SERMON#519 – Creyendo con el Corazón – Charles Haddon Spurgeon

by Apr 22, 2022

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí:http://spurgeon.com.mx/sermon519.html

 

“Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.” Romanos 10: 10

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Cada una de las estrellas del cielo vuelca su rayo de luz para alentar al marinero que navega en la inmensidad líquida, pero hay líderes en medio de ese ejército rutilante -estrellas de primera magnitud- cuyas lámparas de oro están tan diestramente colgadas, y además con tan sumo cuidado despabiladas, que ofrecen al navegante extraviado señales con cuya ayuda puede timonear su barco a puerto seguro.

De la misma manera, todas las promesas de la Escritura están cargadas de consuelo. Cada una relumbra y resplandece en su ámbito con el calor y la luz del amor; pero, incluso entre ellas, hay “estrellas particularmente brillantes”; hay promesas conspicuas como Orión, brillantes como las Pléyades, indelebles como Arturo y su prole.

Hermanos, ustedes conocen esos textos salvadores de almas a los que me estoy refiriendo, que irradian consuelo y que contienen tal bendita mezcla de palabras sencillas y de consoladoras frases, que guían a multitudes de pecadores al puerto de paz en Jesucristo.

Mi texto, yo creo, pertenece a esa categoría. Por lo menos, la doctrina que enseña -la doctrina de la salvación por fe- es la propia estrella polar del Evangelio; y aquel que timonee guiándose por ella encontrará la costa celestial. No debería desagradarles en absoluto que tal verdad sea proclamada otra vez a sus oídos.

El médico que está apunto de partir al extranjero, y que sabe que allá no le será posible conseguir más provisión medicinas, lleva consigo un lote de las más valiosas medicinas de la farmacia, pero compra el mayor inventario de los remedios para las enfermedades más comunes del cuerpo; y así, hermanos míos, en nuestro ministerio estamos obligados a predicar sobre todo tipo de temas; no debemos sacar cosas viejas y viejas, sino cosas nuevas y viejas; sin embargo, a pesar de eso, el predicador debe hacer hincapié mayormente en esa doctrina que es la más necesaria, y la que más eficazmente sanará al alma enferma por el pecado.

Nosotros creemos que por cada persona convertida bajo cualquier otra doctrina, hay diez personas que son traídas a Cristo por la sencilla predicación de la salvación por fe. Aunque cada verdad de la Escritura es semejante a una malla de la gran red del Evangelio, la grandiosa verdad de la justificación por fe contiene en sí tantas mallas, que constituye la mayor parte de la red, y retiene dentro de su superficie grandes multitudes de peces.

Pido a Dios que nos ayude hoy a echar esta red sobre el costado propicio del barco. Mientras yo dejo caer la gran red barredera, tomen ustedes la parte que les corresponde en la pesca evangélica, y oren para que Dios atraiga a los peces hacia ella, y que Su nombre sea alabado en este día así en el cielo como en la tierra.

El texto se divide muy sencillamente en dos partes. Fe y confesión. Las dos partes están unidas, y, por tanto, no las separe el hombre. “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”

Comentaremos tres cosas sobre cada uno de estos tópicos. Primero, sobre la fe. Tenemos ante nosotros, ya sea en el propio texto o en su contexto, el objeto de la fe, la naturaleza de la fe, y su resultado.

I. EL OBJETO DE LA FE es claramente mencionado en el contexto.

El versículo precedente dice así: “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”; de todo esto es evidente que Jesucristo, muerto y resucitado, es el fundamento de la fe.

El objeto de la fe es probablemente el tema más importante de nuestra contemplación. Yo creo que hay muchas personas que piensan demasiado en su fe y demasiado poco en el objeto de la fe. Se preguntan durante fatigosos meses si tienen el tipo correcto de fe; pero sería mejor para ellas que miraran para ver si su fe descansa sobre el fundamento correcto; pues, después de todo, al tiempo que la fe es importante, el fundamento de esa fe es lo que tiene suprema importancia, y debemos mirar mayormente a eso.

Ahora, la fe salvadora del alma descansa, de acuerdo a miles de referencias de la Escritura, sobre Cristo: sobre Cristo en toda Su persona, Su obra y Sus oficios.

Fe, antes que nada, descansa en Cristo como encarnado. El cántico de los ángeles se convierte en el cántico del pobre espíritu abatido. Jesús, el Hijo de Dios, nació en el pesebre de Belén; Dios fue hecho carne y habitó entre nosotros. Fe cree en este gran misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne; cree que Él, -por quien los cielos fueron constituidos, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho- por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo y se encarnó en el vientre de la virgen. Fe cree todo esto y deriva consuelo de ello. Pues, Fe dice: “si Dios se hizo hombre para acercarse a nuestra naturaleza, me siento atraído por este acto de amor, me da confianza para con Dios, y me pide que me acerque al Señor con resolución, en tanto que Dios viene a mí.”

“Hasta no ver a Dios en carne humana,
Mis pensamientos no encuentran consuelo;
La santa, justa y sagrada Trinidad
Es un terror para mi mente.

Pero si aparece el rostro de Emanuel,
Mi esperanza, mi gozo, comienzan;
Su nombre veda mi miedo esclavizado,
Su gracia quita mis pecados.”

Fe, a continuación, ve a Cristo en Su vida. Ella percibe que Él es perfecto en obediencia, santificado enteramente para Su obra, y aunque es “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.” Fe se deleita en admirarlo y adorarlo en Su completa obediencia a la ley de Dios; y percibe con arrobamiento que en cada jota y tilde, Él ha cumplido, magnificado y engrandecido la ley. Fe, con santa resolución, clama: “esta justicia será mía; Cristo ha cumplido la ley por mí. Evidentemente Él no tenía ninguna necesidad de hacerlo por Él; pero estando en la condición de hombre para mi salvación, cumplió la ley con ese mismo fin y propósito.”

Fe mira esa justicia de Cristo, y, como el apóstol, aprende a decir: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe.”

Pero principalmente Fe mira a Cristo ofreciéndose a Sí mismo en el madero. Está al pie de la cruz, mirando ese misterioso, ese incomparable espectáculo: Dios hecho carne, sangrando, muriendo; el Hijo de Dios desfallecido por los tormentos, destrozado por las agonías y los indecibles dolores, haciéndose obediente hasta la muerte.

Fe lo observa con la expectación de la esperanza y la emoción de la gratitud, y ambas le provocan lágrimas que ruedan por sus mejillas. Oye el agonizante clamor a gran voz del que cargó con el pecado: “Consumado es,” y agrega un feliz Amén, “¡Consumado es!”

Mi alma cree que hay lo suficiente en esas heridas para lavar mi pecado; lo suficiente para desviar los truenos de un Dios airado; lo suficiente en esa justicia para cubrirme de la cabeza a los pies, y ganar para mí la sonrisa de la justicia infinita. Oh bendita cruz, tú eres el único pilar de nuestra consolación; Fe construye su todo sobre la principal piedra del ángulo.

Pero, amados, Fe no ha terminado con Jesús, pues donde Él va ella le sigue con diligencia. Su ojo rastrea el cuerpo del Salvador hasta la tumba de José de Arimatea. Contempla ese cuerpo, el tercer día, animado de vida, rodando la piedra y rompiendo la mortaja encerada. “Jesús vive”, dice Fe; y en tanto que Cristo fue puesto en la prisión del sepulcro como una prenda y fianza por Su pueblo, Fe sabe que no habría podido salir otra vez si Dios no hubiese estado completamente satisfecho con Su obra sustitutiva.

“Si Jesús no hubiese pagado nunca la deuda,
Nunca habría sido puesto en libertad.”

Fe por tanto percibe que si Cristo resucitó, mi alma es justificada. Dios ha aceptado a Cristo en nombre mío, y Su resurrección lo demuestra; y yo soy acepto en el Amado porque Jesucristo ha resucitado. Si tú crees en este sentido en tu corazón, que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Transportada a lo alto sobre alas de águila, Fe no tiene miedo de seguir a su Redentor hasta el trono de Su Padre; su ojo iluminado lo contempla sentado a la diestra de Dios, lo ve intercediendo, como el gran Sumo Sacerdote delante del poderoso trono del Padre; y espera hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. Fe construye sobre Su intercesión y dominio, así también como sobre Su muerte y resurrección. Él puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.

Observen, mis amados hermanos, que el cimiento completo sobre el que descansa Fe es este: Cristo vivió en la carne, Cristo murió en esa carne, Cristo resucitó de los muertos, Cristo intercede en la gloria en nombre de los pecadores. Ni siquiera el grosor de un cabello del fundamento de Fe se encuentra fuera de Cristo Jesús. Fe no construye sobre su propia experiencia; no descansa en absoluto en gracias, ni arrobamientos, ni derretimientos, ni reuniones, pleitos u oraciones; su principal piedra del ángulo es Cristo Jesús.

Fe nunca construye sobre algún conocimiento que hubiese obtenido por medio de la investigación; no construye sobre ningún mérito que se imagine haber alcanzado mediante un largo y ardiente servicio. Mira por completo más allá del yo y fuera del yo. Cristo Jesús, y sólo Cristo Jesús, es el objeto de su confianza.

Pecador, ¿qué dices tú a todo esto? Es cierto que no hay nada en ti, pero no tiene que haber nada en ti. ¿Puedes confiar en Jesús? Jesús, el Hijo de Dios, se convierte en tu hermano, hueso de tu hueso, y carne de tu carne. ¿Acaso no puedes confiar en Su amor? Jesús, el Hijo de Dios, muere en la cruz. ¿Acaso no puedes confiar en esa sangre, en esa agonía, en esa muerte? ¡Mira pecador! La sangre está brotando de Su cabeza, manos y pies. Es un Ser Divino el que sufre de esta manera; no es sino Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, el que está clavado a ese madero. ¿Acaso no puedes creer que haya suficiente mérito en agonías como estas para que ocupen el lugar de tus sufrimientos en el infierno? ¿Acaso no crees que la justicia reciba una recompensa más amplia de las heridas de Cristo de la que podría recibir jamás de todas tus heridas, aun si tú hubieses sido golpeado desde la planta de tu pie hasta la coronilla de tu cabeza, hasta llegar a ser nada sino heridas y llagas putrefactas?

Me parece que responderás: “yo creo que en el Calvario Dios recibió una mayor glorificación de Su ley que en todas las agonías de todos los condenados en el infierno, aunque sufran eternamente la infinita ira de Dios.”

Pecador, yo te pregunto, ¿no puedes creer que la perfecta justicia de Cristo sea suficiente para ti? ¿Puedes ver alguna imperfección en ella? ¿Acaso no es de lino limpio y resplandeciente? ¿Acaso hay alguna mancha? ¿Acaso no está hecha de tan precioso material -la obra divina de un divino Salvador- que nada podría equipararse?

Si tú la poseyeras, pecador, ¿no crees que podrías estar delante de Dios sin tener ni una sola mancha ni arruga? Y yo te pregunto, pecador, ¿acaso no crees que si Jesús intercediera por ti, tú serías salvo? ¿Acaso podría extender Su mano y decir: “Padre, perdona a ese pecador”, y, sin embargo, que Dios rehúse escuchar Su oración? Si tú le entregaras tu causa para que intercediera, ¿piensas que no sería un intercesor exitoso? Vamos, hombre, a pesar de toda la incredulidad que está albergada en tu corazón, yo espero que creas que si Jesús, que era el propio corazón de Dios, defendiera tu causa, no intercedería en vano.

Me parece que te oigo responder: “oh, sí, nosotros creemos en todo esto; nosotros creemos que esta es la base para la más plena confianza para los santos, pero, ¿podríamos nosotros descansar en ella? ¿Hemos de entender que si confiamos en Jesucristo, porque fue un hombre, y porque vivió, y murió, y resucitó, e intercede, somos salvos?”

Alma, esto es precisamente lo que quiero que entiendas. Aunque no tengas buenos pensamientos o sentimientos, aunque hasta aquí hayas sido el más condenable de los rebeldes en contra de Dios, aunque hasta este momento tu duro e impenitente corazón haya estado enemistado con Dios y con Cristo, sin embargo, si ahora, en este mismo día, creyeras que Cristo se encarnó, que Cristo murió, que Cristo resucitó, que Cristo está intercediendo y que puede salvarte, y tú asentaras tu alma sobre ese hecho, serías salvo.

Dios, el Padre infinitamente amante, está dispuesto a recibirte tal como eres. No pide nada de ti. Oh, hijo pródigo, tú podrías regresar en tus harapos e inmundicia, a pesar de que hayas gastado tu vida con rameras; a pesar de que los cerdos hayan sido tus compañeros, y hayas deseado ardientemente llenar tu vientre con sus algarrobas; tú podrías regresar sin recibir reconvenciones, ni siquiera una palabra de enojo, porque el Unigénito de tu Padre ha ocupado tu lugar, y en ese lugar sufrió todo lo que tus múltiples pecados merecían.

Si confías ahora en Jesús, el Señor, que te amó con amor indecible, serás recibido en este mismo día en el gozo y la paz, con los brazos de un Padre alrededor de tu cuello, aceptado y amado; estarías sin tus harapos, que te serían quitados, y vestirías el mejor vestido; tendrías el anillo en tu dedo y los zapatos en tus pies, escuchando la música y el baile, porque tu alma que se había perdido, ha sido hallada, y tu corazón que estaba muerto, ha recibido vida.

Este, entonces, es el objeto de la fe: un Salvador único, que lo hace todo, para todos los que confíen en Él.

II. En seguida, tenemos en el texto, la NATURALEZA DE LA FE. Esto es obvio. Se nos dice que “con el corazón se cree para justicia.” Esto no es introducido a modo de hacer una sutil distinción. Algunas veces los ministros hacen tantas distinciones acerca de la fe, que los verdaderos buscadores se quedan muy perplejos. Estoy siendo muy cuidadoso conmigo mismo esta mañana, para no hacer lo mismo.

He leído sermones sobre la fe natural y sobre la fe espiritual, y he sido persuadido de que lo que el predicador llamaba fe natural, era tan espiritual como la que distinguía como la fe de los elegidos de Dios. Entre menos distinciones hagamos aquí, yo creo, será mejor, puesto que Jesús lo ha expresado con amplitud: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo.” Allí donde Él hace pocas distinciones, y donde más bien dice abiertamente: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”, no deberíamos estar estableciendo y multiplicando puntos de diferencia teológicos.

Con todo, amados hermanos, el texto en efecto dice: “Con el corazón se cree.” Y esto es un poco extraño, porque nosotros atribuimos generalmente el acto de fe a la mente, al entendimiento. El entendimiento cree ciertos hechos que le parecen dignos de crédito, pero nuestro texto coloca a la fe en el corazón, y la define como una obra de los afectos más que del entendimiento. Yo entiendo que es así por esta razón: primero, para expresar sencillamente que la fe -la fe salvadora- debe ser sincera; no debemos decir simplemente: “veo que la cosa es así”, sino que debemos creerlo sinceramente.

La fe que profese un hombre no ha de ser una fe conceptual, debido a que su madre tenía la misma persuasión, o debido a que viviendo en un país cristiano sería una criatura singular si fuera reconocido como un pagano.

Nuestra fe ha de consistir en una persuasión sincera, honesta y de corazón de las verdades que profesamos creer. Si yo me dijera: “bien, no tengo duda alguna que la religión cristiana es verdadera; me atrevo a decir que lo es”; pero no sintiera y supiera en mi corazón que es verdadera, entonces mi fe no me salvaría.

Sin duda, la palabra “corazón” es puesta aquí para hacer una distinción entre la fe doctrinal y la fe que acepta a Cristo. Vamos, yo tengo el infortunio de conocer a muchas personas que han leído mucha teología; se manejan de manera excelente en todas las partes escolásticas de la teología; son ortodoxos -ay, ortodoxos hasta el tope- y luchan como leones y tigres por un simple cabello de la cabeza de un credo; y, sin embargo, no serán salvados nunca por su fe, porque su creencia es meramente una creencia de ciertas proposiciones abstractas que no afectan nunca su naturaleza, y que, para decirlo honestamente, no creen en eso después de todo. Esos dogmas que ellos aceptan como verdades no tienen relación con ellos; sus corazones no regenerados no pueden percibir el verdadero impacto de esas doctrinas en ellos, y consecuentemente las reciben como mentiras.

Si ponen una verdad fuera de su propio lugar, la vuelven ya sea maravillosamente semejante a una mentira, o, de lo contrario, realmente una mentira. Y si yo sostengo ciertas doctrinas simplemente como teniendo validez para algunas personas en particular, pero sin ninguna referencia a mí, y si las sostengo de tal manera que no tengan ningún grado de influencia en mi carácter ni toquen mi corazón, entonces las sostengo falsamente; convierto la verdad de Dios en una mentira, y mi fe no podría nunca salvar mi alma. La verdadera religión es algo más que un concepto, pues algo ha de ser conocido y sentido; y la fe es algo más que la aceptación de un sano credo: se trata de creer con el corazón.

Pero ahora espero no oscurecer el consejo con palabras sin conocimiento. Permítanme, si pudiera, explicar lo que es creer con el corazón.

Amados, ustedes saben muy bien que la primera obra de Dios el Espíritu Santo en el hombre, no es enseñarle doctrinas, sino hacerle sentir gran hambre y sed, un gran vacío interior; el hombre es hostigado por un desasosiego, un perpetuo desfallecimiento, un deseo vehemente y un gemir por algo que escasamente sabe de qué se trata.

Ahora, eso es porque su corazón ha sido puesto en movimiento por el Espíritu. Su corazón, como una aguja bajo la influencia del imán, no encuentra reposo porque no ha encontrado su polo; ha sido tocado misteriosamente, y no sabe cómo o por qué; pero sí sabe esto: tiene una intranquilidad en su interior, y anhela tembloroso una paz establecida y permanente. Es el corazón -ustedes lo saben- el que está así severamente turbado.

Ahora, cuando el Señor Jesucristo es expuesto a nuestro oído en Su carácter de un perfecto y completo Salvador, capaz en este preciso instante de perdonar todo pecado, y de darnos una perfecta justicia, y de darnos en este día una salvación que es completa, y que será completa cuando el tiempo se extinga, entonces el corazón dice: “bien, eso es precisamente lo que me ha hecho falta.”

De la misma manera que las flores que han estado cerradas durante toda la noche, tan pronto como se levanta el sol, abren sus cálices como si sintiesen: “¡vaya, eso es lo que estábamos necesitando! ¡Salve, glorioso sol!”, así, el corazón quebrantado, anhelante, ansioso y sediento, dice: “ah, eso es lo que yo necesito; Tú, oh Cristo, eres todo lo que necesito; encuentro en Ti todo y más todavía.”

Luego, ese corazón dice: “ven a mí, Jesús, ven a mí; sé mío, quiero hospedarte; si quieres venir bajo mi techo, mi pobre y humilde corazón se pondrá feliz como las puertas del cielo.” El corazón extiende sus brazos a Cristo, y Cristo viene a ese corazón; y el corazón lo estrecha muy de cerca. Eso es creer con el corazón. Es la propia convicción del corazón que Jesucristo es precisamente lo que necesitaba.

Muchos de ustedes tienen una fe verdadera en Cristo, y, sin embargo, nunca han leído ‘Las Evidencias’ de Paley o ‘Analogía’ de Butler; aunque no les perjudicaría si lo hicieran; pero nunca estudiaron esos libros, y tal vez nunca lo hagan. Difícilmente sabrían sobre qué base la Biblia es aceptada como verdadera, y por esto, infieles astutos les dan una buena sacudida cuando los cuestionan sobre ese punto.

Pero hay algo sobre lo que nunca podrás ser sacudido: tú sientes que el Evangelio debe ser verdadero, porque satisface las necesidades de tu corazón. Si alguien te dijera cuando estás sediento: “el agua no es buena,” tú le dirías: “dame más agua; tengo tal sed dentro de mí que me obliga a desearla.”

Por un irresistible proceso que es más extraño que la lógica, tú podrías demostrarte que el agua es buena porque apaga la sed. Lo mismo sucede con el pan; cuando tienes hambre, si llegaras a la mesa y un filósofo te dijera: “tú no entiendes la razón por la que el pan nutre al organismo humano; ¡no sabes absolutamente nada acerca del proceso de la digestión, ni del método de asimilación, ni cómo los huesos son nutridos por el fósforo, y por el calcio y por la sílice contenida en la harina!” Tú responderías: “no lo sé; y no estoy particularmente interesado en saberlo; pero una cosa sí sé: estoy seguro que el pan es bueno para comer si estoy hambriento, y te lo demostraré”; y coges una hogaza y comienzas a cortarla y a comer.

Lo mismo ocurre con el corazón creyente. El corazón está hambriento y por eso se alimenta de Jesús; el corazón está sediento y por eso bebe del agua viva; y así el corazón cree para justicia.

Además, hay otra explicación. ¿Acaso no es renovado el corazón del hombre, queridos amigos, cuando es llevado a percibir la dificultad de reconciliar los aparentemente discordantes atributos de Dios? ¿Acaso no recuerdas bien aquel día cuando tu corazón te dijo: “Dios es justo; y es correcto que así sea”?, y tu corazón parecía dispuesto a besar la empuñadura de la filosa espada de la Justicia. Tú dijiste: “Señor, aunque se trate de mi propia condenación, yo quiero adorarte porque Tú eres santo, santo, santo.” Tu corazón dijo: “Señor, yo sé que Tú eres misericordioso, pues Tú me lo has dicho; en las hermosas obras de Tus manos, en los abundantes cultivos cargados de amarillo grano, en este reluciente brillo del sol que madura todos los frutos, veo la prueba que Tú eres un Dios bueno y lleno de gracia. Pero, Señor, no puedo entender cómo puedes ser lleno de gracia y, sin embargo, ser justo; pues si eres justo, has jurado castigar, y si eres lleno de gracia, entonces, Tú perdonarás; ¿cómo puedes realizar ambas cosas, cómo puedes castigar y a la vez perdonar? ¿Cómo puedes castigarme y a la vez recibirme con muestras de afecto”?

Un día subiste al santuario cuando tu corazón se encontraba precisamente en ese estado: cuando estaba sumido en la incertidumbre. Tu corazón era como la ciudad de Susa: estaba perplejo; pero oíste que el predicador mostraba claramente que Cristo se convirtió en un sustituto para el hombre, y pagó -hasta la última dracma- toda esa cuantiosa deuda que el hombre tenía con Dios. Viste las heridas de Jesús, y entendiste cómo un Dios airado vio toda Su justicia satisfecha en las agonías de Su amado Hijo, y tu corazón dijo: “¡vaya!, esa es precisamente la respuesta que he estado requiriendo. Yo estaba sumido en la perplejidad, y me mortificaba a mí mismo; tenía un celo por la justicia de Dios; mi conciencia me ponía celoso de esa justicia; tenía un anhelo profundo por la misericordia de Dios, y mi corazón me hacía anhelarla profundamente. Ahora veo cómo la justicia y la paz se han dado un mutuo beso, cómo la justicia y la misericordia se han echado cada una al cuello de la otra y se han reconciliado para siempre.”

Y tu corazón dice: “este es el asunto; aquí está la llave maestra que abre todas las cerraduras de las puertas de la duda; aquí está el dedo divino que corre los pasadores.” Oh, el gozo y la dicha con que tu corazón se asió al Redentor crucificado, diciendo: “es suficiente; estoy satisfecho, estoy contento, mi perplejidad ha llegado a su fin.” Así que ustedes pueden ver que no es difícil entender cómo la fe puede ser una fe del corazón.

Pero quiero que adicionalmente noten que creer con el corazón implica un amor al plan de salvación. Voy a suponer que uno de ustedes el día de hoy, turbado por pensamientos de pecado, regresa a casa, y entra en su aposento y se sienta y reflexiona sobre el grandioso plan de salvación. Ve a Dios escogiendo a Su pueblo desde antes de la fundación del mundo, y escogiéndolo aun a sabiendas que estarían perdidos en la caída de Adán. Ven al Hijo conviniendo en una relación de pacto a favor de ellos, y comprometiéndose a ser su fianza para redimirlos de la ira. Ve a Jesús en la plenitud del tiempo presentándose como esa fianza, y cumpliendo todos Sus compromisos. Ve al Espíritu de Dios obrando para enseñar al hombre su necesidad, e influenciándolo para que acepte el plan de salvación. Ve al pecador lavado y limpiado; observa a ese pecador guardado, y preservado, y santificado, y perfeccionado, y al fin, llevado a casa a la gloria. Mientras reflexiona sobre esta obra del Señor, se dice a sí mismo: “bien, no sé si tenga algún interés en ello; pero, ¡cuán bendito es ese plan! ¡Cuán sublime! ¡Cuán condescendiente! ¡Cuán admirablemente apropiado para las necesidades del hombre! ¡Y cuán excelentemente adaptado para mostrar y glorificar cada atributo de Dios!” Mientras piensa en ello, brota una lágrima de su ojo, y algo le susurra: “vamos, un plan como ese ha de ser verdad.” Entonces, esta dulce promesa recorre fulgurante su mente: “El que creyere en él, no será avergonzado”; y su corazón dice: “entonces, creeré en Él; ese plan es digno de ser creído por mí; ese sistema, tan magnificente en su liberalidad, es digno de mi aceptación amorosa.” Cae de rodillas, y dice: “Señor, he visto la hermosura de Tu grandiosa obra de gracia, y mi alma se ha enamorado de ella. No tengo ninguna desavenencia con ella; me someto a ella; permíteme participar de ella. Jesús, permite que la virtud de Tu preciosa sangre fluya sobre mí; concédeme que el poder del agua que limpia, que fluyó con la sangre, venga y mate el poder del pecado en mi interior. ‘Señor, creo; ayuda mi incredulidad.'”

Eso es creer con el corazón; es creer porque el corazón es inducido a ver que esto tiene que ser verdad; y, por tanto, por un proceso de lógica que es más sutil y más poderosa en su mágica influencia que la lógica del cerebro, el alma, la mente entera, y todos los poderes del hombre son forzados, benditamente forzados, a rendirle obediencia.

Lo que es cierto de nosotros, queridos amigos, cuando comenzamos nuestra carrera espiritual, es cierto a lo largo de toda nuestra vida. La fe que salva al alma es siempre la fe del corazón, tanto en el cristiano desarrollado como en el bebé recién nacido. Permítanme apelar a algunos de ustedes que han estado por años en Cristo. Mis queridos hermanos, ¿cuál es hoy su testimonio en cuanto a la verdad que es en Jesús? ¿Cree su corazón en ella?

Me parece ver a un hombre de cabellos grises que se levanta y apoyándose en su báculo, dice: “en mis días de juventud entregué mi corazón a Cristo, y tuve una paz y un gozo tales como no había conocido nunca, aunque había probado las pompas y vanidades, los placeres y las seducciones del pecado. Mi corazón puede dar testimonio de la paz y de la felicidad que he encontrado en los caminos de la religión. Desde entonces, esta frente se ha visto surcada por muchas preocupaciones, y como pueden ver, esta cabeza se ha visto emblanquecida por muchas nieves invernales, pero el Señor ha sido el sostén y la confianza de mi corazón. He descansado en Cristo, y nunca me ha fallado. Cuando me ha sobrevenido algún problema, nunca he sido doblegado por él, sino más bien he sido capaz de enfrentarme a él. He experimentado pérdidas sensibles”; y señala las muchas tumbas que ha dejado atrás suyo en el desierto; “pero he sido ayudado a enterrar a esposa e hijos, y la fe me ha capacitado para decir con un corazón rebosante: ‘Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito.’ He tenido muchos conflictos, pero siempre he vencido por medio de la sangre del Cordero. He sido calumniado, como han de serlo todos los hombres, pero he cargado tanto esa como todas mis otras cruces sobre mi hombro, y la he sentido ligera cuando la he llevado por fe. Puedo decir que esa es la serenidad beatífica y la calma que la religión de Jesús da a mi corazón en todos los tiempos y en todas las estaciones, que la creo, no como un asunto mental, sino como un asunto del corazón. Mi corazón está convencido por experiencia que esta no puede ser sino la religión de Dios, al ver que obra tales maravillas en mí.”

Recuerden, mis muy queridos hermanos, que esta es la forma correcta de creer en Jesús, porque esta es la manera en que pueden creer en Él a la hora de su muerte. Seguro han oído acerca de aquel renombrado obispo que fue un verdadero siervo de nuestro Dios y Señor. En su lecho de muerte, su memoria vacilaba. Había envejecido y lo había olvidado todo. Sus amigos le preguntaron: “¿no nos reconoces?” Hizo un gesto negativo con su cabeza. Juntos se habían comunicado dulcemente los secretos y andaban en amistad en la casa de Dios, pero los había olvidado a todos. A continuación, los hijos rodean al anciano padre y le ruegan que los recuerde. Pero él menea su cabeza, pues los ha olvidado a todos. Por último, llegó su esposa, y pensó, ¿sería posible que yo fuera olvidada también? Sí, él la había olvidado, y meneó su cabeza nuevamente. Finalmente, alguien le preguntó al oído: “¿conoces al Señor Jesucristo?” La respuesta fue instantánea. Ese hermoso nombre le había regresado la conciencia desde el íntimo retiro en que se encontraba hasta el templo exterior de la mente. “¿Conocerle?”, -respondió- “sí, Él es toda mi salvación y todo mi deseo.”

Pueden ver que era el corazón el que conocía a Jesús; y aunque el corazón pudiera reconocer a la esposa y al hijo, no podría conocer nunca al objeto más amado de la tierra como conoce a Cristo. Las letras de los nombres terrenales pueden ser más largos que el nombre de Cristo, pero el nombre de Cristo está grabado más profundamente. Todos los demás nombres podrían estar grabados profundamente a través de las muchas capas de la piel del alma, si me permiten usar una metáfora así de extraña, pero el nombre de Cristo está grabado en el centro, exactamente en el centro del alma. El hombre que cree con su corazón tiene a Cristo en él, no superficialmente en él, sino a Cristo en él, la esperanza de gloria.

Mis queridos lectores, -ustedes que no han creído en Jesús- he procurado no confundirlos con refinamientos, sino que he tratado de hablar en un estilo sencillo. Yo pienso en verdad que es algo muy bendito que el texto diga: “Con el corazón se cree”; porque algunos de ustedes podrían decir: “no tengo suficiente cabeza para ser un cristiano.” Aunque no tuvieran del todo cabeza, si tuviesen un corazón amante, podrían creer en Jesús. Ustedes podrían decirse: “vamos, nunca he tenido grandiosos componentes naturales.” No se requiere de grandiosos componentes naturales. Podrían decirse: “nunca recibí educación alguna”, -y a propósito, me encanta ver aquí a los obreros uniformados; pido a Dios que vengan más- “no he recibido educación alguna; fui a una escuela pública, y me enseñaron muchas cosas; pero no recuerdo nada.”

Bien, supón que no recuerdas nada; pero tienes un corazón, y algunos de ustedes poseen corazones más grandes que muchas otras personas que han hinchado sus cerebros pero que han dejado que sus corazones se encojan; puedes creer con tu corazón. Tu corazón puede ver que Cristo es un Cristo tal como lo necesitas; puedes ver que el perdón y la misericordia son justamente lo que requieres; y tu corazón puede decir, y que Dios el Espíritu Santo lo induzca a decir: “yo acepto a Cristo; yo confío en Cristo; yo tomo a Cristo para que sea mi todo en todo.” Esta preciosa palabra: “Con el corazón se cree,” abre de par en par las puertas del cielo para aquellos que son prácticamente incapaces, que parecen estar al borde de la idiotez, si es que hubiese aquí ese tipo de personas. Incluso aquellos individuos que se consideran como los mayores necios que hubieren vivido jamás, incluso ese tipo de necios puede creer. “El que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará.”

III. Ahora debo concluir, con la intención de tomar la segunda mitad del texto el próximo domingo por la mañana, si Dios nos da vida. Tomo primero lo más necesario. Pueden ir al cielo sin confesar: no pueden ir al cielo sin creer. Así que tenemos la fe primero y lo otro puede venir después. Debo concluir advirtiendo EL RESULTADO de la fe. “Con el corazón se cree PARA JUSTICIA.” El texto significa que el hombre que cree en Cristo es justo; es justo de inmediato, al instante; es justo en germen.

Cuando Dios hace las cuentas, tiene dos libros. Uno es el libro negro en el que escribe el nombre de los impíos, de aquellos que no tienen justicia. Puedes revisar ese libro enteramente, y aunque el hombre hubiere sido un ladrón, un proxeneta, y adúltero; aunque hubiere sido el mayor de los pecadores que jamás hubiere manchado a la sociedad y contaminado el aire de Dios, puedes revisar ese libro por completo, pero si ese hombre ha sido llevado a creer con su corazón, su nombre no está allí entre los que no tienen justicia; no podrías encontrarlo allí, no se encuentra en ese libro.

Tendrías que tomar el otro libro. Revisa en el Libro de la Vida, y allí está el nombre de Noé, de Daniel y de Ezequiel, de Juan el Bautista, y así sucesivamente. Tú me preguntas: “¿acaso esperarías encontrar el nombre de ese hombre allí?” Sí, lo espero. Si ese hombre creyó en Jesucristo con su corazón, entonces ha creído para justicia, y su nombre está allí en medio de los hombres justos; pues él es justo antes que nada en germen. Dios ha puesto en él una inextinguible chispa de justicia; Él ha colocado en el corazón de ese hombre una fuerza vitalizadora que no puede morir nunca por ninguna posibilidad, que lo ha hecho ya justo en parte, y que continuará hasta haberlo santificado, espíritu, alma y cuerpo, y haberlo hecho completamente justo, en el sentido real del término justo, justo en el sentido de santidad por medio de la santificación del Espíritu.

Pero hay otro sentido. En el momento en que el hombre cree en Jesucristo, está en la justicia de Cristo: perfectamente justo; se ha vestido con las vestiduras del Salvador. Ustedes oyeron al señor Weaver decir en esta plataforma -y pensé que era una buena ilustración- que un día se encontró con un hombre muy pobre que vestía harapos. Siendo este un hombre cristiano, quiso ampararlo; le dijo que si lo acompañaba a casa le daría alguna ropa. “Así que” -dijo Richard- “me quité el traje que seguía en calidad al mejor que tenía y me puse el mejor traje dominguero, pues no quería darle mi mejor traje. Le pedí al hombre que subiera y le dije que encontraría un traje que se podía poner; era mi segundo mejor traje. Así que después que se hubo puesto el traje, dejando atrás sus harapos, bajó y me preguntó: ‘bien, señor Weaver, ¿qué opina de mí?’ ‘Pues’ -le respondí- ‘pienso que te ves muy respetable’. ‘Oh, sí, señor Weaver, pero ese no soy yo; yo no soy respetable; son sus vestidos los que son respetables.’ Y así” -agregó el señor Weaver- “así sucede con el Señor Jesucristo; se encuentra con nosotros cuando estamos cubiertos con los harapos y la inmundicia del pecado, y nos dice que subamos y nos pongamos, no Su segundo mejor traje, sino el mejor traje de Su perfecta justicia; y cuando bajamos con ese traje puesto, le preguntamos: ‘Señor, ¿qué opinas de mí?’ y Él responde: ‘Toda tú eres hermosa, amiga mía, en ti no hay mancha.’ Nosotros decimos: ‘no, no se trata de mí, es Tu justicia; yo soy de desear porque Tú eres de desear; yo soy hermosa porque Tú eres hermoso.'”

Así podemos concluir diciendo conjuntamente con Watts:

“¡Extrañamente, alma mía, estás vestida
Por la grandiosa y sagrada Trinidad!
En la más dulce armonía de alabanza
Todos tus poderes se han de conjuntar.”

Todo esto es por creer; nada más por creer. Después de creer vendrá la confesión y vendrá el hacer; pero la salvación, la justicia, descansan en la fe, y nada más.

“Pecador, no hagas absolutamente nada,
Ni grande ni pequeño;
Jesús lo hizo todo,
Desde hace mucho, mucho tiempo.”

Ven a Él tal como eres. Tómalo como tu completa justicia, y habrás creído con tu corazón para justicia.

Que Dios añada Su propia bendición, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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