SERMÓN #202 – La Conversión de Saulo de Tarso – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 23, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon202.html


“Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”
Hechos 26:14

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¡Cuán maravillosa es la condescendencia que indujo al Salvador a fijarse en un ser despreciable como Saulo! Entronizado en los altos cielos, en medio de las melodías eternas de los redimidos, y de los seráficos sonetos de los querubines y de todas las huestes angélicas, es extraño que el Salvador se inclinara desde Su dignidad para hablarle a un perseguidor. Ocupado como está, tanto de día como de noche, en argumentar la causa de Su propia iglesia delante del trono de Su Padre, únicamente la condescendencia le llevó, por decirlo así, a suspender Su intercesión para hablar personalmente con uno que había jurado ser Su enemigo. Y, ¡qué admirable gracia movió al corazón del Salvador a buscar a un hombre como Saulo, que había proferido amenazas en contra de Su iglesia! ¿Acaso no había encerrado a hombres y mujeres en la prisión? ¿Acaso no los había forzado a blasfemar el nombre de Jesucristo en cada sinagoga? ¡Y ahora el propio Jesús interviene para que Saulo entre en razón! Ah, si hubiese sido una centella la que vibró en su prisa para alcanzar el corazón del hombre, no nos habríamos sorprendido. O si los labios fruncidos del Salvador hubiesen pronunciado una maldición, no nos habríamos asombrado. ¿Acaso Él mismo no había maldecido en vida al perseguidor? ¿No había dicho: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”? Pero ahora el hombre que fue maldecido con ese lenguaje, iba a ser bendecido por el mismo a quien había perseguido; y aunque sus manos estaban manchadas con sangre, y ahora llevaba la comisión en sus manos de encerrar a otros en la prisión, y aunque había cuidado las ropas de quienes habían apedreado a Esteban, a pesar de todo ello, el Señor, el Rey del cielo, se dignó hablar personalmente desde los más altos cielos para llevarlo a sentir la necesidad de un Salvador, y para hacerlo partícipe de la fe preciosa.

Yo afirmo que esta es una maravillosa condescendencia y una gracia incomparable. Pero, amados, cuando recordamos el carácter del Salvador, no debería sorprendernos que hiciera eso, pues ha hecho cosas mayores. ¿Acaso no abandonó los tronos estrellados del cielo, y descendió a la tierra para sufrir, desangrarse y morir? Cuando pienso en el pesebre de Belén, en el cruel huerto de Getsemaní, y en el aún más vergonzoso Calvario, no me sorprende que el Salvador haga cualquier acto de gracia o de condescendencia. Habiendo hecho todo eso, ¿qué podría ser más grande? Si bajó del cielo al hades, ¿qué mayor condescendencia podría realizar? Si Su propio trono permaneció vacío, si se despojó de Su propia corona, si Su Deidad debía ser velada por la carne, y los esplendores de Su Deidad fueron vestidos con los harapos de la humanidad, ¿qué nos sorprende, pregunto, que haya condescendido a hablar con Saulo de Tarso, para atraer su corazón a Él?

Amados, algunos de nosotros no nos sorprendemos tampoco, pues aunque no hemos recibido mayor gracia que el propio apóstol, tampoco hemos recibido menor gracia que él. El Salvador no habló con nosotros desde el cielo con una voz audible para otros, pero habló con una voz que nuestra conciencia oyó. No estábamos sedientos de sangre, puede ser, en contra de Sus hijos, pero habíamos cometido pecados negros y atroces. Sin embargo, Él nos detuvo. No se contentó con cortejarnos ni con amenazarnos, ni se contentó con enviarnos a Sus ministros para que nos dieran Su palabra de advertencia sobre nuestros deberes, sino que quiso venir Él mismo.

Y ustedes y yo, amados, que hemos experimentado esta gracia, podemos decir que fue un amor incomparable el que salvó a Pablo, pero no un amor único; pues Él nos salvó también, y nos ha hecho partícipes de la misma gracia.

Hoy tengo la intención de dirigirme especialmente a aquellos que no tienen temor del Señor Jesucristo, sino que al contrario, se le oponen. Estoy muy seguro que no hay nadie aquí que llegue al punto de desear revivir la vieja persecución de la iglesia. No creo que haya algún inglés, independientemente de cuánto pueda odiar la religión, que desee ver otra vez la hoguera de Smithfield, con su pira consumiendo a los santos. Pueden haber algunos que los odien con igual intensidad, pero aún así, no de aquella manera; el sentido común de nuestra época se opone a la horca, a la espada y al calabozo. Los hijos de Dios, al menos en este país, están libres de cualquier persecución política de ese tipo; pero es altamente probable que haya algunas personas aquí presentes, que hacen todo lo posible, y se esfuerzan al máximo, para provocar a ira al Señor, oponiéndose a Su causa. Tal vez ustedes puedan reconocerse si los describo. Raras veces asisten a la casa de Dios; de hecho sienten desprecio por todas las reuniones de los justos; tienen un concepto que todos los santos son unos hipócritas, que todos los que profesan la fe son falsos, y no se avergüenzan de decirlo. Sin embargo, tienen una esposa, y esa esposa suya ha quedado impresionada por las voces del ministerio; a ella le encanta ir a la casa de Dios, y únicamente el cielo y su corazón saben cuánto dolor y cuánta agonía mental han provocado en ella. ¡Cuán a menudo la han vituperado y se han burlado de ella por causa de su profesión de fe! No pueden negar que se ha vuelto una mujer mejor por su fe; se ven obligados a confesar que aunque ella no pueda acompañarlos en todas sus diversiones y juergas, hasta donde es posible, es una esposa amorosa y afectiva con ustedes. Si alguien pretendiera encontrarle algún defecto, ustedes defenderían su carácter con hombría; pero odian su religión y recientemente han amenazado con encerrarla el día domingo. Le dicen que es imposible que compartan la casa con ella si visita la casa de Dios. Además, tienen un pequeña hija; no objetaban que ese niña asistiera a la escuela dominical, pues eso la ponía fuera de su camino el día domingo, cuando fumaban su pipa en mangas de camisa; decían que no querían que sus hijos los molestaran, y por tanto se alegraban de enviarlos a la escuela dominical; pero el corazón de esa niña fue tocado, y no pueden evitar comprobar que la religión de Cristo está en su corazón, y eso no les gusta para nada. Aman a la niña, pero darían cualquier cosa para que esa niña no fuera lo que es; darían cualquier cosa por apagar cualquier chispa de religión en ella.

Tal vez puedo describirlos con otro caso. Tú eres un patrón. Ocupas una posición respetable. Tienes a muchos hombres bajo tu cargo, y no puedes soportar que alguno de ellos haga una profesión de religión. Otros patrones que ustedes conocen han dicho a sus hombres: “hazle como quieras, en tanto que seas un buen siervo, no me interesan tus convicciones religiosas.” Pero, tal vez, tú eres más bien lo opuesto; aunque no despedirías a nadie por causa de su religión, de vez en cuando haces a tu obrero objeto de tu escarnio, y si le descubres alguna pequeña falla, dices: “¡ah!, esa es culpa de tu religión. Yo supongo que aprendiste eso en la capilla.” Y afliges el alma del pobre hombre, mientras él se esfuerza lo más posible por cumplir su deber para contigo.

O, tal vez eres un joven empleado en una bodega o taller, y uno de tus colegas recientemente se ha entregado a la religión; se le encuentra orando de rodillas, y cómo te has divertido con él, ¿no es cierto? Tú y otros amigos se han juntado como una jauría de sabuesos tras una pobre liebre, y siendo él una persona más bien tímida, tal vez no responda nada, o si habla, las lágrimas inundan sus ojos, porque han herido su espíritu.

Ahora, este es exactamente el mismo espíritu que encendió los tizones de antaño. Que torturó al santo sobre el potro de tormento. Que desmenuzó su cuerpo y que lo envió, errante, vestido con pieles de ovejas y con pieles de cabras. Si no he descrito con precisión su carácter todavía, podría hacerlo antes de haber concluido. Deseo dirigirme en particular a aquellos que, de palabra o de obra o de cualquier otra manera, persiguen a los hijos de Dios; o si no les gusta una palabra tan dura como “perseguir,” entonces que se ríen de ellos, que se les oponen, y que se esfuerzan por poner un fin a la buena obra que se está desarrollando en sus corazones.

En el nombre de Cristo, en primer lugar, voy a hacerles la pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” En segundo lugar, en el nombre de Cristo, voy a reconvenirles: “dura cosa te es dar coces contra el aguijón;” y luego, si Dios bendice lo que se dice para conmover sus corazones, puede ser que el Señor les dé unas cuantas palabras de consuelo, como lo hizo con el apóstol Pablo, cuando le dijo: “Levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti.”

I. Entonces, en primer lugar, vamos a considerar que LA PREGUNTA QUE JESUCRISTO LE HIZO A PABLO DESDE EL CIELO, ha sido hecha a cada uno de ustedes en este día.

Primero, noten cuán personal fue la pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Cuando yo les predico, estoy obligado a dirigirme a todos ustedes como una asamblea. No es posible que yo, excepto en raras ocasiones, me dirija a alguien en particular, y que describa su carácter, aunque bajo la mano del Espíritu, eso a veces puede suceder; pero en general, estoy obligado a describir el carácter como un todo, y tratar con él en grupo. Pero no sucede así con nuestro Señor. Él no dijo desde el cielo: Saulo, ¿por qué me persigue la sinagoga? ¿Por qué los judíos odian mi religión?” No; fue más personal que eso: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues  a Mí?” Si hubiera sido hecha en términos generales, se habría desviado del corazón del apóstol; habría sido como una flecha que no dio en su blanco, rozando apenas la piel del hombre en cuyo corazón quería enterrarse; pero cuando vino personalmente: “¿por qué me persigues  a Mí?” no había forma de evadirla. Le pido al Señor que haga la pregunta personalmente a algunos de ustedes. Habrá muchas personas aquí presentes que han experimentado una predicación personal en sus almas. ¿Acaso no recuerdas, querido hermano en Cristo, cuando por primera vez te compungiste de corazón, cuán personal fue el predicador? Yo lo recuerdo muy bien. Me parecía que yo era la única persona en toda la capilla, como si una negra pared me rodeara y yo estuviera encerrado allí con el predicador, algo así como los prisioneros en la penitenciaría, cuando cada uno se sienta en un cubículo y no puede ver a nadie sino al capellán. Yo pensé que todo lo que decía iba dirigido a mí; estaba persuadido que alguien conocía mi carácter, y se lo había descrito al predicador y le había contado todo, y que me había seleccionado a mí personalmente. Vamos, pensé que había fijado sus ojos en mí, y tengo razones para creer que así lo hizo, pero aún así, dijo que no sabía nada de mí. Oh, que los hombres oyeran la palabra predicada, y que Dios los bendijera de tal manera mientras están oyendo, que sintieran que tiene una aplicación personal para sus corazones.

Pero noten de nuevo: el apóstol había recibido sólo alguna información en cuanto al perseguido. Si le hubiesen preguntado a quién perseguía, habría respondido: “a algunos pobres pescadores, que han estado proclamando a un impostor. Tengo la determinación de reprimirlos.” ¿Por qué, quiénes son ellos? “Son los más pobres del mundo. La propia escoria y el desperdicio de la sociedad. Si se tratase de príncipes o de reyes, tal vez les permitiríamos conservar su opinión; pero estos pobres, miserables e ignorantes individuos, no sé por qué se les deba permitir continuar con su apasionamiento. Deben ser perseguidos. Más aún, la mayoría de los que he estado persiguiendo, son mujeres: unas pobres criaturas ignorantes. ¿Qué derecho tienen esas personas de poner su criterio por encima del juicio de los sacerdotes? No tienen derecho a tener una opinión propia, y por tanto es muy correcto que yo los haga apartarse de sus insensatos errores.”

Pero vean bajo qué luz tan diferente Jesucristo hizo la pregunta. Él no pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué perseguiste a Esteban?” O, ¿por qué estás a punto de encerrar en la prisión a la gente de Damasco?” No. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Alguna vez pensaron en este tema bajo esta nueva luz? Ustedes tienen a un pobre hombre que trabaja para ustedes, que viste un saco de tela ordinaria. Es un don nadie. Podrían reírse de él. No se lo diría a nadie, o si lo hiciera, no serían obligados a dar cuentas del incidente, porque no es nadie. No se atreverían a reírse así de un duque o de un conde. Cuidarían mucho su comportamiento si estuviesen en la compañía de gente noble; pero debido a que este es un pobre hombre, se sienten con licencia para reírse de su religión. El individuo aquel con su saco de tela ordinaria es Jesucristo mismo. En cuanto lo han hecho a uno de estos Sus hermanos más pequeños, a Él se lo han hecho. ¿Se les ha ocurrido alguna vez el pensamiento que cuando se ríen de alguien, se están riendo, no de esa persona, sino de su Señor? Ya sea que lo hayan pensado o no, es una gran verdad, que Jesucristo recibe todas la injurias que son hechas a Su pueblo, como hechas contra Él mismo.

Tú encerraste a tu esposa la otra noche porque frecuenta la casa de Dios, ¿no es cierto? Cuando estuvo allí encerrada, temblando por el aire frío de la medianoche, suplicándote que la dejaras entrar, si tus ojos hubiesen estado muy abiertos, habrían visto al Señor de vida y gloria temblando allí, que te podría haber dicho: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y entonces habrías comprendido que es un pecado mucho más grave del que imaginaste que era. Te reíste de la niña el otro día, porque cantaba un himno simple y evidentemente lo cantaba desde el fondo de su corazón. ¿Sabías acaso, (o si no lo sabías, deberías saberlo ahora), sabías acaso, que te estabas riendo de Cristo? ¿Sabías que cuando te burlaste de ella, te estabas burlando de su Señor, y que Jesucristo registró esa risa en Su gran libro, como una ofensa hecha a Su persona? “¿Por qué me sigues?” Si pudieras ver a Cristo entronizado en el cielo, reinando allí en los esplendores de Su majestad, ¿te reirías de Él? Si pudieras verle sentado en Su grandioso trono viniendo para juzgar al mundo, ¿te reirías de Él? ¡Oh!, así como todos lo ríos van a dar al mar, así todos los riachuelos de las iglesias sufrientes corren a Cristo. Si las nubes están llenas de lluvia, se vacían sobre la tierra; y si el corazón del cristiano está lleno de dolores, se vuelca en el pecho de Jesús. Jesús es el grandioso depósito de todas las aflicciones de Su pueblo, y cuando te ríes de Su pueblo, ayudas a llenar ese depósito hasta el borde; y un día estallará en la furia de su poder y las aguas te barrerán, y el cimiento de arena sobre el que está construida tu casa, cederá, y luego, ¿qué harás cuando estés delante del rostro de Aquel de quien te has burlado, y cuyo nombre has despreciado?

Vamos a volver a hacer la pregunta desde otra perspectiva. Es muy razonable, y requiere de una repuesta. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? “Saulo,” pudo haber preguntado el Señor, “¿qué hice que te molestó? Cuando estuve en la tierra, ¿dije alguna palabra contra tu carácter, dañé tu reputación, lesioné tu persona, alguna vez te afligí, dije alguna vez alguna palabra en tu contra? ¿Qué daño te he hecho? ¿Por qué tienes tanta inquina contra Mí? Si hubiese sido tu peor enemigo, y te hubiera escupido en tu cara, no podrías estar más enojado conmigo que ahora. Pero, ¿por qué, hombre, estarías enojado en contra de quien no te ha hecho ningún daño, que no te ha causado nunca un disgusto? ¡Oh!, ¿por qué me persigues? ¿Acaso hay algo en mi carácter que lo merezca? ¿No fui puro, y santo, y diferente de los pecadores? ¿No anduve haciendo el bien? Resucité a los muertos. Sané a los leprosos. Di de comer a los hambrientos. Vestí a los desnudos. ¿Por cuál de todas estas obras me odias? ¿Por qué me persigues?”

La pregunta está igualmente dirigida a ti el día de hoy. ¡Ah!, hombre, ¿por qué persigues a Cristo? Él te hace la pregunta. ¿Qué daño te ha hecho? ¿Te ha despojado Cristo alguna vez, te ha robado, te ha lesionado de alguna manera? ¿Acaso Su Evangelio te ha quitado, de algún modo, los consuelos de la vida, o te ha causado algún daño? No te atreverías a decir eso. Si se tratara del mormonismo de Joe Smith, no me sorprendería que lo persiguieras, aunque no tendrías derecho de hacer incluso eso, pues podría despojarte de tu querida esposa. Si se tratara de un sistema inmundo y lascivo que minara los cimientos de la sociedad, podrías considerarte con el derecho de perseguirlo. Pero, ¿enseñó Cristo alguna vez a Sus discípulos que te robaran, que te engañaran, o que te maldijeran? ¿Acaso Su doctrina no enseña precisamente lo contrario, y acaso no son Sus seguidores, cuando son fieles a su Señor y a ellos mismos, exactamente lo contrario de esto? ¿Por qué odiar a un hombre que no te ha causado ningún daño? ¿Por qué odiar una religión que no interfiere contigo? Si tú mismo no sigues a Cristo, ¿en qué te afecta que otros lo sigan? Tú dices que afecta a tu familia; demuéstralo, amigo. ¿Ha afectado a tu esposa? ¿Acaso te ama menos que antes? ¿Es acaso menos obediente? No te atreverías a decir eso. ¿Ha afectado a tu hijo? ¿Es tu hijo menos reverente contigo porque ahora teme a Dios? ¿Es menos afectuoso contigo porque ama a su Redentor más que a nadie? ¿En qué les ha causado algún daño Cristo? Él los ha alimentado con las mercedes de Su providencia. Los vestidos que llevan el día de hoy son los dones de Su munificencia. Él ha preservado para ustedes el aire que respiran y, ¿le maldecirán por ello?

No fue sino recientemente que un ángel vengador tomó el hacha para cortar la higuera, y Dios dijo: “Córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra?” Y vino Jesús y puso Su mano sobre el brazo del ángel, y dijo: “Déjala, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone.” Él salvó tu vida, y tú le maldices por esto. Tú blasfemas en Su contra porque te salvó la vida, y gastas el aliento que Su propia gracia te ha dado, maldiciendo al Dios que te ha permitido respirar. No tienes idea de cuántos peligros te ha protegido Cristo en Su providencia. No podrías calcular las numerosas misericordias que son derramadas en tu regazo cada hora, pero que tú no ves. Y, sin embargo, maldices al Salvador por misericordias innumerables, por la gracia que tu iniquidad no podrá detener, por un amor que no podrá ser vencido por tus injurias. ¿Por todo eso le maldices? ¡Cuánta vil ingratitud! De verdad le has odiado sin causa y le has perseguido, aunque Él te ha amado, y no te ha causado ningún daño.

Pero permítanme presentarles una vez más un cuadro del Señor, y creo que nunca, nuca lo perseguirán otra vez, si sólo le pudieran ver. Oh, si sólo vieran al Señor Jesús, le amarían. Si sólo conocieran Su valor ¡no podrían odiarle! Él fue más hermoso que todos los hijos de los hombres. La persuasión moraba en sus labios, como si todas las abejas de la elocuencia hubiesen traído su miel allí, e hicieran de Su boca un panal. Él habló, y de tal manera habló, que si un león le hubiera escuchado, se habría echado y le habría lamido Sus pies. ¡Oh, cuán amable fue Él en Su ternura! Recuerden Su oración cuando el hierro traspasaba Su mano: “Padre, perdónalos.” Durante toda Su vida nunca le oyeron decir una palabra airada contra quienes le perseguían. Él fue ultrajado, pero no devolvió el ultraje. Aun cuando fue llevado como cordero al matadero, enmudeció delante de Sus trasquiladores, y no abrió Su boca. Pero aunque fue más hermoso que los hijos de los hombres, tanto en Su persona como en Su carácter, fue sin embargo Varón de Dolores. La aflicción aró Su rostro con sus surcos más profundos. Sus mejillas fueron hundidas por la agonía. Ayunó muchos días, y a menudo sufrió de sed. Trabajaba arduamente de la mañana a la noche; luego pasaba toda la noche en oración; luego se levantaba de nuevo para trabajar, (y todo esto sin recibir recompensa), sin esperar obtener nada de nadie. No tenía una casa, ni hogar, ni oro, ni plata. Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos, mas Él, el Hijo del Hombre, no tenía dónde recostar Su cabeza. Él fue un hombre perseguido, acosado por Sus enemigos de un lugar a otro, sin un amigo que le ayudara. Oh, si le hubiesen visto; si hubiesen visto Su hermosura y Su miseria unidas, si hubiesen visto Su amabilidad frente a la crueldad de Sus enemigos, sus corazones se habrían derretido. Ustedes habrían dicho: “¡No, Jesús, yo no puedo perseguirte! No, yo me pondré entre Tú y la quemante luz del sol. Si no puedo ser Tu discípulo, de todas formas no seré Tu oponente. Si este manto puede abrigarte en Tus contiendas de medianoche, helo aquí; y si este balde puede sacar agua para Ti del pozo, lo voy a bajar, y tendrás suficiente agua; pues si no te amo, puesto que Tú eres tan pobre, tan triste, y tan bueno, no puedo odiarte. ¡No, no voy a perseguirte!” Pero aunque tengo la seguridad de que, si vieran a Cristo, le dirían esto, sin embargo ustedes realmente le han perseguido en Sus discípulos, en los miembros de Su cuerpo espiritual, y por lo tanto, les hago la pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Que Dios les ayude a responder a esa pregunta, y la respuesta será vergüenza y confusión de rostro.

II. Esto me lleva al segundo punto: LA RECONVENCIÓN. “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.” Hay una figura aquí. Hay una alusión a la aguijada usada con los bueyes. Cuando el buey es enyugado para el arado, si no se mueve con la rapidez deseada, el labrador lo pincha con una vara larga que tiene una punta de hierro. Muchas veces, tan pronto el buey siente el puyazo, en vez de continuar, da coces tan fuertes como puede. Da coces contra el aguijón, haciendo que el hierro se introduzca en su propia pata. Por supuesto que el labrador que lo guía mantiene su aguijada en el mismo sitio, y entre más frecuentemente patea el buey, más herido resulta. Pero debe continuar. Está en manos del hombre que debe gobernar a la bestia y lo hará. Es su propia opción dar coces las veces que quiera, pues no le hace ningún daño al que lo conduce, sino sólo a sí mismo. Verán que hay mucha belleza en esta figura, si la desmenuzo y les hago una pregunta o dos.

Dura cosa te es dar coces contra el aguijón: pues, en primer lugar, no cumples tu propósito. Cuando el buey da coces contra el aguijón, es para mostrar resentimiento hacia labrador por haberle incitado a seguir adelante; pero en vez de herir al labrador, se hiere a sí mismo. Y cuando tú has perseguido a Cristo para detener el progreso de Su Evangelio, déjame preguntarte, ¿lo has detenido del todo? No; ni diez mil como tú serían capaces de detener el poderoso impulso hacia adelante de las huestes de los elegidos de Dios. Si tú crees, oh hombre, que puedes detener el progreso de la iglesia de Cristo, ¡anda y primero encierra a las dulces influencias de las Pléyades, y ordena al globo terráqueo que se quede quieto y que no gire alrededor de esas hermosas estrellas! Ve y párate frente a los vientos y ordénales que cesen de aullar, y ponte al borde de un remoto farallón, y ordénale al rugiente mar que retroceda cuando la marea está marchando hacia la costa; y cuando hayas detenido al universo, cuando el sol, la luna y las estrellas hayan obedecido a tu mandato, cuando el océano te hubiese escuchado y obedecido, entonces puedes salir y detener el progreso omnipotente de la iglesia de Cristo. Pero no podrás hacerlo. “Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas.” Pero, ¿qué dijo el Omnipotente? Ni siquiera se levantó para combatir con ellos. “El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira. Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte.” A la iglesia no le importa todo el ruido del mundo. “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza.”

Ah, como no has prevalecido contra los ejércitos, ¿acaso piensas tú, oh hombre insignificante, que en un combate de uno a uno, sí serás capaz de conquistar? Tu deseo puede ser lo suficientemente fuerte, pero ese deseo no se verá cumplido nunca. Puedes desearlo ansiosamente, pero jamás lo lograrás. Pero incluso considerado como un asunto personal: ¿has tenido éxito alguna vez en detener la obra de gracia en el corazón de alguien? Te has reído de tu esposa para que renuncie a su profesión, pero si ella realmente es convertida, nunca te reirás lo suficiente para hacerla desistir. Tal vez has tratado de vejar a tu pequeño niño; pero si la gracia está en ese niño, te reto a ti y a tu señor el diablo que ahuyenten esa gracia. Ay, jovencito, tú te podrás reír de tu compañero de trabajo, pero él te vencerá en el largo plazo. Algunas veces podrá avergonzarse, pero no lo harás cambiar. Si fuera un hipócrita, lo lograrías, y entonces no habría mayor pérdida; pero si es un verdadero soldado de Cristo, puede soportar mucho más que la risa de un ser cabeza hueca como tú. No debes ni por un momento adularte pensando que te tendrá miedo. Él tendrá que soportar un bautismo de sufrimiento mayor que ese, y no se acobardará por la primera lluvia de tu pobre insensatez maliciosa y digna de compasión.

Y en cuanto a ti, amigo comerciante, puedes perseguir a tu empleado, pero comprueba que no lo obligarás a ceder. Vamos, conozco a un hombre cuyo jefe había intentado arduamente obligarlo a que actuara en contra de su conciencia; pero él dijo: “no, señor.” Y el jefe pensó, “bien, él es un siervo muy valioso; pero lo voy a obligar si puedo.” Así que lo amenazó diciéndole que si no hacía conforme él quería, lo despediría del trabajo. El hombre dependía de ese trabajo, y no sabía qué haría para ganar su sustento diario. Pero le respondió de inmediato con honestidad a su jefe: “señor, yo no tengo ninguna otra opción; lamentaría mucho tener que dejarlo, pues he estado muy contento con usted, pero si llegamos a eso, señor, prefiero morirme de hambre que doblegar mi conciencia ante nadie.” El empleado se fue, y el jefe tuvo que salir corriendo tras él para traerlo de regreso. Y lo mismo sucederá en cada caso. Basta que los cristianos sean fieles, y saldrán airosos. Dura cosa es dar coces contra ellos; no puedes hacerles daño. Ellos vencerán, serán conquistadores por medio de Aquel que los ha amado.

Pero hay otra manera de expresarlo. Cuando el buey da coces contra el aguijón, no obtiene ningún bien con ello. Puede patear lo que quiera, pero no se beneficia haciéndolo. Si el buey se detiene y arranca una hoja de hierba, o un poco de heno, vamos, entonces sería sabio, tal vez, al quedarse quieto; pero quedarse quieto para recibir un puyazo y dar coces, simplemente para que el hierro se meta en su carne, es algo más bien insensato.

Ahora, yo te pregunto, ¿qué has ganado al oponerte a Cristo? Supón que dices que no te gusta la religión. ¿Qué ganas al odiarla? Yo te diré qué ganas. Ganas esos ojos rojos con los que amaneces algunas veces los lunes por la mañana, después de tu borrachera del domingo por la noche. Te diré qué ganas, jovencito. Has ganado esa constitución quebrantada, que, aun si ahora la has orientado a los caminos de la virtud, permanecerá contigo hasta que la dejes en tu tumba. ¿Qué has ganado? Vamos, hay algunos de ustedes que podrían haber sido miembros respetables de la sociedad, pero que ahora tienen ese sombrero roto, ese viejo traje raído, esa descuidada expresión etílica, y ese carácter del que te quisieras despojar y abandonar, pues no es bueno para ti. Eso es lo que has ganado oponiéndote a Cristo.

¿Qué has ganado al oponerte a Él? Pues bien, una casa sin muebles, pues por tus borracheras has tenido que vender todo lo valioso que poseías. Tus hijos visten harapos, y tu esposa vive en la miseria, y tu hija mayor, tal vez, se ha entregado a la vergüenza, y tu hijo se levanta para maldecir al Salvador, como tú mismo lo has hecho. ¡Lo que has ganado por oponerte a Cristo! ¿Qué hombre en todo el mundo ganó algo alguna vez por oponérsele? Hay una gran pérdida experimentada, pero en cuanto a alguna ganancia, no hay nada parecido a eso.

Pero tú afirmas que, aunque te has opuesto a Cristo, todavía eres moral. Otra vez te voy a preguntar: ¿Has ganado algo, aun así, por oponerte a Cristo? ¿Piensas que tu familia es más feliz por ello? ¿Te ha hecho un poco más feliz a ti? ¿Sientes que después que te has reído de tu esposa, o de tu hijo, o de tu empleado, puedes dormir más tranquilamente? ¿Consideras que eso será algo que aquietará tu conciencia cuando se aproxime la hora tu muerte? Recuerda que morirás; y, ¿piensas que cuando estés agonizando, te proporcionará algún consuelo pensar que hiciste lo mejor que pudiste para destruir las almas de otras personas? No, debes confesar que es un pobre juego. No te estás beneficiando por ello, pero tú mismo te estás haciendo mucho daño. Ah, borracho, prosigue con tu borrachera, y recuerda que cada episodio alcohólico deja una plaga tras de sí, que tendrás que resentir algún día. Es placentero pecar hoy, pero no será placentero cortar su cosecha mañana; las semillas del pecado son dulces cuando las sembramos, pero el fruto es aterradoramente amargo cuando lo almacenamos al final. El vino del pecado sabe dulce cuando lo tragamos, pero es hiel y vinagre en las entrañas. Tengan cuidado, ustedes que odian a Cristo y se oponen a Su Evangelio, pues tan ciertamente como el Señor Jesucristo es el Hijo de Dios, y Su religión es verdadera, ustedes están apilando sobre su cabeza un cargamento de males, en vez de obtener algún bien. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”

Pero independientemente de las coces que dé, el buey tiene que seguir adelante. Hemos visto a un caballo que se queda quieto en la calle, y el conductor, que no le tenía mucha paciencia, lo ha azotado tanto, que nos hemos preguntado cómo el pobre caballo puede quedarse quieto bajo tal andanada de golpes; pero hemos observado que al fin, el caballo es obligado a continuar, y nos preguntamos: ¿qué ganó quedándose quieto? Lo mismo sucede con ustedes. Si el Señor quiere convertirte en un cristiano, puedes dar coces contra el cristianismo, pero Él te tendrá finalmente. Si Jesucristo quiere tu salvación, podrás maldecirle, pero Él hará que prediques Su Evangelio algún día, si quiere que lo hagas. Ah, si Cristo hubiera querido, Voltaire, quien lo maldijo, habría podido ser un segundo apóstol Pablo. No habría podido resistir a la gracia soberana, si Cristo lo hubiera determinado así. Si alguien le hubiera dicho al apóstol Pablo cuando iba camino de Damasco, que un día se convertiría en un predicador del cristianismo, sin duda se habría reído de eso como de una tontería sin sentido; pero el Señor tenía la llave de su voluntad, y Él la manejó como quiso. Y así sucederá contigo, si Él ha decidido que seas uno de Sus seguidores:

“Si, como el eterno mandato reza,
La gracia todopoderosa conquista a ese hombre,”

La gracia todopoderosa te conquistará y el más sangriento de los perseguidores será convertido en el más valeroso de los santos. Entonces, ¿por qué me persigues? Tal vez estás despreciando al mismo Salvador que un día amarás; estás tratando de derrumbar la misma casa que un día tratarás de construir. Tal vez estás persiguiendo a los hombres que llamarás tus hermanos y hermanas. Es siempre recomendable que un hombre no llegue tan lejos, que luego no pueda regresar respetablemente. Entonces no vayan tan lejos en su oposición a Cristo, pues en cualquier momento puede ser que estés muy contento de encorvarte a Sus pies. Pero tenemos esta triste reflexión: si Cristo no te salva, tú debes continuar. Tú podrás dar coces contra el aguijón, pero no te podrás ir de Sus dominios; podrás dar coces contra Cristo, pero no puedes quitarlo de Su trono; no puedes arrastrarlo fuera del cielo. Podrás dar coces contra Él, pero no podrás impedir que te condene al final. Te podrás reír de Él, pero con tus risas no podrás evitar el día del juicio. Podrás mofarte de la religión, pero todas tus burlas no podrán eliminarla. Podrás burlarte del cielo; pero todas tus mofas no acallarán ni una sola nota de las arpas de los redimidos. No, es lo mismo con coces que sin coces; no hay ninguna diferencia excepto para ti mismo. Oh, cuán insensato debes ser, puesto que perseveras en una rebelión que es dañina únicamente para tu propia alma. Esa rebelión no le causa ningún daño a Él, a quien tú odias, pero, si Él quisiera, podría detenerla, y si no la detiene, puede vengarla y la vengará.

III. Y ahora concluyo dirigiéndome a ciertas personas, cuyos corazones ya han sido tocados. ¿Sientes esta mañana tu necesidad de un Salvador? ¿Estás consciente de tu culpa por haberte opuesto a Él, y te ha dado el Espíritu Santo la voluntad de confesar tus pecados? ¿Estás clamando: “Dios, sé propicio a mí, pecador”? Entonces tengo BUENAS NOTICIAS para ti. Pablo, que perseguía a Cristo, fue perdonado. Él dice que era el primero de los pecadores, pero obtuvo misericordia. Tú también la obtendrás. Es más, Pablo no sólo obtuvo misericordia, también obtuvo honor. Fe llamado a ser un honroso ministro del Evangelio de Cristo, y tú puedes serlo también. Sí, si te arrepientes, Cristo puede usarte para atraer a otros. Me sorprende cuando veo cuántos de los peores pecadores se han convertido en hombres utilizados por el Señor. ¿Ves allá a John Bunyan? Está maldiciendo a Dios. Sube al campanario y toca la campana el día domingo, porque le gusta hacerlo, pero cuando la iglesia está abierta, él está practicando el juego de bolos sobre el pasto. Allí está en la barra de la cantina: nadie se ríe más fuerte que John Bunyan. Algunas personas se dirigen a la iglesia; nadie los maldice tanto como John. Él es el cabecilla en todo vicio. Si hay un gallinero que robar, John es su hombre. Si hay alguna iniquidad por hacer, si se hizo algún mal en la parroquia, no necesitas adivinar dos veces, John Bunyan está detrás de eso. Pero, ¿quién es aquel que enfrenta un juicio ante el magistrado? ¿A quién acabo de oír hace unos instantes, diciendo: “Si me permite salir de la prisión hoy, voy a predicar el Evangelio mañana, con la ayuda de Dios”? ¿Quién fue el que estuvo encerrado doce años en la prisión, y cuando le dijeron que podía salir si prometía que no iba a predicar, replicó: “No, voy a quedarme aquí hasta que el moho crezca sobre mis párpados, pero debo predicar y voy a predicar el Evangelio de Dios tan pronto como alcance mi libertad”? Pues ese es John Bunyan, el mismo hombre que maldijo a Cristo el otro día. Un cabecilla del vicio se ha convertido en el soñador glorioso, en el propio líder de los ejércitos de Dios. Mira lo que Dios hizo por él, y lo que Dios hizo por él, lo hará por ti, si te arrepientes ahora y buscas la misericordia de Dios en Cristo Jesús.

“Él puede hacerlo, Él quiere hacerlo, no dudes más.”

¡Oh!, confío en que me estoy dirigiendo a personas que han odiado a Dios, pero que son, sin embargo, los elegidos de Dios; que le han despreciado, pero que son comprados con sangre; que han dado coces contra el aguijón, pero que la gracia todopoderosa sacará adelante. Hay algunas personas, no lo dudo, que han maldecido a Dios en Su cara, pero que algún día cantarán aleluyas delante de Su trono; algunos que se han entregado a lujurias bestiales, que un día vestirán sus ropas blancas, y correrán sus dedos por las cuerdas de las arpas de oro de los espíritus glorificados en el cielo. ¡Qué felicidad es tener tal Evangelio para predicarlo a tales pecadores! Cristo es predicado al perseguidor. Ven a Jesús a Quien has perseguido.

“Ven, y sé bienvenido, pecador, ven.”

Y ahora, aguántenme un momento para dirigirme a ustedes otra vez. Me mira a la cara la probabilidad de tener muy pocas oportunidades más, de dirigirme a ustedes sobre temas que conciernen a sus almas. Mi querido lector, no voy a atribuirme nada, sino sólo esto: “No he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios,” y tengo por testigo a Dios con cuántos suspiros, y lágrimas, y oraciones he trabajado para su bien. Miles han sido llamados, así lo creo, de este lugar; entre ustedes, a los que estoy viendo, hay un gran número de personas convertidas; de acuerdo a su propio testimonio han tenido un cambio completo, y ya no son ahora lo que antes eran. Pero estoy consciente de este hecho, que hay muchos de ustedes que han asistido aquí, ya casi cerca de dos años, que siguen siendo lo mismo que antes eran. Hay algunos de ustedes cuyos corazones no han sido tocados. Algunas veces lloran, pero sus vidas no han sido cambiadas todavía; todavía se encuentran en “hiel de amargura y en prisión de maldad.”

Bien, señores, si no me volviera a dirigir a ustedes de nuevo, hay un favor que les pido. Si no se vuelven a Dios, si están resueltos a perderse, si no quieren oír mi reproche ni volverse a mi exhortación, sólo les pido este favor; por lo menos déjenme saber, y permítanme tener esta confianza, que estoy libre de su sangre. Creo que deben confesar eso. No he rehuido predicar del infierno con todos sus horrores, hasta el punto que se han reído de mí, como si siempre predicara al respecto. No he rehuido predicar sobre los temas más dulces y agradables del Evangelio, hasta el punto que he llegado a temer que mi predicación se hubiera vuelto afeminada, en vez de retener el masculino vigor de un Boanerges. No he evitado predicar de la ley; ese grandioso mandamiento ha sonado en sus oídos: “Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo.” Nunca he temido a los grandes, ni he buscado sus sonrisas; he reprendido a la nobleza como reprendería al campesino, y a cada uno de ustedes a tiempo les he dado su ración. Yo creo que al menos esto se puede decir de mí: “Aquí está uno que no ha temido jamás el rostro de un hombre,” y espero no temerlo nunca. En medio de los ultrajes, y de los reproches, y de las críticas, he buscado ser fiel a ustedes y a mi Dios. Si a pesar de eso son condenados, permítanme tener esto como una consolación por su miseria, cuando piense en ese aterrador pensamiento: que no han sido condenados por no haber sido llamados; no han sido condenados por falta de que se llorara por ustedes, y no han sido condenados, permítanme agregar, por falta de oraciones por ustedes.

En el nombre de Aquel que juzgará a los vivos y muertos de acuerdo a mi Evangelio, y que vendrá en la nubes del cielo, y por aquel temible día cuando los pilares de esta tierra sean conmovidos, y cuando los cielos se desplomen a sus oídos, por ese día cuando “Apartaos de mí, malditos,” o “Venid, benditos,” deba ser la terrible alternativa, los exhorto, guarden estas cosas en su corazón, y así como voy a enfrentar el rostro de mi Dios para rendir cuentas por mi honestidad para con ustedes, y por mi fidelidad para con Él, así recuerden, ustedes deberán comparecer en Su tribunal, para rendir cuentas de cómo oyeron y de cómo reaccionaron después de oír; y, ay de ustedes si, habiendo sido elevados con privilegios como Capernaum, sean abatidos como Sodoma y Gomorra, o más abajo que ellas, porque no se arrepintieron.

¡Oh, Señor! ¡Vuelve estos pecadores a ti; por Jesucristo, nuestro Señor! Amén.


Nota del traductor:

En su prefacio al Volumen 4 de sermones del Púlpito de la Capilla New Park Street, Spurgeon comenta que el sermón, La Conversión de Saulo de Tarso, “ha sido usado de la manera más notable para la conversión de los pecadores”. Añade: “yo valoro un sermón, no por la aprobación de los hombres, o la habilidad manifiesta en él, sino por el efecto producido cuando consuela al santo, y despierta al pecador. ¿Acaso no esta la regla práctica para valorar todo lo que se predica o que se escribe?” “Una fresca fuente de consuelo ha sido abierta para mí, por la información que recibo sobre la gran asistencia a las lecturas públicas de estas predicaciones impresas. En lugares solitarios, hay iglesias de Cristo cuyo único ministerio es encontrado en estas páginas, salvo cuando algún evangelista itinerante es guiado a predicar en medio de ellos. En las habitaciones de las apretujadas guaridas de la pobreza, estos sermones son leídos a cientos de personas, que escasamente entienden un lenguaje refinado. En las carreras, en las ferias, e incluso en las peregrinaciones de la Iglesia Católica Romana, estos sermones han sido utilizados por esforzados hermanos como un instrumento para alcanzar una audiencia al aire libre.”

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