SERMÓN #289 – La Despedida del Ministro – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 27, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon289.html


“Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”.
Hechos 20: 26, 27

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Cuando Pablo se despidió de sus amigos efesios que habían venido a Mileto para decirle adiós, no les pidió un elogio por su capacidad, ni les solicitó que encomiaran su férvida elocuencia, sus profundos conocimientos, el alcance de su pensamiento o su penetrante juicio. Pablo sabía muy bien que podían reconocerle todas esas cosas, y con todo, que podía ser desechado al final. Él requería un testimonio que fuera válido en la corte del cielo y que fuera de valor a la hora de la muerte. Su más solemne testimonio es: “Yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”. En el apóstol esta declaración no era ningún egotismo. Era un hecho que Pablo, sin cortejar las sonrisas ni temer la desaprobación de nadie, había predicado la verdad, toda la verdad y sólo la verdad, según le había instruido el Espíritu Santo y tal como la había recibido en su propio corazón. ¡Oh, que todos los ministros de Cristo pudieran dar un testimonio semejante!

Ahora, esta mañana me propongo, con la ayuda del Espíritu de Dios, hacer dos cosas. La primera será decir algo respecto a la solemne declaración del apóstol al partir; y luego, posteriormente, con unas cuantas palabras solemnes, darles mi propio mensaje de despedida.

I. En primer lugar, vamos a considerar LA PALABRA DEL APÓSTOL AL PARTIR: “Yo os protesto en el día de hoy que no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”. Lo primero que nos llama la atención es la declaración del apóstol respecto a las doctrinas que había predicado. Pablo había predicado TODO el consejo de Dios. Debemos entender que le había dado a su gente el Evangelio íntegro. No había enfatizado alguna doctrina del Evangelio con detrimento del resto, sino que su honesto empeño había sido exponer cada verdad según la analogía de la fe. No había agrandado una doctrina haciéndola del tamaño de un monte ni luego había disminuido alguna otra reduciéndola al tamaño de una madriguera, sino que se había empeñado en presentarlas en armonía, como los colores del arcoíris, como un todo armonioso y glorioso. Por supuesto que él no reclamaba para sí una infalibilidad como hombre, aunque como un hombre inspirado no tenía ningún error en sus escritos. Pablo tenía, sin duda, pecados que confesar en privado y faltas que lamentar delante de Dios. Sin duda, al predicar la Palabra, algunas veces no había podido expresar alguna verdad tan claramente como lo hubiera podido desear; no siempre había sido tan denodado como hubiera querido; pero al menos podía reclamar esto: que no había ocultado deliberadamente ni una sola parte de la verdad que está en Jesús.

Ahora yo debo traer el dicho del apóstol a estos tiempos modernos; y yo entiendo que si alguno de nosotros quiere limpiar su conciencia y entregar todo el consejo de Dios, debe tener cuidado de predicar, en primer lugar, las doctrinas del Evangelio. Tenemos que declarar esa grandiosa doctrina del amor del Padre para con Su pueblo desde antes de todos los mundos. Su soberana escogencia de ellos, Sus propósitos del pacto respecto a ellos y Sus inmutables promesas para ellos, todo eso ha de ser expresado con sonido de trompeta. Aunado a eso el verdadero evangelista no debe dejar de exponer las bellezas de la persona de Cristo, la gloria de Sus oficios, la integridad de Su obra, y por sobre todo, la eficacia de Su sangre. Prescindiendo de lo que se pudiera omitir, esto tiene que ser proclamado una y otra vez de la manera más enérgica. El evangelio que no contenga a Cristo no es ningún evangelio, y la idea moderna de predicar LA VERDAD en vez de predicar a Cristo es un artificio perverso de Satanás. Y esto no es todo, pues así como hay Tres Personas en la Deidad, hemos de tener cuidado de que todas ellas reciban la debida honra en nuestro ministerio. La obra del Espíritu Santo en la regeneración, en la santificación y en la perseverancia ha de ser engrandecida siempre desde nuestro púlpito. Sin Su poder nuestro ministerio es una letra muerta, y no podemos esperar que Su brazo se desnude a menos que lo honremos día a día.

Sobre todos estos asuntos estamos de acuerdo, y por tanto voy a referirme a aquellos puntos que son más disputados, y, por consiguiente, sobre los que hay mayor necesidad de una confesión honesta porque hay más tentación de encubrirlos. Entonces, procedamos: yo cuestiono que prediquemos todo el consejo de Dios a menos que se declare continuamente la predestinación con toda su solemnidad y certeza, a menos que se enseñe valientemente y sin rodeos la elección como una de las verdades reveladas por Dios. Partiendo de este manantial, es un deber del ministro rastrear todos los otros torrentes y reflexionar sobre el llamamiento eficaz, sostener la justificación por fe, insistir sobre la segura perseverancia del creyente, y deleitarse en proclamar ese pacto de gracia en el que todas estas cosas están contenidas, que es seguro para toda la simiente escogida y comprada con sangre. Hay una tendencia en esta época a ocultar en la sombra la verdad doctrinal. Demasiados predicadores se sienten ofendidos por esa severa verdad que los Covenanters (firmantes del pacto escocés de la reforma religiosa) sostenían, y de la cual los puritanos daban testimonio en medio de una época licenciosa. Se nos dice que los tiempos han cambiado; que tenemos que modificar las así llamadas ‘viejas doctrinas calvinistas’ y adaptarlas al tono de los tiempos; que, de hecho, necesitan ser diluidas, que los hombres se han vuelto tan inteligentes que tenemos que limar todas las aristas de nuestra religión, y hacer del cuadrado un círculo gracias a una labor de redondeo de los filos más prominentes. Quienquiera que haga eso, a mi juicio, no declara todo el consejo de Dios. El ministro fiel debe ser claro, sencillo y concreto respecto a estas doctrinas. No debe haber ninguna disputa acerca de si las cree o no. Tiene que predicarlas de tal manera que sus oyentes puedan distinguir si predica un esquema de libre albedrío o un pacto de gracia, si enseña la salvación por obras, o la salvación por el poder y la gracia de Dios.

Pero amados, un hombre podría predicar todas estas doctrinas en toda su plenitud, y no obstante, no declarar todo el consejo de Dios. Pues aquí es donde vienen la labor y la batalla; aquí es donde aquel que es fiel en estos modernos días tendrá que enfrentar lo más recio del combate. No basta con predicar doctrina; tenemos que predicar el deber, tenemos que insistir de manera fiel y firme sobre la práctica. En tanto que sólo prediques la desnuda doctrina hay una cierta clase de hombres de intelecto pervertido que te admirarán, pero una vez que comienzas a predicar sobre la responsabilidad, a decir francamente, de una vez por todas, que si el pecador perece es por su propia culpa; que si alguien se hunde en el infierno, su condenación yacerá a su propia puerta, de inmediato hay un grito de: “¡Inconsistencia! ¿Cómo pueden estar juntas estas dos cosas?” Incluso se puede encontrar buenos varones cristianos que no pueden tolerar toda la verdad, y que se opondrán al siervo de Dios que no se contenta con un fragmento, sino que presenta honestamente todo el Evangelio de Cristo. Este es uno de los problemas que el ministro fiel tiene que enfrentar. Pero digo solemnemente que no es fiel a Dios, y no creo que alguien sea fiel ni siquiera a su conciencia, si no predica claramente la doctrina de la soberanía, y si descuida insistir en la doctrina de la responsabilidad. Yo creo con certeza que todo individuo que se hunde en el infierno tendrá que maldecirse a sí mismo por ello. Se dirá de los condenados cuando traspasen el portal de fuego: “No quisiste”. No quisiste recibir ninguna de mis reprensiones. Fuiste invitado a la cena y no quisiste venir. Llamé y tú rehusaste; extendí mis manos y no hubo quien considerara. Me reiré en tu calamidad. Me burlaré cuando te venga lo que temes”. El apóstol Pablo sabía cómo enfrentarse a la opinión pública, y predicar el deber del hombre por un lado, y por el otro la soberanía de Dios. Quisiera que me fueran prestadas unas alas de águila para volar a la cima de la alta doctrina cuando estoy predicando sobre la soberanía. Dios tiene un poder absoluto e ilimitado sobre los hombres para hacer con ellos lo que le agrade, de la misma manera que el alfarero lo tiene con la arcilla. La criatura no ha de cuestionar al Creador, pues Él no rinde cuentas a nadie de Sus asuntos. Pero cuando predico respecto al hombre, y considero el otro aspecto de la verdad, me sumerjo en las mayores honduras. Yo soy –si así quieren llamarme- un hombre de ‘baja doctrina’, pues como un honesto mensajero de Cristo debo emplear Su propio lenguaje y declarar que: “El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el Hijo de Dios”. Yo no veo que se predique todo el consejo de Dios, a menos que esos dos puntos aparentemente contradictorios sean tratados y enseñados claramente. Para predicar todo el consejo de Dios es necesario declarar la promesa en toda su gratuidad, seguridad y riqueza. Cuando la promesa constituye el tema del texto, el ministro no debe tenerle miedo. Si es una promesa incondicional, él debe hacer que su incondicionalidad sea la característica más prominente de su discurso; debe cubrir íntegramente el tema con lo que sea que Dios ha prometido a Su pueblo. Si el tema es el mandamiento, el ministro no debe arredrarse; debe expresar el precepto tan plena y tan confiadamente como expresaría la promesa. Tiene que exhortar, reprender y mandar con toda paciencia. Tiene que sostener siempre el hecho de que la parte preceptiva del Evangelio es tan valiosa –es más, tan invaluable- como la parte promisoria. Tiene que seguir manifestando que “por sus frutos los conoceréis”; que “Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego”. Tiene que predicarse la necesidad de vivir santamente, así como de vivir felizmente. Debe insistirse constantemente en la santidad de vida, así como en esa fe sencilla que para todo depende de Cristo. Para declarar todo el consejo de Dios –para resumir diez mil cosas en una- creo que es necesario que cuando un ministro recibe su texto, debe decir honesta y rectamente lo que el texto significa. Demasiados ministros reciben un texto y lo matan. Le retuercen su cuello, y luego lo rellenan con algunas nociones huecas y lo ponen sobre la mesa para que un pueblo irreflexivo se alimente de él. Quien no deja que la palabra de Dios hable por sí misma, en su propio puro y sencillo lenguaje, no predica todo el consejo de Dios. Si un día encuentra un texto como este: “No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”, el ministro que es fiel llegará hasta el fondo de ese texto. Y, si en la mañana, el Espíritu de Dios le graba en su conciencia lo siguiente: “No queréis venir a mí para que tengáis vida”, o esto otro: “El que quiera, que venga”, será muy honesto tanto con este segundo texto como lo fue con el primero. No eludirá la verdad. Se atreverá a mirarla directamente en el rostro primeramente él mismo y luego la comentará en el púlpito y allí le dirá: “Oh Palabra, habla por ti misma, y que sólo tú seas escuchada. No permitas, oh Señor, que pervierta o malinterprete Tu propia verdad enviada del cielo”. La simple honestidad para con la pura Palabra de Dios es, yo pienso, un requisito para el hombre que no quisiera evadir la predicación de todo el consejo de Dios.

Además, eso no es todo. Si un hombre quiere declarar todo el consejo de Dios, en vez de evadirlo, debe ser muy exigente respecto a lamentar los pecados de los tiempos. El ministro honesto no condena el pecado en su conjunto; él identifica pecados específicos en sus oyentes, y sin estirar el arco a la ventura, pone una flecha en la cuerda y el Espíritu Santo la envía directamente a la conciencia individual. Quien es fiel a su Dios no mira a su congregación como una gran masa, sino que mira individuos separados, y se esfuerza por adaptar su discurso a las conciencias de los hombres, de tal manera que percibirán que habla de ellos. Se dice de Rowland Hill que era un predicador tan personal, que aunque un hombre hubiera estado sentado junto a una ventana lejos, o en algún rincón secreto, no obstante sentía que “ese hombre me está hablando a mí”. Y el verdadero predicador que declara todo el consejo de Dios, habla de tal manera que sus oyentes sienten que hay algo para ellos: una censura por sus pecados, una exhortación que tienen que obedecer, un algo que les llega de manera significativa, pertinente y personal. Tampoco pienso que alguien haya declarado todo el consejo de Dios si no hace esto: Si hay un vicio que ustedes deben rehuir, si hay un error que deben evitar, si hay un deber que deben cumplir, si todas esas cosas no son mencionadas en los discursos del púlpito, el ministro ha rehuido declarar todo el consejo de Dios. Si hay un pecado que reina en el barrio, y especialmente en la congregación, pero el ministro evitara mencionar ese vicio en particular por no querer ofenderlos, ha sido infiel a su llamamiento y ha sido deshonesto para con su Dios. Yo no sé cómo describirles mejor al hombre que declara todo el consejo de Dios que referirlos a las epístolas de San Pablo. Allí encuentran ustedes la doctrina y el precepto, la experiencia y la práctica. Él habla de corrupción por dentro y de tentación por fuera. La vida divina entera es retratada, y la dirección necesaria es proporcionada. Allí encuentran el solemne reproche y el consuelo amoroso. Allí encuentran las palabras que “gotean como la lluvia y destilan como el rocío”, y allí tienen las frases que retumban como truenos y centellean como rayos. Allí lo ven una vez con su cayado, conduciendo gentilmente a sus ovejas a los pastos, y de pronto, lo ven con la espada desenvainada, librando una valiente batalla contra los enemigos de Israel. Quien quiera ser fiel y quiera predicar todo el consejo de Dios tiene que imitar al apóstol Pablo y predicar como él escribió.

Queda sugerida, sin embargo, la pregunta: ¿hay alguna tentación que surja para el hombre que pretenda hacerlo? ¿Hay algo que le tentaría a desviarse del camino recto e inducirlo a no predicar todo el consejo de Dios? Ah, hermano mío, poco entiendes la posición del ministro si no has temblado algunas veces por él. Adopta sólo una fase de la verdad y serás aclamado hasta los propios cielos. Conviértete en un calvinista al grado que cierres los ojos a una mitad de la Biblia y no puedas ver la responsabilidad del pecador, y los hombres darán palmadas de aplauso y exclamarán: ¡Aleluya!, y sobre las espaldas de muchos serás elevado a un trono, y te convertirás en un verdadero príncipe en el Israel de ellos. Por otro lado, comienza a predicar mera moralidad, práctica sin doctrina, y serás cargado en hombros por otros hombres; si se me permite usar esta figura, cabalgarás sobre esos asnos y entrarás a Jerusalén, y los oirás exclamar: ¡Hosanna!, y los verás ondear sus ramos de palmas delante de ti. Pero predica una vez todo el consejo de Dios y ambos grupos se te echarán encima; uno exclamará: “el hombre es demasiado sublime”, y el otro dirá: “no, es demasiado bajo”; un grupo dirá: “es un arminiano consumado”, y el otro: “es un vil hipercalvinista”. Ahora bien, al hombre no le gusta estar en medio de dos fuegos. Hay una inclinación a agradar a uno u otro de los dos bandos, y así, aunque no fuera para incrementar los adherentes de uno, al menos es para conseguir más feroces adherentes. Sí, pero si comenzamos a pensar en eso una vez, si permitimos que el clamor de cualquier partido de cualquier bando nos aparte del camino angosto, de la senda del bien y de la verdad y de la rectitud, eso ha sido todo para nosotros. Cuántos ministros sienten la influencia de personas adineradas. El ministro en su púlpito, tal vez, está inclinado a pensar en el caballero que está en el reclinatorio tapizado de color verde. O de otra manera, piensa: “¿Qué dirá el diácono tal y tal?”, o, “¿Qué dirá el otro diácono que piensa exactamente lo contrario?” o, “¿Qué escribirá el señor A, el editor de tal periódico, el próximo lunes?”, o, “¿Qué dirá la señora B la próxima vez que me la encuentre?” Sí, todas estas cosas ponen su pequeño peso en la balanza; y a menos que el varón sea mantenido íntegro por Dios el Espíritu Santo, tienden a hacer que se desvíe un poco de ese camino angosto que es el único en el que puede estar si quiere declarar todo el consejo de Dios. Ah, amigos, al varón que endosa la opinión de una camarilla le esperan honores; pero aunque hay honras reservadas para él, al hombre que quiere permanecer firme junto al estandarte inmaculado de la verdad, aunque estuviera aislado y solitario, y presentar batalla contra la perversidad en toda forma tanto en la iglesia como en el mundo, le esperan más deshonras. Por tanto, que el apóstol se atribuyera que no había rehuido declarar todo el consejo de Dios no era un testimonio insignificante.

Pero déjenme comentar adicionalmente que si bien existe la tentación de no declarar todo el consejo de Dios, el verdadero ministro de Cristo se siente impelido a predicar toda la verdad, porque ella y solo ella puede satisfacer las necesidades del hombre. ¡Cuántos males ha visto este mundo gracias a un evangelio distorsionado, mutilado y moldeado por el hombre! ¡Cuántos perjuicios han sufrido las almas de los hombres gracias a varones que han predicado sólo una parte y no todo el consejo de Dios! Mi corazón sangra por muchas familias en las que la doctrina antinomiana ha cobrado el dominio. Yo podría contar muchas tristes historias de familias muertas en pecado cuyas conciencias están cauterizadas como con un hierro candente por la fatal predicación que escuchan. He conocido convicciones que han sido ahogadas y deseos que han sido apagados por ese sistema que destruye el alma, que suprime la condición humana del ser y lo hace tan responsable como un buey. No puedo imaginarme un instrumento más apto en las manos de Satanás para la ruina de las almas que un ministro que les dice a los pecadores que no es su deber arrepentirse de sus pecados o creer en Cristo; que tiene la arrogancia de llamarse un ministro del evangelio mientras enseña que Dios odia a algunos hombres infinita e inmutablemente por ninguna razón de ningún tipo sino simplemente porque así decide hacerlo. ¡Oh, hermanos míos!, que el Señor los salve de la voz del encantador, y los guarde por siempre sordos a la voz del error.

¡Aun en familias cristianas cuánto mal produce un evangelio distorsionado! He visto al joven creyente, acabado de ser salvado del pecado, feliz en su temprana carrera cristiana y caminando humildemente con su Dios. Pero el mal ha reptado en su interior disfrazado con el manto de la verdad. El dedo de la ceguera parcial fue puesto sobre sus ojos, y solo podía ver una doctrina. Podía ver la soberanía, pero no la responsabilidad. El ministro que en un tiempo fue amado llegó a ser odiado; el varón que había sido honesto en la predicación de la Palabra de Dios, fue considerado como la hez de todas las cosas. ¿Y cuál fue el efecto? Todo lo contrario de lo bueno y misericordioso. La intolerancia usurpó el lugar del amor; la amargura se albergó allí donde una vez existió un carácter amable. Podría señalarles innumerables instancias en las que el énfasis de alguna doctrina peculiar ha conducido a los hombres a un exceso de intolerancia y amargura. Y una vez que un hombre ha llegado a ese punto está lo suficientemente listo para todo tipo de pecado al que el diablo le agrade tentarlo. Es necesario que se predique todo el Evangelio pues de lo contrario los espíritus, incluso los cristianos, quedan desfigurados y mutilados. He conocido a varones diligentes por Cristo que trabajaban por ganar almas con todas sus fuerzas; y de repente han abrazado una doctrina en particular a despecho de toda la verdad, y han caído en el letargo. Por otro lado, allí donde los hombres han adoptado únicamente el lado práctico de la verdad, y han desechado el lado doctrinal, demasiados profesantes se han pasado al bando de la legalidad; han hablado como si fueran a ser salvados por obras, y casi han olvidado aquella gracia por la que fueron llamados. Son como los gálatas; se han dejado fascinar por lo que han oído. El creyente en Cristo, si ha de ser guardado puro, simple, santo, caritativo y semejante a Cristo, ha de ser guardado así únicamente por una predicación de toda la verdad que está en Jesús. Y en cuanto a la salvación de los pecadores, ah, mis oyentes, no podemos esperar nunca que Dios bendiga nuestro ministerio para la conversión de los pecadores a menos que prediquemos el Evangelio como un todo. Si yo seleccionara una parte de la verdad, y siempre reflexionara en ella con exclusión de todo lo demás, no puedo esperar la bendición de mi Señor. Si yo predico como Él quiere que yo predique, Él bendecirá la palabra; nunca la dejará sin Su propio testimonio viviente. Pero si imagino que puedo mejorar el Evangelio, que lo puedo hacer consistente, que puedo vestirlo para hacer que se vea mejor, descubriré que mi Señor ha partido, y que en las paredes del santuario ha sido escrito: Icabod. Cuántos son mantenidos en esclavitud gracias al descuido de las invitaciones del Evangelio. Anhelan ser salvados. Suben a la casa de Dios gimiendo para ser salvados, y no hay nada sino predestinación para ellos. Por otro lado, ¡cuán grandes multitudes son mantenidas en las tinieblas debido a la predicación práctica! ¡Todo consiste en hacer, hacer, y nada sino hacer!, y las pobres almas salen diciendo: “¿De qué me sirve eso a mí? Yo no puedo hacer nada. Oh, que me fuera mostrada una vía disponible de salvación”. Creemos que del apóstol Pablo se puede decir verdaderamente que ningún pecador se quedó sin el consuelo porque él hubiera dejado de predicar la cruz de Cristo; que ningún santo se quedó desconcertado en su espíritu porque Pablo hubiera negado el pan del cielo y hubiera retenido la preciosa verdad; que ningún cristiano práctico se volvió tan práctico como para volverse legal, y ningún cristiano doctrinal se volvió tan doctrinal como para volverse impráctico. Su predicación era de un tipo tan suculento y consistente, que quienes le oían, siendo bendecidos por el Espíritu, se volvían cristianos en verdad, tanto en la vida como en el espíritu, reflejando la imagen de su Señor.

Siento que no puedo demorarme mucho en este texto. He estado tan extremadamente indispuesto en estos dos últimos días, que los pensamientos que esperaba presentarles en mejor forma, han salido tropezando de mi boca y han distado de hacerlo de manera ordenada.

II. Ahora debo dejar al apóstol Pablo para dirigirles UNAS CUANTAS PALABRAS AFECTUOSAS, SINCERAS Y CÁLIDAS A MANERA DE DESPEDIDA. “Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”. No deseo decir nada en alabanza o encomio de mi persona; no seré mi propio testigo respecto a mi fidelidad pero yo apelo a ustedes, y les pido que den testimonio en este día de que no he rehuido anunciarles todo el consejo de Dios. Con frecuencia he venido a este púlpito sintiéndome muy débil, y con mayor frecuencia todavía me he retirado de él experimentando gran aflicción por no haberles podido predicar tan denodadamente como deseaba. Confieso muchos errores y fallas, y más especialmente confieso una carencia de celo cuando estoy involucrado en la oración por sus almas. Pero hay una acusación de la que me absuelve mi conciencia esta mañana, y yo pienso que ustedes me absolverán también, pues no he rehuido anunciar todo el consejo de Dios. Si en algo he errado, ha sido un error de juicio; pudiera haber estado errado, pero en la medida en que he aprendido la verdad, puedo decir que ningún miedo a la opinión pública, ni a la opinión privada, me ha apartado jamás de lo que sostengo como la verdad de mi Señor y Maestro. Les he predicado las cosas preciosas del Evangelio. Me esforzado hasta el límite de mi capacidad en predicar la gracia en toda su plenitud. Conozco lo precioso de esa doctrina en mi propia experiencia. Dios no quiera que yo predique alguna otra cosa. Si no somos salvados por gracia, yo no puedo ser salvado para nada nunca. Si la obra de la salvación no estuviera en las manos de Dios de principio a fin, ninguno de nosotros podría ver jamás el rostro de Dios con aceptación. Yo predico esta doctrina, no por mi propia decisión, sino por absoluta necesidad, pues si esta doctrina no fuera cierta, entonces seríamos almas perdidas; ‘vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe’, y estamos todavía en nuestros pecados y allí hemos de continuar hasta el fin. Pero, por otro lado, puedo decir también que no he rehuido exhortar, invitar y suplicar. He invitado al pecador a venir a Cristo. Se me ha dicho que no lo haga, pero no podía resistirme. Con entrañas anhelantes por los pecadores que perecen, no podría concluir sin clamar: “Ven a Jesús, pecador, ven”. Con ojos que derraman lágrimas por los pecadores me veo compelido a invitarlos a venir a Jesús. No me es posible hablar sobre la doctrina sin hacer una invitación. Si no vienes a Cristo no es por falta de un llamamiento, o porque no haya llorado por tus pecados, y experimentado dolores de parto por las almas de los hombres. La única cosa que he de pedirles es esta: den testimonio de mí, queridos oyentes, den testimonio de mí, de que respecto a eso yo estoy limpio de la sangre de todos, pues he predicado todo lo que sé de todo el consejo de Dios. ¿He conocido un solo pecado que no haya reprobado? ¿Ha habido una doctrina que sostengo que haya dejado de enseñar? ¿Ha habido una parte de la Palabra, doctrinal o práctica, que haya ocultado deliberadamente? Estoy muy lejos de ser perfecto; confieso de nuevo con llanto mi indignidad; no he servido a Dios como debería hacerlo; no he sido tan denodado con ustedes como desearía. Ahora que mis tres años de ministerio aquí han concluido, desearía poder comenzar otra vez para que pudiera caer de rodillas delante de ustedes y suplicarles que consideren las cosas que constituyen su paz. Respecto a esto, otra vez repito que en cuanto a denuedo me confieso culpable, con todo, en cuanto a la verdad y honestidad puedo apelar al tribunal de Dios, puedo apelar a los ángeles elegidos, puedo pedirles a todos ustedes que den testimonio de que no he rehuido anunciar todo el consejo de Dios.

Es bastante fácil, si uno quisiera hacerlo, evitar la predicación de una doctrina objetable omitiendo simplemente los textos que la enseñan. Si una verdad desagradable se impone en su camino, no es difícil hacerla a un lado, imaginando que perturbaría su enseñanza previa. Tal ocultamiento podría tener éxito por un tiempo, y posiblemente su gente no se entere de ella durante muchos años. Pero si he investigado respecto a cualquier cosa he procurado siempre sacar esa verdad que había descuidado de antemano; y si ha habido alguna doctrina que no he enseñado hasta ahora, será mi oración sincera que a partir de este día y en adelante adquiera mayor prominencia, para que así sea comprendida y sea vista mejor. Bien, yo simplemente les hago esta pregunta y si me entrego a un poco de egotismo, si en este día de despedida “Me he hecho un necio al gloriarme”, no es con el objeto de gloriarme, sino que es por un mejor motivo: mi querido oyente, te hago esta pregunta. Podrían sobrevenirles tristes desastres a muchos de ustedes. En breve algunos de ustedes pudieran frecuentar lugares en los que no se predica el Evangelio. Podrían abrazar otro evangelio, que es falso. Yo sólo les pido esto: den testimonio de que no fue mi culpa, de que yo he sido fiel y que no he rehuido anunciarles todo el consejo de Dios. En breve tiempo, algunos aquí que han sido frenados por el hecho de haber asistido a un lugar de adoración, viendo que el ministro elegido se ha marchado, pudieran dejar de asistir a algún otro lugar posteriormente. Se pueden volver descuidados. Tal vez el próximo domingo podrían estar sentados en casa, echados de manera indolente y desperdiciando el día. Pero hay algo que me gustaría decir antes de que se decidan a no asistir a la casa de Dios de nuevo: den testimonio de que he sido fiel para con ustedes. Pudiera ser que algunos aquí que han profesado correr bien por un tiempo mientras han estado oyendo la Palabra, podrían volverse atrás; algunos de ustedes regresan directamente al mundo; podrían volverse borrachos, blasfemos y cosas semejantes. ¡Dios no quiera que así sea! Pero yo los exhorto que si se hunden en el pecado, digan al menos esto por aquel que no desea otra cosa que verlos salvados, que digan que he sido honesto con ustedes; que no he rehuido anunciar todo el consejo de Dios. Oh, mis oyentes, algunos de ustedes dentro de poco tiempo estarán postrados en su lecho de muerte. Cuando su pulso sea débil, cuando los terrores de la muerte sombría los rodeen, si todavía no se han convertido a Cristo, hay algo que yo quiero que agreguen a su última voluntad y testamento y es esto: la exclusión del ministro que está delante de ustedes en este día, de cualquier participación en esa desesperada insensatez suya que los ha conducido a descuidar su propia alma. ¿Oh, no les he gritado que se arrepientan? ¿No les he pedido que consideren eso antes de que la muerte los sorprenda? ¿No los he exhortado, mis queridos oyentes, a huir en busca de un refugio a la esperanza que está puesta ante ustedes? Oh, pecador, cuando tú estés vadeando el negro río, no me arrojes ninguna burla como si yo fuera tu asesino, pues en esto puedo decir: “Lavo en inocencia mis manos; limpio estoy de su sangre”. Pero el día vendrá cuando nos reunamos de nuevo. Esta gran asamblea será absorbida por una asamblea más grande, así como la gota se pierde en el océano. Y yo me presentaré en aquel día para ser juzgado ante el tribunal de Dios. Si no les he advertido, he sido un infiel atalaya y su sangre será requerida de mis manos; si no les he predicado a Cristo, y si no les he pedido que huyan en busca de refugio, aunque perezcan, con todo, su alma me será requerida. Yo les suplico que si se ríen de mí, si rechazan mi mensaje, si desprecian a Cristo, si odian Su Evangelio, si son condenados, por lo menos denme una absolución de su sangre. Veo a algunos ante mí que no me oyen con frecuencia; y con todo, puedo decir respecto a ellos que han sido el objeto de mis oraciones privadas, y a menudo, también, de mis lágrimas, cuando veo que continúan en sus iniquidades. Bien, yo les pido en verdad esta única cosa, y como hombres honestos no pueden negármela. Si ustedes quieren conservar sus pecados, si quieren perderse, si no quieren venir a Cristo, al menos, en medio de los truenos del gran día, cuando me presente a juicio ante el tribunal de Dios, absuélvanme de haber destruido sus almas.

¿Qué más puedo decir? ¿Cómo les suplicaré? Si tuviera la lengua de un ángel, y el corazón del Salvador, entonces suplicaría; pero no puedo decir más de lo que he hecho a menudo. En el nombre de Dios les suplico que huyan a Cristo en busca de refugio. Si todo lo anterior no bastara, que te baste esto. Ven, alma culpable, y huye a Aquel cuyos amplios brazos abiertos están dispuestos a recibir a toda alma que huya a Él con penitencia y fe. En poco tiempo el propio predicador yacerá postrado en su lecho. Unos cuantos días más de reunión solemne, unos cuantos sermones más, unas cuantas oraciones más, y pienso que me veo en aquel aposento alto, con amigos en torno mío que prodigan sus cuidados. Aquel que ha predicado a miles, ahora necesita consuelo para él mismo. Aquel que ha animado a muchos en el artículo de la muerte ahora le ha tocado atravesar el río. Mis queridos oyentes, ¿habrá alguno de ustedes a quien veré en mi lecho de muerte que me habrá de maldecir por ser infiel? ¿Acaso estos ojos serán perseguidos con las visiones de hombres a quienes he divertido, e interesado, pero dentro de cuyos corazones no he buscado nunca insertar la verdad? ¿Yaceré allí, y pasarán estas poderosas congregaciones en terrible panorama ante mí, y al tiempo de desvanecerse ante mis ojos, uno tras otro, cada uno me maldecirá por ser infiel? Dios no lo quiera. Yo confío que me harán este favor: que cuando yazca agonizante ustedes concederán que estoy limpio de la sangre de todos, y que no he rehuido anunciar todo el consejo de Dios. Me veo estando como un prisionero en el último gran día en el tribunal. ¿Qué pasaría si se leyera esto en mi contra: “Muchas personas te han escuchado; miles se han congregado para oír las palabras que brotaron de tus labios; pero tú has desviado a este pueblo, tú lo has engañado, tú has enseñado deliberadamente el error a esta gente”? Truenos como los que nunca se han oído antes retumbarán sobre esta pobre cabeza, y rayos más terroríficos que los que hayan chamuscado jamás a los malignos demolerán este corazón, si he sido infiel a ustedes. Mi posición -si hubiera predicado solo una vez la Palabra a estas multitudes, para hablar de muchos miles de veces- mi posición sería sumamente terrible en todo el universo, si yo fuera infiel. Oh, que Dios aparte de mi cabeza este mal de la infidelidad, que es uno de los peores. Ahora, estando aquí, hago este último llamado: “Les ruego en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”. Pero si no quieren ser reconciliados, les pido este único favor, y yo creo que no me lo negarán, que asuman la responsabilidad de su propia ruina, pues yo estoy limpio de la sangre de todos, ya que no he rehuido anunciarles todo el consejo de Dios.

Baste esto a manera de un llamado para que den testimonio. Ahora voy a hacerles una solicitud. Tengo que pedirles un favor a todos los presentes. Si en algo han sido beneficiados, si en algo han recibido alguna vez un consuelo, si han encontrado a Cristo de alguna manera por la predicación del Evangelio aquí, yo les ruego que aunque no oigan mis palabras de nuevo, de nuevo les ruego que me lleven en oración en su corazón ante el trono de Dios. Vivimos por las oraciones de nuestro pueblo. Los ministros de Dios deben más a las oraciones de su pueblo de lo que jamás sabrán. Yo amo a mi gente porque siempre está orando por mí. Nunca se oró más por un ministro como se ha orado por mí. Pero aquellos que se verán compelidos a separarse de nosotros en razón de la distancia, y causas semejantes, llévenme todavía en sus pensamientos delante de Dios, y que mi nombre se grabe en sus pechos con la misma frecuencia con que se presenten delante del propiciatorio. Es poco lo que les pido. Es simplemente que digan: “Señor, ayuda a Tu siervo a ganar almas para Cristo”. Pidan que el ministro sea hecho más útil de lo que ha sido hasta ahora; que si en algo está equivocado, sea llevado a la verdad. Si no los ha consolado, pidan que lo haga en el futuro; pero si ha sido honesto con ustedes, entonces oren pidiendo que el Maestro lo guarde en santidad. Y a la vez que les pido que presenten esta petición por mí, debe ser también por todos aquellos que predican la verdad en Jesús. Hermanos, oren por nosotros. Quisiéramos trabajar por ustedes como aquellos que deben rendir cuentas. Ah, no es algo insignificante ser un ministro, si somos fieles a nuestro llamamiento. Tal como dijo Baxter una vez cuando alguien le comentó que el ministerio era un trabajo fácil: “Amigo, si lo piensas así, yo quisiera que tomaras mi lugar, y que hicieras la prueba”. Si agonizar con Dios en oración, si luchar por las almas de los hombres, si ser objeto de abuso y quedarse sin responder, si sufrir todo tipo de reproches y calumnias, si este es el reposo, tómalo, amigo, pues a mí me alegrará deshacerme de esto. Yo les pido que oren por todos los ministros de Cristo, para que sean ayudados y sustentados, mantenidos y apoyados, para que como sus días sean sus fuerzas.

Y, luego, habiendo hecho esta petición por mí, y, por tanto, habiendo hecho una petición egoísta, tengo que hacer una súplica por otros. Mis queridos oyentes, no puedo cerrar mis ojos al hecho de que hay todavía muchos entre ustedes que han oído aquí la Palabra por largo tiempo, pero que todavía no le han dado sus corazones a Cristo. Me alegra verlos aquí, aunque sea por última vez. Si no volvieran a hollar nunca los santos atrios de la casa de Dios de nuevo, si no volvieran a oír Su Palabra, si no volvieran a escuchar la cálida invitación o la advertencia honesta, tengo que hacerles una súplica. Fíjense que no es una solicitud sino una súplica y una súplica tal que si estuviera rogando por mi vida no podría ser más honesto ni más intensamente denodado al respecto. Pobre pecador, detente un momento, y piensa. Si tú has oído el Evangelio y no has resultado beneficiado por ello, ¿qué pensarás de todas tus oportunidades perdidas cuando estés postrado en tu lecho de muerte? ¿Qué pensarás cuando seas arrojado en el infierno, cuando este pensamiento resuene en tus oídos: “Tú oíste el Evangelio, pero lo rechazaste”; cuando los demonios en el infierno se rían en tu cara, y te digan: “Nosotros no rechazamos nunca a Cristo, nunca despreciamos la Palabra”, y te arrojen en un infierno más profundo del que ellos jamás experimentaron? Yo te suplico que hagas un alto y pienses en esto. ¿Vale la pena vivir para los goces que tienes en este mundo? ¿Acaso este mundo no es un lugar tedioso y terrible? Hombre, pasa una nueva página. Yo te digo que no hay gozo para ti aquí, y no hay ninguno en la otra vida mientras seas lo que eres. Oh, que Dios te enseñe que el mal radica en tu pecado. Tú cuentas con pecados que no han sido perdonados, entonces, no puedes ser feliz aquí ni en el mundo venidero. Mi súplica es que vayas a tu alcoba; si sabes que eres culpable, haz una plena confesión allí delante de Dios; pídele que tenga misericordia de ti, por Jesús. Y Él no te lo negará. Varón, Él no te lo negará; Él te responderá; Él quitará todos tus pecados; Él te aceptará; te convertirá en Su hijo. Y así como serás más feliz aquí, así también serás bendecido en el mundo venidero. Oh, hombres y mujeres cristianos, yo les suplico que imploren que el Espíritu de Dios los conduzca en esta muchedumbre a una plena confesión, a una oración real, y a una fe humilde; y si no se han arrepentido nunca antes, que ahora se vuelvan a Cristo. Oh, pecador, tu vida es breve, y la muerte se apresura. Tus pecados son muchos, y si bien el juicio tiene pies de plomo, con todo tiene una mano pesada y segura. Vuélvete, vuélvete, vuélvete, te lo suplico. Que el Espíritu Santo haga que te vuelvas. He aquí, Jesús es levantado ante ti ahora. Por sus cinco heridas, yo te lo suplico, vuélvete. Míralo a Él y vive. Cree en Él y serás salvo, pues todo aquel que cree en el Hijo del Hombre tiene vida eterna, y no perecerá nunca, ni la ira de Dios descansará sobre él.

Que el Espíritu de Dios imparta ahora Su propia bendición permanente, la vida eterna, por Jesús nuestro Señor. Amén.       


Traductor: Allan Román
31/Agosto/2012
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