SERMON#446 – La Vieja, Vieja Historia – Charles Haddon Spurgeon

by Apr 15, 2022

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí:http://spurgeon.com.mx/sermon446.html

 

“A su tiempo Cristo murió por los impíos.” — Romanos 5:6

Puede descargar el documento con el sermón aquí:  Sermón #446 – La Vieja, Vieja Historia

 

Se encuentra presente hoy, entre nosotros, un Doctor en Teología que me escuchó predicar hace ya algunos años. Nos visita nuevamente desde su lugar de residencia en los Estados Unidos. Cuando vi su rostro, no pude evitar imaginarme que tal vez piense que estoy obsesionado con este viejo tema y que entono siempre la misma melodía; que no he avanzado ni una pulgada en ningún dominio del pensamiento y que sigo predicando el mismo viejo Evangelio de la misma vieja manera que lo hago siempre. Si pensara eso, estaría en lo cierto.

Supongo que me parezco al señor Cecil cuando era niño. En una ocasión, su padre le pidió que lo esperara en determinada puerta hasta que regresara, y después el padre, como era un hombre muy ocupado, anduvo recorriendo la ciudad, y en medio de sus numerosos cuidados y compromisos, se olvidó del muchacho. Cayó la noche, y finalmente, cuando el padre llegó a su casa, hubo una gran conmoción respecto al paradero de Ricardo. El padre dijo: “Dios mío, lo dejé desde temprano en la mañana, esperándome parado frente a tal y tal puerta, y le pedí que se esperara allí hasta que fuera por él; no me sorprendería que todavía estuviera esperándome allí.” Así es que fueron, y allí encontraron al muchacho. No es una vergüenza imitar ese ejemplo de tan simple fidelidad infantil.

Hace algunos años yo recibí instrucciones de mi Señor de estarme al pie de la cruz hasta que Él viniera. No ha venido aún, pero estoy decidido a esperarlo allí hasta que venga. Si yo desobedeciera sus instrucciones y abandonara esas simples verdades que han servido de instrumento para convertir a tantas almas, no sé cómo podría esperar su bendición. Aquí estoy, pues, al pie de la cruz, repitiendo la misma vieja, vieja historia, rancia como podría sonar a oídos de quienes tienen comezón de oír, y gastada y raída según la consideran sus críticos. Yo amo hablar de Cristo, del Cristo que amó y vivió y murió en sustitución de los pecadores, el justo por los impíos, para poder llevarnos a Dios.

Es curioso, pero, así como dicen que los pescados se comienzan a descomponer por la cabeza, de igual manera los teólogos modernos generalmente comienzan a equivocarse en relación con la doctrina fundamental y de suma importancia del trabajo vicario de Cristo. Casi todos nuestros errores modernos -yo más bien diría que todos- comienzan por ser errores acerca de Cristo. A los hombres no les gusta predicar siempre lo mismo. Hay ‘atenienses’ en los púlpitos y en las bancas de las iglesias que no hacen otra cosa que escuchar algo nuevo. No se contentan con decir repetidamente, una y otra vez, este simple mensaje: “El que cree en el Señor Jesucristo tiene vida eterna.”

Así que toman prestadas ciertas novedades de la literatura y maquillan la Palabra de Dios con palabras enseñadas por la sabiduría humana. Envuelven en misterio la doctrina de la expiación. La reconciliación por medio de la sangre preciosa de Jesús deja de ser la piedra angular de su ministerio. Su propósito principal es adaptar el Evangelio a los deseos enfermizos y a los gustos de los hombres, por encima de cualquier intención de reformar la mente y renovar el corazón de los hombres, para que puedan recibir el Evangelio tal como es. No podemos decir adónde van a parar los que dejan de seguir al Señor con un corazón verdadero y sin divisiones, descendiendo desde una profundidad a otra mayor, hasta ser recibidos por la negrura de la oscuridad, a menos que la gracia lo impida. Sólo pueden tener esto por cierto, pues

“No pueden tener razón en todo lo demás,
a menos que digan la verdad acerca de Él.”

Si no entienden la verdad acerca del propósito de la cruz, están podridos por doquier. “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo.” En esta Roca hay seguridad. Podemos equivocarnos con mayor impunidad en otros puntos, pero no en éste. Los que están construidos sobre esta Roca, aunque agreguen ellos mismos luego madera, heno y hojarasca para su terrible confusión -ya que la obra de cada uno el fuego la probará-, ellos mismos serán salvos, pero apenas como por fuego.

Ahora, queremos repetir nuevamente ante ustedes esa importantísima doctrina que reconocemos como la piedra angular del sistema evangélico, la mismísima piedra angular del Evangelio, esa importantísima doctrina de la expiación de Cristo, y luego, sin intentar justificarla -pues eso hemos hecho cientos de veces-, sacaremos enseñanzas prácticas de esa verdad que ciertamente sigue siendo válida entre nosotros.

Como el hombre pecó, la justicia de Dios requería que se aplicara el castigo. Dios había dicho: “El alma que pecare morirá”; y a menos que Dios pudiera equivocarse, el pecador debe morir. Más aún, la santidad de Dios lo requería, pues el castigo estaba basado en la justicia. Era justo que el pecador muriera. Dios no había aplicado una pena más severa que la que debía aplicar. El castigo es el resultado justo de la ofensa. Por tanto, hay dos alternativas: o Dios deja de ser santo o el pecador debe ser castigado. La verdad y la santidad imperiosamente requerían que Dios levantara su mano y golpeara al hombre que había quebrantado su ley y ofendido su majestad. Sin embargo, Cristo Jesús, el segundo Adán, la cabeza federal de los elegidos, se interpuso como mediador. Se ofreció para sufrir el castigo que los pecadores debían sufrir; se comprometió a cumplir y honrar la ley que ellos habían quebrantado y deshonrado. Se ofreció para ser el árbitro, la fianza, el sustituto, tomando el lugar, el puesto y la condición de los pecadores. Cristo se convirtió en el vicario de Su pueblo al sufrir de manera vicaria en lugar de ellos; cumpliendo de forma vicaria lo que ellos no tenían la fortaleza de cumplir por la debilidad de la carne a consecuencia de la caída. Lo que Cristo se comprometió a hacer, fue aceptado por Dios.

A su tiempo Cristo realmente murió y llevó a cabo lo que había prometido hacer. Asumió cada pecado de Su pueblo y sufrió cada golpe de la vara a causa de esos pecados. Sorbió en un solo horrible trago todo el castigo de los pecados de todos los elegidos. Tomó la copa, la puso en sus labios, sudó como gruesas gotas de sangre cuando dio el primer sorbo de esa copa, pero no desistió, sino que siguió bebiendo y bebiendo y bebiendo hasta la última gota, y volteando la copa hacia abajo, dijo: “¡Consumado es!”, y en un solo sorbo de amor, el Señor Dios de la salvación había borrado completamente la destrucción. No quedó ni un solo vestigio, ni siquiera el menor residuo; Él sufrió todo lo que se debió haber sufrido; terminó con la transgresión y puso un fin al pecado. Más aún, Él obedeció la ley del Padre en todos sus alcances; Él cumplió esa voluntad sobre la cual había dicho desde tiempos antiguos: “Anhelo tu salvación, oh Jehová, y tu ley es mi delicia.”

Y habiendo ofrecido tanto una expiación por el pecado como el total cumplimiento de la ley, subió a lo alto, tomó Su asiento a la diestra de la Majestad en el cielo, esperando desde entonces hasta que Sus enemigos sean puestos como escabel de Sus pies e intercediendo por aquellos a quienes compró con Su sangre para que puedan estar con Él donde Él se encuentra.

La doctrina de la expiación es muy sencilla. Simplemente consiste en que Cristo ha tomado el lugar del pecador. Cristo es tratado como si fuera el pecador y, por tanto, el transgresor es tratado como si fuera justo. Es un cambio de personas. Cristo se convierte en el pecador, se coloca en el lugar del pecador. Fue contado entre los transgresores. El pecador se convierte en justo; se coloca en el lugar de Cristo y es contado entre los justos. Cristo no ha cometido pecado alguno, pero asume la culpabilidad humana y es castigado por la insensatez humana. Nosotros no tenemos justicia propia, pero asumimos la justicia divina. Somos recompensados por ella y somos aceptados ante Dios como si esa justicia proviniera de nosotros mismos. “A su tiempo Cristo murió por los impíos”, para poder borrar sus pecados.

Mi objetivo no es demostrar esta doctrina. Como dije antes, no hay necesidad de estar discutiendo siempre lo que sabemos que es verdad. Más bien dediquemos unas sentidas palabras alabando esta doctrina de la expiación; y posteriormente la presentaré para fines de una aplicación práctica, para aquellos que aún no han recibido a Cristo.

I. En primer lugar, A MODO DE ALABANZA.
Hay algunas cosas que podemos decir en favor del Evangelio que proclama la expiación como su principio fundamental. Y lo primero que vamos a decir acerca del Evangelio es ¡cuán simple es, cuando se le compara con todos los esquemas modernos! Hermanos, ésa es la razón por la cual no les gusta a nuestros grandes hombres: es demasiado simple. Si ustedes van y compran ciertos libros que enseñan cómo preparar sermones, encontrarán que la esencia de la enseñanza es ésta: seleccionen todas las palabras difíciles que puedan encontrar en todos los libros que lean durante la semana, y luego viértanlas sobre la congregación el domingo; y habrá un grupo de personas que siempre aplaudirán al hombre al que no pueden entender. Son semejantes a la anciana a quien se le preguntó cuando regresaba de la iglesia: “¿Entendiste el sermón?” “No” -contestó- “no tendría esa presunción.” Ella creía que era una presunción intentar comprender al ministro. Pero la Palabra de Dios se entiende con el corazón y no hace extrañas demandas al intelecto.

Ahora, nuestra primera alabanza a la doctrina de la expiación es que ella misma se hace recomendable al entendimiento. El viajero puede comprender esta verdad de la sustitución sin ninguna dificultad, aunque su intelecto sea apenas un grado superior al de un tonto. ¡Oh, estos teólogos modernos harán cualquier cosa para quitarle la importancia a la cruz! Cuelgan sobre esa cruz los adornos chillones de su elocuencia, o la presentan envuelta en los oscuros conjuros misteriosos de su lógica, y cuando el pobre corazón atribulado mira hacia arriba para ver la cruz, no ve nada allí, excepto humana sabiduría.

Repito de nuevo que no hay nadie aquí presente que no pueda entender esta verdad, que Cristo murió en lugar de Su pueblo. Si tú pereces, no será debido a que no puedas comprender el Evangelio. Si te vas al infierno, no será porque no fuiste capaz de entender cómo Dios puede ser justo y, a pesar de ello, ser también el que justifica al impío. Es sorprendente que en nuestra época se conozca tan poco acerca de las verdades evidentes reveladas por la Biblia; pareciera advertirnos continuamente cuán simples debemos ser al exponer esas verdades. Me he enterado de la historia del Sr. Kilpin. En una ocasión, él estaba predicando un sermón muy bueno, de manera ferviente, cuando usó la palabra “Deidad”, y un marinero que le escuchaba se inclinó hacia delante y le dijo: “Disculpe, señor, le ruego que me diga quién es el señor Deidad. ¿Se refiere usted al Dios Todopoderoso?” “Sí” -le contestó el Sr. Kilpin- “me refiero a Dios, y no debí haber usado una palabra que usted no pudiera comprender.” “Le agradezco mucho, señor”, respondió el marinero, quien pareció devorar todo el resto del sermón, demostrando un profundo interés hasta el fin.

Ahora, ese pequeño incidente es simplemente un índice de lo que prevalece en cualquier lugar. La predicación debe ser simple. Una doctrina de la expiación que no sea simple, una doctrina que nos llega de Alemania, que requiera que un hombre sea todo un erudito antes de que pueda comprenderla, y que sea todavía un adepto mayor antes de que pueda compartirla con los demás, tal doctrina obviamente no es de Dios, ya que no es adecuada para las criaturas de Dios. Podrá ser fascinante para uno entre mil, pero no es adecuada para los pobres de este mundo que son ricos en la fe; no es adecuada para los pequeños a quienes Dios ha revelado las cosas del reino, mientras que las ha escondido a los sabios y prudentes.

Siempre pueden ustedes juzgar una doctrina de esta forma. Si no es una doctrina sencilla, no viene de Dios; si los deja perplejos, si es una doctrina que no pueden ver claramente al instante, debido al misterioso lenguaje que la envuelve, pueden comenzar a sospechar que es una doctrina humana, y no la Palabra de Dios.

Y la doctrina de la expiación no debe ser alabada por su simplicidad únicamente, sino que además de adecuarse al entendimiento, también es adecuada para la conciencia. ¡No hay lengua que pueda describir cómo satisface a la conciencia! Cuando un hombre cobra conciencia y su conciencia lo atormenta, cuando el Espíritu de Dios le ha mostrado su pecado y su culpa, no hay nada que le pueda traer la paz, sino sólo la sangre de Cristo.

Pedro, puesto de pie en la proa del bote, pudo haber dicho al viento y a las olas: “Paz, no se muevan”, pero estos elementos hubieran rugido sin detenerse con furia incontenible. El Papa de Roma, que pretende ser el sucesor de Pedro, puede alzarse con sus ceremonias y decir a la conciencia atormentada: “Paz, ten tranquilidad”, pero no cesará su terrible agitación. El espíritu inmundo que trae a la conciencia tanta agitación le grita al Papa: “A Jesús conozco, conozco su cruz, ¿pero quién eres tú?” Sí, y no podrá ser echado fuera. No hay absolutamente ninguna oportunidad de encontrar una almohada para la cabeza adolorida por la acción del Espíritu Santo, salvo la expiación y la obra terminada de Cristo.

Cuando el señor Robert Hall fue a predicar por primera vez a Cambridge, casi todos sus habitantes eran unitarios. Así que él predicó acerca de la doctrina de la obra terminada de Cristo y algunos de sus oyentes se acercaron y le dijeron: “Señor Hall, esto no va a funcionar.” “¿Por qué no?” -preguntó él-. “Pues porque su sermón es adecuado únicamente para ancianas.” “¿Por qué es adecuado únicamente para ancianas?” -inquirió el señor Hall-. “Porque están a punto de desplomarse en sus sepulcros y buscan consuelo y, por tanto, es muy adecuado para ellas, pero no para nosotros.” “Muy bien” -dijo el señor Hall- “ustedes me han dado todos los cumplidos que yo pudiera pedir; si esto es bueno para ancianas al borde de la tumba, debe ser bueno para ustedes que están en la plenitud de sus sentidos, pues todos nos encontramos al borde de la tumba.”

Aquí encontramos, ciertamente, una de las principales características de la expiación, que nos consuela frente al pensamiento de la muerte. Cuando la conciencia es despertada al sentido de culpa, la muerte ciertamente proyectará su pálida sombra sobre todas nuestras perspectivas y pondrá un círculo alrededor de nuestros pasos con oscuros presagios de la tumba. Las alarmas de la conciencia generalmente son acompañadas de los pensamientos del juicio que se aproxima, pero la paz dada por la sangre es a prueba de conciencia, a prueba de enfermedad, a prueba de muerte, a prueba del diablo, a prueba de juicio y será a prueba de eternidad. Nos podrán alarmar las sacudidas de la presencia y todo el recuerdo de la corrupción pasada, pero sólo permite que nuestros ojos descansen en Tu amada cruz, oh Jesús, y nuestra conciencia tiene paz con Dios y podemos descansar y estar tranquilos.

Ahora nos preguntamos si alguno de estos sistemas modernos de teología puede aquietar una conciencia atormentada. Nos gustaría compartir con ellos algunos casos con los que nos encontramos algunas veces -algunos casos desesperados- y decirles: “Bien, aquí, echa fuera a este demonio, si puedes intentarlo”, y pienso que ellos se darán cuenta que este tipo de demonios no puede ser echado fuera, sino sólo por medio de las lágrimas, los gemidos y la muerte de Jesucristo, el sacrificio de expiación.

Un Evangelio sin expiación puede funcionar muy bien para jovencitas y caballeros que no están conscientes de que alguna vez hicieron algo malo. Será adecuada simplemente para la gente apática que no tiene un corazón visible para los demás; personas que siempre han sido muy morales, derechas y respetables; que se sentirían insultadas si les dijeras que merecen ser enviadas al infierno; que ni por un momento aceptarían ser criaturas depravadas o caídas. El evangelio de estos modernos -me atrevo a repetir- será muy adecuado para este tipo de personas; pero nada más deja que un hombre sea realmente culpable y lo sepa; deja que verdaderamente esté consciente de su condición perdida y yo les aseguro que nadie sino Jesús, nadie sino Jesús, nada sino su preciosa sangre, podrá darle paz y descanso. Estas dos cosas, entonces, son excelentes recomendaciones de la doctrina de la expiación, ya que se adecua al entendimiento de los menos dotados y aquieta la conciencia del más atribulado.

Más aún, esta doctrina tiene la particular característica de ablandar el corazón. Hay en la historia del sacrificio de Cristo un misterioso poder para ablandar y derretir. Conozco a una apreciada mujer cristiana que amaba a sus pequeños hijos y buscaba su salvación. Cuando oraba por ellos, consideraba correcto usar los mejores medios para ganar su atención y despertar sus mentes. Espero que todos ustedes hagan lo mismo. Sin embargo, el medio que ella había considerado el más efectivo para su objetivo era el de los terrores del Señor. Ella acostumbraba leer a sus hijos, capítulo tras capítulo, el libro Alarma para los Inconversos de Alleine. ¡Oh, ese libro! ¡Cuántos sueños provocó en su hijo en las noches, acerca de devoradoras llamas y quemaduras permanentes! Sin embargo, el corazón del muchacho se fue endureciendo, como si se fuera templando en vez de derretirse en el horno del miedo. El martillo soldó su corazón al pecado, pero no lo rompió.

Pero, aun entonces, estando endurecido el corazón del muchacho, cuando escuchaba acerca del amor de Jesús por su pueblo, aunque temía no contarse entre ellos, solía llorar al pensar que Jesús pudiera amar a alguien con esas características. Aun ahora que ha alcanzado la edad adulta, la ley y los terrores lo matan sin perturbarle, pero Tu sangre, Jesús, Tu agonía en Getsemaní y sobre el madero, no puede resistir; lo derriten. Su alma se derrama en lágrimas a través de los ojos; llora hasta quedar vacío con amor agradecido hacia Ti por todo lo que has hecho. ¡Ay de aquellos que niegan la expiación! Quitan el aguijón del sufrimiento de Cristo; y entonces, al quitarlo, suprimen la punta por medio de la cual los sufrimientos de Cristo traspasan y exploran y penetran en el corazón. Puesto que Cristo sufrió por mis pecados y fue condenado, yo puedo ser absuelto y no ser condenado a causa de mi culpa: es esto lo que hace que Sus sufrimientos sean un bálsamo para mi corazón.

“Mira cómo en el sangriento madero
el ilustre sufriente pende,
por los tormentos que te correspondían;
Él soportó los terribles dolores
y saldó allí la pavorosa suma
de todos los pecados presentes, pasados y que han de venir.”

En este mismo instante hay congregaciones reunidas en los teatros de Londres, y hay personas que les están predicando, no sé precisamente sobre qué, pero sí sé cuál debería ser su tema. Si quieren alcanzar el intelecto de los que viven en los barrios bajos, si quieren tocar las conciencias de los que son ladrones y borrachos, si quieren derretir los corazones de los que se han tornado tercos y duros a lo largo de años de concupiscencia e iniquidad, sé que lo único que puede lograrlo es la muerte en el Calvario, las cinco heridas, el costado sangrante, el vinagre, los clavos y la lanza. Hay allí un poder para lograrlo que no se puede encontrar en ninguna otra parte del mundo.

Nos detendremos una vez más en este punto. Alabamos la doctrina de la expiación porque sabemos que, además de adecuarse al entendimiento, aquietar la conciencia y derretir el corazón, tiene poder para cambiar la vida exterior. Ningún hombre puede creer que Cristo sufrió por sus pecados y a la vez vivir en pecado. Ningún hombre puede creer que sus iniquidades mataron a Cristo y, a pesar de ello, acariciarlas en su pecho. El efecto cierto y seguro de una verdadera fe en el sacrificio de expiación de Cristo, es el de limpiar la vieja levadura, dedicar el alma a Aquel que la compró con su sangre, y el compromiso de vengarse de aquellos pecados que clavaron a Cristo en el madero. Lo mejor es que esto se puede comprobar. Ve a cualquier barrio en Inglaterra donde viva un teólogo filósofo que haya eliminado completamente la expiación de su predicación, y si no encuentras más rameras y ladrones y borrachos de lo usual, entonces estoy completamente equivocado; pero, por otro lado, ve a otro barrio donde se predica la expiación, con rígida integridad y seriedad amorosa, y si no encuentras que las cantinas se están quedando vacías y las tiendas están cerradas los domingos y la gente vive con honestidad y rectitud, entonces habré observado el mundo en vano.

Conocí en una ocasión un pueblo que posiblemente era el peor pueblo de Inglaterra por muchas razones: muchas destilerías ilícitas estaban produciendo su nocivo licor a un fabricante que no pagaba impuestos al gobierno y, en conexión con lo mismo, abundaba toda clase de desorden y de iniquidad. A ese pueblo llegó un joven, que no era más que un muchacho, sin mucha educación formal, tosco y algunas veces hasta vulgar. Comenzó a predicar allí, y quiso Dios sacudir a ese pueblo. En muy poco tiempo la pequeña capilla con techumbre de paja estaba atestada y los más grandes vagabundos del pueblo lloraban a mares y quienes habían sido la maldición de la aldea se convirtieron en su bendición; y donde antes hubo todo tipo de robos y fechorías en todo el vecindario, ya no hubo más, porque los hombres que las hacían se encontraban en la casa de Dios, gozándose al escuchar de Jesús crucificado.

Escúchenme bien, no les estoy diciendo ahora una historia exagerada, ni una cosa que yo no sepa. Pero esta cosa recuerdo claramente para alabanza de Dios, que quiso el Señor hacer señales y maravillas en nuestro medio. Él mostró el poder del nombre de Jesús y nos hizo testigos de ese Evangelio que gana almas, que atrae corazones renuentes y moldea de manera nueva la vida y la conducta de los hombres. Hay algunos hermanos aquí que van a los refugios y hogares para hablar con esas pobres muchachas caídas que han sido rescatadas. Me pregunto qué harían si no llevaran consigo el Evangelio a esas moradas de la miseria y de la vergüenza. Si llevaran consigo una hoja arrancada de un manual de teología y fueran y les hablaran con palabras y con filosofías rimbombantes, ¿qué beneficio les podrían proporcionar? Pues bien, lo que no es bueno para ellas no es bueno para nosotros. Queremos algo que podamos entender, algo en lo que podamos confiar, algo que podamos sentir; algo que dé forma a nuestro carácter y a nuestra conversación, y que nos haga semejantes a Cristo.

II. En segundo lugar, uno o dos puntos A MODO DE EXHORTACIÓN.

Hombre cristiano, tú crees que tus pecados han sido perdonados y que Cristo ha hecho una expiación completa por ellos. ¿Qué te diremos a ti? ¡A ti te diremos, en primer lugar, que debes ser un cristiano muy alegre! ¡Que debes vivir por sobre las pruebas y los problemas comunes del mundo! Puesto que tu pecado ha sido perdonado, ¿qué importancia tiene lo que te suceda ahora? Lutero decía: “Golpéame, Señor, golpéame, puesto que mi pecado ha sido perdonado; si Tú te has dignado perdonarme, golpéame tan duro como quieras.” Era como si se sintiera un niño que había hecho algo malo y no le importara que su padre pudiera darle una paliza, si al fin lo perdonaba. Pienso que tú puedes decir: “Envíame enfermedad, pobreza, pérdidas, cruces, calumnias, persecución, lo que quieras. Tú me has perdonado y mi alma está contenta y mi espíritu se regocija.”

Y entonces, cristiano, si eres salvo y Cristo realmente tomó tu pecado, al tiempo que eres feliz, sé agradecido y lleno de amor. Cuélgate de esa cruz que limpió tu pecado; sirve a quien te sirvió. “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” Deja que tu celo no quepa en sí con la ebullición de una canción. Puedes decir:

“Amo a mi Dios con tan gran celo, que podría darle todo”

Pero no cantes estas palabras, a menos que las sientas verdaderamente. ¡Oh, siéntelas en serio! ¿No hay nada que hagas en tu vida porque perteneces a Cristo? ¿No estás ansioso alguna vez de mostrar tu amor con algunas muestras expresivas? Ama a los hermanos del que te amó a ti. Si hay algún Mefiboset en algún lado que cojea o está lisiado, ayúdale por causa de Jonatán. Si hay algún pobre creyente atribulado, intenta llorar con él, y lleva su cruz por causa del que lloró por ti y llevó tus pecados.

Y aún más, cristiano, si es cierto que hay una expiación hecha por el pecado, proclámala, proclámala, proclámala; “no todos podemos predicar” -dirás tú-; no, pero proclámala, proclámala. “No podría preparar un sermón”; proclámala, cuenta la historia, comenta el misterio y la maravilla del amor de Cristo. “Pero nunca tendré una congregación”; cuéntala en tu casa, coméntala junto a la chimenea. “Pero sólo tengo niños muy pequeños”; entonces cuéntasela a ellos y déjales conocer el dulce misterio de la cruz y la bendita historia de Aquel que vivió y murió por los pecadores. Cuéntala, porque no sabes en qué oídos pueda caer. Cuéntala a menudo, porque así tendrás una mayor esperanza de convertir a los pecadores a Cristo. Si careces de talento, si no tienes los dones de la oratoria, gózate de tus carencias y gloríate en tu debilidad para que el poder de Cristo descanse sobre ti, pero de todas maneras cuéntala.

A veces algunos jóvenes se lanzan a predicar, pero harían mejor controlando sus lenguas; hay otros muchos que poseen dones y habilidades que podrían utilizar para Cristo, pero nos parece que tienen amarrada la lengua. He dicho a menudo que si enlistas a un joven en el ejército, siempre tiene algo que hacer, y él pone su corazón en ello; pero si el mismo joven se une a una iglesia, entonces su nombre queda en el libro de registros, y se ha bautizado, y así sucesivamente, y piensa que no tiene nada más que hacer al respecto.

Hermanos, no me gusta tener miembros en la iglesia que sientan que pueden descargar la responsabilidad en unos cuantos, mientras ellos mismos se sientan tranquilos. Ésa no es la manera de ganar batallas. Si en la batalla de Waterloo, nueve de cada diez soldados hubieran dicho: “Bien, no necesitamos pelear; dejaremos que luchen unos pocos, allí están; dejémoslos que vayan y hagan todo.” Si ellos hubieran dicho esto, pronto hubieran sido hechos pedazos. Todos tienen que tomar su turno, caballería e infantería y artillería; hombres con armas ligeras y toda clase de hombres; deben marchar a la refriega; sí, y aun los guardias, si son mantenidos como reserva hasta el fin, deben ser llamados: “Guardias, listos y a la carga”; y si hay algunos entre ustedes aquí que sean ancianos o ancianas que piensan que son como los guardias que deben ser dispensados del conflicto pesado, aun así, listos y a la carga, pues el mundo los necesita ahora a todos ustedes, y puesto que Cristo los ha comprado con Su sangre, les suplico que no estén tranquilos hasta que hayan peleado por Él, y hayan obtenido la victoria por medio de Su nombre.

Proclamen la expiación; proclámenla, proclámenla; con voz de trueno proclámenla; sí, con muchas voces entremezcladas como el sonido de rugientes aguas; proclámenla hasta que los habitantes del más remoto desierto hayan escuchado su proclamación. Proclámenla hasta que no haya nunca ni una choza en la montaña donde no se conozca de ella, ni un barco sobre el mar donde la historia no haya sido contada. Proclámenla hasta que no haya más un callejón oscuro que no haya sido iluminado por su luz, ni una guarida detestable que no haya sido limpiada por su poder. Proclamen la historia de Cristo que murió por los impíos.

Concluiré este sermón con una palabra de aplicación práctica para los incrédulos. Oh incrédulo, si Dios no puede perdonar -y no perdonará los pecados de hombres arrepentidos-, si Cristo no asume su castigo, ten la certeza que Él te traerá a juicio. Si Cristo, el Hijo de Dios, fue golpeado por Dios al imputársele el pecado, ¿cómo no habrá de golpearte a ti cuando eres Su enemigo, teniendo tus propios pecados sobre tu cabeza? Pareció que Dios hizo un juramento en el Calvario -¡pecador, escúchalo!-, pareció que Él hizo un juramento diciendo: “Juro por la sangre de mi Hijo que el pecado debe de ser castigado”, y si no es castigado en Cristo por cuenta de ustedes, será castigado en ustedes por causa de ustedes mismos. ¿Es Cristo tuyo, pecador?, ¿murió por ti?, ¿has puesto tu confianza en Él? Si lo has hecho, Él murió por ti. ¿Dices “no, yo no he puesto mi confianza en Él”? Entonces recuerda que si vives y mueres sin fe en Cristo, por cada palabra vana y por cada acto ilícito que hayas hecho, punto por punto, y golpe por golpe, la venganza debe castigarte.

Una palabra adicional de aplicación práctica para ustedes. Si Dios ha hecho la expiación en Cristo y ha abierto un camino de salvación, ¿cuál no será la culpa de los que tratan de abrir otro camino; de los que dicen “seré bueno y virtuoso; asistiré a las ceremonias; yo me salvaré a mí mismo”? Qué tonto eres, has insultado a Dios en su punto más delicado, puesto que has insultado a su Hijo. Has dicho “me las puedo arreglar sin esa sangre”; de hecho, has pisoteado la sangre de Cristo y has dicho “no la necesito”. Oh, si el pecador que se arrepiente no será condenado, con cuántos terrores acumulados será condenado el que, además de su impenitencia, apila afrentas sobre la persona de Cristo al querer establecer su propia justicia. Déjala; deja tus harapos, nunca podrás hacer un vestido con ellos; abandona tu tesoro despilfarrado; es una falsificación; renuncia a él. Te aconsejo que compres de Cristo un vestido fino, para que puedas estar debidamente vestido, y también oro fino para que puedas ser rico.

¡Y consideren esto, cada uno de ustedes que me está oyendo! Si Cristo ha hecho expiación por los impíos, entonces permitan que esta pregunta circule, permitan que circule por los pasillos y por la galería, y que resuene en cada corazón, y que sea repetida por cada labio: “¿Y por qué no para mí también?” “¿Y por qué no para mí también?” Ten esperanza, pecador, ten esperanza; Él murió por los impíos. Si se dijera que murió por los piadosos, no habría esperanza para ti. Si estuviera escrito que murió por los buenos, los excelentes y los perfectos, entonces no tendrías ninguna oportunidad. Pero Él murió por los impíos, y tú eres uno de ellos.

¿Qué razón puedes argumentar para concluir que Él no murió por ti? Escúchame, hombre; esto es lo que Cristo te dice: “Cree, y serás salvo”; esto es, confía, y serás salvo. Pon tu alma en las manos de Aquel que llevó tu peso sobre la cruz; confía en Él ahora. Él murió por ti; tu fe es la mejor evidencia para nosotros, y para ti es la prueba de que Cristo te compró con su sangre.

No te demores; no esperes a llegar a casa para ofrecer una plegaria. Confía ahora en Cristo con toda tu alma. No tienes nada más en que confiar; apóyate en Él. Vas hacia abajo; vas hacia abajo. Las olas se están arremolinando a tu alrededor y pronto te van tragar, y tu oirás su gorgoteo cuando estés hundiéndote. Mira, Él te extiende Su mano. “Pecador” -te dice- “Yo te sostendré; aunque las olas ardientes del infierno se estrellen contra ti, yo te libraré de ellas, sólo confía en mí.” ¿Qué dices a esto, pecador? ¿Confiarás en Él? ¡Oh alma mía, recuerda el momento en que confié en Él por primera vez! Hay gozo en el cielo cuando un pecador se arrepiente, pero difícilmente creo que sea un gozo mayor al gozo del pecador arrepentido cuando encuentra a Cristo por primera vez. Para mí fue tan simple y tan sencillo cuando lo supe. Sólo tenía que mirar y vivir, sólo tenía que confiar y ser salvo.

Año tras año había estado corriendo de aquí para allá, tratando de hacer lo que ya había sido hecho, para estar listo para aquello que no requería ninguna preparación. ¡Oh, cuán feliz fue el día en que me aventuré a pasar por la puerta abierta de Su misericordia, sentarme a la mesa preparada de Su gracia, y comer y beber sin preguntar nada!

¡Oh alma, haz lo mismo! Anímate. Confía en Cristo, y si Él te rechaza habiendo tú confiado en Él, entonces mi alma por la tuya cuando nos encontremos frente al tribunal de Dios; yo seré tu prenda y tu promesa en el último gran día, si lo necesitas; pero Él no puede rechazar ni rechazará a nadie que venga a Él por medio de la fe. ¡Que Dios nos acepte y nos bendiga a todos, por medio de Jesucristo! Amén.

 

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