SERMON#361 – Nadie sino Jesús – Charles Haddon Spurgeon

by Apr 1, 2022

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí:http://www.spurgeon.com.mx/sermon361.html

 

“El que en él cree, no es condenado.” Juan 3: 18.

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El camino de la salvación es explicado en la Escritura en los términos más sencillos, pero, posiblemente no haya verdad sobre la cual se hayan proferido más errores, que la relativa a la fe salvadora del alma. La experiencia ha demostrado hasta la saciedad que todas las doctrinas de Cristo son misterios, misterios no tanto en sí mismos, sino porque entre los que se pierden están encubiertas; en los cuales el dios de este siglo ha cegado sus ojos. Tan sencilla es la Escritura, que uno podría decir: “El que corre puede leer;” pero el ojo del hombre es tan miope y tan maleado es su entendimiento, que distorsiona y tergiversa la más sencilla verdad de la Escritura.

Y ciertamente, hermanos míos, aun quienes conocen lo que es la fe, personalmente y en la práctica, no siempre encuentran fácil definirla con precisión. Ellos piensan que han dado en el blanco, para luego lamentarse de que han fallado. Esforzándose por describir una parte de la fe, descubren que han olvidado otra, y en el exceso de celo para sacar al pobre pecador de un error, a menudo lo hunden en otro peor. De tal forma que puedo afirmar que, aunque la fe es la cosa más sencilla del mundo, es sin embargo uno de los temas más difíciles de predicar, porque por su misma importancia, nuestra alma comienza a temblar cuando habla de ella, y entonces somos incapaces de describirla tan claramente como quisiéramos.

Esta mañana tengo la intención, con la ayuda de Dios, de juntar diversos pensamientos sobre la fe, cada uno de los cuales es posible que ya les haya expuesto en diversas ocasiones, pero que no han sido recogidos anteriormente en un sermón, y que, no dudo, han sido malentendidos por no haber sido presentados en su correspondiente orden consecutivo. Voy a hablar un poco sobre cada uno de estos puntos; primero, el objeto de nuestra fe, hacia dónde mira; a continuación, la razón de la fe, de dónde procede; en tercer lugar, el fundamento de la fe, o qué trae cuando viene: en cuarto lugar, la garantía que respalda la fe, o por qué se atreve a venir a Cristo; y en quinto lugar, el resultado de la fe, o cómo prospera cuando viene a Cristo.

I. Primero, entonces, EL OBJETO DE LA FE, o hacia dónde mira la fe. La Palabra de Dios me dice que crea . . . ¿En qué debo creer? Se me ordena mirar . . . ¿a dónde debo mirar? ¿Cuál debe ser el objeto de mi esperanza, de mi fe, de mi confianza? La respuesta es simple. El objeto de la fe para un pecador es Cristo Jesús. ¡Cuántos no cometen errores acerca de esto y piensan que tienen que creer en Dios Padre! Ahora, creer en Dios es un resultado posterior a la fe en Jesús. Llegamos a creer en el amor eterno del Padre como resultado de confiar en la sangre preciosa del Hijo. Muchos dicen: “yo creería en Cristo si supiera que soy elegido.” Esto es venir al Padre, y nadie puede venir al Padre excepto por medio de Cristo. La obra del Padre es elegir; no puedes venir directamente a Él, y por tanto no puedes conocer tu elección a menos que primero hayas creído en Cristo el Redentor, y luego, a través de la redención, puedes acercarte al Padre y conocer tu elección.

Algunos, también, cometen el error de mirar a la obra de Dios el Espíritu Santo. Miran hacia dentro para ver si tienen ciertos sentimientos, y si los encuentran, su fe es fuerte, pero si sus sentimientos han partido de ellos, entonces su fe es débil, así que miran a la obra del Espíritu que no debe ser el objeto de la fe de un pecador. Debe confiarse en el Padre y en el Espíritu para completar la redención, pero para la misericordia particular de la justificación y el perdón, la sangre del Mediador es el único argumento. Los cristianos deben confiar en el Espíritu después de la conversión, pero el quehacer del pecador, si quiere ser salvo, no consiste en confiar en el Espíritu ni en mirar al Espíritu, sino mirar a Cristo Jesús, y únicamente a Él. Yo sé que su salvación depende de toda la Trinidad, mas sin embargo, el primer objeto inmediato de la fe justificadora de un pecador, no es ni Dios el Padre ni Dios el Espíritu Santo, sino Dios el Hijo, encarnado en carne humana, ofreciendo expiación por los pecadores.

¿Tienes el ojo de la fe? Entonces, alma, mira a Cristo como Dios. Si quieres ser salvo, cree que Él es Dios sobre todo, bendito para siempre. Encórvate ante Él, y acéptalo como “Dios verdadero de Dios verdadero,” pues si no lo haces así, no tendrás parte en Él.

Cuando hayas creído en esto, cree en Él como hombre. Cree en la maravillosa historia de Su encarnación; fíate del testimonio de los evangelistas, que declaran que el Infinito se vistió de infante, que el Eterno se encubrió dentro de lo mortal; que Aquél que era Rey del cielo se volvió siervo de siervos y el Hijo del hombre. Crean y admiren el misterio de Su encarnación, pues a menos que crean esto, no podrán ser salvos por ello.

Luego, especialmente, si quieren ser salvos, que su fe contemple a Cristo en Su perfecta justicia. Mírenlo cumpliendo la ley perfectamente, obedeciendo a Su Padre sin ninguna falla, preservando su integridad sin tacha. Todo esto debes considerarlo como realizado a tu favor. Tú no podrías guardar la ley; Él la guardó por ti. Tú no podrías obedecer a Dios perfectamente: (¡he aquí!, Su obediencia está en el lugar de tu obediencia), y por ella, tú eres salvo. Pero cuídate de que tu fe mire principalmente a Cristo cuando está agonizando y cuando está muerto. Mira al Cordero de Dios enmudecido delante de sus trasquiladores; mírale como el varón de dolores, experimentado en quebranto; acompáñalo a Getsemaní y contémplalo sudando gotas de sangre. Fíjate bien, tu fe no tiene que ver con nada que esté dentro de ti; el objeto de tu fe no es nada interno, sino algo fuera de ti. Cree en Él, entonces, quien en aquel árbol, con manos y pies clavados en el madero, derrama Su vida por los pecadores. Allí está el objeto de tu fe para justificación; no en ti mismo, ni en nada que el Espíritu Santo haya hecho en ti, o en nada que haya prometido hacer por ti; tú debes mirar a Cristo y únicamente a Cristo.

Luego, que tu fe contemple a Cristo levantándose de los muertos. Míralo: Él ha cargado con la maldición, y ahora recibe la justificación. Él muere para pagar la deuda; Él se levanta para clavar en la cruz el comprobante de la deuda saldada. Mírale ascendiendo a los cielos, y contémplale en este día intercediendo ante el trono del Padre. Está allí intercediendo por Su pueblo, ofreciendo hoy su petición llena de autoridad a favor de todos los que vienen a Dios por medio de Él. Y Él, como Dios, como hombre, cuando vive, cuando muere, cuando resucita, cuando reina arriba, Él, y sólo Él, debe ser el objeto de tu fe para perdón del pecado.

No debes confiar en ninguna otra cosa. Él debe ser la única columna y sostén de tu confianza; y todo lo que tú agregues a eso será un anticristo inicuo, una rebelión contra la soberanía del Señor Jesús. Pero si la fe te salva, mientras miras a Cristo en todos estos asuntos, ten presente que tienes que verlo como un sustituto. Esta doctrina de la sustitución es tan esencial para todo el plan de salvación, que tengo que explicarla aquí por milésima vez:

Dios es justo, Él debe castigar el pecado. Dios es misericordioso, Él quiere perdonar a aquellos que creen en Jesús. ¿Cómo se va a lograr esto? ¿Cómo puede ser justo y exigir el castigo, y misericordioso y aceptar al pecador? Lo hace así: Él toma los pecados de Su pueblo y efectivamente los alza, quitándolos de Su pueblo y poniéndolos en Cristo, de tal forma que ellos quedan como inocentes, como si nunca hubiesen pecado, y Cristo es mirado por Dios como si Él fuese todos los pecadores del mundo, resumidos todos en uno. El pecado de Su pueblo fue retirado de las personas, y real y efectivamente (no típica ni metafóricamente), sino real y efectivamente fue puesto en Cristo. Entonces Dios salió con Su espada encendida para encontrarse con el pecador y castigarlo. Se encontró con Cristo. Cristo mismo no era un pecador; pero los pecados de Su pueblo fueron todos imputados a Él. Por lo tanto, la justicia se enfrentó con Cristo como si Él hubiese sido el pecador (castigó a Cristo por los pecados de Su pueblo), le castigó en todo el alcance de sus derechos, exigió de Él hasta el último átomo de la pena, no dejando ni un residuo en la copa. Y ahora, aquél que puede ver a Cristo como su sustituto, y pone su confianza en Él, es librado de la maldición de la ley.

Alma, cuando veas a Cristo obedeciendo la ley, tu fe debe decir: “Él obedece eso por Su pueblo.” Cuando le veas muriendo, debes contar las gotas carmesíes, y decir: “así quitó Él mis pecados.” Cuando le veas resucitando de los muertos, debes decir: “Él resucita como cabeza y representante de todos Sus elegidos;” y cuando le veas sentado a la diestra de Dios, debes verle allí como la prenda de que todos aquellos por quienes murió, se sentarán con toda seguridad a la diestra del Padre. Aprendan a mirar a Cristo que está delante de los ojos de Dios como si Él fuese el pecador. “No hubo pecado en él.” El fue “el justo,” pero sufrió por los injustos. Él fue recto, pero estuvo en el lugar de los pecadores; y todo lo que los pecadores deberían haber soportado, Cristo lo soportó de una vez para siempre, y quitó sus pecados eternamente por el sacrificio de Sí mismo.

Ahora, este es el gran objeto de la fe. Le suplico que no se equivoquen al respecto, pues un error en esto sería peligroso, si no es que fatal. Vean a Cristo, por la fe, como convirtiéndose por Su vida, y muerte, y sufrimientos, y resurrección, en el sustituto de todos aquellos que le fueron dados por Su Padre; el sacrificio vicario por los pecados de todos los que confíen el Él con toda su alma. Cristo, entonces, explicado de esta manera, es el objeto de la fe que justifica.

Ahora, permítanme observar adicionalmente que, hay algunos de ustedes, sin duda, que dirán: “oh, debería creer y querría ser salvo si . . .” ¿Si qué? ¿Si Cristo hubiera muerto? “Oh no, señor, mi duda no es relativa a Cristo.” Eso pensé. Entonces ¿cuál es tu duda? “Bien, yo creería si sintiera esto, o si hubiera hecho aquello.” Muy bien; pero déjame decirte que no podrías creer en Jesús si sintieras esto, o si hubieses hecho aquello, pues entonces creerías en ti mismo, y no en Cristo. Esa es la esencia del tema. Si fueras tal y tal cosa, o tal y tal otra, entonces podrías tener confianza. ¿Confianza en qué? Pues, confianza en tus sentimientos, y confianza en tus obras, y eso es precisamente lo contrario de la confianza en Cristo. La fe no consiste en inferir por algo bueno que hay en mí, que seré salvo, sino que a pesar del hecho de que soy culpable delante de Dios y merezco Su ira, por fe creo que la sangre de Jesucristo Su Hijo me limpia de todo pecado; y aunque mi conciencia presente me condene, sin embargo mi fe vence a mi conciencia, y ciertamente creo que “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.”

Venir a Cristo como un santo es algo muy fácil; confiar en que un doctor pueda salvarte cuando crees que estás mejorando, es muy fácil; pero confiar en tu médico cuando sientes que la sentencia de muerte está en tu cuerpo, y mantener la confianza cuando la dolencia está ganando terreno y se manifiesta de todas maneras, y cuando la úlcera está supurando veneno (creer simplemente en la eficacia de la medicina), eso es fe. Y así, cuando el pecado cobra señorío sobre ti, cuando sientes que la ley te condena, entonces, aun entonces, como un pecador, confiar en Cristo, esta es la hazaña más intrépida en todo el mundo; y la fe que derrumbó los muros de Jericó, la fe que levantó a los muertos, la fe que tapó bocas de leones, no era más grande que la de un pobre pecador, cuando pese a todos sus pecados, se atreve a confiar en la sangre y justicia de Jesucristo.

Haz esto, alma, y entonces serás salva, independientemente de quién puedas ser. El objeto de la fe, entonces, es Cristo como sustituto de los pecadores. Dios en Cristo, pero no Dios aparte de Cristo, ni ninguna obra del Espíritu, sino la obra de Jesús únicamente debe ser vista por ustedes como el cimiento de su esperanza.

II. Y ahora, en segundo lugar, LA RAZÓN DE LA FE, o, ¿por qué cree un hombre y de dónde procede su fe?

“La fe es por el oír. Concedido, pero ¿acaso no todos los hombres oyen, y muchos todavía permanecen en la incredulidad? ¿Cómo, entonces, se acerca cualquiera por medio de su fe? La fe viene a cada quien para experiencia propia como resultado de un sentido de necesidad. Se siente necesitado de un Salvador; descubre que Cristo es justamente el Salvador que necesita, y por tanto, como no puede evitarlo, cree en Jesús. No teniendo nada propio, siente que debe tomar a Cristo o de lo contrario debe perecer, y por tanto, lo hace porque no puede evitarlo. El hombre es arrinconado, y sólo existe esta única vía de escape, es decir, por la justicia de otro. Siente que no puede escapar por medio de buenas obras, o por medio de sus propios sufrimientos, y entonces viene a Cristo, y se humilla, porque no puede nada sin Cristo, y perecerá a menos que se aferre a Él.

Pero regresando a la pregunta del principio, ¿dónde obtiene el hombre su sentido de necesidad? ¿Cómo es que él, y no otros, siente su necesidad de Cristo? Es seguro que no tiene mayor necesidad de Cristo que otros hombres. ¿Cómo llega a saber, entonces, que está perdido y arruinado? ¿Cómo es que es conducido por el sentido de ruina a aferrarse a Cristo, el restaurador? La respuesta es: este es el don de Dios; esta es la obra del Espíritu. Ningún hombre viene a Cristo a menos que el Espíritu lo traiga, y el Espíritu trae a los hombres a Cristo encerrándolos bajo la ley, y dándoles la convicción de que si no vienen a Cristo, perecerán. Entonces por el puro mal tiempo, ellos da un viraje y se apresuran a llegar a este puerto celestial.

La salvación por medio de Cristo es tan repugnante a nuestra mente carnal, tan inconsistente con nuestro amor al mérito humano, que nunca nos aferraríamos a Cristo para que fuera nuestro todo en todo, si el Espíritu no nos convenciera de que no somos absolutamente nada, y no nos forzara a aferrarnos a Cristo.

Pero, entonces, la pregunta va todavía más lejos: ¿cómo es que el Espíritu de Dios muestra a algunos hombres su necesidad, y a otros no? ¿A qué se debe que algunos de ustedes fueron conducidos a Cristo por su sentido de necesidad, mientras otros permanecen en su justicia propia y perecen? No hay otra respuesta que pueda darse sino esta: “Sí, Padre, porque así te agradó.” Todo se reduce al fin a la soberanía divina. El Señor ha “escondido estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las ha revelado a los niños.” De conformidad a la forma en que Cristo lo expresa: “Mis ovejas oyen mi voz,” “pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho.” Algunos teólogos quisieran leer esto: “ustedes no sois de mis ovejas, porque no creéis.” Como si creer nos hiciera ovejas de Cristo; pero el texto afirma: “pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas.” “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí.” Si no vienen, es una clara prueba que nunca fueron dados; pues aquellos que fueron dados a Cristo desde la más remota eternidad, elegidos por Dios el Padre, y luego redimidos por Dios el Hijo: estos son conducidos por el Espíritu, por medio de un sentido de necesidad, a venir y asirse de Cristo. Ningún hombre creyó jamás, o creerá en Cristo, a menos que sienta su necesidad de Él. Nadie sintió jamás, o sentirá alguna vez su necesidad de Cristo, a menos que el Espíritu le lleve a sentirla, y el Espíritu no conducirá a ningún hombre a sentir su necesidad de Jesús salvadoramente, a menos que esté escrito así en ese libro eterno, en el que ciertamente Dios ha grabado los nombres de Sus elegidos.

Entonces, creo que no debo ser malentendido en este punto, que la razón de la fe, o del por qué los hombres creen, es el amor electivo de Dios, obrando por medio del Espíritu mediante un sentido de necesidad, llevándolos de esta manera a Cristo Jesús.

III. Pero ahora voy a necesitar de su cuidadosa atención, mientras menciono otro punto, acerca del cual ustedes pensarán, tal vez, que me estoy contradiciendo, y es, EL FUNDAMENTO DE LA FE DEL PECADOR, o sobre qué base se atreve a creer en el Señor Jesucristo.

Mis queridos amigos, ya he dicho que ningún hombre creerá en Jesús, a menos que sienta su necesidad de Él. Pero a menudo me han escuchado decir, y lo repito de nuevo, que no vengo a Cristo argumentando que siento mi necesidad de Él; mi razón de creer en Cristo no es que yo sienta mi necesidad de Él, sino que yo tengo una necesidad de Él. El fundamento sobre el cual un hombre viene a Jesús, no es porque sea un pecador sensible, sino porque es un pecador, y nada más que un pecador. Él no vendrá a menos que sea despertado; pero cuando viene, no dice: “Señor, yo vengo a Ti porque soy un pecador que ha despertado, sálvame.” Sino que dice: “Señor, soy un pecador, sálvame.” No su despertar, sino su condición de pecador es el método y el plan sobre los cuales se atreve a venir.

Tal vez perciban lo que quiero decir, pues encuentro un poco difícil explicarme en este momento. Si hiciera referencia a la predicación de muchos grandes teólogos calvinistas, ellos decían al pecador: “ahora, si sienten su necesidad de Cristo, si se han arrepentido tanto, si han sido atormentados por la ley hasta tal y tal punto, entonces pueden venir a Cristo sobre la base de que son pecadores que han sido despertados.” Yo digo que eso es falso. Ningún hombre puede venir a Cristo sobre la base que es un pecador despierto; debe venir a Él como un pecador. Cuando vengo a Jesús, yo sé que no he venido a menos que esté consciente, pero aun así, no vengo como un pecador despertado. No estoy al pie de Su cruz para ser lavado porque me he arrepentido; no traigo nada cuando me acerco excepto pecado. Un sentido de necesidad es un sentimiento bueno, pero cuando estoy al pie de la cruz, no creo en Cristo porque tenga buenos sentimientos, sino que creo en Él ya sea que tenga buenos sentimientos o no.

“Simplemente como soy, sin ningún argumento,
Excepto que Tu sangre derramaste por mí,
Y que Tú me ordenas acercarme a Ti,
Oh Cordero de Dios, así vengo.”

El señor Roger, el señor Sheppard, el señor Flavel, y varios teólogos excelentes en la época puritana, y especialmente Richard Baxter, acostumbraban dar descripciones de lo que un hombre debe sentir antes de que pueda atreverse a venir a Cristo. Ahora, yo coincido con el lenguaje del buen señor Fenner, otro de esos teólogos, que dijo que era sólo un bebé en la gracia comparado con aquellos: “me atrevo a decir que todo esto no es Escritural. Los pecadores ciertamente sienten estas cosas antes de venir, pero no vienen por causa de haberlo sentido; vienen porque son pecadores, y no por ninguna otra causa.” La puerta de la Misericordia está abierta, y sobre esa puerta está escrito: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” Entre la palabra “salvar” y la siguiente palabra “pecadores,” no hay ningún adjetivo. No dice: “pecadores penitentes,” pecadores despiertos,” “pecadores sensibles,” “pecadores dolidos,” o “pecadores alarmados.” No, únicamente dice: “pecadores,” y yo sé esto, que cuando he venido, vengo a Cristo hoy, pues siento que tengo tanta necesidad en mi vida de venir hoy a la cruz de Cristo, como la tuve hace diez años. Cuando vengo a Él, no me atrevo a venir como un pecador consciente o un pecador despierto, pero tengo que venir todavía como un pecador con mis manos vacías.

Vi a un hombre entrado en años esta semana, en la sacristía de una capilla en Yorkshire. Yo había estado comentando algo a este respecto; el anciano había sido un cristiano por años, y dijo: “nunca lo vi expuesto tan exactamente, sin embargo, yo sé que esa es simplemente la forma en que vengo; yo digo: ‘Señor,

“Nada traigo en mis manos,
Simplemente a Tu cruz me aferro;
Desnudo, busco en Ti vestido;
Desvalido, vengo a Ti por gracia;
Negro,
(‘Sumamente negro,’ dijo el anciano)
Vuelo a la fuente:
Lávame, Salvador, o muero.'”

La fe consiste en salirse de ustedes mismos y entrar en Cristo. Yo sé que muchos cientos de pobres almas se han quedado atribuladas porque el ministro ha dicho: “si sienten su necesidad, pueden venir a Cristo.” “Pero,” responden ellos, “yo no siento mi necesidad lo suficiente; estoy seguro que no la siento.” He recibido muchísimas cartas de pobres conciencias atribuladas que han dicho: “yo me aventuraría a creer en que Cristo me salva si tuviera una tierna conciencia; si tuviera un corazón blando. Oh, pero mi corazón es como una roca de hielo que no se derrite. No puedo sentir como me gustaría sentir, y por tanto no debo creer en Jesús.” ¡Oh, fuera con eso, fuera con eso! ¡Es un perverso anticristo; es un papismo descarado! No es tu blando corazón el que te da derecho a creer. Debes creer en Cristo para renovar tu endurecido corazón, y venir a Él sin nada contigo excepto el pecado.

La razón por la que un pecador viene a Cristo, es porque está negro, porque está perdido, y no porque sepa que está perdido. Yo sé que no vendría a menos que lo supiera, pero esa no es la base sobre la que viene. Es la secreta razón del por qué, pero el cimiento positivo y público no consiste en que él entienda. Así estaba yo, año tras año, temeroso de venir a Cristo porque pensaba que no sentía lo suficiente; y solía leer ese himno de Cowper que se refiere a ser insensibles como el acero:

“Si algo siento es únicamente dolor
Cuando descubro que no puedo sentir.”

Cuando creí en Cristo, pensé que no sentía del todo. Ahora cuando vuelvo mi mirada al pasado descubro que había estado sintiendo muy aguda e intensamente, todo el tiempo, y principalmente debido a que pensaba que no sentía. Generalmente, las personas que más se arrepienten, piensan que son impenitentes, y la gente siente mayormente su necesidad cuando piensa que no siente del todo, pues no somos jueces de nuestros sentimientos, y por esto es que la invitación del Evangelio no está puesta sobre una base de algo de lo que nosotros podamos ser jueces; está puesta sobre la base de que somos pecadores y nada más que pecadores.

“Bien,” dirá alguien, “pero dice, ‘Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.’ Entonces debemos estar trabajados y cargados.” Así es; así dice el texto, pero también hay otro: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente;” este texto no dice nada acerca de “trabajados y cargados.” Además, aunque la invitación es dada a los trabajados y cargados, percibirán que la promesa no es hecha a ellos como trabajados y cargados, sino que se les hace como siendo los que vienen a Cristo. Ellos no sabían que estaban trabajados y cargados cuando vinieron; ellos pensaban que no lo estaban. Realmente lo estaban, pero parte de su fatiga era que no podían estar tan fatigados como ellos hubiesen querido, y parte de su carga era que no sentían su carga lo suficiente. Ellos vinieron a Cristo tal como eran, y Él los salvó, no porque hubiera algún mérito en su fatiga, o alguna eficacia en su condición de cargados, sino que Él los salvó como pecadores y nada más que pecadores, y así fueron lavados en Su sangre y quedaron limpios. Mi querido lector, permíteme recalcarte esta doctrina. Si vienes a Cristo el día de hoy, y vienes únicamente en tu carácter de pecador, Él no te echará fuera.

El viejo Tobías Crisp dice precisamente en uno de sus sermones sobre este punto, “me atrevo a decirlo, que si tú vienes a Cristo, independientemente de quién seas, y no te recibiera, entonces Él no cumpliría Su palabra, pues dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Si tú vienes, no te preocupes de tu capacidad o preparación. Él no requiere calificación de deberes o de sentimientos tampoco. Tú debes venir tal como eres, y si eres el mayor pecador fuera del infierno, eres tan apto para venir a Cristo como si fueras el más moral y el más excelente de los hombres.

Allí está una bañera: ¿quién está preparado para el baño? La mugre de un hombre no es razón para que no sea lavado, sino más bien una razón muy evidente del por qué debe serlo. Cuando nuestros magistrados de la ciudad estaban dando ayuda a los pobres, nadie dijo: “yo soy demasiado pobre, por tanto no soy apto para recibir socorro.” Tu pobreza es tu preparación, aquí lo negro es blanco. ¡Extraña contradicción! Lo único que puedes traer a Cristo es tu pecado y tu maldad. Todo lo que Él pide es que vengas vacío. Si tienes algo que sea tuyo propio, debes dejarlo todo antes de venir. Si hubiera algo bueno en ti, no podrías confiar en Cristo. Debes venir con tus manos vacías. Tómalo como tu todo en todo, y esa es la única base sobre la cual una pobre alma puede ser salvada: como un pecador, y sólo como un pecador.

IV. Para no demorarme más, mi cuarto punto tiene que ver con LA GARANTÍA QUE RESPALDA LA FE, o por qué un hombre se atreve a confiar en Cristo.

¿No es acaso imprudente que un hombre confíe en Cristo para que le salve, y especialmente cuando no tiene nada bueno consigo? ¿No es acaso una presunción arrogante que un hombre confíe en Cristo? No, señores, no lo es. Es una grandiosa y noble obra de Dios el Espíritu Santo que un hombre le diga no a todos sus pecados, y crea y confirme que Dios es verdadero, y crea en el poder de la sangre de Jesús. Pero ¿por qué se atreve alguien a creer en Cristo, pregunto ahora? “Bien,” dice alguien, “yo convoqué a la fe a creer en Cristo porque sentía que había una obra del Espíritu en mí.” Tú no crees en Cristo para nada. “Bien,” dirá otro, “yo pensé que tenía un derecho a creer en Cristo, porque sentí algo.” No tenías ningún derecho a creer en Cristo basado en una garantía como esa. ¿Cuál es entonces la garantía de un hombre para creer en Cristo? Es esta. Cristo le dice que lo haga, esa es su garantía. La palabra de Cristo es la garantía del pecador para creer en Cristo: no lo que sienta o lo que sea, ni lo que no sea, sino que Cristo le ha dicho que lo haga. El Evangelio dice esto: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo. El que no creyere, será condenado.”

La fe en Cristo es entonces un deber estipulado así como un privilegio bendito, y qué misericordia es que sea un deber; pues nunca podrá haber un cuestionamiento, sino sólo que un hombre tiene el derecho de cumplir con su deber. Ahora, sobre la base que Dios me ordena que crea, tengo un derecho de creer, sin importar quién sea. El Evangelio es enviado a toda criatura. Bien, yo pertenezco a esa tribu; yo soy parte de todas las criaturas, y ese Evangelio me ordena creer y yo lo hago. No puedo haber hecho mal al hacerlo pues se me ordenó que lo hiciera. No puedo cometer un error al obedecer un mandamiento de Dios. Ahora, es un mandamiento de Dios dado a toda criatura, que crea en Jesucristo a Quien Dios ha enviado. Esta es tu garantía, pecador, y cuán bendita es esa garantía, pues es una garantía que el infierno no puede contradecir, y que el cielo no puede retirar. No necesitan mirar internamente buscando las brumosas garantías de su experiencia, no necesitan estar mirando sus obras, y sus sentimientos, para obtener una garantía insuficiente y torpe de su confianza en Cristo. Ustedes pueden creer en Cristo porque Él les dice que lo hagan. Ese es un terreno firme que pisar, y uno que no admite dudas.

Voy a suponer que todos estamos muriéndonos de hambre; que la ciudad ha sido sitiada, y cerrada, y ha habido una muy prolongada hambre, y estamos a punto de morir de inanición. Nos llega una invitación para asistir de inmediato al palacio de algún grande para comer y beber; pero nos hemos vuelto insensatos, y no queremos aceptar la invitación. Supongan ahora que una espantosa locura se ha apoderado de nosotros, y preferimos morir, y decidimos morir de hambre en vez de venir. Supongan que el heraldo del rey dijera: “Vengan y coman opíparamente, pobres almas hambrientas, y como yo sé que están renuentes a venir, agrego esta amenaza: si no vienen, mi guerreros les caerán encima; les harán sentir la agudeza de sus espadas.” Yo pienso queridos amigos que diríamos: “bendecimos a este gran hombre por esa amenaza porque ahora no necesitamos decir ‘puede ser que no vaya,’ mientras que la realidad es que no podemos detenernos lejos. Ahora no puedo decir que no estoy listo para ir, pues se me ordena venir, y estoy amenazado si no voy; y yo iré.” Esa terrible frase: “El que no creyere, será condenado,” fue añadida, no por ira, sino porque el Señor sabía de nuestra locura insensata, y que rehusaríamos nuestras propias misericordias a menos que Él tronara sobre nosotros para hacernos asistir al festín, “Fuérzalos a entrar;” esta fue la Palabra del Señor antiguamente, y ese texto es parte del cumplimiento de esa exhortación, “Fuérzalos a entrar.”

Pecador, tú no puedes estar perdido al confiar en Cristo, pero te perderás si no confías en Él, ay, y perdido por no confiar en Él. Lo digo libremente ahora: pecador, no solamente puedes venir, pero ¡oh!, te suplico, no desafíes la ira de Dios al rehusar venir. La puertas de la misericordia están abiertas de par en par; ¿por qué razón no vendrás? ¿Por qué no quieres hacerlo? ¿Por qué razón rechazarás todavía Su voz y perecerás en tus pecados? Fíjense, si perecen, cualquiera de ustedes, la sangre no estará a la puerta de Dios, ni a la puerta de Cristo, sino a su propia puerta. Él podrá decir de ustedes: “No queréis venir a mí para que tengáis vida.”

¡Oh!, pobre pecador tembloroso, si estás anuente a venir, no hay nada en la palabra de Dios que te impida venir, pero hay a la vez amenazas que te impelen como poderes que te atraen. Todavía oigo que dicen: “no debo confiar en Cristo.” Ustedes pueden, lo afirmo, pues a toda criatura bajo el cielo se le ordena hacerlo, y lo que se te manda que hagas, debes hacerlo.

“¡Ah!, bien,” dice alguien, “todavía no siento que pueda.” Volvemos a lo mismo; tú dices que no harás lo que Dios te dice que hagas, por algunos sentimientos estúpidos tuyos. No se te dice que confíes en Cristo debido a que sientas algo, sino simplemente porque eres un pecador. Ahora, tú sabes que eres un pecador. “Lo soy,” dice uno, “y esa es mi aflicción.” ¿Por qué es tu aflicción? Esa es una señal de que sientes. “Ay,” dice alguien, “pero yo no siento lo suficiente, y esa es mi preocupación. No siento que deba.” Bien, supón que sientes, o supón que no sientes, tú eres un pecador, y “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” “Oh, pero yo soy un viejo pecador; he estado sesenta años en pecado.” ¿Dónde está escrito que después de sesenta años no puedes ser salvado? Amigo, Cristo podría salvarte a los cien años, ay, si fueras como Matusalén en culpa. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.” “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.” “Sí,” dirá uno, “pero yo he sido un borracho, un blasfemo, un lascivo, un profano.” Entonces eres un pecador, no has excedido lo sumo, y Él puede todavía salvarte. “Ay,” dirá otro, “pero tú no tienes idea de cómo se ha agravado mi culpa.” Eso sólo te comprueba que eres un pecador, y que se te ordena confiar en Cristo y ser salvo. “Ay,” clama otro, “pero tú no sabes cuán a menudo yo he rechazado a Cristo.” Sí, pero eso sólo te hace un peor pecador. “No tienes idea de cuán duro es mi corazón.” Así es, pero eso sólo demuestra que eres un pecador, y todavía demuestra que eres uno de los que Cristo vino a salvar. “Oh, pero señor, no tengo nada bueno. Si lo tuviera, usted sabe, tendría algo que me alentaría.” El hecho de que no tengas nada bueno simplemente me demuestra que tú eres el hombre al que soy enviado a predicar. Cristo vino para salvar lo que se había perdido, y todo lo que has dicho únicamente demuestra que estás perdido, y por lo tanto, Él vino a salvarte.

Confía en Él; confía en Él. “Pero si soy salvado,” dice alguien, “seré el peor pecador que jamás sea salvado.” Entonces mayor será la música en el cielo cuando llegues allí; mayor gloria para Cristo, pues entre peor sea un pecador, más honor habrá para Cristo cuando al fin sea traído a casa. “Ay, pero mi pecado ha abundado.” Su gracia sobreabundará. “Pero mi pecado ha llegado hasta el cielo.” Sí, pero Su misericordia sobrepasa los cielos. “¡Oh!, pero mi culpa es tan ancha como el mundo.” Sí, pero Su justicia es más amplia que mil mundos. “Ay, pero mi pecado es escarlata.” Sí, pero Su sangre es más escarlata que tus pecados, y puede lavar lo escarlata por medio de un escarlata más rico. “¡Ay!, pero yo merezco estar perdido, y la muerte y el infierno claman por mi condenación.” Sí, y podrán hacerlo, pero la sangre de Jesucristo puede clamar más fuerte que la muerte o el infierno; y clama hoy: “Padre, que el pecador viva.”

¡Oh!, yo quisiera sacar este pensamiento de mi propia boca, y meterlo en sus cabezas, que cuando Dios los salva, no es por nada en ustedes, es por algo en Él mismo. El amor de Dios no tiene ningún motivo excepto el que está en Sus propias entrañas; el motivo de que Dios perdone a un pecador se encuentra en Su propio corazón, y no en el pecador. Y hay tanta razón en ti para que seas salvado como la hay en cualquier otro para que sea salvado, es decir, absolutamente ninguna razón. No hay ningún motivo en ti del por qué deba tener misericordia de ti, pero no se necesita ninguna razón, pues la razón tiene su base en Dios y sólo en Dios.

V. Y ahora llego a la conclusión, y confío en que tendrán paciencia conmigo, pues mi último punto es muy glorioso, y lleno de gozo para aquellas almas que como pecadoras, se atreven a creer en Cristo: EL RESULTADO DE LA FE, o cómo prospera cuando viene a Cristo.

El texto dice: “El que en él cree, no es condenado.” Allá está un hombre que en este momento acaba de creer; él no es condenado. Pero él ha vivido cincuenta años en pecado, y se ha zambullido en todo tipo de vicios; sus pecados, que son muchos, le son todos perdonados. El está ahora delante de Dios como inocente, como si nunca hubiese pecado. Tal es el poder de la sangre de Jesús, que “El que en él cree, no es condenado.” ¿Se relaciona esto con lo que sucederá el día del Juicio? Les ruego que miren el texto, y descubrirán que no dice: “El que cree no será condenado,” sino que dice, no es condenado; no es condenado ahora. Y si no lo es ahora, entonces se sigue que nunca lo será; pues esa promesa permanece todavía por haber creído en Cristo: “El que en él cree, no es condenado.”

Yo creo que hoy no soy condenado; dentro de cincuenta años esa promesa será precisamente la misma: “El que en él cree, no es condenado.” Así que en el momento en que un hombre pone su confianza en Cristo, es librado de toda condenación: pasada, presente y por venir; y desde ese día él está delante de Dios como si estuviese sin mancha ni arruga, ni nada semejante. “Pero él peca,” dices. Ciertamente peca, pero sus pecados no son consignados a su cargo. Fueron cargados en Cristo desde tiempos antiguos, y Dios no puede castigar la misma ofensa en dos: primero en Cristo y luego en el pecador. “Ay, pero él a menudo cae en pecado.” Eso puede ser posible; aunque si el Espíritu de Dios está en él, no peca como antes estuvo inclinado a hacerlo. Él peca por razón de debilidad, no por razón de su amor al pecado, pues ahora lo odia. Pero fíjate, tú lo dirás a tu manera si quieres, y yo responderé, “sí, pero aunque él peque, no es más culpable a los ojos de Dios, pues toda su culpa ha sido quitada de él, y ha sido puesta en Cristo; positiva, literal y realmente levantada de él y puesta sobre Jesucristo.

¿Ven esa hueste judía? Sacan a un chivo expiatorio; el sumo sacerdote confiesa el pecado del pueblo sobre la cabeza del chivo expiatorio. Todo el pecado es quitado del pueblo, y puesto sobre el chivo expiatorio. Se llevan lejos al chivo expiatorio, al desierto. ¿Queda algún pecado en el pueblo? Si quedara, entonces el chivo expiatorio no se lo habría llevado lejos. Porque no puede estar aquí y allí también. No puede ser llevado lejos y a la vez ser dejado atrás. “No,” dices tú, “la Escritura dice que el chivo expiatorio se llevaba el pecado; no quedaba ninguno en el pueblo cuando el chivo expiatorio se había llevado el pecado. Y así, cuando por fe ponemos nuestra mano sobre la cabeza de Cristo, ¿se lleva Cristo nuestro pecado, o no? Si no se lo lleva, entonces no tiene sentido que creamos en Él; pero si realmente quita nuestro pecado, entonces nuestro pecado no puede estar sobre Él y sobre nosotros también; si está sobre Cristo, somos libres, limpios, aceptados, justificados, y esta es la verdadera doctrina de la justificación por la fe.

Tan pronto como un hombre cree en Cristo Jesús, sus pecados se van de él, y se van lejos para siempre. Están borrados ahora. Por ejemplo, si un hombre debe cien libras esterlinas, sin embargo, si posee un recibo por ellas, es libre; la deuda se ha borrado; hay un borrón el libro, y la deuda está saldada. Aunque el hombre cometa pecado, como la deuda fue pagada antes de que fuera asumida, no es más deudor a la ley de Dios. ¿Acaso no dice la Biblia que Dios ha arrojado los pecados de Su pueblo a las profundidades del mar? Ahora, si están en las profundidades del mar, no pueden estar al mismo tiempo sobre Su pueblo. Bendito sea Su nombre, en el día en que arroja nuestros pecados a las profundidades del mar, nos ve puros delante de Él, y somos hechos aceptos en el Amado. Entonces Él dice: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones.” No pueden ser quitadas y permanecer todavía aquí.

Entonces, si tú crees en Cristo, no eres más un pecador delante de Dios; eres acepto como si fueras perfecto, como si hubieses guardado la ley, pues Cristo la ha guardado, y Su justicia es tuya. Tú has quebrantado la ley, pero tu pecado es Suyo, y Él ha sido castigado por su causa. No se equivoquen más; ya no son más lo que eran; cuando creen, están en el lugar de Cristo, de la misma forma que Cristo desde el principio estuvo en el lugar de ustedes. La transformación es completa, el canje es positivo y eterno. Quienes creen en Jesús son tan aceptos por Dios el Padre de la misma manera que Su Hijo eterno es acepto; y los que no creen, sin importar lo que hagan, no harán otra cosa que obrar su justicia propia; pero permanecen bajo la ley, y todavía estarán bajo maldición.

Ahora, ustedes que creen en Jesús, recorran la tierra en la gloria de esta grandiosa verdad. Ustedes tienen todavía una naturaleza pecaminosa, pero han sido lavados en la sangre de Cristo. David dice: “Lávame, y seré más blanco que la nieve.” Últimamente han visto caer la nieve: ¡cuán clara!, ¡cuán blanca! ¿Qué podría ser más blanco? Pues, el cristiano es más blanco que eso. Ustedes dicen: “Él es negro.” Yo sé que es tan negro como cualquiera, tan negro como el infierno, pero la gota de sangre cae en él, y se vuelve tan blanco, “más blanco que la nieve.” La próxima vez que vean los blancos copos de nieve cayendo del cielo, mírenlos y digan: “¡Ah!, aunque deba confesar dentro de mí que soy indigno e inmundo, sin embargo, al creer en Cristo, Él me ha dado Su justicia tan completamente, que soy inclusive más blanco que la nieve cuando desciende del tesoro de Dios.” ¡Oh!, que la fe se aferrara a esto. ¡Oh!, que tuviéramos una fe vencedora que obtenga la victoria sobre las dudas y los temores, y que nos haga gozar de la libertad con la que Cristo hace libres a los hombres.

Regresen a casa, ustedes que creen en Cristo, y vayan a sus camas esta noche y digan: “si muero en mi cama, no puedo ser condenado.” Al despertarse la mañana siguiente, vayan por el mundo diciendo: “No estoy condenado.” Cuando el diablo les aúlle, díganle, “¡Ah!, podrás acusar, pero no soy un condenado.” Y si algunas veces, sus pecados se alzan, digan: “Ah, yo los conozco, pero ustedes han partido para siempre; no estoy condenado.” Y cuando les llegue su turno de morir, cierren sus ojos en paz.

“Con valor estarán aquel grandioso día,
Pues ¿quién podría acusarlos de algo?”

Plenamente absueltos por la gracia serán encontrados al fin, y toda la tremenda maldición y la condena de todo pecado, serán quitadas, no por algo que ustedes hayan hecho. Yo les suplico que hagan todo lo que puedan por Cristo, por gratitud, pero aun cuando lo hayan hecho todo, no descansen en ese punto. Descansen todavía en la sustitución y en el sacrificio. Sean ustedes lo que fue Cristo delante de Su Padre, y cuando la conciencia despierte, pueden decirle que Cristo fue para ustedes todo lo que ustedes debieron haber sido, que Él ha sufrido todo su castigo; y ahora ni la misericordia ni la justicia pueden golpearles, puesto que la justicia ha estrechado la mano de la misericordia en un firme decreto de salvar al hombre cuya fe esté en la cruz de Cristo. El Señor bendiga estas palabras por Su Hijo. Amén.

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