“Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en gran manera.” Génesis 17:1,2.
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #845 – Consagración a Dios
Comenzamos (en días anteriores) nuestra exposición de la vida de Abram con su llamado, cuando fue sacado de Ur de los Caldeos y apartado para el Señor en Canaán. Luego pasamos a su justificación, cuando creyó a Dios, y le fue contado por justicia; y, ahora, espero que sean indulgentes con nosotros si proseguimos con el mismo tema hacia una nueva etapa, y procuramos describir el más pleno desarrollo de la piedad vital de Abraham, en la abierta y clara revelación de su consagración a Dios.
En el capítulo que estamos considerando, vemos su santificación para el Señor, su ordenación para el servicio, y su purificación como un vaso apto para uso del Señor. Todos los llamados son justificados, y todos los justificados son santificados por obra del Espíritu Santo, y son vueltos aptos para ser glorificados posteriormente con Cristo Jesús.
Permítanme recordarles el orden en el que llegan estas bendiciones. Si hablamos de la santificación o consagración, no es como algo que ocurra primero, sino como una prominencia que ha de ser alcanzada exclusivamente por escalones precedentes. En vano pretenden los hombres ser consagrados a Dios antes de ser llamados por el Espíritu de Dios, pues tienen que aprender todavía que ninguna fuerza de la naturaleza podría bastar para servir rectamente al Señor. Tienen que aprender el significado de: “Os es necesario nacer de nuevo”, pues, ciertamente, mientras los hombres no sean introducidos en la vida espiritual por el llamamiento eficaz del Espíritu Santo, todas sus declaraciones acerca de servir a Dios podrían ser respondidas con las palabras de Josué: “No podréis servir a Jehová.”
Hablo de consagración, pero no como algo inicial, ni siquiera como algo que va en segundo lugar, pues un hombre debe ser justificado por la fe que es en Cristo Jesús, o carecería de la gracia que es la raíz de toda santidad verdadera, pues la santificación brota de la fe en Jesucristo. Recuerden que la santidad es una flor, no una raíz; la santificación no salva pero la salvación santifica. Un hombre no es salvado por su santidad, sino que se vuelve santo debido a que ya ha sido salvado. Siendo justificado por la fe, y teniendo paz con Dios, ya no camina más en pos de la carne, sino en pos del Espíritu, y en el poder de la bendición que ha recibido por gracia, se dedica al servicio de su Dios clemente. Noten, entonces, el debido orden de los beneficios celestiales: la consagración a Dios sigue al llamamiento y a la justificación.
Al traer a sus mentes la historia de Abram, permítanme recordarles que habían pasado trece años desde el tiempo en que Dios había dicho que la fe de Abram le fue contada por justicia, y esos trece años, hasta donde podemos deducirlo de la Escritura, no estuvieron del todo tan llenos de valerosa fe y nobles actos, como habríamos podido esperar que estuvieran. Cuán cierta es aquella verdad que los mejores hombres no dejan de ser hombres, pues ese mismo individuo que había aceptado la promesa de Dios y no había titubeado ante ella debido a alguna incredulidad, en unos pocos meses posteriormente, o, tal vez, en unos cuantos días, fue presa de un ataque de incredulidad, y por instigación de su esposa, adoptó medios injustificables para poder obtener el heredero prometido. Utilizó medios que tal vez no fueran tan depravados para él, como lo serían en personas de los tiempos modernos, pero que fueron sugeridos por un plan de acción incrédulo y erizado de maldad. Toma a Agar por esposa. No pudo dejar que Dios le diera la simiente prometida; no pudo dejar que Dios cumpliera Su promesa en el momento por Él elegido, sino que se justifica y se aparta del angosto sendero de la fe para lograr mediante métodos dudosos el fin que Dios mismo había prometido y había asumido cumplir.
Cuán desprovisto de esplendor es visto Abram cuando leemos de él, “y atendió Abram al ruego de Sarai”. Ese asunto de Agar repercute en el más profundo descrédito del patriarca, y no refleja ningún honor en absoluto sobre él o sobre su fe. ¡Miren las consecuencias de su incrédulo procedimiento! Pronto se presentó la amargura. Agar desprecia a su señora; la pobre sierva es afligida tan duramente que huye de la casa. Yo no podría decir cuánta crueldad real está contenida en la expresión “la afligía”, pero uno no puede menos que asombrarse de que un hombre como Abram permitiera que alguien que había tenido una relación tal con él, fuera echada de su casa mientras se encontraba en una condición que requería de cuidados y de amabilidad.
Nosotros admiramos la veracidad del Espíritu Santo porque le agradó registrar las fallas de los santos sin atenuarlas. Las biografías de los hombres buenos en la Escritura son escritas con una firme integridad, y son registradas tanto sus cosas malas como sus cosas buenas. Estas fallas no están escritas para que podamos decir: “Abraham hizo esto y aquello, por tanto, nosotros podemos hacerlo”. No, hermanos, las vidas de estos buenos hombres son advertencias para nosotros a la par que ejemplos, y hemos de juzgarlos como deberíamos juzgarnos a nosotros mismos, por las leyes de lo bueno y de lo malo. Abram hizo mal, tanto al tomar a Agar por esposa como al permitir que fuera usada indebidamente.
En años subsiguientes, el hijo de la esclava se burlaba del hijo de la libre, y se hizo necesaria la expulsión tanto de la madre como del hijo. Hubo una profunda aflicción en el corazón de Abram, una amargura indescriptible. La poligamia, aunque tolerada en el Antiguo Testamento, nunca fue aprobada; era soportada únicamente por la dureza de los corazones de los hombres. Es un mal, sólo mal, y eso continuamente. En la relación familiar no puede abrirse una fuente más abundante y fructífera de aflicción para los hijos de los hombres, que la falta de castidad en el vínculo del matrimonio hecho con una esposa, aunque se disfrace esa impureza con el nombre que se quiera.
Todos esos trece años, hasta donde la Escritura nos informa, Abram no recibió ni una sola visita de su Dios. No encontramos ningún registro de que Abram hubiere hecho algo memorable o que hubiese tenido ni siquiera una sola audiencia con el Altísimo. Aprendamos de esto que si abandonamos una vez la senda de la fe simple, si dejamos de caminar de acuerdo a la pureza aprobada por la fe, desparramaríamos espinas en nuestro sendero, y causaríamos que Dios ocultara de nosotros la luz de Su rostro, y nos traspasaríamos con muchas aflicciones.
Pero adviertan, amados, la sobreabundante gracia de Dios. La manera de recuperar a Abram de su desliz fue que el Señor se le apareciera; consecuentemente, leemos en nuestro texto que a los noventa y nueve años de edad, Abram fue favorecido con una nueva visita del Altísimo. Esto trae a mi recuerdo las palabras del libro de Apocalipsis, concernientes a la iglesia de Laodicea: “Ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”; es una declaración muy solemne; pero, ¿qué sigue? “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”, que quiere decir sólo esto: que para la recuperación de un horrible estado de languidez y de tibieza, no hay ningún remedio sino sólo la venida de Jesucristo al alma en un trato cercano y amoroso. Ciertamente así sucedió con Abram. El Señor quería sacarlo de su estado de desconfianza y de distanciamiento y llevarlo a otro estado de excelsa dignidad y santidad, y lo hace manifestándose a Abram, pues el Señor habló con él.
“Entre las sombras más oscuras, si Él aparece,
Mi aurora da comienzo;
Él es la resplandeciente estrella matutina de mi alma,
Y Él es mi sol naciente”.
Musiten una oración, hermanos y hermanas míos. “Señor, revélate a mi pobre espíritu rebelde y languideciente. Revíveme, oh Señor, pues una sonrisa que provenga de Ti, hace que mi yermo florezca como la rosa.”
En la ocasión de esta clemente manifestación, Dios se agradó en hacer por Abram lo que yo creo que es para nosotros una ilustración admirable e instructiva de la consagración de nuestros espíritus redimidos enteramente a Su servicio. Esta mañana, con la ayuda de Dios, voy a conducirlos, primero, a observar el modelo de la vida consagrada; en segundo lugar, la naturaleza de la vida superior; y, en tercer lugar, sus resultados.
- Primero, entonces, notemos en las palabras de Dios a Abram, EL MODELO DE LA VIDA SANTIFICADA O CONSAGRADA.
Aquí están: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto”. Para que un hombre sea enteramente santificado para el servicio del Señor, primero tiene que comprender la gloria y la condición todopoderosa y omnipotente de Dios. Hermanos, el Dios a quien servimos llena todas las cosas, y tiene todo el poder y todas las riquezas. Si le tuviéremos en poca estima, nos merecería poca confianza, y, en consecuencia, le rendiríamos escasa obediencia, pero si tuviéramos grandiosos conceptos de la gloria de Dios, aprenderíamos a confiar plenamente en Él, recibiríamos de Él misericordias sobreabundantes, y seríamos motivados a servirle de manera sumamente consistente. El pecado, en el fondo, tiene su origen muy frecuentemente en pensamientos rastreros acerca de Dios. Toma el pecado de Abram; él no podía ver cómo Dios podría hacerle el padre de muchedumbre de gentes, ya que Sarai era ya muy vieja y estéril. De aquí su yerro con Agar. Pero si hubiera recordado lo que Dios trae ahora a su memoria, que Dios es El Shaddai, el Todopoderoso, habría dicho: “No, permaneceré fiel a Sarai, pues Dios puede ejecutar Sus propios propósitos sin que yo utilice medios tortuosos para cumplirlos. Él es todopoderoso en Sí mismo, y no depende de la fuerza de la criatura. Esperaré pacientemente, y aguardaré tranquilamente, para ver el cumplimiento de las promesas del Señor”.
Ahora, lo mismo que sucedió con Abram, sucede con ustedes, hermanos y hermanas míos. Cuando un hombre se encuentra en dificultades en sus negocios, pero cree que Dios es todopoderoso para sacarlo adelante, no practicará ninguno de los trucos comunes del oficio, ni se degenerará con esa astucia que es tan usual entre los comerciantes. Si un hombre cree, siendo pobre, que Dios es una porción suficiente para él, no tendrá envidia del rico ni estará descontento con su condición. El hombre que siente que Dios es una porción todopoderosa para su espíritu, no buscará el placer en las ocupaciones de la vanidad; no irá con la veleidosa multitud en pos de su vana alegría. “No”, -dice- “Dios se me ha aparecido como un Dios todopoderoso para mi consuelo y mi gozo. Yo estoy contento en tanto que Dios sea mío. Que otros abreven de cisternas rotas si quieren, pero yo moro junto a la fuente desbordante y estoy perfectamente contento.” ¡Oh amados, cuán gloriosos nombres lleva merecidamente nuestro Señor! Cualquiera que sea el nombre que elijan para reflexionar sobre él por un momento, ¡qué mina de riquezas y significado les abre!
Aquí está este nombre: “El Shaddai”; “El”, -esto es- “el fuerte”, pues un poder infinito mora en Jehová. ¡Cuán prontamente nosotros, que somos débiles, podemos volvernos fuertes si recurrimos a Él! Y luego, “Shaddai”, es decir, “el incambiable, el invencible”. ¡Qué Dios tenemos entonces, que no conoce variabilidad, ni sombra de arrepentimiento y a quien nadie podría enfrentarse! “El”: fuerte; “Shaddai”, incambiable en Su fortaleza; por tanto, siempre fuerte en todo tiempo de necesidad, listo para defender a Su pueblo, y capaz de protegerlo de todos los enemigos.
Vamos, cristiano, con un Dios así, ¿por qué habrías de rebajarte para ganar el elogio del hombre malvado? ¿Por qué correteas por allí para encontrar placeres terrenales donde las rosas están siempre entreveradas de espinas? ¿Por qué necesitas depositar tu confianza en el oro y la plata, o en la fuerza de tu cuerpo, o en algo que está bajo la luna? Tú tienes a El Shaddai para que sea tuyo. Tu poder para ser santo dependerá en mucho de que te aferres, -con toda la intensidad de tu fe- al hecho alentador de que este Dios es tu Dios por siempre y para siempre, tu porción diaria, tu consolación que basta para todo. Tú no podrías atreverte, no puedes atreverte, ni te atreverás a desviarte en los caminos del pecado, cuando sabes que un Dios así es tu pastor y tu guía.
Siguiendo con este modelo de vida consagrada, adviertan las siguientes palabras: “anda delante de mí”. Este es el estilo de vida que caracteriza a la verdadera santidad; es un andar delante de Dios. ¡Ah!, hermanos, Abram había andado delante de Sarai; le había concedido un respeto indebido a sus puntos de vista y a sus deseos; Abram había andado, también, delante de sus propios ojos y de las inclinaciones de su propio corazón cuando fue unido a Agar; pero ahora el Señor le censura tiernamente con la exhortación: “Anda delante de mí”. Es notable que en la anterior visita divina al patriarca (que procuramos interpretar el domingo pasado), el mensaje del Señor era: “No temas”. Era entonces, por así decirlo, sólo un niño en las cosas espirituales, y el Señor le dio consuelo, pues lo necesitaba. Ahora se ha convertido en un hombre, y la exhortación es práctica y llena de actividad: “anda”. El cristiano ha de disponer y usar la fuerza y la gracia que ha recibido. El meollo de la exhortación radica en las últimas palabras, “Anda delante de mí”, y por ello entiendo un sentido habitual de la presencia de Dios, o hacer lo recto y evitar lo malo, por respeto a la voluntad de Dios; una consideración de Dios en todas las acciones, públicas y privadas.
Hermanos, yo lamento profundamente cuando veo a hombres cristianos, incluso en algunas sociedades religiosas, que dejan fuera de sus cálculos el inciso más importante de todo el cálculo: es decir, el elemento divino, el poder y la fidelidad divinos. De la mayor parte de la humanidad podría decir, sin ser hipercrítico, que si no hubiera ningún Dios, su curso de acción no sería diferente de lo que es, pues no se sienten ni restringidos ni constreñidos por ningún sentido de la presencia divina. “La iniquidad del impío me dice al corazón: No hay temor de Dios delante de sus ojos”. Pero esta es la señal del hombre verdaderamente santificado, que vive en todo lugar como si estuviese en la cámara de la presencia de la Majestad divina; actúa como sabiendo que el ojo que nunca duerme está siempre fijo en él. El deseo de su corazón es no hacer nunca lo indebido porque le deba respeto a la grandeza mundana, y no olvidar nunca lo correcto porque esté en mala compañía, y más bien considera que, como Dios está en todas partes, siempre está en una presencia para la cual pecar sería una rebelión desvergonzada. El santo siente que no debe transgredir y que no debe atreverse a transgredir, porque está delante del propio rostro de Dios. Este es el modelo del carácter santificado, que un hombre entienda lo que Dios es, y que entonces actúe como si estuviese en la inmediata presencia de un Dios santo y celoso.
Las siguientes palabras son, “y sé perfecto”. Hermanos, ¿significa esto una perfección absoluta? No pienso disputar las creencias de algunos, en el sentido de que podemos ser absolutamente perfectos en la tierra. Admito libremente que el modelo de santificación es la perfección. Sería inconsistente con el carácter de Dios que nos diera algo que no fuera un mandamiento perfecto y una norma perfecta. Ninguna ley sino la de la perfección absoluta podría venir de un Dios perfecto, y darnos un modelo que no fuera absolutamente perfecto sería asegurarnos sobreabundantes imperfecciones, y darnos una excusa para ellas. Dios no pone delante de sus siervos ninguna regla de este tipo: “Sean tan buenos como puedan”, sino esta: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”.
¿Acaso algún hombre ha alcanzado jamás ese punto? Ciertamente nosotros no lo hemos logrado, pero a pesar de eso, todo hombre cristiano debe apuntar a eso. Yo prefiero con mucho que mi hijo tenga una copia perfecta para que aprenda a escribir de conformidad a ella, aunque nunca la logre imitar, a que tenga una copia imperfecta ante sí, porque entonces nunca llegaría a ser un buen escritor.
Nuestro Padre celestial nos ha dado la imagen perfecta de Cristo para que sea nuestro ejemplo y Su perfecta ley para que sea nuestra regla, y a nosotros nos corresponde apuntar a esta perfección en el poder del Espíritu Santo, y, como Abram, postrarnos sobre nuestros rostros en vergüenza y confusión de rostro, cuando recordamos cuán lejos nos hemos quedado del blanco. Perfección es lo que deseamos, lo que anhelamos con ansia, y lo que obtendremos al final. No queremos que el tono de la ley sea suavizado para que se adapte a nuestra debilidad. Bendito sea Dios porque nos deleitamos en la perfección de esa ley. “La ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno, mas yo soy carnal, vendido al pecado.”
Queremos ser conformados a la voluntad de Dios; y si nosotros, que somos creyentes, tuviéramos un solo deseo, que pudiera ser concedido de inmediato, sería este: hacernos perfectos en toda buena obra para hacer Su voluntad, obrando en nosotros lo que es agradable a Sus ojos. Sin embargo, la palabra “perfecto”, como he dicho, conlleva comúnmente el significado de “recto”, o “sincero”: “anda delante de mí y sé sincero”. El cristiano no ha de tener tratos dobles, no ha de jugar al estira y encoge con Dios o con el hombre; no ha de hacer profesiones hipócritas, o tener principios falsos. Tiene que ser tan transparente como un cristal; ha de ser un hombre en quien no hay engaño, un hombre que ha hecho a un lado la impostura de cualquier forma, que la odia, que la desprecia, y anda delante de Dios, que ve todas las cosas con absoluta sinceridad, deseando sinceramente en todas las cosas, tanto grandes como pequeñas, recomendarse a la conciencia de otros como a la vista del Altísimo.
Hermanos, aquí está el modelo de la vida consagrada. ¿No anhelan alcanzarlo? Estoy seguro de que toda alma que sea movida por la gracia de Dios lo hará. Pero si tu sentimiento al respecto es como el mío, será precisamente el de Abram en el texto: “Abram se postró sobre su rostro delante del Señor”. ¡Pues, oh, cuán cortos nos hemos quedado de esto! No siempre hemos considerado a Dios todopoderoso; hemos sido incrédulos. Hemos dudado de Él aquí, y hemos dudado de Él allá. No hemos salido a trabajar en este mundo como si creyéramos en la promesa: “No te desampararé, ni te dejaré”. No nos ha complacido sufrir, o ser pobres, y no nos hemos contentado con hacer Su voluntad sin hacer preguntas. Podríamos haber recibido con frecuencia el reproche: “¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová? ¿Acaso se ha acortado Su brazo del todo? ¿Acaso se ha agravado su oído para oír?”
Hermanos, no siempre hemos andado delante del Señor. Si uno pudiera hablar por los demás, no siempre sentimos la presencia de Dios como un freno para nosotros. Hay tal vez palabras de ira en la mesa; hay maldad en el lugar de trabajo; hay negligencia, mundanalidad, soberbia, y no sé qué otros males que manchan la labor del día; y cuando regresamos en la noche, tenemos que confesar: “me he descarriado como un oveja perdida, he olvidado la presencia de mi Pastor. No siempre he hablado y actuado como si sintiera que Tú estabas mirándome siempre.”
De esta manera ha sucedido que no hemos sido perfectos. Me siento a punto de reír, no la risa de Abram, sino aquella que provoca el completo ridículo cuando oigo que la gente habla de ser absolutamente perfectos. Han de ser de una carne y de una sangre muy diferentes de la nuestra, o, más bien, han de ser grandes necios, llenos de soberbia, y totalmente ignorantes de sí mismos; pues si sólo miraran una sola acción, hallarían máculas en ella; y si examinaran un solo día, percibirían algo en lo que se quedaron cortos, si no hubiera nada en lo que transgredieron.
Ustedes ven su modelo, hermanos, estúdienlo en la vida de Cristo, y luego prosigan hacia ese modelo, con el celo del apóstol que dijo: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui asido también por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.”
- En segundo lugar, tenemos LA NATURALEZA DE ESTA CONSAGRACIÓN según está ilustrada en este capítulo. Trataremos brevemente cada punto.
La genuina consagración espiritual comienza con la comunión con Dios. Noten el tercer versículo: “Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló con él.” Al mirar a Cristo Jesús, Su imagen es fotografiada en nuestra mente, y somos cambiados de gloria en gloria, como por la presencia del Señor. La distancia de la presencia del Señor siempre significa pecado: la santa familiaridad con Dios engendra santidad. Entre más piensas en Dios, entre más meditas en Sus obras, entre más le alabas, entre más le pides en oración, entre más constantemente hablas con Él y Él contigo por medio del Espíritu Santo, más seguramente estás en el camino hacia una total consagración a Su causa.
El siguiente punto en la naturaleza de esta consagración es que es nutrida por dilatadas contemplaciones del pacto de gracia. Continúen leyendo: “He aquí mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gentes.” Esto es dicho para ayudar a Abram a andar delante de Dios y ser perfecto; de lo cual concluimos que para que un hombre crezca en santificación, debe crecer en conocimiento, y también en la tenacidad de la fe que sujeta al pacto que Dios ha hecho con Cristo en favor de Su pueblo, que es “Ordenado en todas las cosas y será guardado”.
Con sus Biblias abiertas, noten atentamente que Abram fue renovado en cuanto a su propio interés personal en el pacto. Noten cómo es repetido el segundo pronombre personal: “He aquí mi pacto es contigo, y (tú) serás padre de muchedumbre de gentes.” Lean el sexto versículo: “Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti. Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti… para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti.” Así le es explicado a Abram el pacto de manera personal; es conducido a sentir que tiene una parte y una porción en él.
Si has de ser santificado alguna vez para el servicio de Dios, debes alcanzar una plena seguridad de tu interés en todas las provisiones del pacto. Las dudas son como los jabalíes del bosque, que arrancan las flores de la santificación del huerto del corazón; pero cuando tienes en tu corazón la seguridad dada por Dios de tu interés en la preciosa sangre de Jesucristo, entonces serán cazadas y eliminadas las zorras que echan a perder las viñas, y las vides en cierne darán buen olor.
Clamen a Dios, amados hermanos y hermanas, pidiendo una sólida fe para “Leer tu título de propiedad liberado para mansiones en los cielos”. La gran santidad ha de brotar de la gran fe. La fe es la raíz, la obediencia es la rama; y si la raíz se pudre la rama no puede florecer. Pide saber que Cristo es tuyo, y que tú eres Suyo; pues allí encontrarás una fuente para regar tu consagración y hacerla rendir fruto para el servicio de Cristo.
Algunos profesantes actúan como si este no fuera el caso. Fomentan sus dudas y temores para perfeccionar la santidad. He conocido cristianos, -cuando han estado conscientes de que no ha vivido como deberían haberlo hecho- que comienzan a dudar de su interés en Cristo, y, como dicen, se humillan para alcanzar después una más plena santificación de vida. Es decir, se matan de hambre para volverse más fuertes; arrojan su oro por la ventana para volverse ricos; levantan la propia piedra fundamental de su casa para que permanezca segura.
Amado creyente, pecador como eres, rebelde como eres, a pesar de ello, cree en Jesús, y no permitas que un sentido de pecado debilite tu fe en Él. Él murió por los pecadores, “Cristo… a su tiempo murió por los impíos”. Aférrate a esa cruz: entre más furiosa sea la tormenta, mayor es la necesidad de la boya salvavidas; nunca la dejes, sino sujétate más fuerte. Confía únicamente en el poder de esa preciosa sangre, pues sólo así matarás tus pecados y avanzarás en santidad. Si dijeras dentro de tu corazón: “Jesús no puede salvar a alguien como yo soy; si tuviera señales y evidencias de ser el hijo de Dios, podría entonces confiar en Jesús”, has arrojado lejos tu confianza que tiene una gran recompensa; has desechado tu escudo, y los dardos del tentador te herirán terriblemente. Aférrate a Jesús aun cuando haya alguna duda de que tengas un grano de gracia en tu corazón. Debes creer que murió por ti, no porque seas consagrado o santificado, sino que murió por ti como pecador, y que te salva como pecador. Nunca pierdas tu simple confianza en el Crucificado, pues sólo por la sangre del Cordero puedes vencer al pecado y ser hecho apto para la obra del Señor.
Noten, al leer estas palabras, cómo es revelado peculiarmente a Abram este pacto como una obra del poder divino. Noten el sentido del pasaje, “(Yo) pondré mi pacto entre mí y ti”. “(Yo) te multiplicaré en gran manera”. “(Yo) estableceré mi pacto”. “(Yo) te daré a ti”. “(Yo) seré tu Dios”, etcétera. ¡Oh!, esos gloriosos “Yo haré” y “se hará”.
Hermanos, no pueden servir al Señor con un corazón perfecto mientras su fe no sujete primero el divino “haré” y “será”. Si mi salvación descansa en este pobre brazo enclenque, en mis resoluciones, en mi integridad y en mi fidelidad, habría naufragado para siempre; pero si mi salvación eterna descansa en el gran brazo que sostiene el universo, si la seguridad de mi alma está enteramente en esa mano que hace girar a las estrellas, entonces, bendito sea Su nombre porque está segura y bien; y ahora, por amor a un Salvador así, le serviré con todo mi corazón. Gastaré lo mío y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de Aquel que ha asumido hacer todo esto por mí misericordiosamente. Noten esto, hermanos, entiéndanlo muy bien, y pidan que la obra divina sea hecha manifiesta para sus almas, pues eso les ayudará a ser consagrados a Dios.
Además, Abraham tuvo una perspectiva del pacto en su perpetuidad. No recuerdo que la palabra “perpetuo” haya sido usada en referencia a ese pacto, pero en este capítulo la vemos repetida una y otra vez. “Y estableceré mi pacto… por pacto perpetuo”. Aquí tenemos una de esas grandes verdades que muchos de los bebés en la gracia no han aprendido todavía, es decir, que las bendiciones de la gracia son bendiciones que no son dadas hoy para ser quitadas mañana, sino que son bendiciones eternas. La salvación que es en Cristo Jesús no es una salvación que nos pertenecerá por unas cuantas horas, mientras somos fieles a ella, y será quitada luego, de tal forma que seremos abandonados para perecer. Dios no lo quiera, “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta”. “Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos”. Cuando nos ponemos en las manos de Cristo, no nos confiamos a un Salvador que pudiera permitir que seamos destruidos, sino que descansamos en Uno que ha dicho: “Yo doy (a mis ovejas) vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.”
En vez de que la doctrina de la seguridad de los santos conduzca a la negligencia de vida, descubrirán que, por el contrario, allí donde es plenamente bien recibida en el corazón por el poder del Espíritu Santo, engendra tal santa confianza en Dios, tal gratitud ardiente hacia Él, que es uno de los mejores incentivos para la consagración. Atesoren estos pensamientos, amados hermanos, y si quieren crecer en gracia y en conformidad a Cristo, esfuércense por percibir su interés personal en el pacto, el divino poder que garantiza su cumplimiento, y la perpetuidad de su carácter.
Al considerar la naturaleza de esta consagración, quisiera observar a continuación, que aquellos que son consagrados a Dios son considerados como hombres nuevos. La nueva humanidad es indicada por el cambio de nombre: él ya no es llamado más Abram, sino Abraham, y su esposa ya no es más Sarai, sino Sara. Ustedes, amados, son nuevas criaturas en Cristo Jesús. La raíz y la fuente de toda consagración a Dios radica en la regeneración. Somos “renacidos”, una simiente nueva e incorruptible es colocada dentro de nosotros que “vive y permanece para siempre”. El nombre de Cristo es nombrado en nosotros: ya no somos llamados más pecadores e injustos, sino que nos convertimos en hijos de Dios por la fe que es en Cristo Jesús.
Noten adicionalmente que la naturaleza de esta consagración le fue expuesta a Abraham por el rito de la circuncisión. No sería adecuado ni decoroso del todo que entremos en algún detalle en relación a ese misterioso rito, pero baste decir que el rito de la circuncisión significaba quitar la inmundicia de la carne. Tenemos la propia interpretación de Pablo de la circuncisión en los versículos que acabamos de leer ahora en la Epístola a los Colosenses. La circuncisión indicaba a la simiente de Abraham que había una corrupción de la carne en el hombre que debía ser quitada para siempre, o el hombre permanecería impuro, y fuera del pacto con Dios.
Ahora, amados, para nuestra santificación para Cristo, tiene que haber una renuncia, un doloroso abandono de cosas tan queridas para nosotros como el ojo derecho y la mano izquierda. Tiene que haber una negación de la carne con sus afectos y concupiscencias. Debemos mortificar nuestros miembros. Tiene que haber abnegación si hemos de entrar en el servicio de Dios. El Espíritu Santo debe dictar sentencia y arrancar las pasiones y tendencias de la humanidad corrupta. Mucho de lo que naturaleza quisiera fomentar debe perecer, pero ha de perecer porque la gracia lo aborrece.
Noten, con relación a la circuncisión, que fue ordenada perentoriamente para que fuera practicada en cada varón del linaje de Abraham, y si no se cumpliera, tenían que ser cortados de su pueblo. Así que, la renuncia al pecado, la renuncia del cuerpo a la inmundicia de la carne es necesaria para todo creyente. Sin santidad nadie verá al Señor. Aun el bebé en Cristo está obligado a ver la muerte escrita en el cuerpo de la inmundicia de la carne igual que un hombre que, a semejanza de Abraham, ha alcanzado años avanzados y ha llegado a la madurez en las cosas espirituales. No hay distinción aquí entre el uno y el otro. “Sin santidad nadie verá al Señor”; y donde una supuesta gracia no erradica de nosotros un amor al pecado, no es la gracia de Dios en absoluto, sino el presuntuoso engreimiento de nuestras propias naturalezas vanas.
Se dice con frecuencia que la ordenanza del bautismo es análoga a la ordenanza de la circuncisión. No voy a debatir ese punto, aunque la expresión pueda ser cuestionada. Pero suponiendo que lo fuera, permítanme instar a cada creyente aquí presente que se asegure de que en su propia alma comprenda el significado espiritual, tanto de la circuncisión como del bautismo, y que luego considere los ritos externos; pues la cosa significada es muchísimo más importante que el signo. El bautismo explica mucho más que la circuncisión. La circuncisión consiste en quitar la inmundicia de la carne, pero el bautismo es el entierro de la carne por completo. El bautismo no dice: “Aquí hay algo que ha de ser quitado”, sino que todo está muerto, y debe ser enterrado con Cristo en Su sepulcro, y el hombre debe levantarse de nuevo con Cristo. El bautismo nos enseña que por la muerte pasamos a una nueva vida. Como el arca de Noé, pasando a través de la muerte del viejo mundo, emergió a un mundo nuevo, de la misma manera, por una figura semejante, el bautismo expone nuestra salvación por la resurrección de Cristo; un bautismo del cual dice Pedro que es: “no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios.” En el bautismo, un hombre manifiesta, a sí mismo y a otros, que ha entrado por la muerte en vida nueva, de acuerdo con las palabras del Espíritu Santo, “Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos.” El punto más valioso es el significado espiritual, y en ello, experimentamos en qué consiste morir al mundo, morir y ser enterrados con Cristo, y luego ser resucitados con Él.
Aun así, hermanos, a Abraham no le fue permitido decir: “si puedo captar el sentido espiritual, puedo prescindir del rito externo”. Él podría haber objetado ese rito basándose en mil argumentos mucho más vigorosos que cualquiera de los argumentos que han blandido los que dudan en contra del bautismo, sino que primero aceptó el bautismo, así como su objetivo, y de inmediato fue circuncidado; y así les exhorto, hombres y mujeres, que sean obedientes al precepto sobre el bautismo, y que estén atentos a la verdad que significa. Si ustedes, en verdad, han sido enterrados con Cristo, y resucitados con Él, no desprecien el signo externo e instructivo por medio del cual esto es expuesto.
“Bien”, -dirá alguien- “surge una dificultad en cuanto a tus consideraciones”, -pues un argumento es tomado con frecuencia de este capítulo- “que, puesto que Abraham debe circuncidar a toda su simiente, nosotros hemos de bautizar a todos nuestros hijos”.
Ahora, observen el tipo e interprétenlo no de acuerdo al prejuicio, sino de acuerdo a la Escritura. En el tipo, los de la simiente de Abraham son circuncidados; ustedes infieren que todos los que están tipificados por la simiente de Abraham han de ser bautizados, y no objeto esa conclusión; pero les pregunto: ¿Quiénes son la verdadera simiente de Abraham? Pablo responde en Romanos 9: 8, “No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes.” Todos los que creen en el Señor Jesucristo, sean judíos o gentiles, son simiente de Abraham. Ya sea que tengan ocho días en la gracia, o más o menos, cada uno de la simiente de Abraham tiene un derecho al bautismo. Pero yo niego que los que no han sido regenerados, sean niños o adultos, sean de la simiente espiritual de Abraham.
Nosotros confiamos que el Señor llamará a muchos de ellos por Su gracia, pero todavía son “Hijos de ira, lo mismo que los demás.” En el momento en que el Espíritu de Dios siembra la buena semilla en sus corazones, son la simiente creyente de Abraham, pero no lo son mientras vivan en la impiedad y en la incredulidad, o sean todavía incapaces de fe o de arrepentimiento. La persona que corresponde al tipo de la simiente de Abraham es, por la confesión de todos, el creyente, y el creyente, viendo que es enterrado con Cristo espiritualmente, debe profesar ese hecho, por medio de su bautismo público en agua, de acuerdo al propio precepto y ejemplo del Salvador. “Porque”, -dijo Cristo- “así conviene que cumplamos toda justicia”, conforme se adentraba en el río Jordán. ¿Fue rociado Jesús en el Jordán? ¿Por qué sumergirse en un río para ser rociado? ¿Por qué descendió al agua para ser rociado? “Nosotros”. ¿Se refería a los bebés? ¿Era Él un bebé? ¿Acaso no estaba hablando, cuando dijo nosotros, de los fieles que están en Él? “Porque así (nos) conviene que cumplamos toda justicia”, esto es, todos sus santos.
Pero, ¿cómo cumple toda justicia el bautismo? Típicamente así: es el cuadro de la obra entera de Cristo. Allí está Su inmersión en el sufrimiento; Su muerte y sepultura; Su salida del agua representa Su resurrección; Su subida a la ribera del Jordán representa Su ascensión. Es una representación típica de cómo cumplió toda justicia, y de cómo la cumplieron los santos en Él.
Pero, hermanos, no pretendía ir tan lejos en cuanto al signo exterior, porque el más profundo deseo de mi alma es este: que así como Abraham, por el signo exterior, fue instruido que había una limpieza de la inmundicia de la carne, que se debe dar o vendría la muerte, así somos nosotros instruidos por el bautismo que hay una muerte real para el mundo, y una resurrección con Cristo, que se debe dar en todo creyente, por viejo o joven que sea, o por el contrario, no tendría parte ni porción en el asunto de la consagración a Dios, o, ciertamente, en la propia salvación.
III. Tengo un tercer encabezado, pero mi tiempo se ha acabado, y, por tanto, sólo voy a dar estas sugerencias: LOS RESULTADOS DE UNA CONSAGRACIÓN ASÍ.
Inmediatamente después de que Dios le apareció a Abraham, su consagración fue manifiesta, primero, en su oración por su familia. “Ojalá Ismael viva delante de ti”. Hombres de Dios, si ustedes pertenecen realmente al Señor, y sienten que son Suyos, comiencen ahora a interceder por todos los que les pertenecen. Nunca permanezcan satisfechos a menos que sean salvados también; y si tienen un hijo, un Ismael, en relación a quien sienten muchos temores y mucha ansiedad, como ustedes mismos son salvos, nunca cesen de proferir ese clamor: “Ojalá Ismael viva delante de ti”.
El siguiente resultado de la consagración de Abraham fue que se volvió muy hospitalario para con sus semejantes. Miren el siguiente capítulo. Se sienta a la puerta de su tienda, y se le aproximan tres hombres. El cristiano es el mejor siervo de la humanidad en un sentido espiritual. Quiero decir que por causa de su Señor, se esfuerza por hacer el bien a los hijos de los hombres. De todos los hombres, él es el primero en alimentar a los hambrientos y vestir a los desnudos, y en lo que a él respecta, hace bien a todos los hombres, y mayormente a los de la familia de la fe.
El tercer resultado fue que Abraham fue anfitrión del propio Señor, pues entre esos tres ángeles que llegaron a su casa, estaba el Rey de reyes, el Ser infinito. Cada creyente que sirve a Dios, por decirlo así, proporciona refrigerio a la mente divina. Quiero decir esto: Dios se complació infinitamente en la obra de Su amado Hijo. Dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, y se complace también en la santidad de todo Su pueblo. Jesús ve el fruto de la aflicción de Su alma, y está satisfecho por las obras de los fieles; y ustedes, hermanos, así como Abraham fue anfitrión del Señor, sirvan de anfitriones del Señor Jesús con su paciencia y su fe, con su amor y su celo, cuando están completamente consagrados a Él.
Además, Abraham se volvió el gran intercesor de otros. El siguiente capítulo está lleno de sus súplicas por Sodoma. No había sido capaz de interceder antes, pero después de la circuncisión, después de la consagración, se convierte en el recordador del Rey, es instalado en el oficio de sacerdote, y permanece allí clamando: “¿No salvarás la ciudad? ¿Destruirás también al justo con el impío?”
Oh, amados, si nos consagráramos a Dios, haciéndolo por completo, como he procurado describirlo débilmente, nos volveremos poderosos con Dios en nuestras súplicas. Yo creo que un santo es una mayor bendición para una nación, que un regimiento entero de soldados. ¿Acaso no temían más a las oraciones de John Knox que a las armas de diez mil hombres? Un hombre que vive habitualmente cerca de Dios es como una gran nube que siempre está derramando lluvias fertilizantes. Este es el hombre que podría decir: “La tierra es desmenuzada enteramente, yo sostengo sus columnas”. Francia no hubiera visto una revolución tan sangrienta si hubiese habido hombres de oración para preservarla. Inglaterra, en medio de las conmociones que la sacuden para un lado y otro, es mantenida firme porque la oración es elevada incesantemente por los fieles. La bandera de la vieja Inglaterra está clavada a su mástil, no por las manos de sus marineros, sino por las oraciones del pueblo de Dios. Estos, cuando interceden día y noche, y cuando cumplen con su ministerio espiritual, son aquellos por quienes Dios perdona a las naciones, por quienes permite que la tierra exista todavía; y cuando se acabe su tiempo, y sean retirados, y la sal sea suprimida de la tierra, entonces los elementos se disolverán con ardiente calor, y la tierra también y las obras que están en ella serán quemadas, pero este mundo no pasará antes de que Él se hubiere llevado a los santos con Cristo en el aire. Él lo mantendrá por causa de los justos.
Busquen el grado más elevado de santidad, mis amados hermanos y hermanas, búsquenlo, y trabajen por ello; y mientras descansan únicamente en la fe para la justificación, no descuiden el crecimiento en la gracia, que los logros más excelsos sean su ambición, y que Dios se los conceda, por Su Hijo Jesucristo. Amén.
Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:
Génesis 17 y Colosenses 2: 10-15.
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