SERMON#693 – El Huerto del Alma – Charles Haddon Spurgeon

by May 3, 2022

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí:http://spurgeon.com.mx/sermon693.html

 

“Un lugar que se llama Getsemaní.” Mateo 26: 36

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Aunque sólo he seleccionado estas pocas palabras como mi texto, voy a procurar proyectar la narración entera ante el ojo de su mente. Una parte de la enseñanza de la Santa Escritura, nos informa que el hombre es un ser compuesto; su naturaleza es divisible en tres partes: “espíritu,” “alma,” y “cuerpo.” No voy a explicar el día de hoy las sutiles distinciones entre espíritu y alma, ni voy a analizar el eslabón que enlaza nuestra vida inmaterial y la conciencia, con la condición física de nuestra naturaleza y el materialismo del mundo que nos rodea. Baste decir que, siempre que se menciona nuestra organización vital, esta triple constitución está significada con certeza.

Si observan atentamente, verán que en los sufrimientos de nuestro Señor por nosotros, la pasión comprendió Su espíritu, alma y cuerpo; pues, aunque en el último extremo en la cruz sería difícil decir en qué sentido sufrió más, ya que los tres componentes fueron expuestos al límite de la violencia, hay la seguridad que hubo tres conflictos diferentes, de conformidad con este triple atributo de humanidad.

La primera parte del doloroso tormento de nuestro Señor recayó sobre Su espíritu. Esto ocurrió cuando estaba a la mesa, en aquel aposento alto donde comió la Pascua con Sus discípulos. Quienes hayan leído la narración atentamente, habrán notado estas extraordinarias palabras del capítulo trece de Juan, en su versículo veintiuno: “Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu, y declaró y dijo: De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar.” Nadie pudo ser un espectador del conflicto silencioso que tenía lugar en el corazón del Salvador cuando estaba sentado a la mesa. Penetrar en las aprensiones espirituales de un hombre, está más allá del poder de cualquier otra criatura; ¡cuánto menos posible es penetrar en los conflictos espirituales del hombre Cristo Jesús! Nadie tendría la menor posibilidad de contemplar estos velados misterios. Da la impresión que estuvo sentado allí por un tiempo, como alguien sumido en la abstracción más profunda. Peleó una recia batalla interna. Cuando Judas se levantó y salió, pudo haber significado un descanso. El Salvador anunció un himno como para celebrar Su conflicto; luego, levantándose, se dirigió al monte de los Olivos. Su discurso a Sus discípulos allí, está registrado en ese maravilloso capítulo, el capítulo quince de Juan, pletórico de santo triunfo, que comienza así: “Yo soy la vid verdadera.”

Él fue a la agonía con el mismo espíritu gozoso de un conquistador, y ¡oh, cómo oró! ¡Esa famosa oración es un estudio muy profundo para nosotros! Debería llamarse, con toda propiedad, “La Oración del Señor.” Su forma y su contenido son igualmente impresionantes. “Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti.” Da la impresión que acababa de cantar en ese preciso momento un melodioso himno de triunfo, al pensar que Su primera batalla había sido peleada, y que Su espíritu, que había estado turbado, se había sobrepuesto al conflicto, y que ya era victorioso en la primera de las tres terribles refriegas. Tan pronto como sucedió esto, sobrevino otra hora, y con ella el poder de las tinieblas, en la que no tanto el espíritu, sino el alma de nuestro bendito Señor, sostendría el impacto del encuentro. Esto ocurrió en el huerto. Ustedes saben que después que salió triunfante en este combate mortal, enfrentó al conflicto más expresamente en Su cuerpo, padeciendo en Su naturaleza física los azotes, y los escupitajos, y la crucifixión; aunque en ese tercer caso también hubo una aflicción de espíritu y asimismo una angustia de alma, que mezclaron sus corrientes tributarias. Les aconsejaríamos que mediten en cada una de ellas separadamente, de acuerdo con el tiempo y la circunstancia en las que la preeminencia de cada una de ellas es claramente advertida.

Este segundo conflicto que tenemos ahora delante de nosotros, bien merece nuestra más reverente atención. Creo que ha sido bastante malentendido. Posiblemente podamos recibir hoy unos cuantos pensamientos que esclarecerán la niebla de nuestro entendimiento, y revelarán algo del misterio a nuestros corazones. Me parece que la agonía en el huerto fue una repetición de la tentación en el desierto. Estos dos combates con el príncipe de las tinieblas cuentan con muchos puntos de exacta correspondencia. Si son ponderados cuidadosamente, podrán descubrir que hay una sorprendente y singular conexión entre la triple tentación y la triple oración. Habiendo combatido contra Satanás en el desierto, al principio, en el umbral de Su ministerio público, nuestro Señor ahora lo enfrenta al final, en el huerto, conforme se aproxima a la conclusión de Su obra mediadora sobre la tierra. Tengan presente que ahora tenemos que hablar del alma de Jesús, mientras abordo los diversos puntos consecutivamente, ofreciendo unas pocas y breves palabras sobre cada uno de ellos.

EL LUGAR DEL CONFLICTO ha aportado el tema de tantos sermones que difícilmente podrían esperar que se diga algo nuevo acerca de eso. Sin embargo, quiero motivar sus mentes a manera de recordación. Jesús fue al HUERTO para enfrentar el conflicto, porque era el lugar de meditación. Era conveniente que Su conflicto mental se llevara a cabo en el lugar donde el hombre estaría más cómodo en las pensativas cavilaciones de su mente:

“Conviene la contemplación en el huerto.”

Como Jesús se había acostumbrado a entregarse a ensueños nocturnos en medio de esos bosques de olivo, elige acertadamente el lugar sagrado para los estudios de la mente, para que fuera el escenario memorable de las contiendas de Su alma:

“En un huerto el hombre se convirtió
En heredero de muerte sin fin y dolor.”

Fue allí donde cayó el primer Adán, y era conveniente que allí

“El segundo Adán restaurara
Las ruinas del primero.”

Me parece que Él fue a ese huerto en particular, porque estaba dentro de los lindes de Jerusalén. Podría haber ido esa noche a Betania, como lo había hecho otras noches, pero, ¿por qué no fue? ¿No sabían que según la ley levítica, los israelitas debían dormir en la noche de la Pascua, dentro de los linderos de Jerusalén? Cuando asistían al templo para guardar la Pascua, no debían irse mientras no terminara la noche Pascual. Por eso nuestro Señor eligió un lugar de encuentro dentro de los límites de la ciudad, para no transgredir ni la más pequeña jota o tilde de la ley. Y, además, Él eligió ese huerto, entre otros ubicados en la región contigua a Jerusalén, porque Judas conocía el lugar. Él buscaba un lugar retirado, pero no quería un lugar que ofreciera una oportunidad para evadirse o esconderse. Cristo no se entregaría, pues eso hubiera sido semejante a un suicidio; pero tampoco se retiraría o se ocultaría, pues eso hubiera sido cobardía. Así que va a un lugar que Judas, que conoce Sus hábitos, sabe que acostumbra visitar; y allí, lejos de tener miedo de encontrar Su muerte, anhela con ansia el bautismo del que tiene que ser bautizado, y espera la crisis que había anticipado con toda claridad. “Si me buscan,” habrá dicho, “estaré donde puedan encontrarme fácilmente, y me lleven.” Cada vez que caminemos en un huerto, deberíamos recordar el huerto donde caminó el Salvador, y las aflicciones que le sobrevinieron allí. Me pregunto: ¿Seleccionó un huerto porque nos gustan esos lugares, vinculando así nuestros momentos de recreo con los más solemnes recuerdos Suyos? ¿Recordaría cuán olvidadizas somos Sus criaturas, y dejó que Su sangre cayera en la tierra de un huerto, para que las veces que cavemos y hurguemos allí, podamos elevar nuestros pensamientos a Él, que fertilizó el suelo de la tierra, y la libró de la maldición en virtud de Su propia agonía y dolores?

Nuestro siguiente pensamiento será sobre los TESTIGOS.

El sufrimiento espiritual de Cristo estaba completamente tras el velo. Como he dicho, nadie podría columbrarlo o describirlo. Pero los sufrimientos de Su alma tenían algunos testigos. No el populacho, no la multitud. Cuando vieron Su sufrimiento corporal, eso era todo lo que podían entender, por tanto fue todo lo que se les permitió ver. De la misma manera, Jesús les había mostrado a menudo la carne, por decirlo así, o las cosas palpables de Su enseñanza, cuando les decía una parábola; pero nunca les había enseñado el alma, la vida escondida de Su enseñanza, pues esta la reservaba para Sus discípulos. Y lo mismo sucedió en Su pasión. Él permitió que los griegos y los romanos se juntaran a su alrededor en son de burla, y vieran Su carne desgarrada, y rasgada, y sangrante, pero no les permitió que le acompañaran en el huerto para presenciar Su angustia o Su oración. Dentro de ese recinto no había nadie sino sólo los discípulos. Y fíjense, hermanos míos, no todos los discípulos estaban allí. Había ciento veinte discípulos, por lo menos, si no es que más, pero únicamente once le acompañaban entonces. Esos once debían atravesar ese tenebroso torrente de Cedrón con Él, y a ocho de ellos se les pidió que vigilaran la puerta, con sus rostros hacia el mundo, sentados y vigilantes; únicamente tres entraron al huerto, y esos tres vieron algo de Sus sufrimientos; le contemplaron cuando comenzó la agonía, pero aún así, a la distancia. Él se alejó de ellos a un tiro de piedra, pues debía pisar solo el lagar, y no era posible que el Sufriente sacerdotal tuviera un solo compañero en la ofrenda que estaba a punto de presentar a Su Dios. Al fin se redujo a esto, que sólo había un observador. Los tres elegidos se quedaron dormidos, pero el ojo despierto de Dios le miraba desde lo alto. Únicamente el oído del Padre estaba atento a los clamores lastimeros del Redentor.

“Se arrodilló, el Salvador se arrodilló y oró,
Cuando únicamente el ojo de Su Padre
Veía a través de la sombra del huerto solitario
Esa terrible agonía:
¡El Señor de todo arriba, y abajo,
Estaba abatido con aflicción hasta la muerte!”

Luego vino un visitante inesperado. El asombro envolvió al cielo, cuando los ángeles vieron a Cristo sudando sangre por nosotros. “Da poder a Cristo,” dijo el Padre, dirigiéndose a un espíritu con alas poderosas.

“El asombrado serafín inclinó su cabeza,
Y voló desde los encumbrados mundos.”

Vino para fortalecer, no para combatir, pues Cristo debía luchar solo; pero aplicando alguna santa bebida, alguna unción sagrada, al oprimido Campeón que estaba a punto del desmayo, nuestro grandioso Liberador recibió poder de lo alto, y se levantó para el último de Sus combates.

Oh, mis queridos amigos, ¿acaso no nos enseña todo esto que el mundo exterior no sabe absolutamente nada de los sufrimientos del alma de Cristo? Dibujan un cuadro de Él; esculpen una pieza de madera o de marfil, pero no conocen los sufrimientos de Su alma; no pueden penetrar en ellos. Es más, una buena proporción de Su propio pueblo no los conoce, pues no pueden entender esos sufrimientos por falta de una comunión espiritual. No poseemos ese agudo sentido de las cosas mentales para identificarnos con las aflicciones que experimentó; e incluso los tres favorecidos, los elegidos de los elegidos, que tienen mayores gracias espirituales y que por tanto tienen que soportar también los mayores sufrimientos, y la mayor depresión de espíritu, aun ellos no pueden atisbar la plenitud del misterio.

Únicamente Dios conoce la angustia del alma del Salvador cuando sudó grandes gotas de sangre. Los ángeles la vieron, pero no la entendieron. Se deben haber sorprendido más cuando vieron al Señor de vida y gloria, triste con suma tristeza, hasta la muerte, que cuando vieron a este mundo redondo surgir de la nada a una hermosa existencia, o cuando vieron a Jehová ataviar a los cielos con Su Espíritu, y formar con Sus manos a la aviesa serpiente.

Hermanos, no podemos esperar conocer la longitud y la anchura y la altura de estas cosas, pero conforme nuestra propia experiencia se profundice y se oscurezca, sabremos más y más de lo que Cristo sufrió en el huerto.

Habiendo hablado así del lugar y de los testigos, digamos algo en lo que respecta a LA COPA MISMA.

¿Cuál era esta copa acerca de la cual nuestro Salvador oró: “Si es posible, pase de mí esta copa”? Algunos de nosotros podríamos considerar que Cristo deseaba, de ser posible, escapar de las agonías de la muerte. Podrían conjeturar que, habiendo asumido la redención de Su pueblo, su naturaleza humana vacilaba y retrocedía ante la hora de peligro. Yo mismo lo pensé antes, pero a la luz de una consideración más madura, estoy plenamente persuadido que tal suposición proyectaría una deshonra en el Salvador. No considero que la expresión “esta copa” se refiera para nada a la muerte. Ni me imagino que el amado Salvador quisiera significar, ni por un solo instante, una partícula del deseo de escapar de los dolores necesarios para nuestra redención. Esta “copa,” me parece, está relacionada con algo completamente diferente. No se refiere al conflicto final, sino al conflicto en el que estaba involucrado en ese momento. Si estudian las palabras, y especialmente las palabras griegas, que son usadas por los diversos evangelistas, pienso que encontrarán que todas ellas tienden a sugerir y a confirmar esta perspectiva del tema.

El Espíritu del Salvador fue vejado y triunfó. Hubo a continuación un ataque perpetrado por el Espíritu del Mal sobre Su naturaleza mental, y a consecuencia de ello, esta naturaleza mental se desalentó horriblemente y se abatió. Como cuando en el pináculo del templo el Salvador sintió el temor de caer, así, cuando estaba en el huerto sintió un hundimiento del alma, un terrible desaliento, y comenzó a estar muy turbado. Entonces, la copa que deseaba que pasara de Él fue, yo creo, esa copa de desaliento, y nada más. Estoy más inclinado a interpretarla así, porque ni una sola palabra registrada por cualquiera de los cuatro evangelistas, parece reflejar el menor titubeo de parte de nuestro Salvador, en lo relativo a ofrecerse como un sacrificio expiatorio. Su testimonio es frecuente y concluyente: “Afirmó su rostro para ir a Jerusalén;” “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” “A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él.” No oímos nunca una frase de renuencia o de indecisión. No sería congruente con el carácter de nuestro bendito Señor, aun como hombre, suponer que deseaba que la copa final de Sus sufrimientos pasara de Él del todo.

Además, tenemos otro argumento que yo considero muy sólido. El apóstol nos informa que Él “fue oído a causa de su temor reverente.” Ahora, si hubiera temido morir, entonces no fue oído, pues ciertamente murió. Si hubiera temido soportar la ira de Dios, o el peso del pecado humano, y realmente hubiera deseado escapar de eso, entonces no fue oído, pues ciertamente sintió el peso del pecado, y ciertamente sufrió el peso de la ira vengativa de Su Padre. Así que me parece a mí, que lo que temía era esa terrible depresión mental que le había sobrevenido súbitamente, de tal forma que su alma estaba muy angustiada. Él le pidió a Su Padre que pasara de Él la copa; y así fue, pues no veo en todas las aflicciones posteriores del Salvador, esa singular depresión sobrecogedora que soportó cuando se encontraba en el huerto. Él sufrió mucho en el pretorio de Pilato, y sufrió mucho en el madero; pero yo diría que había una valerosa alegría que le acompañó hasta el fin, cuando por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz; sí, cuando dijo: “Tengo sed,” y, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” yo identifico un poder santo y un vigor alrededor de las palabras y los pensamientos del Sufriente, que el débil y estremecido estado de Su cuerpo no podían extinguir. El lenguaje de ese Salmo veintidós, que parece haber dado la nota clave, por así decirlo, de Su devoción en la cruz, está pleno de fe y confianza. Si el primer versículo contiene el lamento más amargo, el versículo veintiuno cambia el tono quejumbroso. “Tú me has oído (o respondido)” (1), señala el punto de transición del sufrimiento a la satisfacción sobre la que es deleitable insistir.

Ahora, tal vez algunos de ustedes piensen que si esta copa sólo significó abatimiento de espíritu y desmayo de alma, no sería entonces un momento muy significativo, o por lo menos debilita el hechizo de esas inusitadas palabras y actos que se entretejieron alrededor de Getsemaní. Permítanme pedirles que me disculpen. Personalmente sé que no hay nada sobre la tierra que el cuerpo humano pueda sufrir, que se compare con el desaliento y la postración de la mente. Tal es la melancolía y la tristeza de un alma angustiada, sí, de un alma sumamente angustiada hasta la muerte, que yo puedo imaginar que los dolores de la muerte son más ligeros. En nuestra última hora, el gozo puede iluminar el corazón, y el brillo interno del sol del cielo, puede sustentar el alma cuando todo por fuera es oscuro. Pero cuando el hierro penetra en el alma de un hombre, verdaderamente se acobarda. En la tristeza de esos espíritus exhaustos, la mente se confunde; muy bien puedo entender la expresión que está escrita: “Mas yo soy gusano, y no hombre,” acerca de alguien que es presa de tal melancolía.

¡Oh, esa copa! Cuando no hay una promesa que pueda consolarte, cuando todo en el mundo se ve oscuro, cuando tus propias misericordias te aterran, y se levantan como repugnantes espectros y portentos del mal delante de tus ojos, cuando eres como los hermanos de Benjamín que abrieron las bolsas y encontraron el dinero, pero en lugar de recibir consuelo dijeron por causa de ello: “¿Qué es esto que nos ha hecho Dios?” cuando todo se ve negro y, a través de una mórbida sensibilidad en la que han caído, distorsionan cada objeto y cada circunstancia hasta convertirlos en una caricatura funesta, déjenme decirles que para nosotros, pobres hombres pecadores, esta es una copa más horrible que cualquier copa que los inquisidores pudieran mezclar. Puedo imaginar a Anne Askew sobre el potro de tormento, arrostrándolo todo con valor, pues era una mujer valiente, enfrentando a sus acusadores y diciendo:

“Yo no soy una mujer que permita
Que mi ancla se pierda;
Para toda niebla envolvente
Mi barca está firme.”

Pero no puedo concebir que un hombre que sufra la enfermedad del alma del abatimiento del espíritu, como lo estoy mencionando, encuentre en un pensamiento o en una canción, algún paliativo para su angustia. Cuando Dios toca lo íntimo del alma de un hombre, y su espíritu cede, no puede soportarlo por largo tiempo; y esto me parece a mí que fue la copa que el Salvador tenía que beber en ese momento, de la que oraba ser liberado, y relativa a la cual fue oído.

Consideren por un momento lo que tenía ante Sí, y que deprimía Su alma. Todo, hermanos míos, todo estaba tapizado de angustia, y nublado con una oscuridad que se podía sentir. Estaba el pasado. Expresándolo como pienso que Él lo vería, Su vida había sido un fracaso. Podía decir con Isaías: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?” “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.” ¡Y cuán pobre fue ese pequeño éxito que tuvo! Estaban los doce apóstoles; ¡Él sabía que uno de ellos estaba en camino de traicionarle; ocho de ellos estaban dormidos a la entrada del huerto, y tres más dormitaban dentro del huerto! ¡Él sabía que todos le abandonarían, y uno de ellos le negaría con juramentos y maldiciones! ¿Qué había que le pudiera servir de consuelo? Cuando el espíritu de un hombre se abate, necesita un compañero que le alegre; necesita a alguien que le hable. ¿Acaso no sintió esto el Salvador? ¿Acaso no fue tres veces donde estaban Sus discípulos? Sabía que no eran sino seres humanos; pero es verdad que un hombre puede consolar a otro hombre en una situación como esa. La visión de un rostro amigable puede alegrar el propio semblante, y animar el corazón. Pero tenía que sacudirlos de su adormecimiento, y lo veían con una mirada vacía. ¿Acaso no regresó otra vez a orar, porque no había ojo que se compadeciera, y nadie que pudiera ayudar? No encontró alivio. A veces una media palabra, o incluso una sonrisa, aunque provenga únicamente de un niño, te podrá ayudar cuando estás triste y postrado. Pero Cristo no podía conseguir ni siquiera eso. Tuvo que reñirles casi con amargura. ¿Acaso no hay un tono de ironía en Su amonestación? “Dormid ya, y descansad.” No estaba enojado, pero sí lo resentía. Cuando el espíritu de un hombre está abatido, siente más profunda y agudamente que en otros momentos; y aunque la espléndida caridad de nuestro Señor expresó una excusa: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil,” sin embargo, Su corazón estaba compungido, y tenía una angustia de alma semejante a la que sintió José cuando fue vendido en Egipto por sus hermanos. Verán, entonces, que tanto el pasado como el presente eran suficientes para deprimirle a un sumo grado.

Pero estaba el futuro; y al mirarlo frente a Sí, devoto como era Su corazón, firme como era el valor de Su alma (pues me parece que sería un sacrilegio y una calumnia imputarle siquiera un pensamiento de titubeo), sin embargo, Su corazón humano se acobardó; pareció pensar: “¡Oh!, ¿cómo lo sobrellevaré?” La mente dio un respingo ante la vergüenza, y el cuerpo dio un respingo ante el dolor, y el alma y el cuerpo conjuntamente dieron un respingo ante el pensamiento de la muerte, y de una muerte tan ignominiosa:

“Él lo experimentó todo: la duda, la contienda,
El desfallecimiento, el temor desconcertante;
Las nieblas que flotan en la vida que parte,
Todo se juntó alrededor de Su cabeza:
Para que Quien dio aliento al hombre conociera
Las propias profundidades del dolor humano.”

Hermanos, ninguno de nosotros tiene una causa de depresión como la tuvo el Salvador. No tenemos que cargar con Su carga; y tenemos un ayudador que nos apoya, que Él no tuvo, pues Dios, que le abandonó, no nos abandonará nunca. Nuestra alma podrá estar abatida en nosotros, pero nunca tendremos una razón tan grande para estarlo, ni nunca podremos conocerla a tal grado como la conoció el Redentor. Me gustaría poder retratarles a ese hombre amable, sin amigos, como un ciervo acorralado por perros que le rodeaban por todos lados, y el grupo de hombres perversos que le cercaba; ¡preveía cada incidente de Su pasión, incluyendo que traspasarían Sus manos y Sus pies, la rasgadura de Sus vestiduras, y la suerte echada sobre Su manto, y anticipaba ese último sudor de sangre sin una gota de agua para refrescar Sus labios! No puedo evitar concebir que Su alma debe haber sentido en lo íntimo un temblor solemne, de tal magnitud, que le condujo a decir: “Estoy muy triste, hasta la muerte.”

Entonces, me parece que esta es la copa que nuestro Señor Jesucristo deseaba que pasara de Él, y que en efecto pasó de Él a su debido tiempo.

Avanzando un poco más, quiero que piensen en la AGONÍA.

Nos hemos acostumbrado a llamar de esta manera a esta escena en el huerto. Todos ustedes saben que es una palabra que significa “lucha”. Ahora, no puede haber lucha donde hay únicamente un individuo. En esta agonía, por tanto, debía haber dos partes. ¿No había, sin embargo, místicamente hablando, dos partes en Cristo? ¿Qué veo en este Rey de Sarón sino, por así decirlo, dos ejércitos? Había la firme resolución de hacerlo todo, y de cumplir la obra a la que se había comprometido; y había la debilidad mental y la depresión que le decían: “No puedes; nunca la cumplirás.” “En ti esperaron nuestros padres; esperaron, y tú los libraste. Clamaron a ti, y fueron librados; confiaron en ti, y no fueron avergonzados,” “Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo;” de tal forma que los dos pensamientos entraron en conflicto: el encogimiento del alma, y sin embargo, la determinación de Su voluntad invencible de seguir adelante con la tarea, y cumplirla. Él agonizaba en esa lucha entre el miedo sobrecogedor de Su mente y la noble determinación de Su espíritu. Pienso, también, que Satanás le afligía; que se le permitió a los poderes de las tinieblas usar la máxima astucia para conducir al Salvador a una desesperación absoluta.

Voy a manejar con mucha delicadeza una expresión usada para describir eso; una palabra que, en su sentido más tosco, significa, y ha sido aplicado a personas que están locas y que han perdido temporalmente la razón. El término usado concerniente al Salvador en Getsemaní puede ser interpretado únicamente por una palabra equivalente a nuestra palabra “perturbado.” Era como alguien aturdido por un peso sobrecogedor de ansiedad y terror. Pero Su naturaleza divina despertó Sus facultades espirituales y Su energía mental para manifestar Su pleno poder. Su fe resistió la tentación de incredulidad. La bondad celestial que estaba en Él, contendió tan poderosamente contra las sugerencias satánicas y las insinuaciones que fueron arrojadas en Su camino, que se convirtió en una lucha. Me gustaría que capten la idea de una lucha, como si vieran a dos hombres procurando derribar el uno al otro, luchando al punto de que sus músculos se resaltan y las venas se tensan como trallas de látigo en sus frentes. Es un temible espectáculo cuando dos hombres se aproximan uno a otro en desesperada ira. Pero el Salvador estaba luchando así con los poderes de las tinieblas, y Él luchaba a brazo partido con tanto denuedo en la refriega, que sudaba, por decirlo así, grandes gotas de sangre:

“Los poderes del infierno unidos presionaban,
Y estrujaban Su corazón, y herían Su pecho,
¡Qué terribles conflictos bramaban dentro,
Cuando sudor y sangre transpiraron por Su piel!”

Observen la forma en la que Cristo sobrellevó la agonía. Fue mediante la oración. Se volvió a Su Padre tres veces con las mismas palabras exactas. Es un indicativo de perturbación mental cuando ustedes se repiten. Tres veces, con las mismas palabras exactas se acercó a Su Dios: “Padre mío, pase de mí esta copa.” La oración es todo lo que cura la depresión de espíritu. “Cuando mi corazón desmayare, llévame a la roca que es más alta que yo.” Habrá un desconcierto total, un quebrantamiento de espíritu a menos que alces las compuertas de la súplica, y permitas que el alma fluya en secreta comunión con Dios. Si le decimos a Dios nuestras aflicciones, no manifestaremos ansiedad interna, ni nuestra paciencia se reducirá como algunas veces está pronta a hacerlo.

En conexión con la agonía y la oración hubo un sudor sangriento. Algunas personas han pensado que el pasaje sólo quiere decir que el sudor fue como gotas de sangre; pero entonces la palabra “como,” es usada en la Escritura para significar no simplemente una semejanza sino algo idéntico. Nosotros creemos que el Salvador efectivamente sudó en toda Su persona, grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Tal ocurrencia es muy rara ciertamente entre los hombres. Ha sucedido algunas cuantas veces. Libros de cirugía registran unos cuantos casos, pero yo creo que algunas personas que bajo un dolor terrible experimentan un sudor así, nunca se recuperan; mueren inevitablemente. La angustia de nuestro Salvador mostró esta peculiaridad, que aunque sudó, por decirlo así, grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, tan copiosamente que parecían una lluvia carmesí, sobrevivió. Su sangre necesariamente tenía que ser derramada por manos de otros, y Su alma se derramó hasta la muerte de otra manera.

Recordando el destino del hombre pecador, que tiene que comer su pan con el sudor de su frente, vemos el castigo del pecado impuesto de manera terrible en Él, que es la fianza de los pecadores. Cuando comamos el pan de la mesa del Señor el día de hoy, conmemoramos la gotas de sangre que sudó. Con el sudor de su rostro, y gigantescas gotas en su frente, el hombre trabaja por el pan que perece; pero el pan es sólo el sostén de la vida: cuando Cristo trabajó por la vida misma para darla a los hombres, sudó, no el sudor común de la superficie del cuerpo, sino la sangre que fluye del propio corazón.

Quisiera tener las palabras para presentarles todo esto de manera eficaz. Quisiera hacer que lo vean; quisiera hacer que lo sientan. El Amante celestial que no tenía nada que ganar excepto la redención de nuestras almas del pecado y de Satanás, y ganar nuestros corazones para Él, abandona los resplandecientes atrios de Su eterna gloria y desciende como un hombre, pobre, débil, y despreciado. Está tan deprimido ante el pensamiento de lo que falta por hacer y por sufrir, y bajo tal presión de influencia satánica, que suda gotas de sangre que caen sobre la fría tierra escarchada, en ese huerto alumbrado por la luz de la luna. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡Oh, el peso del pecado! ¡Oh, la deuda de gratitud que ustedes y yo tenemos para con Él!

“Si todo el reino de la naturaleza fuese mío,
Eso sería un regalo demasiado insignificante:
Amor tan sorprendente, tan divino,
Demanda mi alma, mi vida, mi todo.”

Debemos proseguir con la rica narración para meditar en nuestro SALVADOR VENCEDOR.

Nuestra imaginación es lenta para fijarse en esta preciosa característica de la dolorosa historia. Aunque había dicho: “Si es posible, pase de mí esta copa,” sin embargo, poco después, observamos ¡cuán tranquilo y calmado está cuando se levanta de esa escena de postrada devoción! Él advierte, como si con un tono ordinario de voz anunciara una circunstancia esperada: “Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.” No hay perturbación ahora, no hay prisa, no hay alboroto, no hay suma tristeza, hasta la muerte. Judas llega, y Jesús le dice: “Amigo, ¿a qué vienes?” Difícilmente le reconocerían como el mismo hombre que estaba tan triste hacía unos instantes. Una palabra con una emanación de Su Deidad bastó para hacer que toda la soldadesca cayera de espaldas. En seguida se vuelve y toca la oreja del siervo del sumo sacerdote, y la sana como en los días más felices cuando estaba presto a sanar las enfermedades y las heridas del pueblo que se juntaba a Su alrededor en Sus viajes. Se retira, tan calmado y sosegado, que las injustas acusaciones no podían arrancar una respuesta Suya; y aunque acosado por todas partes, es llevado como un cordero al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció, y no abrió Su boca. Fue una magnífica calma mental la que selló Sus labios, y le mantuvo pasivo delante de Sus enemigos. Ustedes y yo no podríamos haber hecho eso. Debe haber sido una profunda paz interior la que le permitió enmudecer y estar quieto en medio del ronco murmullo del concilio y el ruidoso tumulto de la muchedumbre.

Yo creo que habiendo combatido al enemigo internamente, había conseguido una espléndida victoria. Fue oído a causa de Su temor reverente, y ahora era capaz de salir a enfrentar Su último tremendo conflicto, con la plenitud de Su fuerza, en el que se enfrentó con las huestes en orden de batalla de la tierra y del infierno; y sin embargo, fue victorioso después de haberlas enfrentado a todas ellas, para ondear el estandarte del triunfo, y decir: “¡Consumado es!”

Preguntémonos, entonces, para llegar a una conclusión: ¿cuál es la LECCIÓN DE TODO ESTO?

Creo que puedo extraer veinte lecciones, pero si lo hiciera, no serían tan buenas y provechosas como esa única lección que extrae el propio Señor. ¿Cuál fue la lección que Él enseñó particularmente a Sus discípulos? Ahora, Pedro, y Santiago, y Juan, abran sus oídos; y tú, Magdalena, y tú, María, y tú, Juana, mujer del intendente de Herodes, y otras mujeres favorecidas, escuchen la inferencia que voy a sacar. No es mía; es de nuestro Dios y Señor. ¡Con cuánto cuidado debemos atesorarla! “Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad.” “Velad;” y otra vez, “Velad y orad, para que no entréis en tentación.” He estado dándole vueltas en mi mente a esto para sacar una aplicación. ¿Por qué en esta ocasión particular les exhortó a que vigilaran? Me parece que están involucrados dos tipos de vigilancia. ¿Se fijaron que habían ocho discípulos en la puerta del huerto? Ellos estaban vigilando, o debieron haber vigilado; y tres más estaban dentro del huerto; ellos estaban vigilando, o debieron haberlo estado. Pero vigilaban de manera diferente. ¿Hacia dónde estaban viendo los ocho? Me da la impresión que fueron colocados allí para que miraran hacia afuera, para que vigilaran que Cristo no fuera sorprendido por aquellos que querían atacarle. Ese podría ser el objetivo por el cual fueron colocados allí. Los otros tres fueron puestos para vigilar Sus acciones y Sus palabras; para mirar al Salvador y ver si podían ayudarle, o alentarle o animarle.

Ahora, ustedes y yo tenemos motivos para mirar a ambos lados, y el Salvador nos dice cuando contemplamos la agonía: “ustedes tendrán que sentir algo parecido, por tanto vigilen;” miren hacia afuera; estén siempre sobre la atalaya, para que el pecado no les sorprenda. Es a través de las ofensas que serán conducidos a esta agonía; es por darle la ventaja a Satanás que las aflicciones de su alma serán multiplicadas. Si su pie resbala, su corazón se convertirá en presa de la tristeza. Si descuidan la comunión con Jesús, si se enfrían o se vuelven tibios en sus afectos, si no viven de conformidad a sus privilegios, se convertirán en presa de las tinieblas, de la melancolía, del desaliento y de la desesperación. Por tanto, vigilen, para que ustedes no entren en esta grande y terrible tentación. Satanás no puede sumir en tal estado de desolación a una fe fuerte, cuando está en saludable ejercicio. Es cuando la fe de ustedes declina y su amor se vuelve negligente, y su esperanza es inanimada, que él puede conducirlos a tal estado de desconsolada congoja que no vean sus signos, ni sepan si son creyentes o no. No serán capaces de decir: “Padre mío,” pues su alma dudará si son hijos de Dios del todo. Cuando las calzadas de Sion tienen luto, los hijos y las hijas de Sion no tocan sus arpas. Por tanto, vigilen bien, ustedes que como los ocho discípulos, tienen el cargo de centinelas en el umbral del huerto.

Pero ustedes tres, vigilen internamente. Miren a Cristo. “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo.” Vigilen al Salvador y vigilen con el Salvador. Hermanos y hermanas, me gustaría hablarles esto tan enfáticamente que nunca pudieran olvidarlo. Estén familiarizados con la pasión de su Señor. Vayan directo a la cruz. No se queden satisfechos con eso, sino pongan la cruz sobre sus hombres; átense a la cruz en el espíritu del apóstol cuando dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.” No creo haber tenido durante mucho tiempo un trabajo más dulce que el que tuve hace unas cuantas semanas, cuando estaba buscando, en todos los autores de himnos y en todos los poetas que conocía, himnos sobre la pasión del Señor. Yo procuraba gozarlos conforme los seleccionaba, y meterme en la inspiración que tenían los poetas cuando los cantaban. Créanme, no hay fuente que produzca agua tan dulce como la fuente que brota del Calvario, justo al pie de la cruz. Aquí es donde hay un panorama más sorprendente y más arrebatador que en cualquier otra parte, incluyendo la cumbre de Pisga. Métanse en el costado de Cristo; es una hendidura de la roca en la que pueden esconderse hasta que la tempestad haya pasado. Vivan en Cristo; vivan cerca de Cristo; y entonces, que venga el conflicto, y ustedes vencerán de la misma manera que Él venció, y levantándose de su sudor y de su agonía, seguirán adelante para enfrentar incluso a la muerte misma con una calmada expresión en su rostro, diciendo: “Padre mío, no sea como yo quiero, sino como tú.”

“Mi Dios, yo te amo; no porque
Por ello espere el cielo,
Ni porque quienes no te aman
Deben arder eternamente.

Tú, oh mi Jesús, Tú me
Abrazaste sobre la cruz;
Por mí, aguantaste los clavos y la lanza,
Y múltiples ignominias;

Y dolores y tormentos incontables,
Y sudor de agonía;
Sí, la muerte misma, y todo por mí
Que era Tu enemigo.

Entonces, ¿por qué, oh bendito Jesucristo,
No debía amarte mucho?
No por la esperanza de ganar el cielo,
Ni de escapar del infierno;

No con la esperanza de ganar algo,
Ni buscar una recompensa;
Pero como Tú me has amado,
Oh, Señor, eterno amante.

Por eso te amo yo, y te amaré,
Y en Tu alabanza cantaré;
Porque Tú eres mi amante Dios,
Y mi eterno Rey.”

Yo espero que esta meditación sea de provecho para algunos cristianos atribulados, y también para pecadores impenitentes. Oh, que el cuadro que he estado tratando de pintar, pueda ser visto por algunos que vendrán y confiarán en este hombre maravilloso, este maravilloso Dios, que salva a todos los que confían en Él. ¡Oh, apóyense en Él! “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.” Sólo confíen en Él, y serán salvos. No digo que serán salvos otro día, sino salvos ahora mismo. El pecado que estaba sobre sus hombros cuando vinieron a esta casa, pesado como una carga, será quitado por completo. Mírenlo ahora a Él, en el huerto, en la cruz, y en el trono. Confíen en Él; confíen en Él ahora; confíen sólo en Él; confíen en Él plenamente;

“Que no se entrometa ninguna otra confianza;
Nadie sino Jesús
Puede hacer bien a los pecadores desvalidos.”

Que el Señor les bendiga, a cada uno de ustedes presentes en esta asamblea, y que en la mesa de la comunión, gocen de Su presencia. Amén.

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Mateo 26: 36-56.

Nota del traductor: Spurgeon cita aquí el Salmo 22: 21, en la versión King James, en inglés, de la Biblia, que dice: ‘for thou hast heard me.’

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