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“Oh tú a quien ama mi alma.”
— Cantar de los Cantares 1: 7
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermon #338 – El Amor a Jesús
Si se pudiese comparar la vida de un cristiano con un sacrificio, entonces la humildad cava el cimiento para el altar; la oración trae las piedras sin labrar y las apila unas sobre otras; la penitencia llena de agua la zanja alrededor del altar; la obediencia ordena la madera; la fe argumenta con Jehová-jireh, y coloca a la víctima sobre el altar; pero el sacrificio está incompleto en ese momento, pues, ¿dónde está el fuego? El amor, sólo el amor puede consumar el sacrificio proveyendo desde el cielo el fuego necesario. Independientemente de lo que nos haga falta en nuestra piedad, así como es indispensable que tengamos fe en Cristo, así también es absolutamente imprescindible que amemos a Cristo. El corazón que está desprovisto de un sincero amor por Jesús, está muerto en sus delitos y pecados todavía. Y si alguien se aventurara a afirmar que tiene fe en Cristo, pero no le amara, de inmediato nos aventuraríamos a afirmar con certeza que su religión es vana.
Tal vez la gran carencia de la religión de nuestros tiempos es el amor. Algunas veces considero al mundo en general, y a la iglesia que está demasiado comprometida en su seno, y tiendo a pensar que la iglesia posee luz, pero carece de fuego; que tiene un cierto grado de fe verdadera, un claro conocimiento, y muchas otras cosas que son preciosas, pero que carece, en gran medida, de ese amor ardiente con el que una vez caminó con Cristo a través del fuego del martirio, como una casta virgen; cuando le mostraba, en las catacumbas de la ciudad y desde las cavernas de la roca, su amor puro e inextinguible; cuando las nieves de los Alpes podían testificar acerca de la pureza virginal del amor de los santos, por la mancha púrpura que señalaba el derramamiento de su sangre en defensa de nuestro sangrante Señor, sangre que fue derramada en defensa de Aquél a quien “incesantemente adoraban”, aunque no hubiesen visto Su rostro.
Mi agradable tarea el día de hoy es motivar las mentes conocedoras de la verdad, para que, como parte de la Iglesia de Cristo, de alguna manera sientan hoy amor a Él en sus corazones, y puedan dirigirse a Él, no sólo según la expresión, “oh tú en quien confía mi alma”, sino, “oh tú a quien ama mi alma”. El domingo pasado, si recuerdan, hablamos acerca de la fe simple, y procuramos predicar el Evangelio a los impíos; en esta hora, nos dedicaremos a hablar de la llama del amor puro, nacido del Espíritu, semejante a Dios.
Al reflexionar sobre mi texto, lo voy a considerar de esta manera: primero, vamos a escuchar la retórica del labio, oída en estas palabras: “Oh tú a quien ama mi alma”. Luego analizaremos la lógica del corazón, que nos justifica al dar a Cristo un título como este; y, en tercer lugar, vamos a llegar a algo que sobrepasa incluso a la retórica y a la lógica: el ejemplo absoluto en la vida diaria; y ruego que seamos capaces de demostrar constantemente, por medio de nuestros actos, que Jesucristo es Él, a quien aman nuestras almas.
I. Entonces, primero, debemos considerar que el amoroso título de nuestro texto expresa la RETÓRICA DEL LABIO. El texto llama a Cristo “Tú a quien ama mi alma”. Tomemos este título y hagamos en cierta medida su disección.
Una de las primeras cosas que llama nuestra atención, cuando nos ponemos a analizarlo, es la realidad del amor expresado aquí. Digo: realidad, entendiendo por el término “real”, no lo que contrasta con lo falso o ficticio, sino lo que está en contraste con lo tenebroso y confuso. ¿No ven que la esposa habla aquí de Cristo como de alguien que ella sabía que existía en realidad; no como una abstracción, sino como una persona. Habla de Él como de una persona real, “Tú a quien ama mi alma”. Bien, estas parecen ser las palabras de una mujer que lo está estrechando contra su pecho, que lo ve con sus ojos, que sigue activamente sus huellas, que sabe que existe y que recompensará al amor que le busque diligentemente.
Hermanos y hermanas, a menudo hay una gran deficiencia en nuestro amor a Jesús. No creemos en la realidad de la persona de Cristo. Pensamos en Cristo, y luego amamos el concepto que nos hemos formado de Él. Pero, oh, cuán pocos cristianos ven a su Señor como una persona real como nosotros mismos, -hombre verdadero: un hombre que sufrió, un hombre que murió, carne y sangre sustanciales-, Dios verdadero tan real como si no fuese invisible, y tan verdaderamente existente como si pudiésemos comprenderlo en nuestras mentes. Quisiéramos que el Cristo real fuera predicado más plenamente, y fuera amado más plenamente por la iglesia. Fallamos en nuestro amor, porque Cristo no es real para nosotros como lo fue para la Iglesia primitiva. La Iglesia primitiva no predicaba mucha doctrina. Ellos predicaban a Cristo. Poco hablaban de las verdades relativas a Cristo; predicaban al propio Cristo, Sus manos, Sus pies, Su costado, Sus ojos, Su cabeza, Su corona de espinas, la esponja, el vinagre, los clavos. Oh, anhelamos al Cristo de María Magdalena, más bien que al Cristo del teólogo analítico; denme el cuerpo herido de la divinidad, en vez del más sano sistema de teología. Permítanme explicarles lo que quiero decir.
Supongan que a su madre le fuera arrebatado un bebé, y ustedes buscaran fomentar en él su amor por su progenitora, mostrándole constantemente el retrato de la idea de una madre, procurando imbuirle el pensamiento de lo que es la relación de una madre con su hijo. En verdad, amigos míos, tendrían una tarea difícil si trataran de fijar en el niño el amor verdadero y real que debería sentir hacia la madre que le dio a luz. Pero denle una madre a ese niño; que sea mecido por el pecho real de esa madre; que sea nutrido de alimento por el propio corazón de la madre: que vea a su madre; que sienta a la madre; que ponga sus bracitos alrededor del cuello real de la madre, y entonces no tendrían una difícil tarea para que amara a su madre.
Lo mismo sucede con el cristiano. Necesitamos a Cristo, -no a un Cristo pintado, abstracto y doctrinal-, sino a un Cristo real. Yo podría predicarles durante muchos años, procurando infundir en sus almas un amor a Cristo; pero mientras no sientan que Él es un hombre real y una persona real, realmente presente con ustedes, y a quien pueden hablarle, conversar con Él, y comentarle sus necesidades, no habrían alcanzado un amor semejante al del texto, de tal manera que pudieran expresarle “Tú a quien ama mi alma”.
Cristiano, quiero que sientas, que tu amor a Cristo no es un mero afecto pío; sino que así como amas a tu esposa, así como amas a tu hijo, como amas a tu progenitor, así amas a Cristo; que aunque tu amor a Él sea de una forma más fina, y de un molde más elevado, sin embargo, es tan real como el de una pasión terrenal. Permítanme sugerirles otra figura. Una guerra ruge en Italia por la causa de la libertad. El simple pensamiento de libertad alienta al soldado. El pensamiento del héroe convierte al hombre en héroe. Aunque yo fuera y me pusiera en medio del ejército y les arengara acerca de lo que deben ser los héroes, y lo que deben ser los hombres valientes que luchan por la liberad; mis queridos amigos, la elocuencia más encendida tendría poco poder. Pero pongan delante de estos hombres a un Garibaldi, -el heroísmo encarnado-; pongan delante de sus ojos a ese hombre enaltecido, parecido a un antiguo romano recién salido de su tumba, y verían delante de ellos el significado de la libertad, y lo que el reto significa, e inflamados por su presencia real, sus brazos se fortalecerían, sus espadas se agudizarían, y se lanzarían a la batalla con presteza; su presencia aseguraría la victoria, porque con su presencia comprenderían el pensamiento que vuelve a los hombres aguerridos y fuertes.
De la misma manera, la iglesia necesita sentir y ver a un Cristo real en su medio. No es la idea de desinterés; no es la idea de devoción; no es la idea de la propia consagración lo que tornará poderosa a la iglesia: tiene que ser esa idea, pero encarnada, consolidada, personificada en la existencia real de un Cristo hecho realidad en el campamento de los ejércitos del Señor. Yo oro por ustedes, y ustedes oren por mí, para que cada uno de nosotros tenga un amor en el que Cristo es una realidad, y que se pueda dirigir a Él así: “Tú a quien ama mi alma”.
Pero además, miren al texto y percibirán claramente, algo más. La Iglesia, en la expresión que utiliza relativa a Cristo, habla no únicamente con una conciencia de Su presencia, sin con una firme seguridad de su propio amor. Muchos de ustedes, que efectivamente aman a Cristo, raras veces pueden ir más allá de decir: “¡Oh Tú a quien mi alma desea amar! ¡Oh Tú a quien espero amar!” Pero esta frase no dice eso para nada. Esta expresión no encierra la menor sombra de duda o de miedo: “¡Oh Tú a quien ama mi alma!”
¿Acaso no es una circunstancia feliz para un hijo de Dios que sepa que ama a Cristo? ¿Que pueda hablar del tema como un asunto de conciencia? ¿Que es algo a lo que no se pueden contraponer todos los razonamientos de Satanás? ¿Que es algo por lo cual puede poner su mano en su corazón y apelar a Jesús y decir: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo?” Pregunto: ¿acaso no es este un delicioso marco mental? O, más bien, invierto la pregunta: ¿acaso no es miserable la condición del corazón cuando hablamos de Jesús de una manera que no refleje un afecto seguro?
Ah, hermanos y hermanas míos, pueden venir tiempos cuando el corazón más amante tenga dudas acerca de su amor, provenientes del propio hecho que ama intensamente y ama sinceramente. Pero esos tiempos serán tiempos de angustia, ocasiones de examinar cuidadosamente al alma, noches de zozobra. El que ama verdaderamente a Cristo no permitirá que sus ojos se cierren, ni que dormiten sus pestañas, cuando tenga dudas de que su corazón le pertenezca a Cristo. “No” -dice- “este un asunto demasiado valioso para mí y debo cuestionarme si realmente poseo amor o no; esto es algo tan vital, que no lo puedo pasar por alto con un ‘tal vez’, como un asunto del azar. No, debo saber si amo a mi Señor o no, si soy Suyo o no.”
Si me estoy dirigiendo a alguien el día de hoy que tenga dudas de amar a Cristo, pero que desee hacerlo, te suplico, mi querido amigo, no permanezcas tranquilo en tu estado mental presente; no te quedes satisfecho mientras no sepas que estás apoyado en la roca, y mientras no estés absolutamente seguro que en verdad amas a Cristo.
Imaginen por un momento que alguno de los apóstoles le hubiera dicho a Cristo que creía que le amaba. Figúrense por un instante que su propia esposa les dijera que ella esperaría amarlos. Imaginen a su hijo, sentado en sus rodillas, diciéndoles: “padre, creo que te amo a veces.” ¡Eso equivaldría a que les dijera algo muy doloroso! Sentirían lo mismo que si les hubiese dicho: “te odio”. Porque, ¿qué es lo que pasa? ¿Acaso aquél, al que cuido tanto, simplemente piensa que me ama? ¿Acaso la hija, que estrecho contra mi pecho, duda, y lo hace tema de conjetura, si su corazón es mío o no? ¡Oh, Dios no quiera ni que soñemos que tal cosa nos suceda en nuestras relaciones ordinarias de la vida! Entonces, ¿a qué se debe que la toleramos en nuestra piedad? ¿Acaso no se trata de una piedad enfermiza y sensiblera? ¿No es un mórbido estado del corazón, el que nos conduce siempre a un lugar así? ¿Acaso no es incluso una condición mortal del corazón la que nos permite contentarnos con eso? No, no nos quedemos tranquilos hasta que seamos conducidos a la seguridad y a la certeza, mediante la obra completa del Espíritu Santo, para que podamos decir con una lengua convencida: “Oh tú a quien ama mi alma”.
Ahora, noten algo más, igualmente digno de nuestra atención. La Iglesia, la esposa, cuando habla así de su Señor, dirige nuestros pensamientos, no simplemente a su confianza de amor, sino a la unidad de sus afectos con relación a Cristo. No tiene dos amantes, sino sólo uno. La Iglesia no dice: “¡Oh ustedes en los que está puesto mi corazón!” Dice: “¡Oh tú!” No tiene sino Uno por quien su corazón jadea. Ha juntado sus afectos en un manojo y los ha convertido en un solo afecto, y luego ha colocado ese manojo de mirra y de especias sobre el pecho de Cristo. Él es para la Iglesia el “Todo Codiciable”, la suma de todos los amores que una vez anduvieron desperdigados. Ha puesto delante del sol de su corazón un espejo ustorio (1) que ha reunido todos los rayos de su amor en un foco, y todo su amor está concentrado, con todo su calor y su vehemencia, en el propio Cristo Jesús. Su corazón, que una vez semejaba una fuente de la que brotaban muchos arroyos, se ha vuelto como una fuente que sólo cuenta con una vertiente para sus aguas. Ha tapado todas las otras salidas, ha cortado toda la otra tubería, y ahora el arroyo, provisto de una fuerte corriente, corre hacia Él y únicamente a Él.
La Iglesia, en nuestro texto, no es una adoradora de Dios y a la vez de Baal; ella no es una contemporizadora que tenga un corazón para todos los que se acerquen a ella. No es como la ramera, cuya puerta está abierta para cualquier caminante; sino que es como la mujer casta, que no ve a nadie sino a Cristo, y no conoce a nadie a quien su alma desee, con la excepción del Señor crucificado.
La esposa de un noble persa fue invitada para asistir a la fiesta de bodas del rey Ciro. A su regreso, su marido le preguntó animadamente si no consideraba que el novio-monarca era un hombre sumamente noble. Su respuesta fue: “no sé si sea noble o no; mi esposo era tan noble delante de mis ojos, que no vi a nadie aparte de él; no vi ninguna belleza sino en él”. Así, si le preguntaran al alma cristiana de nuestro texto: “¿no es Fulano de tal dulcísimo y todo él codiciable?” “No” -respondería-, “mis ojos están fijados en Cristo, y mi corazón está tan entregado a Él, que desconozco si hay belleza en alguna otra parte; yo sé que toda la belleza y todo el encanto se encuentran resumidos en Él”.
Sir Walter Raleigh solía decir: “que si todas las historias de los tiranos, la crueldad, la sangre, la concupiscencia, la infamia, fuesen todas olvidadas, todas estas historias podrían ser escritas de nuevo partiendo de la vida de Enrique VIII.” Y yo podría decir por vía de contraste: “si toda la bondad, todo el amor, toda la mansedumbre, toda la fidelidad que hayan existido jamás fueran borrados por completo, todos podrían ser escritos de nuevo partiendo de la historia de Cristo.” Cristo es lo único que ama el alma del cristiano; el cristiano no tiene diversos objetivos, no tiene dos amantes; habla de Él como de alguien a quien ha entregado su corazón entero, y nadie más participa de esa entrega. “Oh tú a quien ama mi alma.”
Respondan, hermanos y hermanas, ¿amamos a Cristo de esta manera? ¿Le amamos de tal forma que podamos decir: “comparados con nuestro amor por Jesús, todos los otros amores no son nada”? Es cierto que poseemos esos dulces amores que vuelven a la tierra muy querida para nosotros; efectivamente amamos a nuestros parientes según la carne, pues estaríamos por debajo de las bestias si no lo hiciéramos. Pero algunos podemos afirmar: “nosotros, de cierto, amamos a Cristo más que al esposo o a la esposa, al hermano o a la hermana”. Algunas veces podríamos decir con San Jerónimo: “si Cristo me ordenara ir por este camino, y si mi madre se colgara de mi cuello para llevarme por otro camino; y si mi padre estuviera en mi senda, implorándome de rodillas y con lágrimas en los ojos que no fuera; y si mis hijos, aferrados a mis piernas, buscaran conducirme por otro camino, yo me soltaría de mi madre, empujaría al suelo a mi padre, y haría a un lado a mis hijos, pues debo seguir a Cristo.” No podremos decir a quién amamos más mientras no entren en conflicto. Pero cuando llegamos a ver que el amor de los mortales requiere que hagamos esto, y el amor de Cristo, que hagamos lo contrario, entonces sabremos a quién amamos más.
Oh, los tiempos de los mártires fueron muy difíciles. Tomemos el caso de ese buen hombre, el señor Nicolás Ferrar, padre de doce hijos, todos ellos pequeñitos. Sus enemigos habían concebido el plan de que su esposa se encontrara con él, acompañada de todos sus hijitos, camino de la hoguera. Ella los colocó de rodillas a todos en una fila a lo largo de la calle. Sus enemigos esperaban que en ese momento de seguro se retractaría, y que buscaría salvar su vida por causa de esos amados niños. Pero, ¡no! ¡No! Ya él se los había entregado a Dios, y podía confiarlos a su Padre celestial; pero no podría hacer nada malo, ni por la felicidad de cubrir a esos pajaritos bajo sus alas y abrigarlos bajo sus plumas. Atrajo a cada uno de ellos a su pecho, y contempló a cada uno, una y otra vez; y plugo a Dios poner en boca de su esposa y de sus hijos palabras de aliento en vez de desaliento para él, y antes de alejarse de ellos, sus propios niños habían pedido a su padre que se esforzara y muriera valerosamente por Cristo Jesús.
Ay, amigos, debemos tener un amor sin rival como este, que no sea compartido; un amor que fuera como una pleamar: otras mareas pueden subir mucho sobre la costa, pero esta llega hasta las propias rocas y golpea allí, llenando nuestras almas hasta el propio borde. Pido a Dios que lleguemos a conocer un amor semejante hacia Cristo.
Además, quiero cortarles otra flor. Si ven la expresión ante nosotros, tendrán que aprender no sólo su realidad, ni su seguridad, ni su unidad; también tendrán que advertir su constancia, “oh tú a quien ama mi alma”. No, “que amó ayer”; o, “que pueda comenzar a amar mañana”; sino “tú a quien ama mi alma”, “Tú a quien he amado desde que te conocí, y cuyo amor se ha vuelto tan necesario como mi aliento vital o mi aire básico.” El verdadero cristiano es alguien que ama a Cristo para siempre. No juega ‘tira y afloja’ con Jesús, apretujándolo hoy contra su pecho para luego dar la vuelta y buscar a cualquier Dalila para que lo dañe con sus maleficios. No, él siente que es un nazareo para el Señor; él no puede ser ni será contaminado por el pecado en ningún momento y en ningún lugar. El amor a Cristo en el corazón fiel, es como el amor de la paloma por su pareja; ella, si su pareja muriera, no puede ser tentada para casarse con otro, sino que se queda quieta sobre la percha y exhala en suspiros su alma apesadumbrada hasta morir también.
Lo mismo sucede con el cristiano; si no tuviese a un Cristo a quien amar, tendría que morir, pues su corazón le pertenece a Cristo. Y así si Cristo se fuera, el amor no podría ser; su corazón se iría también, y un hombre sin corazón es un hombre muerto. ¿Acaso el corazón no es el principio vital del cuerpo? Y el amor, ¿no es el principio vital del alma? Sin embargo, hay algunos que profesan amar al Señor, pero únicamente caminan con Él a empujones, y luego salen como Dina a las tiendas del país de Siquem. Oh presten atención, ustedes profesantes, que buscan tener dos esposos; mi Señor no será nunca un esposo a medias. Él no es de los que aceptarían la mitad de su corazón. Mi Señor, aunque esté lleno de compasión y sea muy tierno, tiene un espíritu sumamente noble para permitirse ser propietario a medias de cualquier reino.
Canuto, el rey danés, compartió Inglaterra con el rey Edmundo Ironside, porque no podía conquistar todo el país, pero mi Señor poseerá cada pulgada tuya, o no querrá ninguna. Él reinará en ti de un extremo de la isla del hombre hasta el otro, pues de lo contrario no pondría ni siquiera un pie sobre el suelo de tu corazón. Él nunca fue propietario a medias de un corazón, y no se rebajaría a algo así. ¿No dijo el viejo puritano: “un corazón es algo tan diminuto, que escasamente sirve de desayuno para un milano, pero ustedes dicen que es algo demasiado grande para que Cristo lo posea por entero”? No, entréguenselo por entero. Es muy poca cosa cuando pesas su mérito, y muy pequeño cuando se le mide por su encanto. Entréguenselo todo. Que su corazón unido, su afecto indiviso sea entregado a Él constantemente, cada hora.
Cuando los muchos se apartan?
¿Puedes testimoniar que Él tiene la Palabra viva,
Y nadie más sobre la tierra?
Y, ¿puedes resistir con el grupo de las vírgenes,
Con los humildes y puros de corazón,
Quienes doquiera que su Cordero los guíe,
De Sus huellas nunca se apartan?
¿Responden acaso: ‘podemos’? ¿Responden acaso: ‘podemos,
Por medio de Su poder que sostiene’?
Ah, pero recuerden que la carne es débil,
Y tratará de huir a la hora de la prueba.
Pero, sométanse a Su amor, que alrededor de ustedes ahora,
Los lazos de un hombre arrojará;
Las cuerdas de Su amor, que fue entregado por ustedes,
Los ligan firmemente al altar.”
Que esa sea su porción, constante, que permanezcan en Él, que los ha amado.
Sólo haré una observación adicional, para no cansarlos, tratando de disecar de esta manera la retórica del amor. Percibirán claramente en nuestro texto una vehemencia de afecto. La esposa dice de Cristo: “Oh tú a quien ama mi alma”. Ella no quiere decir que le ama un poco, que lo ama con una pasión ordinaria, sino que lo ama en todo el sentido profundo de esa palabra.
Oh, hombres y mujeres cristianos, protesto ante ustedes que me temo que hay miles de profesantes que no han conocido nunca el significado de esta palabra “amor” relativa a Cristo. Lo han conocido referido a los mortales; han sentido su flama, han visto cómo cada poder del cuerpo y del alma es transportado por el amor; pero no lo han conocido en relación con Cristo. Yo sé que pueden predicar acerca de Él, pero ¿le aman? Sé que pueden orar a Él, pero ¿le aman? Sé que confían en Él, -piensan que así es-, pero ¿le aman? ¡Oh!, ¿hay en su corazón un amor por Jesús semejante al de la esposa, que dijo: “¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino.” “No” -respondes- “eso es demasiado íntimo para mí.” Entonces me temo que no le amas, pues el amor es siempre íntimo. La fe puede permanecer a la distancia, pues su mirada es salvadora; pero la esposa amante se acerca, pues debe besar, debe abrazar. Vamos, amados, algunas veces el cristiano ama tanto a su Señor, que su lenguaje se torna sin significado para los oídos de quienes no han experimentado nunca su estado. El amor tiene una lengua celestial propia, y algunas veces he oído al alma cristiana hablando de tal forma que los labios de los mundanos se burlan, y los hombres han dicho: “ese hombre delira y dice disparates; no sabe lo que dice”. Por esta razón el Amor a menudo se vuelve un Místico, y habla en lenguaje místico, en el cual no se inmiscuye el extraño. ¡Oh, deberían ver al Alma amante cuando tiene su corazón lleno de la presencia de su Salvador, cuando sale de su tálamo de novia! De cierto, ella es como un gigante refrescado con vino nuevo. La he visto derribar dificultades, caminar sobre los hierros candentes de la aflicción pero sus pies no se han chamuscado; la he visto alzar su lanza contra diez mil, y ella los ha matado de un golpe. La he visto renunciar a todo lo que tenía, hasta desnudarse de sí misma, por Cristo; y sin embargo, se volvió más rica, e iba siendo ataviada con ornamentos conforme ella misma se despojaba, para poder arrojarse sobre su Señor, y entregarle todo.
Hermanos y hermanas cristianos, ¿conocen este amor? Sé que algunos de ustedes lo conocen porque lo han evidenciado en sus vidas. En cuanto a los demás, espero que lo puedan conocer, para que estén por encima de la baja posición que ocupa la mayoría de la Iglesia de Cristo en el presente día. Levántense de las ciénagas y de los fangales y de los pantanos de la tibieza de Laodicea, y álcense, y elévense hasta la cima del monte, donde estarán bañando sus frentes a la luz del sol, viendo la tierra hacia abajo, con las propias tempestades de la tierra bajo sus pies, y sus nubes y sus tinieblas desplegándose abajo en el valle, mientras ustedes hablan con Cristo, que les habla desde la nube y son casi subidos al tercer cielo para habitar con Él allí.
De esta manera he intentado explicar la retórica de mi texto: “Oh tú a quien ama mi alma”.
II. Ahora permítanme abordar LA LÓGICA DEL CORAZÓN, que yace en el fondo del texto. Corazón mío, ¿por qué debes amar a Cristo? ¿Con qué argumento te justificarás? Los extraños están allí y me oyen hablar de Cristo, y dicen: “¿por qué amas así a tu Salvador? Corazón mío, tú no puedes responderles como para hacerles ver Su encanto, pues ellos están ciegos, pero al menos puedes ser justificado a oídos de quienes tienen entendimiento; pues sin duda las vírgenes le amarán, si les dices por qué lo amas tú.
Nuestros corazones dan como razón de su amor a Él, primero esta: Le amamos por Su infinito encanto. Si no hubiese ninguna otra razón, si Cristo no nos hubiese comprado con Su sangre, sentimos que si tuviéramos corazones regenerados deberíamos amarle porque murió por otros. Yo a veces he sentido en mi propia alma, haciendo a un lado el beneficio que recibí por Su amada cruz y por Su preciosísima pasión, que, por supuesto, debe ser siempre el más profundo motivo de amor, “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”; sin embargo, haciendo eso a un lado, hay tal belleza en el carácter de Cristo, -tal encanto en Su pasión- tal gloria en esa abnegación, que uno debe amarle. ¿Puedo mirar en tus ojos y no ser herido por Tu amor? ¿Puedo contemplar Tu cabeza coronada de espinas sin que mi corazón sienta las espinas en su interior? ¿Puedo verte en la fiebre de la muerte, y no arderá mi alma con la fiebre del amor apasionado hacia Ti? Es imposible ver a Cristo y no amarle; no puedes estar en Su compañía sin sentir de inmediato que estás soldado a Él. Anda y arrodíllate a Su lado en el huerto de Getsemaní, y estoy persuadido que conforme las gotas de sangre caigan al suelo, cada una de ellas será una razón irresistible para que le ames. Óyelo clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Recuerden que Él soportó esto por amor a otros, y tendrán que amarle.
Si han leído alguna vez la historia de Moisés lo considerarían el más grande de los hombres, y le admirarían, y lo mirarían hacia arriba como a un gran coloso, algún gigante vigoroso de tiempos antiguos. Pero nunca sienten una partícula de amor en sus corazones hacia Moisés; no podrían; él es un carácter que no se puede amar; hay algo que admirar, pero nada que genere apego.
Cuando ven a Cristo, miran hacia arriba, pero hacen algo más que eso, se sienten atraídos hacia arriba; no admiran tanto, sino aman; no adoran tanto, sino abrazan; Su carácter encanta, subyuga, sobrecoge, y con el irresistible impulso de la propia atracción sagrada de Su carácter, atrae directamente su espíritu hacia Él. Bien dijo el doctor Watts:
De cierto la tierra entera le amaría también.”
Pero el Alma amante todavía tiene otro argumento para amar a Cristo, es decir, el Amor de Cristo hacia ella. ¿Me amaste Tú a mí, Jesús, Rey del cielo, Dios de los ángeles, Señor de todos los mundos; fijaste tu corazón en mí? ¿Cómo, me amaste desde tiempos antiguos, y en la eternidad me elegiste para Ti? ¿Me seguiste amando cuando las edades se sucedían? Descendiste del cielo a la tierra para ganarme para que fuera tu esposa, y me amas de tal manera que no me dejas solo en este pobre mundo desértico; y ¿estás preparando hoy mismo una casa para mí, donde moraré Contigo para siempre? Señor, yo demostraría ser un hombre muy despreciable si no sintiera amor por Ti. Debo amarte, es imposible resistirme; ese pensamiento de que Tú me amas ha conducido a mi alma a amarte. ¡A mí! ¡A mí! ¿Qué había en mí? ¿Podías ver algo bello en mí? Yo mismo no veo nada; mis ojos están rojos de llanto, por causa de mi negrura y mi deformidad; he dicho a los hijos de los hombres: “No reparéis en que soy morena, porque el sol me miró”. Y ¿Tú ves primores en mí? Qué vista tan rápida tienes, no, más bien debe ser que tú has hecho de mis ojos tu espejo, y te ves Tú mismo en mí, y es Tu imagen lo que amas; de seguro, Tú no podrías amarme.
Es un texto embelesador el del Cantar de los Cantares, donde Jesús dice a la esposa: “Toda tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha.” ¿Pueden imaginar que Cristo les diga eso? Y, sin embargo, lo ha dicho: “Toda tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha”, ha quitado tu negrura, y estás en Su presencia tan limpia como si no hubieras pecado nunca, y tan llena de encanto como si fueras lo que serás cuando seas semejante a Él al fin.
Oh, hermanos y hermanas, algunos de ustedes pueden decir con énfasis: “puesto que Él me amó, yo lo amo.” Recorro con mi vista las filas de asientos, y veo allí a un hermano que ama a Cristo ahora, pero que hace pocos meses, le maldecía. Allí se sienta un borracho, allá otro que estuvo preso por crímenes; y Él los amó a ustedes, sí, a ustedes; a ustedes que ultrajaban a la esposa de su corazón, porque ella amaba el amado nombre, y que nunca eran más felices que cuando violaban Su día, y mostraban irrespeto a Sus ministros, y manifestaban su odio hacia Su causa, a pesar de todo eso, Él los amó. ¡Y a mí! ¡Incluso a mí! Haciendo caso omiso de las oraciones de una madre, a pesar de las lágrimas de un padre, teniendo mucha luz, y sin embargo, pecando mucho, el me amó, y me ha demostrado Su amor. Yo te conjuro, oh corazón mío, por los corzos y por las ciervas del campo, que te entregues enteramente a mi Amado, que gastes lo tuyo y aun tú mismo te gastes por amor de Él. ¿Acaso es ese el conjuro para tu corazón el día de hoy? ¡Oh, debería serlo si conocieras a Jesús, y luego supieras que Jesús te ama.
El alma amante nos da una razón todavía más poderosa. Ella siente que debe entregarse a Cristo, por el sufrimiento de Cristo por ella.
O veo allí Tu conflicto, Y me apoyo en el Calvario,
Tu agonía y sudor sangriento, ¡Oh Codero de Dios! ¡Mi sacrificio!
Y ¿no recordarte a Ti?” Debo recordarte a Ti.”
Cuando mi vida se desvanezca, eso podría conducirme a perder mis poderes mentales, pero la memoria no amará a ningún otro nombre, sino al que está registrado allí. Las agonías de Cristo han grabado con fuego Su nombre en nuestro corazón; no puedes presenciar y ver cómo lo desprecian los hombres de guerra de Herodes, no puedes contemplarlo menospreciado, y escupido por labios serviles, no puedes verlo con los clavos traspasando Sus manos y Sus pies, no puedes observarlo en medio de las agonías extremas de Su terrible pasión, sin decir: “y Tú sufriste todo esto por mí, entonces yo debo amarte, Jesús. Mi corazón siente que nadie tiene un derecho sobre él como Tú lo tienes, pues nadie más se ha gastado como Tú lo has hecho. Otros podrán haber buscado comprar mi amor con la plata del afecto terrenal, y con el oro de un carácter celoso y afectuoso, pero Tú los compraste con Tu sangre preciosa, y Tú tienes el más pleno derecho sobre él, Tuyo será, y eso para siempre.”
Esta es la lógica del amor. Puedo muy bien pararme aquí y defender el amor del creyente por su Señor. Quisiera tener más que defender de lo que tengo. Me atrevo a pararme aquí para defender las supremas extravagancias de la elocuencia, y los más disparatados fanatismos de la acción, cuando han sido hechos por amor a Cristo. Pero repito, sólo desearía poder tener más que defender en estos tiempos degenerados. ¿Ha renunciado algún hombre a todo por Cristo? Yo les demostraría que él es sabio si ha renunciado a todo por alguien como Cristo. ¿Ha muerto un hombre por Cristo? Escribo sobre su epitafio que de cierto no fue un necio, pues tuvo la sabiduría de entregar su corazón por Uno a quien traspasaron el corazón por su causa.
Que la Iglesia fuera extravagante por una sola vez; que rompiera los estrechos límites de la prudencia convencional, y que por una vez se levantara y obrara maravillas. Que regresara a nosotros la edad de los milagros. Que la Iglesia desnudara su brazo, y se subiera las mangas de su formalidad, y que saliera albergando un poderoso pensamiento, ante el cual los mundanos se reirían y se burlarían, aunque yo me pararía aquí, y ante el estrado del mundo burlador, me atrevería a defenderla.
Oh Iglesia de Dios, no podrías hacer nada extravagante por Cristo. Pudieran hacer a salir a sus Marías y ellas podrían quebrar sus vasos de alabastro, pero Él tiene más que merecido que se quiebren. Pudieran derramar el perfume, y darle ríos de ungüento, y gran cantidad del sebo de animales engordados, pero Él tiene más que merecido todo eso. Veo a la Iglesia como fue en los primeros siglos, como un ejército irrumpiendo en una ciudad, una ciudad que estaba rodeada por un gran foso, y no había medio de llegar a las murallas, excepto cubriendo el foso con los cadáveres de los propios mártires y confesores de la Iglesia. ¿Puedes verlos? Un obispo acaba de caer; le acaban de arrancar la cabeza con la espada. Al día siguiente, en el tribunal, hay veinte más que desean morir para seguir al obispo; y al día siguiente, veinte más; y la corriente fluye hasta que el gigantesco foso es llenado. Entonces, quienes les siguen, escalan los muros y plantan el estandarte manchado de sangre de la cruz, el trofeo de su victoria, sobre las almenas que rodean la ciudad.
¿Acaso deberíamos preguntar: “por qué todo este derramamiento de sangre”? Yo respondo que Aquel por quien toda se derramó, es digno. El mundo pregunta: “¿por qué este desperdicio de sangre? ¿Por qué todo este desgaste de energía en una causa que a lo sumo es fanática?” Yo replico: “Él es digno, Él es digno, aunque todo el mundo fuese puesto en el incensario, y toda la sangre de los hombres fuera el incienso, Él es digno de que todo eso sea sacrificado por Él. Aunque la Iglesia entera fuera sacrificada en una hecatombe, Aquel en cuyo altar fuera sacrificada, es digno. Aunque cada uno de nosotros permaneciera encerrado en un calabozo y se pudriera allí, aunque el moho creciera en los párpados, aunque nuestros cuerpos fueran entregados como alimento a los milanos, y a los buitres de carroña, Él es digno de reclamar ese sacrificio; y sería todavía un sacrificio muy insignificante para Alguien como Él.” Oh Señor, restaura en la Iglesia la fortaleza de amor que puede oír un lenguaje así, y sentir que es verdad.
III. Ahora llego a mi último punto, sobre el cual voy a reflexionar brevemente. La retórica es buena, la lógica es mejor, pero una DEMOSTRACIÓN POSITIVA es lo mejor.
Busqué darles la retórica cuando expuse las palabras del texto. He procurado darles la lógica, ahora que les expuse las razones para el amor, encontradas en el texto. Y ahora quiero darles -yo no puedo darlo- quiero que ustedes ofrezcan, cada uno de ustedes, el ejemplo de su amor por Cristo, en sus vidas diarias. Que el mundo vea que esto no es un simple marbete para ustedes, una etiqueta para algo inexistente, sino que Cristo es para ustedes, “aquel a quien ama mi alma”. Me preguntas cómo lo harás, y yo te respondo que así: “no te pido que tonsures tu coronilla para volverte un monje, o que te enclaustres, hermana mía, y te conviertas en monja. Una cosa así podría mostrar más tu amor a ti mismo, que tu amor a Cristo. Pero te pido que te vayas a tu casa ahora, y durante los días de la semana te involucres en tu ocupación ordinaria; ve con los hombres del mundo como estás llamado a hacerlo, y sigue el llamado que Cristo te ha hecho, y procura honrarlo en tu llamado. Para mí, por supuesto como un ministro, es hasta cierto punto menos honroso servir a Cristo como podría serlo para ustedes comparativamente, porque el llamado de ustedes, por decirlo así, me provee de oro; y para mí, hacer una imagen de oro de Cristo, a partir de ese oro, es una obra pequeña, aunque Dios quiera que encuentre más de lo que mis pobres fuerzas podrían lograr, si no fuera por Su gracia. Pero para ustedes, formar la imagen de Cristo en el hierro, o en la arcilla, o en el metal común de su conversación ordinaria, ¡oh, esto será ciertamente glorioso! Yo pienso que ustedes pueden honrar a Cristo en su esfera tanto como yo puedo hacerlo en la mía; tal vez más, pues algunos de ustedes pueden enfrentar mayores problemas, pueden tener mayor pobreza, pueden tener más tentación, más enemigos; y, por tanto, ustedes, al amar a Cristo bajo todas estas pruebas, pueden demostrar más plenamente de lo que yo podría hacerlo jamás, cuán verdadero es el amor de ustedes por Él, y cómo inspira sus almas Su amor por ustedes. Vayan, digo, y busquen oportunidades mañana, y al día siguiente, para hacer algo por Cristo. Hablen defendiendo Su nombre si hubiese alguien que lo ultrajara; y si lo encontraran herido en Sus miembros, sean como Eleanor, esposa del rey de Inglaterra, que chupó sus heridas para extraer el veneno. Estén listos a que el nombre de ustedes sea ultrajado para que Él no sea deshonrado; levántense por Él, y sean Sus campeones. Que no le falten amigos, pues Él siguió siendo tu amigo cuando no contabas con nadie. Si te encuentras a cualquier pobre de entre Su pueblo, muéstrale amor por amor de Él, como lo hizo David con Mefi-boset por amor de Saúl. Si sabes que alguno de ellos está hambriento, llévale alimento; es como si pusieses el plato delante del propio Jesucristo. Si ves que alguien está desnudo, vístelo; estás vistiendo a Cristo cuando vistes a alguno de Su pueblo.
Es más, no sólo busques hacer este bien a Sus hijos, sino busca siempre ser un Cristo para aquellos que no son todavía Sus hijos. Ve en medio de los impíos y de los perdidos y de los abandonados; háblales las palabras de Él; diles que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores; ve tras las ovejas perdidas; sé tú un pastor como Él fue un Pastor, y así mostrarás tu amor. Dale todo lo que puedas; cuando mueras, herédale tus propiedades; yo no creería que amo a mi amigo si algunas veces no le diera un regalo; yo no creería amar a Cristo si no le diera algo, si no le comprara caña aromática por dinero, si no lo saciara con la grosura de mis sacrificios.
Oí el otro día una pregunta concerniente a un anciano, que hacía tiempo había profesado ser un cristiano. Decían que había dejado tanto y tanto dinero, y alguien preguntó: “pero en su testamento, ¿le dejó algo a Cristo?” Alguien se rió y consideró ridícula la pregunta. ¡Ah!, eso sucede porque los hombres no creen que Cristo sea una persona; pero si poseyésemos este amor, sería natural que le diéramos, que viviéramos para Él, y, tal vez, si poseyésemos algo, que se lo heredemos, de tal forma que podamos dar a nuestro Amigo, en nuestro testamento, una prueba que lo recordamos, de la misma manera que Él nos recordó en Su último testamento y voluntad.
Oh hermanos y hermanas, lo que más necesitamos en la Iglesia cristiana es un amor más extravagante hacia Cristo. Yo quiero que cada uno de ustedes muestre su amor por Jesús, haciendo algunas veces algo que no hayan hecho nunca antes. Recuerdo haber dicho una vez, un domingo en la mañana, que la Iglesia debería ser lugar para descubrimientos al igual que el mundo. No sabemos cuáles máquinas serán inventadas todavía por el mundo, pero la creatividad del hombre está en actividad continua para descubrir algo nuevo. Así también la creatividad de la Iglesia debería estar activa para descubrir algún nuevo plan para servir a Cristo.
Robert Raikes fundó las escuelas dominicales; John Pounds estableció los hospicios infantiles ingleses: pero, ¿deberíamos contentarnos nosotros con continuar lo que ellos inventaron? No; necesitamos algo nuevo. Fue en el Surrey Hall, a través de aquel sermón, que nuestros hermanos pensaron por primera vez en las reuniones que tuvieron lugar a la medianoche: una modalidad sugerida por el sermón que prediqué acerca de una mujer con el vaso de alabastro. Pero no hemos llegado al final todavía. ¿Acaso no hay un hombre que no pueda inventar algo nuevo para Cristo? ¿No hay un hermano que no pueda hacer algo más para Él, de lo que se hace hoy, o se hizo ayer, o durante el último mes? ¿No hay alguien que se atreva a ser extraño y singular y alocado, y fanático a los ojos del mundo, pues no hay amor que no sea fanático a los ojos de los hombres? Pueden estar seguros que el amor que se confina al decoro no es amor. Yo quisiera que el Señor pusiera en su corazón algún pensamiento para darle una ofrenda inusitada de acción de gracias, para prestarle un servicio inusual, de tal forma que Cristo sea muy honrado con lo mejor de sus ovejas, y que la grosura de sus bueyes sea sumamente gloriosa por la prueba del amor de ustedes hacia Él.
Que Dios los bendiga como congregación. Yo sólo puedo invocar Su bendición, pues, oh, estos labios se rehúsan a hablar ya más del amor que yo confío que mi corazón conoce, y que deseo sentir más y más. Pecador, confía en Cristo antes de que procures amarlo, y confiando en Cristo tú eres salvo.
Nota del traductor
(1) Espejo ustorio: espejo cóncavo que, puesto de frente al sol, releja sus rayos y los reúne en el punto llamado foco, produciendo un calor capaz de quemar, fundir y hasta volatilizar los cuerpos allí colocados.
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