“El ayudante personal del rey respondió al profeta: Aun si el Señor abriera ventanas en el cielo, no podría suceder lo que has dicho. Pero Eliseo contestó: Pues tú lo verás con tus propios ojos, pero no comerás de ello.”
2Reyes 7:19.
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Un hombre sabio puede liberar una ciudad entera. Un buen hombre puede llevar a la seguridad a miles. Los santos son “la sal de la tierra”, los medios de preservación de la perversión. Sin la santidad actuando como un regulador, la raza sería finalmente destruida. En la ciudad de Samaria había un hombre correcto, Eliseo, el siervo del Señor. La piedad se había extinguido de la corte. El rey era un oscuro pecador, su iniquidad era evidente e infame. Joram tomó el camino de su padre Acab, y se convirtió a sí mismo en un dios falso. El pueblo de Samaria había caído al igual que su monarca, se habían alejado de Jehová. Habían olvidado al Dios de Israel, no recordaban las palabras de Jacob, “El Señor nuestro Dios, El Señor uno es”.
En su perversa idolatría, se inclinaban ante el nombre de los ídolos de los Paganos. Por lo tanto, el Señor de los ejércitos permitió que sus enemigos los oprimieran hasta que se cumplió la maldición de Ebal en las calles de Samaria, pues “la mujer tierna y delicada que no se atrevería a poner la planta de su pie en la tierra por delicadeza miró con malos ojos a sus propios hijos y devoró a su descendencia a causa de un hambre feroz” (Deuteronomio 28:56-58). En esta lamentable situación extrema, el único hombre Santo era el medio de la salvación. El grano de sal que preservó la ciudad entera, el único guerrero de Dios era el medio de liberación de la multitud sitiada.
Por amor a Eliseo, Dios prometió que la comida que no pudiera ser obtenida a ningún precio al día siguiente, debería ser comprada al menor precio posible, en las puertas de Samaria. Podemos imaginarnos la alegría de la multitud cuando el primer Profeta anunció esta profecía. Sabían que era un Profeta del Señor. Tenía credenciales Divinas. Todas sus profecías pasadas habían sido cumplidas. Sabían que era un hombre enviado por Dios y que profesaba la palabra de Jehová. Los ojos del monarca seguramente brillaron con deleite y la demacrada multitud saltó de alegría ante la perspectiva de una liberación tan rápida del hambre.
“Mañana”, gritarían, “mañana nuestra hambre se acabará y comeremos hasta el hastío”. Sin embargo, el oficial en el que se apoyaba el rey expresó su incredulidad. No escuchamos que ninguna persona del común, algún plebeyo, lo haya hecho, sino que un aristócrata lo hizo. Es extraño que Dios elija a los grandes hombres de este mundo. Este gran hombre dijo, “¡Imposible!”. Y, con un insulto al Profeta, añadió, “Aun si el Señor abriera ventanas en el cielo, no podría suceder lo que has dicho”. Su pecado está en el hecho de que luego de las repetidas pruebas del ministerio de Eliseo, aún seguía sin creer en las profecías hechas por él en nombre de Dios.
Había visto sin duda la maravillosa derrota de Moab, había presenciado la resurrección del hijo del Sunamita. Sabía que Eliseo había revelado los secretos de Ben-adad y había castigado a sus huestes con la ceguera. Había visto las bandas de Siria atraídas al corazón de Samaria. Y probablemente conocía la historia de la viuda, cuyo aceite llenó todos los vasos y redimió a sus hijos. La cura de Naamán era un tema de conversación común en la corte durante todos los eventos. Y, sin embargo, ante toda esta evidencia, ante todas las credenciales de la misión del Profeta, dudó y le dijo insultantemente que el Cielo debe volverse una ventana abierta, antes de que la promesa pudiera ser cumplida.
Después de lo cual Dios anunció su condena por la boca del hombre que acababa de proclamar la promesa, “lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello”. Y la providencia, que siempre cumple la profecía, al igual que el papel se tiñe con la tinta, destruyó al hombre. Pisoteado en las calles de Samaria, pereció ante sus puertas contemplando la abundancia, pero sin probarla. Quizás su carruaje era arrogante e insultante para la gente, o trató de contener su prisa ansiosa. O quizás, como decimos, podría haber sido por simple “accidente” que fue aplastado hasta la muerte. Pero vio la profecía cumplida y nunca vivió para disfrutarla.
En su caso, ver era creer, pero no disfrutar. Esta mañana los invito a prestar atención a dos cosas, al pecado del hombre y su castigo. Quizás no deba decir mucho de este hombre, ya que he detallado las circunstancias, pero si hablaré sobre el pecado de la incredulidad y su castigo.
I. Y primero, el PECADO. Su pecado fue la Incredulidad. Dudó de la promesa de Dios. En este caso particular, la incredulidad tomó la forma de una duda de la veracidad Divina, o una desconfianza del poder de Dios. Bien sea que haya dudado de lo que Dios haya dicho o si estaba dentro del rango de posibilidad que Dios cumpliera Su promesa. La incredulidad tiene más fases que la luna y más colores que un camaleón. Las personas comunes dicen que el diablo adquiere diferentes formas. Estoy seguro de que esto es cierto para el primer hijo de Satanás, la incredulidad, pues sus formas son una legión.
A veces veo la incredulidad vestida como un ángel de luz. Se llama “humildad” a sí misma y dice, “No quiero ser presuntuoso. No me atrevo a pensar que Dios me perdonaría. Soy un gran pecador”. Llamamos humildad a eso y le damos gracias a Dios de que nuestros amigos tengan esa cualidad. No agradezco a Dios tal desilusión. Es el diablo vestido de ángel, es incredulidad después de todo. Otras veces detecto la incredulidad en la forma de duda de la inmutabilidad de Dios. “El Señor me ha amado, pero quizás me castigue mañana. Me ayudó ayer y bajo la sombra de Sus alas confío, pero quizás no recibiré ayuda en el próximo tormento. Puede que me castigue. Puede que se olvide de Su pacto y que se olvide de ser amable”.
A veces, esta infidelidad adquiere la forma de la Duda del Poder de Dios. Todos los días vemos que pasamos más necesidades, muchas dificultades, y pensamos, “seguramente el Señor no puede liberarnos”. Nos esforzamos por deshacernos de nuestra carga, y al ver que no podemos, pensamos que el brazo de Dios es tan corto como el nuestro, y que Su poder es tan pequeño como el poder humano. Una forma temible de esta incredulidad es la duda que evita que los hombres vayan a Cristo, lo que lleva a los pecadores a desconfiar de la capacidad de Cristo para salvarlos, a dudar de la voluntad de Jesús de aceptar a un ofensor tan grande.
Pero el más engañoso de todos es aquél traidor que blasfema a Dios y niega furiosamente su existencia. La infidelidad, el deísmo y el ateísmo son los frutos de este árbol pernicioso. Son las erupciones más terroríficas del volcán de la incredulidad. La incredulidad se ha llenado de valor, quitándose la máscara y su disfraz, merodea la tierra profanamente, profesando el grito rebelde, “No hay Dio”. Luchando en vano para sacudir el Trono de la Divinidad, levantando sus brazos contra Jehová y en su arrogancia.
“Arrebata de su mano la balanza y la vara,
Vuelve a juzgar su justicia, sé el dios de Dios”.
Entonces, la incredulidad verdaderamente ha llegado a su mayor perfección. Y entonces ves lo que realmente es, pues la menor incredulidad es de la misma naturaleza que la mayor de todas.
Me impresionaré, y estoy seguro de que ustedes también lo harán cuando les cuente que hay algunas personas extrañas en el mundo que no creen que la incredulidad sea un pecado. Les llamo personas extrañas porque tienen una fe sólida en todos los demás aspectos. Solo para hacer que los artículos de su credo sean consistentes, tal como imaginan, niegan que la incredulidad es un pecado. Recuerdo a un joven hombre que iba a un círculo de amigos y ministros que discutían sobre si era un pecado que los hombres no creyeran en el Evangelio. Mientras discutían, él dijo, “Caballeros, ¿Estoy en la presencia de cristianos? ¿Son creyentes de la Biblia, o no?”.
Dijeron “Por supuesto que somos cristianos”. Y luego, él dijo, “¿Acaso la Escritura no dice sobre el pecado, “porque no creyeron en Mí?” ¿Y acaso no es el pecado más antiguo de los pecadores el no creer en Cristo?”. No podría haber pensado que esas personas fuesen tan necias para atreverse a decir que “no es un pecado para un pecador el no creer en Cristo”. Pensé que por mucho que quisieran hacer a un lado sus sentimientos, no dirían una mentira para defender la Verdad y, en mi opinión, eso es lo que dichos hombres realmente hacen. La verdad es una fuerte torre que nunca debe ser reforzada por el error. La Palabra de Dios rebatirá todos los artilugios del hombre.
Nunca inventaría un sofismo para probar que no es un pecado no creer, pues estoy seguro de que sí lo es. Las Escrituras me ensañaron que, “Esta es la condenación: que la luz ha venido al mundo y los hombres aman más las tinieblas que la luz”. Y cuando leo, “aquél que no cree ya está condenado, pues no cree en el Hijo de Dios”. Afirmo y la Palabra declara que la incredulidad es un pecado. Seguramente, con personas racionales y sin prejuicios, no requerirá ningún razonamiento para probarlo. ¿No es un pecado para una criatura dudar de su Creador? ¿No es un crimen y un insulto a la Divinidad que yo, un átomo, una simple partícula de polvo, se atreva a renegar de Sus palabras?
¿No es cima de la arrogancia y la extremidad del orgullo que un hijo de Adán diga, incluso en su corazón, “Dios, dudo de tu gracia, Dios, dudo de tu amor, Dios, dudo de Tu poder?” Oh, créanme señores, pueden reunir todos los pecados, el asesinato, la blasfemia, la lujuria, el adulterio y la fornicación y todo lo que sea malo y unirlos en una sola masa de corrupción oscura, pero nunca serían iguales siquiera al pecado de la incredulidad. Este es el mayor de los pecados, la quintaesencia de la culpa, la mezcla del veneno de todos los crímenes. La escoria del vino de Gomorra. Es el primer pecado, la obra maestra de Satanás, la mayor obra del demonio.
En esta mañana trataré de mostrarles la naturaleza extremadamente malvada del pecado de la incredulidad.
Y al principio, el pecado de la incredulidad parecerá extremadamente atroz cuando recordemos que es el padre de cualquier otra iniquidad. No hay crimen que la incredulidad no engendre. Pienso que la caída del hombre se debe en buena parte a ella. Fue en ese punto que el diablo tentó a Eva, le dijo, “Sí, ¿Dios ha dicho que no coman de todos los árboles del jardín?” Le susurró e insinuó una duda, “¿Dios ha dicho eso?” como queriendo decir, “¿Estás muy segura de que Dijo eso?” Por medio de la incredulidad fue que el otro pecado, la curiosidad, entró por esta brecha, y el resto siguió. Tocó el fruto y la destrucción llegó a este mundo.
Desde aquel momento, la incredulidad ha sido la madre de toda culpa. Un incrédulo es capaz del mayor crimen que se haya cometido. ¡La incredulidad señores! Porque endureció el corazón del Faraón, le dio licencia a la lengua del blasfemo Rabsaces, sí, se convirtió en un deicidio y asesinó a Jesús. ¡La incredulidad ha afilado el cuchillo del suicidio! Ha mezclado una copa de veneno. Ha traído a miles al cabestro y muchos a una tumba vergonzosa, ¡a quienes se han suicidado y han ido ante el tribunal de su Creador con las manos llenas de sangre debido a la Incredulidad!
Denme un incrédulo, háganme saber que duda de la Palabra de Dios, háganme saber que desconfía de Su Promesa y de Su poder. Y con eso como premisa, concluiré que el hombre será culpable del más vil y ruin de los crímenes, a menos que se le haya concedido un gran poder restrictivo. ¡Ah, este es un pecado de Belcebú! Al igual que Belcebú el líder de todos los espíritus malvados, se dice de Joram que él pecó e hizo pecar a Israel. Y se puede decir de la incredulidad que no sólo es un pecado en sí, sino que hace que otros pequen. Es el origen de todos los crímenes, la semilla de toda ofensa. De hecho, todo lo que es malvado y vil se puede resumir, en una palabra, incredulidad.
Y permítanme decir aquí que la incredulidad en el cristiano es de la misma naturaleza que la incredulidad en el pecador. No es igual en el resultado final, pues el cristiano será perdonado. Sí, está perdonado, fue puesto sobre la cabeza del cordero expiatorio de antaño, fue borrado y expiado, pero es de la misma naturaleza pecaminosa. De hecho, si puede haber un pecado más atroz que la incredulidad de un pecador, es la incredulidad de un santo. Que un santo dude de la Palabra de Dios, para que desconfíe de Dios después de los innumerables ejemplos de Su amor, luego de las miles de pruebas de Su misericordia, sobrepasa cualquier cosa. Además, en un santo, la incredulidad es la raíz de otros pecados. Si soy perfecto en la fe, seré perfecto en todo lo demás, siempre cumpliré el precepto si siempre creo en la promesa.
Pero peco debido a que mi fe es débil. Méteme en problema y si puedo cruzar los brazos y decir, “Jehová, Jireh, El Señor, proveerá”, no me encontrarás usando medios incorrectos para salir de él. Pero si paso por un apuro o dificultad temporal y desconfío de Dios, ¿qué pasa entonces? Quizás robe o cometa un acto deshonesto para salir de las manos de mis acreedores. O si evito tal transgresión, pudiera incurrir en excesos para ahogar mis ansiedades. Una vez que la fe desaparece, las riendas están sueltas. ¿Y quién puede dirigir un rebaño desatado sin riendas o tirantes? Al igual que la carroza del sol con faetón como su conductor, así seríamos sin la fe. La incredulidad es la madre del vicio. Es la madre del pecado, y, en consecuencia, es un mal pestilente, un pecado maestro.
Pero, en segundo lugar, la incredulidad no sólo engendra, sino que promueve el pecado. ¿Cómo es que los hombres pueden cometer sus pecados bajo los truenos del predicador del Sinaí? ¿Cómo es que, cuando Boanerges se para en el púlpito, y por la gracia de Dios, grita, “Maldito sea el hombre que no guarde todos los mandamientos de la Ley” ¿Cómo es que cuando el pecador escucha las tremendas amenazas de la justicia de Dios, sigue fortalecido y continúa con sus caminos de maldad? Les diré, es porque la incredulidad de esa amenaza evita que tenga efecto sobre él.
Cuando nuestros zapadores y mineros salen a trabajar por Sebastopol, no podrían trabajar frente a los muros si no tuviesen algo para mantener a raya los escombros. Entonces levantan muros para hacer lo que quieran. Del mismo modo, el diablo le da incredulidad al hombre pagano. Hace un muro y se esconde detrás de él. Ah, pecadores, una vez que el Espíritu Santo derribe su incredulidad, una vez que Él lleve a casa la Verdad en demostración de Poder, ¡La Ley caerá sobre sus almas! Si un hombre no creía que la Ley es sagrada, que los Mandamientos son sagrados, justos y buenos, ¿cómo temblará ante la boca del Infierno? No habría lugar para sentarse ni dormir en la casa de Dios. No habrían escuchas sin cuidado. No habría manera de escapar y olvidar el tipo de hombres que son.
Oh, una vez que se deshagan de la incredulidad, cómo caería cada bola de las baterías de la Ley sobre los pecadores, y los muertos por la mano del Señor serían muchos. Nuevamente, ¿cómo es que los hombres pueden escuchar el crujir de la Cruz del Calvario y, aun así, no creer en Cristo? ¿Cómo es que cuando predicamos sobre los sufrimientos de Jesús y terminamos diciendo que “aún hay lugar”, ¿Cómo es que estando frente a Su Cruz y su pasión, los hombres no se conmueven en su corazón? Se dice que:
“La Ley y los terrores se endurecen
Y trabajan solos.
Pero el perdón obtenido por la sangre
Disolverá el corazón de la piedra”.
Me parece que la historia del Calvario es suficiente para romper una roca. Las rocas se rompieron al ver morir a Jesús. Me parece que la tragedia del Gólgota es suficiente para llenar al pedernal de lágrimas y hacer que el peor infeliz llore con lágrimas de amor penitencial. Pero, aunque se lo decimos y repetimos con frecuencia, ¿quién llora por ello? ¿A quién le importa? Señores, se sientan con tal despreocupación que pareciera que no tiene ningún significado para ustedes. Oh, grito y veo todo lo que pasan por alto. ¿No significa nada para ustedes que Jesús muriera? Pareciera que dicen, “No es nada”. ¿Cuál es la razón? Se debe a la incredulidad que los separa de la Cruz. Si no estuviese ese grueso velo entre ustedes y los ojos de su Salvador, Su mirada de amor los derretiría.
Pero la incredulidad es el pecado que evita que el poder del Evangelio tenga efecto sobre el pecador, y no es hasta que el Espíritu Santo elimina la incredulidad, hasta que expulse la infidelidad y se las lleve consigo que podremos ver al pecador poner su confianza en Jesús.
Pero hay un tercer punto. La incredulidad hace que un hombre sea incapaz de hacer cualquier buena obra, “Cualquier cosa que no sea de fe, es pecado”, es una gran verdad en muchos sentidos. “Sin fe, es imposible agradar a Dios”. Nunca me oirás decir una palabra contra la moralidad. Nunca me oirás decir que la honestidad no es algo bueno, o que la sobriedad no es algo bueno. Por el contrario, diré que son cosas admirables. Pero les diré lo que diré luego, les diré que son como Las Dotes de la India, pueden ser legítimas entre los indios, pero no lo serán en Inglaterra. Estas virtudes pueden ser legítimas acá abajo, pero no arriba. Si no tienen algo mejor que su propia bondad, nunca llegarán al Cielo.
Algunas de las tribus indias usan pequeñas tiras de carne en lugar de dinero y no los culparía si viviera con ellos allí. Pero cuando llegue a Inglaterra, las tiras de carne no tendrán valor. Así pues, la honestidad, la sobriedad y ese tipo de cosas pueden ser bastante buenas entre los hombres, y cuánto más ejerzan esas virtudes mejor. Los exhorto a mantener cualquier virtud que sea pura y buena, pero les recuerdo que no valdrán arriba. Todas esas cosas juntas, pero sin fe no complacerán a Dios. Las virtudes sin fe son pecados encubiertos. La obediencia sin fe, si es posible, es una desobediencia recubierta de oro. No creer nulifica todo. Es la mosca sobre el ungüento. Es el veneno en la cacerola.
Sin fe, todas las virtudes de pureza, toda la benevolencia de la filantropía, toda la amabilidad de la simpatía desinteresada, todos los talentos del genio, toda la valentía del patriotismo y toda la decisión del principio, “sin fe es imposible agradar a Dios”. ¿Acaso no ves lo mala que es la incredulidad? Evita que los hombres realicen buenas obras. Sí, incluso si son cristianos, la incredulidad los incapacita.
Déjenme contarles una historia, una historia de la vida de Cristo. Un cierto hombre tenía un hijo afligido, poseído por un espíritu maligno. Jesús estaba en el Monte Tabor, transfigurado. Entonces el padre llevó a su hijo ante lo discípulos. ¿Qué hicieron los discípulos? Dijeron “Oh, oraremos por él”. Colocaron sus manos sobre él y trataron de hacerlo, pero se susurraron entre sí y dijeron, “Tenemos miedo de no ser capaces”. Poco a poco, el hombre enfermo empezó a sacar espuma por la boca, rasgó la tierra y la apretó en su locura. El espíritu demoníaco dentro de él estaba vivo. El demonio estaba allí todavía. Sus exorcismos repetidos fueron en vano, el espíritu del maligno permanecía como un león en su guarida, y sus esfuerzos tampoco pudieron sacarlo de allí.
“¡Vete!” dijeron, pero no se fue. “¡Vete a la fosa!” gritaron, pero permaneció inamovible. Los labios de la incredulidad no pueden atemorizar al Maligno, que bien pudo haber dicho, “Conozco la Fe, conozco a Jesús, pero, ¿quiénes son ustedes? No tienen fe”. Si hubiesen tenido fe, como una semilla de mostaza, ¡podrían haber expulsado al demonio! Pero su fe se había ido y ese fue un paseo espléndido. Casi lo envidio por caminar entre las olas, porque si la fe de Pedro hubiese continuado, podría haber cruzado el Atlántico hasta América.
Pero en ese momento pasó una ola detrás de él y le dijo, “Eso me soplará”, y luego pasó otra y él gritó, “Eso me agobiará”. Y pensó, ¿Cómo podría ser tan presuntuoso para caminar sobre esas olas? Pedro se hunde. La fe era el salvavidas de Pedro, La fe era el encanto de Pedro, lo mantenía a flote, pero la incredulidad lo hundió. ¿Sabes que tú y yo tendremos que caminar sobre el agua durante toda nuestra vida? La vida de un cristiano consiste siempre en caminar sobre el agua, la mía es así, y cada ola que pasa le podría tragar y devorar, pero su fe la hace continuar. En el momento en el que dejas de creer, en ese momento llega la angustia y te vas abajo. Oh, ¿Por qué dudas entonces?
La fe promueve cada virtud, la incredulidad mata cada una de ellas. Miles de oradores han sido estrangulados en su infancia por la incredulidad. La incredulidad ha sido culpable del infanticidio. Ha asesinado muchas peticiones infantiles, muchos cantos de alabanza que se habrían unido al coro celestial y han sido sofocados por un murmullo incrédulo. Muchas empresas nobles concebidas en el corazón han sido marchitadas por la incredulidad antes de iniciar, muchos hombres habrían sido misioneros y habrían predicado orgullosamente El Evangelio del Maestro, pero tenían incredulidad. Una vez que un gigante se vuelve incrédulo, se transforma en enano. La fe es la cabellera de Sansón para un cristiano, córtala y podrás sacarle los ojos, y no podrá hacer nada.
El siguiente punto sobre el que hablaremos es que la incredulidad ha sido severamente castigada. ¡Lean las Escrituras! Veo un mundo hermoso y en orden, sus montañas sonríen ante el sol y los campos se regocijan bajo la luz dorada. Veo doncellas bailando y hombres jóvenes cantando. ¡Qué bonita visión! Pero ah, una tumba y un padre levanta sus manos y exclama, “Viene una inundación a la tierra, las fuentes de las profundidades se desatarán y todo quedará cubierto. ¡Vean el arca allá! He tardado ciento veinte años en construirla con mis propias manos, vayan hacia ella y estarán a salvo”.
“Ajá, anciano, ¡vete con tus predicciones vacías! Ajá, ¡déjanos ser felices mientras podamos! Cuando el diluvio llegue construiremos un arca, pero no llegará ningún diluvio, dile eso a los tontos. No creemos en cosas como esa”. Vean a los incrédulos siguiendo con su feliz baile. ¡Escuchen con atención! Incrédulos. ¿No escuchan ese sonido retumbante?
Las entrañas de la tierra han empezado a moverse, sus costillas de roca se retuercen con terribles convulsiones que vienen de su interior. Ah, se rompen con el enorme estremecimiento y entre ellas los torrentes pasan desapercibidos ya que Dios los ocultó en lo profundo de nuestro mundo. ¡El Cielo está dividido! Llueve, no caen gotas, sino nubes. Una catarata, como las del Niágara, cae del Cielo con un poderoso estruendo.
Ambos firmamentos, ambas profundidades, la profundidad de abajo y la profundidad de arriba, aplauden con sus manos. Ahora, ¿qué son ustedes Incrédulos? Ahí está su remanente. Un hombre, con su esposa agarrándolo por la cintura, se para en la última cima que está sobre el agua. ¿Lo ven allí? El agua llega a su cuello ahora. ¡Escuchen su último grito! Está flotando, se ahogó. Y mientras Noé ve desde el arca, no ve nada. ¡Nada! Es un profundo vacío. “Los monstruos del mar dan a luz y se establecen en los palacios de los reyes”. Todo está inundado, cubierto, ahogado. ¿Qué lo ha provocado? ¿Qué provocó la inundación sobre la tierra? La incredulidad, pero Noé escapó de la inundación por la fe, y el resto se ahogó por la incredulidad.
Y, ah, ¿no saben que la incredulidad mantuvo fuera de Canaán a Moisés y a Aarón? No honraron a Dios, golpearon la roca, cuando debieron haberle hablado. No creyeron, y el castigo sobrevino a ellos, pues no heredaron esa buena tierra, por la cual trabajaron y se esforzaron.
Permítanme llevarlos a donde Moisés y Aarón moraron, el vasto y clamoroso desierto. Hablaremos sobre él por un momento. Hijos de 8 pies cansados, nos volveremos como los nómadas Beduinos, pasaremos un momento por el desierto. Allí yace un esqueleto blanqueado bajo el sol, y otro por allá, y otro por aquí. ¿Qué significan esos huesos blanqueados? ¿Qué son esos cuerpos? ¿Los de algún hombre o alguna mujer? ¿Qué son? ¿Cómo llegaron hasta allí? Seguramente algún gran campamento debe haber estado aquí y fue arrasado por una explosión, o por una matanza.
Ah, no, no. Esos son los huesos de Israel. Esos esqueletos pertenecen a las antiguas tribus de Jacob. No pudieron entrar por su incredulidad. No confiaron en Dios. Los espías dijeron que no podían conquistar la tierra. La incredulidad fue la causa de su muerte. No fueron los Anakim los que destruyeron Israel. No fue el desierto aullador el que los devoró. No fue el Jordán el que evitó que llegaran a Canaán, ni los Hititas o Jebuseos los asesinaron. Fue únicamente la incredulidad la que los mantuvo fuera de Canaán. Qué condena pronunciada ante Israel, luego de cuarenta años de viaje, ¿No pudieron entrar por la incredulidad?
Para no dar más ejemplos, tomemos a Zacarías, dudó y el ángel lo golpeó. Su boca se cerró por la incredulidad. Pero, si quieren ver el peor ejemplo de los efectos de la incredulidad, y quieren ver cómo la ha castigado Dios, los voy a llevar al sitio de Jerusalén. La peor masacre que la historia haya visto jamás, cuando los Romanos tiraron abajo los muros y pasaron a todos los habitantes por la espada, o los vendieron como esclavos en el mercado. ¿Alguna vez han leído la destrucción de Jerusalén de Tito? ¿Alguna vez vieron la tragedia de Masada, cuando los judíos se apuñalaron entre sí antes que caer en manos de los Romanos?
¿No saben que, hasta el día de hoy, los judíos caminan por la tierra como nómadas sin hogar y sin tierra? Fueron cortados, tal como una rama se corta de la vid, ¿y por qué? Por la incredulidad. Cada vez que vean a un judío con un rostro triste y sombrío, cada vez que lo vean, deténganse y digan, “Ah, fue la incredulidad la que hizo que asesinaras a Cristo y ahora te ha llevado a ser un nómada. Y sólo la fe, la fe en el Nazareno crucificado, puede llevarte de vuelta a tu país y devolverlo a su antigua grandeza”.
La incredulidad, como ven, tiene la marca de Caín en su frente. Dios la odia, Dios ha lanzado duros golpes sobre ella, y Dios finalmente la aplastará. La incredulidad deshonra a Dios. Cualquier otro crimen puede tocar el territorio de Dios, pero la incredulidad le da un golpe a Su divinidad, tacha Su veracidad, reniega de Su divinidad, blasfema Sus atributos, calumnia Su carácter. Por lo tanto, el Dios de todas las cosas, odia principalmente a la incredulidad, en donde sea que esté.
Y ahora, para cerrar este punto, pues ya me he extendido bastante, permítanme comentar que observarán la naturaleza atroz de la incredulidad así, pues es el pecado maldito. Hay un pecado por el que Cristo nunca murió. Es el pecado contra el Espíritu Santo. No hay otro pecado que Cristo no haya expiado. Mencionen cada crimen del calendario de la maldad y les mostraré personas que han sido perdonadas por ellos, pero pregunten si el hombre que murió por la incredulidad puede ser salvado y les diré que no hay expiación para ese hombre. Hay expiación para la incredulidad de un cristiano, pues es temporal, pero la incredulidad final, la incredulidad con la que mueren los hombres, nunca fue expiada.
Pueden leer todo este Libro y verán que no hay expiación para el hombre que murió sin creer. No hay misericordia para él. Si ha sido culpable de cualquier otro pecado, pero ha creído, será perdonado. Pero esta es la terrible excepción, no tuvo fe. ¡Los demonios lo secuestran! ¡Oh, los demonios de la fosa, lo llevan a su condena! No tiene fe y no cree al igual que los inquilinos por quienes fue creado el Infierno. Es su porción, su prisión, son los prisioneros jefes, los grilletes están marcados con sus nombres. Por siempre sabrán que, “Aquél que no crea será condenado”.
Esto nos lleva a concluir con el CASTIGO. “Lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello”. Escuchen ¡incrédulos! Esta mañana han escuchado su pecado, ahora escuchen su condena, “Lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello”. Sucede a menudo con los propios Santos de Dios. Cuando son incrédulos, ven la piedad con sus ojos, pero no comen de ella. Ahora, hay grano en la tierra de Egipto, pero hay algunos Santos de Dios que vienen aquí el sábado y dicen, “No sé si el Señor estará conmigo o no”. Algunos de los dicen, “Bueno, el Evangelio es predicado, pero no sé si tendrá éxito”.
Siempre están dudando y temiendo. Escúchenlos cuando salgan de la capilla. “Bueno, ¿comiste bien esta mañana?” “Para nada”. Por supuesto que no. Puedes verla con tus ojos, pero no puedes comer de ello, porque no tienes fe. Si tuvieses fe, habrías probado un bocado. He visto que los cristianos se han vuelto tan críticos que si el trozo de carne que se van a comer, en su momento, no está cortado en trozos cuadrados y no se coloca sobre un plato de porcelana, no se lo pueden comer, entonces deberían irse sin comer, y tendrán que irse sin comer hasta que tengan apetito.
Tendrán algo de aflicción que actuará como quinina en ellos, serán obligados a comer por la amargura. Estarán en prisión durante uno o dos días hasta que su apetito vuelva. Luego estarán felices de comer la comida más ordinaria, del plato más común, o sin plato incluso. Pero la verdadera razón por la que el pueblo de Dios no se alimenta del ministerio del Evangelio es porque no tienen fe. Si creyeran, si una promesa fuese suficiente, si tan sólo escucharan una cosa del púlpito, habría alimento para su alma. No es la cantidad que oímos, sino la calidad de lo que creemos lo que nos hace bien, es lo que recibimos en nuestros corazones con una verdadera fe ferviente lo que constituye nuestra ganancia.
Pero permítanme aplicar esto al pie de la letra a los no convertidos. A menudo ven las grandes obras de Dios hechas ante sus ojos, pero no comen de ellas. Una multitud de gente ha venido esta mañana hasta aquí a ver con sus ojos, pero dudo que todos ellos coman. Los hombres no pueden comer con sus ojos, pues si pudieran, todos estarían bien alimentados. Y, espiritualmente, las personas no se pueden alimentar simplemente con sus oídos, ni viendo al predicador. Pero, aun así, vemos que la mayoría de nuestras congregaciones simplemente vienen a ver. “Ah, escuchemos lo que este hablador dirá”.
Pero no tienen fe. Vienen a ver, y ven, pero nunca comen. Hay alguno de ellos que se convierte, y alguno de allá abajo que es llamado por la gracia soberana, algún pobre pecador está llorando por su sensación de culpa. Otro está pidiendo piedad a Dios, y otro dice, “Ten piedad de mí, pues soy un pecador”. Es genial que vengan a esta capilla, pero algunos de ustedes no saben nada sobre ella. No tienen ninguna obra en marcha dentro de sus corazones, ¿y por qué? Porque piensan que es imposible. Piensan que Dios no trabaja.
Él no ha prometido trabajar por aquellos que no lo Honran. La incredulidad hace que se sienten aquí en momentos de resurrección y del derramamiento de la gracia de Dios, inmóviles, sin vocación y sin salvación.
Pero Señores, ¡lo peor de esta condena está por venir! George Whitefield solía levantar sus manos y gritar. Así desearía poder gritar yo, pero mi voz me falla, “¡La ira está por llegar! ¡La ira está por llegar!” No es la ira del momento lo que deben temer, sino la ira que está por venir, y habrá una condena por venir, pues “lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello”.
Me parece que veo el último gran día. La última hora ha llegado. Escucho sonar las campanas de la muerte, es el momento, la eternidad ha llegado, el mar está hirviendo. Las olas se levantan con esplendor sobrenatural. Veo un arcoíris, una nube flotante y sobre ella hay un Trono, y sobre ese Trono se sienta el Hijo del Hombre. Lo conozco. En Su mano sostiene un par de balanzas, justo ante Él están los libros, el Libro de la Vida, El Libro de La Muerte, El Libro de la Conmemoración. Veo Su esplendor y me regocijo ante él. Contemplo su apariencia rimbombante y sonrío con encanto de que sea “El admirado por todos Sus Santo”.
Pero hay una multitud de despojos miserables, que se agachan con horror para ocultarse y aun así miran, pues sus ojos ven a Aquél que han penetrado. Pero cuando lo miran gritan, “Escóndanme de su cara”. ¿Qué cara? “Que las piedras me escondan de su cara”. ¿Qué cara? “La cara de Jesús, el Hombre que murió, pero ahora ha venido al juicio”. Pero no se pueden esconder de Su cara. Deben verla con sus ojos, pero no se sentarán a la derecha, vestidos de togas de grandeza, y cuando la procesión triunfal de Jesús pase en las nubes, no marcharán en ella. La verán, pero no estarán allí.
Oh, me parece que ahora lo veo, el poderoso Salvador en Su carroza, ¡cabalgando sobre el arcoíris hasta el Cielo! Vean cómo Sus poderosos corceles hacen que el cielo se estremezca mientras los lleva a la colina del Cielo. Un vagón de tren de blanco le sigue y arrastra al diablo, la muerte y el Infierno en las ruedas de su carroza. ¡Escuchen con Atención! Escuchen cómo aplauden, escuchen con atención cómo gritan. “Has ascendido a las alturas, Has llevado cautiva la cautividad”. ¡Escuchen con atención! Cómo cantan solemnemente “Aleluya, El Señor Dios omnipotente reina”. vean el esplendor de su apariencia, vean la corona sobre sus cabezas, vean sus ropas blancas como la nieve, ¡vean el éxtasis de su semblante! Escuchen como sus canticos se unen en el Cielo mientras el Eterno se une y dice, “Me regocijaré de ellos con alegría, Me regocijaré de ellos con cantos, pues os he desposado conmigo en misericordia eterna”.
¿Pero en dónde han estado ustedes todo el tiempo? Pueden verlo todo allá arriba, pero, ¿dónde están ustedes? Viéndolo con sus ojos, pero no pueden comer de ello. El banquete de la boda está desperdigado. Los buenos vinos de la eternidad están servidos. Se sientan para compartir un banquete con el Rey, pero allí están ustedes, miserables y hambrientos, y no pueden comer de ello. Oh, cómo se frotan las manos, podrían haber probado un bocado de la mesa, podrían ser como perros bajo la mesa, pero serán perros en el Infierno, no en el Cielo.
Para concluir, me parece que los veo en algún lugar del Infierno, atados a una roca con el buitre del remordimiento alimentándose de su corazón. Y allá arriba están Lázaro en el seno de Abraham. Levantan sus ojos y ven quién es. “Es el pobre hombre que yacía en mi muladar y los perros lamían sus heridas. Allí está en el Cielo, mientras yo soy castigado. Sí, Lázaro, en verdad es Lázaro. Y yo, que fui rico en el mundo del tiempo estoy aquí en el Infierno. Padre Abraham, dile a Lázaro que moje la punta de su dedo con agua para enfriar mi lengua”. ¡Pero no! No puede ser. Mientras están allí, si hay una cosa en el infierno peor que otra, será ver a los santos en el cielo.
Oh, ¡pensar en ver a mi madre en el Cielo mientras yo soy castigado! Oh, pecador, sólo piensa en ver a tu hermano en el Cielo, quien fue puesto en el mismo pesebre y jugó bajó el mismo techo, ¡pero tú estás fuera de allí! Y esposo, allí está tu esposa en el Cielo, mientras tú estás entre los condenados. ¡Y ves a tu padre! a tu hijo ante el Trono. Y tú, maldito por Dios y maldito por el hombre, estás en el Infierno. Oh, el Infierno de infiernos será ver a sus amigos en el Cielo y verse a ustedes mismos perdidos. Les suplico, mis oyentes, que, por la muerte de Cristo, por Su agonía y Su sangre, por Su Cruz y Su pasión, por todo lo que es santo y sagrado en el Cielo y la tierra, por todo lo que es solemne en el tiempo o en la eternidad, por todo lo que es horrible en el Infierno o glorioso en el Cielo, por ese terrible pensamiento, “para siempre” Les imploro que lleven esto en su corazón y recuerden que, si están condenados, será la incredulidad la que los condene. Si se pierden, es porque no creyeron en Cristo. Y si perecen, esta será la más amarga gota de hiel, pues no confiaron en su Salvador.
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