SERMÓN #81-82 – El Dios de los Ancianos – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 12, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon81-82.html


“Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré.”
Isaías 46: 4

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El próximo martes subiré al púlpito para dirigirme a la congregación en circunstancias especiales; circunstancias que, acaso, ocurren raramente, y posiblemente no hayan ocurrido nunca antes. Habría sido más apropiado que el anciano ministro fuera quien se dirigiera a la congregación; sin embargo, como él lo decidió así, así ha de ser. Yo voy a buscar mi consolación en el versículo tercero, donde se declara que aunque Dios sea el Dios del término de nuestra vida, es también el Dios de su comienzo. Él nos lleva desde la matriz; por eso, el niño puede confiar en Dios, al igual que el que el hombre canoso. Y Aquel que otorga bendiciones especiales a las canas, también corona la cabeza de los jóvenes con Su perpetuo favor, si se trata de Sus hijos.

“Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré.”

¿Me permiten exponerles la doctrina de este texto, para luego mostrarles cómo es implementado, especialmente en el tiempo de la vejez?

I. Yo sostengo que LA DOCTRINA DEL TEXTO ESla constancia del amor de Dios, su perpetuidad, y su naturaleza inalterable. Dios declara que Él no es simplemente el Dios del santo joven; que Él no es simplemente el Dios del santo de edad mediana: sino que Él es el Dios de los santos en todas sus edades, de la cuna a la tumba. “Y hasta la vejez yo mismo”; o, como lo traduce Lowth más hermosa y apropiadamente: “Y hasta la vejez yo soy el mismo, y hasta las canas te soportaré.”

La doctrina, entonces, es doble: que Dios mismo es el mismo, sin importar cuál sea nuestra edad; y que los tratos de Dios para con nosotros, tanto en la providencia como en la gracia, tanto cuando nos soporta como cuando nos guarda, son igualmente inalterables.

(1.) En cuanto a la primera parte de la doctrina, que expresa que Dios es el mismo cuando llegamos a la ancianidad, seguramente no tengo necesidad de demostrárselos. Abundantes testimonios de la Escritura declaran que Dios es un ser inmutable, sobre cuya frente no hay una sola arruga debido a la edad, y cuya fortaleza no se debilita por el paso de las edades; pero si necesitáramos pruebas, podríamos mirar a la naturaleza en cualquier parte, y a partir de allí deberíamos adivinar que Dios no cambiará durante el breve período de nuestra vida mortal. ¿Acaso me parece algo difícil que Dios sea el mismo durante setenta años, cuando descubro muchas cosas en la naturaleza que han retenido el mismo perfil e imagen durante muchos años más?

¡Contemplen el sol! El sol que condujo a nuestros padres a su diaria labor, nos ilumina todavía; y la luna, por la noche, es la misma: el mismísimo satélite, resplandeciente con la luz de su señor, el sol. ¿Acaso las rocas no son las mismas? ¿Y no hay muchos árboles añosos, que permanecen siendo casi los mismos durante multitudes de años, y sobreviven a los siglos? ¿Acaso no es la tierra, en su mayor parte, la misma? ¿Han perdido las estrellas su brillo? ¿Acaso las nubes no derraman su lluvia sobre la tierra? ¿Acaso el océano no palpita todavía con ese grandioso pulso único de flujo y reflujo? ¿No aúllan todavía los vientos, o no respiran en delicadas brisas sobre la tierra? ¿Acaso no brilla todavía el sol? ¿No crecen las plantas como lo hacían antiguamente? ¿Ha cambiado la cosecha? ¿Ha olvidado Dios Su pacto del día y de la noche? ¿Acaso ha traído otro diluvio sobre la tierra? ¿Acaso ésta no está en el agua y fuera del agua? Ciertamente, entonces, si la naturaleza cambiante, hecha para que pase en unos cuantos años más, y que será “deshecha, y se fundirá”, permanece siendo la misma a través de los ciclos de setenta años, ¿no podemos creer que Dios, que es más grande que la naturaleza, y es el creador de todos los mundos, permanecerá siendo el mismo a lo largo de un período tan breve? ¿No basta eso?

Entonces, tenemos otra prueba. Si tuviéramos un nuevo Dios, no deberíamos tener las Escrituras: si Dios hubiese cambiado, entonces necesitaríamos una nueva Biblia. Pero la Biblia que lee el niño es la Biblia del hombre canoso; la Biblia que yo llevaba conmigo a mi escuela dominical, es la que me sentaré a leer, cuando, ya canoso, me falle toda fuerza salvo la que es divina. La promesa que me alegraba en la joven mañana de la vida, cuando me consagré por primera vez a Dios, me alentará cuando mis ojos estén debilitados por la edad, y la luz del sol del cielo los ilumine y vean fulgurantes visiones de mundos muy distantes, donde espero morar por siempre.

La palabra de Dios es todavía la misma; ninguna promesa ha sido abolida. Las doctrinas son las mismas; las verdades son las mismas; todas las declaraciones de Dios permanecen inalterables para siempre; y yo sostengo, a partir del propio hecho de que el Libro de Dios no es afectado por los años, que Dios mismo ha de ser inmutable, y que Sus años no lo cambian. Consideren nuestra adoración: ¿no es la misma? ¡Oh, amigos de cabezas canosas! Ustedes pueden recordar muy bien cuando eran llevados a la casa de Dios en su niñez, y escuchaban los mismísimos himnos que oyen ahora. ¿Han perdido su sabor? ¿Han perdido su música? A veces, cuando es ofrecida la oración, ustedes recuerdan que su anciano pastor elevaba la misma petición hace cincuenta años; pero la petición es tan buena como siempre. Permanece todavía sin cambio; es la misma alabanza, la misma oración, la misma exposición, la misma predicación. Toda nuestra adoración es la misma. Y para muchas personas, se trata de la misma casa de Dios, donde fueron dedicadas a Dios en el bautismo.

Ciertamente, hermanos míos, si Dios hubiese cambiado, habríamos estado obligados a hacer una nueva forma de adoración; si Dios no hubiese sido inmutable, habríamos tenido la necesidad sacrificar nuestro sagrado servicio frente a un nuevo método. Pero, puesto que nos encontramos inclinándonos a semejanza de nuestros padres, con las mismas oraciones, y cantando los mismos salmos, creemos debidamente que Dios mismo debe ser inmutable.

Pero contamos con mejores pruebas que esta, que Dios es inmutable. Aprendemos esto de la dulce experiencia de todos los santos. Ellos testifican que el Dios de su juventud es el Dios de sus años postrimeros. Reconocen que Cristo “tiene el rocío de su juventud.” Cuando le vieron por primera vez como el resplandeciente y glorioso Emanuel, pensaron que era “todo él codiciable”; y cuando le ven ahora, no ven una belleza desmejorada, y una gloria que ha partido: es el mismísimo Jesús. Cuando descansaron por primera vez en Él, se dieron cuenta de que Sus hombros eran lo suficientemente fuertes para sostenerlos; y encuentran que esos hombros son todavía tan poderosos como siempre. Pensaron que al principio Sus entrañas en verdad se derretían de amor, y que Su corazón latía aceleradamente con misericordia; y encuentran que sigue siendo el mismo. Dios no ha cambiado; por esto “no habéis sido consumidos.” Ponen su confianza en Él, porque todavía no han advertido una sola alteración en Él. Su carácter, Su esencia, Su ser, y Sus actos, todos ellos son los mismos; y, además, para coronarlo todo, no podemos suponer un Dios, si no podemos suponer un Dios inmutable. Un Dios que cambiara no sería Dios. No podríamos captar la idea de la Deidad si permitiéramos alguna vez a nuestras mentes que dieran entrada al pensamiento de mutabilidad. De todas estas cosas, entonces, concluimos que “hasta la vejez Él mismo, y hasta la canas nos soportará Él.”

(2.) El otro lado de la doctrina es este: Dios no sólo es el mismo en Su naturaleza, sino que es el mismo en Sus tratos; Él nos soportará igual, nos guardará igual, nos sostendrá igual que solía hacerlo. Y aquí, también, casi no necesitamos demostrarles que los tratos de Dios para con Sus hijos son los mismos, especialmente si les recuerdo que las promesas de Dios son hechas, no a la edades, sino a la gente, a las personas, a los hombres.

Algunos ministros han declarado recientemente que personas de ciertas edades son más propensas a ser convertidas que personas de otras edades. Hemos oído que algunas personas declaran que si un hombre sobrepasa los treinta años de vida, si ha oído infructuosamente el Evangelio, no es probable en absoluto que vaya a ser salvado. Pero nosotros creemos que nunca ha sido proclamada desde el púlpito una mentira más palpable y descarada, pues nosotros mismos hemos conocido a multitudes de personas que han sido salvadas a los cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta años de edad, e incluso, en los linderos de la tumba, a los ochenta años.

Encontramos algunas promesas en la Biblia que son hechas a algunas condiciones particulares; pero las promesas importantes, las mayores y más grandiosas promesas son hechas a los pecadores como pecadores; son hechas a los elegidos, a los escogidos, sin tener en cuenta su edad o condición. Nosotros sostenemos que el anciano puede ser justificado de la misma manera que el joven; que el manto de Cristo es lo suficientemente amplio para cubrir al hombre fuerte y adulto así como al pequeño niño. Creemos que la sangre de Cristo sirve para lavar setenta años, así como setenta días de pecado; que “no hay acepción de personas para con Dios”, que todas las edades son similares para Él, y que el que “a mí viene, no le echo fuera”, y estamos seguros de que todas las buenas cosas de la Biblia son tan buenas en una etapa como en otra. ¿Será cambiado por los años el perfecto manto de justicia que me cubre? ¿Será destruida por los años la santificación del Espíritu? ¿Vacilarán las promesas? ¿Será disuelto el pacto? Puedo suponer que las colinas eternas se derretirán; puedo soñar que los montes eternos serán disueltos, igual que la nieve sobre sus picos; puedo concebir que el océano sea chupado con lenguas de llamas bifurcadas; puedo suponer que el sol sea detenido en su carrera; puedo imaginar que la luna sea convertida en sangre; puedo concebir que las estrellas caigan de la bóveda de la noche; puedo imaginar “la ruina de naturaleza y el choque de los mundos”; pero no puedo concebir el cambio de una sola misericordia, o de una sola bendición del pacto, o de una sola promesa, o de una sola gracia que Dios otorga a Su pueblo, pues encuentro que cada una de ellas, en sí misma, está sellada con la inmutabilidad, y no tengo razón para ponerla en un área de incertidumbre.

Cuando repaso la Biblia entera, encuentro que la experiencia de los santos, hace mil, hace dos mil, hace tres mil años, era exactamente la misma que la experiencia de los santos ahora; y si encuentro que la misericordia de Dios es inmutable desde el tiempo de David hasta mi tiempo, ¿puedo concebir que Dios, que permanece siendo el mismo por miles de años, cambie durante el breve período de setenta años? No, nosotros sostenemos que Él nos llevará, y nos soportará en la vejez de la misma manera que en nuestra juventud.

Pero, además de eso, tenemos testigos vivientes, testimonios vivos. Yo podría encontrar en la planta baja de este lugar, y en los balcones, no uno ni dos, sino veinte, sí, cien testigos vivientes, quienes, puestos de pie, les dirían que Dios los guarda ahora tal como lo hizo antaño, y que todavía los soporta. No necesito apelar a mis amigos, que se pondrían de pie en sus lugares, y con lágrimas rodando por sus mejillas, dirían: “¡Jóvenes, jovencitas, confíen en su Dios; Él no me ha desamparado! Yo encuentro que:

“Incluso hasta la vejez, todo Su pueblo demuestra de hecho,
Su amor inalterable, eterno, soberano;
Y cuando las canas adornan sus sienes,
Son aún transportados como corderos en Su pecho.”

Pregúntenle a aquel anciano amigo, pregúntenle a cualquier cristiano anciano, si encuentra que Dios le ha desamparado en lo más mínimo, y verán que sacude su cabeza, y le oirán decir: “oh, joven amigo, si tuviera otros setenta años para vivir, confiaría todavía en Él, pues no he encontrado que me falle en todo el camino en el que el Señor Dios me ha conducido. No ha fallado una sola promesa, sino que todo se ha cumplido”. Y pienso que le veo alzando su mano en medio de la asamblea, y diciendo: “No tengo nada que lamentar excepto mi pecado. Si viviera otra vez, sólo querría ponerme en las manos de la misma Providencia, para ser conducido y dirigido por la mismísima gracia.” Amados, no necesitamos proporcionarles más pruebas, pues testigos vivientes dan testimonio de que Dios cumple Su promesa: “Yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré.”

II. Pero ahora llegamos a nuestro verdadero tema, que es, considerar EL TIEMPO DE LA VEJEZ COMO UN PERÍODO ESPECIAL, y observar, por tanto, la constancia del amor divino, que Dios sostiene y socorre a Su siervos en sus años postreros. No puedo imaginar o soñar que necesito ofrecer alguna disculpa por predicar a los ancianos. Si yo estuviera en diversos círculos majaderos en los que la gente se llama a sí misma: damas y caballeros, y siempre quiere ocultar la edad, podría tener alguna vacilación; pero no tengo nada que ver con eso aquí. Llamo a un viejo, un viejo, y a una anciana, una anciana; si ellos se consideran viejos o no, no es de importancia para mí. Yo creo que son viejos si sobrepasan los sesenta años, o están llegando a los setenta u ochenta años.

La vejez es un tiempo de recuerdos peculiares, de esperanzas peculiares, de solicitudes peculiares, de bendiciones peculiares, y de deberes peculiares; y, sin embargo, en todo esto, Dios es el mismo, aunque el hombre sea peculiar.

(1.) Primero, la vejez es un tiempo de una memoria peculiar; de hecho, es la edad de la memoria. Nosotros, los jóvenes, hablamos de recordar tales y tales cosas que ocurrieron hace cierto tiempo; pero, ¿qué es nuestra memoria comparada con la memoria de nuestros padres? Nuestro padre mira al pasado que es de una longitud tres o cuatro veces mayor a la longitud de tiempo sobre la que nosotros paseamos nuestra mirada. ¡Cuán peculiar es la memoria del anciano! ¡Cuántas dichas puede recordar! ¡Cuántas veces ha latido aceleradamente su corazón con arrobamiento y bienaventuranza! ¡Cuántas veces ha sido alegrada su casa por la abundancia! ¡Cuántos festivales de cosecha ha visto! ¡Cuántas veces fue pisada la vendimia! ¡Cuántas veces ha oído la risa alrededor del fuego de la chimenea! ¡Cuántas veces han gritado sus hijos a su oído, y se han regocijado en derredor suyo! ¡Cuántas veces sus propios ojos han fulgurado con deleite! ¡Cuántos montes de Mizar ha visto! ¡Cuántas veces ha tenido dulces festines con el Señor! ¡Cuántos períodos de comunión con Jesús! ¡A cuántos servicios sagrados ha asistido! ¡Cuántos cánticos de Sion ha cantado! ¡Cuántas oraciones respondidas han alegrado su espíritu! ¡Cuántas felices liberaciones le han hecho reír de gozo! ¡Cuando mira hacia atrás, puede ensartar sus misericordias recibidas en una sarta que comprende a miles de ellas! Y cuando las mira a todas ellas, aunque pensará también en muchas tribulaciones que ha tenido que atravesar, puede decir: “Ciertamente el bien y la misericordia me han seguido todos los días de mi vida.” Dios ha estado con él hasta sus canas, y hasta la vejez le ha soportado. Mira a sus gozos pasados como pruebas de la constancia de Dios.

¡Y cuántas aflicciones ha tenido! ¡Cuántas veces ha tenido que recluirse en su aposento de enfermo! ¡Cuántas veces esa hermana anciana ha tenido que acostarse en el lecho de la aflicción! ¡Cuántas enfermedades pueden divisar él o ella en su pasado! ¡Cuántas horas de amargo afán y dolor! ¡Cuántas épocas de turbación, debilidad, y acercamientos a la tumba! ¿Cuántas veces se ha tambaleado el anciano muy cerca de esos linderos desde los cuales ningún viajero puede regresar? ¿Cuántas veces ha experimentado la vara del Padre sobre sus hombros? Y, sin embargo, recordando todo ello, puede decir: “Y hasta la vejez Él mismo, y hasta las canas me soportará Él.”

¿Con cuánta frecuencia, también, ha ido ese anciano al sepulcro donde ha enterrado a muchos de sus seres queridos? Allí, tal vez, ha depositado a su amada esposa, y va a llorar a ese lugar; o, el marido duerme, mientras la esposa vive todavía. Ese anciano recuerda también a hijos e hijas que fueron arrebatados al cielo casi tan pronto como nacieron; o, quizás, se les permitió vivir hasta alcanzar la flor de la vida, y luego fueron cortados justo en su gloria juvenil. ¿Cuántos de sus viejos amigos a quienes les dio la bienvenida junto a su chimenea, ha enterrado? ¿Cuán frecuentemente se ha visto forzado a exclamar: “Aunque los amigos han partido, no obstante, ‘Amigo hay más unido que un hermano’, y en Él confío todavía, y a Él entrego todavía mi alma”?

Y observen, además, ¡cuántas veces ha quebrantado la tentación a ese venerable santo! ¡Cuántos conflictos ha tenido con las dudas y los temores! ¡Cuántas luchas con el enemigo! ¡Cuán a menudo ha sido tentado a abandonar su fe! ¡Cuán frecuentemente ha tenido que estar en lo más denso de la batalla!; y, sin embargo, ha sido preservado por la misericordia, y no ha llegado a ser cortado. Ha sido fortalecido para perseverar en el camino celestial. ¡Cuán inflamados por el viaje están sus pies! Cuán ampollados por la aspereza del camino. Pero él podría decirles que, a pesar de todas esas cosas, Cristo le ha “guardado hasta este día, y no le soltará”; y su conclusión es que “hasta la vejez Dios ha sido el mismo, y hasta las canas le ha soportado”.

Hay una triste reflexión que estamos obligados a mencionar cuando contemplamos la calva del santo anciano: ¡cuántos pecados ha cometido! ¡Ah, mis amados!, por puras que hayan sido sus vidas, se verán obligados a decir: “¡Oh, cómo he pecado, en la juventud, en la edad madura, e incluso cuando los achaques se han congregado a mi alrededor! ¡Que hubiera sido piadoso! ¡Cuán a menudo he abandonado a Dios! ¡Cuán frecuentemente me he alejado de Él! ¡Ay, cuán a menudo le he provocado! ¡Cuán frecuentemente he dudado de Sus promesas, cuando no tenía ningún motivo para desconfiar de Él! ¡Cuán frecuentemente mi lengua ha pecado contra mi corazón! ¡Cuán constantemente he violado todo lo que sabía que era bueno y excelente! Estoy obligado a decir ahora, en mi gris vejez:

“Nada en mis manos traigo,
Simplemente a Tu cruz me aferro.”

Soy todavía:

“Un monumento de la gracia,
Un pecador salvado por la sangre”.

Ahora no tengo esperanza alguna salvo en la sangre de Cristo, y sólo puedo preguntarme cómo es que Cristo me ha preservado durante tanto tiempo. Puedo decir, en verdad: “Hasta la vejez Él es el mismo, y hasta las canas me ha soportado.”

(2.) El anciano, también, tiene esperanzas peculiares. Él no tiene las esperanzas que yo tengo o que tienen mis jóvenes amigos aquí. Él tiene escasas esperanzas del futuro en este mundo; están reunidas en un pequeño espacio, y podría decirles, en unas cuantas palabras, lo que constituye toda su expectativa y su deseo. Pero él tiene una fe, y es la mismísima fe que tenía cuando confió en Cristo la primera vez; es una esperanza “incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación.”

Permítanme hablar un poco de esa fe, y ustedes verán, con base en eso, que el cristiano es el mismo que siempre fue; y que incluso hasta la vejez, Dios trata de la misma manera con él. Mi venerable hermano, ¿cuál es el fundamento de tu esperanza? ¿No es el mismo que te animaba cuando fuiste unido inicialmente a la iglesia cristiana? Tú dijiste entonces: “Mi esperanza está en la sangre de Jesucristo.” Yo te pregunto, hermano, ¿cuál es tu esperanza ahora?, y estoy seguro de que responderás: “yo no espero ser salvado debido a mi largo servicio, ni debido a mi entrega a la causa de Dios.”

“Toda mi esperanza está apuntalada en Cristo,
Toda mi ayuda de Él la obtengo:
Él cubre mi indefensa cabeza
Con la sombra de Su ala.”

Hermano mío, y ¿cuál es la razón de tu esperanza? Si se te preguntara qué razón tienes para creer que eres cristiano, tú dirías: “exactamente la misma razón que di en la reunión para ser miembro de la iglesia.” Cuando pasé al frente en esa reunión, dije entonces: “yo creo que soy un hijo de Dios, porque siento que soy un pecador, y Dios me ha dado gracia para poner mi confianza en Jesús.” Yo pienso que esa es toda la razón que tienes para considerarte ahora un hijo de Dios. En algunos momentos tienes alguna evidencia, según la llamas, pero hay horas en las que tus gracias y virtudes están oscurecidas, y no puedes verlas, pues prevalecen tenebrosas dudas, y tú confesarías, estoy seguro, que la única manera de deshacerte de tus dudas sería venir y decir de nuevo:

“Como un culpable, débil e indefenso gusano,
En los amorosos brazos de Cristo caigo;
Él es todavía mi fortaleza y justicia,
Mi Salvador y mi todo.”

el objeto o el fin de la esperanza, ¿no es acaso el mismo? ¿Cuál era tu esperanza cuando viniste la primera vez a la puerta angosta? Vamos, tu esperanza era que pudieras llegar a la tierra de los bienaventurados. ¿Y acaso no es la misma ahora? ¿Ha cambiado tu esperanza del cielo? ¿Deseas alguna otra cosa, o algo mejor? “No”, responderías, “cuando comencé pensé que un día estaría con Jesús, y eso es lo que espero ahora. Siento que mi esperanza es precisamente la misma. Quiero estar con Jesús, ser como Él, y verle como es.”

Y el gozo de esa esperanza, ¿no es exactamente el mismo? ¡Cuán alegre solías ponerte cuando tu ministro predicaba acerca del cielo, y te hablaba de sus puertas de perla y de sus calles de oro fulgurante! ¿Y ha perdido ahora algo de su belleza ante tus ojos? ¿No recuerdas que una noche, en la casa de tu padre, en la oración familiar, cantaron?:

“Jerusalén, mi hogar dichoso,
¡Nombre siempre querido para mí!
¿Cuándo tendrán un término mis fatigas,
En gozo y paz contigo?

¿No puedes cantar eso ahora? ¿Prefieres otra ciudad sobre Jerusalén? ¿Recuerdas cómo solían levantarse algunas veces en la casa de Dios, cuando eras un niño, y cantaban?:

“En las tormentosas riveras del Jordán estoy,
Y lanzo una mirada anhelante.”

¿Acaso no hará ese himno por ti algo más de lo que hizo en aquel entonces? Puedes cantarlo ahora como solía cantarlo tu anciano padre, con un corazón firme, y, sin embargo, con un labio trémulo. La esperanza que te extasiaba entonces, te extasía ahora. Te pones en movimiento con la misma consigna. El cielo es todavía tu hogar.

“Allí moran tus mejores amigos, tu parentela,
Allí, Dios tu Salvador reina.”

¿Acaso no prueba todo esto, nuevamente, que aunque nuestras esperanzas son un poco más contraídas de lo que eran, sin embargo, “Dios es el mismo, y hasta las canas nos soportará”?

(3.) Además, la vejez es un tiempo de solicitud peculiar. Una anciano no está ansioso acerca de muchas cosas, como nosotros; pues no tiene muchas cosas por las que preocuparse. No tiene los cuidados de empezar en los negocios, como los tuvo una vez. No tiene hijos a los que ha de iniciar en los negocios. No tiene que volver sus ojos ansiosos sobre su pequeña familia. Pero su solicitud se ha incrementado un poco en otra dirección. Tiene más solicitud por su estructura corporal de la que tuvo anteriormente. Ahora no puede correr como solía hacerlo, sino que debe caminar con un paso sobrio. Teme, cada vez y cuando, que el cántaro “se quiebre junto a la fuente”, por “lo bajo del ruido de la muela.” Ya no tiene más aquella potencia de deseo que una vez poseyó; su cuerpo comienza a vacilar, a flaquear y a temblar. La vieja vivienda ha aguantado estos cincuenta años, ¿y quién espera que una casa dure para siempre? Un poco de argamasa se ha desprendido de algún lugar, y un listón ha caído de otro lugar; y cuando llega a sacudirla un poco de viento, está listo a gritar: “mi morada terrestre, este tabernáculo, está a punto de deshacerse.”

Pero ya les dije antes que esta peculiar solicitud no es sino otra prueba de la fidelidad divina; pues ahora que tienen poco placer en la carne, ¿no encuentran que Dios es exactamente el mismo?, y que, aunque han llegado los días en que pueden decir: “no siento placer en ellos“, sin embargo, no han llegado los días en los que puedan decir: “no tengo placer en Él“, sino, muy al contrario,

“Aunque todos los arroyos creados estén secos,
Su benignidad es la misma:
Con ella están ustedes satisfechos,
Y se glorían en Su nombre.”

Si sólo hubiera sido tu Dios cuando eras un joven fuerte, habrías podido pensar que te amaba por lo que podías hacer por Él; pero ahora te has convertido en un pobre pensionado desgastado; ¿tienes alguna mejor prueba de que Él es un Dios que no cambia, porque te ama cuando puedes hacer tan poco por Él? Te digo que incluso tus dolores corporales no son sino pruebas de Su amor; pues Él está desmantelando tu viejo tabernáculo y quita una estaca primero y otra después, y lo está construyendo de nuevo en mundos más resplandecientes, para no ser desmantelado nunca más.

Y recuerden, también, que hay otra preocupación: una falla de la mente así como del cuerpo. Hay muchos ejemplos notables de ancianos que han sido tan dotados en su vejez como en su juventud; pero en relación a la mayoría de las personas, la mente se vuelve más o menos incapacitada, especialmente la memoria. No pueden recordar lo que hicieron ayer, aunque es un hecho singular que pueden recordar lo que hicieron hace cincuenta, sesenta, o setenta años. Olvidan muchas cosas que querrían recordar, pero aun así encuentran que su Dios es exactamente el mismo; encuentran que Su bondad no depende de su memoria, que la dulzura de Su gracia no depende de su paladar. Cuando sólo pueden recordar un trozo del sermón, todavía sienten que deja una tan buena impresión en su corazón como cuando sus memorias eran notables; y así cuentan con otra prueba de que Dios, aun cuando la vieja mente falla un poco, hasta las canas los soporta, hasta su vejez, y que para ellos es el mismo siempre.

Pero la principal preocupación de la vejez es la muerte. Los jóvenes podrían morir pronto. Los ancianos deben morir. Los jóvenes, si duermen, duermen en un asedio; los ancianos, si duermen, duermen en un ataque, cuando el enemigo ha abierto ya una brecha, y está tomando por asalto el castillo. Un viejo pecador canoso es un canoso viejo necio; pero un cristiano anciano es un anciano sabio. Pero aun el cristiano anciano tiene preocupaciones peculiares acerca de la muerte. Él sabe que no está a gran distancia de su fin. Siente que, incluso en el curso de la naturaleza, aparte de la que es llamada una muerte accidental, no hay duda alguna de que en unos cuantos años más ha de presentarse ante su Dios. Piensa que podría estar en el cielo en diez o veinte años. ¡Pero cuán breves parecen ser esos diez o veinte años! No actúa como el hombre que piensa que el coche está todavía muy lejos, y que puede tomarse su tiempo; sino que es como alguien que está a punto de salir de viaje, y oye la bocina de la posta, tocando calle arriba, y se está preparando. Su única preocupación ahora es examinarse para ver si está en la fe. Teme que si está equivocado ahora, sería terrible haber pasado toda su vida teniendo escarceos con la profesión, y descubrir al final que no tiene nada para sus dolores, excepto un mero nombre vacío, que ha de ser barrido por la muerte. Él siente ahora qué cosa tan solemne es el Evangelio; siente que el mundo es como nada; siente que está cerca del tribunal de la condenación.

Pero todavía, amados, observen que la fidelidad de Dios es la misma; pues si estuviere más cerca de la muerte, tiene la dulce satisfacción que está más cerca del cielo; y si tiene más necesidad que nunca de examinarse, también tiene más evidencia con la cual examinarse, pues puede decir: “Bien, yo sé que en tal y tal ocasión el Señor oyó mi oración; en tal y tal momento se manifestó a mí, como no se manifestó al mundo”, y, aunque el examen pone más presión sobre los ancianos, tienen más materiales para él.

Y aquí, nuevamente, está otra prueba de esta grandiosa verdad. “Y hasta la vejez soy el mismo”, dice Dios; “y hasta las canas os soportaré yo.”

(4.) Y ahora, además, la vejez tiene sus bendiciones peculiares. Hace algún tiempo me encontré a un anciano a quien vi predicando en un aniversario, y le dije: “Hermano, sabes, no hay un hombre en toda la capilla a quien envidie más que a ti.” “¿Envidiarme?”, -me preguntó- “vamos, tengo ochenta y siete años”. Yo le dije: “En verdad, te envidio porque estás tan cerca de tu hogar, y porque creo que en la vejez hay un gozo peculiar que nosotros, los jóvenes, no gustamos al presente. Tú has llegado al fondo de la copa, y no sucede con el vino de Dios como lo que ocurre con el vino de los hombres. El vino del hombre se convierte en hez al final, pero el vino de Dios se vuelve más dulce entre más profundamente bebas de él.” Él respondió: “Eso es muy cierto, joven amigo”, y me dio una palmada.

Yo creo que hay una bendición vinculada a la vejez que nosotros, los jóvenes, desconocemos por completo. Les diré cómo es eso. En primer lugar, el anciano tiene una buena experiencia de la que puede hablar. Los jóvenes están solamente probando algunas de las promesas, pero el anciano puede repasarlas, una por una, y decir: “Esa, he probado esa, y esa otra, y esa otra.” Nosotros las leemos y decimos: “yo espero que sean verdaderas”, pero el anciano dice: “yo sé que son verdaderas.” Y entonces comienza a explicarles por qué. Tiene una historia para cada una de las promesas, como el soldado para sus medallas; y las saca y dice: “te diré cuándo me reveló eso el Señor; justo cuando perdí a mi esposa; justo cuando enterré a mi hijo; justo cuando salí de mi casa, y no conseguí trabajo durante seis semanas; o, en otro tiempo, cuando me quebré la pierna.” Él comienza a contarte la historia de las promesas, y dice: “yo sé ahora que todas son verdaderas.”

Qué bendición es mirarlas como notas pagadas; sacar los viejos cheques que han sido pagados, y decir: “sé que son genuinos, o de lo contrario, no habrían sido pagados.” Las personas mayores no tienen las dudas que los jóvenes tienen acerca de las doctrinas. Los jóvenes son propensos a dudar, pero cuando envejecen, comienzan a volverse sólidos y firmes en la fe.

A mí me encanta pedirles a mis hermanos ancianos que hablen conmigo en relación a las cosas buenas del reino. Ellos no sostienen la verdad con sus dos dedos, como lo hacen algunos de los jóvenes; sino que la aferran con firmeza, y nadie puede quitarles su aferramiento. Rowland Hill, una vez, perdió el hilo en un sermón, y entonces utilizó este texto: “Oh, Dios, mi corazón está dispuesto.” “Jóvenes”, dijo, “no hay nada como tener sus corazones dispuestos. Yo he estado todos estos años buscando al Señor; ahora mi corazón está dispuesto. Nunca tengo dudas ahora acerca de mi elección, o de ninguna otra doctrina. Si un hombre me trae una nueva teoría, yo digo: ‘¡llévatela a otro lado!’ Sostengo sólida y firmemente únicamente la verdad.”

Un anciano caballero me escribió hace poco tiempo y decía que yo estaba demasiado adelantado. Decía que él creía las mismas doctrinas que yo creo, pero que no pensaba así cuando tenía mi edad. Yo le dije que era tan bueno comenzar correctamente como terminar correctamente, y era mejor estar bien al principio que tener luego que borrar tantos errores después.

Un anciano aldeano se me acercó una vez, y me dijo: “¡Ah, jovencito!, usaste un texto muy profundo; lo manejaste lo suficientemente bien, pero es un texto para un anciano, y sentí miedo cuando lo anunciaste.” Yo pregunté: “¿acaso la verdad de Dios depende de la edad? Si el asunto es verdadero, es tan bueno oírlo de mí como de cualquier otra persona; y si tú puedes oírlo mejor en alguna otra parte, tienes la oportunidad.” Aun así, el anciano no pensaba que las preciosas verdades de Dios eran adecuadas para la gente joven; pero yo sostengo que son adecuadas para todos los hijos de Dios; por tanto, me encanta predicarlas. Pero, cuán bendito es llegar a una posición en la vida en la que tienes un buen anclaje para tu fe, en la que puedes decir:

“Aunque todas las formas que el infierno maquine,
Asedien mi fe con arte traicionero.”

No seré muy amable con ellas:

“Las llamaré vanidad de mentiras,
Y ataré el Evangelio a mi corazón.”

Y yo creo que el cristiano anciano disfruta de gozos peculiares de otro tipo; y se trata de que tiene una comunión peculiar con Cristo, más de la que nosotros tenemos. Por lo menos, si entiendo a Bunyan correctamente, creo que nos dice que cuando nos aproximamos al cielo, hay una tierra muy gloriosa. “Entraron en el País de Beula, cuyo aire era muy dulce y agradable; y como el camino pasaba por este país, se solazaron allí durante un tiempo. Oían continuamente el canto de las aves y veían cada día las flores que brotaban de la tierra, y la voz de la tórtola del lugar. En esta tierra el sol alumbra día y noche, porque está más allá del valle de sombra de muerte, y también fuera del alcance del Gigante Desesperación, cuyo Castillo ni siquiera se ve desde aquel lugar. Aquí estaban a la vista de la ciudad a la que se dirigían; también se encontraron con algunos de sus habitantes, pues en este país solían pasear los seres resplandecientes, por cuanto estaba en los límites del cielo. En esta tierra fue renovado también el contrato entre el Esposo y la Esposa; sí, aquí, ‘como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo’. Allí no tenían carencia de trigo y de vino, pues en ese lugar los peregrinos hallaron abundantemente todo lo que habían deseado durante su peregrinación. Allí oyeron voces que salían de la ciudad, y decían: ‘Decid a la hija de Sion: He aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con él, y delante de él su obra. Allí, todos los moradores del país les llamaban: ‘pueblo santo, los redimidos del Señor'”.

Hay comuniones peculiares, peculiares aperturas de las puertas del paraíso, visiones peculiares de la gloria, cuando se aproximan a ese lugar. Es lógico que entre más se acerquen a la luz resplandeciente de la ciudad celestial, el aire será más puro. Y por esa razón hay bendiciones peculiares que pertenecen a los ancianos, pues ellos experimentan más esta comunión peculiar con Cristo.

Pero todo esto únicamente demuestra que Cristo es el mismo; porque, cuando hay menos gozos terrenales, Él concede más los goces espirituales. Por tanto, nuevamente, se convierte en un hecho que: “Hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo.”

(5.) Y ahora, por último, el santo anciano tiene deberes peculiares. Hay ciertas cosas que un buen hombre puede hacer, que nadie más debería hacer o podría hacer bien. Y esa es una prueba de la fidelidad divina, pues Él dice de Sus ancianos: “Aun en la vejez fructificarán”; y en efecto lo hacen. Sólo les diré algunas de ellas.

El testimonio es uno de los deberes peculiares de los ancianos. Ahora, supongan que me levantara y dijera: “No he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan”. Alguien replicaría: “Vamos, todavía no cumples veintidós años; ¿qué sabes tú acerca de eso?” Pero si un anciano se levantara y dijera: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan”, ¡con qué poder llega ese testimonio!

Supongan que yo les dijera: “Confíen en Dios en todas sus angustias y pruebas; yo puedo dar testimonio de que Él no te desamparará”. Ustedes replicarían: “oh, sí, joven amigo, pero tú no has tenido muchas angustias; tú has sido un hijo de Dios sólo estos últimos seis años; ¿cómo podrías saberlo?” Pero si se levantara un cristiano anciano, y recuerdo muy bien a un cristiano anciano que se levantó de la mesa sacramental, y dijo: “Amados hermanos, estamos reunidos de nuevo alrededor de esta mesa, y creo que todo lo que puede hacer un anciano es dar testimonio de su Señor. Estos cuarenta y cinco años, he caminado en Su verdad. Jóvenes, escuchen lo que tengo que decirles. Él ha sido mi Dios durante estos cuarenta y cinco años, y no puedo encontrar una sola falla en Él; he encontrado que los caminos de la religión son caminos deleitosos, y todas sus veredas paz.”

Ustedes saben que si oyen a un anciano hablar, prestan mayor atención a lo que dice, debido a que se trata de un anciano. Recuerdo haber oído al finado señor Jay. Me imagino que si hubiese oído el mismo sermón predicado por un joven, no lo hubiera tenido en alta consideración; pero parecía haber tal profundidad en él porque provenía de un anciano, que estaba parado en los bordes de la tumba; era como un eco del pasado, que venía a mí, para hacerme oír de la fidelidad de mi Dios, para que pudiera confiar en el futuro.

El testimonio es el deber de los ancianos y de las ancianas. Ellos deberían esforzarse siempre que pudieran en dar testimonio de fidelidad de Dios, y declarar que también ahora, cuando son viejos y de cabellos canos, su Dios no los desampara.

Hay otro deber que es peculiarmente obra de los ancianos, y se trata de la obra de consolar al joven creyente. Que yo sepa, no hay nadie más calificado para convertir a un joven, que un anciano benevolente. Yo sé que en algunas partes del país hay una progenie especial de ancianos, que para el bien de la iglesia, yo deseo de todo corazón que se extinga pronto. Tan pronto como ven a un joven creyente, lo miran con desconfianza, esperando que sea un hipócrita; van a su casa, y encuentran que todo es satisfactorio, pero dicen: “yo no estaba tan confiado de esa manera cuando era joven; jovencito, tú has de ser contenido un poco.” Entonces surgen algunas preguntas difíciles, y el pobre hijo de Dios se ve duramente presionado, y es visto con desconfianza, porque no responde a sus estándares.

Pero los ancianos a los que aludo son como algunas personas de aquí, con quienes me deleito en hablar, que no te dicen cosas duras, sino que te expresan gentiles palabras: ellos dicen: “yo era imprudente cuando era joven. Sé que cuando era un pequeño niño no habría podido responder estas preguntas. No espero tanto de ti como de uno que sea un poco mayor.” Y cuando llega a ellos un joven cristiano, le dicen: “no tengas miedo: yo he atravesado las aguas y no me han cubierto; y a través del fuego, y no he sido quemado. Confía en Dios, ‘Pues hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo.”

Luego, hay otra obra que es propia de los ancianos, y es la obra de advertir. Si un anciano fuera a ponerse en medio del camino, y te gritara que te detengas, te detendrías más pronto de lo que lo harías si lo hiciera un muchacho, pues entonces dirías; “quítate del camino, bribón”, y seguirías adelante. Las advertencias de los ancianos tienen gran efecto; y es su función peculiar guiar al imprudente y advertir al desprevenido.

Ahora ya he concluido excepto por la aplicación. Y quiero hablarles a tres clases de personas.

Cuán precioso pensamiento, jóvenes y jovencitas, está contenido en este texto: “Hasta la vejez Él mismo, y hasta las canas les soportará Él.” Ustedes quieren una inversión segura; bien, aquí hay una inversión que es lo bastante segura. Un banco puede quebrar; pero el cielo no. Una roca puede ser disuelta, y si construyo una casa sobre ella puede ser destruida; pero si construyo sobre Cristo, mi felicidad está segura para siempre.

¡Joven amigo! La religión de Dios durará en tanto que tú quieras; no serías capaz de agotar Sus consuelos en toda tu vida; más bien encontrarás que la botella de tus gozos estará tan llena después de que hubieras estado bebiendo setenta años, como lo estaba cuando comenzaste. ¡Oh!, no compres algo que no te dure: “Comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura.”

¡Oh, cuán placentero es ser un cristiano joven! ¡Cuán bendito es comenzar temprano en la mañana a amar y servir a Dios! Los mejores cristianos ancianos son aquellos que una vez fueron cristianos jóvenes. Algunos cristianos ancianos sólo tienen poca gracia, debido a que no fueron cristianos jóvenes. ¡Oh, algunas veces he pensado que si hay algún hombre que tendrá una amplia y generosa entrada en el cielo, es el hombre que fue llevado a conocer al Señor en la etapa temprana de su vida! Ustedes saben que ir al cielo será como los barcos entran en la bahía. Algunos serán remolcados hacia allá casi por milagro, “serán salvos, aunque así como por fuego”; otros entrarán justo con una hoja o dos de vela: “con dificultad se salvan”. Pero habrá algunos que entrarán con todas sus velas izadas, y a estos “les será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador.” ¡Personas jóvenes!, el barco que es echado al agua temprano en la mañana logrará una amplia y generosa entrada, y llegará al puerto de Dios con velas desplegadas.

Ahora, ustedes que son de mediana edad, están sumergidos en los negocios, y suponen algunas veces qué les ocurrirá en su ancianidad. Pero, ¿hay alguna promesa de Dios para ustedes cuando suponen acerca del mañana? Dicen: “supón que viva hasta llegar a ser tan anciano como fulano de tal, y llegara ser una carga para la gente, entonces, no me gustaría eso.” No se entrometan en los asuntos de Dios; déjenle a Él Sus decretos. Hay muchas personas que supusieron que iban a morir en un taller, y murieron en una mansión. Y muchas mujeres que pensaron que morirían en las calles han muerto en sus lechos, felices y confortables, cantando de la gracia providencial y de la misericordia eterna.

¡Hombre de mediana edad! Escucha otra vez lo que dice David: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan.” Sigue adelante, entonces, y desenvaina tu espada otra vez. “De Jehová es la batalla”; déjale a Él tus años declinantes, y dale tus años presentes. Vive para Él ahora, y nunca se deshará de ti cuando seas viejo. No acumules para la vejez y no te abstengas de involucrarte en la causa de Dios, más bien, confía en Dios en cuanto al futuro. Sé “solícito en tu trabajo”; pero ten cuidado de no dañar tu espíritu, siendo demasiado solícito, siendo ambicioso y egoísta. Recuerda que

“Requerirás muy poco aquí abajo,
Ni necesitarás ese poco por largo tiempo.”

Y, finalmente, mis amados padres venerables en la fe, y madres en Israel, tomen estas palabras para alegría suya. No permitan que los jóvenes los sorprendan entregándose a la melancolía, sentados en el rincón de su chimenea, rezongando y refunfuñando, sino salgan a todas partes alegres y felices, y pensarán que es una gran bendición ser cristiano. Si eres taciturno e irritable, pensarán que el Señor te ha desamparado; pero si guardas un rostro sonriente, pensarán que la promesa se ha cumplido. “Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré.”

Mis venerables amigos, les suplico que procuren tener un carácter alegre y un espíritu animoso, pues un muchacho se alejará de un anciano taciturno; pero no hay un muchacho en el mundo que no ame a su abuelo si es alegre y feliz. Ustedes pueden conducirnos al cielo si tienen la luz del sol del cielo en su rostro; pero no nos conducirán a ninguna parte si son malhumorados y de mal carácter, pues entonces no nos interesará su compañía. Diviértanse con el pueblo de Dios, y procuren vivir felizmente delante de los hombres; pues así nos harán ver, hasta el fin de la demostración, que incluso en la vejez, Dios está con ustedes, y que cuando falle su fortaleza, Él será todavía su preservación. ¡Que el Dios Todopoderoso les bendiga, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.

Nota de los editores: Dado que el sermón precedente excede los límites del número usual de páginas del Penny Pulpit, y siendo deseable que sea publicado completo, se ha considerado recomendable hacer que el presente sermón tenga un doble número. Números 81 – 82.

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