muera, que trabaje o sufra, todo está bien, ¡cuán libre de cuidado está el corazón! Cuán divinamente gozoso es saber que si uno perdiese toda su riqueza terrenal, el Señor proveerá; que si uno es tentado, tentado grandemente, ¡con la tentación será abierta la vía de escape! Cuando uno siente que todo está seguro, que todo está seguro eternamente, todo asegurado para vida o muerte, yo les digo que esto constituye vino añejo refinado, vinos purificados, y alguien que alcanza un sorbo de esos vinos no necesita envidiar los banquetes celestiales de los ángeles.
Este gozo nuestro se alzará algunas veces a una elevación todavía más sublime, cuando es causada por la comunión con Dios. Los creyentes, mientras están entregados a la oración y a la alabanza, al servicio y al sufrimiento, son capacitados por el Espíritu Santo para sostener una larga plática con su Señor. No se imaginen que el diálogo de Abraham con Dios fue un privilegio inusual. El padre de los fieles no hizo sino disfrutar de lo que todos los fieles participan de acuerdo a la gracia que les es dada. Nosotros le contamos nuestras aflicciones a Dios; y discurrimos sobre nuestras aflicciones no en ficción, sino declarándolas en una conversación real, como cuando un hombre habla con su vecino: mientras tanto el Espíritu del Señor nos susurra con el silbo apacible y delicado de la promesa tales palabras que calman nuestras mentes y guían nuestros pies.
Sí, y cuando nuestro Amado nos lleva a la casa del banquete de la consciente comunión real con Él mismo, y agita el pendón de amor sobre nosotros, nuestra santa dicha es sumamente superior a todo júbilo meramente humano, como los cielos están lejos de la tierra. Entonces, en verdad, hablamos y cantamos con un gusto sagrado, y sentimos como si pudiésemos llorar de puro gozo de corazón, pues nuestro Amado es nuestro y nosotros somos Suyos. Su izquierda está debajo de nuestras cabezas, y Su derecha nos abraza, y nuestro único temor es que hubiera algo que afligiera a nuestro Amado y provocara que ser retirara de nosotros; pues, ver Su faz y gustar de Su amor es el cielo en la tierra y un exquisito gusto anticipado del cielo arriba. La comunión con Cristo es como vino añejo refinado.
Pondremos sobre la mesa otra copa más, de la cual pueden beber todo lo que quieran. Hemos provisto para ustedes los placeres de la esperanza, una esperanza sumamente segura y firme, sumamente refulgente y gloriosa: la esperanza de que lo que conocemos hoy será sobrepasado por lo que conoceremos mañana; la esperanza de que, pronto, lo que ahora vemos por espejo, oscuramente, será visto cara a cara. Cuando estemos en el cielo diremos como la Reina de Sabá dijo en Jerusalén: “Ni aun se me dijo la mitad”. Estamos en espera de un día venturoso cuando nos veremos liberados de la carga de este crujiente tabernáculo, y estando ausentes del cuerpo, estaremos presentes al Señor. Nuestra esperanza de la futura bienaventuranza es elevada y confiada. ¡Oh, la visión de Su rostro! ¡Oh, la visión de Jesús en Su exaltación! Oh, el beso de Sus labios; la palabra, “Bien, buen siervo y fiel” proveniente de esa amada boca y luego permanecer para siempre recostado en Su seno. Váyanse, cuidados, váyanse, tristezas; si el cielo está tan cerca, ustedes no nos molestarán. El mesón puede ser tosco y afectado de pobreza, pero nosotros sólo somos viajeros, no somos inquilinos que dependen de un contrato. Este no es nuestro lugar de reposo; ¡vamos camino a casa! Amados, en la expectativa de los apacibles lugares de reposo en la tierra que fluye leche y miel, ustedes encuentran vino añejo refinado.
Si no estuviéremos limitados de tiempo esta mañana, como, ¡ay!, lo estamos, les habría recordado que estos goces del creyente son antiguos en su origen, pues el texto nos muestra eso. La expresión: vinos añejos es la que se pretende expresar por “vinos purificados”; han estado en reposo durante largo tiempo y se les ha potenciado toda la virtud que contienen, y han sido purificados de todo material ordinario.
¡En el Oriente, el vino es mejorado almacenándolos todavía más que los vinos en Occidente! Con mayor razón, las misericordias de Dios son más dulces para nuestras meditaciones debido a su antigüedad. Desde toda la eternidad, o desde antes que la tierra fuera hecha, los compromisos del pacto del amor sempiterno han estado descansando como vinos purificados, y hoy nos traen las supremas riquezas de todos los atributos de Dios.
Les habría recordado también de la plenitud de su excelencia, porque el vino añejo refinado mantiene su sabor, y retiene su aroma; y hay una plenitud y riqueza en cuanto a las bendiciones de la divina gracia que las hacen muy queridas para nuestros corazones. Los gozos de la gracia no son emociones fantásticas, o destellos pasajeros de una excitación meteórica, antes bien, están basados sobre una verdad sustancial; son razonables, adecuados y propios. No pertenecen a las emociones espumosas y superficiales del mero sentimiento, sino que son movimientos sinceros, solemnes y profundos, justificados por el más preclaro juicio. Nuestra bienaventuranza no es de la espuma y de la oleada, sino que mora en las cavernas más íntimas de nuestro corazón.
Les habría recordado de su naturaleza refinada. Ningún pecado se mezcló con los gozos del Evangelio y los deleites de la comunión: están muy bien purificados. Los gozos del Evangelio son sempiternos, hacen a los hombres semejantes a los ángeles. Así como en el Evangelio Dios desciende a los hombres, así por el Evangelio los hombres ascienden a Dios.
También habría podido mostrarles cuán absolutamente incomparables son las provisiones de la gracia. No hay un festín comparable al del Evangelio, ninguna comida semejante a la carne de Jesús, ninguna bebida como Su sangre, ningunos goces como los que coronan el banquete del Evangelio.
- No puedo decir nada más; la mesa está puesta ante ustedes, y ahora hemos de proseguir con gran brevedad para notar EL SALÓN DEL BANQUETE.
“En este monte”. Aquí hay una referencia a tres cosas: el mismo símbolo conlleva tres interpretaciones. Primero, literalmente, el monte sobre el que está construida Jerusalén. Yo no dudo que la referencia sea aquí al collado sobre el que está ubicada Jerusalén; la grandiosa transacción que fue cumplida en Jerusalén sobre el Calvario ha preparado un gran banquete para todas las naciones. Fue allí donde la cruz central sostuvo a Aquel que unió a la tierra y al cielo en misteriosa unión; fue allí donde en medio de densas tinieblas el Hijo de Dios fue hecho maldición por los hombres; fue allí que la aflicción culminó para que el gozo fuera consumado. Sobre ese mismo monte en el que los judíos y los gentiles se encontraron, y con clamorosa ira clamaron: “¡Sea crucificado!”, fue allí, en la entrega del Unigénito, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida, que el Señor hizo un banquete de manjares suculentos. Todo aquello de lo que he hablado esta mañana es encontrado en Cristo. Él es la resurrección y la vida: en Él somos justificados, adoptados, y asegurados; cada gota de gozo que bebemos mana de Sus fluyentes venas.
Un segundo significado es la iglesia. Frecuentemente Jerusalén es usada como símbolo de la iglesia de Dios, y es bajo el palio de la iglesia que es preparado el gran banquete del Señor para todas las naciones. Yo soy, en el sentido más verdadero, un hombre convencido en la necesidad de la membresía de una iglesia. En verdad, tengo el pleno convencimiento de ello; soy un adherente sumamente resuelto a favor de la iglesia. Yo no creo en la salvación fuera del palio de la iglesia. Yo creo que la salvación de Dios está confinada a la iglesia, y únicamente a la iglesia.
“Pero”, -dirá alguno- “¿qué iglesia?” ¡Ay!, ese es el asunto: Dios no quiera que yo signifique con eso ya sea la iglesia bautista o la iglesia independiente, o la iglesia episcopal, o la presbiteriana, o cualquier otra: me refiero a la iglesia de Jesucristo, a la compañía de los elegidos de Dios, a la comunión de los comprados con sangre, a la familia de los creyentes, estén donde estén, pues para ellos es provisto el banquete de manjares suculentos. Independientemente de la iglesia visible y externa con la que se hubieren asociado, beberán los vinos purificados; pero el banquete únicamente puede ser encontrado donde se encuentran quienes ponen su confianza en Cristo. Sólo hay una iglesia en el cielo y en la tierra, compuesta de hombres llamados por el Espíritu Santo, que son vivificados por Su poder vivificador; y es por medio del ministerio de esta iglesia que un abundante banquete es aderezado para todas las naciones, un banquete al que las naciones son convocadas por heraldos elegidos, a quienes Dios llama para que proclamen las buenas nuevas de salvación por Jesucristo.
Pero, hermanos, el monte significa, algunas veces, la iglesia de Dios exaltada a su gloria del último día. Este monte será más alto que los collados y correrán a él los pueblos. Este texto tendrá su mayor cumplimiento en el día de la aparición de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Entonces la gloria del Evangelio será revelada más claramente que al momento presente. Los hombres tendrán una percepción más plena de la gloria del Señor, y un gozo más profundo de Su gracia; a la vez, la felicidad y la paz reinarán con una apacibilidad sin turbaciones. Pronto vendrá la edad de oro que ha sido vaticinada desde tanto tiempo atrás, por la que clamamos con expectación incesante. Que el Señor la envíe pronto y a Él sea toda la alabanza.
III. En tercer lugar, pensemos en EL ANFITRIÓN del banquete.
“Jehová de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos”. Observen bien la verdad de que en el banquete del Evangelio no hay un solo platillo traído por el hombre. El Señor lo hace, y lo hace todo. Yo sé que algunos querrían traer consigo algo al banquete, algo por lo menos por la vía de guarnición y de aderezos, de tal forma de tener una participación del honor; pero eso no ha de ser, pues el Señor de los ejércitos hace el banquete, y no permitirá que los invitados traigan sus propios vestidos de bodas. Deben detenerse a la puerta y ponerse el manto que el Señor ha provisto, pues la salvación es solamente por gracia de principio a fin, y toda de Él, que es portentoso en obras, y que hace todas las cosas de conformidad a los consejos de Su voluntad.
De todas las preciosas verdades que hablé al principio de este sermón, no hay ni una sola que provenga de cualquier otra fuente, excepto de la fuente divina; y de todos los goces que procuré dibujar débilmente, no hay ni uno solo que surja de los manantiales de la tierra; todos ellos fluyen de la eterna fuente.
El Señor prepara el banquete; y, observen que lo hace también como Señor de los ejércitos, como un soberano, como un gobernante, haciendo lo que quiere entre los hijos de los hombres, preparando lo que quiere para el bien de Sus criaturas, y constriñendo a quien Él quiera para que venga al banquete de bodas. El Señor provee soberanamente como Señor de los ejércitos, y lo hace todo suficientemente como Jehová. Se requería de la suficiencia absoluta de Dios para proveer un banquete para los pecadores hambrientos. Nadie más que el infinito “YO SOY” podría proveer un banquete lo suficientemente sustancial para suplir las necesidades de espíritus inmortales; pero Él lo ha hecho, y ustedes pueden adivinar el valor de las viandas por la naturaleza de nuestro anfitrión. Si Dios pone la mesa del festín, no ha de ser despreciado; si el Señor ha empleado toda la omnipotencia de Su eterno poder y Deidad preparando el banquete para la multitud de los hijos de los hombres, entonces pueden estar totalmente seguros de que se trata de un banquete digno de Él, un banquete al que pueden acudir con confianza, pues ha de ser precisamente el banquete que sus almas requieren, y de naturaleza tal que el mundo no vio nunca antes.
Oh alma mía, regocíjate en tu Dios y Rey. Si Él provee el festín, ha de recibir toda la gloria por ello. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria.” Oh Rey inmortal, eterno, invisible, Tú alimentaste a Tus hijos en el desierto con maná que bajó del cielo, y con agua que brotó de una dura roca, y dieron gracias a Tu nombre; pero ahora Tú nos llenas con alimento más noble. Ellos comieron el maná y murieron, pero nosotros vivimos de pan inmortal, es decir, del propio Jesús, y, por tanto, no podemos morir nunca. Ellos bebieron el agua que manó de la roca, y, sin embargo, tuvieron sed de nuevo, pero nosotros no tendremos más sed, sino que moraremos por siempre cerca de Ti, mientras el Cordero que está en medio del trono nos alimentará, y nos conducirá a las fuentes vivas del agua. Por tanto, ¡bendito sea Tu nombre, sí, mil veces bendito sea Tu nombre, oh Tú, Altísimo! Que todo el cielo diga “Amén” a las alabanzas de nuestros corazones, y que la multitud de Tus hijos aquí en la tierra, para quienes este banquete es preparado, loen y magnifiquen y bendigan Tu nombre desde la salida del sol hasta su ocaso.
- Por último, una palabra o dos sobre LOS INVITADOS.
El Señor ha preparado el banquete “para todos los pueblos”. ¡Cuán preciosa es esta palabra! “Para todos los pueblos”. Entonces esto incluye no meramente al pueblo elegido, los judíos, de quienes eran los oráculos, sino abarca a los pobres gentiles incircuncisos, que, por Jesús, son atraídos. El bárbaro es invitado a este banquete; el escita no es rechazado. El griego pulido encuentra una puerta abierta; el intrépido romano se encontrará con una igual bienvenida. Los de la casa de César, si vinieran, recibirán una porción, y lo mismo harán los hermanos del mendigo.
Bendito sea Dios por esa palabra, “a todos los pueblos”, pues permite la empresa misionera en toda tierra; por degradada que sea una raza, aquí encontramos una provisión hecha para ella. Este banquete de manjares suculentos es preparado tanto para el Sudra como para el Bramín; el Evangelio ha de ser predicado tanto para el degradado colono australiano como para el chino civilizado. Reflexionen sobre esas palabras: “a todos los pueblos”, y verán que incluyen a los ricos, pues hay un banquete de manjares suculentos para ellos, del tipo que su oro no podría comprar nunca; y también incluye a los pobres, pues siendo ellos ricos en fe, tendrán comunión con Dios. “A todos los pueblos”. Esto incluye al hombre de sobrada inteligencia y vasto conocimiento; pero igualmente comprende al hombre analfabeta que no puede leer. El Señor hace este banquete “para todos los pueblos”; para ustedes, ancianos, pues si vienen a Jesús encontrarán que Él es apropiado para ustedes; para ustedes, jóvenes y señoritas, y para ustedes, pequeñitos, pues si ponen su confianza en el Salvador designado por Dios, habrá mucho gozo y felicidad para ustedes.
¿Para todos los pueblos? Me parece que si yo estuviera buscando ahora y no hubiese asido a Cristo, estas palabras “todos los pueblos” serían un gran consuelo para mí, porque proporcionan esperanza a todos aquellos que desean venir. Nadie ha sido rechazado jamás de todos los que han venido alguna vez a Cristo y han pedido misericordia. Todavía es cierto, “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Algunas personas muy singulares han venido a Él, algunas personas muy perversas, algunas personas muy endurecidas, pero la puerta nunca fue cerrada en la cara de nadie. ¿Por qué habría de comenzar Jesús algunos tratos duros contigo? No podría, porque no puede cambiar. Si Él dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”; conviértete en uno de esos: “al que a mí viene”, y no puede echarte fuera.
Hay otro pensamiento, es decir, que entre las tapas de la Biblia no hay mención de alguna persona que no pueda venir. No se da ninguna descripción de una persona a quien se le prohíba confiar en Cristo. Me gustaría que revisaran el libro completo, ustedes que sueñan que Jesús los rechazará, y encuentren dónde se diga: “a tal individuo rechazaré; a tal individuo desecharé.” Cuando encuentren una cláusula que rechace a alguien, entonces tendrán un derecho para ser incrédulos, pero mientras no lo hagan les imploro que no se atormenten innecesariamente. ¿Por qué sembrar dudas y temores sin necesidad? Habrá abundancia de ellas sin necesidad de que se los fabriquen ustedes mismos. No limiten aquello que el Señor no limita. Yo sé que Él tiene un pueblo elegido; me regocijo en ello; yo espero que ustedes se regocijen en ello un día; y yo sé que Su pueblo tiene estos manjares suculentos provistos para ellos y únicamente para ellos; pero aun así, esto no está en conflicto con la otra preciosa verdad de que quienquiera que crea en el Hijo de Dios tiene vida eterna. Si tú crees en Jesucristo, todas estas cosas son tuyas.
Ven, pobre individuo tembloroso, la trompeta de plata suena, y esta es la nota que resuena: “Vengan y sean bienvenidos, vengan y sean bienvenidos, vengan y sean bienvenidos.” La trompeta más severa de la ley que iba aumentando su sonido en extremo y por largo rato en el Sinaí tenía esto por nota: “Señala límites al monte: que nadie se acerque para que no muera.”
Pero la trompeta del Calvario resuena con una nota opuesta; es: “¡Ven y sé bienvenido, ven y sé bienvenido, pecador, ven! Ven tal como eres, pecador como eres, endurecido como eres, descuidado según crees que eres, y sin poseer nada bueno de ningún tipo, ven a tu Dios en Cristo!” Oh, que pudieras venir a Él, que entregó Su Hijo para que se desangrara en el lugar del pecador, y arrojándote sobre lo que Cristo ha hecho, que resuelvas: “Aunque perezca, confiaré en Él; aunque sea echado fuera, voy a apoyarme en Él.” No perecerás, mas para ti habrá un banquete de manjares suculentos, de pedazos escogidos con tuétano, y de vino añejo refinado. Que el Señor los bendiga muy ricamente, por causa de Su nombre. Amén.
Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:
Isaías 25: 6-12, y 26: 1-13
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