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“¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado”.
Romanos 7: 24, 25
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Si yo decidiera ocupar el tiempo de ustedes en un asunto controversial, podría demostrarles de manera concluyente que el apóstol Pablo está describiendo aquí su propia experiencia como cristiano. Algunas personas han afirmado que él declara aquí simplemente lo que había sido antes de su conversión, y no lo que era cuando se convirtió en receptor de la gracia de Dios. Pero tales personas están evidentemente equivocadas, y yo diría que están obstinadamente equivocadas, pues cualquier mente candorosa y sincera que leyera este capítulo, no podría caer en tal error. Es Pablo el apóstol, nada menos que el más grande de los apóstoles; es Pablo, el poderoso siervo de Dios, un verdadero príncipe en Israel, uno de los hombres valientes del Rey, es Pablo, el santo y el apóstol, el que aquí exclama: “¡Miserable de mí!”
Ahora, algunos humildes cristianos son víctimas a menudo de un error muy necio. Contemplan a ciertos santos avanzados, y a algunos ministros capaces, y dicen: “Seguramente hombres como éstos no sufren como sufro yo; no contienden con las mismas perversas pasiones como las que me vejan y me turban”. ¡Ah!, si conocieran los corazones de esos hombres, si pudieran atisbar en sus conflictos íntimos, pronto descubrirían que, entre más cercano a Dios viva un hombre, más intensamente tiene que dolerse por su corazón depravado, y entre más lo honra su Señor estando a Su servicio, más lo veja y lo atormenta día a día el mal de la carne.
Tal vez, este error sea más natural y más común, ciertamente, con relación a los santos apostólicos. Nos hemos acostumbrado a decir: San Pablo, y San Juan, como si ellos fuesen más santos que los demás hijos de Dios. Todos ellos son santos a quienes Dios ha llamado por Su gracia y ha santificado por Su Espíritu; pero, de alguna manera y muy neciamente, anotamos en otra lista a los apóstoles y a los primeros santos, y no nos aventuramos a mirarlos como mortales comunes. Los consideramos como seres extraordinarios que no podrían sentir pasiones iguales a las nuestras. La Escritura nos enseña que nuestro Salvador “fue tentado en todo según nuestra semejanza” y, sin embargo, nosotros caemos en el egregio error de imaginar que los apóstoles, que eran sustancialmente inferiores al Señor Jesús, escaparon de estas tentaciones e ignoraron estos conflictos.
El hecho es que si ustedes hubiesen visto al apóstol Pablo, habrían pensado que era extraordinariamente parecido al resto de la familia elegida, y si hubiesen hablado con él, habrían dicho: “Caramba, Pablo, yo encuentro que tu experiencia y la mía son exactamente afines. Tú eres más fiel, más santo y has sido instruido más profundamente que yo, pero tienes que soportar exactamente las mismas pruebas. Es más, en algunos sentidos, tú eres probado más severamente que yo”.
No consideres que los santos del pasado estuvieron exentos de enfermedades o de pecados, ni los consideres con esa mística reverencia que casi te convierte en un idólatra. Tú mismo podrías alcanzar su santidad, y sus fallas deben ser censuradas tanto como las tuyas.
Yo creo que el cristiano tiene el deber de abrirse paso hasta el círculo interno de la santidad y si estos santos fueron superiores a nosotros en sus logros -como ciertamente lo fueron- debemos seguirlos; debemos esforzarnos por llegar a su lugar, sí, y sobrepasarlos, pues no veo que eso sea imposible. Tenemos la misma luz que ellos tuvieron y tenemos acceso a la misma gracia y, ¿por qué deberíamos sentirnos satisfechos mientras no los dejemos atrás en la carrera celestial? Debemos bajarlos a la esfera de los mortales comunes.
Si Jesús era el Hijo del hombre, y hombre verdadero, “hueso de nuestro hueso, y carne de nuestra carne”, también lo fueron los apóstoles, y es un egregio error suponer que no estaban sujetos a las mismas emociones ni a las mismas pruebas internas a las que se ven sometidos los más nimios miembros del pueblo de Dios. Todo esto tiende a nuestro consuelo y a nuestro ánimo, cuando descubrimos que estamos involucrados en una batalla en la que los propios apóstoles han tenido que pelear.
Y ahora, esta mañana consideraremos, primero, las dos naturalezas; en segundo lugar, su constante batalla; en tercer lugar, nos haremos a un lado y miraremos al guerrero languideciente y le oiremos dar voces: “¡Miserable de mí!”; y luego volveremos nuestros ojos en otra dirección, y veremos al guerrero que antes languidecía, ciñéndose ahora sus lomos para el conflicto, y convirtiéndose en un vencedor expectante, al tiempo que grita: “Gracias doy a Dios por medio de Jesucristo Señor nuestro”.
I. Entonces primero hablaremos de LAS DOS NATURALEZAS. Los hombres carnales, los hombres no regenerados, tienen una naturaleza; una naturaleza que heredaron de sus padres, y que, como consecuencia de la antigua transgresión de Adán, es mala, sólo mala, y mala de continuo. La simple naturaleza humana, la que es común a todos los hombres, contiene muchos rasgos excelentes, si juzgamos el asunto entre hombre y hombre.
Un hombre meramente natural puede ser honesto, recto, amable y generoso; puede tener pensamientos nobles y generosos, y puede lograr dominar un lenguaje veraz y viril; pero cuando llegamos a los asuntos de la verdadera religión, a los asuntos espirituales que conciernen a Dios y la eternidad, el hombre natural no puede hacer nada. La mente carnal, sin importar de quién sea, está caída, está enemistada con Dios, no conoce las cosas de Dios y no las puede conocer jamás.
Ahora, cuando una persona es conducida a ser cristiana, es por medio de la infusión de una nueva naturaleza. Esa persona está naturalmente “muerta en sus delitos y pecados”, “sin esperanza y sin Dios en el mundo”. El Espíritu Santo entra en ella e implanta un nuevo principio, una nueva naturaleza, una nueva vida. Esa vida es un principio excelso, santo y sobrenatural. Es, de hecho, la naturaleza divina, un rayo proveniente del grandioso “Padre de las luces”. Es el Espíritu de Dios que mora en el hombre.
Así pueden ver que el cristiano se convierte en un hombre doble, se convierte en dos hombres en uno. Algunos han imaginado que la vieja naturaleza es suprimida en el cristiano. No es así, pues la Palabra de Dios y la experiencia nos enseñan lo contrario; la vieja naturaleza permanece en el cristiano sin ningún cambio, inalterada, y sigue siendo exactamente la misma naturaleza, tan mala como siempre lo fue; en cambio, la nueva naturaleza del cristiano es santa, pura y celestial, y de aquí que surja, como lo habremos de notar a continuación, un conflicto entre las dos.
Ahora quiero que adviertan lo que dice el apóstol acerca de estas dos naturalezas del cristiano, pues estamos a punto de contrastarlas. Primero, el apóstol en nuestro texto llama a la vieja naturaleza: “Este cuerpo de muerte”. ¿Por qué lo llama: “este cuerpo de muerte?”
Algunos suponen que se refiere a estos cuerpos que perecen; pero yo no creo eso. Si no fuera por el pecado, no deberíamos encontrar ningún defecto en nuestros pobres cuerpos. Adán, en el huerto de la perfección, no sintió que el cuerpo fuera un estorbo para él, y si el pecado estuviera ausente, no encontraríamos ninguna falla en nuestra carne y sangre.
Entonces, ¿de qué se trata? Pienso que el apóstol llama a la naturaleza depravada en su interior: ‘un cuerpo’, primero, en oposición a quienes hablan de reliquias de corrupción en el cristiano. Me he enterado de que la gente dice que hay reliquias, residuos y remanentes de pecado en el creyente. Esas personas no saben mucho todavía acerca de ellas mismas. ¡Oh!, lo que permanece no es un hueso ni un andrajo; el cuerpo entero de pecado es el que está allí, íntegramente, “desde su coronilla hasta la planta de su pie”. La gracia no mutila este cuerpo ni corta sus miembros; lo deja entero, aunque bendito sea Dios, lo crucifica, clavándolo a la cruz de Cristo.
Y además, yo pienso que lo llama ‘un cuerpo’ porque es algo tangible. Todos nosotros sabemos que tenemos un cuerpo. Es algo que podemos sentir. Sabemos que está allí. La nueva naturaleza es un espíritu, sutil y difícil de detectar. Algunas veces me cuestiono si está allí del todo. Pero mi vieja naturaleza constituye un cuerpo; nunca me es difícil reconocer su existencia pues es tan evidente como mi carne y mis huesos. Así como nunca dudo de que estoy en la carne y en la sangre, así tampoco dudo de que el pecado está dentro de mí. Es un cuerpo, algo que puedo ver y sentir, y que, para mi dolor, está siempre presente dentro de mí”.
Entiendan, entonces, que la vieja naturaleza del cristiano es un cuerpo; contiene una sustancia, o, como lo expresa Calvino, es una masa de corrupción. No es simplemente un pedazo de tela rasgada, un remanente, un paño del viejo vestido; más bien, toda ella, entera, permanece todavía allí. Si bien está aplastada por el pie de la gracia y ha sido arrojada de su trono, está allí, íntegramente está allí, en toda su triste condición tangible, como un cuerpo de muerte.
Pero, ¿por qué lo llama un cuerpo de muerte? Lo hace simplemente para expresar qué cosa tan terrible es este pecado que permanece en el corazón. Es un cuerpo de muerte. Tengo que usar una figura que siempre está adosada muy apropiadamente a este texto. Era una costumbre de los antiguos tiranos, cuando deseaban someter a los hombres a los más espantosos castigos, atarlos a un cadáver, colocándolos a los dos, espalda contra espalda; y así quedaba el hombre vivo con un cadáver amarrado a su espalda, en estado de putrefacción, pútrido, en estado de descomposición, que tenía que arrastrar dondequiera que iba.
Ahora, esto es precisamente lo que el cristiano tiene que hacer. Tiene una nueva vida dentro de él. Tiene un principio vivo e inmortal que el Espíritu Santo ha puesto en su interior, pero siente que tiene que cargar cada día con este cadáver por doquier, con este cuerpo de muerte, con una cosa tan abominable, tan execrable y tan detestable para su nueva vida, como sería un cadáver para un ser viviente.
Francis Quarles nos proporciona, al principio de uno de sus ‘emblemas’, un cuadro de un gran esqueleto en el que es depositado un hombre vivo. Sin importar cuán rara sea la fantasía, no es menos singular que cierta. Allí está el hombre que es un viejo esqueleto, inmundo, corrupto y abominable. Es una jaula para el nuevo principio que Dios ha puesto en el corazón. Consideren por un momento el impactante lenguaje de nuestro texto, “este cuerpo de muerte”: es la muerte encarnada, la muerte concentrada, la muerte que mora en el propio templo de la vida.
¿Consideraron alguna vez qué cosa tan terrible es la muerte? El pensamiento es sumamente detestable para la naturaleza humana. Tú afirmas que no temes a la muerte, y lo dices muy apropiadamente; pero la razón por la que no temes a la muerte es porque esperas una gloriosa inmortalidad. La muerte, en sí misma, es algo sumamente espantoso. Ahora, el pecado innato está rodeado de todo el terror desconocido, de toda la fuerza destructiva y de toda la lóbrega tenebrosidad de la muerte. Sería necesario pedirle a un poeta que describa el conflicto de la vida con la muerte, que describa a un alma viva condenada a caminar a través de las negras sombras de la confusión y condenada a llevar a la muerte encarnada en sus propias entrañas.
Pero ésa es la condición del cristiano. Como hombre regenerado, es un espíritu viviente, resplandeciente e inmortal; pero tiene que hollar las sombras de muerte. Tiene que presentar batalla diariamente contra todos los tremendos poderes del pecado, que son tan terribles, tan sublimemente terríficos como los propios poderes de la muerte y del infierno.
Si vemos el capítulo precedente, encontramos que el principio maligno es caracterizado como “nuestro viejo hombre”. Hay mucho significado en esa palabra: “viejo”. Pero nos basta con observar que, en edad, la nueva naturaleza no está sobre la misma base que la naturaleza corrompida. Hay algunas personas aquí que tienen humanamente sesenta años de edad, pero que escasamente alcanzan los dos años en la vida de la gracia.
Ahora hagan una pausa y mediten en la guerra que tiene lugar en el corazón. Es la contienda de un infante contra un hombre maduro, la lucha de un bebé contra un gigante. El viejo Adán, como un añejo roble, ha echado sus raíces hasta las profundidades de la condición del hombre. ¿Podría el ‘infante divino’ arrancarlo de raíz y echarlo fuera de su lugar? Esa es la obra que tiene ante sí, esa es la labor. Desde su nacimiento, la nueva naturaleza comienza la lucha y no puede dejar de luchar hasta tanto no sea perfectamente lograda la victoria. Sin embargo, se trata de trasladar una montaña, de secar un océano, de trillar los montes y ¿quién bastaría para hacer esas cosas? La naturaleza nacida del cielo requiere de la abundante ayuda de su Autor, y la recibirá o, de lo contrario, se rendiría siendo sometida en la lucha por la potencia superior de su adversario y siendo aplastada bajo su enorme peso.
Observen, además, que la vieja naturaleza del hombre que permanece en el cristiano, es mala, y no podría ser nunca otra cosa que mala; pues se nos dice en este capítulo que “en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. La vieja naturaleza de Adán no puede ser mejorada; no puede ser hecha mejor; intentarlo es una empresa vana. Podrían hacer lo que quisieran con ella; podrían educarla, podrían instruirla, y con eso sólo le darían más instrumentos para la rebelión, pero no podrían hacer del rebelde un amigo, no podrían convertir las tinieblas en luz; es enemiga de Dios, y siempre lo será.
Ese es el significado de un pasaje de Juan, donde se dice: “Todo aquel que es nacido de Dios… no puede pecar, porque es nacido de Dios”. La vieja naturaleza es mala, únicamente mala y mala de continuo; la nueva naturaleza es buena, enteramente buena; no sabe nada del pecado, excepto odiarlo. Su contacto con el pecado le acarrea dolor y miseria, y exclama: “¡Ay de mí, que moro en Mesec, y habito entre las tiendas de Cedar!”
Así les he dado alguna pequeña descripción de las dos naturalezas. Permítanme recordarles de nuevo que estas dos naturalezas son esencialmente incambiables. No podrían hacer menos divina a la naturaleza nueva que Dios les ha dado, y no pueden hacer menos impura y menos terrenal a la vieja naturaleza. El viejo Adán está condenado. Podrían barrer la casa y el espíritu podría dar la impresión de salir de ella, pero regresará otra vez y tomará consigo otros siete espíritus peores que él. Es la casa de un leproso y la lepra está en cada piedra, desde los cimientos hasta el techo; no hay ninguna parte sana. Es una vestimenta manchada por la carne; puedes lavarla, y lavarla y lavarla, pero no podrías lograr que quede completamente limpia; sería necio intentarlo. Mientras que, por otro lado, la nueva naturaleza no puede ser corrompida nunca; siendo sin mancha, santa y pura, mora en nuestros corazones; gobierna y reina allí, a la expectativa del día en que echará fuera a su enemiga, y ya sin rival, será monarca en el corazón del hombre para siempre.
II. He descrito así a los dos combatientes; ahora, vamos a considerar a continuación SU BATALLA. No hubo jamás, entre las naciones de todo el mundo, un odio inveterado más mortal que el que hay entre los dos principios: el bueno y el malo. Pero lo bueno y lo malo están divididos con frecuencia el uno del otro por la distancia, y por eso tienen un odio menos intenso.
Supongan un caso: el bien sostiene la libertad; por tanto, el bien odia al mal de la esclavitud. Pero nosotros no odiamos tan intensamente la esclavitud como lo haríamos si la viéramos ante nuestros ojos: entonces herviría la sangre cuando viéramos a nuestro hermano de raza negra siendo azotado con un látigo de cuero de vaca. Imaginen al amo de los esclavos, de pie allí, azotando a su pobre esclavo hasta que la roja sangre brota a borbotones y se convierte en un río; ¿pueden concebir la indignación que eso les produciría? Ahora, es la distancia la que los induce a sentir eso menos agudamente. Lo bueno olvida a lo malo porque está muy distante.
Pero ahora supongan que lo bueno y lo malo viven en la misma casa; imaginen a dos enemigos encarnizados, enjaulados, encerrados y confinados dentro de esta estrecha casa que es el hombre; supongan que los dos son forzados a morar juntos; ¿pueden imaginar a qué nivel de furia llegarían entre ellos? El elemento malo dice: “intruso, te voy a echar fuera; no puedo estar tranquilo como yo quisiera, no puedo entregarme al desenfreno como quisiera, no puedo entregarme a la lascivia como quisiera; fuera de aquí; no estaré contento nunca mientras no te haya matado”.
“No”, dice la naturaleza nacida de nuevo: “yo te mataré, y te echaré fuera. No toleraré que sobreviva de ti ni una vara de madera ni una piedra; he jurado hacerte una guerra a muerte; he desenvainado la espada y he arrojado lejos mi vaina, y no voy a descansar nunca mientras no pueda cantar una completa victoria sobre ti, y te haya echado fuera de ésta que es mi casa”. Mantienen siempre su enemistad en dondequiera que estén; nunca fueron amigas, y nunca podrían serlo. Lo malo tiene que odiar a lo bueno, y lo bueno tiene que odiar a lo malo.
Y noten que, aunque pudiéramos comparar esa enemistad con la que guardan el lobo y la oveja, la naturaleza nacida de nuevo no es la oveja desde todo punto de vista. Pudiera serlo en su inocencia y en su mansedumbre, pero no lo es en su fuerza; pues la naturaleza nacida de nuevo tiene toda la omnipotencia de Dios en torno a ella, mientras que la vieja naturaleza tiene toda la fuerza del mal en ella, la cual es una fuerza que no puede ser exagerada fácilmente, pero que nosotros frecuentemente subestimamos.
Estas dos naturalezas están siempre enemistadas una contra otra desesperadamente. Incluso cuando ambas están quietas, se odian mutuamente exactamente al mismo nivel. Cuando mi naturaleza depravada está inactiva, sigue odiando a la naturaleza nacida de nuevo, y cuando la naturaleza nacida de nuevo está inactiva, siente un íntimo aborrecimiento por toda iniquidad. La una no puede tolerar a la otra y tienen que esforzarse por ir a la carga. Tampoco permiten en ningún momento dejar pasar una oportunidad de vengarse la una de la otra. Hay momentos en que la vieja naturaleza está muy activa, y entonces, cómo usa todas las armas de su letal armería contra el cristiano.
Ustedes se encontrarán súbitamente atacados por la ira, y cuando se protegen de la ardiente tentación, repentinamente descubrirán que el orgullo se alza y entonces comienzan a decirse: “¿Acaso no soy una buena persona puesto que pude controlar mi temperamento?” Y en el momento en que derriban a su orgullo llega otra tentación, y la lujuria mira por la ventana de sus ojos y desean algo que no deberían mirar, y antes de que puedan cerrar sus ojos a la vanidad, la pereza les rodea con su letargo letal, y los somete a su influencia y dejan de trabajar para Dios. Y, entonces, cuando se mueven otra vez, descubren en el propio intento de levantarse que han despertado a su orgullo. El mal les persigue sin importar adónde vayan o qué postura adopten.
Por otro lado, la nueva naturaleza no perderá nunca una oportunidad de aplastar a la vieja naturaleza. En cuanto a los medios de la gracia, la naturaleza nacida de nuevo no quedará satisfecha jamás mientras no los disfrute. En cuanto a la oración, por medio de ella buscará luchar con el enemigo. Empleará la fe, la esperanza, el amor, las amenazas, las promesas, la providencia, la gracia y todo lo demás para echar fuera al mal.
“Bien”, dice alguien, “no me parece que sea así”. Entonces tengo miedo de ti. Si no odias tanto al pecado como para hacer lo que sea, con tal de echarlo fuera, me temo que no eres un hijo vivo de Dios.
A los antinomianos les encanta oír que prediques acerca del mal que hay en el corazón, pero ésta es la falla con ellos: no les gusta que se les diga que a menos que odien ese mal, a menos que busquen echarlo fuera, y a menos que la constante disposición de su naturaleza nacida de nuevo sea arrancarlo de raíz, están todavía en sus pecados.
Los hombres que sólo creen en su depravación pero que no la odian, no aventajan al demonio en el camino al cielo. Mi corrupción no demuestra que soy un cristiano, ni tampoco saber que soy corrupto; lo que lo demuestra es mi odio a mi corrupción. Lo que demuestra que soy un hijo viviente de Dios es mi agonizante lucha a muerte contra mis corrupciones. Estas dos naturalezas nunca dejarán de luchar en tanto que estemos en este mundo. La vieja naturaleza nunca se rendirá; nunca clamará pidiendo una tregua, nunca pedirá que se establezca un pacto entre las dos. Atacará con la frecuencia que pueda. Cuando está inactiva, sólo está preparándose para alguna batalla futura.
La batalla de Cristiano contra Apolión duró tres horas, pero la batalla de Cristiano contra él mismo duró todo el trayecto desde la ‘Puerta-angosta’ hasta el Río Jordán. El enemigo que está dentro no puede ser echado fuera nunca mientras estemos aquí. Satanás podría estar ausente de nosotros algunas veces, y podría experimentar tal derrota que se alegraría de poder regresar aullando a su guarida, pero el viejo Adán permanece con nosotros desde el principio hasta el fin. Estaba con nosotros cuando creímos en Jesús por primera vez, y aún mucho antes de eso, y estará con nosotros hasta el momento en que depositemos nuestros huesos en la tumba, nuestros miedos en el Jordán y nuestros pecados en el olvido.
Observen, además, que ninguna de estas dos naturalezas estará contenta en la lucha, si no trae a unos aliados en su ayuda. La naturaleza depravada tiene antiguas relaciones y en su esfuerzo para echar fuera a la gracia que está dentro, envía mensajeros a todos sus ayudadores. Como Quedorlaomer, el rey de Elam, lleva a otros reyes consigo cuando sale a la batalla.
“¡Ah!”, dice el viejo Adán, “tengo amigos en el abismo”. Entonces envía una misiva a las profundidades, y de allí salen aliados dispuestos, espíritus procedentes de la vasta profundidad del infierno; un sinnúmero de diablos suben en ayuda de su hermano. Y luego, insaciable, la carne dice: “¡Ah!, yo tengo amigos en este mundo”; y entonces el mundo envía a sus fieras cohortes de tentación, tales como los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Qué batalla se da cuando el pecado, Satanás y el mundo están contra el cristiano al mismo tiempo.
“Oh”, dirá alguien, “es algo terrible ser cristiano”. Yo te aseguro que lo es. Ser un hijo de Dios es una de las cosas más duras del mundo; de hecho, es imposible, a menos que el Señor nos haga Sus hijos y nos mantenga siendo tales.
Bien, ¿qué es lo que hace la nueva naturaleza? Cuando vé a todos esos enemigos, clama al Señor, y entonces el Señor le envía amigos. Primero, Jehová interviene en su ayuda, en el consejo eterno, y revela al corazón su propio interés en los secretos de la eternidad. Luego viene Jesús con Su sangre. “Tú vencerás”, le dice; “te haré más que un vencedor por medio de mi muerte”. Y luego aparece el Espíritu Santo, el Consolador. Con tal ayuda, esta naturaleza nacida de nuevo es más que un rival para sus enemigos. Dios deja sola algunas veces a esa nueva naturaleza para hacerle saber su propia debilidad; pero eso no será por mucho tiempo, para que no se hunda en la desesperación.
¿Están luchando con el enemigo hoy, mis amados hermanos cristianos? ¿Están Satanás, la carne y el mundo –esa infernal trinidad- todos ellos en su contra? Recuerden que hay una trinidad divina de su lado. Continúen luchando, aunque como la ‘Valiente por la Verdad’, su sangre ruede de su mano y fije su espada a su brazo. ¡Continúen luchando!, pues de su lado están las legiones del cielo; Dios mismo está con ustedes; Jehová-nisi es el estandarte suyo y Jehová-rafa es el sanador de sus heridas. Ustedes han de triunfar, pues, ¿quién podría vencer a la Omnipotencia, o pisotear a la Divinidad bajo su pie?
De esta manera me he esforzado por describir el conflicto, pero entiéndanme que no puede ser descrito. Debemos decir, como lo hace Dart en su himno cuando, después de cantar las emociones de su alma, declara:
“Pero, hermanos, ustedes pueden adivinarlo con seguridad,
Pues han sentido, tal vez, lo mismo”.
Si pudieran ver una llanura en la que se libra una batalla, verían cómo es arrancada la tierra por las ruedas del cañón, por los cascos de los caballos y por las pisadas de los hombres. Cuánta desolación puede verse allí donde crecieron los dorados granos de la cosecha. Cómo está remojada la tierra con la sangre de los muertos. Cuán aterrador es el resultado de esta terrible lucha. Pero si pudieran ver el corazón del creyente después de una batalla espiritual, descubrirían que es justamente la contraparte del campo de batalla, tan cortado como el terreno del campo de batalla después del más horrendo conflicto que los hombres o los demonios hayan librado jamás. Pues piensen: nuestro combate es del hombre contra sí mismo; es peor todavía, pues se trata del hombre contra el mundo entero; no, es peor que eso, pues se trata del hombre contra el infierno; Dios con el hombre contra el hombre, el mundo y el infierno. ¡Qué lucha es ésa! Valdría la pena que un ángel viniera desde los más remotos campos del éter para que pudiera contemplar un conflicto así.
III. Nos toca considerar ahora al AGOTADO COMBATIENTE. Alza su voz y clama llorando: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Es el grito de un guerrero jadeante. Ha combatido durante tanto tiempo que ha perdido el aliento, y lo aspira con profundidad. Toma aliento por medio de la oración. “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” No renunciará al conflicto. Sabe que no puede hacerlo y no se atreve a hacerlo. Ese pensamiento no pasa por su mente, pero el conflicto es tan intenso y la batalla es tan furiosa, que casi está derrotado; se sienta para refrescarse y exhala su alma en suspiros; como el jadeante ciervo que brama por las corrientes de las aguas, dice: “¡Miserable de mí!” No, es peor que eso. Es el grito de uno que está desfallecido. Ha gastado todas sus fuerzas en la lucha y se desploma sobre los brazos de su Redentor y musita entre lánguidos jadeos: “¡Miserable de mí!” Sus fuerzas le han abandonado; ha sido duramente golpeado en la batalla; siente que sin la ayuda de Dios estaría derrotado tan completamente, que comienza su propio lamento de derrota: “¡Miserable de mí!” Y luego hace esta pregunta: “¿Quién me librará?” Y por allí se escucha una voz proveniente de Ley: “Yo no puedo y no quiero librarte”. Llega otra voz proveniente de Conciencia: “Yo puedo hacer que veas la batalla, pero no puedo ayudarte en ella”. “¡Ah!, nadie puede librarte; yo te voy a destruir; caerás por manos de tu enemigo; la casa de David será destruida y Saúl vivirá y reinará para siempre”. Y el pobre soldado desfallecido grita de nuevo: “¿Quién me librará?” Pareciera un caso irremediable, y yo creo que algunas veces el verdadero cristiano podría considerarse entregado irremediablemente al poder del pecado.
La desgracia de Pablo, yo creo, radica en dos cosas que bastan para hacer desgraciado a cualquier hombre. Pablo creía en la doctrina de la responsabilidad humana y, sin embargo, sentía la doctrina de la incapacidad humana. Hay gente que dice algunas veces: “Dile al pecador que no puede creer ni arrepentirse sin la ayuda del Espíritu Santo, y, no obstante, dile que es su deber creer y arrepentirse. ¿Cómo pueden ser reconciliadas ambas cosas? Nosotros respondemos que no buscan ninguna reconciliación; son dos verdades de la Santa Escritura, y las dejamos para que solas se reconcilien; son amigas, y los amigos no necesitan ninguna reconciliación.
Pero lo que parece una dificultad en términos de doctrina, resulta ser claro como la luz del día en términos de la experiencia. Yo sé que mi deber es ser perfecto, pero estoy consciente de que no puedo serlo. Yo sé que cada vez que cometo pecado soy culpable y, sin embargo, estoy muy seguro que he de pecar, pues tengo tal naturaleza que no puedo evitarlo. Yo siento que soy incapaz de deshacerme de este cuerpo de pecado y de muerte y, sin embargo, yo sé que debo deshacerme de él.
Estas dos cosas bastan para hacer miserable a cualquier persona: saber que es responsable por su naturaleza pecaminosa y, sin embargo, saber que no puede deshacerse de ella; saber que es su obligación guardar perfectamente la ley de Dios y caminar irreprochablemente en los mandamientos de la ley y, sin embargo, saber por la triste experiencia que es incapaz de hacerlo, así como sería incapaz de revertir el movimiento del globo, o desplazar al sol del centro de los astros.
Ahora, ¿ambas cosas no conducirían a cualquiera a la desesperación? La forma en la que algunas personas evitan el dilema es por medio de la negación de una de estas verdades. Afirman: “Bien, es cierto que soy incapaz de dejar de pecar”; y entonces niegan su obligación de hacerlo; no claman: “¡Miserable de mí!” Viven como quieren y dicen que no pueden evitarlo.
Por otro lado, hay algunas personas que saben que son responsables, pero entonces dicen: “Sí, pero yo puedo desechar mi pecado”, y esas personas son tolerablemente felices. Tanto el arminiano como el hipercalvinista siguen adelante confortablemente; pero el hombre que cree en estas dos doctrinas, según son enseñadas en la Palabra de Dios, que cree que es responsable por el pecado y a la vez que es incapaz de deshacerse de él, no me sorprende que cuando mira dentro de él encuentre bastante material para hacerle suspirar y llorar hasta el punto del desmayo y de la desesperación: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”
Y ahora alguien dice: “Ah, no quisiera ser un cristiano si ésa es la senda en que desfallece, si siempre ha de estar peleando consigo mismo, incluso hasta el punto de desesperar de la victoria”. Detengámonos un momento. Tenemos que completar el cuadro. Este hombre está desfalleciente, pero pronto será restaurado. No piensen que está irremediablemente derrotado; cae para levantarse; desfallece pero para ser revivido nuevamente.
Conozco una magia que puede despertar sus esperanzas dormidas, y provocar un estremecimiento a lo largo de la corriente congelada de su sangre. Hagamos resonar la promesa a sus oídos, y veremos cuán pronto revive. Acerquemos a sus labios el cordial; veamos cómo reacciona y desempeña nuevamente el papel de hombre. “Casi he sido derrotado” –dice- “casi he sido conducido a la desesperación. Oh, enemigo mío, no te regocijes por mí; aunque caiga, me levantaré de nuevo”. Y arremete contra él una vez más, gritando: “Doy gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor”. Y así sigue adelante de nuevo, siendo más que un vencedor, por medio de Aquel que le amó.
IV. Esto me lleva al cuarto punto que consiste en que EL CRISTIANO VENCERÁ AL FINAL. ¿Creen que hemos de ser para siempre los burros de carga y los esclavos del pecado? ¿He de ser para siempre el galeote de mi propia naturaleza, esforzándome arduamente por la libertad sin poder escapar nunca? ¿He de tener siempre este cadáver encadenado a mi espalda y he de oler las pestíferas exhalaciones de su pútrido cuerpo? No, no, no, eso que está dentro de mi corazón es como un águila enjaulada y yo sé que esas barras que me confinan se romperán pronto; la puerta de mi jaula será abierta, y yo ascenderé con mis ojos puestos en el sol de gloria, remontándome a lo alto, fiel a la senda, sin desviarme ni a la mano derecha ni a la izquierda, volando hasta alcanzar mi nido en las sempiternas rocas del amor eterno de Dios.
No, nosotros, lo que amamos al Señor, no hemos de morar para siempre en Mesec. El polvo podría ensuciar nuestras ropas, la mugre podría cubrir nuestra frente y nuestro vestido podría estar harapiento, pero no estaremos así para siempre. Viene el día cuando nos levantaremos y nos sacudiremos el polvo, y nos pondremos nuestras hermosas ropas. Es verdad que somos ahora como Israel en Canaán. La tierra de Canaán está llena de enemigos, pero los cananeos serán arrojados y tendrán que ser echados fuera. Amalec será eliminado; Agag será cortado en pedazos; nuestros enemigos serán dispersados, cada uno de ellos, y la tierra entera, desde Dan hasta Beerseba, será del Señor.
¡Cristianos, regocíjense! Pronto serán perfectos, pronto serán librados de pecado, pronto estarán totalmente libres de él, sin ninguna mala inclinación, sin ningún deseo perverso. Pronto serán tan puros como los ángeles en luz; no, más que éso, tendrán los vestidos de su Maestro puestos sobre ustedes, serán “santos como el Santo”. ¿Pueden imaginar eso? ¿Acaso el hecho de que han de ser perfectos no es la propia suma del cielo, el embeleso de la bienaventuranza y el soneto de las cumbres de los montes de gloria? Ninguna tentación puede alcanzarte proveniente del ojo, o del oído o de la mano; si la tentación pudiera alcanzarte tampoco serías dañado por ella, pues no habrá nada en ti que pudiera apuntalarla. Sería como cuando una chispa cae en el océano: tu santidad la apagaría en un instante. Sí, lavados en la sangre de Jesús, bautizados de nuevo con el Espíritu Santo, pronto han de caminar en las calles de oro, vestidos de blanco y con un corazón blanco, y perfectos como su Hacedor, estarán ante Su trono y cantarán Sus alabanzas por toda la eternidad.
¡Ahora, soldados de Cristo, a las armas de nuevo! Una vez más, apresúrense a la batalla, sabiendo que no pueden ser derrotados, sabiendo que han de vencer. Aunque languidezcan un poco, cobren ánimo, pues vencerán por medio de la sangre del Cordero.
Y ahora, desviándonos por un minuto, voy a concluir haciendo una o dos observaciones para muchos de los presentes. Hay algunas personas aquí que dicen: “yo no nunca me siento turbado de esa manera”. Entonces, lo siento por ti. Les diré la razón de su falsa paz. No poseen la gracia de Dios en sus corazones. Si la tuvieran, seguramente descubrirían este conflicto en su interior. No desprecien al cristiano por estar en el conflicto; despréciense a ustedes mismos por estar fuera de él. La razón por la cual el diablo los deja tranquilos es porque sabe que ustedes le pertenecen. No necesita preocuparlos ahora; tendrá el tiempo suficiente para darles su paga al final. Él asedia al cristiano porque tiene miedo de perderlo; piensa que si no lo molesta aquí, nunca tendrá la oportunidad de hacerlo en la eternidad; así que lo morderá, y le ladrará mientras pueda hacerlo. Esa es la razón por la cual el cristiano es vejado más que tú.
En cuanto a ti, es posible que estés sin ningún dolor, pues los muertos no sienten los golpes. Podrías muy bien no tener ningún remordimiento de conciencia, pues es muy improbable que los hombres corruptos sientan las heridas, aunque les asestes puñaladas desde la cabeza hasta los pies. Su condición me da lástima, pues el gusano que no muere se está preparando para alimentarse de ustedes; el eterno buitre del remordimiento remojará pronto su hórrido pico en la sangre de sus almas. Tiemblen, pues los fuegos del infierno están hirviendo y son inapagables, y el lugar de perdición es horrendo más allá del sueño de un loco. Oh, que pensaran en su fin último. El cristiano podría tener un mal presente, pero tendrá un glorioso futuro. Pero el futuro de ustedes es la oscuridad de las tinieblas para siempre. Imploro por el Dios vivo a ustedes, que no temen a Cristo, que consideren sus caminos. Ustedes y yo tenemos que rendir cuentas por el servicio de esta mañana. ¡Quedan advertidos, señores; quedan advertidos! Pongan mucha atención, para que no piensen que esta vida lo es todo. Hay un mundo venidero; está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y “después de esto el juicio”. Si no temen al Señor, habrá después del juicio, ira eterna y sempiterna miseria.
Y ahora, una palabra para quienes están buscando a Cristo. “¡Ah!”, -dirá alguien- “amigo, he buscado a Cristo, pero me siento peor de lo que fui jamás en mi vida. Antes de tener cualquier pensamiento acerca de Cristo, me sentía bueno, pero ahora me siento malo”. Está muy bien, amigo mío; me alegra oírte decir eso. Cuando los cirujanos curan la herida de un paciente, siempre se cuidan de extirpar la carnosidad, pues la curación no podría ser radical nunca si permaneciera la carnosidad. El Señor te está quitando la confianza en ti mismo y la justicia propia. Él está revelando, precisamente ahora, el cáncer letal que está haciendo estragos dentro de ti. Vas en el sendero seguro a recuperar tu salud, si fueras en camino de ser herido. Dios hiere antes de sanar; Él da muerte al hombre en su propia estima antes de revivirlo. “Ah”, -exclama alguien- “pero, ¿puedo yo esperar que seré librado alguna vez?” Sí, hermano mío, si miras a Cristo ahora. No me importan cuán graves sean tu pecado o tu desesperación de corazón; basta con que vuelvas tus ojos hacia Él, que sangró sobre el madero, y no solamente hay esperanza para ti, sino que hay una certeza de salvación.
Yo mismo, mientras meditaba sobre este tema, sentía el horror de una gran oscuridad que le sobrevino a mi espíritu, cuando pensaba en qué peligro me encontraba de ser derrotado, y no podía ver un rayo de luz en mi agobiado espíritu, hasta que volví mi mirada y vi a mi Señor clavado del madero. Vi la sangre que fluía todavía; la fe se asió del sacrificio y me dije: “Esta cruz es el instrumento de la victoria de Jesús, y será también el instrumento de la mía”. Miré a Su sangre; recordé que yo era victorioso en esa sangre, y me levanté de mis meditaciones, humillado, pero regocijándome; abatido, pero sin estar sumido en la desesperación; expectante de la victoria.
Haz lo mismo. “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”; cree éso. Tú eres un pecador despierto, consciente y penitente; por tanto, Él vino para salvarte. Cree en Su palabra; confía en Él. No hagas nada para tu salvación por ti mismo, antes bien confía en que Él lo hará. Arrójate simple y únicamente en Él y, como esta Biblia es veraz, no encontrarás que la promesa te falle: “el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá”.
¡Que Dios les ayude dándoles esta nueva vida interior! Que los ayude a mirar a Jesús, y aunque el conflicto sea prolongado y duro, la victoria será dulce.
Traductor: Allan Román
12/Junio/2010
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