Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon109.html
“Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.”
Marcos 5: 19
Puede descargar el documento con el sermón aquí: Sermón #109 – Vete a Casa- Un Sermón de Navidad
El caso del hombre de quien se hace referencia aquí, es verdaderamente extraordinario: ocupa un lugar entre los hechos memorables de la vida de Cristo, tal vez tan prominente como cualquier otra cosa que haya sido registrada por cualquiera de los evangelistas. Este pobre desventurado, poseído por una legión de espíritus inmundos, había sido llevado a una condición peor que la locura. Tenía su morada en los sepulcros, donde permanecía de día y de noche, siendo el terror de todos los que pasaban por allí. Las autoridades habían tratado de ponerle freno; le habían atado con grillos y cadenas, pero en los paroxismos de su locura había destrozado las cadenas y desmenuzado los grillos. Habían intentado rehabilitarlo, pero nadie le podía dominar. Era peor que las bestias salvajes, pues ellas podían ser domadas; pero su fiera naturaleza no se sometía. Era una calamidad para consigo mismo, pues corría sobre los montes de día y de noche, dando voces y aullando pavorosamente, hiriéndose con piedras filosas y torturando su pobre cuerpo de la manera más terrible.
Jesucristo pasó por allí. Él dijo a la legión: “Sal de este hombre.” El hombre fue sanado al instante. Se arrodilló a los pies de Jesús. Se volvió un ser racional, un hombre inteligente, sí, y lo que es más, un hombre convertido al Señor. Por gratitud a su liberador, le dijo: “Señor, yo te seguiré dondequiera que vayas; seré tu constante compañero y tu siervo; permite que lo sea.” “No,” respondió Cristo, “aprecio tu motivo: es uno de gratitud hacia mí. Pero si quieres mostrar tu gratitud, ‘vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.”
Ahora, esto nos enseña una importante lección, es decir, que la verdadera religión no rompe los lazos de la relación familiar. La verdadera religión raramente se inmiscuye en esa sagrada y casi diría divina institución, llamada hogar; no separa a los hombres de sus familias, enajenándolos de su carne y su sangre. La superstición ha hecho eso. Una terrible superstición, que se llama a sí misma cristianismo, ha separado a los hombres de sus semejantes. Pero la verdadera religión nunca ha pedido eso. Vamos, si se me permitiera hacerlo, buscaría al ermitaño en su solitaria caverna, iría a él y le diría: “amigo, si eres lo que profesas ser, un verdadero siervo del Dios vivo, y no un hipócrita, como adivino que eres; si eres un verdadero creyente en Cristo y quieres mostrar lo que Él ha hecho por ti, vuelca ese cántaro, come el último mendrugo de tu pan, abandona esta funesta cueva, lava tu cara, desata tu cinto de hilo de cáñamo; y si quieres mostrar tu gratitud, vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo. ¿Acaso puedes tú edificar a las hojas secas del bosque? ¿Pueden las bestias adorar a ese Dios al que tu gratitud debe esforzarse por honrar? ¿Acaso esperas convertir estas rocas, y convencer a los ecos que canten? No, regresa; mora con tus amigos, recupera tu relación con los hombres y únete otra vez a tus compañeros, pues esta la manera aprobada por Cristo de mostrar gratitud.”
Y yo iría a cada monasterio y a cada convento de monjas y les diría a los monjes: “¡salgan, hermanos, salgan! Si son lo que dicen ser, siervos de Dios, váyanse a su casa, a los suyos. ¡Olvídense de esta absurda disciplina; no es el mandamiento de Cristo; están haciendo las cosas de manera diferente a como Él las quiere; váyanse a casa, a los suyos!” Y a las hermanas de la misericordia les diríamos: “sean hermanas de misericordia para sus propias hermanas; váyanse a casa, a los suyos; cuiden a sus ancianos padres; conviertan sus propias casas en conventos; no se queden aquí alimentando su orgullo y desobedeciendo el mandato de Cristo, que dice: “váyanse a casa, a los suyos.” “Vete a casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.” El amor a una vida solitaria y ascética, que es considerada por algunos como una virtud divina, no es ni más ni menos que una enfermedad de la mente. En la época en que había muy poca caridad, y por consiguiente pocas manos que construyeran asilos de locos, la superstición compensaba esa falta de asilos permitiendo a hombres y mujeres insensatos que se entregaran a sus caprichos en solitarias guaridas o en descuidada pereza. Young ha dicho con toda verdad:
“Los primeros síntomas seguros de una mente saludable
Son el descanso del corazón y el placer encontrado en casa.”
Eviten, amigos míos, sobre todas las cosas, esos conceptos románticos y absurdos de la virtud, que son la progenie de la superstición y los enemigos de la justicia. Mantengan siempre el afecto natural, y amen a aquellos que están ligados a ustedes por vínculos naturales.
La verdadera religión no puede ser inconsistente con la naturaleza. No puede requerir nunca que me abstenga de llorar cuando se muere mi amigo. “Jesús lloró.” No puede negarme el privilegio de una sonrisa, cuando la Providencia me mira de manera favorable, pues una vez “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre.” No conduce al hombre a decir a su padre y a su madre, “ya no soy más su hijo.” Eso no es el cristianismo, sino algo peor de lo que harían las bestias, que nos llevaría a un rompimiento completo con nuestros semejantes, a caminar en medio de ellos como si no tuviésemos ningún parentesco con ellos. A todos los que opinan que una vida solitaria debe ser una vida de piedad, yo les diría: “es el más grande engaño.” A todos los que piensan que quienes rompen los vínculos de relación deben ser buenas personas, digámosles: “los que mantienen esos vínculos son los mejores.” El cristianismo hace al esposo un mejor esposo, y a la esposa una mejor esposa de lo que antes eran. No me libera de mis deberes como hijo; me hace un mejor hijo, y a mis padres los hace mejores padres. En vez de debilitar mi amor, me da una razón renovada para fortalecer mi afecto; y a quien antes amaba como mi padre, ahora le amo como mi hermano y colaborador en Cristo Jesús; y a quien reverenciaba como mi madre, ahora la amo como mi hermana en el pacto de gracia, hermana mía para siempre en el estado venidero. ¡Oh!, nadie debe suponer que el cristianismo interfiere en los hogares; tiene el objetivo de fortalecerlos, y hacerlos baluartes que ni la misma muerte puede separar, pues los liga en un vínculo de vida con el Señor su Dios, y reúne a los varios individuos al otro lado del río.
Ahora, voy a decirles por qué elegí este texto. Pensé para mí: hay una gran cantidad de jóvenes que siempre viene para oírme predicar; siempre se apretujan en los pasillos de mi capilla, y muchos de ellos han sido convertidos a Dios. Ahora se aproxima otra vez el día de Navidad, y ellos irán a casa a ver a los suyos. Cuando lleguen a casa querrán cantar un villancico de Navidad en la noche; quisiera sugerirles uno, en especial a quienes han sido convertidos recientemente. Les daré un tema para su discurso en la noche de Navidad; podrá no ser tan divertido como “El Naufragio del María de Oro,” (1) pero será igual de interesante para el pueblo cristiano. El tema será este: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho con sus almas, y cómo ha tenido misericordia de ustedes.”
En mi opinión, desearía que hubiesen veinte Navidades en el año. Muy raras veces los jóvenes pueden reunirse con los suyos: Raramente pueden estar unidos como felices familias: Y aunque no guardo ningún respeto por la observancia religiosa de ese día, lo amo como una institución familiar, como uno de los días más brillantes de Inglaterra, el gran Día de reposo del año, cuando el arado descansa en el surco, cuando el estrépito de los negocios guarda silencio, cuando el mecánico y el obrero salen a refrescarse sobre el verde césped de la tierra alegre. Si algunos de ustedes son jefes, discúlpenme la divagación, muy respetuosamente les pido que paguen a sus empleados los mismos salarios en el día de Navidad como si trabajasen. Estoy seguro que alegrarán sus casas si lo hacen así. Es injusto que la única opción que tengan sea o festejar o ayunar, a menos que les den el dinero necesario para que festejen y se alegren en ese día de gozo.
Pero ahora vamos a nuestro tema. Vamos a casa para ver a los nuestros, y esta es la historia que algunos de nosotros tenemos que contar. “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.” Primero, tenemos aquí lo que deben decir; luego, en segundo lugar, por qué deben decirlo; y después, en tercer lugar, cómo deben decirlo.
I. Primero, entonces, TENEMOS AQUÍ LO QUE DEBEN DECIR. Debe ser una historia basada en la propia experiencia. “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.” No deben ir a sus hogares y comenzar a predicar sin dilación. No se les ordena que hagan eso. No deben comenzar a seleccionar temas doctrinales para exponerlos, esforzándose por convencer a las personas sobre sus puntos de vista y sentimientos peculiares. No deben ir a casa con diversas doctrinas aprendidas recientemente, para tratar de enseñarlas. Al menos, no se les ordena que hagan eso; pueden hacerlo, si quieren, y nadie se les opondrá; pero deben ir a casa y decir, no lo que han creído, sino lo que han sentido: lo que ustedes verdaderamente saben que les pertenece; no las grandes cosas sobre las que han leído, sino las grandes cosas que el Señor ha hecho por ustedes; no únicamente los que han visto que se ha obrado en la gran congregación, y cómo grandes pecadores se han vuelto a Dios, sino lo que el Señor ha hecho por ustedes. Y observen esto: nunca hay una historia más interesante que aquella que un hombre relata acerca de sí mismo.
‘La Balada del Viejo Marinero’ (2), genera mucho de su interés porque el hombre que la contó era, él mismo, un marinero. Ese hombre, cuyo dedo era huesudo como el dedo de la muerte, se sentó y comenzó a relatar la lúgubre historia del barco en alta mar en medio de una gran calma, cuando cosas viscosas en verdad arrastraban sus patas en el brillante mar. El invitado de la boda estaba muy quieto, escuchando atentamente, pues el viejo era en sí mismo una historia. Siempre se genera un gran interés por una narrativa personal. Virgilio, el poeta, sabía esto y por ello, sabiamente, hace que Eneas relate su propia historia, y hace que la comience diciendo, “en lo que yo mismo tuve gran participación.” Entonces, si quieren interesar a sus amigos, cuéntenles lo que ustedes mismos sintieron. Cuéntenles cómo ustedes fueron una vez abandonados pecadores perdidos, cómo el Señor los encontró, cómo doblaron sus rodillas, y derramaron su alma delante de Dios, y cómo al final saltaron de gozo pues estaban seguros que le oyeron decir interiormente: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo.” Cuenten a sus amigos una historia basada en su propia experiencia personal.
Noten, a continuación, que debe ser una historia de gracia inmerecida. No dice: “cuenta a los tuyos cuán grandes cosas has hecho tú mismo,” sino “cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo.” El hombre que siempre está convencido del libre albedrío y del poder de la criatura, y niega las doctrinas de la gracia, invariablemente mezcla mucho de lo que él mismo ha hecho, cuando cuenta su experiencia; pero el creyente en la gracia soberana, que sostiene las grandiosas verdades cardinales del Evangelio, ignora esto, y declara: “contaré lo que el Señor ha hecho conmigo. Es verdad que debo contarles primero cómo fui inicialmente conducido a orar; pero lo contaré así:
“La gracia enseñó a mi alma a orar,
La gracia hizo que mis ojos se inundaran.”
Es verdad que debo contarles en cuántas aflicciones y pruebas Dios ha estado conmigo; pero lo contaré así:
“La gracia me ha guardado hasta este día,
Y no me abandonará.”
No cuenta nada acerca de sus propias acciones, o decisiones, u oraciones o búsquedas, sino que todo lo atribuye al amor y a la gracia del grandioso Dios que mira con amor a los pecadores, y los convierte en Sus hijos y herederos de la vida eterna. Vete a tu casa, joven, y cuenta la historia del pobre pecador; vete a tu casa, jovencita, y abre tu diario, y cuenta a tus amigos historias de gracia. Cuéntales las poderosas obras que la mano de Dios ha obrado en ti por Su amor inmerecido, soberano y gratuito. Cuenta una historia de gracia inmerecida junto a la chimenea familiar.
A continuación, el relato de este pobre hombre fue una historia agradecida. Yo sé que fue una historia agradecida, porque el hombre dijo: “les contaré cuán grandes cosas el Señor ha hecho conmigo;” y (sin querer involucrar para nada ningún juego de palabras), hago la observación que un hombre que es agradecido está siempre lleno de la grandeza de la misericordia que Dios le ha mostrado; siempre piensa que lo que Dios ha hecho por él es inmensamente bueno y supremamente grandioso. Tal vez, cuando estés contando la historia, alguno de tus amigos preguntará: “y ¿qué con eso?” Y tu respuesta será: “tal vez no es algo grande para ti, pero lo es para mí. Tú dices que arrepentirse es poca cosa, pero a mí me parece todo lo contrario; es algo grandioso y precioso ser conducido a reconocerme como pecador, y a confesarlo; ¿dices tú que es poca cosa haber encontrado un Salvador?” Míralos a la cara y diles: “Si ustedes lo hubiesen encontrado también, no lo considerarían poca cosa. Consideran poca cosa que me haya quitado la carga de mi espalda; pero si ustedes hubieran sufrido con esa carga, y sentido su peso como lo he sentido durante largos años, no considerarían poca cosa ser emancipados y liberados por una mirada a la cruz.” Cuéntales que es una historia grandiosa, y si ellos no pueden ver su grandeza, derrama lágrimas amargas, y cuéntales la historia con gran sinceridad, y yo espero que sean conducidos a creer que al menos tú estás agradecido, aunque ellos no lo estén. Que Dios les conceda que puedan contar una historia agradecida.
Y finalmente, sobre este punto: debe ser una historia contada por un pobre pecador convencido que no ha merecido lo que recibió. “Cómo ha tenido misericordia de ti.” No fue un simple acto de bondad, sino un acto de misericordia inmerecida hacia uno que se encontraba en la aflicción. ¡Oh!, he oído a hombres que cuentan la historia de su conversión y de su vida espiritual de tal forma, que mi corazón los ha aborrecido tanto a ellos como a su historia, pues han contado sus pecados como si verdaderamente se jactaran de la grandeza de su crimen, y han mencionado el amor de Dios sin una lágrima de gratitud, sin la simple acción de gracias de un corazón realmente humilde, sino, más bien, como si se exaltasen cuando exaltaban a Dios. ¡Oh!, cuando contemos la historia de nuestra propia conversión, quisiera que lo hicieran con profunda tristeza, al recordar lo que solíamos ser, y con grande gozo y gratitud, al recordar cuán poco merecemos estas cosas.
En una ocasión estaba predicando sobre la conversión y la salvación, y sentí dentro de mí, como a menudo lo sienten los predicadores, que no era sino un trabajo estéril decir esta historia, y era para mí un deslucido, deslucido relato; pero súbitamente pasó por mi mente el pensamiento: “vamos, tú mismo eres un pobre pecador perdido; cuenta, cuenta como recibiste la gracia; comienza a contar sobre la gracia de Dios según la has sentido.” Bien, entonces mis ojos se convirtieron en fuentes de lágrimas; aquellos oyentes que estaban cabeceándose comenzaron a iluminarse, y escucharon, porque estaban oyendo algo que el predicador sentía verdaderamente, y que ellos reconocían como verdadero para él, aunque no lo fuera para ellos. Cuenten su historia, mis lectores, como pecadores perdidos. No vayas a tu casa y entres a tu hogar con un aire altivo, como diciendo: “he aquí un santo que viene a casa, a los pobres pecadores, para contarles una historia;” sino que ve a tu casa como pobre pecador que eres tú mismo; y cuando entres, como tu madre recuerda lo que solías ser, no necesitas decirle que has tenido un cambio: ella lo notará, aunque estés con ella solamente un día. Tal vez te pregunte: “Juan, ¿cuál es ese cambio que se ha dado en ti?” Y si es una madre piadosa, comenzarás a contarle la historia, y yo sé (y aunque seas un hombre no te avergonzarás que te lo diga), que rodeará tu cuello con sus brazos, y te dará un beso como no lo hizo nunca antes, pues eres su hijo que ha nacido dos veces, su hijo del que ya no se apartará jamás, aunque la misma muerte los divida por un breve instante. “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.”
II. Pero ahora, en segundo lugar, ¿POR QUÉ DEBEMOS CONTAR ESTA HISTORIA? Pues oigo a muchos miembros de mi congregación que dicen: “señor, yo podría contar esta historia a cualquier persona menos a mis propios familiares; podría venir a su sacristía para contarle algo de lo que he probado y experimentado de la Palabra de Dios; pero no podría contárselo a mi padre, ni a mi madre, ni a mis hermanos, ni a mis hermanas.” Bien, entonces trataré de argumentar con ustedes, para inducirles a que lo hagan, para que pueda enviarlos a casa en este día de Navidad, y que sean misioneros en sus respectivas localidades, y verdaderos predicadores, aunque no lo sean de nombre. Queridos amigos, por favor cuenten esta historia cuando vayan a casa.
En primer lugar, háganlo por su Señor. ¡Oh!, yo sé que le aman; estoy seguro que le aman, si tienen la prueba que Él les amó. No podrán pensar nunca en Getsemaní y en Su sudor sangriento, en Gabata y en la espalda lacerada de Cristo, flagelada por el látigo: no podrán pensar nunca en el Calvario y en Sus manos y pies traspasados, sin amarle; y utilizo un argumento muy poderoso cuando les digo, por su amado Señor que les amó tanto, que vayan a casa y lo cuenten. ¡Qué!, ¿acaso piensan que podemos recibir tanto y no contarlo? Cuando hacemos algo por nuestros hijos, no se esperan mucho tiempo para contarlo a todo el mundo: “fulano de tal me dio un regalo, y me hizo tal y tal favor.” Y ¿deberían los hijos de Dios ser remisos en declarar cómo fueron salvados cuando sus pies se apresuraban al infierno, y cómo la misericordia redentora los arrebató como tizones del fuego? ¡Joven, amas a Jesús! Te pregunto, entonces, ¿te rehusarás a contar la historia de Su amor por ti? ¿Se quedarán callados tus labios cuando Su honor está comprometido? ¿Acaso no contarás, doquiera que vayas, que Dios te amó y murió por ti? Se nos informa que este pobre hombre “se fue, y comenzó a publicar en Decápolis cuán grandes cosas había hecho Jesús con él; y todos se maravillaban.” Lo mismo debes hacer tú. Si Cristo ha hecho mucho por ti, no puedes evitarlo: debes contarlo.
Mi estimado amigo, el señor Oncken, un ministro en Alemania, nos contó el pasado lunes por la noche, que tan pronto él fue convertido, el primer impulso de su alma recién nacida fue hacer el bien a otros. Y ¿dónde debería realizarlo? Pensó que debería ir a Alemania. Era su tierra natal, y el mandamiento era “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales.” No había entonces un solo bautista en toda Alemania, ni nadie con quien tuviese afinidad, pues los luteranos se habían desviado de la fe de Lutero, y se habían apartado de la verdad de Dios. Pero fue allí y predicó, y ahora cuenta con setenta u ochenta iglesias establecidas en el continente europeo. ¿Qué lo condujo a hacerlo? Nada sino el amor a su Señor, que hizo tanto por él, le motivó a ir y contar a sus semejantes la maravillosa historia de la bondad divina.
Pero a continuación pregunto: ¿son piadosos sus amigos? Entonces vayan a casa y cuéntenles, para alegrar sus corazones. Recibí anoche una breve epístola escrita por una mano temblorosa, por alguien que ha sobrepasado la edad natural del hombre, que vive en el condado de Essex. Su hijo, por la soberanía de Dios, fue convertido al escuchar la Palabra predicada, y el buen hombre no pudo evitar escribir al ministro, agradeciéndole y bendiciendo más que nada a su Dios, porque su hijo había sido regenerado. “Señor,” comienza la carta, “un viejo rebelde escribe para agradecerle, y por sobre todo dar gracias a Dios, porque su amado hijo ha sido convertido.” Prosigue diciendo: “¡continúe su labor, y que el Señor le bendiga!”
Y hubo otro caso que escuché hace algún tiempo, en el que una joven fue a casa de sus padres, y cuando su madre la vio, le dijo: “si el ministro me hubiese regalado todo Londres, no lo hubiera considerado tan valioso como valoro esto: pensar que eres una persona renovada, y que estás viviendo en el temor de Dios.” ¡Oh!, si quieres hacer que el corazón de tu madre salte de gozo, y si quieres alegrar a tu padre, si quieres hacer feliz a tu hermana que te envió tantas cartas que alguna vez leíste junto a un poste de luz, con tu pipa en la boca, vete a casa y cuéntale a tu madre que sus deseos todos se han cumplido, que sus oraciones han sido escuchadas, que no te burlarás más de sus clases en la escuela dominical, ni te reirás de ella porque ama al Señor, sino que irás con ella a la casa de Dios, pues amas a Dios, y has dicho: “tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios, y tengo la esperanza que tu cielo será mi cielo para siempre.” ¡Oh, qué alegría sería si alguien de aquí, que se hubiese descarriado, regresara de esta manera a casa!
Hace poco tiempo, tuve el privilegio de predicar para una noble institución que recibe a mujeres que han llevado vidas negligentes, y antes de predicar el sermón, le pedí a Dios que lo bendijera, y en el sermón impreso notarán que al final hay un relato de dos personas que fueron bendecidas y restauradas por ese sermón. Ahora, déjenme contarles una historia de lo que una vez le sucedió al señor Vanderkist, un misionero de la ciudad, que trabaja arduamente toda la noche para hacer el bien en esa gran obra. Había habido una riña de borrachos en la calle; él se interpuso entre los dos hombres para separarlos, y le dijo algo a una mujer allí presente, concerniente a cuán horrible es que los hombres sean así de borrachos. Ella caminó junto a él unos momentos, y comenzó a contarle una historia de dolor y pecado; de cómo había sido atraída lejos del hogar de sus padres en Somersetshire, y había terminado aquí para el eterno mal de su alma. Él la llevó a casa, y le enseñó el temor y el amor de Cristo; y ¿qué es lo primero que hizo cuando regresó a los senderos de la piedad, y descubrió que Cristo es el Salvador de los pecadores? Dijo: “ahora debo irme a casa, a los míos.” Le escribió a los suyos; ellos fueron a recibirla a la estación de Bristol, y difícilmente pueden concebir cuán feliz fue esa reunión. El padre y la madre habían perdido a su hija; nunca más habían sabido de ella; y allí estaba, enviada por medio de una institución (el Dormitorio Femenino de Londres) y restaurada al seno familiar.
¡Ah, que hubiese alguien así aquí! No lo sé; en medio de tan grande multitud, es posible que haya alguien así. ¡Mujer! ¿Te has extraviado de tu familia? ¿Los has abandonado desde hace largo tiempo? “Vete a tu casa, a los tuyos,” te lo ruego, antes de que tu padre se aproxime tambaleante hacia su tumba, y antes de que los grises cabellos de tu madre descansen sobre la almohada, blanca como la nieve, de su féretro. ¡Regresa, te lo suplico! Diles que eres una penitente; diles que Dios se ha encontrado contigo; que el joven ministro dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos.” Y si es así, no me avergonzaré de haber dicho estas cosas, aunque ustedes piensen que no debí mencionarlas; pues si pudiera ganar aunque fuera un alma de esta manera, bendeciré a Dios por toda la eternidad. “Vete a tu casa, a los tuyos. Vete a tu casa y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo.”
¿Acaso no pueden imaginar la escena cuando el pobre endemoniado mencionado en mi texto regresó a casa? Él había sido un loco de remate; y cuando llegó y tocó a la puerta, imaginen ver a sus amigos comentando los unos a los otros, en medio del terror, “¡oh!, allí viene otra vez,” y a la madre subiendo las escaleras a toda velocidad y poniendo llave a todas las puertas, porque su hijo que estaba perdidamente loco había regresado; y los pequeñitos gritando porque sabían lo que había hecho antes: cómo se hería con piedras, porque estaba poseído de los demonios. Y podrán imaginarse el gozo, cuando el hombre dijo: “¡madre!, Jesucristo me ha sanado; déjame entrar; ahora ya no soy un lunático!” Y cuando el padre abrió la puerta, le dijo: “¡padre!, ya no soy lo que era; todos los espíritus malignos se han ido; ya no viviré más en los sepulcros. Quiero contarles cómo hizo el milagro el hombre glorioso que obró mi liberación: cómo les dijo a los demonios: ‘Salgan de él’ y ellos se precipitaron en el mar por un despeñadero, y he regresado a casa sanado y salvado.” ¡Oh!, si alguien así, poseído del pecado, estuviese aquí hoy, y fuera a casa a los suyos, para contarles de su liberación, me parece que la escena sería muy semejante.
Una vez más, queridos amigos. Me parece que alguien podría decir: “¡ah!, señor, quisiera poder ir a casa y que los míos fueran piadosos! Pero cuando voy a casa voy al peor de los lugares; pues los míos están en medio de quienes nunca conocieron a Dios, y por consiguiente nunca oraron por mí, y nunca me enseñaron nada concerniente al cielo.” Bien, joven amigo, vete a tu casa, a los tuyos. Aunque sean tan malos, son los tuyos. Algunos veces me reúno con jóvenes que quieren ser miembros de la iglesia. Cuando les pregunto acerca de su padre, me responden: “oh, señor, me he separado de mi padre.” Entonces yo les digo: “joven, debes ir y ver a tu padre antes de que yo trate algo contigo; si sientes antipatía por tu padre y tu madre, yo no te recibiré en la iglesia; aunque sean muy malos, son tus padres.” Vete a tu casa, con ellos, y cuéntales, no para alegrarlos, pues muy probablemente estén enojados contigo; pero cuéntales para la salvación de sus almas. Yo espero que, cuando estés contando la historia de lo que Dios hizo por ti, sean conducidos por el Espíritu a anhelar la misma misericordia para ellos. Pero te daré un consejo. No cuentes esta historia a tus amigos impíos cuando estén todos reunidos, pues se reirán de ti. Tómalos uno a uno, cuando te puedas reunir con cada uno a solas, y comienza a contarles la historia, y te oirán seriamente.
Había una vez una dama muy piadosa que tenía una casa de huéspedes para jóvenes. Todos los jóvenes eran muy alegres y frívolos, y ella quería comentarles algo concerniente a la religión. Introdujo el tema, y fue de inmediato motivo de risa. Ella pensó: “he cometido un error.” A la mañana siguiente, después del desayuno, cuando ya todos se iban, le dijo a uno de ellos: “jovencito, me gustaría hablar contigo por unos momentos,” y llevándolo aparte, a otra habitación, habló con él. La siguiente mañana tomó a otro, y la siguiente, a otro, y le agradó a Dios bendecir su sencillo mensaje, dado de manera individual: pero, sin duda, si les hubiese hablado a todos juntos, se hubieran apoyado entre sí para burlarse de ella. Redarguye a un hombre cuando esté solo. Un versículo puede impactarle mientras un sermón le deja frío. Ustedes pueden ser el instrumento de llevar a Cristo al hombre que a menudo ha oído la Palabra y únicamente se ha reído de ella, pero que no puede resistir una suave admonición.
En uno de los estados de los Estados Unidos, había un infiel que despreciaba grandemente a Dios, odiaba guardar el día domingo y todas las instituciones religiosas. Los ministros no sabían qué hacer por él. Se reunían y oraban por él. Pero uno de ellos, un tal diácono B, decidió pasar un largo tiempo de oración por el hombre; después de eso se montó en su caballo, y se dirigió a la fragua del hombre, pues era un herrero. Dejó su caballo afuera, y le dijo: “vecino, estoy sumamente preocupado por la salvación de tu alma; te quiero decir que oro día y noche por la salvación de tu alma.” Lo dejó, y regresó a casa a caballo. El infiel entró en su casa después de un minuto o dos, y le dijo a uno de sus amigos fieles: “aquí tenemos un nuevo argumento; tenemos al diácono B, que vino hasta aquí, y no vino a disputar, y no me dijo más palabras que estas: ‘yo digo que estoy sumamente preocupado por tu alma; no puedo soportar que te pierdas.’ ¡Oh!, a ese tipo,” dijo, “no puedo responderle;” y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Fue con su esposa y le dijo: “no puedo entender esto; yo mismo nunca me preocupé por mi alma, pero ese diácono, que no tiene ningún vínculo conmigo, y de quien siempre me he reído, ha cabalgado ocho kilómetros esta mañana, solamente para decirme que está sumamente preocupado por mi salvación.” Después de un poco de tiempo, pensó que ya era tiempo de que se preocupara él también acerca de su salvación. Entró, cerró la puerta, comenzó a orar, y al día siguiente fue a la casa del diácono, y le dijo que él también ya estaba preocupado por su salvación, y le pidió que le dijera qué debía hacer para ser salvo. ¡Oh!, que el eterno Dios use a algunos de los aquí presentes de la misma manera, para que sean inducidos a
“Decir a otros a su alrededor
Cuán amable Salvador han encontrado;
Señalar Su sangre redentora,
Y decir: ¡He aquí el Camino a Dios!”
III. No voy a detenerlos más tiempo; pero hay un tercer punto, sobre el que debemos ser muy breves. ¿Cómo DEBE CONTARSE ESTA HISTORIA?
Primero, cuéntenla sinceramente. No digan más de lo que sepan; no cuenten la experiencia de John Bunyan, cuando deben contar la propia. No digan a su madre que han sentido algo que únicamente Rutherford ha sentido. Solamente cuenten la verdad. Cuenten su experiencia sinceramente; pues tal vez una sola mosca en el frasco de ungüento lo echará a perder, y una expresión que no sea verdadera puede arruinarlo todo. Cuenten la historia sinceramente.
A continuación, cuéntenla muy humildemente. Ya lo he dicho antes. No se entrometan con quienes son mayores y saben más; sino que cuenten su historia humildemente; no como un predicador, no ex cathedra, (desde la cátedra), sino como un amigo y un hijo.
Luego, cuéntenla seriamente. Que vean que ustedes lo dicen en serio. No hablen de religión con locuacidad; no harán ningún bien si lo hacen así. No hagan juegos de palabras sobre los textos; no citen la Escritura de manera jocosa: si lo hacen, podrán hablar hasta enmudecer, y no harán ningún bien si les dan la menor oportunidad de que se rían, ya que ustedes mismos se ríen de las cosas santas. Cuéntenla seriamente.
Y, además, cuéntala muy devotamente. No trates de contar la historia a ningún hombre mientras no la hayas contado a Dios primero. Cuando estés en casa el día de Navidad, no permitas que nadie vea tu rostro hasta que Dios lo haya visto. Levántate de mañana, lucha con Dios; y si tus amigos no son convertidos, lucha con Dios por ellos; y luego descubrirás que es un trabajo fácil luchar con ellos por Dios. Trata, si puedes, de reunirte con ellos a solas, uno por uno, y cuéntales la historia. No tengas miedo; piensa únicamente en el bien que posiblemente puedas hacer. Recuerda que quien salva a un alma de la muerte ha cubierto una multitud de pecados, y tendrá estrellas en su corona por siempre y para siempre. Busca someterte a Dios-Salvador, para que en tu familia seas el medio de conducir a tus seres amados a buscar y encontrar al Señor Jesucristo, y entonces un día, cuando se encuentren en el Paraíso, sea un gozo y una bendición que estés allí, y que los tuyos estén también allí, para quienes Dios te hizo el instrumento de salvación. Que tu confianza en el Espíritu Santo sea total y honesta. No confíes en ti; no temas confiar en Él. Él te puede proporcionar palabras. Él puede aplicar esas palabras a sus corazones, y capacitarte para “dar gracia a los oyentes.”
Quiero concluir con un breve y pienso que agradable cambio de perspectiva del texto, para sugerir otro significado. Pronto, queridos amigos, muy pronto para algunos de nosotros, el Señor dirá: “Vete a tu casa, a los tuyos.” Ustedes saben dónde está ese hogar. Está por encima de las estrellas.
“Donde nuestros mejores amigos, nuestra parentela mora,
Donde Dios nuestro Salvador reina.”
Aquel hombre de cabellos grises ha enterrado a todos sus amigos; él ha dicho; “yo iré a ellos, pero ellos no regresarán a mí.” Pronto su Señor le dirá; “te has quedado lo suficiente aquí en este valle de lágrimas; ¡vete a tu casa, a los tuyos!” ¡Oh, hora feliz! ¡Oh, momento bendito, cuando esa sea la palabra: “¡Vete a tu casa, a los tuyos!” Y cuando vayamos a casa, a los nuestros, en el Paraíso, ¿qué haremos? Bien, en primer lugar nos dirigiremos a ese bendito asiento donde se sienta Jesús, nos quitaremos la corona y al arrojaremos a Sus pies, y le coronaremos Señor de todo. Y cuando hayamos hecho eso, ¿cuál será nuestra siguiente actividad? Pues, contaremos a los seres benditos del cielo lo que el Señor ha hecho por nosotros, y cómo ha tenido compasión de nosotros. Y ¿acaso tal historia será contada en el cielo? ¿Será ese el villancico de Navidad de los ángeles? Sí, lo será; ha sido publicado allí anteriormente (no se avergüencen de decirlo de nuevo), pues Jesús lo ha contado antes: “Y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido.” Y tú, pobre oveja, cuando seas encontrada, ¿no contarás cómo te buscó tu Pastor, y cómo te encontró? ¿Acaso no te sentarás en las fértiles praderas del cielo, y contarás la historia de tu propia redención? ¿No hablarás con tus hermanos y con tus hermanas para contarles, cómo Dios te amó y cómo te ha traído aquí? Tal vez digas: “será una historia muy breve.” ¡Ah!, lo sería si la escribieras ahora. Un librito podría contener toda tu biografía; pero allá arriba cuando tu memoria sea agrandada, cuando tu pasión sea purificada y tu entendimiento sea aclarado, descubrirás que lo que no era sino un opúsculo en la tierra, será un gigantesco tomo en el cielo. Contarás una larga historia allí sobre la gracia que sostiene, que restringe, y que constriñe, y pienso que harás una pausa para dejar que otro cuente su historia, y luego otro, y después otro, y al fin, después que hayas estado en el cielo mil años, prorrumpirás en exclamaciones: “oh santos, tengo algo más que decir.” Otra vez contarán sus historias, y otra vez los interrumpirás con: “oh, amados, he pensado en otro caso de la misericordia salvadora de Dios.” Y así proseguirás, dándoles temas para himnos, encontrándoles el material para la trama y la urdimbre de sonetos celestiales. “Vete a tu casa,” dirá Él pronto, “vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.” Espera un momento; espera lo que Él quiera, y pronto serás reunido en la tierra del más allá, en el hogar de los benditos, donde la felicidad sin fin será tu porción. ¡Que Dios nos conceda una bendición, por Su nombre!
Notas del traductor:
(1) The Wreck of the Golden Mary. Un cuento escrito por Charles Dickens en el que un barco choca con un iceberg, con funestas consecuencias. La historia ocurre en el tiempo de Navidad.
(2) The Rhyme of the Ancient Mariner. Un poema largo escrito por Samuel Taylor Coleridge.
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