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“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.” Mateo 5: 9
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Esta es la séptima Bienaventuranza. El número siete está rodeado siempre de un halo de misterio. Era el número que denotaba la perfección entre los hebreos, y parecería que el Salvador colocó al pacificador allí, como si casi se aproximara al hombre perfecto en Cristo Jesús. Aquel que quisiera alcanzar la bienaventuranza perfecta, en la medida que pudiera gozarse en la tierra, debería esforzarse por alcanzar esta séptima bendición, y convertirse en un pacificador.
Hay también un significado en la posición del texto, si toman en cuenta el contexto. El versículo que le precede habla de la bienaventuranza de “los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” Es bueno que entendamos esto. Hemos de ser “primeramente puros, después pacíficos.” Nuestro carácter pacífico no ha de hacer nunca un pacto con el pecado, ni una alianza con lo malvado. Debemos poner nuestros rostros como pedernales contra todo lo que sea contrario a Dios y a Su santidad. Una vez que hayamos establecido eso en nuestras almas, podremos avanzar hacia el carácter pacífico para con los hombres.
Y el versículo que sigue a continuación de mi texto también parece colocado allí a propósito. Independientemente de cuán pacíficos seamos en este mundo, seremos tergiversados y malentendidos; y eso no debe sorprendernos, pues incluso el Príncipe de paz, por Su propio carácter pacífico, trajo fuego a la tierra.
Él mismo, aunque amó a la humanidad, y no hizo mal, fue “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto.” Por tanto, para que el de pacífico corazón no se sorprenda cuando se encuentre con el enemigo, se agrega en el siguiente versículo: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.” De esta manera los pacíficos no solamente son declarados bienaventurados, sino que son circundados de bendiciones.
¡Señor, danos gracia para ascender a esta séptima bienaventuranza! Purifica nuestras mentes para que podamos ser “primeramente puros, después pacíficos”, y fortifica nuestras almas, para que nuestro carácter pacífico no nos conduzca a la sorpresa ni a la desesperación, cuando seamos perseguidos por Tu causa entre los hombres.
Ahora procuraremos adentrarnos en el significado de nuestro texto. Quisiéramos tratarlo, con la ayuda de Dios, de la siguiente manera. Primero, vamos a describir al pacificador; en segundo lugar, vamos a proclamar su bienaventuranza; en tercer lugar, vamos a ponerlo a trabajar; y luego, en cuarto lugar, permitiremos que el predicador se convierta en un pacificador.
I. Primero, DESCRIBAMOS AL PACIFICADOR. El pacificador, aunque es distinguido por su carácter, tiene la misma posición externa y la misma condición de otros hombres. En todas las relaciones de la vida se encuentra exactamente igual que los demás hombres.
Así, el pacificador es un ciudadano, y aunque es cristiano, recuerda que el cristianismo no requiere que renuncie a su ciudadanía, sino que la use para dignificarla para la gloria de Cristo. Por esto el pacificador, como ciudadano, ama la paz. Si vive en esta nación, sabe que vive entre personas que son muy sensibles a su honor, y que son fácil y rápidamente susceptibles de provocación, que son un pueblo que es tan pugilístico en su carácter, que la simple mención de guerra hace hervir su sangre, y hace que se sientan inclinados a participar en una contienda de inmediato y con toda su fuerza.
El pacificador recuerda la guerra con Rusia, y se acuerda de cuán tontos fuimos al involucrarnos allá, pues el conflicto nos acarreó grandes pérdidas tanto comerciales como monetarias, y ninguna ventaja perceptible. Sabe que esta nación ha sido arrastrada a la guerra a menudo por objetivos políticos, y que usualmente la presión y la carga recaen sobre el pobre individuo trabajador, sobre aquellos que tienen que ganar sus ingresos con el sudor de su frente.
Por tanto, aunque él, a semejanza de otros hombres, siente hervir su sangre, y como un inglés de nacimiento, siente correr por sus venas la sangre de los antiguos reyes del mar, reprime su reacción y se dice: “no debo contender, pues el siervo de Dios debe ser amable para con todos, apto para enseñar, sufrido.”
Así que da su espalda a la corriente, y cuando escucha por todos lados el ruido de la guerra, y ve que muchos están ansiosos por combatir, hace lo más que pueda para propiciar una corriente de aire refrescante, y pide: “sean pacientes; quédense tranquilos; si esto es un mal, la guerra es el peor mal. Todavía no ha existido una mala paz, y nunca hubo una buena guerra”, -dice- “e independientemente de la pérdida que sostengamos por ser demasiado pasivos, perderíamos en verdad cien veces más si fuésemos demasiado fieros.”
Y luego, en el caso involucrado, piensa cuán malo sería para las dos naciones cristianas que fuesen a la guerra; dos naciones que comparten la misma sangre; dos países que tienen realmente una relación más cercana que la de cualesquiera otros dos países sobre la faz de la tierra; que rivalizan en cuanto a sus instituciones liberales; dos naciones que coadyuvan en la propagación del Evangelio de Cristo; dos naciones que tienen en su seno más elegidos de Dios y más verdaderos seguidores de Cristo que las demás naciones bajo el cielo.
Sí, él piensa para sí que no sería bueno que los huesos de nuestros hijos e hijas fueran destinados a generar el abono de nuestros campos, como lo han hecho en el pasado. Recuerda que los granjeros de Yorkshire trajeron a casa desde Waterloo la tierra vegetal con la que abonaron sus propios campos, es decir, la sangre y los huesos de sus propios hijos e hijas; y no considera conveniente que las praderas de América sean enriquecidas con la sangre y los huesos de sus hijos; y, por otro lado, piensa que no mataría a otro hombre, sino que preferiría que lo mataran, y considera que la sangre sería para él un horrible espectáculo.
Así que dice: “lo que no quisiera hacer yo mismo, no quisiera que otros lo hicieran por mí, y si no quiero ser un asesino, tampoco quisiera que otros murieran por mí.” En visión camina por un campo de batalla; oye los gritos de los moribundos y los gemidos de los heridos; sabe que los propios conquistadores han dicho que todo el entusiasmo de la victoria no ha sido capaz de erradicar el horror de la terrible escena posterior al combate; así que dice: “¡No; paz, paz!”
Y si tuviera alguna influencia en la Comunidad Británica, si fuera un miembro del Parlamento, si escribiera en los periódicos, si hablara desde la tribuna, diría: “analicemos muy bien esto antes de que nos apresuremos a esta contienda. Debemos preservar el honor de nuestro país; debemos mantener nuestro derecho de ofrecer asilo a quienes huyan de sus opresores; debemos procurar que Inglaterra sea siempre el hogar seguro de todo rebelde que huya de su rey, y sea un lugar del que los oprimidos no fueran expulsados nunca por la fuerza de las armas; pero a pesar de todos estos argumentos”, -dice- “¿no puede mantenerse todo esto sin necesidad del derramamiento de sangre?” Y les pide a los oficiales de la ley que analicen muy bien todo y traten de comprobar si, tal vez, sólo se cometió un descuido que pudiera ser perdonado y condonado sin necesidad del derramamiento de sangre, y sin necesidad de desenvainar la espada.
Bien, piensa que la guerra es monstruosa, que en el mejor de los casos es cruel, y que es el peor de todos los azotes; y considera a los soldados como las rojas ramitas de una vara sangrienta, y le ruega a Dios que no hiera a la nación culpable de esta manera, sino que guardemos la espada por algún tiempo, para que no nos veamos sumidos en problemas, sobrecogidos de aflicción, y expuestos a la crueldad que puede llevar a miles a la tumba y a multitudes a la pobreza. Así actúa el pacificador; y siente que mientras actúa así, su conciencia lo justifica, y es bienaventurado, y los hombres reconocerán un día que él era uno de los hijos de Dios.
Pero el pacificador no es solamente un ciudadano, sino que también es un hombre, y si algunas veces no se mete en la política en general, como hombre, piensa que su política personal ha de ser siempre la de la paz. Por ello, si viera su honor manchado, no lo defendería: considera que enojarse con su semejante sería una mayor mancha para su honor, que soportar un insulto. Escucha que otros dicen: “si pisoteas a un gusano respingará”; pero él dice: “yo no soy un gusano, sino un cristiano, y por eso no respingo, excepto para bendecir la mano que me golpea, y para orar por aquellos que malignamente abusan de mí.”
Tiene su temperamento, pues el pacificador puede enojarse, y ay del hombre que no se enoje; sería como Jacob que cojeaba de su cadera, pues la ira es uno de los pies santos del alma, cuando se dirige en la dirección correcta; pero aunque se enoje, ha aprendido el mandamiento: “airaos, pero no pequéis,” y “no se ponga el sol sobre vuestro enojo.”
Cuando está en casa, el pacificador busca estar en armonía con sus sirvientes y con los de casa; prefiere tolerar muchas cosas antes que decir una palabra inoportuna, y si tiene que reprender, siempre lo hace con amabilidad, diciendo: “¿por qué haces esto?; ¿por qué haces esto?”, no con la severidad de un juez, sino con la ternura de un padre.
El pacificador podría aprender una lección, tal vez, de una historia que descubrí la semana pasada cuando leía la vida del señor John Wesley. Cuando Wesley iba en un barco con rumbo a América en compañía del señor Oglethorpe, quien había sido nombrado gobernador de Savannah, un día escuchó un gran ruido en la cabina del gobernador. Así que el señor Wesley fue allá, y el gobernador le dijo: “me atrevería a decir que usted quiere saber a qué se debe todo este ruido, señor. Tengo un buen motivo para ello. Usted sabe, señor,” -dijo- “que el único vino que bebo es el de Chipre, pues es muy necesario para mí; lo subí a bordo, y este pillo sirviente mío, este Grimaldi, se lo ha bebido todo; haré que lo azoten en la cubierta del barco, y lo embarcaremos a la fuerza en el primer buque de guerra que nos encontremos. Será enganchado al servicio de ‘su majestad’, y le irá muy mal, pues le haré saber que yo nunca olvido.” “Su señoría”, le respondió el señor Wesley, “entonces yo espero que usted no peque nunca.” La reprensión fue tan oportuna, tan aguda y tan necesaria, que el gobernador replicó al instante: “ay, señor, yo sí peco, y he pecado en lo que acabo de decir. Por lo que me ha dicho, será perdonado. Espero que no vuelva a hacerlo.”
De esta manera, el pacificador piensa siempre que, puesto que él mismo es un pecador responsable ante su propio Señor, es mejor que no sea un patrón muy duro para con sus siervos, para no provocar a su Dios si los provoca a ellos.
El pacificador va también más allá, y cuando tiene compañía algunas veces se enfrenta con menosprecios, e incluso con insultos, pero aprende a soportar todo esto, pues considera que Cristo sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo.
El santo Cotton Mather, un grandioso teólogo puritano de los Estados Unidos, había recibido un sinnúmero de cartas anónimas que lo ultrajaban grandemente; habiéndolas leído y guardado, puso una cinta de papel alrededor de ellas y escribió sobre esa cinta cuando colocó las cartas sobre un estante, “Libelos. Padre, ¡perdónalos!”
Eso es lo que hace el pacificador. Dice de todas estas cosas: “son libelos. Padre, ¡perdónalos!”, y no se apresura a defenderse, sabiendo que Aquel a quien sirve cuidará de que su buen nombre sea preservado, si él mismo se cuida de su caminar en medio de los hombres. Se mete a un negocio, y a veces le ocurre al pacificador que se dan ciertas circunstancias en las que se ve grandemente tentado a acudir a la ley; pero no acude nunca, a menos que se vea obligado a hacerlo, pues él sabe que involucrarse con los procesos legales es como jugar con herramientas filosas, y que incluso los que son hábiles en el uso de esas herramientas se cortan los dedos.
El pacificador recuerda que la ley es sumamente beneficiosa para aquellos que la ejercen profesionalmente; sabe también, que mientras los hombres dan una moneda de plata al ministerio para el bien de sus almas, y mientras pagan una guinea a su médico para el bien de sus cuerpos, tienen que gastar cien libras esterlinas o hasta quinientas, como adehala (1) para su abogado en la Corte Suprema de Justicia.
Así que dice: “no, es preferible que yo sea agraviado por mi adversario, y que él saque una ventaja, a que los dos tengamos que perderlo todo.” Así que pasa por alto algunas de estas cosas, y descubre que, a la larga, no pierde más por renunciar a sus derechos algunas veces. Hay momentos en los que se ve obligado a defenderse; pero aun entonces está listo para cualquier negociación, dispuesto a ceder en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia.
Ha aprendido el viejo adagio que reza: “una onza de prevención es mejor que un kilo de remedio,” y lo tiene en cuenta para ponerse de acuerdo con su adversario pronto, entre tanto que está con él en el camino, y no se involucra en la contienda sino que la evita, y si no pudiera evitarla, busca acabarla tan pronto como sea posible, como delante de Dios.
Y, luego, el pacificador es un vecino, pero no busca nunca entrometerse en las disputas de sus vecinos, y menos aún si se trata de una disputa entre su vecino y su esposa, pues sabe muy bien que si esos dos están en desacuerdo, pronto estarán de acuerdo en estar en desacuerdo con él, si se entrometiera con ellos. Si se llegara a solicitar su intervención cuando hay una disputa entre dos vecinos, nunca los incita a la animosidad, sino que les dice: “no hacen bien, hermanos míos; ¿por qué contender el uno contra el otro?”
Y aunque no apoya al lado culpable, sino que busca hacer justicia, siempre mitiga su justicia con misericordia, y le dice al que ha sido afectado: “¿no puedes tener la nobleza de perdonar?” Y a veces se coloca entre los dos, cuando están muy enojados, y recibe los golpes procedentes de ambos lados, pues sabe que eso hizo Jesús, que recibió los golpes de Su Padre y los que le propinamos nosotros también, de tal forma que sufrió en lugar nuestro, para que se diera la paz entre Dios y el hombre.
Así actúa el pacificador, siempre que es llamado a realizar sus buenos oficios, y más especialmente si su condición le permite hacerlo con autoridad. Se esfuerza, cuando se sienta en el tribunal, para no llevar el caso a juicio, si pudiera arreglarse de otra manera.
Si se tratara de un ministro, y hubiere una diferencia en medio de su pueblo, no se mete en detalles, pues sabe muy bien que hay mucha chismografía vana; más bien dice: “Paz” a las olas, y “Silencio” a los vientos, y así convida a los hombres a la vida. Tienen tan poco tiempo para convivir juntos, piensa, que sería conveniente que vivieran en armonía. Así que afirma: “¡Cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!”
Pero además, el pacificador considera que su título más elevado es el de ser un cristiano. Siendo cristiano, se une a alguna Iglesia cristiana; y allí, como pacificador, es como un ángel de Dios. Incluso hay iglesias que están doblegadas por las debilidades, y esas debilidades son la causa de que los cristianos y las cristianas difieran algunas veces. Así que el pacificador dice: “esto es indigno, hermano mío; vivamos en paz”; y recuerda lo que Pablo dijo: “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor”; y piensa que si Pablo les rogó a estas dos mujeres que fueran de un mismo sentir, la unidad debe ser algo bendito, y trabaja para lograrla.
Y algunas veces el pacificador, cuando detecta que podrían brotar algunas diferencias entre su denominación y otras denominaciones, acude a la historia de Abram, y lee cómo los pastores de Abram contendían con los pastores de Lot, y nota que en el mismo versículo dice: “y el cananeo y el ferezeo habitaban entonces en la tierra.” Entonces considera que era una vergüenza que, allí donde había ferezeos de quienes cuidarse, los seguidores del verdadero Dios tuvieran desacuerdos.
Dice a los cristianos: “no hagan esto, pues hacemos que el diablo se divierta; deshonramos a Dios; dañamos nuestra propia causa; arruinamos las almas de los hombres”; y dice: “envainen sus espadas; guarden la paz, y no luchen entre ustedes.”
Quienes no son pacificadores, cuando son recibidos en la Iglesia, altercarán por causa de la más pequeña insignificancia; diferirán acerca del más nimio punto; y hemos conocido Iglesias rasgadas en pedazos, y cismas perpetrados en los cuerpos cristianos por causa de cosas tan insensatas, que un hombre sabio no podría percibir la causa; por cosas tan ridículas, que un hombre razonable las habría pasado por alto.
El pacificador dice: “Seguid la paz con todos.” Especialmente ora para que el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de paz, descanse sobre la Iglesia en todo momento, haciendo uno de todos los creyentes, para que siendo uno en Cristo, el mundo sepa que el Padre ha enviado a Su Hijo al mundo; pues Su misión fue anunciada con un cántico angélico: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”
Ahora, yo confío que en la descripción que he hecho del pacificador, haya podido describir a algunos de ustedes; pero me temo que la mayoría tendría que decir: “bien, en muchos aspectos me quedo corto.” Sin embargo, yo todavía agregaría esto. Si hubiese dos cristianos aquí presentes, que tengan alguna diferencia entre ellos, yo quisiera ser un pacificador, y les pediría que fuesen también pacificadores.
Dos espartanos habían altercado entre ellos, y el rey de Esparta, Aris, ordenó que ambos se reunieran con él en un templo. Cuando ambos llegaron allí, escuchó sus respectivas quejas; y le dijo al sacerdote: “cierra con llave las puertas del templo; estos dos no podrán salir nunca hasta que lleguen a un acuerdo”; y allí, dentro del templo, dijo: “es impropio diferir.” Así que eliminaron de inmediato sus diferencias, y se fueron.
Si esto se hizo en el templo de un ídolo, con mayor razón debe hacerse en la casa de Dios; y si el espartano pagano hizo esto, con mayor razón debe hacerlo el cristiano, el creyente en Cristo.
En este preciso día, aléjense de toda amargura y de toda malicia, y díganse el uno al otro: “si en algo me has ofendido, queda perdonado; y si en algo te he ofendido, confieso mi error; que la disensión quede subsanada, y como hijos de Dios, guardemos la unión del uno para con el otro.” Bienaventurados aquellos que puedan hacer esto, pues “¡Bienaventurados los pacificadores!”
II. Habiendo descrito de esta manera al pacificador, seguiré adelante para DECLARAR SU BIENAVENTURANZA. “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.” Un triple reconocimiento está implicado.
Primero, es bienaventurado; esto es, Dios lo bendice, y yo sé que aquel a quien Dios bendice, es bendito; y aquel a quien Dios maldice, es maldito. Dios le bendice desde el más alto cielo. Dios le bendice a semejanza de Dios. Dios le bendice con las abundantes bendiciones que están atesoradas en Cristo.
Y mientas él es bendito de Dios, esa bendición es esparcida a través de su propia alma. Su conciencia da testimonio que como a los ojos de Dios, por medio del Espíritu Santo, ha buscado honrar a Cristo entre los hombres.
Más especialmente es bendito mayormente cuando es más asediado por las maldiciones, pues entonces reconoce la enseñanza: “así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.” Y, aunque ha recibido el mandamiento de regocijarse en todo momento, tiene el mandamiento especial de estar sumamente alegre cuando es maltratado. Por tanto, si por hacer el bien es llamado a sufrir, lo acepta tranquilo y se goza de llevar de esta manera una parte de la cruz del Salvador.
Cuando se retira a su cama, ningún sueño de enemistad turba su descanso. Se levanta y se va a su trabajo, y no teme el rostro de ningún hombre, pues puede decir: “sólo tengo en mi corazón amistad hacia todos”; y si es atacado por la calumnia, o sus enemigos fraguan una mentira en su contra, puede decir a pesar de todo:
Ambos cuentan en mi corazón con un interés de hermano.
Y con cierta frecuencia sucede que es bendecido incluso por el malvado; pues aunque no le quisieran decir nada bueno, no pueden evitarlo. Venciendo el mal con el bien, ascuas amontonará sobre sus cabezas, y derretirá la frialdad de su enemistad, hasta que ellos mismos lleguen a decir: “es un buen hombre.” Y cuando muera, aquellos a quienes ha reconciliado, dirán sobre su tumba: “sería muy bueno que el mundo viera a más personas semejantes a él; no habría ni la mitad de refriegas, ni la mitad del pecado que hay, si hubiera más personas semejantes a él.”
En segundo lugar, podrán observar que el texto no dice únicamente que es bienaventurado; sino que agrega que es uno de los hijos de Dios. Esto es por adopción y gracia; pero la pacificación es una dulce evidencia de la obra interna del Espíritu pacificador. Además, como un hijo de Dios, tiene una semejanza a su Padre que está en el cielo. Dios es pacífico, longánimo, y tierno, lleno de misericordia, piedad, y compasión. Así es este pacificador. Siendo a semejanza de Dios, lleva la imagen de su Padre. De esta manera da testimonio a los hombres de que es uno de los hijos de Dios.
Como uno de los hijos de Dios, el pacificador tiene acceso a su Padre. Se acerca a Él con confianza, diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos,” cosa que no se atrevería a decir, si no pudiera argumentar con una clara conciencia, “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.” Siente un lazo de hermandad con el hombre, y por eso siente que puede regocijarse en la Paternidad de Dios. Se acerca con confianza y con intenso deleite a su Padre que está en el cielo, pues es uno de los hijos del Altísimo, que hace el bien tanto al malagradecido como al que es malo.
Y todavía hay una tercera palabra de reconocimiento en el texto. “Serán llamados hijos de Dios.” No solamente lo son, sino que serán llamados así. Esto es, incluso sus enemigos los llamarán así. Incluso el mundo dirá: “¡Ah!, ese hombre es un hijo de Dios.”
Tal vez, amados, no hay nada que impacte tanto a los impíos como el comportamiento pacífico de un cristiano bajo los insultos. Hubo una vez un soldado en la India, un tipo muy fornido, que había sido, antes de alistarse en el ejército, un pugilista, y después había realizado muchos hechos de valor. Cuando fue convertido a través de la predicación de un misionero, todos sus compinches lo convirtieron en el hazmerreír. Consideraban imposible que un hombre que hubiera sido como él, se convirtiera en un cristiano pacífico. Así que un día, cuando celebraban una comida, uno de ellos le arrojó protervamente a su cara y a su pecho un recipiente lleno de sopa escaldante. El pobre hombre rasgó sus vestidos para secarse el hirviente líquido, y sin embargo, guardando su compostura en medio de su excitación, dijo: “yo soy un cristiano, yo debo esperar esto”, y les sonrió. El que lo hizo comentó: “si yo hubiera sabido que lo tomarías de la manera que lo hiciste, no lo habría hecho nunca. Lamento haberlo hecho.” La paciencia del hombre reprendió a la malicia de ellos, y todos dijeron que era un cristiano. De esta manera fue llamado un hijo de Dios. Vieron en él una evidencia que era para ellos sumamente impactante, porque sabían que ellos no podrían haber hecho lo mismo.
Cuando el señor Kilpin de Exeter, iba caminando un día por la calle, un hombre malvado lo empujó desde la calle para que cayera en el cauce, y cuando caía en el cauce, el hombre dijo: “cae allí, John Bunyan, pues eso es lo único bueno para ti.” El señor Kilpin se levantó y prosiguió su camino, y cuando posteriormente este hombre quiso saber cómo había reaccionado al insulto, quedó muy sorprendido cuando todo lo que le dijo el señor Kilpin fue que había recibido más honra que deshonra, pues para ser llamado John Bunyan, valía la pena ser revolcado en el cauce mil veces. Entonces el que había hecho esto dijo que Kilpin era un buen hombre.
Así que aquellos que son pacificadores son “llamados hijos de Dios.” Ellos lo demuestran al mundo de tal manera, que los propios ciegos tienen que ver y los propios sordos tienen que oír que Dios verdaderamente está en ellos. ¡Oh, que tuviésemos la suficiente gracia para ganar este bendito reconocimiento! Si Dios te ha llevado lo suficientemente lejos, querido lector, para tener hambre y sed de justicia, te ruego que no ceses de tener hambre hasta que te hubiere llevado a ser un pacificador, para que puedas ser llamado un hijo de Dios.
III. Pero ahora, en tercer lugar, he de esforzarme para PONER A TRABAJAR AL PACIFICADOR.
Ustedes tienen que hacer mucho trabajo, no lo dudo, en sus propios hogares y en sus propios círculos de conocidos. Vayan y háganlo. Recordarán bien aquel texto de Job: “¿Se comerá lo desabrido sin sal? ¿Habrá gusto en la clara del huevo?”, y por medio de esta frase Job quería que supiéramos que las cosas desabridas tienen que ser acompañadas de algo más, pues de lo contrario no serían agradables al paladar.
Ahora, nuestra religión es algo desabrido para los hombres: le tenemos que poner sal; y esta sal tiene que ser nuestra quietud y nuestra disposición de ser pacificadores. Entonces aquellos que hubieran evadido nuestra religión cuando estaba sola, dirán, al comprobar que va acompañada de sal: “esto es bueno”, y podrán encontrar un sabor grato en esta “clara del huevo.”
Si quisieran que su piedad fuese reconocida por los hijos de los hombres, hagan una obra clara y limpia en sus propias casas, expurgando la vieja levadura, para que puedan ofrecer un sacrificio a Dios que sea piadoso y celestial. Si tienen algunas trifulcas entre ustedes, o divisiones, les ruego que, así como Dios los perdonó por causa de Cristo, ustedes se perdonen también.
Por el sudor sangriento de Aquel que oró por ustedes, y por las agonías de Aquel que murió por ustedes, y que al morir dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen,” perdonen a sus enemigos, y sigan el mandato “Orad por los que os ultrajan y os persiguen, y bendecid a los que os maldicen.” Que siempre se diga de ti, como cristiano, “ese hombre es manso y humilde de corazón, y prefiere soportar una injuria que provocar alguna injuria a otro.”
Pero el principal trabajo que quiero ponerlos a hacer, es este: Jesucristo fue el más grande de todos los pacificadores. “Él es nuestra Paz.” Él vino a establecer la paz con el judío y con el gentil, “pues de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación.” Él vino a establecer la paz entre todas las nacionalidades en pugna, pues ya no somos “griegos, bárbaros ni escitas, siervos ni libres, sino que Cristo es el todo, y en todos.” Él vino a establecer la paz entre la justicia de Su Padre y nuestras almas ofensoras, y ha obtenido la paz para nosotros por medio de la sangre de Su cruz.
Ahora, ustedes que son los hijos de paz, esfuércense como instrumentos en Sus manos para lograr la paz entre Dios y los hombres. Eleven sus oraciones al cielo por las almas de sus hijos. No permitan que cesen jamás las súplicas por las almas de todos sus conocidos y parientes. Oren por la salvación de todos sus semejantes que perecen. Así serán pacificadores.
Y cuando hubieren orado, usen todos los medios a su alcance. Prediquen, si Dios les ha dado esa habilidad; prediquen la palabra de vida que reconcilia, con el Espíritu Santo enviado del cielo. Enseñen, si no pueden predicar. Enseñen la Palabra. “Insten a tiempo y fuera de tiempo.” “Siembren junto a todas las aguas”; pues el Evangelio “habla mejor que la sangre de Abel,” y clama la paz para los hijos de los hombres.
Escríbanles a sus amigos acerca de Cristo; y si no pueden hablar mucho, hablen un poco de Él. Pero, ¡oh!, establezcan como el objetivo de su vida ganar a otros para Cristo. No se queden satisfechos nunca con ir solos al cielo. Pídanle al Señor que puedan ser los padres espirituales de muchos hijos, y que Dios los bendiga permitiéndoles participar grandemente en la recolección de la cosecha del Redentor.
Doy gracias a Dios porque hay muchos entre ustedes que están vivos al amor de las almas. Mi corazón se alegra cuando oigo acerca de las conversiones y cuando recibimos a los convertidos; pero me siento más alegre cuando muchos de ustedes, convertidos por mi propia instrumentalidad, bajo Dios, son utilizados como los medios de conversión de otros.
Hay hermanos y hermanas aquí, que me presentan constantemente, que nos visitaron por primera vez gracias a ellos, sobre quienes vigilaron y oraron, y finalmente fueron presentados al ministro, para que él oyera su confesión de fe. ¡Esos pacificadores son bienaventurados! Han “salvado de muerte un alma, y han cubierto multitud de pecados.” “Los que enseñan la justicia a la multitud resplandecerán como las estrellas a perpetua eternidad.” Ellos, en verdad, en el propio cielo “serán llamados hijos de Dios.”
La genealogía de ese libro, en el que están escritos los nombres de todo el pueblo del Señor, registrará que por medio de Dios el Espíritu Santo, ellos llevaron almas al vínculo de paz a través de Jesucristo.
IV. Por último, el ministro tiene ahora que PRACTICAR SU PROPIO TEXTO, Y ESFORZARSE POR MEDIO DE DIOS EL ESPÍRITU SANTO PARA SER UN PACIFICADOR ESTA MAÑANA.
Hablo en esta mañana a una multitud de personas que no saben nada de la paz; pues “No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos.” “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo.” Yo no les hablo movido por algún deseo de establecer una falsa paz con sus almas. Ay de los profetas que dicen: “¡Paz, paz; y no hay paz!” Antes que nada, permítannos hacer un sólido trabajo sobre este asunto: exponer al que no tiene paz, el estado bélico de su alma.
¡Oh, alma!, tú estás en guerra esta mañana con tu conciencia. Has procurado tranquilizarla, pero te remorderá. Has encerrado al cronista de la ciudad de Almahumana en un lugar oscuro, y has construido una pared delante de su puerta; pero aun así, cuando le sobrevengan sus espasmos, tu conciencia tronará contra ti y dirá: “esto no es correcto; este es el sendero que conduce al infierno; este es el camino de la destrucción.”
¡Oh!, para algunos de ustedes la conciencia es como un fantasma que los ronda de día y de noche. Ustedes conocen el bien, aunque elijan el mal; se espinan sus dedos con las espinas de la conciencia cuando tratan de cortar la rosa del pecado. Para ustedes el camino que desciende no es fácil; está vallado y cavado, y hay muchas barras y puertas y cadenas por el camino; pero ustedes pasan por encima de todo ello, resueltos a destruir sus propias almas.
¡Oh!, hay una guerra entre ustedes y su conciencia. La conciencia les dice: “arrepiéntete”; pero ustedes responden: “no lo haré.” La conciencia les dice: “cierra tu tienda el domingo”; la conciencia les dice: “cambia este sistema de hacer negocios, eso es engañar”; la conciencia dice: “no se mientan el uno al otro, pues el Juez está a la puerta”; la conciencia dice: “no tomes esa copa de licor, pues convierte al hombre en algo peor que una bestia”; la conciencia dice: “apártate de esa relación impúdica, acaba con ese mal, cierra tu puerta a la lujuria”; pero ustedes responden: “beberé la dulzura aunque me condene; beberé mis copas e iré a los lugares que frecuento, aunque perezca en mis pecados.”
Hay guerra entre tú y tu conciencia. La conciencia es todavía el vicegerente de Dios en tu alma. Deja que la conciencia hable un momento o dos en esta mañana. No le tengas miedo; es tu buena amiga, y aunque hable rudamente, vendrá el día en que sabrás que hay más música en los propios rugidos de la conciencia que en todas las dulces notas de sirena que adopta la lascivia para engañarte para tu ruina. Deja que hable tu conciencia.
Pero, además, hay guerra entre tú y la ley de Dios. Los diez mandamientos están en tu contra en esta mañana. El primero da un paso al frente y dice: “que sea maldito, pues me niega. Tiene otro dios además de mí, su dios es su vientre, y le rinde homenaje a su lujuria.” Todos los diez mandamientos, como diez grandes piezas de artillería, están apuntándote el día de hoy, pues has quebrantado todos los estatutos de Dios, y has vivido en el olvido diario de todos Sus mandatos.
¡Alma!, descubrirás que es algo muy duro ir a la guerra contra la ley. Cuando la ley vino en paz, todo el monte Sinaí humeaba, e incluso Moisés llegó a decir: “Estoy espantado y temblando.” ¿Qué harán cuando la ley venga en terror, cuando la trompeta del arcángel te arranque de tu tumba, cuando los ojos de Dios miren llameantes a la culpa de tu alma, cuando los grandes libros sean abiertos, y todo tu pecado y tu vergüenza sean publicados? ¿Podrías enfrentarte a una ley airada en aquel día? Cuando los oficiales de la ley den un paso al frente para entregarte a los atormentadores, y te arrojen para siempre lejos de la paz y de la felicidad, pecador, ¿qué vas a hacer? ¿Acaso puedes morar en los fuegos eternos? ¿Acaso puedes soportar las quemaduras sempiternas?
¡Oh, hombre!, “Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último cuadrante.”
Pero, pecador, ¿estás consciente de que estás en guerra contra Dios en este día? Has olvidado y menospreciado a Quien te hizo y ha sido tu mejor amigo. Él te ha alimentado, y tú has usado tu fuerza en contra Suya. Él te ha vestido -los vestidos con los que cubres tu espalda hoy son la librea de Su bondad-, y, sin embargo, en lugar de ser el siervo de Aquel cuya librea vistes, eres el esclavo de Su mayor enemigo.
El simple aire que fluye por tus fosas nasales es un préstamo de Su caridad, y sin embargo tú usas ese aliento para maldecirle, o lo usas en la lascivia o en la conversación indecorosa, para deshonrar Sus leyes. El que te hizo se ha convertido en tu enemigo por causa de tu pecado, y tú lo odias hoy y desprecias Su Palabra.
Tú dices: “yo no le odio.” Alma, entonces te exhorto: “cree en el Señor Jesucristo.” “No,” -dices tú- “¡no puedo, no haré eso!” Entonces le odias. Si lo amaras, guardarías Su grandioso mandato. “Sus mandamientos no son gravosos”, son dulces y fáciles. Creerías en Su Hijo, si amaras al Padre, pues “Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él.”
¿Estás así en guerra con Dios? Entonces te encuentras en una terrible condición. ¿Acaso podrías hacer frente al que viene contra ti con diez mil? ¿Podrías enfrentarte con Aquel que es Todopoderoso, que hace que el cielo se cimbre a su reproche, y que quebranta a la serpiente tortuosa con una palabra? ¿Esperas poder esconderte de Él? “¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea? Si te escondieres en la cumbre del Carmelo, allí te buscaré y te tomaré; y aunque te escondieres de delante de mis ojos en lo profundo del mar, allí mandaré a la serpiente y te morderá. Aunque cavases hasta el Seol, de allí te tomará mi mano; y aunque subieres hasta el cielo, de allá te haré descender.” La creación es tu prisión, y Él puede encontrarte cuando quiera.
¿O acaso piensas que puedes soportar Su furia? ¿Acaso son tus costillas de hierro? ¿Acaso son tus huesos de bronce? Aunque lo fueran, se derretirían como cera ante la venida del Señor Dios de los ejércitos, pues Él es poderoso, y como un león despedazará a Su presa, y como un fuego devorará a Su adversario, “Porque nuestro Dios es fuego consumidor.”
Este, entonces, es el estado de cada hombre inconverso y de cada mujer inconversa en este lugar en este día. Están en guerra con la conciencia, en guerra contra la ley de Dios, y en guerra contra el propio Dios. Y ahora, entonces, como embajadores de Dios, venimos a tratar de la paz. Les suplico que presten atención. “Como si Dios rogase por mi medio; les ruego en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” “En su nombre.”
Supongamos que el ministro desapareciera por un momento. Miren y escuchen. Es Cristo quien les habla ahora. Me parece escuchar que les habla a algunos de ustedes. Esta es la manera en que les habla: “alma, yo te amo; te amo de todo corazón; no quisiera que estés enemistado con mi Padre.” Las lágrimas comprueban la verdad de lo que dice, mientras clama: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” “Sin embargo,” -dice- “vengo a tratar contigo de la paz. Ven luego y estemos a cuenta. Haré contigo pacto eterno, las misericordias firmes a David. Pecador,” -dice- “se te pide que escuches la nota de paz de Dios para tu alma, pues dice así: “tú eres culpable y estás condenado; ¿confesarás esto? ¿Estás dispuesto a deponer las armas ahora, y decir, Grandioso Dios, yo me someto, yo me someto; no quiero ser más Tu enemigo?” Si es así, la paz es proclamada a ti. “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.”
El perdón es presentado gratuitamente a cada alma que se arrepienta sinceramente de su pecado; pero ese perdón debe venir a ti a través de la fe. De esta manera está Jesús aquí este día, y señala las heridas sobre Su pecho, y extiende Sus manos sangrantes. Él dice: “¡pecador, confía en Mí y vive!” Dios ya no te proclama más Su fiera ley, sino Su dulce, Su sencillo Evangelio: cree y vive. “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.” “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
¡Oh, alma! ¿Se mueve el espíritu de Dios en ti en este día? ¿Dices: “Señor, quiero estar en paz contigo?” ¿Estás dispuesto a aceptar a Cristo bajo Sus propios términos, aunque no son términos para nada: establecen simplemente que no haya términos en el asunto, sino que te entregues, cuerpo, alma, y espíritu, para ser salvado por Él?
Ahora, si mi Señor estuviese aquí visiblemente, pienso que les suplicaría de tal manera que muchos de ustedes dirían: “Señor, yo creo; quiero estar en paz contigo.” Pero ni siquiera el propio Cristo convirtió a ningún alma aparte del Espíritu Santo, e incluso Él como predicador no ganó a muchos para Él, pues eran de un corazón empedernido. Si el Espíritu Santo estuviese aquí, podría bendecirlos abundantemente mientras yo suplico en el nombre de Cristo como si Él mismo les suplicara.
¡Alma!, ¿quieres recibir a Cristo o no? Jóvenes, jovencitas, puede ser que no vuelvan a escuchar esta palabra predicada en sus oídos otra vez. ¿Morirán enemistados con Dios? Ustedes que están sentados aquí, siendo todavía inconversos, su última hora podría llegar antes de que salga el sol de otro domingo. Puede ser que ya no vean el mañana. ¿Se adentrarán en la eternidad, como “enemigos de Dios en vuestra mente, haciendo malas obras?”
¡Alma!, ¿recibirás a Cristo o no? Di que no, si quieres decirlo. Di: “no, Cristo, no seré jamás salvado por Ti.” Dilo. Mira el asunto de frente. Pero yo pido que no digas: “yo no voy a responder.” Vamos, da alguna respuesta en este día: ay, en este día. Demos gracias a Dios, porque puedes dar una respuesta. Demos gracias a Dios porque no estás en el infierno. Demos gracias a Dios porque tu sentencia no ha sido pronunciada, porque no has recibido lo que mereces. ¡Que Dios te ayude a dar la respuesta correcta! ¿Recibirás a Cristo o no? “No soy apto.” No se trata de aptitud; sólo es: ¿lo recibirás? “Yo soy negro.” Él vendrá a tu negro corazón y lo limpiará. “Oh, pero yo tengo un corazón empedernido.” Él vendrá a tu endurecido corazón y lo ablandará. ¿Lo recibirás? Tú puedes recibirlo si quisieras.
Cuando Dios hace que un alma quiera, es una clara prueba que quiere darle a Cristo a esa alma; y si tú quieres, Él también quiere; si Él ha hecho que quieras, puedes recibirlo. “Oh,” -dirá alguno- “no puedo pensar que yo pueda recibir a Cristo.” Alma, tú puedes recibirlo ahora. ¡María, Él te llama! ¡Juan, Él te llama!
Pecador, quienquiera que seas en medio de esta gran muchedumbre, si hubiere en tu alma en este día una santa disposición hacia Cristo, ay, o si hubiere al menos un desfalleciente deseo hacia Él, ¡Él te llama, Él te llama! Oh, no te demores, sino ven y confía en Él. Oh, si yo tuviera un Evangelio como este para predicarlo a las almas condenadas en el infierno, ¡qué efecto tendría sobre ellas! En verdad, en verdad, si ellas pudieran oír el Evangelio predicado a sus oídos, me parece que las lágrimas regarían sus pobre mejillas, y dirían: “Grandioso Dios, si sólo pudiésemos escapar de Tu ira, nos aferraríamos a Cristo.”
Pero, he aquí, el Evangelio es predicado entre ustedes, es predicado cada día, pero se acostumbran a oírlo, me temo, como una vieja, vieja historia. Tal vez se deba a mi pobre manera de predicarlo; pero Dios sabe que si supiera cómo explicarlo mejor, lo haría.
¡Oh, Señor mío, envía un mejor embajador a estos hombres, si eso los atrajera! ¡Envía un intercesor más sincero, y un corazón más tierno, si eso los trajera a Ti! ¡Pero, oh, atráelos, atráelos! Nuestro corazón anhela ver que sean atraídos.
Pecador, ¿recibirás a Cristo o no? Este día es el día del poder de Dios para algunas de sus almas, lo sé. El Espíritu Santo está tratando con algunos de ustedes. ¡Señor, gánalos, conquístalos, domínalos! Tal vez digas: “¡Sí, feliz día!, quiero ser conducido en triunfo, cautivo al grandioso amor de mi Señor.” Alma, esto ha sido hecho, si tú crees. Confía en Cristo, y tus múltiples pecados son todos perdonados: arrójate a los pies de Su amada cruz, y di:
Me arrojo en Tus brazos;
Sé Tú mi fortaleza y mi justicia,
Mi Jesús y mi todo.”
Y si Él te rechazara, cuéntanoslo todo. Si Él te desairara, queremos enterarnos. Nunca hubo un caso así. Él siempre ha recibido a los que se acercan. Él es un Salvador generoso y sincero. ¡Oh, pecador, Dios te trae para que pongas tu confianza en Él de una vez por todas! ¡Espíritus que moran en lo alto!, afinen sus arpas nuevamente; hay un pecador nacido a Dios en este día. ¡Dirige tú la alabanza, oh Saulo de Tarso, y acompaña tú con la más dulce música, oh María, la pecadora! ¡Que la música resuene hoy delante del trono; pues han nacido herederos de la gloria, e hijos pródigos han regresado! ¡A Dios sea la gloria eternamente y para siempre! Amén.
Nota del traductor: (1) Refresher en inglés, o sea, adehala, suma que se da al abogado en las causas que se prolongan demasiado.
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