SERMÓN #89 – Odio sin Causa – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 13, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon89.html


“Sin causa me aborrecieron.”
Juan 15: 25

“Me odiaron sin causa.” La Biblia de las Américas


Puedes descargar el documento con el sermón aquí: Sermón
 #89 – Odio sin Causa

Se entiende usualmente que la cita a la que hace aquí referencia nuestro Salvador, se encuentra en el Salmo 35, en el versículo 19, donde David, hablando de sí mismo de manera directa y del Salvador de manera profética, dice: “No se alegren de mí los que sin causa son mis enemigos, ni los que me aborrecen sin causa guiñen el ojo.” Nuestro Salvador comenta esto como aplicable a Sí mismo, y de hecho nos está diciendo, realmente, que muchos de los Salmos son mesiánicos, es decir, que se refieren al Mesías; y, por eso, el doctor Hawker no erró cuando dijo que creía que los Salmos se refieren al Salvador, aunque podría estar llevando la verdad demasiado lejos. Pero sería un buen plan que cuando leamos los Salmos, los veamos continuamente como aludiendo, no tanto a David, sino al hombre de quien David era el tipo, Jesucristo, el Señor de David.

Ningún ser fue jamás tan codiciable como el Salvador. Sería casi imposible no sentir afecto por Él. Ciertamente, a simple vista, parecería más difícil odiarlo que amarlo. Y sin embargo, amable como era, sí, “Todo él codiciable,” ningún ser se encontró tan pronto con el odio, y ninguna criatura soportó jamás tan continuada persecución como la que Él sufrió. Tan pronto entró en el mundo, la espada de Herodes estuvo lista para eliminarlo, y los inocentes de Belén, por su terrible masacre, dieron un triste anticipo de los sufrimientos que Cristo soportaría, y del odio que los hombres derramarían sobre Su cabeza consagrada. Desde Su primer instante y hasta la cruz, excepto por el tiempo pasajero de calma de Su niñez, parecería que todo el mundo se alió contra Él, y todos los hombres buscaron destruirle.

Ese odio se manifestó de diferentes maneras, algunas veces en acciones descaradas, como cuando le llevaron a la cumbre del monte queriendo despeñarle, o cuando los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle, porque había dicho que ‘Abraham se gozó que había de ver Su día; y lo vio, y se gozó’. En otros momentos, ese aborrecimiento se manifestó en palabras de calumnia, tales como estas: “Este es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores;” o en miradas de desprecio, como cuando le miraban sospechosamente porque comía con publicanos y pecadores y se sentaba a la mesa sin lavarse las manos. En otros momentos ese odio permanecía enteramente en sus pensamientos, y decían dentro de sí: “Este blasfema,” porque dijo: “tus pecados te son perdonados.” Pero casi en todo instante había un odio contra Cristo; y cuando le tomaron queriendo hacerle rey, y una superficial y pasajera ráfaga del aplauso popular lo hubiera elevado a un trono inestable, aun en ese momento había un odio latente contra Él, sólo que bajo control por el milagro de los panes y los peces. Pero únicamente se necesitaba una cantidad igual de panes y peces ofrecidos por los sacerdotes, para que ese odio se convirtiera en el grito de: “¡Crucifícale, crucifícale!”, en vez del grito de: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”

Todo tipo de hombres le aborrecía. La mayoría de los hombres tiene que enfrentarse con alguna oposición; pero con frecuencia se trata de una oposición de clase, y siempre hay otras clases que los miran con respeto. El demagogo, que es admirado por el pobre, debe esperar ser despreciado por el rico; y quien trabaja para la aristocracia, se enfrenta, por supuesto, con el menosprecio de muchos. Pero hubo un hombre que caminaba entre el pueblo, que lo amó, que habló al rico y al pobre como si estuvieran al mismo nivel (y ciertamente lo están) ante Su bendita opinión: y, sin embargo, todas las clases conspiraron para aborrecerle; los sacerdotes le quisieron hacer callar a fuerza de voces porque Él desbarataba sus dogmas; los nobles querían matarlo porque decía que era Rey; mientras que los pobres, por alguna razón que sólo ellos conocían, (aunque admiraban Su elocuencia y frecuentemente se habrían postrado ante Él en adoración por las maravillosas obras que realizaba), aun ellos, conspiraron para matarlo y para consumar su culpa clavándolo al madero, guiados por hombres que deberían haber hecho una mejor labor de liderazgo. Luego meneaban sus cabezas injuriándole, y diciéndole que ya que podía reedificar un templo en tres días, que se salvara a Sí mismo y descendiera de la cruz. Cristo fue aborrecido, calumniado y escarnecido en grado sumo; fue “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto.”

Ahora, esta mañana, trataremos de justificar los comentarios del Salvador, que sin causa le aborrecieron; segundo, vamos a reflexionar en el pecado de los hombres: que los hombres sin causa le aborrecieron; en tercer lugar, daremos una lección o dos al propio pueblo de Cristo, que debe aprender del hecho de que su Salvador fue aborrecido sin causa.

I. Primero, entonces, amados, JUSTIFIQUEMOS LO QUE EL SALVADOR DIJO: “Sin causa me aborrecieron.” Y nosotros hacemos la observación de que, aparte de la consideración de la pecaminosidad del hombre, y la pureza de Cristo, ciertamente no hay una sola causa que pueda mencionarse para el odio que el mundo le tenía.

Primero consideremos a Cristo en Su persona. ¿Había algo en la persona de Cristo como hombre, cuando vivió en este mundo, que tuviera una tendencia natural a provocar el odio de alguien? Advirtamos que había una ausencia de casi todo lo que provoca el aborrecimiento entre hombre y hombre. En primer lugar no había en Cristo un gran rango que provocara la envidia. Es un hecho muy conocido que aunque un hombre sea muy bueno, si es elevado por encima de su prójimo por las riquezas, o por algún título, aunque cada hombre individualmente lo respete, sin embargo los muchos a menudo hablarán en su contra, no tanto por lo que es, sino por su rango y su título. Parece natural que los hombres pertenecientes a las masas desprecien a los nobles; cada hombre, individualmente, piensa que es algo distinguido y maravilloso conocer a un lord; pero junten a los hombres, y en grupo, despreciarán a los lores y a los obispos, y hablarán con mucha ligereza en contra de principados y potestades.

Ahora, Cristo no contaba con ninguna de las circunstancias externas de rango, no tenía un carruaje, no usaba ropas finas, nada por encima de Sus compañeros; cuando salía fuera, no tenía heraldos que anunciaran Su viaje, ni tampoco iba rodeado de pompas que le honraran. De hecho, uno pensaría que la apariencia de Cristo naturalmente producía lástima. En vez de ser elevado por encima de los hombres, en cierto sentido, parecía estar por debajo de ellos, pues las zorras tenían sus guaridas, y las aves del cielo nidos, mas el Hijo del Hombre no tenía dónde recostar Su cabeza. Muchos demócratas han hablado mal contra el arzobispo cuando ha ido al Palacio de Lambeth; pero, ¿le habrían maldecido o despreciado si supieran que ese arzobispo no tenía dónde recostar su cabeza, y que simplemente trabajaba arduamente por la causa de la verdad, y no recibía ninguna recompensa? La envidia naturalmente provocada por el rango, la ocupación, y cosas semejantes, no habría podido operar en el caso de Cristo; no había nada en Su túnica que llamara la atención; era la túnica de un campesino de Galilea, “la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo.” No había nada en Su rango. Podrá haber sido el hijo de una antigua familia real, pero su realeza estaba aparentemente extinta, y era conocido únicamente como el Hijo del carpintero. Le aborrecieron, entonces, en ese sentido, “Sin causa.”

Muchas personas parecen ser susceptibles de envidia contra aquellos que ejercen mando o gobierno sobre ellos. El simple hecho de que un hombre tenga autoridad sobre mí, agita mis pasiones perversas y comienzo a verlo con sospecha, porque él está investido con esa autoridad. Algunos hombres se adaptan naturalmente al sistema y obedecen simplemente porque la regla está dada; principados y potestades son establecidos y ellos se someten por el Señor; pero la mayoría, especialmente en estos tiempos republicanos, parecen tener una tendencia natural a dar coces contra la autoridad, simplemente porque se trata de la autoridad. Pero si las autoridades y los gobiernos cambiaran cada mes, yo creo que en algunos países, en Francia por ejemplo, habrían revoluciones, tanto bajo un gobierno como bajo el otro; de hecho, ellos allí odian cualquier gobierno, y quisieran estar sin ley, para que todo hombre pudiese hacer lo que se le viniese en gana. Pero esto no operó en el caso de Cristo. Él no fue un rey; Él no asumió ningún imperio sobre la multitud. En verdad fue Señor sobre las tempestades y los mares; es cierto que conminaba a los demonios, y, si así lo hubiera querido, los hombres habrían sido Sus siervos obedientes. Pero Él no asumió poder sobre ellos. No comandó ejércitos, no promulgó leyes, no se hizo grande en el territorio; la gente hacía lo que quería, porque Él no imponía Su autoridad sobre ellos. De hecho, en vez de darles leyes que fueran severas, parecía haber suavizado la rigidez de su sistema; pues cuando la mujer adúltera que, de otra manera, habría sido castigada con la muerte, fue traída ante Él, le dijo: “Ni yo te condeno.” Y mitigó, hasta cierto punto, la rigidez de la ordenanza sabática, que era en ciertos aspectos demasiado onerosa, diciendo: “El día de reposo fue hecho por causa del hombre.” Ciertamente, entonces, ellos le aborrecieron “sin causa.”

Algunos hombres resultan desagradables para otros porque son altivos. Conozco a algunas personas que me habrían caído muy bien si no hubiesen sido tan almidonadas; realmente habría simpatizado con ellas y les habría admirado si hubiesen tenido el menor grado de condescendencia, pero ¡caminaban por el mundo con tan orgulloso paso! Tal vez no sean orgullosas: muy probablemente no lo sean; pero, como decía un viejo teólogo: “cuando vemos la cola de una zorra en un hoyo, esperamos naturalmente que la zorra esté allí.” Y, de alguna manera u otra, la mente humana no puede soportar el orgullo; siempre le damos de patadas. Pero no había nada parecido en nuestro Salvador. ¡Cuán humilde era! Él se rebajó a todo. Lavó los pies de Sus discípulos; y cuando caminaba entre los hombres, no había alarde en Él que les dijera: “vean mi talento, vean mi poder, vean mi rango, vean mi dignidad, sométanse, yo soy más grande que ustedes.”

No, Él toma un sitio en medio de ellos. Allí está Mateo, el publicano, sentado junto a Él, y no se siente incómodo por el publicano, aunque sea el peor de los pecadores; y hay una ramera, y Él le habla; hay otra mujer con siete demonios, y Él echa los demonios fuera de ella, y hay otro que tiene lepra, y llega a tocar a ese leproso, para mostrar cuán humilde era, y que no había nada de orgullo en Él. ¡Oh, si hubiesen podido ver al Salvador; Él era el mismísimo modelo de humildad! No había en Él nada de las formas de etiqueta y urbanidad típicas de ustedes. Poseía esa verdadera cortesía que lo hacía amable a todos los hombres, porque era una cortesía afable y afectuosa para todos. No había altivez en el Salvador, y consecuentemente no había nada que provocara la ira de los hombres por esa causa. Por tanto, Le aborrecieron “sin causa.”

Hay otras personas por quienes no puedes evitar sentir aversión, porque son muy regañonas, e irascibles y airadas; parecería que nacieron en un día terriblemente oscuro de tormenta, y que, en la composición de sus cuerpos, se hubiese empleado una buena cantidad de vinagre. No podrías sentarte largo rato junto a ellas, sin sentir que debes mantener tu lengua encadenada; no puedes hablar con libertad, pues de lo contrario habría una riña, ya que la palabra que dijeras la convertirían en una ofensa. Dirías: “fulano de tal es sin duda un buen hombre; pero realmente no puedo soportar su carácter.” Y cuando un hombre sobresale en público, pero cuenta con una disposición amarga y sórdida, uno siente la inclinación de aborrecerle. Pero no había nada de esto en el Salvador. “Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición.” Si los hombres escupían Su rostro, no les decía nada; y cuando Le golpearon, Él no los maldijo; se quedó quieto y soportó el escarnio. Caminó por el mundo recibiendo sobre Él constante menosprecio e infamia; pero “Jesús no respondió palabra.” Nunca se enojó. Al leer la vida del Salvador, no pueden encontrar que haya dicho una palabra de enojo, excepto esas palabras de santa ira que derramó, como aceite hirviente, sobre la cabeza del orgullo farisaico; entonces, en verdad, Su ira hirvió, pero se trataba de ira santa. Con un espíritu tan afectuoso, tan amable, y tan manso, uno pensaría que Él pudo haber ido por el mundo con toda la facilidad posible. Su amable espíritu debería haber encontrado un camino recto para Sus pies. Pero, a pesar de todo eso, Le aborrecieron. En verdad, podemos decir: “Sin causa le aborrecieron.”

Hay otro grupo de personas al cual difícilmente puedes evitar aborrecer: son las personas egoístas. Ahora, conocemos algunas personas que tienen una muy excelente índole, que son extremadamente honestas y rectas, ¡pero que son tan egoístas! Cuando estás con ellas, sientes que son tus amigas únicamente por lo que pueden obtener de ti; y cuando les has cumplido el propósito, te hacen simplemente a un lado y tratan de buscar a otra persona. Cuando intentan hacer el bien, su buena obra tiene un objetivo ulterior, pero, de alguna manera u otra, siempre son descubiertos; y ningún hombre en el mundo recibe una mayor porción de odio público que el hombre que vive una vida egoísta. Entre los hombres más miserables del universo, pateados por todo el mundo como balón de fútbol, está el mísero egoísta. Pero en Cristo no hubo nada de egoísmo; todo lo que hacía, lo hacía por otros. Tenía un poder maravilloso de obrar milagros, pero ni siquiera quiso cambiar una piedra por pan para Él; reservaba Su poder milagroso para otros; no parecía tener ninguna partícula de ego en Su naturaleza entera. De hecho, la descripción de Su vida podría darse de manera muy breve: “A otros salvó, a sí mismo no se pudo salvar.” Caminó por diversos lugares. Tocó a los más pobres, a los más ruines, y a aquellos que estaban más enfermos. No le importaba lo que los hombres dijeran de Él. No tenía ninguna consideración por la fama, o la dignidad, o la comodidad, o el honor. No tomaba en consideración en lo absoluto ni Sus satisfacciones corporales ni mentales. Abnegación fue la vida de Cristo; pero la practicaba con tal tranquilidad que no parecía un sacrificio. ¡Ah!, amados, en ese sentido, ciertamente aborrecieron a Cristo sin causa, pues no había nada en Cristo que motivara su odio. De hecho, por otro lado, había todo lo necesario para conducir al mundo entero a amar y reverenciar a una persona tan eminentemente abnegada.

Hay otro tipo de personas que no me agrada, es decir, los hipócritas; es más, pienso que puedo convivir con el hombre egoísta, si supiera que es egoísta; pero al hipócrita no le permito ni que se acerque a mí. Si se comprueba que un hombre público ha sido hipócrita una vez, el mundo difícilmente volverá a confiar en él; lo aborrecerán. Pero en este respecto, Cristo estuvo libre de culpa; y si le aborrecieron, no le aborrecieron por eso, pues nunca existió un hombre más sencillo que Cristo. Fue llamado, ustedes lo saben, el niño Jesús; pues como un niño que dice todo y no se reserva nada, y no es astuto, así era Jesús; no tenía afectación ni engaño. Siempre era el mismo, en el cual “no hay mudanza, ni sombra de variación.” Entre todas las cosas que el mundo habló de Cristo, nunca dijo que creía que fuera un hipócrita; y entre todas las calumnias que le endilgaron, nunca dudaron de Su sinceridad. Si hubiesen podido demostrar que realmente se hacía pasar como bueno ante ellos, habrían tenido una base para aborrecerle; pero Él vivía a la luz del sol de la sinceridad y caminaba en la cima de la montaña ya que era observado continuamente. No podía ser un hipócrita, y los hombres lo sabían, y, sin embargo, le aborrecieron. Verdaderamente, amigos míos, si ustedes inspeccionaran el carácter de Cristo en toda su hermosura, en toda su benevolencia, en toda su entrega, en toda su intensa avidez de beneficiar al hombre, en verdad dirían: “Sin causa le aborrecieron.” No había nada en la persona de Cristo que condujera a los hombres a aborrecerle.

A continuación, ¿hubo algo en la misión de Cristo que pudiera hacer que la gente le aborreciera? Si le hubiesen preguntado: “¿por qué razón has venido del cielo,” habría habido algo en Su respuesta que provocara su indignación y su odio? No lo creo. ¿Cuál fue el propósito de Su venida? Él vino, primordialmente, para explicar misterios. Para decirles lo que significaba el cordero del sacrificio, cuál era el significado del chivo expiatorio (Azazel), cuál era el propósito del arca, de la serpiente de bronce, y de la urna que contenía el maná; vino para rasgar el velo del lugar santísimo, y para mostrar a los hombres los secretos que no habían conocido nunca antes. ¿Por qué habrían de odiar a Aquél que alzó el velo del misterio y alumbró las cosas entenebrecidas y resolvió los enigmas? ¿Por qué habrían de odiar a Aquél que les enseñó lo que Abraham deseaba ver, y lo que los profetas y los reyes anhelaban conocer, pero que murieron sin conocerlo? ¿Había algo en todo eso que los condujera a odiarlo?

¿Con qué otra misión vino? Vino a la tierra para recuperar al descarriado; y ¿hay algo en ello que llevara a los hombres a odiar a Cristo? Si vino a reformar al borracho, a recuperar a la ramera, y a salvar a los publicanos y pecadores, y llevar de nuevo a la casa de su padre al hijo pródigo, ciertamente esos son objetivos con los que todo filántropo debería coincidir; es para eso que nuestros gobiernos son formados y estructurados, para conducir a los hombres a un mejor estado; y si Cristo vino con ese propósito, ¿había algo en ello que hiciera que los hombres lo odiaran?

¿Con qué otro propósito vino? Vino para sanar las enfermedades del cuerpo; ¿acaso es eso un legítimo objeto de odio? ¿Acaso vamos a odiar al médico que va por el mundo sanando gratuitamente todo tipo de enfermedades? Los oídos sordos son abiertos, las bocas mudas hablan, los muertos son levantados, y los ciegos pueden ver, y las viudas son bendecidas juntamente con sus hijos. ¿Acaso es todo esto una causa para que un hombre sea aborrecible? En verdad, Él podría preguntar: “¿por cuál de ellas me apedreáis?” “Si he hecho buenas obras, ¿por qué razón habláis en mi contra?” Pero ninguna de estas obras era la causa del odio de los hombres. Le aborrecieron sin causa. Y Él vino a la tierra a morir, para que los pecadores no murieran. ¿Fue ese el motivo del odio? ¿Debería odiar al Salvador porque vino a sofocar las llamas del infierno para mí? ¿Debería despreciar a Aquél que permitió que la espada encendida de Su Padre fuera apagada con Su propia sangre vital? ¿Debería mirar con indignación al sustituto que asume mis pecados y dolores sobre Él, y carga con mis aflicciones? ¿Debería aborrecer y despreciar al hombre que me amó más de lo que Se amó a Sí mismo: que me amó tanto que visitó la lúgubre tumba para salvarme? ¿Son estas las causas del odio? En verdad Su misión debería habernos hecho cantar Sus alabanzas para siempre, y unirnos a las arpas de los ángeles en sus himnos de embeleso. “Sin causa me aborrecieron.”

Pero, además: ¿hubo algo en la doctrina de Cristo que nos condujera a aborrecerle? Respondemos que no; no había nada en Su doctrina que pudiera provocar el odio de los hombres. Tomen Sus doctrinas preceptivas. ¿Acaso no nos enseñó que hagamos a otros como queremos que ellos hagan con nosotros? ¿Acaso no fue el exponente de todo lo que es amable y honorable y de buena reputación? Y ¿acaso Su enseñanza no fue la propia esencia de la virtud, de tal forma que si la misma virtud la hubiese escrito, no habría podido escribir un código tan perfecto de buena conducta y de excelentes virtudes?

¿Fue acaso la parte ética de Sus doctrinas lo que odiaron los hombres? Él enseñó que los ricos y los pobres deben estar al mismo nivel; Él enseñó que Su Evangelio no debía limitarse a una nación en particular, sino que había de ser gloriosamente expansivo, y que debía cubrir todo el mundo. Esta, tal vez, fue la razón principal de su odio contra Él; pero ciertamente no había una causa justificable para su indignación en esto. No había nada en Cristo que condujera a los hombres a odiarle. “Sin causa le aborrecieron.”

II. Y ahora, en segundo lugar, voy a reflexionar sobre EL PECADO DEL HOMBRE, como el motivo de haberle aborrecido sin causa. ¡Ah!, hermanos, no les diré de los adulterios del hombre, y las fornicaciones, y los asesinatos, y los envenenamientos, y las sodomías. No les hablaré de las guerras del hombre, y los derramamientos de sangre, y las crueldades, y las rebeliones. Si necesito hablarles del pecado del hombre, debo decirles que el hombre es un deicida: que hizo morir a su Dios, y sacrificó a su Salvador; y cuando les haya dicho eso, les habré dado la esencia de todo pecado, la obra maestra del crimen, el mismo pináculo y el clímax de la terrífica pirámide de la culpa mortal. El hombre se excedió a sí mismo cuando asesinó a su Salvador, y el pecado eclipsó a Herodes cuando sacrificó al Señor del universo, al amante de la raza humana, que vino a la tierra a morir. Nunca se muestra tanto el pecado en su carácter sumamente pecaminoso como cuando lo vemos apuntando a la persona de Cristo, a Quien aborreció sin causa. En cualquier otro caso, cuando el hombre ha aborrecido el bien, ha habido siempre circunstancias atenuantes. Nunca vemos el bien en este mundo sin alguna aleación; independientemente de cuán grande sea la bondad de alguien, hay siempre una clavija en la que podamos colgar una censura; independientemente de cuán excelente pueda ser un hombre, hay siempre alguna falla que disminuye nuestra admiración o nuestro amor. Pero en el Salvador no había nada igual. No había nada que pudiera ensuciar el cuadro; la santidad se destacaba a plenitud en la vida; había santidad y únicamente santidad.

Si un hombre odiara a Whitefield, uno de los hombres más santos que jamás haya existido, les diría que no odiaba su bondad, sino que odiaba su predicación delirante y las extraordinarias anécdotas que contaba; o citaría algo brotado de sus labios y lo sometería a escarnio. Pero en el caso de Cristo, los hombres no podrían hacer eso; pues aun cuando buscaron falsos testigos, sus testigos no pudieron ponerse de acuerdo. No había nada en Él sino santidad: y cualquier persona medio tuerta podría ver que los hombres odiaron simplemente que Cristo fuera perfecto; no podrían haberle odiado por ninguna otra causa. Y así pueden ver el abominable mal, el detestable mal del corazón humano: el hombre odia el bien porque sí. No es cierto que nosotros, el pueblo cristiano, seamos odiados por nuestras debilidades; los hombres convierten nuestras debilidades en un clavo en el que cuelgan su risa; pero si no fuésemos cristianos, no odiarían nuestras debilidades. Ridiculizan nuestras inconsistencias; pero no creo que les importen nuestras inconsistencias; si no profesáramos la religión, o si pensaran que no poseemos ninguna, podríamos ser tan inconsistentes como el resto del mundo. Pero debido a que el Salvador no tenía ni inconsistencias ni debilidades, los hombres se quedaron sin excusa para odiarle, y se vio que el hombre naturalmente odia al bien, porque es tan malo que no puede hacer otra cosa que detestar el bien.

Y permítanme apelar ahora a cada pecador presente, y preguntar a cada uno en particular, si ha tenido alguna vez una razón para odiar a Cristo. Alguien dirá: “yo no le odio; si viniera a mi casa le amaría mucho.” Pero es muy notable que Cristo es tu vecino de al lado, en la persona de la pobre Beatriz que vive allí. Asiste a tal y tal capilla, y tú dices que Beatriz no es otra cosa que una pobre metodista hipócrita. ¿Por qué no quieres a Beatriz? Ella es una parte de los miembros de Cristo, y “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” Tú dices que no odias a Cristo. Ahora, mira al otro lado de la capilla. ¿Acaso no conoces a aquel hombre, un miembro de este lugar, un hombre muy santo, pero que por una razón no soportas: porque una vez te habló de tus fallas. ¡Ah!, amigo, si amaras a Cristo amarías a Sus miembros. ¡Cómo!, me dices que amas mi cabeza, pero que no amas mis manos? Mi querido amigo, no puedes cortar mi cabeza y permitirme que siga siendo la misma persona. Si amas a Cristo, la cabeza, debes amar a Sus miembros. Pero tú dices: “yo en efecto amo a Su pueblo.” Muy bien, entonces has pasado de muerte a vida, si amas a los hermanos. Pero tú dices: “no estoy seguro de ser una persona cambiada, todavía. No estoy consciente de que haya alguna oposición en mi corazón contra Cristo y Su Evangelio.” Puede ser que no estés consciente, pero el hecho de que no estés consciente hace tu caso más triste. Tal vez si lo supieras, y lloraras por ello, vendrías a Cristo; pero como no lo sabes y no lo sientes, esa es una prueba de tu hostilidad. Ahora, ¡vamos! Debo suponer que eres hostil a Cristo, a menos que le ames; pues yo sé que sólo hay dos opiniones acerca de Él. O le amas o le odias. Ser indiferente en a Cristo es simplemente una imposibilidad.

Un hombre muy bien podría decir: “soy indiferente a la honestidad.” Vamos, entonces es deshonesto ¿no es cierto? ¿Eres indiferente a Cristo? Entonces le aborreces. Y ¿por qué le odias? Muchas veces has sido cortejado por el Evangelio; has resistido los llamados, muchos de ellos; dime, ahora, ¿por cuál de las obras de Cristo le aborreces? ¿Tengo frente a mí a un perseguidor? ¡Pecador! ¿por qué razón aborreces a Cristo? ¿Le maldices? Dime qué ha hecho para que estés enojado con Él. Señala una sola falta Suya en Su proceder hacia ti. ¿Te ha hecho daño Cristo alguna vez? “¡Oh!” dirá alguno, “me ha quitado a mi esposa y la ha convertido en una de Sus hijas, y ha sido bautizada y asiste a la capilla, y yo no puedo soportar eso.” ¡Ah!, pecador, ¿es esa la causa por la que aborreces a Cristo? ¿Habrías aborrecido a Cristo si Él la hubiera arrebatado de las llamas, si la hubiera salvado de descender a la muerte? No, le habrías amado. Y Él ha salvado el alma de tu esposa. ¡Ah!, aunque nunca te salvara a ti, si tú amas a tu esposa, tendrías suficiente motivo para amarle, pensando que ha sido tan bueno contigo. Yo te digo que si tú aborreces a Cristo, no sólo le odias sin causa, sino que le aborreces teniendo amplias razones para amarle. Vamos, pobre pecador, ¿qué ganas con odiar a Cristo? Tienes remordimientos de conciencia.

Muchos pecadores, por odiar a Cristo, han sido encerrados en la cárcel, tienen un abrigo andrajoso, un cuerpo enfermo, una casa asquerosa y sórdida con sus cristales rotos, y una pobre esposa que ha sido golpeada hasta casi morir, y niños que se escabullen de su presencia tan pronto el padre llega a casa. ¿Qué ganas con odiar a Cristo? ¡Oh!, si fueras a estimar tus ganancias, encontrarías que tener a Cristo sería ganancia, pero que aborrecerle es una pérdida irreparable para ti. Ahora, si odias a Cristo y a la religión de Cristo, yo te digo que odias a Cristo sin causa; y permíteme darte una solemne advertencia, que consiste en esto: que si continúas odiando a Cristo hasta tu muerte, no lesionarás a Cristo por ello, pero tú te harás un daño terrible. ¡Oh, que Dios te libre de ser de aquellos que aborrecen a Cristo! No hay nada que ganar y todo por perder al aborrecerle. ¿Por qué causa odias a Cristo, perseguidor? ¿Por qué causa odian a Cristo, ustedes que son hombres carnales e impíos? ¿Por qué odian el Evangelio de Cristo? Sus ministros, ¿qué daño les han hecho? ¿Qué daño pueden hacerles, cuando más bien anhelan hacerles todo el bien del mundo? ¿Por qué es que odias a Cristo? ¡Ah!, es sólo porque estás desesperadamente metido en la maldad: porque veneno de áspides hay debajo de tus labios, y sepulcro abierto es tu garganta. De otra manera, amarías a Cristo. “Sin causa le aborrecieron.”

Y ahora, hombres cristianos, debo predicarles por unos instantes. En verdad ustedes tienen una gran razón para amar a Cristo ahora, pues una vez le odiaron sin causa. ¿Alguna vez han tratado mal a un amigo sin darse cuenta? Es algo desafortunado que la mayoría de nosotros lo hayamos hecho alguna vez. Sospechábamos que un amigo nos había hecho algún daño; reñimos con él durante varias semanas y, sin embargo, no nos había hecho nada. Lo único que hizo fue advertirnos. ¡Ah!, no hay lágrimas comparables a las que derramamos cuando hemos hecho daño a un amigo. Y ¿no deberíamos llorar cuando hemos injuriado al Salvador? ¿Acaso no vino a mi puerta una noche húmeda y fría, y yo le cerré mi puerta en Su cara? ¡Oh!, he hecho lo que no puedo deshacer; he menospreciado a mi Señor, he insultado a mi amigo, he arrojado deshonra sobre Aquél que admiro. ¿Acaso no lloraré por Él? ¡Oh!, ¿no gastaré mi propia vida por Él? Derramó Su sangre por mis pecados, por mi propia traición. Monumentos, ¡ah!, monumentos construiré; doquiera que viva, doquiera que vaya, acumularé monumentos de alabanza, para que Su nombre sea divulgado; y doquiera que vaya, diré con abundantes lágrimas lo que Él ha hecho, y diré que yo le he tratado mal y le he malentendido pavorosamente durante mucho tiempo. Le aborrecimos sin causa; por tanto, amémosle.

III. DOS LECCIONES PARA LOS SANTOS.

En primer lugar, si su Señor fue aborrecido sin causa, no esperen tener una vida tranquila en este mundo. Si su Señor estuvo sujeto a todo este menosprecio y a todo este dolor, ¿suponen ustedes que siempre pasearán a lo largo de este mundo en un carruaje? Si así lo suponen, estarán maravillosamente equivocados. Como su Señor fue perseguido, ustedes deben esperar lo mismo. Algunos de ustedes nos compadecen cuando somos perseguidos y despreciados. ¡Ah!, guarden su piedad, guárdenla para aquellos de quienes el mundo habla bien; guárdenla para aquellos contra quienes el ¡ay! es pronunciado: “¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!” Guarden su piedad para los favoritos de la tierra; guarden su compasión para los señores de esta tierra, que son aplaudidos por todos los hombres. Nosotros no les pedimos conmiseración; es más, señores, en todas estas cosas nos regocijamos, y “nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que las cosas que nos han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio.” Y contamos como gozo cuando caemos en todo tipo de pruebas, pues nos alegramos porque de esta forma el nombre de Cristo es conocido y Su reino es extendido.

La otra lección es, traten de que, si el mundo los odia, los odie sin causa. Si el mundo va a oponérseles, no tiene caso que provoquen que el mundo se les oponga. Este mundo es lo suficientemente amargo, sin necesidad que yo le ponga vinagre. Algunas personas se figuran que el mundo los perseguirá; por tanto, se ponen en una posición de lucha, como si estuvieran invitando a las persecuciones. Ahora, yo no veo qué bien se deriva de hacer eso. No intenten ni provoquen que otras personas los aborrezcan. Realmente, la oposición a la que se enfrentan algunas personas no es por causa de la justicia, sino por causa de su propio pecado, o por causa de su propio carácter ofensivo. Muchos cristianos conviven en alguna casa: tal vez una sirvienta cristiana; ella dice que es perseguida por causa de la justicia. Pero ella posee una mala disposición, algunas veces habla con dureza, y luego la señora de la casa la regaña. Eso no es ser perseguido por causa de la justicia. Hay otra persona, un comerciante en la ciudad, tal vez; él no es visto con mucha estima. Él dice que es perseguido por causa de la justicia; pero en realidad es que no mantuvo un descuento ofrecido hace algún tiempo. Otro dice que es perseguido por causa de la justicia; pero anda por todos lados asumiendo autoridad sobre los demás, y de vez en cuando las personas le responden y le reconvienen.

Pueblo cristiano, cuídate de que si eres perseguido, sea por causa de la justicia; pues si te persiguen por tu causa, debes aguantar las consecuencias. En las persecuciones que tú mismo provocas por tus propios pecados, Cristo no tiene nada que ver; son castigos sobre ti mismo. Aborrecieron a Cristo sin causa; entonces no teman ser aborrecidos. Odiaron a Cristo sin causa; entonces no provoquen el ser odiados, y no den al mundo ningún motivo para ello.

Y ahora, ustedes que odian a Cristo, que pudieran amarle. ¡Oh, que Él viniera a ustedes ahora! ¡Oh, que se manifestara a ustedes! Y entonces seguramente lo amarían de inmediato. El que cree en el Señor Jesús ciertamente lo amará y el que le ama será salvo. ¡Oh, que Dios les dé fe, y les dé amor, por Cristo Jesús! Amén.

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