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“Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey viene a ti, manso, y sentado sobre un asna, sobre un pollino, hijo de animal de carga.” Mateo 21: 5
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #405 – La Entrada Triunfal en Jerusalén
Hemos leído el capítulo del cual proviene nuestro texto; ahora permítanme repasar el incidente ante ustedes. Había una expectación en la mente de la generalidad del pueblo judío de que el Mesías estaba a punto de llegar. Ellos esperaban que fuera un príncipe temporal; que fuera alguien que combatiría contra los romanos y restauraría a los judíos su nacionalidad perdida. Había muchos que, aunque no creían en Cristo con una fe espiritual, esperaban que fuera tal vez para ellos un grandioso libertador temporal, y leemos que, en un par de ocasiones, habían querido apoderarse de Él para hacerle rey, pero Él se retiraba. Prevalecía un ávido deseo de que alguien, cualquiera que fuera, izara el estandarte de la rebelión y pasara al frente del pueblo en contra de sus opresores.
Viendo las obras portentosas hechas por Cristo, el deseo engendró el pensamiento, y se imaginaron que Él podría probablemente restituir el reino a Israel y darles la libertad. El Salvador vio que finalmente se estaba llegando a una crisis. Para Él necesariamente tenía que ser una de dos opciones: la muerte por haber decepcionado la expectación popular o, de lo contrario, debía ceder a los deseos del pueblo, y ser nombrado rey. Ustedes saben qué cosa eligió.
Él vino para salvar a otros y no para ser ungido rey en el sentido en que los judíos lo entendían. El Señor había obrado un milagro sumamente extraordinario: había resucitado a Lázaro de los muertos después de haber estado enterrado cuatro días. Este fue un milagro tan asombroso e inusitado, que se convirtió en el tema de conversación del pueblo. Multitudes abandonaban Jerusalén y se dirigían a Betania, que estaba situada a unos tres kilómetros de distancia, para ver a Lázaro. El milagro estaba bien comprobado. Había multitudes de testigos; era aceptado por la generalidad como uno de los mayores portentos de la época, y, derivado de eso, dedujeron que Cristo tenía que ser el Mesías.
La gente decidió en ese momento que lo harían rey, y que debía salir al frente contra las huestes de Roma. Él, aunque no tenía tales aspiraciones, encauzó el entusiasmo de la gente para que mediante eso, tuviera la oportunidad de cumplir lo que estaba escrito acerca de Él en los profetas. No deben concebir que todos aquellos que tendían ramas en el camino y clamaban: “¡Hosanna!”, tenían interés en Cristo como príncipe espiritual. No, ellos pensaban que Él había de ser un libertador temporal, y cuando posteriormente descubrieron que estaban equivocados, le odiaron tanto como le habían amado, y “¡Crucifícale, crucifícale!”, fue un grito tan fuerte y vehemente como: “¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor!”
De esta manera nuestro Salvador se valió de su desatinado entusiasmo para cumplir diversos fines y propósitos sabios. Era necesario que esta profecía se cumpliera: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.”
Era necesario, además, que declarara públicamente que era el Hijo de David, y reclamara ser el legítimo heredero del trono de David; todo esto lo hizo en esta ocasión. También era necesario que dejara sin excusa a Sus enemigos. Para que no le dijeran: “Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente”, Él se los dijo abiertamente. Este recorrido a través de las calles de Jerusalén fue un manifiesto y una proclamación de Sus derechos reales tan claramente como podrían ser proclamados.
Pienso, además, -y sobre esta consideración quiero construir mi sermón de esta mañana- pienso que Cristo usó el fanatismo popular como una oportunidad de predicarnos a nosotros un sermón vivo, que encarnara grandes verdades que somos proclives a olvidar debido a su carácter espiritual, plasmándolas en la forma y símbolo externos que lo mostraban cabalgando como un rey, acompañado por huestes de seguidores. El tema de nuestro sermón será ese. Veamos qué podemos aprender de ello.
I. Una de las primeras cosas que aprendemos es esta: cabalgando así a través de las calles de Jerusalén con solemnidad, Jesucristo proclamó que era rey. Esa proclamación había sido mantenida en gran medida en un segundo plano hasta ese momento; pero antes de que fuera a Su Padre, cuando la ira de Sus enemigos había alcanzado un punto de furia suprema, y cuando Su propia hora de la más profunda humillación acababa de llegar, hace un llamado abierto ante los ojos de todos los hombres para ser llamado rey y ser reconocido como tal.
Él envía primero a Sus heraldos. Dos discípulos se adelantan. Les da Sus instrucciones: “Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y luego hallaréis una asna atada, y un pollino con ella.” Él reúne a Sus cortesanos. Sus doce discípulos, aquellos que usualmente le acompañaban, van alrededor Suyo. Se sube al asno, animal que desde tiempos antiguos había sido usado por los legisladores judíos, por los gobernantes del pueblo. Él comienza Su recorrido a lo largo de las calles, y las multitudes aplauden. Algunos calculan que no menos de tres mil personas pudieran haber estado presentes en aquella ocasión; algunos iban delante, otros iban detrás, y otros estaban a cada lado de las calles para ver el espectáculo. Él cabalga a Su capital; las calles de Jerusalén, la ciudad real, están abiertas para Él; como un rey, asciende a Su palacio.
Él era un rey espiritual, y por esa razón no acudió al palacio temporal sino al palacio espiritual. Él cabalga al templo, y luego, tomando posesión de él, comienza a enseñar allí como no lo había hecho anteriormente. Había estado algunas veces en el pórtico de Salomón, pero estaba con mayor frecuencia en la ladera del monte que en el templo; pero ahora, como un rey, toma posesión de Su palacio, y allí, sentado en Su trono profético, enseña al pueblo en Sus atrios reales.
Príncipes de la tierra, presten oídos; hay uno que reclama ser contado entre ustedes. Es Jesús, el Hijo de David, el Rey de los judíos. ¡Abran paso, emperadores, ábranle paso! ¡Abran paso al hombre que nació en un pesebre! ¡Abran paso al hombre cuyos discípulos eran pescadores! ¡Abran paso al hombre cuya túnica era la de un campesino, inconsútil, de un solo tejido de arriba abajo!(1). No lleva ninguna corona, excepto la corona de espinas, pero es más suntuoso que ustedes. No cubre Sus lomos con púrpura pero es mucho más imperial que ustedes. No calza sandalias de plata adornadas con perlas, pero es más glorioso que ustedes. ¡Ábranle paso: ábranle paso! ¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Que sea proclamado nuevamente Rey! ¡Rey! ¡Rey! Que estime Su lugar sobre Su trono muy por encima de todos los reyes de la tierra. Esto es lo que hizo entonces: se proclamó a Sí mismo Rey.
II. Además, Cristo mostró mediante este acto qué tipo de rey pudo haber sido si le hubiese agradado, y qué tipo de rey sería ahora, si quisiera. Si hubiese sido la voluntad de nuestro Señor, esas multitudes que le seguían por las calles le habrían coronado en realidad en ese lugar y en ese momento, y doblando sus rodillas, le habrían aceptado como una vara salida de la raíz seca de Isaí -el que había de venir- el gobernante, el Siloh en medio del pueblo de Dios.
Sólo hubiera tenido que decir una palabra, y, con Él a la cabeza, se habrían precipitado al palacio de Pilato, y tomándole por sorpresa, -pues sólo había unos cuantos soldados en la región- Pilato podría haber sido pronto Su prisionero condenado a muerte. Ante el indomable valor y la tremenda furia de un ejército judío, Palestina habría podido ser librada con prontitud de todas las legiones romanas, y habría podido convertirse otra vez en una nación real.
Es más, afirmamos que con Su poder de obrar milagros, con Su fuerza que hizo retroceder a los soldados cuando dijo: “Yo soy”, Él pudo haber limpiado no solamente esa tierra, sino cualquier otra; habría podido marchar de país en país, y de reino en reino, hasta que toda ciudad real y todo estado real hubieran cedido a Su supremacía. Habría podido hacer que los que habitaban en las islas del mar se postraran delante de Él, y quienes habitan en el desierto habrían recibido la orden de lamer el polvo.
No hay una razón, oh reyes de la tierra, por la que Cristo no hubiera sido más poderoso que ustedes. Si Su reino hubiera sido de este mundo, habría podido fundar una dinastía más duradera que la de ustedes; habría podido reunir tropas delante de cuyo poder las legiones de ustedes se habrían derretido como la nieve delante del sol del verano; habría podido despedazar la imagen romana, hasta que, convertida en una masa triturada, como un vaso de alfarero hecho añicos por una vara de hierro, se habría pulverizado.
Es exactamente lo mismo, hermanos míos. Si fuera la voluntad de Cristo, Él podría hacer que Sus santos, cada uno de ellos, fuera un príncipe; Él podría hacer a Su iglesia rica y poderosa; Él podría levantar Su religión si así lo eligiera, y convertirla en la más espléndida y suntuosa. Si esa fuera Su voluntad, no hay razón por la cual toda la gloria que leemos en el Antiguo Testamento bajo Salomón, no pudiera ser concedida a la Iglesia bajo el más grandioso Hijo de David.
Pero Él no vino para hacer eso, y de aquí la impertinencia de aquellos que piensan que Cristo debe ser adorado con una arquitectura esplendorosa, con magníficas vestiduras sacras, con altivas procesiones, con la alianza de estados con iglesias, con hacer de los obispos de Dios magníficos señores y gobernantes, con alzar a la Iglesia misma y con intentar poner sobre sus hombros esas vestiduras que nunca le quedarán, vestiduras que nunca fueron diseñadas para ella. Si a Dios le importara la gloria de este mundo, pronto habría estado a Sus pies. Si hubiera querido tomarlo, ¿quién hubiera hablado en contra de Su propósito, o quién hubiera levantado un dedo en contra de Su poder?
Pero a Él no le importa. Lleva tus baratijas a otra parte, retira de aquí tus oropeles, pues no los necesita. Quita tu gloria, y tu pompa, y tu esplendor, pues no necesita nada de eso de tus manos. Su reino no es de este mundo, pues de lo contrario Sus siervos lucharían, de lo contrario Sus ministros estarían cubiertos de púrpura, y Sus siervos se sentarían en medio de los príncipes; a Él no le importa eso.
¡Oh, Iglesia de Cristo, tú tienes que desdeñar también lo que tu esposo desdeñó! Él pudo haberlo tenido, pero no lo quiso. Y nos impartió la lección de que si todas estas cosas pudiesen ser de la Iglesia, sería bueno que las pasara por alto y dijera: “estas cosas no son para mí; yo no estoy destinada a brillar con este plumaje prestado.”
III. Pero, en tercer lugar, y aquí radica el meollo del asunto, comento: ustedes han visto que Cristo proclamó que era rey; ustedes han visto qué tipo de rey pudo haber sido y que no quiso ser, pero ahora ustedes ven qué tipo de rey es, y qué tipo de rey proclamó ser. ¿En qué consistía Su reino? ¿Cuál era su naturaleza? ¿Cuál era Su regia autoridad? ¿Quiénes habían de ser Sus súbditos? ¿Cuáles habían de ser sus leyes? ¿Cuál había de ser su gobierno? Ahora ustedes pueden percibir de inmediato, a partir de este pasaje tomado como un todo, que el reino de Cristo es muy extraño, es algo totalmente diferente de todo lo que se hubiere visto jamás o que habrá de ser visto en el futuro con la excepción de él.
Es un reino, en primer lugar, en el que los discípulos son los cortesanos. Nuestro bendito Señor no tenía ni gentilhombre de cámara, ni Caballero Ujier del Bastón Negro (2), ni hidalgos de calificada nobleza que lo acompañaran. ¿Quién ocupaba el lugar de aquellos grandiosos oficiales? Pues bien, unos cuantos pescadores humildes que eran Sus discípulos. Aprende, entonces, que si tú quieres ser un par en el reino de Cristo, debes ser un discípulo; que estés sentado a Sus pies es el honor que Él te concederá. Oír Sus palabras, obedecer Sus mandamientos, recibir de Su gracia: esto es la verdadera dignidad, esta es la verdadera magnificencia.
El hombre más pobre que ame a Cristo, o la mujer más humilde que esté dispuesta a aceptarlo como su maestro, se convierten de inmediato en un miembro de la nobleza que acompaña a Cristo Jesús. ¡Qué extraño reino es este, que convierte a los pescadores en nobles y a los campesinos en príncipes, mientras siguen siendo todavía pescadores y campesinos! Este es el reino del que hablamos, en el que el discipulado es el más alto rango, en el que el servicio divino es la cédula de nobleza.
Es un reino, y extraño es decirlo, en el que ninguna de las leyes del rey está escrita en papel. Las leyes del rey no son promulgadas por boca de un heraldo, sino que están escritas en el corazón. ¿Perciben ustedes que en la narración, Cristo ordena a Sus siervos que vayan y tomen Su corcel real, tal como estaba, y esta fue la ley: “Desatadla, y traédmelos”? Pero ¿dónde estaba escrita la ley? Estaba escrita en el corazón de aquel hombre a quien pertenecían el asna y el pollino, pues de inmediato él dijo: “déjenlos ir”, gustosamente y con grande gozo; él consideró un alto honor contribuir al fausto real de este grandioso Rey de paz.
Así, hermanos, en el reino de Cristo no verán grandes volúmenes de leyes, ni abogados, ni procuradores, ni litigantes, que tengan necesidad de interpretar la ley. El libro de la ley está aquí en el corazón, el abogado está aquí en la conciencia, la ley ya no está escrita sobre pergamino, no está promulgada y escrita sobre acero y bronce, como estaban los decretos romanos, sino sobre las tablas de carne del corazón. La voluntad humana está sometida a la obediencia, el corazón humano está moldeado a imagen de Cristo, Su deseo se vuelve el deseo de Sus súbditos, Su gloria es su principal objetivo, y Su ley el mero deleite de sus almas. Extraño reino es este, que no necesita leyes, salvo aquellas que están escritas en los corazones de los súbditos.
Algunos considerarán todavía más extraño que este fuera un reino en el que las riquezas no eran en absoluto parte de su gloria. Allí va cabalgando el Rey, el más pobre de todo el estado, pues aquel Rey no tenía dónde recostar Su cabeza. Allí va cabalgando el Rey, el más pobre de todos, sobre un asno perteneciente a otro hombre y que Él tuvo que pedir prestado. Allí va cabalgando el Rey, uno que ha de morir pronto, despojado de Sus vestidos para morir desnudo y expuesto.
Y, sin embargo, Él es el Rey de este reino, el Primero, el Príncipe, el Líder, el Hombre coronado de toda la generación, simplemente porque era el que tenía menos. Él había sido quien había dado lo más a los otros, pero para Sí retuvo lo menos. Él, quien era el más abnegado y el más desinteresado, que vivió mayormente para otros, era el Rey de este reino.
¡Y miren a los cortesanos, miren a los príncipes! Todos ellos eran pobres también; no tenían banderas para colgarlas en las ventanas, así que tendían sus pobres mantos sobre los vallados o los colgaban de las ventanas a Su paso. No poseían púrpura espléndida para hacer una alfombra para las patas de Su asna, así que tendían sus propias ropas desgastadas por el uso en el camino; tendían en el camino ramas de palmas que pudieran alcanzar con facilidad de los árboles que bordeaban el camino, porque no tenían dinero con el que costear el gasto de una mayor celebración triunfal. Por todos lados prevalecía la pobreza. ¡No había lentejuelas de oro, ni estandartes desplegados, ni sonido de trompetas de plata, ni pompa, ni fausto!
Era el propio triunfo de la pobreza. La Pobreza exaltada al trono en la propia bestia de la Pobreza, cabalga a lo largo de las calles. ¡Extraño reino es este, hermanos! Yo espero que lo reconozcamos: un reino en el que, quien es jefe entre nosotros, no es aquel que es más rico en oro, sino el que es más rico en fe; un reino que no depende de ningún ingreso público excepto el ingreso de la gracia divina; un reino que le pide a cada persona que se siente bajo su sombra con deleite, sea rico o sea pobre.
¡Extraño reino es este! Pero, hermanos, aquí hay algo que es tal vez todavía más maravilloso: era un reino sin fuerzas armadas. Oh, Príncipe, ¿dónde están tus soldados? ¿Es este tu ejército? ¿Son estos miles de personas que te acompañan? ¿Dónde están sus espadas? Ellos llevan ramas de palmeras. ¿Dónde están sus pertrechos? Casi se han desnudado para pavimentar tu camino con sus ropas. ¿Es este tu ejército? ¿Son estos tus batallones? ¡Oh, qué extraño reino, sin un ejército! ¡Un Rey sumamente extraño, que no usa espada, pero que cabalga en medio de este pueblo venciendo y para vencer! Extraño reino, en el que se ve la palma sin la espada, la victoria sin la batalla. ¡Sin sangre, sin lágrimas, sin devastación, sin ciudades quemadas, sin cuerpos mutilados! ¡Rey de paz, Rey de paz, este es Tu dominio! Sucede lo mismo en el reino sobre el que Cristo es rey hoy; no se dispone de fuerza. Si los reyes de la tierra dijeran a los ministros de Cristo: “les vamos a prestar nuestros soldados”, nuestra respuesta sería: “¿qué podríamos hacer con ellos? Como soldados no tienen ningún valor para nosotros.”
Fue un día de desgracia para la Iglesia cuando pidió prestado el ejército de aquel pagano impío, el emperador Constantino, pensando que la engrandecería. No ganó nada con ello excepto corrupción, degradación, y vergüenza; y esa Iglesia que pide la ayuda del brazo civil, esa Iglesia que quiere establecer que los domingos sean obligatorios para la gente por la fuerza de la ley, esa Iglesia que quiere que sus dogmas sean proclamados con redoble de tambor, y que quiere hacer que el puño o la espada se conviertan en sus armas, no sabe a qué espíritu pertenece. Estas son armas carnales. Están fuera de lugar en un reino espiritual.
Sus ejércitos son pensamientos amorosos, Sus tropas son palabras amables. El poder por el que gobierna a Su pueblo no es la mano fuerte y el brazo extendido de la policía o de la soldadesca, sino que mediante obras de amor y palabras de desbordante bendición, Él afirma Su imperio soberano.
Este también era un extraño reino, hermanos míos, porque estaba desprovisto de cualquier tipo de pompa. Si ustedes la llaman pompa, ¡qué pompa tan singular era! Cuando nuestros reyes son proclamados, tres extraños individuos llamados heraldos, cuya semejanza uno nunca vería en ningún otro tiempo, vienen cabalgando para proclamar al rey. Sus vestidos son extraños, romántica su indumentaria, y con sonido de trompeta el rey es proclamado magníficamente.
Luego viene la ceremonia de coronación, ¡y cómo la nación es movida a la emoción de un extremo al otro, cuando el nuevo rey está a punto de ser coronado! ¡Qué gentío se apretuja en las calles! Algunas veces, en tiempos antiguos, las viejas fuentes eran preparadas para que fluyeran con vino, y casi no había calle que no estuviera adornada con guirnaldas de un extremo al otro.
Pero aquí viene el Rey de reyes, el Príncipe de los reyes de la tierra; no hay ningún brioso corcel, ni ningún caballo haciendo cabriolas que mantenga alejados a los hijos de la pobreza; Él cabalga sobre Su asna, y mientras completa Su recorrido, habla amablemente a los niños que aclaman: “¡Hosanna!”, y da los parabienes a las madres y a los padres de la más humilde condición, que se agolpan a Su alrededor. Él es asequible; Él no está apartado de ellos; no reclama ser su superior, sino su siervo; siendo tan poco imponente como rey, Él era el siervo de todos. No hay sonido de trompetas: le basta la voz de los hombres; no hay gualdrapa sobre Su asna, sino las ropas de Sus propios discípulos; no hay pompa sino la pompa que algunos corazones amorosos muy voluntariamente le concedían. Así prosigue Su cabalgata; el Suyo es el reino de la mansedumbre, el reino de la humillación.
Hermanos, que pertenezcamos nosotros también a ese reino; que sintamos en nuestros corazones que Cristo ha entrado en nosotros para derribar todo pensamiento altivo y orgulloso, para que todo valle sea alzado y todo collado sea abatido, ¡y la tierra entera sea exaltada en aquel día!
Escuchen a continuación, y esta tal vez sea un componente sorprendente del reino de Cristo: Él vino para establecer un reino sin un sistema de impuestos. ¿Dónde estaban los colectores de los ingresos del Rey? Ustedes responden que no tenía ninguno; sí tenía, ¡pero qué ingreso era aquel! Cada individuo se quitó su manto voluntariamente; Él nunca se los pidió; Su ingreso fluía libremente de las ofrendas voluntarias de Su pueblo. El primero había prestado su asna y su pollino, y los demás habían dado sus ropas. Aquellos que tenían pocos vestidos para compartir, cortaron las ramas de los árboles, y por una vez allí hubo un fausto que no le costó nada a nadie, o, más bien, para el que nada fue exigido de nadie, sino que todo fue dado espontáneamente.
Este es el reino de Cristo: un reino que subsiste no sobre un diezmo, ni por impuestos prediales parroquiales, o contribuciones obligatorias para el clero en la Pascua, sino un reino que se sustenta con las ofrendas voluntarias del pueblo dispuesto, un reino que no le exige nada a nadie, sino que viene al hombre con una fuerza mayor que la exigencia, diciéndole: “tú no estás bajo la ley, sino bajo la gracia; habiendo sido comprado por precio, ¿no habrás de consagrarte tú y todo lo que tienes al servicio del Rey de reyes?
Hermanos, ¿me consideran disparatado y fanático por hablar de un reino de esta naturaleza? En verdad sería fanatismo si afirmáramos que un simple hombre podría establecer un dominio así. Pero Cristo lo ha hecho, y en este día habrá decenas de miles de hombres en este mundo que lo proclaman Rey, y que sienten que es más su Rey que el gobernante de su tierra natal; que dan a Él un homenaje más sincero que el que pudieran rendir jamás al más amado soberano; sienten que Su poder es tal que no desearían resistirlo: el poder del amor; que sus ofrendas para Él son demasiado insignificantes, pues ellos desean entregarse por completo; es todo lo que pueden hacer. ¡Un reino maravilloso e incomparable! Es algo no puede ser encontrado en la tierra.
Antes de abandonar este punto, me gustaría comentar que aparentemente este era un reino en el que todas las criaturas eran tomadas en cuenta. ¿Por qué tenía Cristo dos bestias? Había una asna y un pollino, hijo de animal de carga; Él montó sobre el pollino porque nunca había sido montado antes. Ahora, he repasado a varios de los comentaristas para ver lo que dicen acerca de esto, y un viejo comentarista me hizo reír -confío que los haga reír a ustedes también- al expresar que el hecho de que Cristo les dijera a Sus discípulos que trajeran al pollino así como al asna debería enseñarnos que los infantes deben ser bautizados al igual que sus padres, lo cual me pareció un argumento eminentemente digno del bautismo infantil.
Reflexionando sobre el tema, sin embargo, considero que hay una mejor razón que aducir: Cristo no tolerará ningún dolor en Su reino; no tolerará que ni siquiera una asna sufra por Él, y si el pollino hubiera sido retirado de su madre, habría estado la pobre madre en el establo en casa pensando en el pollino, y habría estado el pollino anhelando regresar, como aquellas vacas que los filisteos usaron cuando regresaron el arca, y que iban bramando conforme avanzaban porque sus becerros se habían quedado en casa.
¡Maravilloso reino de Cristo, en el que hasta la misma bestia tendrá su porción! “Porque la creación fue sujetada a vanidad por nuestro pecado.” La bestia sufrió porque pecamos, y Cristo tiene el propósito de que Su reino devuelva a la bestia su felicidad prístina. Quiere hacernos hombres misericordiosos, considerados incluso con las bestias. Yo creo que cuando Su reino venga plenamente, la naturaleza animal será restaurada a su antigua felicidad. “El león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora.” La vetusta quietud del Edén y la familiaridad entre el hombre y las criaturas inferiores, regresarán una vez más.
E incluso ahora, doquiera que el Evangelio sea plenamente conocido en el corazón del hombre, ese hombre comienza a reconocer que no tiene ningún derecho de matar protervamente a un gorrión o a un gusano, porque están en el dominio de Cristo; y quien no quiso montar a un pollino sin que tuviera a su madre a su lado, para que pudiera estar tranquilo y feliz, no querrá que ninguno de Sus discípulos piense con ligereza aun de las criaturas más insignificantes que Su mano haya hecho. ¡Bendito reino es este que considera incluso a las bestias! ¿Se preocupa Dios por las reses? Ay, en verdad lo hace; y por la propia asna, esa heredera de la labor pesada, Él se preocupa. El reino de Cristo, entonces, se preocupará por las bestias tanto como por los hombres.
Además: Cristo, al cabalgar a lo largo de las calles de Jerusalén, enseñó de una manera pública que Su reino habrá de ser un reino de dicha. Hermanos, cuando los grandes conquistadores cabalgan a lo largo de las calles, con frecuencia escuchan el gozo del pueblo; cómo las mujeres arrojan rosas por la senda; cómo se arremolinan alrededor del héroe del día, y ondean sus pañuelos para mostrar su aprecio por la liberación alcanzada. La ciudad ha sido largamente sitiada; el paladín ha ahuyentado a los asediantes, y el pueblo gozará ahora de tranquilidad. Abran de par en par las puertas; abran paso y que entre el héroe; que el paje más insignificante que esté en su séquito sea honrado en este día por causa del libertador.
¡Ah, hermanos, pero en esos triunfos cuántas lágrimas hay que están ocultas! Hay una mujer que oye el repique de las campanas de victoria, y dice: “¡ah, victoria, en verdad, pero yo soy ahora una viuda, y mis pequeñitos son huérfanos!” Y desde los balcones en los que se asoma y sonríe la belleza, pudiera haber un olvido momentáneo de amigos y parientes de aquellos por quienes pronto habrán de llorar, pues toda batalla es con sangre, y toda conquista es con dolor, y todo grito de victoria contiene llanto, y lamentación y crujir de dientes. ¡Todo sonido de trompeta por la batalla ganada, no hace sino cubrir los gritos, las aflicciones y las profundas agonías de aquellos que se han visto separados de su parentela!
¡Pero en Tu triunfo, Jesús, no hubo lágrimas! Cuando los niños pequeños gritaban: “¡Hosanna!”, no habían perdido a sus padres en la batalla. Cuando los hombres y las mujeres clamaban: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, no tenían motivo para gritar con aliento entrecortado, o para estropear sus gozos con el recuerdo de la desgracia.
No, en Su reino hay un goce puro y sin mezcla. ¡Griten, griten, ustedes que son súbditos del Rey Jesús! Podrían tener aflicciones, pero no provenientes de Él; podrían enfrentarse con problemas porque están en el mundo, pero no vienen de Él. Su servicio es perfecta libertad. Sus caminos son caminos deleitosos, y todas sus veredas son de paz.
El Salvador prometido de hace mucho;
Que cada corazón prepare una tonada,
Y cada voz una canción.”
Él viene para limpiar sus lágrimas y no para provocarlas; Él viene para levantarlos del muladar y ponerlos sobre Su trono, para sacarlos de sus calabozos y permitirles saltar en libertad.
El prisionero salta y es liberado de las cadenas;
El cansado encuentra eterno reposo,
Y todos los hijos de la necesidad son bendecidos.”
¡Singular reino es este!
IV. Y ahora llego a mi cuarto y último encabezado. El Salvador, en Su triunfal entrada a la capital de Sus padres, nos declaró muy claramente los efectos prácticos de Su reino. Ahora ¿cuáles son estos efectos? Uno de los primeros efectos fue que la ciudad entera fue conmocionada. ¿Qué significa eso? Significa que todo mundo tenía algo que decir al respecto, y que todo mundo sentía algo porque Cristo cabalgó a lo largo de las calles. Había algunos que se inclinaban desde los techos de sus casas, y miraban hacia abajo a las calles y se decían unos a otros: “¡Ajá!, ¿vieron alguna vez un juego de necios como este? ¡Hum! ¡Allí va Jesús de Nazaret montando un asno! Ciertamente si tenía el propósito de ser rey podría haber elegido un caballo. ¡Mírenlo! ¡A eso le llaman pompa! Allí está un pobre pescador que acaba de tender en el suelo su manto maloliente; ¡me atrevo a decir que tenía peces hace una hora o dos! “¡Mira!”, -dice uno- “¡mira a aquel viejo mendigo arrojando gozos su gorro al aire!” “¡Ajá!”, -dicen ellos- “¿hubo alguna vez algo tan ridículo como eso?”
Yo no puedo expresarlo en los mismos términos como lo describirían ellos; si pudiera, creo que lo haría. Me gustaría hacerles ver cuán ridículo ha de haber parecido esto al pueblo. Vamos, si Pilato hubiera oído al respecto, habría dicho: “¡ah!, no hay mucho que temer de eso. No hay temor de que ese hombre derroque a César jamás; no hay miedo de que alguna vez derrote a un ejército. ¿Dónde están sus espadas? ¡No hay una sola espada en medio de ellos! No dan gritos que suenen a rebelión; sus cantos son únicamente algunos versos religiosos tomados de los Salmos.” “¡Oh!”, -dice- “todo este asunto es despreciable y ridículo.”
Y esta era la opinión de muchísimas personas en Jerusalén. Tal vez esa sea tu opinión, amigo mío. El reino de Cristo, tú dices, es ridículo; tal vez no creas que haya alguien que sea gobernado por Él aunque nosotros digamos que le reconocemos como nuestro Rey, y que sentimos que la ley del amor es una ley que nos constriñe a la dulce obediencia. “Oh”, -dices- “esas son palabras vanas e hipocresía.”
Y hay algunos que asisten a lugares que cuentan con incensarios de oro, y altares, y sacerdotes, y dicen: “¡Oh, una religión que es tan simple: cantar unos cuantos himnos, y ofrecer una oración improvisada! ¡Ah, denme un obispo con una mitra – un buen tipo metido en una casulla- eso es lo que yo necesito!” “Oh”, -dice otro- “quiero oír el estruendo de un órgano; necesito ver que la cosa se haga científicamente; quiero ver unas cuantas vestimentas sagradas también; que suba el hombre vestido en su vestimenta de rigor para mostrar que él es algo diferente al resto del pueblo; no ha de estar vestido como si fuese un hombre ordinario; he de ver en la adoración algo diferente a cualquier otra cosa que hubiere visto antes.” Quieren que el asunto sea arropado con algo de pompa, y debido a que no lo es, dicen: “¡ah! ¡Hum!” Se burlan de ello, y esto es todo lo que Cristo obtiene de las multitudes de hombres que se consideran sumamente sabios. Él es para ellos insensatez, y pasan de lejos con una mirada de desprecio. ¡Sus escarnios se tornarán en lágrimas antes de que pase mucho tiempo, señores! Cuando Él venga con pompa y esplendor reales, ustedes llorarán y se lamentarán, porque repudiaron al Rey de Paz.
Con una guirnalda de arcoíris y vestidos de tormenta,
Con voz querúbica y las alas del viento
El Juez designado para toda la humanidad.”
Entonces descubrirán que fue algo inconveniente haberle tratado con desprecio.
Sin duda, hubo otros en Jerusalén que estaban llenos de curiosidad. Decían: “¡caramba!, ¿de qué se trata esto? ¿Qué quiere decir esto? ¿Quién es este individuo? Me gustaría que vinieras”, -le decían a su vecino- “y nos contaras la historia de este singular individuo; nos gustaría conocerla”. Algunos de ellos comentaban: “ha ido al templo; me atrevería a decir que hará un milagro”; así que salían corriendo, y entre apretujones y codazos, se agolpaban para presenciar el milagro. Eran como Herodes, pues anhelaban ver algún portento obrado por Él. Era también el primer día que Cristo venía, y, por supuesto, el entusiasmo podría durar unos nueve días si Él persistiera, y así sentían curiosidad al respecto.
Y esto es todo lo que Cristo obtiene de miles de personas. Oyen acerca de un avivamiento de la religión. Bien, quisieran saber de qué se trata, y enterarse al respecto. Se está haciendo algo en tal y tal lugar de adoración; bien, bien, quisieran ir aunque sea sólo para ver el lugar. “Hay un extraño ministro que dice cosas estrafalarias; vayamos para oírle. Teníamos planeada una excursión” -ustedes mismos saben a quiénes me estoy refiriendo- “pero estamos dispuesto a ir allí”.
Precisamente se trata de eso: pura curiosidad, pura curiosidad; eso es todo lo que Cristo obtiene hoy, y Aquel que murió en la cruz, se convierte en el tema de una historia vana, y ¡Aquel que es Señor de los ángeles y adorado por los hombres, es tema de conversación como si fuese el Mago del Norte o se tratase de algún excéntrico impostor! Ah, reconocerán a la larga que fue algo inconveniente haberle tratado así; pues cuando Él venga, y cuando todo ojo lo vea, ustedes que preguntaron acerca de Él por pura curiosidad, descubrirán que Él los investigará, no con curiosidad, sino con ira, y entonces dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno.”
Pero en medio de la muchedumbre había algunas personas que eran todavía peores, pues presenciaban todo el asunto con envidia. “¡Ah!”, -le dice el rabí Simeón al rabí Hillel – “la gente no se complació tanto con nosotros jamás. Nosotros sabemos mucho más que ese impostor; hemos leído a fondo todos nuestros textos religiosos.” “¿No te acuerdas de Él”, -dice alguien- “que cuando era un muchacho era más bien precoz? Te acordarás que vino al templo y habló con nosotros, y desde entonces engaña al pueblo”, queriendo decir con eso que Él los había eclipsado; que Él gozaba de mayor estima en los corazones de la multitud de la que ellos recibían, aunque ellos eran más altivos.
“¡Oh!”, -dijo el fariseo- “Él no usa ninguna filacteria, y yo ensanché la mía para que fuera muy grande; yo di a confeccionar mi manto para que tuviera flecos gigantescos, para que fuera sumamente ancho.” “¡Ah!”, -dice otro- “yo diezmo mi menta, mi eneldo y mi comino, y me paro en las esquinas de las calles y toco la trompeta cuando doy un centavo, y, sin embargo, la gente no me sube a un asno; no me aplauden ni me saludan con un ‘Hosanna’; pero la tierra entera ha ido tras este hombre como una cuadrilla de niños. ¡Además, piensa entrar al templo para turbar a los que son mejores que Él, estorbándonos a nosotros que hacemos un espectáculo de nuestras pretendidas oraciones y que nos quedamos en los atrios!”
Y esto es lo que Cristo obtiene de una gran cantidad de personas. A esas personas no les gusta ver que la causa de Cristo progrese. Es más, les gustaría que Cristo fuese enjuto para que ellos pudiesen engordar con los despojos; quisieran que Su Iglesia fuera despreciable. Les encanta enterarse de las caídas de los ministros cristianos. Si pueden encontrar una falla en un cristiano: “repórtenla, repórtenla, repórtenla”, dicen. Pero si un hombre camina rectamente; si glorifica a Cristo; si la Iglesia crece; si las almas son salvadas, de inmediato hay un alboroto y la ciudad entera es conmovida; todo el alboroto comienza y es sostenido por falsedades, acusaciones mentirosas, y calumnias dirigidas en contra del carácter del pueblo cristiano. De alguna manera los hombres serán indefectiblemente movidos; si no son movidos a la risa, si no son movidos a investigar, entonces son movidos a la envidia.
Pero fue una bendición que algunas personas de Jerusalén hubieran sido movidas a regocijarse. ¡Oh, hubo muchos que como Simeón y Ana, se regocijaron de ver aquel día, y muchos de ellos regresaron a casa y dijeron: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, porque han visto mis ojos tu salvación!” Hubo muchas mujeres que descansaban en sus lechos de enfermas en las callejuelas alejadas del centro de Jerusalén, que se sentaron en sus camas diciendo: “¡Hosanna!”, y hubiesen querido salir a la calle para tender sus viejos mantos en la vía, e inclinarse delante de Aquel que era el Rey de los judíos. Había muchos ojos llorosos que secaron sus lágrimas en aquel día, y muchos creyentes atribulados que comenzaron a regocijarse desde aquella hora con un gozo indecible. Y así, hay algunos de ustedes que oyen de Cristo el Rey con regocijo. Ustedes se unen al canto del himno; no como todos nos hemos unido con la voz, sino con el corazón.
El Dios de paz y amor;
Cuando hubo purificado nuestras manchas
Tomó Su asiento en lo alto;
¡Alégrense, alégrense,
Alégrense en voz alta, santos, alégrense!”
¡Tal es, entonces, el primer efecto del reino de Cristo! Doquiera que llega, la ciudad queda alborotada. No crean que el Evangelio esté siendo predicado en absoluto si no causa una conmoción. No crean, hermanos míos, que el Evangelio esté siendo predicado a la manera de Cristo, si no irrita a unos y alegra a otros; si no genera muchos enemigos y algunos amigos.
Hay todavía otro efecto práctico del reino de Cristo. Él subió al templo, y allí, junto a una mesa, se sentaba un grupo de hombres con canastas que contenían parejas de palomas. “¿quiere palomas, señor, quiere palomas?” Él los miró, y dijo: “saquen esas cosas de aquí”. Él habló con un santo furor. Había otros que cambiaban el dinero conforme la gente entraba para pagar su medio siclo; Él volcó las mesas e hizo que todos se retiraran, y pronto vació todo el atrio de todos estos comerciantes que obtenían una ganancia de la piedad, y hacían de la religión un pretexto para su propio emolumento.
Ahora, esto es lo que Cristo hace doquiera que llega. Yo quisiera que viniera con más frecuencia a la Iglesia de Inglaterra, y purificara la venta de beneficios eclesiásticos, que la despojara de esa maldita simonía que es todavía tolerada por la ley, y la purificara de los hombres que son malversadores, que toman lo que pertenece a los ministros de Cristo, y lo aplican a su propio uso. Yo quisiera que Él viniese a todos nuestros lugares de adoración, para que de una vez por todas pudiera ser visto que quienes sirven a Dios, le sirven porque le aman, y no por lo que puedan obtener por ello. Yo quisiera que cada persona que profesa la religión pudiera estar muy limpia en su propia conciencia de que nunca hizo una profesión para alcanzar respetabilidad o para obtener la estima, sino que la hizo únicamente para honrar a Cristo y glorificar a su Señor.
El significado espiritual de todo esto, es este: no tenemos casas de Dios ahora; los ladrillos y la argamasa no son santos, los lugares en los que adoramos a Dios son lugares de adoración, pero no son la casa de Dios después que hemos salido de ellos. No creemos en ninguna superstición que convierta a algún lugar en lugar sagrado, sino que nosotros somos el templo de Dios. Los propios hombres son los templos de Dios, y donde Cristo llega echa fuera a los compradores y a los vendedores, y expurga todo egoísmo.
Yo no creeré nunca que Cristo, el Rey, haya convertido a tu corazón en Su palacio, a menos que seas abnegado. ¡Oh, cuántos profesantes hay que quieren alcanzar tanto honor, tanto respeto! En cuanto a dar a los pobres, y pensar que es más bienaventurado dar que recibir; en cuanto a dar de comer al hambriento y vestir al desnudo, en cuanto a vivir para los demás, y no para uno mismo: no piensan para nada en eso.
¡Oh, Señor, ven a Tu templo y echa fuera nuestro egoísmo! ¡Ven ahora, saca todas aquellas cosas que propiciarían servir a las riquezas al servir a Dios; ayúdanos a vivir para Ti, y a vivir para otros viviendo para Ti, y que no vivamos para nosotros mismos!
El último efecto práctico del reino de nuestro Señor Jesucristo fue que Él tuvo una gran recepción; tuvo, si se me permite hablar así, un día de audiencias; y, ¿quiénes fueron las personas que estuvieron presentes? Ahora, ustedes cortesanos, los discípulos, que han venido para ayudarle, muestren su nobleza y su gentileza. He aquí un hombre que tiene un vendaje puesto por aquí, y su otro ojo ya casi no tiene visión: háganlo pasar; aquí viene otro cuyos sus pies están todos torcidos y desfigurados: háganlo pasar; aquí viene otro cojeando sobre dos muletas, ambas piernas están lisiadas; y otro individuo ha perdido por completo sus piernas. Aquí vienen y aquí está la recepción. El propio Rey entra y sostiene una gran reunión, y los ciegos y los cojos son sus invitados, y ahora se acerca, y toca a ese ciego y la luz brilla; Él habla a este hombre con la pierna seca, y camina; Él toca dos ojos a la vez, y ambos ven; y a otro le dice: “voy a quitarte tus muletas, ponte erguido y regocíjate, y salta de gozo.”
Esto es lo que el Rey hace dondequiera que llega. ¡Ven aquí esta mañana, te lo suplico, grandioso Rey! Hay ojos ciegos aquí que no pueden ver Tu belleza. Camina, Jesús, camina en medio de esta multitud y toca los ojos. ¡Ah, entonces, hermanos, si hiciera eso, ustedes dirían: “hay una belleza en Él que nunca vi anteriormente”! ¡Jesús, toca sus ojos, pues ellos no pueden curar su propia ceguera, pero hazlo Tú! ¡Ayúdales a mirarte colgado en la cruz! Ellos no pueden hacerlo a menos que Tú los habilites. ¡Que lo hagan ahora, y encuentren vida en Ti! Oh, Jesús, hay algunas personas aquí que son lisiadas: hay rodillas que no pueden doblarse; nunca han orado; hay algunos aquí cuyos pies no quieren correr en el camino de Tus mandamientos: pies que no quieren llevarlos donde Tu nombre es alabado, y donde eres tenido en honra. ¡Camina, grandioso Rey, camina en solemne pompa por toda esta casa, y hazla semejante al templo de la antigüedad! ¡Despliega aquí Tu poder, y mantén Tu grandiosa reunión curando a los cojos y sanando a los ciegos!
“¡Oh!”, -dice uno- “yo quisiera que abriera mis ojos.” Alma, Él lo hará, Él lo hará. Expresa tu oración ahora, y así lo hará, pues Él está cerca de ti ahora. Está parado a tu lado; Él te habla, y te dice: “Mírame y sé salvo, tú que eres el más vil de los viles.”
Hay otro que dice: “Señor, yo quisiera ser sanado.” Él responde: “Entonces sé sano.” Cree en Él, y Él te salvará. Él está cerca de ti, hermano, Él está cerca de ti. Él no tiene mayor presencia en el púlpito de la que tiene en la banca, ni más presencia en una banca que en la otra. No digas: “¿Quién subirá al cielo y nos lo traerá, o, quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga? Él está cerca de ti; Él escuchará tu oración aunque no hables; Él oirá a tu corazón cuando hable. ¡Oh, dile: “Jesús, sáname”, y lo hará; lo hará ahora! Musitemos la oración, y luego nos iremos.
¡Jesús, sánanos! ¡Sálvanos, Hijo de David, sálvanos! ¡Tú ves cuán ciegos estamos; oh, concédenos la visión de la fe! ¡Tú ves cuán lisiados estamos; oh, danos la fortaleza de la gracia! ¡Y ahora, incluso ahora, Tú, Hijo de David, purifica nuestro egoísmo, y ven, y vive y reina en nosotros como Tus palacios y templos! Te lo pedimos, oh Tú grandioso Rey, por Tu nombre. Amén. Y antes de abandonar este lugar, clamamos otra vez: “¡Hosanna, hosanna, hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor.”
Notas del traductor:
(1) Inconsútil: sin costura. Se utiliza comúnmente hablando de la túnica de Jesucristo.
(2) Caballero Ujier del Bastón Negro. Se usa generalmente abreviado: Bastón Negro. Se trata de un oficial en los Parlamentos de un número de países de la Mancomunidad Británica de Naciones. El título deriva del bastón de oficio, un bastón de ébano encabezado por un león de oro, el cual es el símbolo principal de la autoridad del oficial.
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