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“Y dijo Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano.”
Éxodo 17: 9
Puedes descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #112 – La Lucha por la Verdad
Los hijos de Israel fueron sacados de Egipto con mano alzada y brazo fuerte. Fueron conducidos al vasto desierto ululante, donde habían muy escasas moradas permanentes de hombres. Por algún tiempo prosiguieron su marcha en la soledad, descubriendo pozos y algunos otros rastros de poblaciones nómadas, pero sin encontrar a nadie que turbara esa soledad. Pero da la impresión que entonces, como ahora, habían tribus errantes que, como los beduinos árabes, vagaban por aquí y por allá a través de toda la región en la que se encontraban los hijos de Israel en aquel momento. Esa gente, excitada por la esperanza de un botín, cayó súbitamente sobre la retaguardia de los hijos de Israel, hiriendo muy cobardemente a las filas postreras de sus huestes, se apropió del botín, y se batió velozmente en retirada. Cobrando fuerza y valor por este exitoso despojo, se atrevió luego a atacar al ejército de Israel en pleno, que en aquel tiempo debe haber constado de dos o tres millones de almas, que fueron sacadas fuera de Egipto y alimentadas milagrosamente en el desierto.
Esta vez Israel no fue sorprendido, pues Moisés había dicho a Josué: “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano,” suplicando a Dios, para que cada golpe dado con la espada fuera doblemente eficaz con la poderosa ayuda de Dios. Se nos informa que lograron una gran victoria. Los amalecitas fueron derrotados, y por causa de su inmotivado ataque contra los hijos de Israel, fueron condenados al exterminio. Encontramos que está escrito así: “Escribe esto para memoria en un libro, y dí a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación.”
Ahora, amados, esta escena de guerra no está registrada en la Escritura como una circunstancia interesante para divertir al amante de la historia, sino que está escrita para nuestra edificación. Recordamos el texto que dice: “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron.” Hay una enseñanza que se debe sacar de esto, y nosotros la consideramos una enseñanza especial, pues le agradó a Dios que este fuera el primer texto comandado por la autoridad Divina como un registro para las generaciones venideras. Pensamos que las jornadas de los hijos de Israel nos proporcionan muchos símbolos del caminar de la iglesia de Dios por el mundo; y creemos que esta pelea con Amalec es una metáfora y un símbolo de esa lucha diaria y constante que todo el pueblo de Dios debe sostener, contra los pecados externos y los pecados internos.
El día de hoy me limitaré especialmente al pecado externo; voy a hablar de la gran batalla que al momento presente se está librando por Dios y por Su verdad, en contra de los enemigos de la Cruz de Cristo. Intentaré, primero, hacer unos cuantos comentarios sobre la guerra en sí, luego vamos a considerar el método autorizado para la guerra, que es doble: golpes consistentes y oraciones consistentes, y luego concluiré alentando a la iglesia de Dios a una diligencia mayor y más celosa en la guerra por Dios y por Su verdad.
I. Entonces, en primer lugar, haremos unos comentarios sobre LA GRAN GUERRA que está tipificada por la lucha entre los hijos de Israel y Amalec.
Primero, noten que esta cruzada, esta lucha sagrada, esta guerra santa de la que hablo, no es contra hombres, sino contra Satanás y contra el error. “No tenemos lucha contra sangre y carne.” Los cristianos no están en guerra contra ningún hombre que camina sobre la tierra. Estamos en guerra contra la infidelidad, pero a los infieles los amamos y oramos por ellos; estamos en guerra contra cualquier herejía, pero no tenemos enemistad contra los herejes; nos oponemos y declaramos la guerra a muerte con todo lo que se oponga a Dios y a Su verdad: pero en relación a todo hombre procuraremos practicar la santa máxima: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen.” El soldado cristiano no tiene ni pistola ni espada, pues no pelea con hombres. Es contra las “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” que combate, y contra otros principados y potestades diferentes de los que se sientan en los tronos con cetros en sus manos.
He observado, sin embargo, que algunos cristianos (y es un sentimiento al cual estamos inclinados todos), son muy propensos a convertir la guerra de Cristo en una lucha de carne y sangre, en vez de que sea una contienda contra el error y la maldad espirituales. ¿Acaso no han notado nunca, en las controversias religiosas, cómo los hombres riñen entre sí, y hacen alusiones personales y se insultan mutuamente? ¿Qué es eso sino la consecuencia de olvidar que es la guerra de Cristo? No estamos luchando contra los hombres; estamos peleando en favor de los hombres más bien que contra ellos. Estamos combatiendo por Dios y Su verdad en contra del error y en contra del pecado; mas no en contra de los hombres. No toquen a las personas de los hombres, sino hieran su pecado con corazón decidido y brazo fuerte. Maten a los pequeños y a los grandes; que no sobreviva nada que sea contra Dios y Su verdad; pero no tenemos guerra contra las personas de los pobres hombres equivocados. Odiamos a Roma de la misma manera que aborrecemos el infierno, pero oramos siempre por sus fervientes partidarios. Denunciamos con fiereza a la idolatría y a la infidelidad, pero los hombres que se degradan con cualquiera de ellas no son objeto de nuestra ira, sino de nuestra piedad. No peleamos contra hombres, sino contra las cosas que consideramos falsas delante de Dios.
Debemos hacer siempre esa distinción, pues de lo contrario el conflicto con la iglesia de Cristo será degradado a una simple batalla de fuerza bruta y de ropa ensangrentada; y así el mundo será otra vez Acéldama: un campo de sangre. Este error es el que ha atado a los mártires a la hoguera y ha arrojado a los confesores a la prisión, porque sus oponentes no podían distinguir entre el error imaginario y el hombre. Al tiempo que hablaban con vigor contra el pretendido error, en su intolerancia sentían que debían también perseguir al hombre, cosa que no necesitaban hacer ni debían hacer. Nunca tendré miedo de expresar lo que pienso utilizando todas las palabras más sencillas que pueda juntar, y no temo decir cosas duras contra el diablo, ni contra lo que el diablo enseña; pero soy amigo de todo habitante de este ancho mundo, y no tengo enemistad con nadie ni por un momento, como no podría tenerla con un bebé que acaba de ser traído a este mundo. Debemos odiar al error, debemos aborrecer la falsedad; pero no debemos odiar a los hombres, pues la guerra de Dios es contra el pecado. Que Dios nos ayude siempre a hacer esa distinción.
Pero ahora observemos que la guerra que hace el cristiano (y podemos decírselo para alentarlo), es una guerra muy justa. En cualquier otro conflicto en que los hombres hayan participado, han habido dos opiniones: algunos han opinado que la guerra era justa, y otros han dicho que era injusta; pero en relación a la guerra sagrada en la que han estado involucrados todos los creyentes, ha habido una sola opinión entre los hombres de mente recta. Cuando el antiguo sacerdote estimulaba a los cruzados a la guerra, les hacía gritar Deus vult: es la voluntad de Dios. Y nosotros podemos decir lo mismo con mayor razón. Una guerra en contra de la falsedad, una guerra en contra del pecado, es una guerra de Dios; es una guerra estimulante para cualquier cristiano, pues está muy seguro que cuenta con el sello de la aprobación de Dios cuando va a la guerra contra los enemigos de Dios.
Amados, no dudamos de ninguna manera que cuando alzamos nuestras voces como una trompeta en contra del pecado, nuestra guerra es justificada por las leyes eternas de la justicia. ¡Que todas las guerras tuvieran una causa tan justa y verdadera, como la guerra que Dios peleó con Amalec: contra el pecado en el mundo!
Recordemos, además, que es una guerra de suma importancia. Se grita a veces en otras guerras: “¡Ingleses, luchen por lo que les pertenece y por sus hogares, por sus esposas y por sus hijos, combatan y repelan al enemigo!” Pero esta guerra no es meramente por proteger nuestras pertenencias y nuestros hogares, nuestras esposas y nuestros hijos, sino que es por algo más que todo eso. No es contra quienes matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer; sino que es una lucha por las almas, por la eternidad, contra quienes quieren arrojar al hombre a la perdición eterna. Es un combate por Dios, por la liberación de las almas de los hombres de la ira venidera. Es en verdad una guerra que debe ser comenzada, debe ser continuada y combatida en espíritu, por el ejército entero de los elegidos de Dios, sabiendo que ninguna guerra puede ser más importante. La salvación instrumental de los hombres es, por encima de todas las cosas, el objetivo más elevado que podremos alcanzar, y ahuyentar a los enemigos de la verdad es una victoria que sobrepasa todas las cosas deseables. La religión debe ser el cimiento de cada bendición que la sociedad espera gozar. Aunque le den poca importancia, la religión tiene mucho que ver con nuestra libertad, con nuestra felicidad, y con nuestro bienestar. Inglaterra no hubiera sido lo que ahora es, si no hubiese sido por su religión; y en aquella hora en la que abandone a su Dios, su gloria habrá caído, y en sus estandartes se escribirá: “Icabod.”
En aquel día cuando el Evangelio fuere silenciado, cuando nuestros ministros dejaran de predicar, cuando la Biblia fuera encadenada, en aquel día (Dios quiera que no suceda nunca), en aquel día, Inglaterra podría contarse entre los muertos, pues habría caído, puesto que Dios la habría abandonado, viendo que ha desechado su alianza con Él. Cristianos, en esta pelea por la justicia, ustedes están combatiendo por su nación, por sus libertades, por su felicidad y su paz; pues a menos que se mantenga la religión, la religión del cielo, todo ello en verdad será destruido.
A continuación, reflexionemos en que, en esta gran guerra por Dios y por Cristo, estamos peleando con enemigos insidiosos y muy poderosos. Permítanme hacer otra vez la observación que en tanto que hablo de ciertos caracteres, no estoy hablando de los hombres, sino de sus errores. En este momento, estamos experimentando dificultades especiales en la gran contienda por la verdad: especiales, debido a que muy pocos la aprecian. Tenemos enemigos de todas las clases, y todos ellos mucho más despiertos que nosotros. El infiel tiene sus ojos muy abiertos; y mientras creemos (somos hombres muy confiados), que en verdad nuestra grandeza está madura, una helada está quemando nuestros hermosos retoños, y a menos que despertemos ¡que Dios nos ayude!
Casi en todo lugar, la infidelidad parece cobrar una gran influencia; no la infidelidad osada y jactanciosa de Tom Payne, sino una infidelidad más cortés y moderada; no la infidelidad que mata a la religión con un garrote, sino aquella que trata de envenenar con pequeñas dosis de veneno, y sigue su camino, afirmando que todavía no ha lesionado a la moral social. En todas partes esto está aumentando; me temo que la gran masa de nuestra población está imbuida de un espíritu infiel. Entonces tenemos que preocuparnos más de eso que de Roma. No de Roma en su ataque abierto. De eso tenemos poco temor. Dios ha dado al pueblo de Inglaterra un espíritu protestante tan valeroso que cualquier abierta innovación proveniente del Papa de Roma sería repelida instantáneamente. Me refiero al catolicismo romano que se ha infiltrado en la Iglesia de Inglaterra bajo el nombre Puseísmo. Se ha incrementado por todas partes; están comenzando a prender velas en el altar, que es sólo un preludio de esa grandes llamas con las que quieren consumir nuestro protestantismo. ¡Oh, que hubiesen hombres que los desenmascararan! Hay mucho por qué temerles. Pero no le daría mayor importancia si no fuera por algo que es todavía peor. Tenemos que luchar con un espíritu, que no sé cómo denominarlo, a menos que lo llame un espíritu de ‘moderación enfermiza’ en los púlpitos de las iglesias protestantes. Los hombres han comenzado a limar los ásperos filos de la verdad, a desechar las doctrinas de Lutero, y de Zuinglio y de Calvino, tratando de adaptarlas para complacer a los gustos más refinados. Pueden visitar en estos días una capilla de la iglesia católica, y oír un sermón predicado por algún sacerdote católico que es tan bueno como el que pueda predicar un ministro protestante, porque no aborda los puntos controversiales, ni expone las partes claves de nuestra religión protestante. Adviertan, también, ¡cuánto desprecio hay en la gran mayoría de nuestro libros hacia la sana doctrina! Los autores se imaginan que la verdad no tiene mayor valor que el error; que en cuanto a las doctrinas que predicamos, no tienen mayor importancia; todavía sostienen que: “El hombre de recta vida no puede equivocarse.”
El letargo y la frialdad se están infiltrando en los púlpitos bautistas y de muchas otras denominaciones, y con ellos, una suerte de anulación de toda verdad. Al tiempo que generalmente predican sólo pequeños errores dignos de notarse, sin embargo, la verdad misma es expresada de una manera tan diluida que nadie la detecta, y en un estilo tan ambiguo que nadie es sacudido por ella. En la medida que esté al alcance del hombre, las flechas de Dios deben ser quebradas y la espada debe ser envainada en el día de la batalla. Los hombres ya no oyen la verdad como solían hacerlo. Una boca de terciopelo está reemplazando al cojín de terciopelo, y el órgano es lo único en el edificio que expresa un cierto sonido. De tales cosas, “¡líbranos, Señor!” Que el cielo ponga un fin a toda esta moderación mal entendida; necesitamos una verdad expresada con franqueza en estos peligrosos días; necesitamos un hombre en este momento que hable como Dios le indique, y que no se preocupe por nadie.
¡Oh, si tuviésemos entre nosotros a algunos de los viejos predicadores escoceses! Esos predicadores escoceses hacían temblar a los reyes; no eran siervos de hombres; eran muy señores doquiera que iban, porque cada uno de ellos decía: “Dios me ha dado un mensaje; mi frente es adamantina contra los hombres; hablaré lo que Dios me diga.” Como Micaías, esos predicadores decían: “Vive Jehová, que lo que Jehová me hablare, eso diré.” ¡Héroes de la verdad, soldados de Cristo, despierten! En este momento tenemos enemigos. No crean que la lucha ha terminado; la gran guerra de la verdad se torna más intensa y fiera que nunca. ¡Oh, soldados de Cristo! ¡Desenvainen sus espadas! Levántense otra vez por Dios y por Su verdad, para que el Evangelio de la gracia inmerecida no sea olvidado.
Sólo déjenme agregar, en lo relativo a esta guerra, que tendrá perpetua duración. Recordemos, amados hermanos, que esta guerra entre el bien y el mal debe ser continua, y no debe cesar nunca, hasta que la verdad haya obtenido la victoria. Si suponen que nuestros antepasados hicieron lo suficiente por la verdad y por Dios, y que ustedes pueden disfrutar del ocio, cometen un grave error. Hasta ese día cuando el mando tenga la verdad y la verdad tenga el mando, no debemos envainar nunca nuestras espadas; hasta la feliz hora en que Cristo reine, cuando sea Señor de todas las tierras, cuando “Forjemos azadones de nuestras espadas, hoces de nuestras lanzas,” y los hombres ya no aprendan más la guerra, hasta ese día el conflicto debe mantenerse. Que nadie piense que hemos alcanzado una posición en la que no tenemos necesidad de estar vigilantes: así como la guerra ha sido terrible en el pasado, sigue siéndolo ahora, aunque de otra manera. Ahora no tenemos necesidad de resistir hasta la muerte en nuestra lucha con el pecado, pero tenemos necesidad de un poder de resistencia tan firme como el que poseyeron los mártires y confesores en los días del pasado.
Hermanos, tenemos que despertar; el ejército debe estar presto, los soldados del Señor deben despertar a una conciencia de su posición. Ahora, ahora, tocamos la trompeta; ¡apresúrense a la batalla, soldados amodorrados! ¡Arriba, arriba, arriba! Sus estandartes deben ondear, y sus espadas deben ser desenvainadas; es un día de lucha: un día de guerra y de contienda.
Sin embargo, no puedo concluir esta sección de mi sermón sin señalar que, no es meramente el error en la religión lo que debemos combatir, sino el error en la práctica. ¡Oh!, amados, este mundo es un mundo perverso todavía, y Londres es todavía una ciudad abominable. Tenemos un hermoso lustre por doquier: un hermoso exterior, pero, ay, en sus partes ocultas el pecado aún domina. Esta es la gran ciudad de las falsas apariencias, la lucida casa de la impostura, el hogar inmundo de la corrupción. Nuestras calles están bordeadas de bellas casas; pero ¿qué encontramos en su interior? ¿Qué encontramos allí, en las entrañas de nuestra ciudad? Londres es un culpable colosal, es un pecador monstruoso, y por todos lados hay quienes viven en los más repugnantes vicios, y sin embargo prosiguen su carrera sin freno y sin reproche, pues es de mal gusto señalar a los hombres sus pecados, además de que son muy pocos los que tienen el espíritu de hablar claramente contra los pecados de los hombres.
Cuando consideramos la presencia del libertinaje femenino que cuenta entre sus adeptos a decenas de miles, ¿acaso no somos conducidos a concluir que el mismo pecado debe ser muy común entre los hombres? Y ¡ah!, qué terrible que tengamos que expresar esto. Y los hombres que engañan y seducen a las pobres desventuradas mujeres, ¿no son admitidos en la sociedad como personas respetables y morales? ¿Qué es esto sino abominable hipocresía? En Londres somos más pecadores de lo que muchos suponen. Todo está encubierto. Pero no crean que pueden engañar a Dios de esta manera. El pecado merodea a un hórrido ritmo por la tierra; la iniquidad todavía recorre nuestras calles, disfrazada, es cierto, no como pecado abierto, pero muy ofensiva para Dios y para los hombres buenos. ¡Oh!, hermanos míos, el mundo no es bueno todavía. Tiene una película protectora, pero en todo momento la repugnante enfermedad acecha por dentro. Otra vez les digo: levántense en armas, soldados de Cristo; la guerra contra el pecado no ha terminado, a duras penas ha comenzado.
II. Pero ahora, en segundo lugar, tenemos que advertir brevemente, LOS MEDIOS ESTABLECIDOS PARA LA GUERRA. Cuando Amalec salió contra Israel, Dios estableció dos medios para combatirlos. Si hubiese querido, habría podido enviar un viento para ahuyentarlos, o habría podido acabar con sus ejércitos mediante la ráfaga de la plaga; pero no le agradó hacerlo de esa manera, pues hubiera otorgado el honor al esfuerzo humano, y, por eso, dijo a Josué: “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec.” Es cierto que, con la fortaleza de Dios, Josué pudo haber vencido al enemigo; pero Dios dice: “A la vez que honro el esfuerzo humano, aún así haré comprender a los hombres que Dios lo hace todo. ¡Moisés!, sube a la cumbre del collado; permanece allí en oración, sostén en alto tu vara, y mientras los soldados de Josué se apresuran a la batalla, Moisés intercederá, y ustedes obtendrán un triunfo conjunto. Tu oración, oh Moisés, sin la espada de Josué, no prosperará; y la espada de Josué sin la vara de Moisés, no será eficaz.” Las dos formas de combatir contra el pecado son estas: golpes consistentes y oraciones consistentes.
Primero, la iglesia debe emplear golpes fuertes y batalla encarnizada en contra del pecado. De nada servirá que se encierren en sus casas y le pidan a Dios que detenga el pecado, a menos que vayan y hagan algo ustedes mismos. Si oran hasta quedarse mudos, nunca tendrán una bendición a menos que se involucren ustedes mismos. El agricultor ora por su cosecha; ¿podría obtenerla si no ha arado y no ha sembrado luego su semilla? El guerrero ora por la victoria, pero si sus soldados se quedan tranquilos y permiten que les disparen, ¿obtendría algún triunfo? No, debe haber un activo ejercicio del poder otorgado por Dios, pues la oración, sin ese ejercicio, no aprovecharía en nada.
Entonces, hermanos y hermanas, que cada uno de nosotros, en nuestras respectivas esferas, aseste duros golpes en contra del enemigo. Esta es una lucha en la que cada uno de los miembros del pueblo del Señor puede hacer algo. ¡Los que cojean apoyados en muletas, pueden usarlas como armas de guerra, así como los hombres fuertes pueden blandir sus espadas! Cada uno de nosotros tiene una tarea que le ha sido asignada, si somos de los elegidos de Dios; procuremos cumplirla. Tú distribuyes folletos; prosigue con tu tarea, hazla con entrega. Tú eres un maestro de la escuela dominical; prosigue, no te detengas en esa bendita obra, hazla como para Dios, y no como para el hombre. Tú eres un predicador; predica conforme a la habilidad que Dios te da, y ten siempre presente que Él no requiere más de un hombre de lo que Él mismo le ha dado; por tanto, no te desanimes si tienes poco éxito, prosigue con tu trabajo. ¿Eres como Zabulón, alguien que puede manejar la pluma? Manéjala con sabiduría, y con ella podrás herir los lomos de los reyes. Y si no puedes hacer gran cosa, al menos pásales las municiones a los otros, y puedes ser de ayuda en sus obras de fe y en sus labores de amor. Hagamos todos algo por Cristo. No podría creer que haya un cristiano en el mundo que no pueda hacer algo. No hay ninguna araña que se cuelgue de las paredes del palacio de rey que no tenga una función; no hay ninguna ortiga que crezca en un rincón del cementerio que no tenga su propósito; no hay ningún insecto que bata sus alas en la brisa que no cumpla con algún decreto divino; y yo no podría aceptar que Dios haya creado a algún hombre, especialmente a algún hombre cristiano, para que fuera un vacío, para que no fuera nada. Él te hizo con un propósito. Descubre cuál es ese propósito; encuentra tu nicho, y llénalo. Aunque sea muy pequeño, aunque sea ‘cortar tu leña o sacar tu agua,’ haz algo en esta gran batalla por Dios y por la verdad.
Josué debe salir y escoger varones. Me parece verlo; da la impresión que era un hombre de guerra desde su juventud; pero ¡entre qué mezcolanza tenía que elegir! Vamos, ellos eran un conjunto de esclavos. No habían visto una espada nunca en sus vidas, excepto en las manos de los egipcios. Eran unas criaturas pobres y miserables; fueron unos cobardes cuando vieron a sus viejos enemigos en el Mar Rojo, y ahora sus armas eran aquellas que el propio Mar Rojo había arrojado de sus entrañas, y sus uniformes respondían a todas las descripciones posibles sobre la tierra. Josué, sin embargo, escoge a los más fuertes de ellos, y les dice: “vengan conmigo.” Era de verdad, como uno lo llamaría, un “regimiento harapiento” con el cual se presentó a la lucha: y sin embargo, ese regimiento harapiento salió victorioso. Josué ganó el combate contra los amalecitas, gente que poseía un entrenamiento para llevar una vida de rapiña.
Entonces, ustedes hijos de Dios, es posible que sepan muy poco de las tácticas de guerra, y sus enemigos podrían derrotarlos en cuanto a los argumentos, y aniquilarlos en materia de lógica; pero, si son hijos de Dios, los que están con ustedes son más que suficientes para luchar con los enemigos; vivirán para verlos tendidos, muertos en el campo de batalla. Sólo pelea con fe en Dios, y saldrás victorioso.
Pero esto no es todo. Josué podría haber peleado, pero pudo haber sido derrotado, si no hubiese sido por Moisés en la cumbre del collado. Ambos eran necesarios. ¿No ves la batalla? No es de grandes proporciones, pero aun así es digna de toda tu atención. Allá están los amalecitas, lanzándose a la guerra con gritos discordantes; ¡mira, Israel los está repeliendo y Amalec huye! Pero, ¿qué es lo que veo? Ahora Israel retrocede y huye; ahora, ¡de nuevo se reaniman y ahuyentan a Amalec! ¡Miren!, son despedazados por la espada de Josué, y el poderoso Amalec se abate como el grano bajo la hoz del segador. Las hordas de Amalec se están extinguiendo. Pero ¡otra vez!, otra vez la batalla fluctúa; Josué huye; pero ¡nuevamente reanima a sus tropas! Y ¿acaso no han observado el fenómeno milagroso? Allá, en la cumbre del collado está Moisés. Observarán que cuando sus brazos estaban extendidos, Israel derrotaba a Amalec; pero en el instante en que por el cansancio bajaba sus manos, entonces Amalec tenía una victoria temporal; y cuando de nuevo alzaba su vara, Israel dispersaba al enemigo. Cada vez que la mano de la oración caía, la victoria fluctuaba entre los combatientes. ¿Ven al venerable intercesor? Moisés, siendo un hombre de avanzada edad, se cansa de permanecer de pie, así, tantas horas. Entonces lo sientan sobre una piedra; a pesar de ello, sus brazos no son de hierro, y sus manos están bajando; pero, ¡vean!, sus ojos despiden fuego y sus manos son alzadas al cielo; las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas y sus oraciones jaculatorias suben al cielo como muchos dardos que encontrarán su objetivo en el oído de Dios. ¿Pueden verlo? Él es el eje de la victoria; cuando vacila, Amalec prevalece; y cuando recupera su fuerza, el pueblo elegido gana la victoria. ¡Miren! Aarón está sosteniendo su mano por un momento; y luego se apoya sobre Hur, y el anciano cambia sus manos, pues la batalla dura todo el día, y bajo el ardiente sol es un trabajo muy agotador mantenerlas en una sola posición. Pero vean cuán virilmente las mantiene; duras, como si hubiesen sido esculpidas en piedra; cansado y agotado, aún así sus manos están extendidas, como si fuese una estatua, y sus amigos le ayudan en su celo. Y vean ahora, las filas de Amalec están deshechas como delgadas nubes ante un viento fuerte de Vizcaya. ¡Huyen! ¡Huyen! Todavía sus manos están inmóviles; todavía pelean; todavía los amalecitas huyen; todavía Josué prevalece, hasta que al fin, todos los enemigos yacen tendidos muertos sobre la llanura, y Josué regresa con un grito de júbilo.
Ahora, esto nos enseña que debe haber oración acompañada de esfuerzo. ¡Ministro!, aunque continúes predicando, no tendrás ningún éxito a menos que ores. Si no sabes cómo luchar con Dios de rodillas, encontrarás que es muy difícil luchar de pie en el púlpito con los hombres. Podrás esforzarte para hacerlo pero no tendrás éxito, a menos que apoyes tus esfuerzos en la oración. Es más probable que falles en tus oraciones que en tus esfuerzos. No leemos en ningún momento que la mano de Josué haya estado cansada de blandir la espada, pero la mano de Moisés sí estaba cansada de sostener la vara. Entre más espiritual sea la tarea, más propensos estaremos a cansarnos de ella. Podríamos pararnos y predicar todo el día, pero no podríamos orar todo el día. Podríamos salir para visitar enfermos todo el día, pero no podríamos estar encerrados ni la mitad del día en nuestras habitaciones. Pasar una noche con Dios en oración sería mucho más difícil que pasar una noche predicando al hombre.
¡Oh, cuídate, cuídate, iglesia de Cristo, de dejar de orar! Por sobre todo, me dirijo a mi propia iglesia muy amada, a mi propio pueblo. Ustedes me han amado, y yo les he amado, y Dios nos ha dado un gran éxito, y nos ha bendecido. Pero, fíjense bien, yo atribuyo todo eso a sus oraciones. Ustedes se han congregado en multitudes perfectamente incomparables, para orar por mí cada lunes por la noche, y yo sé que soy mencionado en sus altares familiares, como alguien que es muy amado en sus corazones; pero tengo miedo que sus oraciones cesen. Dejen que el mundo diga: “abajo con él;” yo me enfrentaré a todos ellos, si ustedes oran por mí; pero si ustedes cesan en sus oraciones, todo habrá terminado para mí y para ustedes. Sus oraciones nos hacen poderosos; la legión que ora es una legión que truena. Si me pudiera comparar con un comandante militar, diría esto: que cuando veo que mis hombres se levantan para orar en números tan grandes, me siento como Napoleón, cuando envió a su vieja guardia. La batalla había amainado; “Allá van,” dijo, “ahora la victoria es segura.” O, como nuestros propios guardias, los boinas negras, que, dondequiera que iban, llevaban la victoria con ellos. La legión que ora es una legión que truena en todas partes. Los hombres pueden enfrentarse a todo menos a la oración. Si oráramos como algunos hombres lo han hecho, arrancaríamos de tajo las propias puertas del infierno. ¡Oh!, que tuviésemos poder en la oración. No cesen, se los ruego, se los suplico, no cesen de orar; dejen de hacer cualquier otra cosa, pero no dejen de orar; puestos de rodillas, luchen con Dios, y ciertamente el Señor nuestro Dios nos bendecirá, “Y témanlo todos los términos de la tierra.”
III. Y ahora, en tercer lugar, voy a concluir solamente con unas cuantas observaciones, PARA ANIMARLOS A LA GUERRA. Recuerden, oh hijos de Dios, que hay muchas cosas que deben hacerlos valientes para combatir por Dios y por Su verdad. Lo primero que voy a traer a su memoria es el hecho de que esta guerra en la que están involucrados es una guerra hereditaria; no es una que ustedes hayan comenzado, sino una que han heredado desde el momento en que la sangre de Abel clamó por venganza. Cada mártir que ha muerto ha pasado la bandera ensangrentada al siguiente, y este a su vez se la ha pasado a otro mártir. Cada confesor que ha sido atado en la hoguera para ser quemado, ha encendido su vela, y se la ha entregado a otro, diciéndole: “¡cuídala!” Y ahora he aquí la vieja espada “¡Por Jehová y por Gedeón!” Recuerden qué brazos la han blandido; recuerden cuán a menudo ha “penetrado hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos.” ¿La van a deshonrar? ¿La deshonrarán? Aquí está el grandioso estandarte: ha ondeado en muchas brisas; mucho antes que la bandera de esta nuestra tierra fuera confeccionada, la bandera de Cristo fue suspendida en alto. ¿Van a mancharla? ¿La mancharán? ¿No la entregarán a sus hijos, todavía inmaculada, diciendo: “prosigan, prosigan; les dejamos la herencia de guerra; prosigan, prosigan, y venzan”? Lo que hicieron sus padres, háganlo ustedes otra vez; todavía sostengan la lucha, hasta el final de los tiempos.”
Yo amo a mi Biblia porque es una Biblia bautizada con sangre; la amo todavía más, porque muestra la sangre de Tyndale; la amo porque está teñida de la sangre de John Bradford, y Rowland Taylor, y Hooper; la amo porque está manchada de sangre. A veces pienso que me gusta la fosa bautismal porque ha sido manchada con sangre, y ahora está prohibida por la ley en el continente europeo. La amo porque veo en ella la sangre de hombres y mujeres que fueron martirizados porque amaron la verdad. ¿Acaso no defenderán el estandarte de la verdad, después que tan ilustre linaje de guerreros lo ha sostenido en sus manos?
Quisiera haber podido dirigirme a ustedes como habría deseado, pero mi voz me falla; por tanto, no puedo exhortarlos exceptuando una consideración, que es, la perspectiva de la victoria final. Es cierto que antes de que pase mucho tiempo, triunfaremos; por tanto, no renunciemos a la lucha. Me ha dado mucha satisfacción oír que, últimamente, ha habido un avivamiento en las filas de la iglesia de Cristo; por aquí y por allá oigo que se están levantando grandes evangelistas. Algunos me han preguntado, cuando se han mencionado sus nombres, “¿qué puedes comentar?” Mi respuesta es “Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta.” ¡Oh!, que Dios envíe miles y miles de hombres, que reúnan multitudes para oír Su palabra. Yo quisiera que llegue el día en que cada iglesia y cada capilla de Inglaterra estuviesen tan llenas de almas como esta, y que fueran tan grandes como esta. Pienso que en verdad las iglesias están teniendo un avivamiento; pero si no es así, la victoria es todavía segura: Dios conseguirá la victoria; Jehová triunfará. Satanás podrá soñar que él triunfará, pero no lo hará. Por tanto, hombres y hermanos, marchemos a la victoria; que la corona que está delante de ustedes, les anime para el combate, hasta obtener la victoria, hasta obtener la victoria, y ¡adelante, adelante, adelante! Pues Dios es por ustedes. Recuerden al grandioso intercesor: Cristo está en la cumbre del collado, y mientras ustedes se encuentran en el valle, Él intercede, y prevalecerá, ¡continúen y obtengan la victoria, en el nombre de Cristo!
No puedo extenderme más, pero debo concluir repitiendo las palabras con las que siempre me gusta terminar mis sermones: “el que creyere en el Señor Jesús y fuere bautizado, será salvo; ¡mas el que no creyere, será condenado!” ¡Oh!, que crean en Cristo; ¡oh!, que Dios les dé fe para que pongan su confianza en Él; este es el único camino de salvación. “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.”
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