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“Mientas él aún hablaba, se presentó una turba; y el que se llamaba Judas, uno de los doce, iba al frente de ellos; y se acercó hasta Jesús para besarle. Entonces Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? Lucas 22: 47-48
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Cuando Satanás fue derrotado por completo en su conflicto con Cristo en el huerto, el hombre-diablo Judas entró en escena. Como el parto que en su huída daba inesperadamente la vuelta para disparar la flecha fatal (1), así el archienemigo apuntó otro dardo contra el Redentor, empleando al traidor en el cual había entrado. Judas se convirtió en el lugarteniente del demonio, y fue una herramienta confiable y útil. El Maligno había tomado plena posesión del corazón del apóstata, y, como los cerdos poseídos de los demonios, se precipitó violentamente al abismo de la destrucción. Hábilmente, la malicia infernal seleccionó al amigo de confianza del Salvador, para que fuera Su pérfido traidor, pues de esta manera daba una puñalada en el propio centro del quebrantado y sangrante corazón del Salvador.
Pero amados, como en todo, Dios es más sabio que Satanás, y el Señor de bondad fue más listo que el Príncipe del Mal, de tal manera que, en esta cobarde traición en contra de Cristo, la profecía fue cumplida, y Cristo fue declarado el Mesías prometido, de forma certera. ¿Acaso no fue José un tipo de Jesús? He aquí, como ese envidiado jovencito, Jesús fue vendido por Sus propios hermanos. ¿No tenía que ser otro Sansón, por medio de cuya fuerza las puertas del infierno debían ser arrancadas con todo y pilares? He aquí, como Sansón, Él es atado por Sus conciudadanos y es entregado al adversario. ¿Acaso no saben que Él era el cumplimiento del tipo de David? Y, ¿no fue David traicionado por Ahitofel, su propio amigo íntimo y consejero? Es más, hermanos, ¿no reciben las palabra del Salmista un cumplimiento literal en la traición de nuestro Señor? ¿Qué profecía puede ser más exactamente verdadera que el lenguaje de los Salmos cuarenta y uno y cincuenta y cinco? En el primero leemos: “Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar.” Y en el Salmo cincuenta y cinco, el Salmista es todavía más claro: “Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios. Extendió el inicuo sus manos contra los que estaban en paz con él; violó su pacto. Los dichos de su boca son más blandos que mantequilla, pero guerra hay en su corazón; suaviza sus palabras más que el aceite, mas ellas son espadas desnudas.” Incluso un oscuro pasaje de uno de los profetas menores, debía tener un cumplimiento literal, y por treinta piezas de plata, el precio de un esclavo despreciable, debía ser traicionado el Salvador, por su amigo íntimo.
¡Ah!, tú, diablo maligno, tú descubrirás al fin que tu sabiduría no es sino insensatez magnificada; en cuanto a las maquinaciones y planes de tu engaño, el Señor los escarnecerá; después de todo, tú no eres sino el esclavo de Aquel que aborreces; en todo el pérfido trabajo que desempeñas tan ávidamente, no eres más que un ayudante de cocinero en la cocina real del Rey de reyes.
Sin abundar más en el prefacio, avancemos al tema de la traición en contra de nuestro Señor. Primero, concentren sus pensamientos en Jesús, el traicionado; y después que hayan reflexionado al respecto, contemplen con solemnidad el rostro villano de Judas, el traidor; él podría servirnos de faro para advertirnos en contra del pecado que genera apostasía.
I. DETENGÁMONOS POR UNOS MOMENTOS, Y VEAMOS A NUESTRO SEÑOR, INGRATA Y COBARDEMENTE TRAICIONADO.
Fue decretado que Él debía morir, pero ¿cómo caería en las manos de Sus adversarios? ¿Le capturarían por medio de un conflicto? No debía ser así, para que no pareciera como una víctima renuente. ¿Debía huir delante de Sus enemigos hasta que no pudiera esconderse más? No es conveniente que un sacrificio sea perseguido hasta la muerte. ¿Debía ofrecerse Él mismo al enemigo? Eso excusaría a Sus asesinos, o lo convertiría en un cómplice de su crimen. ¿Sería tomado casualmente o desprevenido? Eso quitaría de Su copa la amargura necesaria que la colmaba de ajenjo mezclado con hiel. No. Él debía ser traicionado por Su amigo, para que soportara las abismales profundidades del sufrimiento, y para que en cada circunstancia aislada brotara un pozo de aflicción.
Una razón para que se estipulara la traición, radicaba en hecho de que estaba ordenado que el pecado del hombre debía alcanzar su punto culminante en Su muerte. Dios, el grandioso dueño de la viña, había enviado muchos siervos, y los labradores habían apedreado a uno y echado fuera a otro; finalmente Él dijo: “Enviaré a mi hijo amado; tendrán respeto a mi hijo.” Cuando mataron al heredero para apoderarse de la heredad, su rebelión llegó al colmo. El asesinato de nuestro bendito Señor fue el ápice de la culpa humana; abundó el mortal odio contra Dios que acecha en el corazón humano. Cuando el hombre se convirtió en un deicida, el pecado alcanzó su plenitud; y en el negro acto del hombre que traicionó al Señor, esa plenitud fue expuesta en su totalidad. Si no hubiera sido por un Judas, no habríamos conocido cuán negra, cuán inmunda puede llegar a ser la naturaleza humana. Yo desprecio a los hombres que tratan de disculpar la traición de este demonio en forma humana, este hijo de la perdición, este apóstata detestable. Yo me consideraría un villano si tratara de defenderlo, y me estremezco por causa de los hombres que se atreven a atenuar su crimen.
Hermanos míos, debemos detestar profundamente a este maestro de la infamia; él se ha ido a su propio lugar, y el anatema de David, parte del cual fue citado por Pedro, le ha sobrevenido, “Cuando fuere juzgado, salga culpable; y su oración sea para pecado. Sean sus días pocos; tome otro su oficio.” Ciertamente, de la manera que se le permitió al demonio que atormentara inusualmente cuerpos de hombres, así le fue permitido que poseyera a Judas como raras veces ha poseído a cualquier otro hombre, para que nosotros viéramos cuán inmundo, cuán desesperadamente perverso, es el corazón humano.
Sin embargo y sin duda, la principal razón fue que Cristo ofreciera una expiación perfecta por el pecado. Usualmente podemos leer el pecado en el castigo. El hombre traicionó a su Dios. El hombre tenía la custodia del huerto real, y debía conservar sus verdes avenidas sagradas para comunión con su Dios, pero él traicionó la confianza. El centinela era falso: admitió al mal en su propio corazón, y, por consiguiente, también lo admitió en el paraíso de Dios. Fue falso al buen nombre del Creador, tolerando la insinuación que debió haber repelido con desprecio. Por tanto, Jesús debía descubrir que el hombre le traicionaba. Debía darse la contrapartida del pecado en el sufrimiento que Él soportó. Ustedes y yo a menudo hemos traicionado a Cristo. Cuando hemos sido tentados, hemos elegido el mal y hemos desechado el bien; hemos aceptado los sobornos del infierno, y no hemos seguido de cerca a Jesús. Era necesario, entonces, que también se le recordara la ingratitud y traición del pecado, a través de las cosas que sufrió, a Quien cargó con el castigo del pecado.
Además, hermanos, esa copa debía ser amarga en sumo grado para que fuera equivalente a la ira de Dios. No podía haber nada consolador en ella; se tenía que verter allí todo lo que la sabiduría Divina podía idear de dolor terrible e inaudito, y entonces, este punto: “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar,” era absolutamente necesario para intensificar la amargura.
Además, estamos persuadidos que al sufrir así a manos de un traidor, el Señor se volvió un Sumo Sacerdote fiel, capaz de identificarse con nosotros cuando caemos en una aflicción semejante. Puesto que la calumnia y la ingratitud son calamidades comunes, podemos venir a Jesús con plena seguridad de fe. Él conoce estas penosas tentaciones, pues Él las ha experimentado en su peor grado. Podemos echar toda nuestra ansiedad y todo nuestro dolor sobre Él, pues Él nos cuida, habiendo sufrido con nosotros. Así entonces, en la traición experimentada por nuestro Señor, la Escritura fue cumplida, el pecado fue llevado a sus límites, la expiación fue completada, y el grandioso Sumo Sacerdote que lo sufrió todo, es hecho capaz de identificarse con nosotros en cada punto.
Ahora veamos a la traición misma. Perciban cuán negra fue. Judas fue el siervo de Cristo, y quiero llamarlo Su siervo confidencial. Él era partícipe del ministerio apostólico y del honor de dones milagrosos. Él había sido tratado de la manera más amable e indulgente. Él participaba de todos los bienes de su Señor. De hecho le iba mejor que a su Señor, pues al Varón de dolores siempre le tocó la peor parte de todas las aflicciones de la pobreza y la deshonra de la calumnia. Judas tenía alimento y vestido que recibía del fondo común, y parece que el Señor era indulgente con él de una manera especial. La antigua tradición sostiene que después del apóstol Pedro, Judas era con quien se asociaba más comúnmente el Salvador. Pensamos que podría haber un error en eso, pues ciertamente Juan era el mejor amigo del Salvador; pero Judas, como siervo, había sido tratado con suma confianza. Ustedes saben, hermanos, cuán doloroso es ese golpe que proviene de un siervo en quien hemos depositado una confianza ilimitada.
Pero Judas era más que esto: era un amigo, un amigo que gozaba de toda la confianza. Esa pequeña bolsa en la que mujeres generosas echaban sus pequeñas contribuciones, había sido encomendada a sus manos, y muy sabiamente, pues Judas tenía una vena financiera. Su principal virtud era la economía, una cualidad muy necesaria en un tesorero. Él era, hasta donde los hombres podían juzgar, el hombre apropiado en el lugar correcto para ejercer una prudente previsión para el pequeño grupo, y para vigilar cuidadosamente los gastos. Habían confiado plenamente en Él. No encuentro que se haya practicado una auditoría anual de sus cuentas. No descubro que el Señor lo haya reprendido en cuanto al uso de los fondos para los gastos personales del Rey. Todo le era entregado, y él distribuía a los pobres, bajo la dirección del Señor, pero no se le pedían cuentas. Judas fue ciertamente muy vil, pues fue elegido para esa posición, fue instalado como el responsable del manejo de los fondos para uso del Rey de reyes, fue el Ministro de Hacienda de Dios, pero luego se desvió y vendió al Salvador. Se trata de la máxima traición. Recuerden que el mundo veía en Judas un colega y un compañero del Señor.
En gran medida el nombre de Judas estaba asociado con el nombre del Señor. Cuando Pedro, Santiago o Juan hacían algo mal, lenguas llenas de reproche inculpaban de todo ello al Señor. Los doce estaban íntimamente vinculados a Jesús de Nazaret. Un viejo comentarista dice de Judas: “Él era el alter ego de Cristo.” (2) La gente en general, siempre identificaba a cada apóstol con el líder del grupo. Y, ¡oh!, cuando se han establecido tales asociaciones, y luego hay traición, es como si nuestro brazo cometiera una traición en contra de nuestra cabeza, o como si nuestro pie abandonara al cuerpo. ¡Esto en verdad era una puñalada!
Tal vez, queridos hermanos, nuestro Señor vio en la persona de Judas un hombre representativo, el retrato de los muchos miles de hombres que en épocas posteriores imitarían su crimen. ¿Vio Jesús en Iscariote a todos los Judas que traicionarían la verdad, la virtud y la cruz? ¿Percibió las multitudes de quienes se puede decir que, espiritualmente, aún estaban en los lomos de Judas? Himeneo, Alejandro, Hermógenes, Fileto, Demas y otros de esa tribu, todos estaban delante de Él cuando vio al hombre, Su igual, Su amigo, intercambiándolo por treinta piezas de plata.
Queridos amigos, la posición de Judas debe haber tendido grandemente a agravar su traición. Incluso los paganos nos han enseñado que la ingratitud es el peor de los vicios. Cuando César fue apuñalado por su amigo Bruto, el poeta del mundo escribe:
Pues cuando el noble César vio que le apuñalaba,
La ingratitud, más fuerte que los brazos del traidor,
Fue la que le venció; entonces estalló su potente corazón;
Y envolviendo en su manto su rostro,
A los pies de la estatua de Pompeyo, el grandioso César cayó.
Podríamos citar muchas historias antiguas, tanto griegas como romanas, para demostrar el aborrecimiento que sentían los paganos hacia la ingratitud y la traición. También, algunos de sus propios poetas, tales como Sófocles, por ejemplo, han derramado ardientes palabras contra los falsos amigos; pero no tenemos tiempo para demostrar lo que todos ustedes admiten, que nada puede ser más cruel, nada más angustiante, que ser vendido a la destrucción por el amigo íntimo. Entre más se acerque el enemigo en el combate, más profunda será la herida que ocasione; si lo admitimos en nuestro corazón, y le concedemos nuestra más cercana intimidad, entonces podrá herirnos en la parte más vital.
Advirtamos, queridos amigos, mientras miramos al quebrantado corazón de nuestro Salvador agonizante, la manera cómo enfrentó esta aflicción. Había estado sumido en mucha oración; la oración había vencido Su terrible agitación; estaba muy calmado; y nosotros debemos tener mucha calma cuando somos abandonados por un amigo. Observen Su mansedumbre. La primera palabra que dirigió a Judas, cuando el traidor hubo profanado con un beso Su mejilla, fue esta: “¡AMIGO!” ¡¡AMIGO!! ¡Adviertan eso! No fue: “tú, sinvergüenza detestable,” sino, “Amigo, ¿a qué vienes? No fue: “miserable, cómo te atreves a manchar mi mejilla con tus labios mentirosos e inmundos?” No, sino que fue: “Amigo, ¿a qué vienes?” ¡Ah!, si hubiese quedado algo bueno en Judas, esto lo habría reavivado. Si no hubiese sido un traidor redomado, incorregible, acérrimo, su avaricia habría perdido su poder en ese instante, y habría clamado: “¡mi Señor, vine para traicionarte, pero esa generosa palabra Tuya ha ganado mi alma; heme aquí, si Tú vas a ser atado, que me aten contigo; hago una plena confesión de mi infamia!” Nuestro Señor agregó estas palabras, en las que hay reprensión, pero adviertan cuán amables siguen siendo todavía, cuán demasiado buenas para semejante cobarde: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Puedo concebir que las lágrimas brotaron de Sus ojos, y que Su voz se alteró cuando se dirigió a Su amigo íntimo y compañero así: “Entregas,” mi Judas, mi tesorero, “entregas al Hijo del Hombre,” a tu amigo afligido y sufrido, al que has visto pobre y desnudo, y sin tener dónde recostar Su cabeza. ¿Entregas al Hijo del Hombre, y prostituyes el más afectuoso de los símbolos de cariño, un beso, que debería ser un símbolo de lealtad al Rey? ¿Será el distintivo de tu traición el beso que estaba reservado como el mejor símbolo de afecto? ¿Lo conviertes tú en el instrumento de mi destrucción? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” ¡Oh!, si no hubiera poseído un corazón endurecido, si el Espíritu Santo no le hubiera dejado por completo, en verdad este hijo de perdición habría caído postrado una vez más, y derramando en lágrimas su alma, habría clamado: “¡No, no puedo traicionarte a Ti, sufriente Hijo del hombre; perdóname, perdóname; cuídate; escapa de esta multitud sedienta de sangre, y perdona a Tu discípulo traicionero!” ¡Pero no, no hay una palabra de contrición, en tanto que la plata esté en juego! Posteriormente vino la aflicción que obra muerte que le condujo, como Ahitofel, su prototipo, a preferir la horca para poder escapar al remordimiento. Esto, también, debe haber agravado el dolor de nuestro amado Señor, cuando vio la impenitencia del traidor, y leyó el terrible destino de ese hombre de quien dijo una vez que bueno le fuera no haber nacido.
Amados, yo quisiera que fijen sus ojos en su Señor en sus meditaciones en privado, cuando es despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebrantos; y ciñan los lomos de sus mentes, considerando que no sería extraño que esta dura prueba les pueda sobrevenir, pero estando resueltos a que, aun si su Señor es traicionado por Sus más eminentes discípulos, sin embargo, por medio de Su gracia, ustedes se asirán a Él en la vergüenza y en el sufrimiento, y le seguirán, si fuese necesario, incluso a la muerte. Que Dios nos dé gracia para que veamos la visión de Sus manos y Sus pies clavados y, recordando que todo esto provino de la traición de un amigo, seamos muy celosos de nosotros mismos, para que no crucifiquemos de nuevo al Señor y lo expongamos a la vergüenza pública al traicionarlo en nuestra conducta, o en nuestras palabras, o en nuestros pensamientos.
II. Concédanme su atención mientras hacemos una evaluación del hombre que traicionó al Hijo del hombre: JUDAS EL TRAIDOR.
Quiero llamar su atención, queridos amigos, a su posición y a su carácter público. Judas fue un predicador; es más, fue un predicador notable: “y tenía parte en este ministerio,” dijo el apóstol Pedro. Él no fue simplemente uno de los setenta. Había sido seleccionado por el propio Señor como uno de los doce, un miembro honorable del colegio apostólico. Sin duda había predicado el Evangelio de tal manera que muchos habían sido alegrados por su voz, y había recibido poderes milagrosos, de tal manera que, a su palabra, los enfermos habían sido sanados, los oídos de los sordos habían sido abiertos, y los ciegos habían recobrado la vista. Es más, no hay duda que ese hombre que no pudo impedir que el diablo entrara en él, había echado fuera los demonios de otros. Sin embargo, ¡cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Aquel que fue como un profeta en medio del pueblo, y habló con lengua de sabios, cuya palabra y cuyos portentos demostraban que había estado con Jesús y había aprendido de Él, traiciona al Señor. Entiendan, hermanos míos, que ningún don puede asegurar la gracia, y que ninguna posición de honor o de utilidad en la Iglesia, demostrará necesariamente que somos fieles al Señor. Sin duda hay obispos en el infierno, y multitudes de aquellos que una vez ocuparon el púlpito, están ahora condenados para siempre para deplorar su hipocresía.
Ustedes que son líderes de la Iglesia, no concluyan que debido a que gozan de la confianza de la Iglesia, la gracia de Dios está en ustedes con absoluta certeza. Tal vez la más peligrosa de todas las posiciones para un hombre es que se vuelva bien conocido y sea muy respetado por el mundo religioso, y sin embargo tenga podrido su corazón. Es saludable aunque también doloroso, estar donde otros puedan observar nuestras fallas. Pero vivir con amados amigos que considerarían imposible que hagamos algo malo, y que si nos vieran errar tratarían de excusarnos, equivale a estar donde es prácticamente imposible que seamos despertados jamás si nuestros corazones no son rectos con Dios. Tener una buena reputación y un corazón falso es estar al borde del infierno.
Judas recibió un alto rango oficialmente. Tuvo el distinguido honor de que se le confiaran los asuntos financieros del Señor, y esto, después de todo, no significaba tener un rango menor. El Señor que sabe cómo usar todo tipo de dones, percibió qué don poseía este hombre. Él sabía que la impetuosidad irreflexiva de Pedro pronto vaciaría la bolsa y dejaría al grupo en grandes apuros, y si la hubiese confiado a Juan, su espíritu amoroso pudiera haber sido engatusado a una benevolencia imprudente para con los mendigos de lengua zalamera; hasta habría podido gastar el dinero comprando redomas de alabastro cuyos preciosos ungüentos ungirían la cabeza del Maestro. Él le dio la bolsa a Judas, y fue usada discreta, prudente y adecuadamente. No hay duda que Judas era la persona más juiciosa e idónea para ocupar el puesto.
Pero, ¡oh!, queridos amigos, si el Señor nos eligiera a cualquiera de nosotros que somos ministros o líderes de la Iglesia, y nos diera una posición muy distinguida; si nuestro lugar en las filas fuera la de comandante en jefe, de tal manera que incluso nuestros hermanos ministros nos miraran con estimación, y nuestros ancianos y diáconos nos consideraran como padres de Israel, ¡oh, si nos desviáramos, si demostráramos ser falsos, cuán condenable sería nuestro fin! ¡Qué golpe propinaríamos al corazón de la Iglesia, y cuánto escarnio provocaríamos en el infierno!
Observarán que el carácter de Judas era abiertamente admirable. Encuentro que era muy discreto. Ni la menor mácula contaminaba su carácter moral en la medida que otros pudieran percibirlo. No era jactancioso, como Pedro; él estaba lo suficientemente libre de la temeridad que clama: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.” No solicita un puesto a la diestra del trono, pues su ambición no es de ese tipo. No hace preguntas ociosas. El Judas que hace preguntas es “(no el Iscariote).” Tomás y Felipe a menudo están atisbando en temas profundos, pero no Judas. Él recibe la verdad conforme le es enseñada, y cuando otros se ofenden y no andan más con Jesús, se adhiere fielmente a Él, teniendo razones de oro para hacerlo. No se entrega a los deseos de la carne o a la vanagloria de la vida. Ninguno de los discípulos sospechaba que era hipócrita; preguntaron en la mesa: “¿Soy yo, Señor?” No preguntaron nunca: “¿Es Judas, Señor?” Es cierto que había estado hurtando por meses, pero lo hacía en pequeñas cantidades, y cubría tan bien sus desfalcos mediante manipulaciones financieras, que no corría el riesgo de ser detectado por los pescadores honestos y confiados con los que se asociaba. Lo mismo que hemos escuchado de algunos comerciantes y mercaderes (caballeros invaluables como presidentes del consejo de compañías especuladoras y gerentes generales de bancos estafadores), Judas podía sustraer un porcentaje decente y sin embargo lograr que las cuentas cuadraran con exactitud. Los caballeros que han aprendido de Judas, se las arreglan para falsear las cuentas admirablemente para los accionistas, con el objeto de obtener una buena porción para su propia mesa, sobre la cual piden la bendición divina. Judas fue, en su vida conocida, una persona muy admirable. Habría sido antes de mucho tiempo un regidor, sin duda, y siendo muy piadoso y ricamente dotado, su llegada a las iglesias o capillas habría generado una intensa satisfacción. “Qué persona tan discreta e influyente,” dirían los diáconos. “Sí,” respondería el ministro, “qué adquisición para nuestros comités; si lo pudiéramos elegir para algún puesto, sería de eminente servicio para la Iglesia.”
Yo creo que el Señor lo eligió como apóstol a propósito, para que no nos sorprendamos para nada cuando encontremos un hombre semejante, como ministro en un púlpito, o como colega del ministro, trabajando como un líder en la Iglesia de Cristo. Estas son cosas solemnes, hermanos míos. Guardémoslas en el corazón, y si alguno de nosotros muestra un buen carácter entre los hombres y destaca en algún cargo, que esta pregunta nos cale profundamente: “¿Soy yo, Señor? ¿Soy yo, Señor?” Tal vez el que pregunte al último debería haber sido el primero en preguntar.
Pero, en segundo lugar, les pido que miren con atención su verdadera naturaleza y su pecado. Judas era un hombre con una conciencia. No podía darse el lujo de no tener conciencia. No era un saduceo que pudiera tirar la religión por la borda. Poseía fuertes inclinaciones religiosas. No era una persona corrompida. En su vida, nunca había gastado un par de pesos en el vicio. No se trata que amara menos el vicio, sino que amaba más el par de pesos. Ocasionalmente era generoso, pero lo era con el dinero de otras personas. Vigilaba muy bien su magnífico cargo, la bolsa. Tenía un conciencia, repito, y fue una conciencia feroz, una vez rota la cadena, pues fue su conciencia la que le impulsó a ahorcarse. Pero era una conciencia que no se sentaba regularmente en el trono; reinaba espasmódicamente. La conciencia no era el elemento que regía. La avaricia predominaba sobre la conciencia. Prefería obtener dinero por la vía honesta, pero si no podía obtenerlo escrupulosamente, entonces podía ser por cualquier otra vía. No era sino un pequeño comerciante; sus ganancias no eran mayor cosa, pues de lo contrario no habría vendido a Cristo por una suma tan pequeña como esa: equivalente a unas diez libras esterlinas a valor actual, por decirlo así, o tres o cuatro libras esterlinas en aquellos días. Fue un bajo precio el que le puso al Señor; pero un poco de dinero era algo muy grande para él. Había sido pobre; se había unido a Cristo con la idea de que pronto sería proclamado Rey de los judíos, y entonces se convertiría en un noble y sería rico. Pensando que a Cristo le tomaría algún tiempo alcanzar Su reino, comenzó a tomar dinero poco a poco, lo suficiente para ir creando una reserva; y ahora, temiendo que sus sueños se vieran frustrados, y no habiéndole importado Cristo nunca, sino sólo su propia persona, se sale de la mejor manera posible de lo que considera que fue un grave error, y gana algún dinero traicionando al Señor.
Hermanos, yo creo solemnemente que de todos los hipócritas, aquellos cuyo dios es su dinero, son los que tienen menos esperanzas. Pueden enmendar a un borracho; gracias a Dios, hemos visto muchos ejemplos al respecto. Incluso un cristiano caído, que ha cedido el paso al vicio, puede aborrecer su concupiscencia y alejarse de ella. Pero me temo que los casos en los que un hombre ha sufrido la gangrena de la avaricia pero ha sido salvado, son tan pocos, que pueden escribirse sobre la superficie de la uña de un dedo. Este es un pecado que el mundo no reprende; el más fiel ministro difícilmente puede golpear su frente. Dios sabe cuántos truenos he lanzado contra los hombres que están entregados a este mundo, y sin embargo pretenden ser seguidores de Cristo; sin embargo, siempre están diciendo: “yo no soy de esos.” Lo que debería llamarse avaricia completamente descarada, ellos llaman prudencia, discreción, economía, etcétera; y acciones que yo despreciaría hasta escupir sobre ellas, ellos las llevan a cabo, y todavía se sientan donde se sienta el pueblo de Dios, y oyen lo que oye el pueblo de Dios, y piensan que después que han vendido a Dios por una ligera ganancia, irán al cielo.
¡Oh almas, almas, almas, cuídense, cuídense de la avaricia más que de ninguna otra cosa! No es el dinero, ni la falta de dinero, sino el amor al dinero lo que es la raíz de todo mal. No es tenerlo. Ni siquiera es guardarlo. El problema es que lo conviertan en su dios. Es ver eso como la principal ventura, y no considerar la causa de Cristo, ni la verdad de Cristo, ni la santa vida de Cristo, sino estar listos a sacrificarlo todo para obtener ganancias. ¡Oh!, tales hombres se convierten en gigantes del pecado; serán puestos para siempre como blanco de la risa infernal; su condenación será segura y justa.
El tercer punto es la advertencia que Judas recibió, y la forma en que perseveró. Sólo piensen: la noche anterior a que vendiera a su Señor, ¿qué creen que hizo el Maestro? Pues, ¡lavó sus pies! Y, sin embargo, ¡Judas le vendió! ¡Qué condescendencia! ¡Qué amor! ¡Qué familiaridad! ¡Tomó una toalla, y se la ciñó, y lavó los pies de Judas! Y, sin embargo, ¡esos propios pies de Judas sirvieron de guía para los que prendieron a Jesús! Y ustedes recuerdan lo que dijo cuando hubo lavado sus pies: “Y vosotros limpios estáis, aunque no todos;” y miró con ojos de lágrimas a Judas. ¡Qué advertencia para él! ¿Qué podría ser más explícito? Entonces, cuando tuvo lugar la Cena, y comenzaron a comer y beber juntos, el Señor dijo: “Uno de vosotros me va a entregar.” Eso era lo suficientemente claro; y un poco después dijo explícitamente: “El que mete la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar.” ¡Cuántas oportunidades para el arrepentimiento! Judas no puede decir que no tuvo un predicador fiel. ¿Qué podría haber sido más personal? Si no se arrepentía en ese momento, ¿qué podía hacerse? Más aún, Judas vio lo que debió ser suficiente para que un corazón diamantino sangrara; vio a Cristo con agonía en Su rostro, pues fue justo después que Cristo dijo: “Ahora está turbada mi alma,” que Judas abandonó el lugar de la cena y salió para vender a su Señor. Ese rostro, tan lleno de dolor, debió haberle conducido al arrepentimiento, debió arrepentirse, si no fuera porque había sido dado por perdido y dejado solo, para que entregara su alma a sus propios artificios. Qué lenguaje pudo haber sido más tronante que las palabras de Jesucristo cuando dijo: “Mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido.” Él había dicho: “¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?”
Ahora, si cuando estos truenos pasaban por sobre su cabeza, y los relámpagos apuntaban a su persona, si entonces, este hombre no fue despertado, ¡qué infierno de pertinacia infernal y de culpa debe haber habido dentro de su alma! ¡Oh!, pero si alguien de ustedes, si alguno de ustedes vendiera a Cristo por mantener abierto su taller el día domingo, si vendieran a Cristo por los sueldos extras que pudieran ganar por la falsedad, ¡oh!, si vendieran a Cristo por causa de las cien libras esterlinas que pudieran conseguir mediante un contrato infame, si hicieran eso, no perecerían sin haber sido advertidos. Yo no vengo a este púlpito para agradar a ninguno de ustedes. ¡Dios sabe que si yo conociera más acerca de sus insensateces, las señalaría de manera más clara; si supiera más acerca de las trampas hechas en los negocios, no vacilaría en hablar de ellas! Pero, oh, señores, ¡yo les conjuro por la sangre de Judas, que se ahorcó al final, que se vuelvan, que se vuelvan de este mal, si lo tienen, para que su pecado sea borrado!
Por un minuto tomemos nota del acto mismo. Él buscó su propia tentación. No esperó que el diablo viniera a él; él fue tras el demonio. Él acudió a los principales sacerdotes diciendo: “¿Qué me queréis dar?” Uno de los viejos teólogos puritanos dice: “esta no es la forma típica de comerciar de la gente; ellos establecen su propio precio.” Judas pregunta: “¿Qué me queréis dar? Lo que ustedes quieran. El Señor de vida y gloria vendido al precio de los compradores. ¿Qué me queréis dar?” Y otro teólogo lo expresa adecuadamente: “¿Qué podían darle? ¿Qué quería el hombre? No necesitaba alimento ni vestido; le iba tan bien como a su Señor y a los otros discípulos; tenía lo suficiente; él tenía todo lo que sus necesidades podían requerir, y sin embargo, preguntó ¿qué me queréis dar? ¿Qué me queréis dar? ¿Qué me queréis dar?” ¡Ay!, la religión de algunas personas está cimentada sobre esa pregunta: “¿Qué me queréis dar?” Sí, asistirán a la iglesia si hay caridades que se puedan recibir allí, pero si recibiesen más por no ir, entonces no irían. “¿Qué me queréis dar?” Algunas de estas personas no son ni siquiera tan sabias como Judas. ¡Ah, por allá está un hombre que vendería al Señor por una moneda de plata, mucho más por diez libras esterlinas como lo hizo Judas! Vamos, hay gente que vendería a Cristo por la más pequeña pieza de plata de nuestro dinero circulante. Son tentados a negar a su Señor, tentados a actuar de una manera impía, aunque las ganancias sean tan insignificantes que el equivalente a un año de ellas no fuera relevante.
Ningún tema puede ser tan terrible como este, si lo analizamos con sumo cuidado. Esta tentación nos ha venido a cada uno de nosotros. No lo nieguen. A todos nos gusta ganar; es natural que nos guste; la inclinación a adquirir está en cada mente, y bajo restricciones legales no se trata de una inclinación impropia; pero cuando entra en conflicto con nuestra fidelidad a nuestro Señor, y en nuestro mundo a menudo entrará en conflicto, debemos vencerla o perecer. Surgirán ocasiones, y con algunos de ustedes muchas veces en una misma semana, en las que la alternativa será: ” Dios o la ganancia;” “Cristo o las treinta piezas de plata;” y por tanto me siento compelido a exhortarlos sobre este tema. No abandonen a su Señor, aunque el mundo les ofrezca lo mejor, aunque apile comodidades unas sobre otras, y les agregue fama, y honor y respeto.
Hemos tenido casos de personas que solían venir aquí, pero que decidieron que no podrían continuar, puesto que el domingo era el mejor día de la semana para el negocio; tuvieron algunos buenos sentimientos, algunas buenas impresiones alguna vez, pero ahora los han perdido. Hemos conocido a otros que han dicho: “Bien, verá, una vez pensé que amaba al Señor, pero mi negocio comenzó a ir tan mal cuando venía a la casa de Dios, que dejé de venir; renuncié a mi profesión.” ¡Ah, Judas! ¡Ah, Judas! ¡Ah, Judas! ¡Déjame llamarte por tu nombre, pues así te llamas! Este es el mismo pecado del apóstata; que Dios te ayude a arrepentirte de él, para que vayas, no al sacerdote, sino a Cristo y hagas una confesión, para que puedas ser salvado.
Debes percibir que en el acto de vender a Cristo, Judas fue fiel a su señor. “¿Fiel a su señor?” preguntas. Sí, su señor era el diablo, y habiendo llegado a un acuerdo con él, lo cumplió honestamente. Algunas personas son siempre muy honestas con el diablo. Si dicen que harán algo malo, tienen que cumplirlo porque dijeron que lo harían; como si un juramente obligara a un hombre aunque sea un juramento para hacer el mal. “Nunca más entraré en esa casa,” han dicho algunos, y posteriormente han dicho: “ojalá no hubiera dicho eso.” ¿Fue algo indebido? ¿Cuál es tu juramento entonces? Fue un juramento ofrecido al diablo. ¿Qué fue esa insensata promesa sino una promesa a Satanás? Y ¿le serás fiel? ¡Ah, quiera Dios que seas fiel a Cristo! ¡Yo quisiera que todos nosotros fuéramos fieles a Cristo como los siervos de Satanás son fieles a su señor!
Judas traicionó a su Señor con un beso. Así es como lo hace la mayoría de los apóstatas; siempre es con un beso. ¿No han leído nunca en su vida algún libro escrito por un infiel, que no comience con un profundo respeto por la verdad? Siempre he visto eso. Incluso libros modernos, escritos por obispos, siempre comienzan de esa manera. Ellos traicionan al Hijo del hombre con un beso. ¿Han leído alguna vez un libro de amarga controversia que no haya comenzado con ese enfermizo tinte de humildad, con tal dosis azúcar, de mantequilla, de jarabe, con tal dosis de todo lo que es dulce y suave, que dijeron: “¡Ah!, seguramente hay algo malo aquí, pues cuando la gente empieza tan suave y dulcemente, tan humilde y blandamente, pueden estar seguros que rezuma odio en su corazón!” La gente de aspecto más devoto es a menudo la más hipócrita del mundo.
Concluimos con el arrepentimiento de Judas. Él se arrepintió; él se arrepintió; pero fue el arrepentimiento que produce muerte. En efecto hizo una confesión, pero no había consideración por el hecho en sí, sino únicamente en lo relativo a sus consecuencias. Él lamentaba que Cristo fuera condenado. Algún amor latente que hubiera sentido alguna vez hacia su amable Maestro, brotó cuando vio que era condenado. Él no creyó, tal vez, que llegara hasta ese punto; podría haber tenido la esperanza que escaparía de sus manos, y entonces él podría conservar sus treinta piezas de plata, y tal vez volver a vender al Señor. Tal vez pensó que Él se libraría de sus manos por alguna manifestación milagrosa de poder, o que proclamaría Su reino, y de esta manera Judas sólo estaría apresurando esa bendita consumación.
Amigos, el hombre que se arrepiente de las consecuencias, no se arrepiente. El asesino se arrepiente de la horca pero no del asesinato, y eso no es arrepentimiento para nada. Por supuesto, la ley humana debe medir el pecado por las consecuencias, pero la ley de Dios no. Hay un guardagujas en las vías del tren que descuida su trabajo; hay una colisión en las vías, y muere gente; bien, el hombre ha cometido un homicidio imprudencial por causa de su negligencia. Pero ese guardagujas, tal vez, había descuidado su trabajo muchas veces anteriormente, pero no había resultado ningún accidente, y entonces se marchaba a casa diciendo: “Bien, no hecho nada malo.” Ahora fíjate bien que el mal no debe ser medido nunca por el accidente, sino por el acto mismo, y si tú has cometido una ofensa y has escapado sin ser detectado, sigues siendo vil a los ojos de Dios; si has hecho algo malo y la Providencia ha prevenido el resultado natural del mal, la honra de eso es para Dios, pero tú eres tan culpable como si tu pecado se hubiera llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias, y el mundo entero se hubiera incendiado. Nunca midas al pecado por las consecuencias, sino que debes arrepentirte de los pecados por lo que son en sí mismos.
Habiendo lamentado las consecuencias, puesto que estas son inalterables, el hombre fue conducido al remordimiento. Buscó un árbol, ajustó la cuerda y se colgó, pero en su prisa se colgó tan mal que la cuerda se rompió, cayó en un precipicio, y leemos que sus entrañas se derramaron allí; estaba como una masa irreconocible en el fondo del risco, para horror de todos los que pasaban. Ahora, ustedes que obtienen una ganancia de la piedad (si hay algunos aquí presentes), tal vez no lleguen al fin del suicida, pero aplíquense la lección.
El señor Keach, mi venerable predecesor, cuenta al final de uno de sus volúmenes de sermones, la muerte de un señor llamado John Child. John Child había sido un ministro disidente, y con el objeto de obtener ganancias y para ganarse la vida, se unió a los episcopalianos contra los dictados de su conciencia; bautizaba a los bebés rociándolos con agua; y practicaba todo el resto de ritos de la Iglesia contra los dictados de su conciencia. Al fin, al fin, fue dominado por tales terrores por haber hecho lo que había hecho, que renunció a su actividad, cayó en cama, y sus juramentos, y blasfemias, y maldiciones en su lecho de muerte fueron algo tan terrible, que su caso fue la maravilla de su época. El señor Keach escribió una historia completa del caso, y muchas personas fueron a verle para tratar de consolar al hombre, pero respondía: “váyanse de aquí, váyanse de aquí; no tiene caso; he vendido a Cristo.”
Ustedes conocen también la sorprendente muerte de Francis Spira. En toda la literatura no hay nada tan tremendo como la muerte de Spira. El hombre había conocido la verdad; era distinguido en medio de los reformadores; era un hombre honorable, y en cierta medida, aparentemente fiel; pero regresó a la Iglesia de Roma; apostató; y luego cuando despertó su conciencia, no acudió a Cristo, sino que vio las consecuencias en vez de ver el pecado, y así, sintiendo que las consecuencias no podían ser alteradas, olvidó que el pecado podía ser perdonado, y pereció en extremas agonías.
Que nunca sea la infeliz porción de ninguno de nosotros estar junto al lecho de muerte de alguien en esas condiciones; sino que el Señor tenga misericordia de todos nosotros ahora, y nos conduzca a escudriñar nuestros corazones. Ustedes que dicen: “no queremos ese sermón,” son probablemente las personas que más lo necesitan. Quien dice: “bien, no tenemos a ningún Judas en medio de nosotros,” es probablemente, él mismo, un Judas. ¡Oh! Escudríñense; revisen cada grieta; busquen en cada rincón de su alma, para ver si su religión es por Cristo, y por la verdad, y por Dios, o si es una profesión que ustedes adoptan porque es algo respetable, una profesión que mantienen porque los mantiene. Que el Señor nos escudriñe, y nos pruebe, y nos conduzca a conocer nuestros caminos.
Y ahora, en conclusión, hay un Salvador, y ese Salvador está deseoso de recibirnos ahora. Si no soy un santo, soy un pecador y también me recibe. ¿No sería mejor que todos nosotros vayamos otra vez a la fuente, para que seamos lavados y purificados? Que cada uno de nosotros vaya nuevamente y diga: “Señor, Tú sabes lo que soy; yo no me conozco; pero, si no hay rectitud en mí, enderézame. Si hay rectitud, guárdame así. Mi confianza está puesta en Ti. Guárdame ahora, por amor de Ti mismo, Jesús.” Amén.
Notas del traductor:
(1) Parto: pueblo que habitaba la Partia. Spurgeon se refiere a una táctica militar empleada por los antiguos arqueros partos, que montados en veloces corceles, fingían una retirada. Luego, a pleno galope, giraban sus cuerpos para disparar al enemigo que los perseguía.
(2) Alter ego: álter ego, expresión latina que significa “otro yo.” Se usa, con respecto a una persona, a otra de su absoluta confianza, muy identificada con ella en su manera de pensar.
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