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“Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús. Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro). El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme. Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve. Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño. Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces? Respondió Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel. Respondió Jesús y le dijo: ¿Porque te dije: te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que estas verás. Y le dijo: De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre.” Juan 1: 37-51
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #570 – Los Primeros Cinco Discípulos
Si fuera cierto que “el orden es la primera ley del cielo”, pienso que debe ser igualmente cierto que la variedad es la segunda ley del cielo. La línea de la belleza no es una línea recta, sino siempre la curva. El modo de proceder de Dios no es uniforme, sino diversificado. Pueden ver esto de una hojeada, si contemplan la creación que nos rodea. Dios no hizo a todos las criaturas de una sola especie, pues creó bestias, pájaros, peces, insectos y reptiles. Ciertamente toda carne no es la misma carne, ni todos los cuerpos son del mismo orden. La misma tierra inerte está llena de variedad. No todas las alhajas relumbran con el mismo rayo. Las rocas más toscas y menos preciosas están marcadas y son veteadas, cada una de acuerdo a su propio diseño. En el mundo vegetal, cuánta variedad de plantas, arbustos, hierbas, flores y árboles encontramos a nuestro alrededor. En cualquiera de los reinos de la naturaleza, ya sea el animal, el vegetal o el mineral, pueden encontrarse tantas subdivisiones, que se necesitaría una larga preparación para clasificarlas, y una vida entera no bastaría para entenderlas a todas.
Consideren a las criaturas aladas que surcan los aires: cuánta diferencia hay entre el diminuto colibrí que pareciera ser un vivo racimo de alhajas, y el águila que con ala vigorosa se remonta al cielo y reta a los rayos. El mundo entero está lleno de prodigios y no hay dos portentos iguales. Seríamos incapaces de descubrir alguna vez que Dios se repite a Sí mismo. El grandioso Maestro pinta a menudo dos cuadros que parecieran ser iguales, pero cuando son investigados bajo un microscopio, ¡cuántas diferencias revelan al instante! Incluso aquellas estrellas que parecieran brillar con rayos de igual brillantez, descubrimos con la ayuda del telescopio que son de diferentes colores, formas y órbitas. Es más, hasta las propias nubes son agrupadas en formas variadas, y las masas de nebulosas que conforman la vía láctea son distinguibles unas de otras. Dios, en ninguna instancia que pudiéramos encontrar jamás, ha usado el mismo molde una segunda vez. Él es tan creativo en los diseños, tan abundante en la sabiduría inventora, tan prolífico en los planes, que incluso si quisiera conseguir el mismo fin, elige tomar otro camino hacia él, y ese nuevo camino es tan directo como los otros con los que ha alcanzado Su propósito anteriormente.
Ciertamente esta observación es válida en la providencia. ¡Qué extraña diversidad ha habido en los tratos de Dios con Su Iglesia! Cuando Él ha disciplinado a Su pueblo, apenas ha usado dos veces la misma vara. En una ocasión los madianitas vendrán y devorarán la tierra de Israel; otro día los filisteos con sus gigantes invadirán el país; luego vendrán los babilonios y los asirios; en seguida el poder romano hollará a Judea con su pie. Y así como las varas de Su disciplina han sido siempre diferentes a gran escala, se ha descubierto que sucede lo mismo a pequeña escala. Raramente los ha castigado Dios dos veces de la misma manera; podrían rastrear diferencias ya sea en el modo del golpe o en el instrumento con el que fueron golpeados, o en la parte de su mente que pareció ser la más afectada por sus castigos.
De igual manera, en cuanto a sus liberadores, ¡cuán gran variedad se presenta, ya que difícilmente encontrarían a dos liberadores iguales! Dios levanta a Gedeón, pero Jefté no es como Gedeón, y Sansón no es como Jefté, y David no ha de comparase con Sansón o Gedeón. Todos ellos son diferentes, y sus armas son varias también. Un hombre tiene que usar la quijada de un burro y otro debe usar una honda y una piedra; uno se contentará con una aguijada mientras que otro debe desenfundar la daga. Dios ordena diferentes métodos así como diferentes tipos de hombres; y Él libera a Su pueblo conforme a Su propia voluntad, pero siempre lo hace de manera diferente.
Es cierto que la providencia es muy diversa cuando se considera que los propios hombres que Dios utiliza para ser Sus principales instrumentos, son tan disímiles unos de otros. No sólo están las grandes diferencias de raza y de nacionalidad, y ni siquiera las diferencias de nacimiento y educación, sino que todos nosotros somos diferentes en nuestra constitución, ya que no hay dos mentes iguales.
Hay una individualidad inherente a cada uno de nosotros que impedirá que seamos confundidos con alguien más. Podríamos ser indistinguibles, vistos de manera accidental, pero una vez que somos conocidos, muy pronto se descubrirán importantes diferencias. Dios es siempre el Dios de la variedad, y será así hasta el fin del capítulo. Él hará cosas nuevas antes de enrollar el libro de la historia: hemos de ver nuevos actos del Señor; peleará Sus batallas utilizando nuevos métodos; levantará liberadores que serán diferentes de cualquiera de los anteriores, y exaltará y glorificará Su nombre con nuevos instrumentos musicales. Debemos esperarlo. Él es el Dios de la diversidad, tanto en la naturaleza como en la providencia.
Mi texto es una muy clara ilustración de que esa misma ley prevalece en la obra de la gracia. Siempre se da el mismo tipo de operación, y sin embargo, hay una diferencia en el modo de operar. Siempre está el mismo operador en la conversión del alma y, sin embargo, diferentes métodos son empleados continuamente para quebrantar el corazón y vendarlo de nuevo. Cada pecador debe ser vivificado por la misma vida, debe ser hecho obediente al mismo Evangelio, lavado en la misma sangre, vestido en la misma justicia, llenado de la misma energía divina, y eventualmente llevado al mismo cielo y, sin embargo, en la conversión de dos pecadores, los asuntos no son precisamente los mismos; desde el primer amanecer de la vida divina hasta el día cuando es consumada en el mediodía de la perfecta santificación en el cielo, encontrarán que Dios completa de una manera esta obra, y de otra manera aquella otra, y por otro método una tercera obra, pues Dios será todavía el Dios de la variedad. A la par de la firmeza de Su orden, siempre está manifestando la variedad, las múltiples facetas de Sus propios pensamientos y de Su mente.
Si, entonces, consideran esta narración –más bien larga, pero llena de instrucción, según pienso- podrán notar cuatro métodos diferentes de conversión; y éstos ocurren en la conversión de las primeras cinco personas que conformaron el núcleo del colegio de los apóstoles, los primeros cinco que vinieron a Cristo y que fueron contados entre Sus discípulos. Es muy notable que haya, entre cinco individuos, cuatro diferentes modos de conversión. Sin embargo, si examinaran a cualquier grupo de cinco personas, yo supongo que encontrarían una disparidad similar. Seleccionen a cinco cristianos indiscriminadamente y comiencen a preguntarles cómo fueron conducidos a conocer al Señor, y encontrarán métodos diferentes a los expuestos aquí; y probablemente al menos cuatro de los cinco serían distintos del resto.
- El primer caso que tenemos en el texto, ES LA CONVERSIÓN DE LOS DOS DISCÍPULOS. Uno era probablemente Juan. No podemos hablar con absoluta certeza, pero muy probablemente se trataba de Juan. Sabemos que era costumbre de este evangelista omitir su propio nombre siempre que podía hacerlo. Algunas veces habla de “el otro discípulo”, cuando en realidad se está refiriendo a sí mismo; y de vez en cuando se expresa así: “aquel discípulo a quien Jesús amaba”. Su amor nutría en él una estimación cordial de los demás y una humilde opinión de sí mismo; por tanto, aunque nunca omite registrar el tributo del encomio que otros obtenían de los labios de Cristo, con la frecuencia que puede omite su propio nombre. Se supone entonces –y yo pienso que correctamente- que se trataba de Juan.
El otro era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Los dos primeros discípulos son los frutos de la predicación. ¿No podríamos esperar encontrar que la mayor parte de nuestras conversiones sean el resultado del ministerio público? “Los dos (discípulos) que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús”.
Vamos a exponer unas cuantas palabras concernientes a este primer tema. Esperamos, amados hermanos, ver un gran número de almas llevadas a Dios por la predicación de la verdad. La predicación de la cruz podría ser y es, en verdad, para aquellos que perecen, necedad; pero para nosotros, que somos salvados, es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. Encontrarán el mayor número de conversiones allí donde abunda la predicación evangélica. Muchas de nuestras organizaciones destinadas a llevar el Evangelio a los paganos, olvidan su labor principal, y mientras fundan institutos bíblicos y traducen la Biblia y publican tratados, descuidan usar este grandioso martillo de Dios, este poderoso ariete que habrá de derribar las fortificaciones. La predicación de la cruz, el clamor de: “¡He aquí el Cordero de Dios!”, es la agencia establecida por Dios. Uno tendrá que involucrarse en otras labores, pero ésta es la agencia principal y más importante para la conversión de las almas.
Observen, en el caso que tenemos ante nosotros, al predicador. Era un hombre divinamente iluminado. Jesucristo vino al bautismo de Juan, pero al principio, el Bautista no le conocía. Después de un rato, sin embargo, cuando el Espíritu que había descendido identificó al Mesías, Juan supo entonces con certeza que era Aquél de quien Moisés había escrito en la ley y los profetas. A partir de entonces, el testimonio de Juan fue siempre claro y valeroso. Aunque concluyó su ministerio perdiendo su cabeza, nunca perdió la honestidad de su propósito ni la lucidez de su testimonio; continuó declarando fielmente que el Mesías había venido.
Hermanos, es de suma importancia en la obra del ministerio que el predicador sea un hombre iluminado por Dios. No se trata de que la educación deba ser despreciada; por el contrario, no podemos esperar que el Espíritu Santo en estos días dé a los hombres el conocimiento de las lenguas si pueden adquirirlo mediante un perseverante estudio. La regla divina es: No obrar nunca un milagro superfluo. Con las facultades y poderes que poseemos, tenemos que presentar nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Entonces, en lo que concierne a la educación del hombre, nosotros creemos que Dios nos delega eso, pues si nosotros podemos hacerlo, no hay necesidad de que se obre ningún milagro; pero aunque el hombre esté educado de manera excelente, sigue siendo, en esa condición, una masa de barro; Dios tiene que soplar en su nariz el aliento de vida espiritual como predicador, pues de lo contrario no podría prestar ningún servicio y sería más bien un peso muerto para la Iglesia de Dios. ¿Qué diremos, entonces, de esos hombres que pasan al púlpito porque la subsistencia familiar es endeble, o porque, tal vez, siendo grandísimos ineptos ya sea para el ejército o para la ley, necesariamente tienen que ser colocados allí donde su manutención puede ser obtenida con mayor facilidad, es decir, en la iglesia? ¡Cuán deplorable es este pecado en nuestros tiempos: que las manos episcopales se posen sobre los hombres, declarando que son guiados al ministerio por el Espíritu Santo, cuando ni siquiera saben si hay un Espíritu Santo en lo tocante a cualquier conocimiento práctico de Su poder en sus propios corazones! El día declina, eso espero, en el que los hombres son más diestros para la cacería del zorro que para pescar un alma y, en general, Dios está levantando en esta tierra un espíritu de decisión en cuanto a este punto: el cristiano tiene que ser un hombre que posea un conocimiento práctico, en su propia alma, sobre las verdades que pretende predicar. Es cierto que Dios podría convertir almas por medio de un mal predicador. Vamos, si el diablo predicara, no me sorprendería que se convirtieran algunas almas, si predicara la verdad. Es la verdad y no el predicador. Los cuervos, aun siendo pájaros inmundos, le llevaron a Elías su pan y su carne: y los ministros inmundos pueden llevar algunas veces a los siervos de Dios su alimento espiritual; pero pese a ello, Dios dice a los impíos: “¿Qué tienes tú que hablar de mis leyes?” El ministro tiene que ser un hombre enseñado por Dios, cuyos ojos han debido ser abiertos por el Espíritu Santo. Esto, al menos, es la regla en vigor, sin importar cuántas excepciones pudieran ser argumentadas.
Entonces, concediendo que este sea el caso, fíjense que no debemos esperar que su ministerio sea igualmente exitoso en todo momento, pues en el presente ejemplo, Juan dio, en otra ocasión, un muy claro testimonio de Cristo, pero ninguno de sus discípulos lo dejó para seguir a Cristo. La siguiente vez que predicó fue exitoso, pues dos de sus discípulos se unieron al Maestro, aunque en la primera ocasión no leemos que alguno de sus oyentes fuera conducido a declarar que estaba del lado del Señor.
Hermanos míos, Dios permite que Sus ministros lancen la red algunas veces del lado menos promisorio del barco. Podrían trabajar incluso la noche entera sin sacar nada; podrían sembrar en terreno estéril, junto al camino y entre los espinos; podrían echar su pan sobre las aguas, y, sin embargo, no hallarlo, pues la promesa habla de “muchos días”. Aun así, el ministro tiene que perseverar. Si las almas no son salvadas hoy, podrían serlo mañana. Yo me preguntaba cuando leí este pasaje, si hubo algunas personas que oyeron en vano el domingo pasado que tal vez oirán para bendición el día de hoy. Elevaba mi corazón en oración a Dios para que estas palabras: “el siguiente día otra vez”, se hagan realidad para algunas personas aquí presentes. Considerando que el otro día clamé: “¡He aquí el Cordero!”, y ustedes no le vieron ni confiaron en Él, voy a repetir el clamor: “¡He aquí el Cordero!”, otra vez el día de hoy. ¡Oh, que fueran conducidos a seguir a Jesús!”
Habiendo considerado debidamente al predicador y su éxito, quisiera que observen su tema. ¡Cuán breve es el sermón! Es una censura a nuestra prolijidad. Cuán sencillo fue, sin frases difíciles, sin embellecimientos de elocución de alto vuelo, sin proezas de oratoria; es simplemente, “¡He aquí el Cordero!” Pero observen el tema: Juan predica de Jesucristo, nada más que de Cristo; y de Cristo también, en aquella condición y aquella forma en que era más necesario pero menos apetitoso. Los judíos aceptaban a Cristo el León; buscaban al poderoso Héroe de la Tribu de Judá, que rompería sus ataduras. Jesús fue todo eso; pero Juan no lo predicó como tal; lo predicó como Cristo el Cordero, el Cordero de Dios, el sufrido, despreciado, manso y paciente sacrificio. Lo expuso a los hijos de los hombres en esta ocasión como Aquel que cargó con el pecado. Expuso muy prominentemente tanto para sus propios pensamientos como para las mentes del pueblo, el cuadro del cordero pascual y del chivo expiatorio; enfatizó esto: que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Si han de darse muchas conversiones en cualquier lugar, el predicador tiene que ser un hombre enseñado por Dios, y tiene que perseverar, aun cuando no hubiere ningún éxito; pero tiene que asegurarse de que esto sea el asunto principal de todos sus sermones, la materia prima de la cual fabrica cada sermón: “Jesús, y Jesús el Cordero; Jesús, y Jesús el que cargó con el pecado”. Tiene que clamar siempre: “Ustedes, pecadores, vean sus pecados colocados en Él; ustedes, culpables, mírenlo a Él; confíen en Él; hay vida en una mirada a Él. Él ha tomado sus pecados y ha llevado sus aflicciones; mírenlo a Él”. Si el predicador tartamudea aquí, está arruinado. Si está errado sobre la expiación, si habla en débiles tonos, como si se disculpara por una doctrina pasada de moda, no se enterarían de ninguna conversión desde Enero hasta Diciembre; pero si sostuviera esto como la primera y la más importante verdad: que Jesucristo vino al mundo para cargar el pecado por los pecadores, incluso del peor de ellos, entonces habría conversiones. Dios no sería fiel a Su promesa ni la verdad sería más lo poderosa que ha comprobado ser en los tiempos antiguos, si las almas no fueran revividas y llevadas a Dios por un ministerio como ese.
Oh, ustedes que predican el Evangelio, aférrense a esto: “¡He aquí el Cordero de Dios!” Ustedes, jóvenes que se paran en las calles, hagan que ese sea su tópico; y ustedes que ministran a la Iglesia de Dios, denles todas las doctrinas del Evangelio, pero siempre regresen a esto como la aguja se regresa a su polo: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”
En estas dos conversiones a través del ministerio público, es interesante observar el proceso. Noten cuidadosamente la narración. Un espíritu de indagación fue promovido en Andrés y su compañero, y comenzaron a seguir a Cristo, no exactamente como discípulos todavía, sino como indagadores. Si puedo decirlo así, siguieron la espalda de Cristo; no habían llegado a ver Su rostro todavía, ni se habían sentado a Sus pies, pero siguieron Su espalda como lo hacen algunos que, impresionados por la Palabra, tienen un deseo por Cristo, y tienen el propósito de entregarse a una honesta investigación de Sus exigencias para tener fe. Mientras van siguiendo detrás de Cristo, Él se vuelve y se coloca frente a ellos. ¡Oh, qué venturoso giro fue para ellos! Fue un venturoso giro para Pedro cuando el Señor se volvió y le miró; y, en este caso, mientras le iban siguiendo a Sus espaldas, por decirlo así, Él se vuelve y les ve. Yo no podría decirles cuánto amor había en Sus ojos. El amor de una madre hacia su primer hijo podría tal vez pintar el amor de Jesucristo por estos primeros discípulos. Él era Dios, Él era hombre, Él era el propio Hijo de Dios; pero nunca había sido un Maestro de discípulos hasta aquel momento. Ahora salta a un rango que no había alcanzado antes. Ahora tiene a algunos que le llamarán “Rabí”, y estarán anuentes a ser guiados por Su enseñanza. Los mira en torno Suyo. Aun así, cuando la indagación es excitada por el ministerio, y los hombres comienzan a investigar, Jesús los ve. Con un ojo de sincero afecto los considera y los apoya en su búsqueda. Jesús les hizo la pregunta: “¿Qué buscáis?”, una pregunta muy modesta. Adviértanla. Es la primera palabra del ministerio de Cristo. Es la primera palabra que describe a Cristo hablando en público: “¿Qué buscáis?” ¿Y, no era una pregunta de muy grande alcance? “¿Qué es lo que buscáis?”
Si hay algunos honestos buscadores de la salvación aquí, Él les hace la misma pregunta esta mañana: “¿Qué buscáis?” “¿Están buscando el perdón? Lo encontrarán en Mí. ¿Están buscando la paz? Yo les daré el descanso. ¿Están buscando pureza? Yo quitaré su pecado, les daré un nuevo corazón, y pondré dentro de ustedes un espíritu recto. ¿Qué están buscando? ¿Un sólido lugar de descanso en la tierra y una gloriosa esperanza para ustedes en el cielo? No importa lo que busquen, aquí está”. Qué texto sería éste para un misionero al ser consultado por primera vez por algunos de los paganos despertados, cuando debería decir: “Ustedes buscan la verdad; ahora, ¿qué es lo que quieren realmente? ¿Qué buscan? ¿Qué es? Porque sea lo que sea que persiga el corazón humano en su recto estado, todo ello puede ser encontrado en Cristo”.
Cristo halla al hombre que está en un marco mental de búsqueda, y le sugiere una mayor búsqueda, y agita su corazón; mientras el fuego del alma arde, Él pone combustible a la flama. Ellos preguntan: “Maestro, ¿dónde moras?” Y Su respuesta para ellos es: “Venid y ved”. Así es precisamente cómo se obra el proceso de la conversión en los corazones de los hombres; quieren saber más de Cristo, y Él les dice: “Venid y ved. Ustedes querrían tener paz -vengan y vean si Yo puedo dárselas- Yo les digo que si confían en Mí, la paz de ustedes será como un río, y su justicia como las olas del mar. ¡Venid y ved!” Ustedes dicen que necesitan pureza; simplemente prueben ahora el efecto de la obediencia de la fe: vean si no cambia sus corazones y no renueva su espíritu. “Venid y ved”. Oh, ustedes que están buscando y haciendo preguntas acerca de Cristo y acerca del Evangelio, y de Su persona, y de Su linaje: “Venid y ved”. La mejor manera de quedar convencidos del poder de nuestro santo Evangelio es probarlo por ustedes mismos. Si son buscadores honestos, si la gracia de Dios los ha hecho así, entonces vengan y prueben y verifiquen. “Dichoso el hombre que confía en Él”. Esta es nuestra prueba y nuestro testimonio; pero si quisieran comprobarlo por ustedes mismos, “Venid y ved”. Ellos le tomaron la palabra a Jesús; vinieron y vieron. No se nos dice qué vieron, pero se nos informa cuál fue el resultado: se quedaron con Él esa noche, y permanecieron con Él todos Sus días y se convirtieron en Sus fieles discípulos.
Oh, mi querido amigo, si sólo quisieras venir y ver a Cristo, si por medio de una humilde oración sincera tú le entregaras tu corazón, y luego confiaras en Él sin reserva para que sea tu guía, nunca lamentarías la decisión. Si Jesús resultara ser un mentiroso para ti, entonces abandónale; si Su promesa no fuera verdadera, entonces no te cuentes entre Sus discípulos; pero pruébalo.
“¡Oh, solo haz una prueba de Su amor!
La experiencia decidirá
Cuán bienaventurados son aquellos y sólo ellos,
Que confían en Su verdad”.
Vean, entonces, la manera en que la gracia de Dios obra por medio de la Palabra, cómo motiva un espíritu de indagación, cómo promueve luego una mayor investigación, cómo proporciona luego la prueba de la experiencia, y conduce posteriormente a entregar el corazón a Cristo.
- El siguiente caso es muy diferente. El tercero de los discípulos de Cristo, Simón Pedro, fue traído por UNA INSTRUMENTALIDAD PRIVADA, y no por la predicación pública de la Palabra.
Observen el versículo cuarenta y uno, “Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)”. Este caso no es sino un patrón de todos aquellos casos en los que la vida espiritual es vigorosa. Tan pronto como un hombre es encontrado por Cristo, comienza a encontrar a otros. La palabra “primero” implica que no renunció posteriormente: primero encontró a su propio hermano Simón. A cuántos encontró después, no podría decirlo, pero me veo obligado a decir que Andrés continuó siendo un pescador de hombres hasta ser levantado al tercer cielo. Encontró a muchísimos más después que hubo encontrado a Pedro.
El primer instinto de la vida nacida de nuevo es desear el bien de los demás. Yo no podría creer que tú hayas gustado de la miel del Evangelio si puedes comértela toda tú solo. La verdadera gracia pone un fin a todo monopolio espiritual. Sé que hay algunos que piensan que no hay gracia más allá de su propia capilla; ellos creen que Dios no obra nunca más allá de la paredes de su propio tabernáculo; más allá del alcance de la voz de su ministro todo es errado, heterodoxo, tal vez pretencioso, pero fatalmente engañoso. Sostienen que todos los demás están fuera de los vínculos del pacto y, a semejanza de aquellos antiguos disputadores de la tierra de Uz, dicen: “Nosotros somos el pueblo, y con nosotros morirá la sabiduría”. Ciertamente el pueblo de Dios no habla nunca de esa manera, o si lo hicieran, estarían hablando el lenguaje de Asdod y no el idioma del hijo de Israel, pues la lengua de los israelitas rebosa de amor, y su lenguaje está lleno de un ávido deseo de que otros puedan ser traídos también.
Miren a nuestro apóstol Pablo. No encontrarían nunca un mayor predestinacionismo del que se lee en el capítulo noveno de Romanos, y sin embargo, ¿qué es lo que dice? El deseo de su corazón y su oración a Dios por Israel es que sean salvos. Sentía su corazón acongojado, dice, por sus hermanos, por sus parientes según la carne. No había un hombre más ansioso de convertir almas que Pablo, aunque no había un hombre más ortodoxo en la doctrina de la elección de Dios. Él sabía que no depende del que quiere ni del que corre, pero podía decir como lo hizo Samuel: “Lejos de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros”. Vean, entonces, que el primer deseo de un cristiano es esforzarse por llevar a otros al Salvador.
– La relación tiene una exigencia muy severa en cuanto a nuestros primeros esfuerzos individuales. Andrés, hiciste bien en comenzar con Simón. Yo no sé, hermanos míos, si no hubiera algunos cristianos distribuyendo opúsculos en casas de otras personas que harían bien en regalar un opúsculo en su propio hogar; si no hubiera hombres que salen a las aldeas a predicar, que harían mejor permaneciendo en casa para enseñar a sus propios hijos, o si aun en la escuela dominical, no pudiera haber personas que vienen delante del Señor para desempeñar un deber, cuando sus manos están manchadas del rojo de la sangre que es producto del asesinato de otro deber. Mi primer oficio está en casa. Tú podrías tener un llamado para enseñar a los hijos de otras personas, eso pudiera ser, pero ciertamente tienes un llamado imperioso a enseñar a tus propios hijos. Tú pudieras ser llamado o no a cuidar a personas de un pueblo o aldea vecinos, pero ciertamente eres llamado a cuidar a tus propios siervos, a tus propios parientes y conocidos. Tu religión debe comenzar en casa.
Nos hemos enterado de algunas personas que exportan sus mejores productos –muchos comerciantes lo hacen- pero no creo que el cristiano deba imitarlos en eso. La conversación del cristiano debe tener el mejor sabor en todas partes, pero debe tener el cuidado de sacar la fruta más dulce del testimonio y de la vida espiritual, tanto en casa como en el círculo de sus propios parientes y conocidos. Andrés, hiciste bien en encontrar primero a tu hermano Simón.
Cuando fue a buscarlo podría no haber pensado en lo que se convertiría Simón. Vamos, Simón valía diez Andreses, hasta donde podemos deducir de los evangelistas. Pedro era un verdadero príncipe entre los apóstoles; y con esa lengua veloz suya, y ese valeroso, arrojado y atrevido espíritu, con esa alma confiada y resuelta, ninguno de ellos era rival para Pedro. Juan podía destacar en amor, pero Pedro era verdaderamente un líder en medio de los apóstoles, y Andrés poco podía compararse con él.
Tú mismo podrías ser muy deficiente en cuanto al talento, y sin embargo, pudieras ser el instrumento de llevar a algún gran hombre a Cristo. ¡Ah, querido amigo, muy poco conoces las posibilidades que hay en ti! Tal vez sólo le hables una palabra a un niño, y en ese niño pudiera dormir ahora un gran corazón que conmoverá a la Iglesia cristiana en años venideros. Andrés tiene sólo dos talentos, pero encuentra a Pedro.
El testimonio que Andrés da a Pedro es digno de observación. Había en él una gran modestia, y eso, me atrevo a afirmarlo, hizo que Pedro lo valorara. No dijo: “He hallado al Mesías”. Le dice: “hemos”. Quienquiera que fuera el otro discípulo, le reconoce su parte del descubrimiento. Nuestra expresión nunca pierde fuerza si pierde altivez, más bien incrementa generalmente su poder en proporción a su modestia, aunque esa modestia no debe interferir nunca con el valor. Su testimonio fue muy claro y muy positivo. No anduvo con rodeos, ni dudó, sino que fue justo esto: “Hemos hallado al Mesías”. La declaración fue clara y sin adornos, pero muy positiva. No dijo: “yo creo que hemos”, o “yo confío que hemos”, sino “hemos”, y eso era precisamente lo valioso para Simón Pedro. Pedro necesitaba un trato claro y positivo, y era un hombre que necesitaba recibirlo de la voz amigable de un hermano, pues de lo contrario poco habría servido hablarle de Cristo en absoluto.
Observen el proceso de conversión cuando fue llevado a Jesús. Jesús le describe su presente estado. Le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás”. Algunos interpretan esto: “Tú eres Simón, el hijo de una tímida paloma”. Le explica lo que era; le demuestra que le conocía; que entendía tanto su arrojo como su cobardía; tanto su aspereza como su constancia, y luego, cuando le hubo dicho lo que era, le dio un nombre nuevo que era indicativo de la naturaleza que Su gracia le daría: “Tú serás llamado Cefas, una piedra”. Ahora, ese es el plan general de conversión; es el plan en cada caso, realmente, aunque no aparentemente. La naturaleza es descubierta y la gracia es impartida. Somos enseñados a leer el antiguo nombre con tristeza, y un nuevo nombre nos es dado, y nos regocijamos en ello.
Podría haber algunas personas aquí que no hayan sido convertidas a Dios por medio del ministerio sino por las palabras de un maestro de la escuela dominical, o de una hermana o de un amigo. Agradezcan a Dios y tengan ánimo; no importa cómo sean convertidos siempre que descansen únicamente en Cristo; si no han sido escudriñadores de la Palabra, si pareciera que Cristo nunca les ha dicho: “Venid y ved”, pero si su naturaleza ha sido cambiada, y han recibido un nombre nuevo –si se diera un cambio radical en ustedes, no indagaré sobre lo demás- ustedes son hijos de Dios. Aunque tu caso difiera del otro, es una regla para con Dios que no todo será precisamente igual. Que sean llevados a la comunión de los santos es una ilustración de la unidad del propósito de Dios; que tenga que haber señales claras en su conversión está muy en armonía con la diversidad de Sus operaciones.
III. “El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme”. El cuarto discípulo es llamado sin una Palabra pública y sin una instrucción privada; es llamado directamente POR LA VOZ DE JESÚS.
Ahora, en realidad, todos los hombres son llamados de esa manera, pues la voz de Juan o la voz de Andrés son realmente la voz de Jesucristo hablando a través de su instrumentalidad; pero en algunos casos, aparentemente, no se usa ninguna instrumentalidad. Hemos conocido algunas personas que súbitamente han sentido impresiones, sin saber de dónde venían ni adónde iban. En medio de las actividades laborales el jornalero súbitamente detiene su cepillo pues un gran pensamiento penetró en su cerebro; de dónde provino, él no lo sabe. Nos hemos enterado de un hombre que, a medianoche –él no sabía por qué- le sobrevino una santa calma, y como la luna brillaba a través de la ventana, parecía que había una luz sagrada adentrándose con brillo en su alma, y entonces comenzó a reflexionar. Hemos sabido que tales cosas ocurren, casos sorprendentes, precisamente cuando los hombres han estado planeando cometer actos viciosos.
¿No sucedió así con el coronel Gardner, quien en la noche en que estaba a punto de perpetrar un crimen, fue detenido por la gracia soberana, sin ninguna instrumentalidad aparente? Nosotros no podríamos decir, hermanos, cuándo Dios va regenerar a Su elegido, pues, aunque tenemos que usar los medios, y pedir a Dios que envíe obreros a la viña, el soberano Señor de todo, prescinde con frecuencia de esos medios. La Palabra que ha sido oída en años pasados, la Escritura conocida en la niñez, pudiera ser el poder directo del Espíritu Santo, sin ningún medio aparente, que lleve al hombre de las tinieblas a la luz.
Jesucristo sólo habló una palabra, pero esa palabra bastó: “Sígueme”; y Felipe obedeció de inmediato. Yo no podría decir qué preparación de corazón debe de haber habido antes. No sabemos qué silbo apacible y delicado haya estado hablando al oído de Felipe antes de eso. Ciertamente, el único medio externo fue esta voz de Cristo: “Sígueme”.
Y podría haber, en esta casa, alguien que será convertido esta mañana. Tú no sabes por qué estás aquí, no podrías decir por qué te desviaste y entraste aquí; sin embargo, pudiera ser –Dios lo sabe- que Cristo quería que entraras aquí porque Él mismo vendrá aquí. “El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea”. ¿Acaso no hay algo de la necesidad divina que hemos advertido con frecuencia en otro lugar? “Y le era necesario pasar por Samaria”. ¿No sintió instintivamente que había un alma allí que debía encontrar y tenía que ir tras ella, y hablar la palabra de poder que somete al pecado? Tal vez esta mañana Jesús quiere venir al Tabernáculo; Jesús quiere venir aquí porque sabe que Felipe ha venido aquí también. Felipe, ¿dónde estás? Podrías haber vivido en pecado y haber despreciado a Cristo, pero si Él dijera: “Sígueme”, te ruego que oigas Su palabra y le sigas.
Seguir a Cristo es el cuadro del discipulado cristiano en todo sentido. Sigue a Cristo en tus doctrinas y cree lo que te enseña; sigue a Cristo en tu fe, confía en Él plenamente con tu alma; síguele en tus acciones, siendo Él tu ejemplo y tu guía; síguele en las ordenanzas: síguele en el bautismo y junto a esta mesa de la cena, síguele. Síguele en todo acto de valentía, en cada lugar de comunión espiritual, al monte, en la oración secreta, o a la multitud, en el ministerio público. De acuerdo a tu medida sigue las pisadas de tu Señor y Maestro. Y esto, afirmo, puede ser dirigido a uno que no tenga otra instrumentalidad usada con él, sino sólo la misteriosa voz de Cristo: “Sígueme”.
Así fue en el tercer caso. Tal vez, de los tres casos, esta experiencia sea la más excelsa. A los primeros dos se les dijo: “Venid y ved”, y llegaron a entender el valor de Cristo; pero a éste se le pide que le siga: él lleva a cabo prácticamente lo que los otros sólo vieron. La segunda conversión que tenemos ante nosotros alcanza un grado superior al primero; pero este es el caso más excelso de todos, cuando el cambio de naturaleza -como en el caso de Pedro- conduce a un cambio de acción -como en el caso de Felipe- que se levanta y sigue a Cristo.
- Espero no haberlos cansado, pues todavía tenemos el cuarto caso del quinto discípulo, que difiere de todos los demás: Natanael. ¿Qué diremos de Natanael? ¿Fue convertido por el ministerio? No pareciera. ¿Fue convertido por una INSTRUMENTALIDAD PRIVADA? Parcialmente lo fue. Felipe encuentra a Natanael, pero que Felipe encontrara a Natanael no fue tan eficaz como el encuentro de Cristo con Felipe. Cuando Cristo encontró a Felipe, Felipe creyó; pero cuando Felipe encontró a Natanael, Natanael no quería creer. Dijo: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” Felipe es parcialmente el instrumento, pero hay algo más. Jesucristo mismo muestra Su propio poder, AL DECIRLE A NATANAEL LOS SECRETOS DE SU CORAZÓN; pero aun así la conversión de Natanael a Cristo me parece a mí que SE DEBE PARCIALMENTE AL ESTADO EN QUE SE ENCONTRABA ENTONCES. Él ya era en algún sentido un hombre salvado: era un israelita devoto. Era un verdadero buscador del Mesías bajo la higuera.
Bien, entonces, había tres cosas reunidas: había una preparación de corazón que fue sin duda obrada por Dios; pero esa preparación no le llevó a Cristo, aunque lo había preparado para Cristo; lo llevó a Dios en oración, pero no le llevó todavía al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Luego vino la instrumentalidad de Felipe, y luego vino la divina palabra de Cristo, que convenció a Natanael y le llevó a poner su confianza en Cristo.
Ese es un tipo de caso mixto, e indudablemente hay muchos en la Iglesia de Dios que, si se les preguntara: “¿Cómo fuiste convertido?”, se verían medio azorados para dar una respuesta. Encontramos en nuestras reuniones de oración a una gran proporción de personas que dicen: “Bien, yo no puedo vincular mi conversión con algún sermón en particular; muchos sermones me han impresionado; ciertamente la mayoría lo hacen. No puedo decir, amigo, si fui convertido cuando era niño, aunque algunas veces pienso que lo fui, pues incluso en aquel tiempo fui el blanco de muchas impresiones, y ciertamente ofrecí oraciones”. “Sin embargo, hubo un tiempo”, -les dirán- “hubo un tiempo cuando experimenté salir más claramente a la luz; y cuando pude decir de Cristo: ‘Tú eres el Hijo de Dios; Tú eres el Rey de Israel’, pero no podría decir exactamente cuándo salió el sol”.
Ahora, yo pienso que este fue el caso de Natanael. Tal vez, enseñado y educado por padres piadosos, tenía el hábito de la oración: esa oración era medio ignorante, pero era muy sincera. Buscó la soledad de su sombreado jardín, y bajo la higuera derramó su corazón ante el Señor. Ese hombre no es salvo. ¡Sí!, pero una gran parte de la obra ya ha sido hecha. No me digan que ese hombre en su oración no tiene nada en sí que no sea la naturaleza del blasfemo. Les digo que él, igual que el blasfemo, necesita recibir una palabra eficaz de Cristo, pero aun así hay una obra preparatoria en este hombre que no hubo incluso en Felipe, o en Simón Pedro; hay un algo, no meritorio, aunque preparatorio para la recepción del Evangelio de Cristo; y cuando trabajas para la conversión de un individuo como ese –y espero que haya algunos en esta multitud- entonces no importa si se trata del ministerio o si se trata de una instrumentalidad privada. Con seguridad habrá un buen resultado, porque para comenzar, hay un buen terreno; Dios ya ha hecho los surcos y ha arado el suelo, y así, cuando la semilla es esparcida, pudiera haber una pequeña objeción al principio, pero al final echará raíces.
Entonces observen con atención, ustedes que saben cómo hablarles a los demás acerca de sus almas, y dondequiera que vean algo parecido a la devoción, aunque sea errada e ignorante, atiendan ese caso; estén especialmente esperanzados al respecto, y si pueden, traten de informar a esa persona: “Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas”. Presenten a Cristo, hablen de Jesús, lleven a esos Natanaeles a Jesús –esos que son como la tierra honesta y buena, esos hombres sin engaño ni astucia- llévenlos a Jesús.
Noten, sin embargo, que ni las oraciones de ellos ni la instrumentalidad de ustedes bastará, a menos que Cristo los reciba con una palabra que sobresalte y escudriñe el alma, y diga: “Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. ¡Ah, tú, alma que buscas, Cristo te ve! Antes que vinieras aquí esta mañana Jesús te vio. Antes que oigas la exhortación: “Mira a Cristo”, Cristo ya te miró. Si estás buscando verdaderamente en la soledad de ese aposento alto, o en aquel campo detrás del vallado, Jesús te ve. Cuando estás junto al camino y tu corazón se eleva diciendo: “Señor, sálvame, que perezco”, Jesús te ve. Uno de ustedes me ha escrito esta mañana, y dice: “Ore por mí para que sea salvo, pues quiero ser salvado”. ¡Ah, amigo mío, si quieres ser salvado, Jesús quiere salvarte, y entonces ambos están de acuerdo en ese punto! Tú, como Natanael, estás buscándole; y yo vengo esta mañana, como Felipe, y anhelo llevarte a Jesús, mi Maestro. ¡Oh, cómo oro pidiéndole que te hable!, y si así fuera, te dirá que te conocía cuando estabas muerto en el pecado, y te amó, a pesar de todo; y, por tanto, Él te trajo a esta casa para oír Su Palabra.
Fíjense que Natanael es el mejor caso de todo el conjunto; fue favorecido por encima de muchos. ¿Quién fue el primer hombre que recibió una promesa de Cristo? Fue Natanael. ¿Cuál fue esa promesa? Bien, esa promesa, me parece a mí, es la suma del Evangelio; o más bien es la promesa-símbolo del Evangelio que todo cristiano debe portar en su mano. Jesús dijo: “¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que estas verás”. Natanael fue el primer hombre que jamás recibió una promesa de los labios del Señor Jesús, cuando estaba aquí en la tierra.
Oh, Natanaeles buscadores, pienso que esta es una promesa para ustedes: “Cosas mayores que estas verás”, te verás perdonado; verás a tus oraciones que ascienden por la escalera de Jacob y a las bendiciones que bajan de Dios para descansar en tu alma.
Habría querido presentarles muchos puntos más, pero, en verdad, el capítulo rebosa de contenido para que alguien lo maneje en un tiempo tan breve; observarán, sin embargo, que les he dado sólo una hojeada superficial de él, que bastará para mostrar que el medio utilizado en la conversión y el tenor general de la conversión difieren en cada caso. Tal vez, el caso de Natanael sea el más elevado de todos; recibe a Cristo de una manera más plena que cualquiera de los otros, y goza de mayores promesas que aquellos, mas sin embargo, todos son genuinos, aunque no sean ni uno de ellos como los demás, excepto que Juan y Andrés pudieran ser puestos juntos.
Por tanto, no juzgues tu conversión por sus medios o por su forma particular, sino júzgala por su fruto. ¿Te conduce a Jesús? ¿Dependes de Él ahora? Si es así, prosigue tu camino; tus pecados, que son muchos, te son perdonados; come grosuras y bebe vino dulce, pues Dios te acepta; por tanto, regocíjate. Pero, si has tenido mil conversiones, si no estás apoyado en Cristo esta mañana, tiembla, pues tu refugio es un refugio de mentiras, y tu esperanza es una telaraña. Que Dios te libre de esa condición, y te lleve ahora a descansar en la obra terminada y en el sacrificio perfecto del Señor Jesús, y entonces, con Andrés, y Juan, y Felipe y Natanael, te reunirás delante del trono para alabar al Hijo de Dios y Rey de Israel. Que el Señor los bendiga, por Cristo nuestro Señor. Amén.
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