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“Porque separados de mí nada podéis hacer.”
— Juan 15: 5
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Consciente de esta verdad en mi propio caso, busco sinceramente la ayuda del Espíritu de Dios, tanto en la predicación como en cualquier otro ejercicio espiritual que haga, pues, separado de Él nada puedo hacer. Es un hecho notable que todas las herejías que han brotado en el seno de la Iglesia cristiana, han tenido la tendencia a deshonrar a Dios y a adular al hombre. Siempre han guardado la exaltación de la naturaleza humana como su refugio, si no es que como su meta abierta, y han buscado el abatimiento de la soberanía de la gracia divina. Estos falsos profetas quieren derramar lustre sobre la cabeza de la criatura rebelde y depravada, y robarle a Dios la gloria que es debida a Su nombre.
Por otro lado, las doctrinas del Evangelio, comúnmente conocidas como las doctrinas de la gracia, se distinguen sobre cualquier otra doctrina por esta peculiaridad: es decir, que abaten a la criatura a un lugar muy bajo, y nos presentan al Señor Jehová sentado en un trono elevado y exaltado. Tan cierto es esto, que el cristiano más ignorante, aun si es incapaz de refutar un discurso erróneo, sería capaz de descubrir su falsedad, determinando si glorifica al hombre a costa de Dios. El más pequeño bebé en la gracia puede llevar esta prueba consigo: en medio de la diversidad de opiniones que lo circundan, siempre puede juzgar y hacerlo infaliblemente por cierto, acerca de la verdad o la falsedad de una doctrina, probándola de esta manera: “¿Glorifica a Dios?” Si lo hace, es verdadera. “¿Exalta al hombre?” Entonces debe ser falsa. Por otra parte, ¿coloca al hombre en un lugar muy bajo, y habla de él en términos que lo conducen a sentir su degradación? Entonces, sin duda, está llena de verdad. Y, ¿pone la corona sobre la cabeza de Dios, y no sobre la cabeza del libre albedrío del hombre, o de su libre agencia, o de las buenas obras? Entonces, con toda certeza, es una doctrina de acuerdo a la piedad, pues es la misma verdad del Señor nuestro Dios.
Mi texto, que es la propia palabra de Cristo, contiene una doctrina que pertenece a la categoría que habla en contra de la exaltación de la humanidad, y echa por tierra sus elevadas esperanzas y desdeña sus altivas miradas; y esta frase honra a Cristo precisamente en esa misma medida, y lo exalta en la estima de todo Su pueblo.
Esta mañana voy a hablar de mi texto de esta manera: -Jesús dijo: “Separados de mí nada podéis hacer”. Primero, esto es cierto en cuanto a Sus santos en temas concernientes a ellos mismos; en segundo lugar, esto es todavía más manifiestamente cierto en cuanto a los hombres inconversos y no regenerados; y, en tercer lugar, la experiencia descubrirá que es igualmente un hecho si miramos a los santos en relación a los pecadores; sin Cristo, el santo más sincero no puede hacer nada para la conversión del pecador.
I. Entonces comenzamos con EL SANTO EN RELACIÓN A SÍ MISMO.
Jesús les dijo a los apóstoles, y si se los dijo a ellos, con toda certidumbre nos dice también a nosotros, al menos con la misma fuerza: “Separados de mí nada podéis hacer.” Vamos a explicar esto; luego vamos a sustentarlo; y luego extraeremos una lección práctica.
1. Hijo de Dios, Jesucristo te habla personalmente en este día, y te dice: “Separado de mí nada puedes hacer.” ¿Entiendes esto? ¡Observa cuán decisivamente habla! Yo tomo prestado de Agustín mucho material para la exposición que presento a continuación. Él comenta que esta frase parece haber sido escrita para poner un fin a las impudentes posturas de los pelagianos, pues el texto no dice: “Separados de mí difícilmente podrían hacer algo; será con extrema dificultad que podrán cumplir una buena obra o alcanzar un propósito santo.” No, pone el hacha mucho más decisivamente a la raíz.
Dice: “Separados de mí nada podéis hacer”. Absoluta y positivamente nada. Cómo, ¿no dice que si busco y me esfuerzo, si concentro todas mis energías en un solo punto, si concentro todas mis facultades en un propósito, ni aun así podría holgarlo? Si yo fuera extremadamente cuidadoso; si fuera intensamente entregado; si orara con toda sinceridad, ¿no podría entonces lograr algo, aun sin la influencia del Espíritu? Puede ser que me cueste muchas dificultades; puede ser duro remar contra la corriente; pero, ¿no podría progresar por lo menos un poquito en la cosas de Dios, sólo con mi propio poder, sin ayuda, si me esforzara al máximo? “No” -el Señor Jesús dice que-: “no; separados de mí nada podéis hacer.” Puedes esforzarte como quieras, luchar como puedas; tus esfuerzos y tus luchas serían una fuerza mal aplicada; no te conducirían a progresar a tu meta: sólo te hundirían más profundamente en la ciénaga de la desesperación o de la presunción.
Observen, además, que el texto no dice: “Separados de mí no podréis hacer algunas cosas grandiosas; algunos actos especiales de piedad; algunos actos elevados y supernaturales de arrojo, de abnegación y de sacrificio.” No; “Separados de mí nada podéis hacer.” La frase incluye, como lo perciben claramente, esos pequeños actos de gracia, -esos pequeños actos de piedad- para los que, en nuestra altiva arrogancia, pensamos que ya estamos suficientemente equipados. No pueden hacer nada; no solamente el más alto deber está más allá de su poder, sino el menor deber también. Ustedes no son capaces de hacer el menor acto de vida divina, excepto en la medida en que reciban la fuerza de Dios el Espíritu Santo.
Y, de verdad, hermanos míos, es generalmente en estas pequeñas cosas que descubrimos el alcance de nuestra debilidad. Pedro pudo caminar sobre las olas del mar, pero no pudo soportar la burla de una criada ínfima. Job pudo tolerar la pérdida de todas las cosas, pero las palabras recriminadoras de sus falsos amigos, aunque no eran más que palabras y no rompían huesos, lo llevaron a hablar mucho más amargamente que toda la sarna maligna y las ampollas que estaban en su propia piel. Jonás dijo que hacía bien en enojarse, hasta la muerte, por una calabacera. ¿No han oído a menudo que hombres valientes que han sobrevivido cientos de batallas, han muerto al final por causa del más trivial accidente? Y, ¿no ha sucedido lo mismo con cristianos que profesan? Ellos se han erguido rectamente en medio de las más duras pruebas; han sobrevivido las más arduas pugnas, y sin embargo en una hora mala, al confiar en ellos mismos, su pie ha resbalado bajo alguna ligera tentación, o debido a alguna pequeña dificultad.
John Newton dice: “la gracia de Dios es muy necesaria para formar un temperamento correcto en los cristianos, tanto en relación al rompimiento de un plato, como en relación a la muerte de un hijo único. Estas pequeñas grietas necesitan ser resanadas con sumo cuidado. La plaga de las moscas no es más fácil de ser contenida que la del ángel destructor. El justo debe vivir por fe tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. El creyente debe estar consciente de su propia incapacidad tanto en las menudencias como en los ejercicios más nobles. No debe decir nunca de ningún acto: “ahora soy lo suficientemente fuerte para ejecutar esto; no necesito ir a Dios en oración para esto; se trata de una minucia; está por debajo de la dignidad de Dios, y yo me basto por mí mismo para ello.”
No, creyente, tú no eres competente para nada; sin Cristo no puedes hacer nada que sea bueno, nada que sea correcto. “No somos competentes por nosotros mismos para pensar algo por nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios.” “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.” Cada día sentimos de verdad que, querer está presente en nosotros, pero cómo hacer lo que queremos, no lo sabemos. Nuestra fuerza es no solamente debilidad, sino perfecta debilidad; debilidad incluso en relación a las cosas pequeñas; debilidad relativa a las onzas como ciertamente relativa a las toneladas; debilidad en las gotas de dolor así como en los mares de aflicción; debilidad ante las astillas de la prueba así como ante los terribles dardos del Maligno. En todo, cristiano, eres impotente, separado del Señor que es tu fortaleza y tu salvación. Aprende, entonces, el significado de este texto: “Separados de mí nada podéis hacer.”
Para explicar más el significado de este pasaje, permítanme notar que Cristo no dijo: “Separados de mí nada podéis perfeccionar”; sino “Separados de mí nada podéis hacer.” El pelagiano podría admitir tal vez que el cristiano no puede completar una buena obra sin ayuda; pero piensa que podría hacer mucho en esa dirección. Dice: “si no termina la obra, puede comenzarla; si no es la Omega, al menos puede ser el Alfa; si no puede aportar la gloriosa piedra cimera y levantarla con grúa a la sublime altura en la que debe quedar por siempre y para siempre, al menos puede cavar los cimientos, y quedarse sobre la primera piedra oculta.” “No” -dice Cristo- “Separados de mí nada podéis hacer.”
Lo mismo sucederá en aquel último salto glorioso cuando el creyente brinque desde de su lecho de muerte hasta la tierra de los vivientes; toda su fortaleza debe provenir de Dios; y lo mismo debe ocurrir en ese primer paso tembloroso cuando venga a Cristo como un penitente, y descanse su alma en Él. Cuando estés a punto de iniciar algún proyecto, no digas: “yo voy a comenzar esto, y luego Dios me dará gracia para compensar mis deficiencias, pero voy a confiar en mí hasta donde pueda.” ¡Ah, necio!, tu cuchara de albañil está llena de argamasa endeble; tú construyes con madera, heno y hojarasca. No solamente no puedes hacer mucho separado del Espíritu de Dios, sino que no puedes hacer nada en lo absoluto. Si estás separado de Dios no puedes ni levantar un dedo, ni meter mano en una obra espiritual. No te puedes poner el manto blanco de gloria; es más, no te puedes despojar de la mortaja encerada de tu muerte; incluso esto deben hacerlo por ti, desde el principio hasta el fin.
Y ahora vamos a proceder a colocar el significado bajo una potente luz. Puede ser que algunos comenten: “Bien, podría interpretarse que el texto diga que el creyente no puede comenzar nada bueno, pero una vez que es comenzado, podría ser de gran ayuda para Dios el Espíritu Santo, en su propia salvación; él podría hacer algo separado del Espíritu.” ¡Ah, hermanos míos!, cuando el Espíritu de Dios está con nosotros, hacemos mucho; cuando Él está en nosotros, nos convierte en el instrumento de nuestra propia liberación; pero si el Espíritu de Dios es separado del cristiano, aunque haya sido renovado, aunque tenga un nuevo corazón y un recto espíritu, a pesar de ello, no podría retener ese nuevo corazón y ese espíritu recto ni una sola hora, es más, ni una fracción de un segundo, si el Espíritu de Dios fuera retirado alguna vez de él.
No hay apoyo para la nueva vida en el suelo natural de la condición humana. Cada trozo de terreno en el que se nutre la dulce flor del Paraíso en nuestro corazón, tuvo que ser traído aquí desde el cielo, pues nuestro corazón es naturalmente una roca demasiado infructífera para producir alguna subsistencia para las plantas del Paraíso. Si en nuestra alma fluye un río de agua de vida, su nacimiento está en las montañas del eterno propósito de Dios; el río no cuenta con manantiales tributarios en nuestro corazón. La carne no puede prestarle ninguna ayuda al espíritu. La naturaleza no regenerada puede ser un gran impedimento para la gracia, pero no puede ser nunca una ayuda.
El apóstol Pablo no estuvo convencido nunca que el hombre viejo fuera una ayuda para el hombre nuevo. Si hubiera sido una ayuda, no habría clamado: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Le habría dado la mano a ese cuerpo de muerte, y le habría agradecido su ayuda si le hubiese prestado alguna; pero sintió que era tan inútil como lo sería un esqueleto muerto, podrido, corrupto, inmundo y nocivo que hubiera sido encadenado a una persona viva. Cuando nos despojemos del yo y del poder del yo, entonces seremos fuertes; pero toda la fuerza de la naturaleza no es sino una debilidad para la gracia, y todo el poder y la energía de la carne no son sino un obstáculo para el Señor, y no una ayuda para Él. Separados de Él -en el sentido más amplio en el que este lenguaje pueda ser entendido- nada podemos hacer.
2. Y ahora, habiendo procurado explicar de esta manera el texto en relación al cristiano, permítanme sustentarlo. Quiero sustentarlo, primero que nada, apoyándome en la aprobación común de todos los creyentes de todas las épocas. Con la excepción los antiguos pelagianos y su moderna prole, yo desconozco que la Iglesia haya aportado algún caso de algún profesante que haya dudado de la incapacidad del hombre separado de Dios el Espíritu Santo. Nuestras confesiones de fe son casi unánimes sobre este punto.
Pero escucho que alguien pregunta: “¿Acaso no creen los arminianos que hay una fuerza natural en el hombre por la cual él puede hacer algo?” No, hermanos míos, el verdadero arminiano no puede creer tal cosa. Arminio habla muy correctamente acerca de este punto. Cito sus propias palabras, de conformidad a la traducción que poseo: “es imposible que el libre albedrío, sin la gracia, comience o perfeccione cualquier bien verdadero o espiritual. Yo afirmo que la gracia de Cristo, en lo tocante a la regeneración, es simple y absolutamente necesaria para la iluminación de la mente, para el ordenamiento de los afectos, y para la inclinación de la voluntad hacia lo que es bueno. Eso es lo que opera en la mente, en los afectos y en la voluntad; lo que infunde buenos pensamientos en la mente, lo que inspira buenos deseos en los afectos, y conduce a la voluntad a ejecutar esos buenos pensamientos y esos buenos deseos. Va por delante, acompaña, y sigue. Provoca, ayuda y obra en nosotros el querer, y obra con nosotros para que no queramos en vano. Previene tentaciones, está junto a nosotros y nos ayuda en las tentaciones; es una ayuda en contra de la carne, del mundo, y de Satanás; y en el conflicto, nos concede gozar de la victoria. Levanta de nuevo a los que son vencidos y caen, los restablece, y los dota de nueva fuerza, y los vuelve más cautos. Comienza, promueve, perfecciona y consuma la salvación. Yo confieso que la mente del hombre natural y carnal está entenebrecida, que sus afectos son depravados, que su voluntad es refractaria, y que el hombre está muerto en el pecado.”
Richard Watson, quien entre los arminianos modernos es considerado como un teólogo clásico, especialmente en la denominación wesleyana, es igualmente claro sobre este punto. Él admite plenamente que “el pecado de Adán introdujo en su naturaleza tal impotencia radical y tal depravación, que es imposible que sus descendientes hagan algún esfuerzo voluntario (por sí mismos) tendiente a la piedad y la virtud”; y luego cita con gran aprobación una expresión de Calvino, en la que Calvino dice: “el hombre está tan completamente hundido, como anegado por una inundación, que ninguna parte suya es libre de pecado, y por tanto, todo lo que procede de él, es considerado pecado.”
Es muy satisfactorio contar con estos testimonios relacionados con la doctrina común de la Iglesia. Yo sé que algunos arminianos no creen ni siquiera lo mismo que creyeron Arminio o Richard Watson. Yo sé que algunos de ellos no entienden ningún credo, ni siquiera su propio credo, pues en todas las denominaciones hay hombres tan ignorantes de toda teología, que sobre cualquier base se aventuran a declarar que son arminianos, o calvinistas, sin saber lo que Calvino o Arminio enseñaron. Los arminianos estarían mucho mejor si por lo menos fuesen tan buenos como Arminio. A pesar de lo que se haya desviado de la fe en algunos aspectos, no fue un hereje ni la mitad de confundido como lo son multitudes de sus seguidores, pues en algunos puntos era un defensor tan firme y tan resuelto de la fe, como lo fue el propio Juan Calvino.
Mis queridos amigos, en vez de quedarnos más tiempo en este punto, déjenme hacer una o dos observaciones más. Supongan por un momento que la doctrina de nuestro texto no fuera verdadera, y que los cristianos tuvieran el poder en sí mismos para hacer algo; tomen sus Biblias cuando lleguen a casa y vean qué gran cantidad de promesas de la Palabra de Dios se quedarían sin ninguna validez para ustedes. Dios no hizo nunca una promesa que no fuera necesaria; ahora, si yo tuviera fuerza por mí mismo, Dios ciertamente no hubiera necesitado hacerme la promesa de darme Su fuerza. Pero puesto que hay muchísimas promesas en las que está escrito, “El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas”; puesto que se nos dice a menudo que “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas”, creo que pueden ver que la simple existencia de estas promesas comprueba que son necesarias, y si las necesitamos, es debido a que el hombre es débil.
Además, ¿qué pensaríamos de las alabanzas de los santos? ¿No han escuchado a lo largo de toda la Escritura, que atribuyen su fortaleza y su poder a Dios? ¿Acaso no confesaron todos ellos, desde el primero hasta el último, que todos sus frescos manantiales estaban en Él; que Él, el Señor Jehová, era su fortaleza y su cántico, y se había convertido en su salvación? ¿No confesaron unánimemente que su competencia provenía de Dios; que cuando eran débiles eran fuertes; que en sí mismos no eran nada? Pregunto, ¿qué opinan de estas alabanzas? ¿Qué son? ¿Acaso no serían puro viento si estos hombres realmente hubieran tenido fortaleza y poder para hacer el bien? Y, ¿qué son los himnos delante del trono: esos eternos clamores de “La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero”? ¿Cómo podrían atribuir poder, y dominio, y fortaleza a Él por siempre y para siempre, si ellos hubieran tenido poder? ¿No debería haber una melodía entremezclada; mientras cantan al poder de la gracia, no debería haber algunos interludios en los que canten también al poder de la naturaleza? Si llegaran al cielo en parte por Dios y en parte por ellos mismos, ¿no deberían algunos de los arpistas cantar a la gracia, pero otros no deberían variar la melodía, al menos a intervalos, para alabar a aquel que con su propia fuerza rompió los grillos de su pecado, y mediante su propia vigilancia se preservó para vida eterna? Pensar así es una blasfemia. ¡Oh, no, hermanos míos, es debido a que no tenían poder en la tierra excepto el que Dios les dio, que no tienen cántico en el cielo excepto el cántico que exalta y alaba a Dios!
Supongo que otros argumentos adicionales son innecesarios, pero permítanme mencionar uno más. Si así fuera, que el hombre tuviera poder en sí mismo, ¿cuál sería la necesidad del oficio del Espíritu Santo? El oficio del Espíritu Santo se volvería de inmediato una sinecura inútil (1) si el hombre pudiera hacer cualquier cosa y todas las cosas. ¿Qué necesidad habría de que el Espíritu reviviera a los hombres si ellos pudieran dar el primer paso para volver a la vida? ¿Qué necesidad habría de ser fortalecidos con poder en el hombre interior por Su Espíritu, si el hombre interior estuviera ya fortalecido por su propio poder natural? ¿Qué necesidad habría de que el Espíritu enseñara diariamente al pueblo de Dios si ellos pudieran instruirse a sí mismos? ¿Qué necesidad habría de que yo orara “Sosténme”, si yo pudiera sostenerme a mí mismo?
Si tuviéramos fuerza propia, las oraciones para recibir ayuda espiritual serían peticiones de misericordias innecesarias. Yo afirmo que si el hombre poseyera la suficiente gracia para evitar el pecado durante una hora por sí mismo, no sería necesario que orara, al menos durante esa hora. ¿Para qué querría más fortaleza de la que necesita? ¿Habría de recibirla para luego gastarla en sus lascivias? Si fuera posible que yo llevara a cabo una sola acción santa, separado del Señor Jesús, entonces déjenme completar esa sola acción separadamente de Él. Permítanme prescindir del Espíritu Santo durante ese tiempo.
Pero ustedes se rebelan ante esa idea. Veo que les causaría horror que yo continuara hablando así. “No” -dirían ustedes- “día a día tenemos la necesidad de orar; cada hora tenemos la necesidad de confiar. ‘Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza.'” Me veo forzado a sentir cada día que no puedo hacer nada sin Él; mi fortaleza es enteramente Suya. El simple hecho de que los oficios del Espíritu Santo sean necesarios, por experiencia propia, demuestra que no podemos hacer nada separados de Él.
3. Ahora, apliquemos la doctrina. Descubrimos aquí una razón para la más profunda humildad. Creyente, ¿estás orgulloso porque has prestado un pequeño servicio a la Iglesia y a tus tiempos? ¿Quién te distingue, y qué tienes que no hayas recibido? ¡Ah!, ¿quién encendió tu lámpara, y quién te mantiene alumbrando e impide que te apagues? ¿Has vencido a la tentación? No levantes tu estandarte; no condecores tu propio pecho con gloria; pues, ¿quién te hizo fuerte en la batalla? Y, ¿quién afiló tu espada y te permitió dar en el blanco? Recuerda, no has hecho absolutamente nada por ti mismo. Si en este día eres un vaso para honra, dorado y decorado; si ahora eres un vaso precioso, lleno del perfume más dulce, tú no te hiciste a ti mismo. Tú eres arcilla y Él es el alfarero. Si eres un vaso para honra, no eres un vaso para tu propia honra, sino un vaso para honra de Aquel que te hizo. Si hoy estás en medio de tus semejantes como los ángeles están sobre los espíritus caídos: como un elegido, distinguido de ellos, recuerda, no fue nada bueno en ti lo que te convirtió en escogido, ni ha sido ninguno de tus propios esfuerzos, ni tu propio poder, lo que te ha levantado del lodo cenagoso, y lo que ha puesto tus pies sobre peña y lo que enderezó tus pasos. Quita tu corona de tu altiva cabeza, y pon tus honores a los pies de Él, que te ha dado todo. Ven con los querubines y los serafines y vela tu rostro y clama: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria por siempre y para siempre.”
Y cuando estés así postrado con humildad, debes estar preparado a aprender otra lección, es decir, no debes depender otra vez de ti. Si tienes que hacer algo, no salgas a hacerlo apoyándote en un brazo de carne. Primero dobla tu rodilla y pídele poder a Quien te hace fuerte, y luego regresarás de tu labor en medio del regocijo. Pero si vas con tu propia fuerza, harás añicos la reja de tu arado sobre la roca; sembrarás la semilla junto al mar salado y sobre arena infértil, y contemplarás tus acres vacíos en los años venideros, que no producirán ni una sola brizna de hierba que alegre tu corazón. “Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos”; pero esa fortaleza no está disponible para ti en tanto que descanses en alguna fuerza propia. Él te ayudará si eres como un gusano; pero si quieres ser fuerte en ti mismo, retirará Su propio poder de ti, y causará que tropieces y caigas; y si tropiezas, considera como una dicha que no termines convertido en añicos. Aprende entonces la gracia de depender diariamente de Dios, y hazlo constantemente con la debida humildad.
Ah, hermanos y hermanas míos, quiero hablar sinceramente antes de abandonar este punto, pues se trata de un vicio común a todos nosotros: volvernos independientes. Recibimos un surtido de gracia en nuestra mano, y pensamos que gastaremos el dinero de nuestro bolsillo antes de recurrir al tesoro de nuestro Padre. Si tenemos un poco de fe y nuestro Señor nos honra con el gozo de Su presencia, entonces nos engreímos de tal manera que clamamos: “Mi monte está firme; no seré jamás conmovido”.
¡Ah!, siempre hay una prueba a la mano. ¿No es cierto que nosotros nos generamos la mayoría de nuestras pruebas por nuestra jactancia, y encendemos nuestro propio horno con el combustible de nuestra altivez? Si fuésemos más semejantes a los niños, y descansáramos más simplemente en el poder del Espíritu, ¿no seríamos más felices? ¿Acaso Dios nuestro Padre no esconde Su rostro, porque si viéramos demasiado Su rostro, podríamos exaltarnos sin medida? ¿Acaso esa espina no rasga nuestra carne porque de otra manera permaneceríamos acostados sobre el lecho de la seguridad carnal y dormiríamos durante todo el día?
¡Oh!, podríamos estar siempre en la cima de la montaña, si no tuviésemos cabezas tan aturdidas y pies tan resbalosos. Podríamos tener siempre nuestras bocas llenas de dulzura, si no fuera porque somos tan débiles que no podemos soportar siempre estas dulces cosas, y debemos dar un trago de ajenjo para ser conducidos otra vez, mediante un tónico amargo, a un estado saludable de alma.
Yo oro para que ustedes busquen quedar postrados en el suelo delante de nuestro Dios, pues cada pulgada que nos alzamos por sobre el suelo, es una pulgada demasiado alta; no se trata de una pulgada hacia el cielo, sino de una pulgada hacia el infierno. Cada gramo de fortaleza propia que ganemos es un gramo de debilidad, y cada partícula de confianza en sí mismo, no es sino una nueva partícula de veneno aplicado a nuestras venas. ¡Buen Dios, líbranos de toda confianza en el yo, y de toda seguridad carnal!
II. Ahora me encamino a la segunda parte de mi sermón, en la cual me detendré brevemente pero hablaré de todo corazón. “Separados de mí nada podéis hacer.” Si esto es válido para el santo, afirmamos que es igualmente válido, (aunque debería decir más contundentemente válido) en cuanto AL PECADOR. En vez de hacer una división didáctica aquí, como lo hice con el primer encabezado, permítanme hablar de inmediato a la conciencia.
Pecador, el hijo de Dios que ha sido revivido y renovado, siente que separado de Cristo nada puede hacer. Cuánta mayor validez tiene esto para ti, pues tú estás absolutamente muerto en delitos y pecados. Aunque el pámpano esté en la vid, y haya sido injertado en el buen olivo, no puede producir ningún buen fruto sin el tronco. Cuánto menos puedes esperar hacer algo tú, pues ni siquiera estás injertado, sino que perteneces al olivo silvestre. ¿Cómo podrías producir fruto? Si el cristiano, cuyo rostro ha sido limpiado, no puede mantenerlo limpio, ¿cuánto más difícil no es para el etíope -pues eso eres tú- mudar su piel o para el leopardo quitar sus manchas? Si cuando el creyente es sanado de su lepra, siente que la lepra podría brotar cada día, si no fuera por el constante poder milagroso del buen médico, ¿cuánto menos podrías tú limpiarte a ti mismo, estando contaminado por completo por la lepra del pecado?
Pecador, es cierto en cuanto a ti que, a menos que seas visitado por el Espíritu Santo, a menos que seas unido a Cristo, nada puedes hacer. No estamos afirmando que eres incapaz físicamente, pues puedes efectuar actos naturales. Puedes asistir a la casa de Dios; puedes leer la Palabra de Dios; tú puedes hacer mil cosas, que sólo necesitan de tus brazos y de tus piernas y de tus ojos. Tampoco eres incapaz mentalmente. Tú puedes discernir entre el bien y el mal; tú puedes juzgar sobre la verdad y el error, y eres verdaderamente culpable al elegir lo falso y rechazar lo verdadero. Hablamos ahora de tus acciones espiritualmente, no moralmente. Tú eres tan enteramente incapaz de todos los actos espirituales, como los muertos en los cementerios, o como los huesos secos después de haber pasado por el fuego. La vida espiritual no permanece en ti, no tienes ningún poder espiritual con el que puedas ayudarte. Estás totalmente arruinado, enteramente perdido; y si dependes de ti, estás más allá del alcance de toda esperanza y de toda ayuda humana. Sin embargo, te ruego, recuerda que esta incapacidad tuya es pecaminosa. No se trata de una incapacidad que sea tu desgracia, sino que es tu pecado. Eres incapaz en cuanto a la justicia, pero eres lo suficientemente capaz para la iniquidad, y tu propia incapacidad constituye en sí misma un pecado condenatorio. Además, tu incapacidad no te libera de tu deber. Aunque no puedas hacer nada, sigue siendo tu deber cumplir con todo lo que Dios ordena. Aunque no puedes pagar la deuda, pues estás totalmente en la bancarrota, sigue siendo tu obligación pagarla. Dios no te ha dispensado de la ley porque hayas perdido el poder de obedecer. No, ni siquiera el Evangelio retira alguno de sus preceptos porque no puedas cumplirlos en ti o por ti. Dios todavía requiere de ti que “ames al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas”, aunque no puedas hacerlo, como tampoco puedes volar. Todavía requiere de ti que te vuelvas del pecado, y que creas en el Señor Jesús con todo tu corazón, aunque no puedas cumplir con esto como la piedra no se puede transformar en ángel, o como las rocas calladas no pueden prorrumpir en aleluyas de eternidad. Puedes ver, pecador, en qué estado te encuentras. Tú tienes un Señor que requiere de ti el pago, pero no tienes nada con qué pagarle. Tú tienes los mismos requerimientos que Adán tuvo en el huerto, pero has perdido toda capacidad de cumplir con el requerimiento. ¡Oh pecador, cuán perdido estás! ¡Cuán perdido estás!
Pero escucho que alguien dice: “predicar de esta manera paraliza los esfuerzos de los hombres, y los lleva a decir: “no puedo hacer nada”. Ah, amigos míos, esto es precisamente lo que queremos que digan. Queremos paralizar sus esfuerzos; queremos impactarlos con un sentido de su incapacidad. No crean que voy a negar o que voy a sustraerme a las consecuencias de esta verdad en la conciencia del pecador; es precisamente allí donde quiero conducirlo.
El arminiano busca conducir a los hombres a la actividad; yo no busco llevarlos a la actividad al principio, sino a un sentido de su incapacidad; pues entonces, cuando han llegado a conocer su incapacidad, entonces Dios el Espíritu obra en ellos, y entonces comenzará la actividad. Pero la actividad separada de un sentido de incapacidad, equivale a poner al pecador en un sendero que parece conducirlo al cielo, pero que realmente lo llevará al infierno.
No me importa que se diga que miles de personas han sido convertidas por una predicación contraria a esta. La conversión de la mayoría de esas personas ha sido una falacia. Estuve recientemente en un distrito en el que un muy excelente hermano en Cristo había obrado un muy gran avivamiento. Se decía que casi cada persona del pueblo había sido convertida, pero el pueblo sigue siendo tan borracho, tan profano, tan blasfemo en este día, como lo fue anteriormente. Estoy persuadido de que mucha de la agitación y de los delirios fanáticos que han deshonrado al verdadero movimiento de avivamiento, no se deben a la obra de Dios sino a la obra del propio Satanás.
Quiero discernir entre lo precioso y lo vil. Dios ha desnudado Su brazo, y multitudes han sido convertidas durante estos últimos años por una verdadera obra de avivamiento. Pero esa agitación que ha acompañado a algunos de estos avivamientos no es nada más que la agitación de las pasiones de los hombres; ha hecho que los hombres lloren por sus padres, pero no por sus pecados; los ha hecho clamar por sus hijos, pero no por sus almas; los ha hecho temblar por el momento, pero no ha alcanzado lo íntimo de sus corazones. Necesitamos que el Señor venga de nuevo, con el aventador en Su mano, para limpiar Su era. Puede ser que yo enuncie una verdad ingustable, pero en la era se está acumulando ahora la paja, y los predicadores están recibiendo en las iglesias hombres que necesitarán ser echados fuera otra vez. Podrán ser recibidos con sonido de trompeta, pero tendrán que ser arrojados fuera por la puerta trasera con gritos de llanto, porque no fueron convertidos salvadoramente a Dios.
Yo siento en mi propia conciencia que no estaría limpio de la sangre del hombre a menos que afirmara que cualquier conversión que no demuestre una conciencia de la pérdida y ruina totales del hombre; cualquier conversión que no enseñe al hombre el hecho de que no puede hacer nada, es una conversión de la que necesita convertirse, y un arrepentimiento del que necesita arrepentirse.
Además, escucho que otro me dice: “debe ser algo malo conducir a los hombres a sentir que no pueden hacer nada.” No es nada malo; Dios quiera que todo hombre lo sienta en su propia alma. “Pero” -dirá alguno- “yo conocí a un hombre que solía decir que no podía hacer nada, y que, por tanto, no intentaría hacer nada.” Amigo mío, lo que ese hombre dijo es una cosa; lo que sintió es otra. Me aventuro a afirmar que ese hombre no creía en lo que dijo, pues de otra manera no habría agregado la última frase. Él pensó en su propio corazón que podía creer, y que podía arrepentirse, y que podía ser salvo cuando quisiera. Todavía atesoraba en su alma la falacia de que un buen día, cuando se encontrara en una etapa más conveniente, vendría a Cristo. Ese era su pensamiento más íntimo. Lo que dijo no fue sino un pretexto para resguardar su conciencia de la reprimenda.
Vamos, hombres y mujeres, si pudieran ser conducidos a sentir que están tan perdidos, tan arruinados, que no pueden hacer nada, se llenarían de temblor y desconfianza; y entonces, clamarían en medio de su horror, “¡Señor, sálvame, que perezco!” “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Repito, es debido a que no lo sienten; sino únicamente dicen que lo sienten. Por tanto, cuando lo dicen, lo convierten en una excusa a causa de la falta de sentimiento. Le pido a Dios el Espíritu que los hiera ahora con un sentido de impotencia, para que de inmediato se postren con el rostro en la tierra, y sientan en lo íntimo de su corazón que su salvación está en las manos de Cristo y no en sus propias manos; y que si son salvados, debe ser por la obra de gracia en ustedes, y de gracia para ustedes. No puede ser su propia obra puesto que no tienen poder para llevarla a cabo, en y por ustedes mismos.
¡Si sólo pudiera llevarlos hasta ese punto! ¡Oh, Dios mío, lleva al pecador allí! ¡Te ruego que lo lleves allí! Pobre pecador, si ya has llegado hasta ese punto, Dios ha comenzado una buena obra en ti. Yo te digo que si has llegado a conocer verdaderamente esta verdad en el centro de tu corazón, Dios el Espíritu ha comenzado a salvarte, y Él acabará la obra de Su propia mano. No me mal interpretes. Si dices simplemente: “yo no puedo hacer nada”, (cualquiera puede decir eso), eso no es la obra del Espíritu. Pero si sientes que no puedes hacer nada, entonces esa es la obra del Espíritu. ¿No es esta una doctrina muy ingustable? A muchos de mis oyentes no les gusta ahora; tal vez cuando se vayan, dirán: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?” Yo no espero que el hombre natural reciba una verdad espiritual. Si la han recibido, le doy gracias a Dios por ello. El que los desvistió, los vestirá. El que te ha matado esta mañana te revivirá. El que te ha hecho sentir que no puedes hacer nada, te fortalecerá para hacer todas las cosas. Si pudieras ver en el fondo de tu tesoro, verías que no queda ni un centavo allí, si pudieras sentir tu propio vacío, estoy seguro de que pronto verías la plenitud de Cristo, y descubrirías que Él puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios; que aunque no podamos hacer nada, Él puede hacerlo todo; que aunque nosotros no podamos ni comenzar ni terminar, “Él es el Alfa y la Omega, principio y fin, el autor y consumador de nuestra fe.”
III. Ahora concluyo con el tercer encabezado, “Separados de mí nada podéis hacer.” Esto es aplicable AL SANTO EN RELACIÓN AL PECADOR.
Hermanos, a veces recibo información acerca de hombres llamados ‘revivalistas’, y yo supongo que la gente se imagina que hay algún poder en ellos o relacionado con ellos, para crear un avivamiento. Yo lamentaría llevar ese título para que no se llegara a pensar que me arrogo algún poder. Yo sé, también, que la gente planea algunas veces un avivamiento en un determinado tiempo. Como si el Espíritu de Dios estuviera a su disposición; como si ellos pudiesen hacer que el viento, que sopla de donde quiere y cuando le place, viniera a su llamado y a su indicación.
Yo creo que todo eso pretende comenzar por el punto equivocado. En lugar de eso deberíamos sostener reuniones de oración, y confesar nuestra incapacidad. Si comenzáramos por sentir que no podemos hacer nada, podríamos hacer todo; pero cuando comenzamos pensando que lo podemos hacer todo, no terminaremos haciendo nada. La Iglesia de hoy necesita tener este principio más y más grabado en su corazón. Iglesia de Dios, tú eres impotente; no tienes ninguna fuerza, ningún poder para convertir una sola alma separada del Espíritu de Dios.
¿Ha corroborado alguno de ustedes esto por experiencia propia? Tal vez, me dirijo ahora a un padre que tiene muchos hijos. Dice: “uno de mi hijos me confunde por completo. He orado por él, y he hablado con él. He buscado instruirlo; pero únicamente puedo subir a mi aposento y de rodillas sentir que a menos que Dios ponga Su mano, ese muchacho no será salvo nunca.” Es algo bueno que sientas esto, pues ahora irás a trabajar en la dirección correcta, sin usar tus propias herramientas, ni tu propio poder, sino apoyándote en la fortaleza de Dios.
Y yo también subo al púlpito y si sintiera que puedo predicar: ay, podría predicar con las lenguas de los hombres y de los ángeles, no sólo yo, sino todos mis hermanos en el ministerio, todos podríamos predicar vehemente y denodadamente, pero no habría ningún poder en nuestra predicación para ganar ni un alma, separados del Espíritu de Dios que sale con la Palabra. Necesitamos que los ministros sientan siempre que no es la simple adaptación del sermón a la salvación de las almas, sino la aplicación de ese sermón al alma. No es el simple hecho que somos denodados, sino la energía del Espíritu que sale con nuestro denuedo, para revivir el corazón y despertar la conciencia.
Maestros de escuelas dominicales, ustedes necesitan sentir esto. No los desalentará, no los paralizará; los hará fuertes, pues cuando somos débiles entonces somos fuertes. Necesitan sentir que no pueden convertir a un niño de su clase, de la misma manera que no podrían crear un mundo; que no pueden cambiar un corazón como tampoco podrían hacer que un océano se encendiera en llamas, ni podrían forzar al sólido granito para que cabalgara sobre fuentes líquidas hasta el cielo. Ustedes saben que esto está en las manos de Dios y no en las manos de ustedes. A ustedes les corresponde usar los medios, pero corresponde a Dios obrar el resultado. Vayan, entonces, todos ustedes, amados de su Dios, a sus distintos trabajos, haciendo a un lado su propia confianza, y dependiendo simplemente, enteramente, y plenamente en Dios.
Creo que se haría mucho más bien en el mundo si algunos de aquellos que tratan de hacer el bien miraran menos a su propio poder carnal para hacerlo. Quiero decir con esto que si tuviesen menos poder aparente, tendrían más fuerza.
Hay una historia contada por Toplady, acerca de un doctor Guyse, un hombre muy instruido. Él tenía el hábito de preparar sus sermones muy cuidadosamente, y solía leerlos muy acuciosamente. Hizo esto durante muchos años, pero nunca se supo que un pecador fuera salvo por medio de este hombre, ¡nunca se dio tal maravilla! El pobre buen hombre -pues era un hombre entregado y deseaba hacer el bien- estaba un día orando en el púlpito, pidiéndole a Dios que lo hiciera un ministro útil. Cuando hubo terminado su oración, quedó completamente ciego. Tuvo suficiente control de sí mismo para predicar el sermón de manera improvisada, aunque lo había preparado previamente con notas. La gente no notó su ceguera. Cabe decir que no habían oído nunca antes al doctor predicar un sermón como ese. La gente prestó una profunda atención; varias almas fueron salvadas. Como pudo bajó del púlpito y comenzó a expresar su profunda tristeza porque había perdido su vista. Pero una buena anciana que estaba presente, le dijo, tal vez de manera poco amable, aunque cierta: “Doctor, nunca antes le habíamos oído predicar de esta manera; y si ese es el resultado de que se haya quedado ciego, es una lástima que no se haya quedado ciego hace veinte años, pues ha hecho más bien hoy, que durante veinte años.”
Así que no sé si sería bueno que algunos de los finos lectores de sermones se quedaran ciegos. Si se vieran forzados a ser menos sofisticados en la preparación de sus sermones; si abandonaran una media docena de palabras duras que siempre anotan tan pronto se les ocurren, usándolas como piedras en medio del sermón; si, cuando subieran al púlpito, aunque fueran condenados por los críticos por hablar un lenguaje vulgar, hablaran de cosas sencillas que la pobre gente pudiera apreciar; si sólo hiciesen eso, con la ayuda de Dios, la ausencia de su poder mental sería el medio de mayor poder espiritual, y tendríamos un motivo para dar gracias a Dios porque el hombre se vería disminuido, y porque Dios brillaría con mayor resplandor. Pues, ¿qué son los muchos hombres ilustres sino ventanas de cristal manchado que impiden el paso de la luz?
Oh, que contáramos con más hombres que fueran como el transparente cristal de la cabaña del hombre pobre, para dejar que la luz de Dios brillara a través de ellos. Que la Iglesia sienta que su poder no es poder mental, sino poder espiritual. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos.” Entonces la iglesia podría usar todos sus conocimientos, y toda su educación, y toda su elocuencia. Los usaría bien también si no sintiera que son sus propias armas en la mano de Dios las que derriban ciudadelas.
Que Dios añada Su bendición por Jesucristo nuestro Señor.
Nota del traductor:
(1) Sinecura: Spurgeon usa en inglés la palabra sinecure: significa cargo o empleo provechoso y de poco trabajo.
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