“Porque Dios ama al dador alegre.” 2 Corintios 9:7
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #835 – Dios Ama al Dador Alegre
Yo deseo ardientemente cumplir mi ministerio, especialmente en lo tocante al deber de predicarles todas las doctrinas de la palabra de Dios, y no ser encontrado culpable de limitarme únicamente a un conjunto de tópicos, pues esto podría resultar placentero, pero no sería de mucho provecho para ustedes. Si me fuese dado elegir, me encantaría predicar de continuo sobre la doctrina del amor eterno e inmutable de Dios. Para mí sería un deleite extenderme, cada domingo y ciertamente en cada sermón, en la sencilla doctrina de la justificación del pecador delante de Dios, por medio de la fe en Jesucristo.
Pero en la Escritura encontramos otras cosas además de éstas. No todos los temas registrados en la Escritura están allí para consuelo nuestro. No todo son promesas; no solamente encontramos palabras de aliento para mentes débiles y espíritus desconsolados. Hay otras palabras además de aquellas que son útiles para consolar: palabras de dirección y palabras de precepto. Si rehuyéramos estas palabras, si nunca tuvieran una participación en el curso de nuestro ministerio, entonces alguna grave enfermedad brotaría en la iglesia, ya que no se les habría suministrado una relevante porción del “pan necesario.”
Por tanto, me pareció apropiado hablarles esta noche sobre este tema, y con mayor razón ahora que no tendremos una colecta. No se les está pidiendo nada, y por eso me siento en entera libertad de resaltar la instrucción de este texto. Ustedes verán que mi claro objetivo es desentrañar la enseñanza de la palabra, sin ningún propósito ulterior. Mi meta es promover ese resultado que Dios mismo quiere obrar en ustedes, mediante las palabras bajo nuestro escrutinio. Recuerden que son palabras de indudable inspiración, y por ello son dignas de toda aceptación, como lo es cualquier otra frase salida de la boca divina.
Hermanos, en la iglesia de Dios hay varias formas de servicio. Hay unos que han recibido el don de edificar a otros; ésos están obligados a instruir con diligencia a sus oyentes, y a explicar las Escrituras. A otros les es dado evangelizar, abrir un terreno fresco y ganar al inconverso; ésos están obligados a no dejar que su mano descanse, sino que deben sembrar la semilla por la mañana y por la tarde. Muchas personas en la familia de Dios no tienen la capacidad de ser maestros en la iglesia ni tampoco ganadores de almas, sino que son llamados a adornar la doctrina de Dios su Salvador en todas las cosas, por medio de los deberes de una vida humilde y tranquila. Tales personas deben cuidarse que su conversación sea siempre digna del Evangelio de Cristo y apropiada para la familia de la fe; y su oración sincera debe ser que la predicación de los demás pueda ser ilustrada por ellos en su diario caminar y en su conversación.
Una parte considerable de la iglesia de Dios es llamada a un servicio aun más difícil, es decir, al servicio del sufrimiento. Dios recibe gloria inclusive del fuego de la aflicción, cuando Su pueblo entona Sus merecidas alabanzas desde la cama de la enfermedad. Él recibe tanto honor desde el lecho del enfermo como desde el púlpito, y aquellos siervos que son llamados a estar confinados en un hospital, son soldados tan aceptables como aquellos a quienes Él ordena que vayan al frente de la batalla. Cada uno de nosotros debe esperar su turno en la tribulación, de conformidad al propósito de Dios. Cuando se nos ordena que lo hagamos, debemos tomar nuestra cruz con alegría y seguir a nuestro Señor.
También a toda la iglesia le es dado, y a cada miembro en su medida, servir a Dios dando. Algunos tienen la capacidad de dar abundantemente de sus riquezas, pues son mayordomos acaudalados. Están obligados a hacerlo, pero no deben ofrendar simplemente porque están obligados, sino que deben sentir que es un privilegio darle todo lo que puedan, pues Él les dio todo y es su todo. El cristiano más pobre no está exonerado de este privilegio. Si posee poco, Dios acepta según lo que tenga, y no según lo que no tenga, y si es tan pobre que ni siquiera puede ofrendar cinco centavos, todavía puede dar a Dios parte de su tiempo, puede ofrecer a Dios la capacidad recibida para enseñar a los niños, o para distribuir literatura cristiana, o para cualquier otra forma de servicio que se encuentre dentro de su alcance.
Pero nadie debe dejar de ser dador a Dios de alguna manera, pues todos recibimos bendiciones y todos debemos ofrendar. Démosle nuestras oraciones, démosle nuestras alabanzas, démosle todos nuestros esfuerzos posibles, pero todos debemos ser dadores, y prestando atención al texto, también debemos ser dadores alegres.
Ustedes habrán notado que el apóstol Pablo habla acerca de dar a lo largo de todo el capítulo nueve, pero en este punto se pone a hablar de dar como es percibido a los ojos de Dios, y el gran argumento que utiliza, el arma principal es: “Dios ama al dador alegre;” de esto yo entiendo que cuando estamos hablando del servicio cristiano, siempre debemos verlo en su aspecto hacia Dios. El apóstol había hablado de lo que los hombres de Acaya pensaban de la benevolencia, y de lo que los miembros de otras iglesias valorarían de los corintios, pues Pablo se había gloriado de ellos. Pero luego reconsidera y afirma que el verdadero juicio de una buena obra no es lo que pueda pensar de ella la iglesia, o el mundo, sino más bien la estima en la que Dios la tiene. “Dios,” dice el apóstol, “ama al dador alegre.” Ese es el punto.
Amado lector, tú eres un cristiano que profesa su religión. ¿Sirves tú en tu iglesia según este modelo? Podrás preguntarme: “¿qué quieres decir?” Quiero decir lo siguiente: cuando asistes a la casa de Dios, ¿vas allí para adorar a Dios? Cuando enseñas en la escuela dominical, ¿lo haces simplemente para tener una participación con tus compañeros cristianos, o enseñas como para Dios? Tú hablas, hermano mío, en nombre de Dios; ¿acaso no te descubres predicando algunas veces de alguna otra manera que no es como para Dios? Mi querido amigo, tú que te involucras orando en la reunión de oración; ¿acaso nunca te has hecho la siguiente pregunta: “sería mi oración del agrado de quienes la escucharon?” Se te olvida que la oración debe ser vista como para Dios, y que todo el servicio del cristiano no es para el hombre, no es para la iglesia, aunque tenga sus repercusiones en ambas direcciones, sino que su principal orientación y relación es hacia Dios. Hacer todo como para el Altísimo es el más importante de los deberes. No debes vivir en este mundo:
Siendo estimado por hombres moribundos.”
No debes preguntarte nunca ¿qué pensará de mí el señor Fulano de Tal, o, seré alabado o, encontraré la censura?” Más bien debes decir: “puesto que sirvo a mi Dios y no a mis colegas los hombres, ¿qué es lo que me dirá el grandioso Señor? ¿Qué es lo que dirá de mi servicio? ¿Cómo se verá ante Sus ojos: será oro, plata, y piedras preciosas, o, al igual que la madera, el heno y la hojarasca, será consumido por el fuego?” Esta es la verdadera manera de trabajar y vivir.
Observen entonces, antes de retomar mi texto y de entrar de lleno en su enseñanza, que ya sea que se trate de servicio, o de enseñanza, o de sufrimientos, o de ofrendar, el punto más importante es hacerlo todo para Dios, y si la iglesia se aplica a esto, allí encontrará su fuerza; serviría a Dios de una manera más noble y más aceptable, pues Él es Espíritu, y quienes le sirven, al servirle en espíritu y en verdad, le servirán más valerosa, abundante, y aceptablemente por medio de Jesucristo.
Esto, en relación a la parte externa del texto. “Dios ama al dador alegre.” Entonces aprendemos que ya que dar es una parte del servicio cristiano, la manera correcta de hacerlo es de la forma en que el propio Dios lo aceptará, y consiste en dar con alegría. “Dios ama al dador alegre.”
No pretendo extenderme en cada uno de los puntos, sino que primero voy a observar muy brevemente lo que significa ser un dador alegre; en segundo lugar, por qué el Señor ama al dador alegre; y luego, en tercer lugar, será necesario que digamos una palabra o dos acerca de por qué, nosotros que somos Su pueblo, debemos ser dadores alegres.
I. En primer lugar, ¿QUÉ SIGNIFICA SER UN DADOR ALEGRE?
El resto del versículo describe lo que no significa, y así nos ayuda a ver lo que se quiere describir. “No con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.” “No con tristeza,” no dando como si desearan evitarlo, y por consiguiente, dando lo menos posible, contando cada centavo, y considerándolo tan valioso como una gota de su sangre. Hay que dar con despreocupación, con espontaneidad, con libertad, con placer; esto es ser un dador alegre.
Para lograrlo, uno debe dar proporcionalmente, pues los dadores alegres calculan cuánto deben dar, cuánto se puede esperar de sus manos, como buenos mayordomos. Quien recibe muy buenos ingresos daría de mala gana si no diera más que alguien que sólo tiene la décima parte de esos ingresos. Quien tiene pocos gastos, y vive con poco, si no da más que otro que tiene una familia muy grande y grandes salidas de dinero, no puede decirse que dé alegremente. Evidentemente daría de mala gana si no da proporcionalmente.
Mucho se ha dicho acerca de dar un décimo (diezmo) del ingreso al Señor. Soy del parecer que se trata de un deber cristiano que nadie debería cuestionar ni por un instante. Si se trataba de un deber bajo la ley judía, es ahora un deber mucho mayor bajo la dispensación cristiana. Pero es un gran error suponer que el judío solamente daba el diezmo. El judío daba mucho, mucho, mucho más que eso. El diezmo era el pago que debía realizar, pero después de eso venían todas las ofrendas voluntarias, todos los varios dones en diversos tiempos del año, de tal forma que, tal vez, él daba un tercio, o ciertamente algo mucho más aproximado a eso, que el diezmo. Y es extraño que en nuestro tiempo, los seguidores de ídolos tales como los hindúes, den también esa proporción de sus ingresos, avergonzando así totalmente la falta de liberalidad de muchos que profesan ser seguidores de Jesucristo.
Sin embargo, a mí no me gusta establecer al respecto ninguna regla para el pueblo de Dios, pues el Nuevo Testamento del Señor no es un gran libro de reglas; no es un libro apegado a la letra, pues la letra mata, sino que es el libro del Espíritu, que nos enseña más bien el alma de la liberalidad y no su cuerpo, y en vez de escribir leyes sobre piedras o papel, escribe leyes en nuestros corazones.
Den, queridos amigos, como se lo han propuesto en su corazón, y den proporcionalmente, según el Señor los haya prosperado, y no calculen cuánto deben dar en función de lo que sería respetable que den, o de lo que otras personas esperan que ustedes den, sino como bajo la mirada del Señor, pues Él ama al dador alegre; y como el dador alegre es un dador proporcional, cuídense que, como buenos mayordomos, sólo den cuentas al grandioso Rey.
Pero yo he dicho que un dador alegre es también un dador voluntario, uno que no necesita ser “sangrado,” como decimos a veces, uno que no necesita que la lanceta sea usada constantemente en él; no como la joven uva, que debe ser presionada y apretada para sacarle el jugo, porque no está madura, sino como un racimo que estalla con jugo vigorizante. Nosotros debemos ser como el panal de miel, goteando constantemente miel virgen, sumamente contentos si nuestros dones pueden ser aceptados por medio de quien es el altar, y que hace aceptables a Dios tanto al oferente como a lo ofrecido. No deberíamos necesitar que se nos predique, ni que se nos exhorte, ni debemos ser presionados mediante llamamientos públicos o solicitaciones privadas. Debería decirse de nosotros lo mismo que se decía de la iglesia de Corinto: “Cuanto a la ministración para los santos, es por demás que yo os escriba.” Entonces sé un dador proporcional, y un dador voluntario.
Un hombre que da a Dios alegremente ha trascendido el espíritu de un siervo, de un esclavo. El esclavo trae su ración, que está obligado a pagar, y la pone a los pies del capataz, y continúa su camino en miseria. Pero el hijo amado, tan complacido de dar a su Padre lo que puede, coloca su pequeña ofrenda en el tesoro de su Padre, en la medida de lo posible sin ser observado por los hombres; contempla la sonrisa del Padre, y continúa gozoso en su camino.
Ustedes no están bajo la ley sino bajo la gracia; por tanto, no deben dar ni hacer ninguna cosa para Dios como por compulsión, como si oyeran el viejo látigo mosaico chasqueando cerca de su oído. Ustedes no deben encorvarse ante el Señor como el hijo de Agar, la esclava, como recién venidos de Arabia y de los temblores del Sinaí; tienen que avanzar alegremente como uno que ha venido del Monte Sion, como el hijo de la promesa: como Isaac, cuyo nombre significa risa; gozándose porque ustedes son capacitados, y favorecidos, y privilegiados para hacer todo por Quien los amó hasta la muerte.
El dador alegre es uno que da de todo corazón, y hay una forma de dar de todo corazón, especialmente cuando la ofrenda es la de su tiempo o de su servicio. Algunos dan a Dios su tiempo el día domingo, pero están medio dormidos. Algunos Le dan sus esfuerzos en la escuela, o las clases, o la predicación callejera, pero no parecen poner nunca toda el alma en sus compromisos. Lo que la iglesia necesita hoy día es un servicio más alegre, de mayor entrega. ¿Acaso no sienten ustedes que se les pone la carne de gallina cuando oyen la predicación de algunos hombres: una palabra hoy y otra palabra mañana; y el gélido sermón es expresado de manera tan suave (cuando podrían hablar lo suficientemente alto, si quisieran) que ustedes mismos pueden atestiguar que no pudieron sacudir sus almas con el tema que pretendían grabar en ellas? Con tales predicadores, las congregaciones se vuelven “gradualmente más pequeñas y menos hermosas,” porque están bajo la convicción que el predicador no tiene nada que decir que considere digno, pues, de lo contrario, hablaría claro y con denuedo.
Oh, si todos los ministros de Cristo, y todos los diáconos, y los ancianos, y los maestros de la escuela dominical, y los predicadores en las calles, y los misioneros en la ciudad, tuvieran fuego, ¡qué personas tan diferentes serían! Si el servicio fuera todo alegría en el sentido de ser intenso, lleno de fuerza, involucrando toda la humanidad del hombre, cuántos tiempos de avivamiento, brillantes y alegres, podríamos esperar, pues en este sentido “Dios ama al dador alegre.” Ese dador alegre no desempeña su servicio para cumplir simplemente con el deber, o porque es un asunto de rutina y ha llegado la hora y la gente lo espera, sino que lo hace porque le gusta hablar del amor de Jesús, porque le encanta tratar de ganar almas, porque disfruta al declarar todo el consejo de Dios, porque le gusta ver el rostro de esos amados niños, y orar por ellos, y tomarlos y enseñarles acerca del Salvador que se desangró por los pecadores. Allí donde hay un servicio prestado con la entrega del alma, hay bendición; pero si no servimos a nuestro Señor con alegría, y por consiguiente no lo hacemos de todo corazón, Dios no amará ese servicio, y no se obtendrá ningún resultado.
Una cosa sé, que un dador alegre siempre desea poder dar diez veces más de lo que da. Un hacedor alegre siempre anhela tener mayor capacidad para hacer más. Un predicador alegre quisiera poseer mil lenguas, y ninguna de ellas tendría descanso. Amados, ¿acaso no recuerdan haber deseado alguna vez poder alejarse de esta vida monótona, y trepar a una vida espiritual más elevada? ¿Nunca han leído la vida de Henry Martyn, un pulido erudito, un hombre de muchos estudios y gran reputación, que abandonó todo por Cristo y se fue a Persia y allí murió sin haber visto un solo convertido, y sin embargo, estaba tan contento de vivir, y contento de morir en tierras muy lejanas por su Señor? ¿Nunca han leído acerca de Brainerd, viviendo lejos en medio de los indios, laborando arduamente, quien en su vejez enseñaba a leer a un negrito, y daba gracias a Dios porque cuando ya no podía predicar, todavía podía enseñar a leer a ese niño, y así hacer algo por su amado Señor que había hecho tanto por él? Ay, ¿nunca han leído o considerado inclusive a San Francisco Javier, católico romano como era? Sin embargo, ¡qué hombre, cuán consagrado, cuán celoso! Con todos sus errores, y todas sus equivocaciones, recorría mar y tierra, penetraba en los bosques, y se enfrentó a la muerte mil veces, para poder predicar por todas partes las pobres doctrinas extraviadas en las que creía. Así como odio su enseñanza, admiro su celo que sólo puedo llamar milagroso.
Cuando pienso en hombres como ésos, y quiero censurar sus errores, sólo puedo censurarme a mí mismo que ni siquiera puedo pensar, o únicamente puedo pensar en llevar una vida como la que ellos vivieron. ¡Oh, que pudiéramos aprender el secreto de la completa consagración! ¡Oh, que pudiéramos recibir el vehemente anhelo y el deseo de una dedicación perfecta de nuestro ser a nuestro Señor y Maestro! Entonces nuestro diario bregar brillaría con la gloria de la santidad. Entonces reluciríamos como serafines al tiempo que nos esforzamos como hombres comunes aquí abajo. Entonces enseñaríamos, y predicaríamos, y oraríamos, y trabajaríamos, y ofrendaríamos con tal espíritu y divina unción, que el mundo se preguntaría de dónde proceden, y dónde aprendimos esas artes sagradas. Es esta alegría, esta entrega, esta sinceridad, esta intensidad, este fuego del alma, lo que Dios ama. ¡Oh, que tuviéramos eso! Oh, que pudiéramos alcanzar eso, pues Dios ama a tales hacedores y a tales dadores.
II. En segundo lugar, ¿POR QUÉ AMA DIOS A UN DADOR ALEGRE?
Recuerden que esta frase no se refiere a todos los hombres. Está dirigida a los miembros de una iglesia cristiana. Dios los ama a todos ellos, pero tiene una complacencia especial por aquellos a quienes, por Su gracia, ha enseñado a ser dadores alegres. Un dador alegre que no fuera cristiano no caería para nada bajo el enunciado hecho aquí. Todavía sería alguien con quien Dios está airado cada día. Es de hombres salvos, hombres cristianos, hombres unidos a la iglesia cristiana, que se dice, “Dios ama al dador alegre.”
Ahora noten, primeramente, que Dios ama al dador alegre, pues Él hizo al mundo en el plan de dar alegremente, y un gran artista ama todo lo que es consistente con su plan. Yo digo que Dios ha creado todo el mundo sobre este plan. Les mostraré. Miren al sol. ¡Qué lumbrera de esplendor! ¡Qué gloriosa creación de Dios! ¿Por qué es brillante? Porque regala su luz. ¿Por qué es glorioso? Porque esparce sus rayos por todas partes. Imaginen que el sol dijera: “ya no voy a dar más de mi luz,” ¿dónde quedaría su brillo? Si dijera: “no voy a esparcir más mis rayos,” ¿dónde quedaría su lustre? Es en la magnífica generosidad de ese gran padre del día donde radica su gloria. Para nosotros es el más grandioso de los astros porque da con generosidad esa fuerza vigorizante que es calor, y luz, y vida.
Contemplen la luna, la hermosa reina de la noche; ¿por qué nos deleitamos con ella? Porque toda la luz que recibe del sol, nos la entrega fielmente. Si no proyectara su luz, ¿quién hablaría de ella? Si fuera una lumbrera egoísta, y absorbiera para sí todos los rayos del sol, si fuera un círculo avaro que confinara y almacenara cada rayo de sol dentro de sí, ¿qué cosa sería ella? Probablemente ni siquiera sabríamos de su existencia excepto cuando, como una mancha negra, pasara entre nosotros y alguna luminaria brillante. Pero como esparce sus rayos sobre la pobreza de la medianoche, nos deleitamos y damos gracias a Dios por ese caudal de belleza.
Y aquellas estrellas que centellean y que nos parecen tan diminutas, ¿acaso su brillo y su esplendor no provienen de lo que dan? “Una estrella es diferente de otra en gloria,” porque una estrella difiere de otra estrella en lo que es capaz de entregar. Eso sucede con los cuerpos celestes; ahora volvámonos a los cuerpos terrestres.
Miren a esta tierra bajo nuestros pies; ¿en qué consiste su excelencia sino en aquello que produce? Hay partes de la tierra que son sublimemente solitarias, tales como el Gran Sahara: tales terrenos no dan nada, y ¿qué son? Desiertos. Y ¿quién los ensalza? Vayan a aquella tierra una vez tan bendecida, Palestina, y caminen sobre ese suelo que produce tan poco; ¿acaso no se puede pensar que está maldito? Y, ¿por qué razón? Porque todos los elementos de su fertilidad están sin uso y no se cultivan para bien del hombre.
Pero, ¿dónde están los países alegres? ¿Dónde están los países en los que los habitantes se regocijan y alaban a la patria? ¿Acaso no son esas fértiles colinas y llanuras que sonríen con cosechas superabundantes, producidas por los depósitos de la tierra, haciendo que los hombres celebren y se alegren? ¿Cuál es la tierra más selecta de nuestra raza, la llamada Beula de las naciones? No es la tierra que acapara; no es la tierra sedienta, que absorbe todo y no produce nada; no es el terreno hambriento que el agricultor ara pero que niega la espiga de trigo y no permite la siega de la cebada.
Caminen por todo este ancho mundo y consideren por un minuto. Hace miles de años, antes que nuestra raza estuviera en este planeta, es probable que existieran extensos bosques meciéndose bajo los rayos del sol, y, ¿qué hacían? Se entregaban a caer y morir, y ¿por qué? Pues para formar vastos depósitos que la madre tierra almacenó durante mucho tiempo, hasta que al fin, cuando vino el hombre, rompió el candado y tomó posesión de los abundantes depósitos de carbón que ayudan a nuestras artes y ciencias, y nos calientan y alegran en las profundidades del invierno, de tal manera que nos regocijamos al comprobar cómo aquello que fue almacenado un día por la generosa naturaleza, es entregado al día siguiente en forma gratuita, para uso nuestro. Vamos, no hay un solo árbol que crezca que no esté dando perennemente. No hay una flor que brote, que no posea dulzura al derramar su fragancia en el aire. Todos los ríos van al mar, y el océano alimenta a las nubes, y las nubes vacían sus tesoros, y la tierra convierte la lluvia en fertilidad, y así es una cadena sin fin de generosidad dadora.
La generosidad es reina suprema en la naturaleza. No hay nada en este mundo que no viva para dar, excepto el hombre codicioso, y tal hombre es como un fragmento de grava en una máquina; no encaja en el universo. El hombre es una rueda que corre en dirección opuesta a las ruedas de la gran maquinaria de Dios. El hombre es un caballo encabritado en la yunta. Es alguien que no hará lo que están haciendo a su lado las demás fuerzas del mundo. Es un monstruo; no está hecho del todo para este mundo. No se ha dado cuenta del movimiento de los astros. No mantiene el paso con la marcha de las edades. Está fuera de época; está fuera de lugar; está completamente fuera del orden de Dios. Pero el dador alegre marcha a tono con la música de las esferas celestes. Está sincronizado con las leyes naturales del grandioso Dios, y por tanto Dios lo ama, pues ve Su propia obra en él.
En segundo lugar, consideren que Dios ama al dador alegre, porque la gracia ha puesto a tal hombre en orden con las leyes de la redención, así como con las leyes de la naturaleza. Y, ¿cuáles son éstas? Nosotros que somos llamados “calvinistas,” nos deleitamos en afirmar que toda la economía del Evangelio es la de la gracia. Todo es por gracia de principio a fin, y no se trata para nada de un asunto de deuda o de recompensa. La salvación no es algo que los hombres puedan ganar o merecer, sino que es el resultado y el ejercicio de la gracia inmerecida recibida de Dios. Si hay elección, es una elección libre que no procede nunca de ninguna bondad en nosotros. Si hay redención, “¡gracias a Dios por su don inefable!”, si hay un llamamiento, si hay justificación, si hay santificación, en todo vemos la obra inmerecida del grandioso Dador. Dios no escatima, no es avaro, no da de mala gana. Él da con liberalidad y no se restringe en ninguna cosa buena. Dios se manifiesta en la obra de gracia como un maravilloso dador.
Ahora, el hombre cristiano, o el que profesa ser cristiano, que no es dador, o siendo dador, no es un dador alegre, está fuera de orden con el sistema que gira en torno al pacto de gracia y la cruz de Cristo; está fuera de tono con la sangre y las heridas de Jesús; está fuera de orden con los propósitos eternos del Altísimo; no fluye para nada con la corriente de la gracia divina; debería estar bajo la ley, aunque en eso, en verdad, ni siquiera cumple con la letra; pero como el espíritu del Evangelio es todo libertad, y gracia, y amor, y abundancia, el hombre no está en armonía con él, y no lo entiende del todo. Entonces, debido a que el dador alegre, hecho así por la gracia divina, está a tono con la redención y con la naturaleza, conforme a su medida y su llamamiento, es ensalzado por el Señor.
Además, Dios ama al dador alegre, porque Él ama las cosas que hacen feliz a Su pueblo; y Él entiende muy bien que el espíritu de abnegación y el espíritu de amor hacia los demás, es la fuente más segura de felicidad que pueda ser encontrada en el pecho humano. Aquel que vive para sí mismo es desdichado. Quien únicamente se regocija en el gozo egoísta, no tiene sino limitados canales para su felicidad; pero quien se deleita en hacer felices a los demás, y quien se deleita en glorificar a Dios, y puede negar su propia carne y sus propios deseos para honrar a su Señor y bendecir al mundo, ese es el hombre feliz; y como Dios se deleita en la felicidad resultante, por eso se deleita en el dar con alegría, que es la causa.
Además, Dios se deleita en un dador alegre, porque en tal creyente ve la obra de Su Espíritu. Se requiere mucha gracia para convertir a los hombres en dadores alegres. Con algunos, la última parte de su naturaleza que llega a la santificación es su bolsillo. La gracia de Dios se abre paso en la moralidad de su negocio, y en las actividades de la casa, pero esas personas no parecen reconocer que la riqueza debe ser consagrada tanto como su corazón.
Amados, yo sé que hay algunos miembros del pueblo de Dios que consideran de manera muy sagrada todo lo que tienen, como algo que no es propio, y que, no como una teoría sino como un asunto de práctica diaria, hacen dinero para Cristo, y dan dinero a Cristo, y nunca están tan felices como cuando pueden hacer algo más de lo que están acostumbrados a hacer para adelantar Su reino de conformidad a su capacidad: pero, por otro lado, hay otros de un temperamento totalmente diferente, en quienes la gracia de Dios ha golpeado fuerte antes de obtener una respuesta; que saben muy bien lo que deberían hacer, pero que encuentran que el cierre de su cartera es difícil de abrir, y los dedos utilizados para dar están casi paralizados; y realmente, cuando llegan a dar un centavo, parecería un esfuerzo tan grande de abnegación como cuando otros, de acuerdo a su proporción, han dado mucho más.
Pero al Señor no le gusta ver que Su pueblo acaricie al mundo de esta manera. A Él le agrada ver que han superado los elementos rastreros, que están llegando a amar lo espiritual por sobre lo carnal, a amarlo a Él por encima de ellos mismos, y a buscar los tesoros que están arriba y no los tesoros que están en la tierra. Yo estoy seguro que el Espíritu de Dios se contrista cuando ve que los que han sido comprados con la sangre van tras el dinero, igual que los que pertenecen al mundo.
El Espíritu se contrista, y a menudo retira su influencia consoladora cuando ve a Sus siervos cayendo al nivel torpe, muerto y embrutecido de los hombres del mundo, cuyo clamor es: “¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?” Él quiere que Su pueblo busque primero el reino de Dios y su justicia. Él quiere que se deleiten en el Señor, y no en las criaturas tras la que languidecen la carne y la sangre. Él quiere que beban de arroyos más puros que los ríos lodosos de la tierra. Él quiere que busquen mejores riquezas que estos tesoros egipcios que perecen con el uso, y de los que vamos a separarnos muy pronto.
Pero hay una razón por la que Dios ama al dador alegre que debo considerar con mayor detalle, es decir, porque Él mismo es un dador alegre. El hombre ama generalmente lo que es semejante a él mismo. Nosotros nos gratificamos de esa manera. Generalmente nuestros afectos van tras un objeto que es congruente de alguna manera con nuestro propio carácter. Ahora, el Señor es el más alegre de todos los dadores. Quiero que piensen en eso un momento. “El que no escatimó ni a su propio Hijo.” ¡Oh, qué don fue ése! Madres, ¿ustedes podrían dar a sus hijos? Padres, ¿ustedes podrían no escatimar a sus hijos? Bien, tal vez podrían hacerlo por su país, pero no podrían hacerlo por sus enemigos.
Pero Dios, el dador alegre, no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, como dice la palabra. ¡Y desde entonces, qué dador alegre ha sido! Nos ha dado sin necesidad que le pidamos. Nosotros no le pedimos que hiciera el pacto de gracia. No le pedimos que nos eligiera. No le pedimos que nos redimiera. Todas estas cosas fueron hechas antes que nosotros naciéramos. No le pedimos que nos llamara por Su gracia, pues, ¡ay!, no conocíamos el valor de ese llamado, y estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, pero Él nos dio libremente por ese amor ilimitado que nosotros ni habíamos buscado. La gracia que previene vino a nosotros, superando en velocidad a todos nuestros deseos, y a todas nuestras inclinaciones, y a todas nuestras oraciones. Primero nos hizo orar; nos dio el espíritu de súplica, pues de lo contrario nunca hubiéramos orado. Él nos dio la voluntad de venir a Él, pues de lo contrario habríamos permanecido alejados. Entonces Él fue un dador alegre para nosotros.
Y cuando nos acercamos a Él con nuestros corazones quebrantados, ¡cuán alegremente nos concedió el perdón! ¡Cómo corrió y tuvo compasión de nosotros, y nos abrazó y nos besó! ¡Cuán alegremente nos condujo al banquete con música y danzas, pues Su hijo que era muerto revivió, y el que se había perdido, fue encontrado!
Muchos cambios hemos visto,”
pero no ha habido ningún cambio en Él, pues ha sido siempre un dador alegre. Hemos necesitado gracia cada día, y Él la ha proporcionado con liberalidad sin echarlo en cara. Cuando hemos acudido a Él para pedirle un huevo, nunca nos ha dado un escorpión; hemos pedido pan, y Él nunca nos ha dado una piedra, sino que nos ha dado Su Santo Espíritu.
¡Oh, la generosidad de Dios en la providencia para algunos de nosotros! No hace mucho tiempo, éramos muy pobres, pero a Él le agradó darnos todo lo que hubiéramos podido desear. Algunos de los aquí presentes estuvieron enfermos, y se preguntaban qué pasaría con su pequeña familia para quienes eran el único sostén; pero Dios, el dador alegre, les proveyó, los restableció, y los envió nuevamente a sus trabajos, llenos de salud y fortaleza. Otros han experimentado grandes estrecheces, pero los brazos eternos los han sostenido, y aunque los leoncillos necesitan, y tienen hambre, sin embargo ustedes, habiendo buscado al Señor, no han tenido falta de ningún bien. Él es un dador alegre.
Ah, pobres pecadores, ustedes que no son salvos, yo quisiera que ustedes supieran cuánto se complace Dios en dar de Su misericordia. Él es el dador más alegre del universo. Ustedes no deben pensar que Él les va a escatimar algo. Si vienen a Él buscando el perdón del pecado, Dios está listo para perdonarlos abundantemente. Si buscan Su rostro, no tendrán que gritar como si Él estuviera sordo o no quisiera escucharlos. Él oirá los gritos del penitente; Él prestará atención a los deseos de quienes abandonan sus pecados y encuentran a Cristo. Si ustedes simplemente confían en el Señor Jesús, lo descubrirán como el dador más alegre y el amigo más bueno que jamás hayan soñado.
Hermanos y hermanas, muy pronto descubriremos que Dios es un dador alegre. Algunos de nuestros amigos Lo han conocido así esta semana. Ellos rogaron, pues se encontraban enfermos, para que Él los sostuviera, y Él les hizo la cama en su enfermedad, y los sostuvo con Sus amables brazos; y luego, ellos le pidieron que les diera una abundante entrada al reino de Su amado Hijo, y se los concedió. Él les ayudó para que dieran testimonio de Su fidelidad; les abrió las puertas que eran perlas; no les negó las arpas de oro, ni el trono del propio Cristo, sino que, como un dador alegre, dio la bienvenida a Su banquete eterno, a Su pobre pueblo cansado y lo hizo sentar a Su diestra.
Lo mismo hará con nosotros, pues Él es un dador alegre, y así quiere que sea Su pueblo, pues en aquellos que son semejantes a Él, Él se ve a Sí mismo en miniatura: de la manera que el sol se ve a sí mismo en cada gota de rocío, y los cielos son reflejados en cada charco. ¡Oh, que Dios nos conceda gracia para que seamos en el futuro dadores más alegres de lo que hemos sido en el pasado!
III. Voy a concluir únicamente con una frase, o dos, relativas al POR QUÉ, NOSOTROS QUE AMAMOS AL SEÑOR EN ESTA CASA, DEBEMOS TRATAR ESPECIALMENTE DE SER DADORES ALEGRES A QUIENES DIOS AMA.
Hay muchas razones, pero esta noche necesitamos urgirlas todas ellas. Una es que, todo lo que tenemos se lo debemos a Él. He sabido de uno que fracasó en los negocios, que en sus mejores momentos había ayudado a algunos de sus trabajadores a abrir sus propios negocios y ellos prosperaron. Decían: “oh, ellos lo van a ayudar; él les ayudó tanto en sus días de prosperidad, que ellos le ayudarán.” Yo no sé si lo ayudaron o no, pero esto sí sé, que quien nos tomó cuando estábamos desnudos, pues así vinimos al mundo; quien nos levantó cuando estábamos más que desnudos, cuando estábamos sucios y éramos inmundos, pues así estábamos por el pecado y por nuestra depravación original; Él que nos sacó del basurero, sí, y nos rescató del mismo fuego, y nos hizo lo que somos, y nos envolvió en Su justicia y nos dio de Su misericordia, Él merece todo y más que todo lo que podamos darle. Oh, ¿qué haremos para ensalzar a nuestro Salvador? ¿Qué no haremos? Señor, como todo es debido a Ti, tómalo todo y que Te demos todo sin reservas.
Recuerden continuamente, amados hermanos, que ustedes son salvos: ustedes, que podrían haber sido condenados; ustedes, que no querían en un tiempo ser salvos. Ustedes son salvos; sus pecados han sido borrados; la justicia de Cristo es ahora su atuendo real. Es más, tú eres salvo, y el Espíritu Santo mora en ti. Tú eres sacerdote, tú eres rey para Dios. Tú eres un heredero del cielo; la sangre imperial corre por tus venas. Tú eres uno de los pares del cielo, un príncipe de sangre. ¡Oh!, ¿acaso no vivirás por encima de las vidas de los demás? ¿Acaso no buscarás consagrar, con estas elevadas dignidades, y estas bendiciones que no tienen precio, y estos favores asombrosos, tu espíritu, tu alma, tu cuerpo, tu todo a Él, que es tu Padre, tu cielo, tu Dios?
Hermanos, muy bien pueden estar deseosos de ser dadores alegres, cuando recuerden que el tiempo de dar pronto habrá terminado. No existe el dar en aquellos cielos; al menos el tesoro favorito de Dios, que es el bolsillo del hombre pobre, no estará pidiéndote que lo llenes. No habrá hijos de la necesidad allí; no habrá pies pequeñitos que necesiten zapatos, no habrá manecitas débiles que necesiten pan, no habrá mujeres hambrientas ni hombres necesitados; no se necesitará construir iglesias; no se necesitará enviar misioneros; no se requerirán barcos que los transporten más allá de los mares; no habrá ministros de Cristo que tengan necesidad de su ayuda. Estarán más allá de todos esos llamamientos y si algo habría que lamentar en el cielo, sería que allí estos deberes deben cesar para siempre. ¡Oh, entonces den como dadores alegres mientras puedan!
Y, por último, nosotros tenemos necesidad de un Dios dador, y por tanto seamos dadores alegres. Recuerden esa historia que la señora Stowe ha narrado tan bien. Me temo que yo no podría repetirla de la misma manera, y seguramente no con sus palabras, pero va más o menos así. Había un comerciante, dice ella, que había prosperado sobremanera en los negocios. Había construido una casa en el campo, y la había agrandado, y había cultivado sus jardines a un gran costo. Cuando fue a su oficina, fue visitado por alguien que hacía una colecta para alguna sociedad, y él respondió a su solicitud: “realmente no puedo darme el lujo de darte algo; hay tanta gente que me pide, que no puedo hacerlo.” Pues bien, él era un hombre que usualmente había sido muy generoso, y un poco más tarde le remordió su conciencia al pensar que había comenzado a escatimar en lo que daba al Señor.
Esa noche, cuando la esposa y la familia se habían retirado a descansar, se sentó a meditar junto a la chimenea, y se dijo a sí mismo: “realmente me pregunto si fue una buena decisión construir esta casa; me ha acarreado muchos gastos; se necesitan nuevos muebles; he subido a un nuevo rango dentro de la sociedad y los gastos han aumentado y mis hijas necesitan vestidos nuevos; todo está en un nivel de mayor lujo, y sin embargo, yo he estado limitando lo que doy al Señor. Creo que no he actuado bien; me siento muy intranquilo.”
Se supone que mientras pensaba en todo esto, se quedó dormido, pero si así fue, qué bueno para él, pues súbitamente la puerta se abrió, y entró al cuarto un extraño muy manso y humilde, que acercándose le dijo: “señor, lo estoy visitando para pedirle su ayuda para una sociedad que envía el Evangelio a los gentiles; ellos están muriendo, muriendo por falta de conocimiento; usted es rico, ¿podría darme alguna ayuda para enviarles la palabra de vida?” El comerciante le respondió: “usted debe excusarme, realmente; mis gastos son demasiado elevados, y debo recortarlos; no estoy en capacidad de darle nada; debo decir que no.” El extraño lo miró con una mirada apesadumbrada y dijo: “tal vez usted piensa que la obra está demasiado lejos, y no da porque el dinero será enviado más allá de los mares. Entonces le diré que hay una escuela muy pobre en una parte de la ciudad, muy cercana a su oficina, y está a punto de cerrar por falta de fondos, y allí están los niños pobres que asisten, los vagabundos de estas calles, ignorantes del camino correcto, ¿me podría dar una contribución para esa causa?” El comerciante se molestó un poco por estas preguntas insistentes, y respondió: “ahórreme el problema; no tengo dinero, no puedo darle nada.” El extraño se limpió una lágrima de su ojo, y dijo: “entonces debo pedirle por lo menos algo para la sociedad bíblica; eso, como usted se podrá imaginar, yace en la raíz de todo; propaga la palabra de Dios, y seguro, si usted no tiene para la sociedad misionera, o la escuela de pobres, podrá dar algo para la propagación de la propia palabra de Dios.” “No,” respondió el comerciante, “ya le he dicho que no puedo,” y entonces, el aspecto del extraño pareció cambiar, y aunque seguía siendo manso y humilde, sin embargo, al mismo tiempo, su rostro se tornó majestuoso. Había una gloria en su cara, y a pesar de ello, había surcos de dolor, y le dijo, suave pero severamente: “hace cinco años, esa hijita tuya, con sus hermosos bucles, estaba consumida por la fiebre, y tú oraste en la amargura de tu alma para que la hija amada de tu corazón no te fuera arrebatada, y fueras librado de ese duro golpe. ¿Quién oyó esa oración, y te devolvió a tu hija?” El comerciante cubrió su rostro con sus manos, y sintió vergüenza. “Hace diez años,” dijo la misma voz, tú estabas en grandes dificultades; las deudas te abrumaban; estabas al borde de la bancarrota; tu cabello había encanecido por la preocupación. ¿A quién acudiste en esa hora de problemas, y quién te escuchó, y te proporcionó amigos que te ayudaron a través de tus dificultades cuando otros comercios estaban fracasando, y hombres más ricos que tú estaban quebrando por todos lados? ¿Quién hizo eso por ti? Además,” dijo el extraño, “hace quince años tú sentiste la carga de tus pecados, y caminabas de arriba abajo exprimiéndote las manos por temor, y clamando: “¡Dios, ten misericordia de mi!” Tu corazón estaba muy sobrecogido; ¿quién te habló en esa hora la palabra de perdón que quitó todos tus pecados? ¿Quién tomó todas sus iniquidades sobre sí?” El comerciante sollozó muy fuerte y tembló, cuando la voz dijo: “si tú no me pide nada más, yo tampoco te pediré nada más.” El hombre cayó sobre su rostro ante el augusto visitante y dijo: “toma todo, mi bendito Señor; perdona mi vergonzosa ingratitud hacia Ti, y ayúdame para que en el futuro yo no Te niegue nada.” Ya sea que fuera un sueño o no, lo cierto es que ese comerciante se convirtió en uno de los príncipes cristianos de América, y dio para la causa de Cristo como pocos lo habían hecho jamás.
“Dios ama al dador alegre,” y ustedes saben lo que Él les pide. Prosigan su camino, comerciantes, y den con generosidad conforme Dios les da. Prosigan su camino, tenderos, y esparzan como puedan, pues Dios primero les proporciona los medios. Prosigan su camino, ustedes obreros y ustedes trabajadoras esforzadas, y den de acuerdo a su capacidad. Den, ustedes, ricos, porque son ricos, y den ustedes, pobres, porque no se van a volver más pobres, pero puede ser que sí se vuelvan más pobres si no ofrecen a Dios Su porción.
Pero, primero, ¿ya le han dado su corazón? ¿Han puesto su confianza en Jesús? Si no es así, este sermón no es para ustedes; pero si su corazón pertenece a mi Señor, y han sido lavados en Su preciosa sangre, entonces que mi texto se grabe profundamente en sus oídos, y todavía más profundamente en sus corazones: “Dios ama al dador alegre.”
Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: 2 Corintios 9; y 11: 18-33.
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